NACARADO ATARDECER
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Pierre Carlet de Chamblain, vestido de
punta en blanco, esmoquin, impecable camisa almidonada con gemelos,
zapatos de reluciente charol, gafas con montura de oro y gardenia en el
ojal, contemplaba el crepúsculo invernal sobre la playa de Juan Les Pins
desde el despacho de su lujosa mansión, situada en las delicadas lomas
del Cap d´Antibes. Suave será la noche, se oyó murmurar. Abrió la
ventana para inhalar la brisa fresca que le llegaba desde los batidos
oros del mar, mezclada con el rosado perfume de la hirviente espuma que
borbolleaba en la orilla, al tiempo que para escuchar el vespertino
silbo de los mirlos, como solía hacer su padre cuando ocupaba ese mismo
despacho del más austero estilo neoclásico, donde solía mandarles, a él y
a su hermano Paul, efectuar, allí, junto al retrato de Marivaux, largas
y consistentes traducciones del latín y del griego, bajo su estricta
dirección y vigilancia, las cuales no solían concluir sino a la hora de
cenar sonada. Tierna será la noche, dijo, y abrió una gaveta de la
soberbia y cuidadísima mesa de caoba para extraer un bruñido revólver y
una sola bala dorada, que introdujo en el tambor, volteándolo hasta
colocarla delante del percutor, en posición de disparo.
Tras lanzar una última mirada al
encendido mar y al impecable jardín francés que rodeaba la mansión, a
fin de llevarse al tártaro un postrer retazo de terrenal belleza, apoyó
el cañón sobre la sien y rozó el gatillo con el dedo. Una vida entera de
delicia y un segundo de dolor. Si me hubieran presentado ese pacto al
principio, lo habría firmado de inmediato, sin cláusulas ni condiciones.
Aspiró profundamente el algodonoso aire de su depurado mundo y concentró su atención en el dedo índice de su mano derecha.
Cuando ya iba a darle la orden fatal,
la puerta se abrió con formidable estrépito. Un rostro fosco, poblado
con una barba hirsuta hizo su aparición en el umbral.
Pierre, creyendo ser aquello un
atraco, a punto estuvo de soltar una homérica carcajada. Mas había algo
familiar en aquel semblante que lo retuvo.
-¡Baja de inmediato ese arma! -ordenó el intempestivo y original sujeto.
El así interpelado obedeció, más por curiosidad que por convencimiento.
No sabría decir mediante qué detalle o
gesto, pero el caso es que de repente lo reconoció. Habían sido
gemelos, indistinguibles para un observador que no perteneciera al
restringido círculo familiar. Sin embargo, ahora constituía una tarea
ardua, incluso para él, identificar a Paul tras ese aspecto tan
sumamente descuidado, andrajoso casi. Y, por si fuera poco, avejentado.
Hacía veinticinco años, casi día por día, que no se veían. Fue
justamente en la fecha del veinticinco cumpleaños de ambos, cuando Paul
tomó sus bártulos y se fue para no volver más. Hasta ahora.
-¡Paul! ¿Qué diablos haces tú aquí, en este preciso instante?
-He venido a salvarte la vida.
Pierre se quedó desconcertado.
Evidentemente no había comunicado a nadie su decisión irrevocable de
volarse la tapa de los sesos al final de esa precisa jornada.
-Hay cosas que ni siquiera mi poderoso y prepotente hermano puede hacer.
-No inviertas los papeles. El poderoso
y prepotente siempre has sido tú. No hay sino mirar el entorno en el
que te desenvuelves.
-Depende para qué -repuso con cierto
resentimiento Pierre. -Mi única habilidad se ha cifrado en atraer el
dinero. En todo lo demás sobresalía Paul. Yo era quien se enamoraba como
un novicio y Paul el que se llevaba a la señorita a la cama. Yo rompía o
enredaba las cosas y Paul lo arreglaba todo con sus dedos sabios. Era
tu labia la que convencía a la gente, cuando yo me debatía entre
tartamudeos e incoherencias. Por otra parte, esta casa era también la
tuya y la desechaste para irte en busca de aventuras por estos mundos de
Dios.
-Lo que he venido a hacer, puedo y
debo hacerlo. Después me iré de nuevo por estos mundos de Dios. Porque
la riqueza que se exhibe aquí me da náuseas, ya que ha sido la causa de
todos mis males.
-Pues si es así, me complace
comunicarte que todo esto, y mucho más, lo vas a heredar tú dentro de
unos días. Por cierto, a pesar de que hice cuanto estuvo a mi alcance
para que ello no fuera así. Y hablando de Dios, mi arrogante hermano,
sólo él podría salvarme la vida. Así que ata bien tus machos antes de
adentrarte en un territorio que no conoces.
-Pierre, no eres tú quien estás condenado. Soy yo. La enfermera invirtió las fichas.
-¿Qué dices?
Inexplicablemente se sintió invadido
por lo que se asemejaba mucho a una oleada de vergüenza. Había preparado
hasta el menor detalle su propio entierro y al final no era él el
muerto.
-Anda, baja el arma y retírale la munición -le sugirió con calma su hermano. – Te explicaré en detalle lo sucedido.
Pierre Carlet de Chamblain tuvo la
impresión de que el otro mundo no era sino una continuidad del
precedente, pues le parecía imposible que, a esas alturas, no hubiera
entrado ya en él. Afuera el día había declinado raudo y estaba
comenzando a anochecer.
-Recién cumplidos los cincuenta, ambos
hemos coincidido en la idea de hacernos un chequeo médico. Tú
probablemente sin razón alguna. Yo, con ella. En efecto, desde hace unos
meses, mi salud se ha deteriorado a ojos vista. No lo lamento, ¿sabes?
Cuando a uno la vida se empecina en tratarlo mal, llegado el momento de
la partida, suele tomar casi con alivio el salvoconducto. Si alguna
ventaja tiene el ser un desgraciado, ésa es. Uno de los pocos hábitos
que conservé de mi anterior vida de rico, fue el de frecuentar la misma
clínica a la que solíamos acudir toda la familia en tiempos más
boyantes. Así, sucedió que, dos días más tarde que yo, te presentaste
tú. La enfermera, según ella misma confesó, se equivocó de ficha y
extrajo la mía. En ese momento, el doctor la llamó y tuvo que ausentarse
unos instantes. Tú debiste darte cuenta del error, de modo que, a su
vuelta, se lo hiciste notar. Ella se azoró, porque, claro, algo debía
barruntarse sobre la extrañeza de nuestras relaciones y de nuestra
respectiva posición social. La atendible discreción de la clínica había
sido puesta en tela de juicio por culpa de su estúpido despiste.
-Incluso me dio tiempo a anotar tu dirección y tu número de teléfono.
-Fue tanta su turbación que, en lugar
de guardar de inmediato mi ficha en su correspondiente archivo, sacó la
tuya y se quedó con ambas sobre la mesa, acabando por trabucarlas las
dos. Así, los resultados de tu examen fueron a parar a mi expediente y
los del mío al tuyo.
-Pero tú no debías estar muy convencido…
-No, claro que no. El dictamen sugería
que me hallaba fresco como una lechuga. Y yo sabía que ello no era así.
Por lo tanto, insistí en que se me hiciera una exploración más
detallada. La enfermera, que se hallaba presente, enrojeció hasta las
orejas. Y coligió lo que debía ser. El doctor comprobó enseguida que su
intuición era cierta.
-Eso explica que hoy mi teléfono no
parara de piar. Hasta que decidí desconectarlo para concentrarme en lo
que debía hacer. Uno no se pega un tiro cada martes y cada jueves; por
lo tanto, importa hacerlo bien, según las reglas del arte.
-Confieso que, ante la ausencia de
respuesta por tu parte, en un principio me di por satisfecho con su
determinación de llamarte más tarde, considerando el hecho de que sin
duda te hallabas ocupado en un asunto que no admitía demora ni
interrupción. Una hora más tarde telefoneé por ver si habían conseguido
comunicar contigo. La respuesta fue, por supuesto, negativa. No se me
pasó por alto la posibilidad de que mi hermano, acostumbrado a llevar
una vida entre algodones, con todas las comidas listas y servidas en su
momento justo, ajeno a cualquier contrariedad, no podría soportar la
perspectiva de una enfermedad fulminante y dolorosa como la que le
habían diagnosticado. ¿Y qué me importaba a mí, a fin de cuentas, si te
acometía la veleidad de volarte la tapa de los sesos? ¿Acaso, con todo
el dinero que posees, y antes que tú tu padre, paraste mientes en
contratar a un detective para averiguar qué había sido de mi vida, si me
había convertido en un nabab o en un mendigo? No, el hijo pródigo había
pedido, antes de partir, su parte en la herencia y con ello estaba
pagado, tal como le haya tratado el destino, con su pan se lo coma. Y si
no, que no se hubiera ido. ¿O no fue así?
-Nuestro padre nunca volvió a
mencionarte. Así que ignoro lo que pensaba del asunto. Por mi parte,
confieso que llegué a odiarte a causa de la manifiesta preferencia que
la vida había demostrado tener para contigo.
-La balanza estaba equilibrada. La
vida me favorecía a mí. En cambio, nuestros progenitores no juraban sino
por su Pierre Carlet de Chamblain, el vivo retrato del hijo modelo.
Mientras que el rebelde, la oveja negra, no merecía más que castigo
sobre castigo y, hartos de presentar excusas ante la buena sociedad, al
final no fue poco alivio que alzara velas para no regresar nunca más.
-Debo confesar que nuestra existencia cobró, de repente, una bonanza y una serenidad hasta entonces insospechadas.
-Sepulcros blanqueados que habéis sido
todos, como esta misma casa, de un albor deslumbrante por fuera, pero
que dentro no alberga sino el más podrido egoísmo, unos pechos en los
que jamás se ha encontrado el menor atisbo de amor, sino el puro afán de
lucro, el prurito de medrar. A nadie se le ocurrió pensar que acaso ese
joven, con su comportamiento impredecible, no estaba sino mendigando un
poco de atención.
Pierre se preguntó por qué no sólo no
sentía la menor irritación ante aquellas palabras tan duras, sino que
misteriosamente le estaban entrando en el cuerpo como un bálsamo
intensamente benéfico y reparador. Comprendió que ello era porque se
trataba de la verdad que redime y también porque la estaba declarando el
único ser que podía y debía proferirla, Paul Carlet de Chamblain, su
hermano desechado y arrumbado en un rincón profundo de la conciencia
familiar, como tabú.
-Pero al final has venido. A pesar de todo…
-He venido porque todos tenemos un
hueso, como las aceitunas, que alberga lo que podemos denominar
conciencia o remordimiento y que en algunas ocasiones corroe y duele. No
cesando en su porfía hasta que no nos hace levantar y actuar. Conservé
esta llave de la puerta trasera, como una reliquia de mis travesuras
infantiles. Entré dispuesto a allanarme el camino hasta ti como fuera,
pero enseguida comprendí que habías concedido el día libre a todo el
personal. Lo cual no resultaba nada tranquilizador. Así que, mientras
subía, eché un vistazo al salón y a las pérgolas sostenidas por columnas
romanas, tal y como se me ofrecen a menudo en los sueños, pero no me
detuve, porque sabía que si ibas a pegarte un tiro, te lo pegarías en
este misterioso cuarto, forrado de libros encuadernados en costosas
pieles, cuyo contenido nuestra imaginación infantil suponía versar sobre
arcanos tenebrosos; de retratos, también, de todos nuestros antepasados
y desde cuyas ventanas puede contemplarse uno de los más bellos
paisajes de un mundo en que hasta la belleza está concebida para herir
más al miserable y al desfavorecido y ensanchar al propio tiempo el
corazón del pudiente y del privilegiado. Aquí estabas, en efecto, y,
cual mensajero de los dioses, he podido anunciarte la buena nueva. Con
ello, mi deber está cumplido. De modo que, si no te importa, me voy. Ah,
aquí tienes la llave. Presumo que te va a ser más útil a ti.
Paul depositó el mencionado objeto
sobre una repisa de la biblioteca, que emitió un sonido de madera buena,
y girando sobre sus talones dio media vuelta para irse.
-¡Espera!
-Espera a qué, hermano. ¿Acaso tienes
algo que pueda interesarme? ¿Qué puede interesarle ya a un hombre que
dejó, hace muchos años, de amar la vida y a quien han dado un plazo de
sólo unas cuantas semanas para prolongar su miserable existencia? Hurga
en tus bolsillos. Verás que no tienes nada.
En efecto, para qué y en nombre de
qué, hacía esperar a su hermano. Por un momento quedó perplejo y se vio a
sí mismo como un hombre pobre, un indigente que no podía pagar a otro
indigente el pequeño, a la vez que inmenso, favor que le había hecho. La
moneda que hacía falta, él no la tenía. Por eso el primer sorprendido
fue él al ver que su boca se abría y pronunciaba unas palabras que no
había reflexionado previamente.
-Sí puedo ofrecerte algo.
-¿Qué?
-La verdad que aún no conoces y que te
reafirmará en tu opinión de que tus intuiciones eran ciertas y que, por
lo tanto, tu opción fue válida. He aquí la confirmación. Cuando fui a
esa especie de palomar hediondo en que vives y averigüé tu situación
económica, juzgué que el destino había hecho contigo lo que debía,
haciéndote pagar tu arrogancia, tu excesiva liberalidad y tu debilidad
por el juego y los placeres. Por mi parte, no era quién para corregir
sus designios. Así que no estaba dispuesto a mover un solo dedo para
cambiar tu estado. Y entonces cayó ante mis pies una bomba en forma de
cáncer de hígado en estado terminal. Entre dos embates de desesperación,
se me hizo palmario el destino en que iban a incurrir todos mis bienes.
Evidentemente iban a pasar a mi único heredero vivo, que eras tú.
Aquello no era la buena solución. Le faltaba la justicia poética. Cada
cual debe tener la retribución según sus actos. ¿Qué podía hacer? Apenas
me quedaba tiempo para actuar. El método más rápido para acabar con una
inmensa fortuna se me antojó que era el juego y tenía a mi disposición,
a pocos kilómetros de distancia, los más reputados casinos del mundo.
Empecé por Montecarlo. Aposté esta casa, como aperitivo. Y gané otra
equivalente. Puse en el candelero la mitad de mi fortuna, no la
totalidad de la misma, porque se me antojó que nadie me hubiera seguido,
a pesar del aspecto de los jugadores. Entonces cayó sobre mí un
auténtico chaparrón de dinero. Insistí y no hice sino triplicar la
ganancia. Probé suerte o, mejor dicho, mala suerte, en Niza. En vano. El
que ha nacido para ganar, cuando quiere perder, no puede. Volví a casa
hecho un auténtico Craso y tiré la toalla.
-Decirlo te honra. Que lo disfrutes con salud. Buenas noches.
-No puedes irte. Si te vas, es que no
has comprendido nada. ¿Por qué crees que ha sucedido todo esto? Los
hermanos que la naturaleza misma erige el uno contra el otro, son las
dos caras de la misma moneda. Donde va la una, va la otra. Símbolo del
universo dual que funciona por oposición de contrarios. Nuestra moneda
ha rodado y se detiene aquí. Has venido para salvarme de la primera
muerte y has conseguido salvarnos, a los dos, de la segunda muerte, la
única que debe ser temida. Ahora vamos a abrir tu habitación, que ha
permanecido cerrada desde que te fuiste.
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