jueves, 30 de abril de 2020

LA ACRÓPOLIS DE LOS PANTANOS - CRÓNICAS DE SAJARÁ - TERCERA PARTE










LA ACRÓPOLIS DE LOS PANTANOS
CRÓNICAS DE SAJARÁ


JOSÉ ALEMANY






VENERADA ATMÓSFERA



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Oh innoble servidumbre de amar seres humanos,
y la más innoble
que es amarse a sí mismo.
                             JAIME GIL DE BIEDMA
                   
                                                          












                                                                     I


   José Colliure Santamaría contemplaba, a través de la ventanilla del tren, la colina llamada de los santos Abdón y Senent, o también de los benditos santos de la piedra, melancólica y achaparrada, solitaria como un abandonado caparazón de tortuga en medio de los inundados arrozales aún no sembrados, tal y como debía ofrecerse antes del terremoto de principios del siglo XVII, es decir, como una isla envuelta en un desleído pétalo de aurora. Es el heraldo de Sajará para los viajeros que llegan desde Valencia. Tras el mencionado cataclismo, se retiró el mar, quedando la acrópolis cercada por una inmensa ciénaga que el hombre vacía o llena a voluntad, siguiendo el ritmo de las cosechas de arroz, con el agua dulce del río que conducen las acequias y cuya superficie acuosa se funde, en invierno, con la vasta albufera y ésta con el terso mediterráneo, faceta de aguamarina que difumina la linde de un cielo casi siempre impoluto.
   Hay tiempo en Sajará porque el agua va y viene desde la Albufera hasta los terrosos farallones de las murallas, trayendo consigo el relente húmedo o reemplazándolo por el pastoso calor del estío, cuando el arroz encaña con los pies hundidos en ella.
   Tres ciclos habían pasado desde que faltó el regidor y él se embarcó para África, más allá del mar, a un tiro de piedra como quien dice, pero al propio tiempo tan lejos. En otro mundo, qué duda cabe. En éste, sin embargo, le aguardaba una ardua tarea, pues se había prometido a sí mismo continuar la labor del padre. Desde que lo había hecho, una infinidad de proyectos e ideas rebullían en el interior de su atezada caja craneana. Experimentaba, después de todo, ese frescor que siente el día cuando se despierta en su almohadón rosado. La vida de hombre empieza el día en que regresa a sus penates, licenciado del ejército. Y más aún en su caso, cuando lo hace para asumir el papel y la responsabilidad del cabeza de familia. En efecto, antes de constituir la suya, debía poner orden en los asuntos de la que el regidor abandonó prematuramente. Era su obligación y su deuda.
   Se le apretó el corazón a la vista de la tétrica residencia de estilo neomudejar modernista, concluida sólo un par de años antes de su partida. Luego, a su derecha, contempló la serenidad del parque durmiendo su sueño de invierno. Nadie le esperaba en el andén pues no había dado una fecha precisa para su llegada. Únicamente sabían, y en esa situación se hallaba también él en el momento de escribir la carta, que ésta se produciría antes de Navidad. Y, en efecto, era el 22 de diciembre del año mil novecientos veinticuatro.
   Sajará estaba igual que siempre, como una ciudad sumergida en el caldo de su sopor.
   Tomó el camino más corto para dirigirse a la placeta de los Molinos, evitando el centro urbano, que dejaba para otra ocasión en que se presentaría mejor acicalado y sin ese maletín que le daba, según él, cierto aire de judío errante. Llegó ante la puerta de la casona e hizo sonar la aldaba. Durante unos instantes resonó como un martillo efectuando trabajos en un mausoleo. Sin poderlo evitar pensó en las paredes terrosas y las flores amarillas y la paz del cementerio, donde se encontraba ahora el dueño de esa morada. Pero la visión se evaporó enseguida al sentir unos pasos de mujer avanzando rápidamente del otro lado, hacia el postigo. Crujió la cerradura y apareció en el umbral una joven que José Colliure tuvo dificultad en identificar como su hermana menor, María de las Mercedes. También ella vaciló un segundo ante aquel hombre atezado y enjuto, pero enseguida ahogó un grito y se abalanzó sobre su cuello. 
   Sus otras dos hermanas llegaron enseguida y tras ellas la madre, quien lo abrazó y lo besó. Sin embargo, Colliure notó cierta reserva en su mirada que le garrapiñó la sangre. En todo caso, se la veía contenta y aliviada por su regreso. Cuando, después de dar las órdenes oportunas para preparar una comida especial, se quedó sola con él, clavó sus ojos en los suyos y le espetó:
   -Sé indulgente con Joaquín. Es todavía muy joven.
   No hacía falta decir más. Únicamente quedaba conocer los detalles y la amplitud de la catástrofe.
   Poco antes de mediodía, llegó Joaquín. Estaba hecho un hombre, robusto, cuadrado, respirando salud por todos sus poros, con una mirada profunda de acero magnético. José Colliure, orgulloso de su hermano, lo abrazó y lo besó. El joven Colliure le hizo las mil y una preguntas que suelen hacerse al héroe que regresa de la guerra. No obstante, tras el entusiasmo, había un punto de reserva, como una vaga preocupación vecina a la culpa. José Colliure reconoció enseguida ese sentimiento porque lo compartía. Es más, se sintió más responsable de la debacle que el propio Joaquín, el cual, al fin y al cabo, había tenido que afrontar una situación anormal para alguien a quien apenas le habían dejado tiempo para salir de la niñez, como consecuencia de unos actos que le eran ajenos, pues se desprendían de la pugna entablada entre su padre y su hermano mayor.
   Durante la comida, José Colliure tuvo la sensación de que el único que parecía echar de menos al regidor era precisamente él. Los demás habían tenido tiempo de habituarse a su ausencia en el entorno que les era familiar a todos. El hijo mayor, en cambio, lo había abandonado tan sólo unos días después de la desaparición del padre, de modo que regresar al hogar fue algo así como regresar a aquel fatídico lunes 28 de noviembre de 1921, cuando todo el edificio levantado por aquel titán se derrumbó sobre él, torciéndose de golpe y porrazo el destino de una familia cuyo empuje y vitalidad parecían imparables e inagotables. Desde África, sus recuerdos de Sajará conservaban intacta la imagen del regidor y de la prosperidad que éste supo imprimir a aquella casa. Ahora dicha casa se parecía a un coche de lujo que no hubiera cambiado en absoluto por fuera, pero por dentro le faltaba el motor. También faltaba Daniel, pero respecto a él José Colliure tenía sus planes. No estaba dispuesto a dejarlo en aquel calabozo con los leones. Lo quisiera él o no lo quisiera, saldría. Daniel era recuperable, o al menos eso se empecinaba en pensar su hermano. Todo tiene remedio, menos la muerte, dicen. 
   Cada comensal había tomado asiento en el lugar que le era propio. La madre en un sitial de cabecera, pero en el otro, donde había estado siempre la autoridad suprema, simplemente faltaba la silla y se producía allí un inmenso vacío que atraía la mirada de Colliure como si fuera un abismo del que surgiera un magnetismo cósmico. Tuvo que efectuar un esfuerzo colosal para no mirar en esa dirección, porque, además, todos miraban en la suya.
   Teresa, la madre, no paraba de vituperar al ejército culpándolo de la delgadez de su hijo. No sabía aún que le había cambiado el metabolismo para siempre.
   -Y tú, claro, cuando no te gustan las cosas, pues no comes y santas pascuas. Así pareces, como galgo tendido al sol.
   -El rancho no era el de un hotel cinco estrellas, pero lo tomé como medicina. No obstante, a veces, durante las maniobras, comí una excelente verdura.
   Nadie prestó atención a este último comentario, que consideraron un argumento poco consistente para defender la institución.
   -Y había excelentes restaurantes en Melilla.
   -Es la dieta habitual lo que determina la salud del individuo –repuso, perentoria, Teresa.- Ahora se trata de reparar los desperfectos causados por el ejército de África.
   Tras esas palabras, Colliure se sintió obligado a engullir un poco más de lo previsto. Aún así, no logró terminar la copiosa ración que había sido asignada a su plato. Terminada la colación, Asunción anunció que acababa de servir el café en el salón, acompañado de pastas y turrones.
   Colliure bebió en silencio, a pequeños sorbos, una taza. Luego se decidió por un pastelillo de boniato. Los demás lo observaban por ver si sus facciones traicionaban el menor síntoma de fruición por haberse reintegrado a la civilización occidental, recuperando con ello los placeres y comodidades aferentes. Pero su rostro permaneció impasible. Finalmente sacó del bolsillo interior de la chaqueta una cajetilla de puros que había comprado a su paso por Valencia, ofreció uno a Joaquín y se reservó otro para sí. Agarró un candelabro y encendió ambos. Exhaló una densa fumarada algodonosa que fue subiendo lentamente al cielo raso.
   La madre, que lo conocía, se irguió enseguida sobre su silla, poniendo su espalda tan recta como una tabla de plancha paralela al respaldo. A Colliure no le había pasado desapercibido el gesto. Dio una segunda calada tan profunda como la anterior y expulsó el humo con idéntica parsimonia. Sabía que Teresa estaba en guardia y pronta a la réplica. Tanto mejor, se dijo, pues no le gustaba perder tiempo cuando estaban en juego asuntos de cierta envergadura.
   -¿Dónde está Daniel?
   -Terminando su noviciado.
   Los ojos, negros y diminutos de Colliure, brillaron. Teresa sabía que era el brillo repentino de la esperanza. El hijo no se precipitó, sino que torció su mano izquierda con la que sostenía el puro y se puso a contemplar el ascua, así como el fragmento gris de la ceniza que empezaba a formarse.
   -¿Dónde?
   Teresa hubiera dado cualquier cosa por no tener que responder a esa pregunta.
   -En el monasterio del Puig.
   -Bien.
   -¿Qué vas a hacer?
   -Ir a verlo, por supuesto.
   -¿Y después?
   Colliure volvió a prestarle atención al puro y siguió fumando. Daba la impresión de reflexionar, pero no lo hacía.
   -De después ya hablaremos –se dignó al fin responder.
   -Daniel está allí por su propia voluntad. Tiene vocación. ¡Déjalo en paz!
   Teresa se había puesto aún más tiesa, si cabe, en cualquier caso parecía más levantada, como una cobra que se apresta a atacar. Sus ojos amenazaban con los mismos dardos negros que los de su hijo. Éste, conciliador, argumentó:
   -Supongo que no tendrás inconveniente en que Daniel explique a su hermano mayor, con sus propias palabras, a qué diablos se parece la inabarcable envergadura de su vocación mística.
   -Estás en tu derecho –admitió la madre, haciendo igualmente un esfuerzo por serenarse.
   José Colliure saboreó plenamente la siguiente calada, que reunía el deje del más selecto tabaco cubano con una de las mejores muestras del refinamiento que podía alcanzar Teresa en materia de repostería.
   -Ahora, Joaquín, vamos a ir tú y yo al despacho de padre y me describirás el estado exacto de nuestra situación financiera.
   El aludido, a pesar del tostado cutis característico de los Colliure, palideció intensamente. Cruzó una rápida mirada con su madre, pero ésta le ordenó con los ojos que acudiera a dar el descargo que se le pedía. Ambos hombres se levantaron y abandonaron en silencio el salón.
   José Colliure cerró tras de sí la grave y pesada puerta del antiguo refugio del regidor. Le indicó a Joaquín uno de los sillones y puso un cenicero sobre una mesilla baja, al alcance de los dos. Por último se sentó y fumó un rato sin decir palabra. Mientras lo hacía, recordó que estaba actuando exactamente igual que su padre. Echó una mirada oblicua a Joaquín y supo que la camisa no le llegaba al cuerpo, pero disimulaba como era de esperar en un Colliure de raza. Sonrió.
   -¿Y bien?
   Joaquín inclinó la cabeza hasta dejarla apoyada en las yemas de todos los dedos de la mano izquierda y desplegó una expresión tétrica, tan desalentada y madura, en contraste tan riguroso con su temprana edad, que Colliure no pudo sino apiadarse una vez más de su hermano menor. Todos eran más culpables que él, incluida su madre, sus tías, por supuesto, y la puñetera vocación religiosa de Daniel. Sin olvidar su aportación personal, su innombrable testarudez y también la del regidor. Pero ahora era él y sólo él quien tenía que dar cuentas de los platos que entre todos habían roto, a pesar de que justamente Joaquín era el único que había asistido a los acontecimientos, causantes del presente estado de cosas, como puro espectador.
   -La situación no es nada halagüeña –dijo.
   -Eso ya me lo imaginaba. Ahora enumera con precisión las pérdidas.
   -Mejor sería hacer un inventario de lo que queda. Esta casa....una quinta parte aproximadamente de las tierras.... –concluyó Joaquín con un hilo de voz.
   -¿Y el negocio de los toros?
   -Cerrado.
   -¿Pero cómo, si iba viento en popa, si es justamente por ahí por donde había imaginado la posible recuperación, acompañando el producto a través de sus diversas etapas de distribución?
   -Una mala inversión. Minas de plata en Hiendelaencina. Me las prometieron muy felices. Pero fue un fracaso que culminó en muy pocas etapas. Primero hubo que vender las casas de la calle Valencia, para hacer frente a la primera urgencia.
   -¿Las tres?
   -Las tres. Luego creí poder recuperar el dinero invirtiendo en acciones, pero me equivoqué en la elección de los valores. Perdí en ello el dinero de la venta de algunas tierras. A partir de ahí me puse más nervioso, quería tapar la brecha antes de tu regreso y fue la debacle completa. La fortuna familiar se me escapaba como agua entre las manos.
    José Colliure vio que su hermano había echado la soga tras el caldero y se le subió entonces el humo a las narices. No pudo contenerse más, saltó disparado del sillón, derribando la ceniza del puro sobre sus pantalones.
   -¡Por los clavos de Cristo, si todavía tenías en la boca los dientes de leche! ¿Quién te mete a ti en libros de caballería? ¿Cómo diablos se te pudo ocurrir que podías inmiscuirte en especulaciones de tal envergadura? Se te pidió tan sólo que administraras, con mayor o menor fortuna, los asuntos corrientes de la casa, no que te lanzaras, de buenas a primeras, a quitarles el pan a los Rothschild y a los Rockefeller. Sabía que un niñato como tú, que no sirve ni para taco de escopeta, lo haría todo al revés. Pero ni siquiera se me ocurrió sospechar que tu insensatez pudiera alcanzar semejante delirio. ¿Te das cuenta de lo que has hecho? No solamente has echado por tierra la entera labor del regidor, sino que has hundido a toda tu familia, a tus hermanas y a tu madre, en una ruina irreversible. No nos has dejado ni cera en los oídos. ¿Acaso has llegado a preguntarte si existe el modo de hacerlo peor de lo que lo has hecho?
   Esto último se lo espetó ya agarrándolo de las solapas. De golpe lo soltó:
   -Si es que haciéndolo aposta resulta imposible lograr tanto mal en tan poco tiempo. Eres un genio, hermano. Pero en el ámbito de la estupidez y la petulancia.
   Más que apagar, despachurró el puro en el cenicero y salió dando un portazo que se oyó  en toda la casa. La deflagración no sorprendió en absoluto a Teresa, antes al contrario, se diría que la había estado aguardando como señal para poner a hervir el agua y preparar una tila. Luego fue a buscar una copa de las que se usaban para tomar el anís de las ocasiones y vertió en ella dos dedos de agua del Carmen. Lo puso todo en una bandeja y subió al despacho. Joaquín conservaba aún el mismo rostro céreo de entierro castellano que había desplegado ante la esperada y temida pregunta de su hermano.
   -Anda, tómate esto. Lo peor ha pasado.




                                                                     II


   José Colliure, tras un segundo portazo tan fenomenal como el primero, se había encerrado en su habitación y no emergió de ella ni siquiera para cenar. En vano se acercaban las hermanas sobre la punta de los pies hasta el panel de la puerta, con objeto de tratar de averiguar si estaba despierto o dormido. La habitación semejaba igual de vacía que durante los tres años precedentes.
   La única que permanecía serena era Teresa.
   -Pasado el primer pronto, mi hijo no es nadie.
   En efecto, a la mañana siguiente se levantó con el día, se afeitó meticulosamente, se acicaló, se puso sus mejores galas y bajó a desayunar a la hora acostumbrada. Ciertamente no estuvo muy expansivo, mas no rehusó de plano la conversación. Someramente respondió a cada solicitación. Y esta actitud tuvo la propiedad de serenar los ánimos de cada uno de los habitantes de aquella casa. En efecto, lo peor había pasado, todos eran ya conscientes de ello. Ahora quedaba por ver qué iniciativas tomaría el nuevo cabeza de familia. Desde siempre se le había atribuido una inteligencia ágil y despierta, extraordinariamente pronta a la réplica y la reacción, que eran, ambas, casi instantáneas, pero también se le asignaba, con toda ecuanimidad y merecimiento, un carácter sulfuroso.
   En cuanto se levantaron los manteles, José Colliure tomó el montante y salió de casa. Todos sabían que se dirigía a Riera.
   La mañana de aquel día parecía haberse desentendido del calendario, lucía un sol espléndido, los patos y las pollas de agua nadaban plácidamente en la esmeralda del Júcar, los naranjos se combaban por el peso de la fruta, mientras que los jilgueros y verdecillos se desgañitaban en las ramas altas de los mismos, los gorriones hacían lo propio en las medianas y bajas y los mirlos atravesaban los huertos silbando como negras balas de cañón. Colliure no daba crédito a sus ojos, estaba de vuelta en casa. Tantos habían sido los proyectiles que, como el que rompió el corazón de Del Busto, hubieran podido partir el suyo y dar con todos sus huesos bajo el ardiente polvo del desierto, que le parecía un milagro volver a respirar la venerada atmósfera. Polvo eres, en efecto, pero hasta ese polvo que te constituye es prestado y debes restituirlo a quien te lo entregó. La deuda contraída con la tierra es legítima y si algún cuerpo no respeta el contrato, desde lejos se le exige una reparación.
   El camino entre Riera y Sajará se hallaba bastante frecuentado a esa hora, sobre todo por mujeres que iban o venían cargadas con cestas de castañas, nueces, almendras, higas pasas, algún turrón, viandas, y otros ingredientes con los que ultimar los preparativos de la Navidad, que ya estaba a la vuelta de la esquina. Algunas saludaban a Colliure y sonreían. La voracidad de África no arramblaba con todo, de vez en cuando devolvía mozos enteros y sin mácula. Consuelo Mayorino se alegraría de que su prometido fuera uno de ellos. Sus primos, en cambio, tal vez sus hermanos, se llevarán una buena decepción. Así es la vida, la alegría de unos hace la aflicción de otros. Pero lo que hay, juega.
   También Riera aparecía más viva que un día corriente y rebullía bajo el sol. José Colliure hizo sonar la aldaba de la casa de los Mayorino y aguardó. Como no obtuvo ningún efecto, repitió la llamada. A la tercera vez emergió la cara enteca y huesuda de su futura suegra, que se alegró sinceramente de verle, sonrió, se excusó con frases inconexas, dislocadas, pero con voz muy suave. Habló del corral, de las gallinas, de la matanza, mientras se secaba obsesivamente las manos en el delantal.
   -Pero voy a llamar a Consuelo enseguida. Entra, siéntate.....
   Desapareció por la escalera. Colliure oyó arriba un murmullo de frases entrecortadas, ahogadas por la emoción. Tres años era mucho tiempo para que, de golpe y porrazo, dos personas jóvenes, que se quieren, pero que adolecen todavía de la experiencia y el despego que sólo aporta la edad provecta, tengan que ponerse el uno frente al otro. Colliure notó que el corazón se puso a batirle a rebato, más aún que antes de una carga contra la caballería mora. Sentía que ella bajaba los peldaños con paso casi imperceptible y que de un instante al otro se encontraría ante él, entre sus brazos. Así fue, tuvo la convicción de que la mujer que surgió repentinamente de aquella caja de escalera era, en efecto, Consuelo, pero al mismo tiempo parecía otra. Había engordado ostensiblemente.
   Colliure se comportó con naturalidad, aunque para ello tuvo que desplegar el mismo esfuerzo que cuando cabalgaba ante sus jefes con rostro impasible, pero por dentro aguantando la dentellada cruel de la llaga, que le quemaba el muslo como si fuera la venenosa mordedura de una serpiente del desierto.
   Lo invitaron a una cena a la que asistió la familia de Consuelo en pleno, excepto el hermano mayor, Ricardo, quien se excusó en su calidad de recién casado, y pasaron una velada agradable.
   De vuelta a Sajará, bajo una cúpula esmaltada con racimos de perlas, recordó la dramática conversación que tuvo con el regidor:
      -Afrontemos la situación con calma –había sugerido éste- . Nada se ha malogrado realmente. En Sajará no se tiene ni pajolera idea de tu noviazgo. Lo rompes desde mañana mismo y Santas Pascuas.
   -No puedo hacer tal cosa, padre.
   -Por supuesto que puedes, ¿por qué no ibas a poder?
   -Porque he dado mi palabra.
   Sí, había dado su palabra. Y palabra no hay más que una.







                                                                       








                                                                   III


   Por cuanto se refiere al asunto de Daniel no era cuestión tampoco de darse de vagar, así que al día siguiente de la visita a Riera tomó, sin decir a nadie esta boca es mía, el tren para Babilonia. Salió de buena mañana y mientras hacía el transbordo en Valencia tuvo tiempo de desayunar un café con leche en un bar cercano a la estación y comprar el periódico. Regresó justo a la estación del Norte para subirse al vagón al tiempo que el tren partía. Desplegó el periódico. Melilla 23, 11 noche. La harca mandada por el comandante Varela estableció una emboscada cerca del lugar donde los rebeldes ponen sus guardias. Consiguió por este medio apoderarse de un prisionero y de algunas acémilas con víveres. Melilla 23, 11 noche. El enemigo hostilizó ayer el convoy  a Tizzi-Azza. Otro grupo hostilizó los puestos de Tifaurin. Ayer se vio a un grupo que efectuaba atrincheramientos frente a Afrau. Continúan regresando los cabileños de Beni- Tuzin, que marcharon a la otra zona para nutrir la harca rebelde. Casi todos vienen heridos y dicen que no volverán aunque para ello tengan que recurrir a la violencia. Confirman que hay gran número de mujeres viudas en todas las cabilas, lo que ha obligado a Abd-el-krim a ordenar que los solteros contraigan matrimonio y que los casados aumenten el número de sus mujeres. Honores a los cadáveres de dos héroes. En el correo de Andalucía llegaron ayer mañana los cadáveres del teniente coronel D. Sebastián Moll y de su hijo Carlos, alférez de Regulares de Ceuta. Padre e hijo sucumbieron heroicamente, según hemos referido, en el campo de batalla. Venían los cadáveres en un vagón, que fue separado del convoy, conduciéndolo a una vía inmediata donde, arreglado convenientemente, instalóse un altar, en el cual se rezaron misas que oyeron los familiares de los Sres. Moll y numerosos amigos, el general Molins, en representación del Rey, el presidente interino del Directorio, marqués de Magaz, y varios generales del mismo, etc.
   El tren había dejado atrás los suburbios, poblados de precarias y descarnadas viviendas con ronchas en los muros producidas por un mal cáncer que ponía los adobes a la vista, naves industriales que nunca pretendieron ocultarlos y cuyos cristales ennegrecidos jamás se han limpiado, todo cubierto por un polvo sin luz, desprendido por erosión del plomo, una pátina muerta, en verdad, para adentrarse en la huerta de Valencia, una tierra privilegiada, un modelo plausible de edén, si no albergara almas humanas, preferible en todo caso al sudario de bronce que envuelve la ciudad por mor del capitalismo. Pero probablemente Colliure no lo percibía así a causa de su temperamento iconoclasta, el cual le impulsaba a dinamitar lo establecido, que para él era, sin duda, la Arcadia en la que se  crió. Ya el regidor la había dejado de lado, aunque no abandonado por completo, para incidir en los negocios de la capital. Ahora José Colliure se fijaba menos en la frecuente deformidad de los obreros, como consecuencia de la endémica desnutrición infantil, que en el invisible trazado de líneas producidas al evaluar el entramado de necesidades generadas por todas esas fábricas. Acaso él pudiera desempeñar un papel evolucionando entre esos vectores de fuerza, si encontrara un hueco en el que instalarse, una corriente de aire a la que subirse. Y no resulta descabellado pensar que ese mismo día se le metiera en la cabeza una suerte de vocación por el transporte que ya no lo abandonaría en su vida, pues unos meses más tarde se sacó el carnet de conducir.
   Pero ese día se bajó en la pequeña estación de El Puig prometiéndose ser inocente como las palomas y astuto como las serpientes. Sabía de debería participar en una partida de esgrima verbal, afrontando a finos espadachines, entre ellos tal vez a su propio hermano, a quien dejó nadando entre dos aguas, con indudable vocación aunque sin el absoluto convencimiento. De ello hacía ya tres años, la mayor parte de ellos pasados entre hábiles apologistas de la fe católica y del monacato occidental, sin ver a la familia más que en contadas ocasiones y nunca a los amigos. En la revuelta de una costanilla del pueblo percibió, por primera vez, el macizo edificio cuadrangular, con sus sólidas torres igualmente cuadradas en las esquinas. Es decir, percibió una parte de él y aplicando una elemental lógica de simetría coligió el resto. Si hubiera tenido un escudero a su lado, le hubiera dicho aquello de: “Con la iglesia hemos topado, amigo Sancho.” Como no lo tenía, se lo dijo de todos modos para el cuello de su camisa.
   Con el paso sigiloso, si bien ligero, y el espíritu alerta que había observado infinidad de veces en los zorros del desierto cuando, en una noche de luna llena, no las tienen todas consigo, ascendió las escalinatas que conducían a la puerta principal del formidable cenobio. Vagamente, tenía la sensación de hallarse ante una fortaleza, la cual, de un modo u otro, habría que tomar.
   Nada más poner los pies en el zaguán, se encontró de manos a boca con el hermano portero, quien parecía que había estado toda una eternidad aguardándole allí, en la penumbra. Los ojos de Colliure pugnaban por adaptarse a la diferencia de luminosidad entre un exterior radiante y un interior más bien tenebroso. Durante el transcurso de unos segundos, ambos hombres se miraron como dos gatos a los que una esquina malévola ha puesto inesperadamente nariz contra nariz. La estantigua sólo se dignó moverse cuando ya estaba claro que el visitante se había percatado de su presencia.
   -¿En qué puedo servirle? –inquirió con el tono de quien está profiriendo una frase de sentido totalmente opuesto, como por ejemplo: “¿Quién te crees que eres para perturbar así, de buenas a primeras, la paz de este santo lugar?”-
   -Mi nombre es José Colliure, tengo un hermano haciendo el noviciado aquí y me gustaría entrevistarme con él, -repuso escuetamente el interpelado, reservándose la parte contundente del argumento para replicar, pues sabía que no le faltaría ocasión.-
   -Lo siento, pero no se puede visitar a ningún monje ni novicio sin el permiso del abad, el cual debe solicitarse con cierta antelación.
   -Mire usted, he pasado tres años en África, sirviendo a mi Patria, durante los cuales no he tenido ni una sola vez la ocasión de ver a mi hermano. Por esa misma razón no estaba al corriente de los usos de esta abadía, de modo que he emprendido el viaje desde Sajará con toda ingenuidad, a impulsos de ese sentimiento elemental que es el amor fraterno, el cual los miembros de esta comunidad no pueden ignorar, pues entre sí se llaman y se tienen por hermanos.  
   El hermano portero guardó silencio, sobándose pensativamente el afeitado mentón. No había olvidado que era un fraile mercedario y que, como tal, debía entregar la digna respuesta de la orden a un planteamiento tan bien trabado, viniese de quien viniese. Por supuesto, la decisión de acordar la entrevista no le pertenecía, pero sí tenía la potestad de someter al abad algún caso que juzgara excepcional. La cuestión era determinar si éste en particular merecía la pena ser considerado como tal, si procedía o no procedía molestar a su superior con la circunstancia que se le acababa de exponer. Todo el peso de su ánimo se le estaba corriendo hacia el lado izquierdo, el de la negativa, y hubiera hallado una intensa satisfacción en ello; pero, por otra parte, no resultaba fácil para un mercedario argumentar contra la fraternidad, ni siquiera mediante  sofismas revestidos con sayo piadoso. Hubiera necesitado de uno de esos días dotados con esa suerte de inspiración fácil en que no se precisa el menor esfuerzo reflexivo para que broten las triquiñuelas en la mente. Además, ese Colliure tenía tanto empaque que ni siquiera se le ocurrió pensar que podía haber estado en África como soldado raso, sino que daba por supuesto el grado de capitán, o en el peor de los casos, atendiendo a su juventud, el de teniente, pero era menos probable, pues aquellas ínfulas que se daba ya no eran verdes, sino en sazón, como se encuentra en el estamento militar a partir del grado de capitán y no siempre. Él trataba a los militares todos los días, pues raro era el que no se presentaba uno de ellos para visitar al tercero o cuarto de sus retoños, el cual había revestido, como Dios manda, los hábitos. Y es cierto que ninguno de esos espadones se tomaba la molestia de solicitar con antelación el permiso del abad. Fue la prudencia la que hizo inclinar la balanza del lado contrario al instinto.
   -Está bien –concedió al cabo.- Se lo comunicaré al abad. Entretanto, tenga la bondad de tomar asiento en este banco.
   El conciliábulo entre ambos religiosos no debió ser precisamente breve, a menos que el pomposo hermano portero hubiera decidido aprovechar la circunstancia para satisfacer una necesidad apremiante. Colliure se levantó y se puso a recorrer de parte a parte el vestíbulo, salió al sol, fumó un cigarrillo, entró de nuevo, se sentó en el banco y sólo entonces apareció el padre portero con aspecto cariacontecido. Al ver ese rostro cerrado y en guardia, se temió la negativa, pues mientras aguardaba había llegado incluso a imaginar la existencia de un complot según el cual, el padre Vadillo, o su tía, o su propia madre, o quién sabe si los tres reunidos en cónclave, habían escrito al abad para comunicarle que el diablo andaba suelto.
   -Se le ha concedido una entrevista de un cuarto de hora –declaró al fin el ujier de saleta a lo sagrado, tras haberse hecho un poco el interesante.- Tenga la bondad de seguirme.
   Avanzaron por un pasillo oscuro y silencioso como el corredor de una pirámide, al fondo del cual se veía el resplandor del sol refulgiendo sobre un suelo que parecía de oro. Dicha claridad llameante procedía de un claustro cerrado, comunicado con el patio interior por una interminable hilera de puertas cristaleras, iluminando cada una de ellas su correspondiente cuadro de tema hagiográfico o bíblico. Un zócalo de madera establecía la transición entre el pan de oro pulido del suelo y la eucaristía de los muros. Así, Colliure caminaba junto a las silentes sandalias del mercedario, sin poder evitar que los tacones de sus recién estrenados zapatos retumbaran bajo la alta bóveda de cañón. Al fondo se alzaba una formidable puerta de doble batiente, enmarcada por un dintel de marquetería. A través de ella penetraron en una sala inmensa, despoblada de todo accesorio superfluo, con un techo elevado que aumentaba su desolación y una reja de forja que la dividía en dos. Al otro lado de la misma, tras los barrotes, se hallaba Daniel, con hábito monacal y acompañado de otro fraile. Quién te ha visto y quién te ve, matita de hinojo, pensó Colliure. El padre portero miró al visitante de marras a los ojos y le anunció que volvería a por él dentro de quince minutos.
   José Colliure avanzó hacia la reja. Entre las barras de hierro no había espacio ni siquiera para pasar una mano y estrechar la de Daniel, pero éste se había agarrado con ambas a aquellas. José puso pues sus manos encima de las de su hermano y las apretó con fuerza. Los ojos de los dos se humedecieron, pero el orgullo, tal vez la rabia, o el orgullo en el uno y la rabia en el otro, les impidió desatar las lágrimas. El monje que acompañaba a Daniel se puso tenso y no daba muestras de querer abandonar el campo, sino que permanecía a un metro aproximadamente del novicio. Colliure retiró las manos, procuró sonreír.
   -¿Qué tal estás?
   -Muy bien, muy bien, ¿y tú? ¿Contento de estar de nuevo en casa?
   -Contento.
   José Colliure miró de reojo al religioso, que no perdía miga de la conversación. Entonces comprendió que el solo objeto de su presencia era justamente escucharla. Sintió un resquemor que le dejó las entrañas como brasas, pero no permitió que ello aflorara en lo más mínimo a su semblante. También Daniel permanecía imperturbable, como si el viejo mercedario no fuera sino un fantasma, invisible para sus ojos. Fue él quien continuó la conversación, con un entusiasmo sospechoso que puso en guardia a Colliure, pero que tuvo la virtud de distender al censor. Daniel había hecho progresos enormes en latín y en teología. Notaba que cada día era un paso más que le acercaba a Dios, a quien sentía ya muy cerca de su corazón. La comida era frugal pero suficiente. El cuerpo debe perder un poco de sus fuerzas para que se despierten las  del espíritu. Sí, báilale el agua delante, dijo para sí Colliure. Uno piensa el bayo y otro el que le ensilla.
   El religioso quedó aparentemente satisfecho del cauce en que había entrado la conversación. Prueba de ello fue que se retiró unos pasos, no muchos, para sentarse en una silla plegable que allí aguardaba y abrió su breviario. No cabía la menor duda de que únicamente fingía leer.
   José Colliure había comprendido a la perfección el juego al que se acababa de entregar su hermano y entró plenamente en él. Le hizo varias preguntas sobre el estado beatífico en que se encontraba. Ante las respuestas ingenuamente entusiastas, en apariencia, de Daniel, casi se traiciona poniéndose a reír, pero el horno no estaba para bollos. Recordó que la entrevista no era larga y que Daniel no debía ignorarlo. Disimuladamente echó un vistazo a su reloj de pulsera. Cuando alzó la vista, se le garrapiñó la sangre. El rostro de su hermano se había transfigurado de un modo terrible. Tenía unos ojos espantados, en los que sólo se veía la albura de la córnea como una burbuja de cal viva, en medio de la cual destellaba, cual si fuera la punta metálica de un dardo, un botón negro dispuesto a dispararse contra los propios ojos de Colliure. Aquella mueca era la viva estampa del horror. Y sin emitir sonido, moviendo únicamente los labios, dijo:
   -¡Sácame de aquí, Pepe! ¡Sácame de aquí!
   José Colliure asintió con la cabeza, cerrando los ojos de puro alivio. El cenobita, repentinamente alertado por lo que debió parecerle un prolongado silencio, o tal vez por instinto, se irguió en la silla, buscó el rostro del novicio y, al no tener acceso a él, desplazó la silla. Daniel notó la maniobra del viejo mercedario y mudó la expresión. Volvía a exhalar la meliflua catadura del místico exaltado. José se apresuró a sonreír.
   -¿Y en casa todos bien?
   -En casa están todos bailando con un pie.
   Otra frase que tuvo por efecto que el censor alzara los ojos y las cejas. Pero entonces entró el padre portero anunciando que la entrevista había llegado a su término.
   -Hasta pronto, hermano. Reza por mí –dijo, con una sonrisa equívoca.-















                                                                    IV


      Antes de montarse en un caballo empuñando un fusil y entrar en el monasterio a sangre y fuego, como se entra en las filas enemigas, José Colliure, tras meditarlo bien, decidió confiarse a don Alejandro Perfecto, pues para las soluciones extremas todavía había sol en las bardas. El canónigo siempre le había merecido aprecio y confianza, ya que su no fingida campechanía había sido siempre para Colliure garantía de autenticidad. Él comprendería. Fue entonces a verlo a la rectoría en un momento en que el padre Vadillo no se encontraba en los parajes, pues le tocaba decir misa en la frontera San Pedro. Optó, a pesar de los riesgos que ello comportaba, por contarle llanamente la escena de la visita al monasterio de El Puig.
   Don Alejandro Perfecto pensó y comidió. Y al cabo habló de esta manera:
   -Nada puede hacerse sin el consentimiento de tu madre pues, hasta que Daniel no ostente la mayoría de edad a los veinticuatro años, es ella la que detenta la patria potestad. Y si mal no recuerdo, la ordenación está prevista antes de que el interesado alcance dicha fecha. No obstante, si ella cambia de parecer y decide sacar a su hijo, yo me comprometo a efectuar las gestiones necesarias en el Arzobispado.
   -Gracias, don Alejandro. Si así lo hiciere, le estaría en deuda durante toda la vida.
   -De nada, muchacho. Más vale ser un buen cristiano en la vida civil, que un mal cura en la vida religiosa. Si no hay vocación, no se debe entrar en senda tan espinosa. ¿Quieres que hable con tu madre?
   -No creo que sea necesario, don Alejandro. Espero poder convencerla.
   -Entonces aguarda un instante.
   Don Alejandro Perfecto abrió un cajón de su escritorio, tomó una hoja impresa, garrapateó unos cuantos párrafos y se la entregó a Colliure.
   -Toma esto. Si te lo firma, vuelve con ello a verme. Lo demás será cuestión de un par de semanas.
   Colliure se fue directo a casa en busca de su madre. La encontró en la salita, calentándose bajo las faldas de la mesa camilla.
   -Firma esto. Es para sacar a Daniel del presidio en que se encuentra. Si no lo quieres sacar tú, lo sacaré yo con la escopeta de padre.
   Teresa se apresuró a buscar los ojos de su hijo, para reconocer de inmediato aquella mirada que constituía la garantía absoluta de que éste haría, sin la menor sombra de duda, cuanto hubiera dicho, sea lo que fuere, aunque se tratase de la mayor barbaridad. Cuando sus pupilas negras bailaban inquietas de una cosa a otra, mala señal, el tifón estaba girando ya a muchos miles de revoluciones por minuto en el interior de su cuerpo; esa maldita sangre de los Colliure, que sólo el diablo sabe quién se la puso en las venas a toda la estirpe, la había visto hervir en contadas ocasiones por cuanto se refiere al regidor o a su padre, mas la fuerza telúrica desplegada en ellas las hacía temibles e inolvidables. Lo mismo ocurría con su hijo, pero con mayor frecuencia. Quizá ese detonador, mucho más rápido y sensible, no fuera otra cosa que la sangre de los Santamaría. Aun así, presentó una objeción:
   -¿Te ha dicho tu hermano que está conforme en salir?
   Entonces José Colliure le contó a ella también el episodio de la visita al monasterio. Teresa suspiró profundamente. Colliure hubiera jurado que se trataba de un suspiro de alivio, retenido durante años. Durante demasiado tiempo, en efecto.
   Teresa Santamaría se irguió para leer atentamente la hoja de don Alejandro Perfecto. Cuando hubo concluido, alargó la mano hacia la pluma que le tendía su hijo y estampó su firma con un trazo enérgico. José Colliure recogió el papel y salió sin dar las gracias, porque sabía que su madre se había hecho, ella también, un regalo a sí misma y que acababa de descubrirlo. 
   Tal y como prometió don Alejandro Perfecto, Daniel estaba de vuelta a las dos semanas. José Colliure fue, como la vez anterior, en tren a buscarle. Los padres mercedarios le entregaron a su hermano con el mismo desprecio adusto con que se entrega a un desertor, perdonado y degradado, a la vida civil. Pero Colliure le había traído su mejor traje, con una camisa de una blancura impecable, todo ello transportado dentro de una funda de tela para que no tomara ni la menor arruga, así como unos zapatos de charol que herían la vista de tanto como los había frotado. Él mismo se había puesto de punta en blanco. Ya en el vestíbulo, ante los ojos atónitos del padre portero, José Colliure levantó el cuello de la camisa de Daniel y le puso un corbatín de pajarita, luego le colocó, magistralmente plegado, un pañuelo de seda color de nardo en el bolsillo superior de la americana. Concluidas tales diligencias, con una voz lo suficientemente alta como para que la captara sin esfuerzo el monje, dijo:
   -Ahora, hermano, vamos fuera, porque sin aire la llama se apaga.
   La de Daniel debía reducirse a una diminuta bola, recubriendo apenas la punta del pábilo. Caminaba rígido como un autómata, abriendo al mundo unos ojos como platos, empozado en un pensamiento inmóvil, respondiendo tan sólo con un sí o un no. Únicamente cuando se vio a bordo del tren comenzó a convencerse de que cuanto le estaba sucediendo no era un sueño, sino que había dejado atrás, a todos los efectos, el formidable mausoleo en que le habían enterrado, junto a los más perversos diablos que la imaginación humana hubiera podido fabricar, durante casi dos mil años de deformación y degeneración de la más sublime de las ideas y comenzó a desatársele la lengua. Primero fue el habla inconexa y atropellada de un borracho, después vino la risa de una mente intoxicada. Por fin la parodia lúcida del hermano portero que, entre los dos hermanos a secas, trenzaron y destrenzaron ad libitum y ad infinitum, hasta ahogarse de risa o sacudir el vagón con estentóreas carcajadas. Se trataba, en efecto, de una borrachera sin alcohol.
   De repente Daniel agarró por la manga a José.
   -¡Pero ello no quiere decir que haya perdido la fe!
   Llegados a Valencia, José Colliure condujo a su hermano al mejor restaurante de la ciudad. El camarero trajo la carta, pero Daniel ni la miró.
   -Quiero paella –dijo.
   -Hombre, paella puedes comer, a partir de ahora, todos los días....
   -Quiero paella –insistió, con la testarudez de un niño.
   -Está bien. Una paella para dos.
   -¿Y de beber? –inquirió el camarero.
   Daniel agitó levemente la mano en el aire, indicándole que de beber lo que él quisiera. Colliure eligió un suntuoso rioja. Y, tras el postre, pidió champagne, con lo que el trayecto de Valencia a Sajará fue, si cabe, aún más alegre, si bien más discreto pues el tren se hallaba bastante concurrido.
   En cuanto Daniel puso el pie en casa, la familia entera, incluida la madre, Teresa, dio rienda suelta al júbilo que hasta ese mismo instante habían retenido a saber por qué, quizá porque nadie quería ser el primero en manifestarlo. Todos comprendieron que era realmente un gran peso que se quitaban de encima. Aquello fue como si emergieran de un sortilegio nefasto que les había tenido postrados durante mucho tiempo, viendo visiones turbias y engañosas. Mas la pesadilla había concluido, el hijo había regresado y estaba donde tenía que estar, en casa, listo para salir al día siguiente a trabajar las pocas tierras que quedaban o a vacar a otros asuntos, lo que sea, pero libre.
   Evolucionando en un campo magnético definido por los polos de la exultación y el alivio, se sentaron ante una mesa preparada con especial esmero aquella noche, cuando sonaron, terribles, tres aldabonazos. Mercedes, la hija menor, tras un leve pasmo que afectó a todos, corrió a abrir la puerta. Remedio Santamaría apareció en el umbral con el rostro desquiciado de la sibila en trance.
   -¿Es así cómo agradecéis el milagro que Dios se dignó hacer en la persona de María de las Mercedes? –gritó con voz de urraca a la que acababan de descubrir los tesoros que había ocultado en su nido.
   Iba a continuar su filípica, pero Teresa se levantó no menos imponente.
   -Dios hizo el milagro sin pedir nada a cambio –tronó.- Para llevársela poco tiempo después. Él sabe lo que hace mejor que yo. Y que tú.
   Los ojos de Remedio relampagueaban a la luz del candil de la cocina. Dio media vuelta y se fue dando un soberbio portazo que debió ser escuchado hasta en el convento de la Virgen de Sales, más allá de la plaza, al final de la calle. Y no regresó en un mes.




                                                                     V


   Algo andaría rondándole por las estrías del caletre pues, como queda dicho, José Colliure se sacó el carnet de conducir y también lo hizo Daniel Colliure, si bien lo más claro de los años que siguieron a su vuelta de África los empleó todavía tratando de sanear la maltrecha economía familiar. Los tres hermanos se pusieron, en efecto, a trabajar con ahínco los cuatro repelones de heredad que restaban en su poder. Era lo único que podía hacerse por el momento, pues para reanudar los negocios del regidor en Valencia hacía falta un capital del que no disponían.
   El enfado con Joaquín duró poco. Éste pretendía conservar la procura de “La Closa” y la conservó. Cuando la finca le dejaba un momento libre, venía a arrimar el hombro. De este modo, poco a poco, consiguieron frenar el descenso a los infiernos e invertir seguidamente la tendencia. Aún así, estaban lejos de la prosperidad conocida en tiempos del regidor. Crecían a paso de hormiga, en proporción aritmética, cuando el patriarca había impuesto de manera duradera una proporción geométrica. José Colliure estaba determinado a hacer, tarde o temprano, algo en la línea seguida por su padre. Un hombre de fondo conservador, como lo era entonces la mayoría en Sajará, se hubiera volcado, decidida y definitivamente, en el laboreo de las tierras restantes, haciéndolas producir al máximo y adquiriendo otras nuevas hasta reconstituir el predio familiar. Su carácter iconoclasta, a vueltas con un romanticismo demoledor, todo ello profundamente decimonónico todavía, cierto, pero formando parte de la polaridad revolucionaria de ese siglo, de la dinámica que lo iba propulsando hacia el siguiente, promovieron en él al hombre de nueva planta, innovador, racionalista aunque no siempre racional, ordenado, metódico, con un deseo permanente de modificar su entorno para transformarlo en beneficio propio, en otras palabras, al capitalista. Indudablemente, el ejemplo del regidor no debió desempeñar en ello un papel inocuo. Así, José Colliure no compró más tierras, sino un camión, un “Manchester”, poniéndole un chófer. También puso un taxi en el punto, el cual conducía personalmente. De este modo colocó la primera piedra de lo que ya constituía en su mente un proyecto bien trabado: la constitución de una Cooperativa de Transportes en la Sajará del primer tercio del siglo XX.
   No obstante, una vez impreso el giro referente a la orientación económica del clan con la compra de ambos vehículos, decidió que había llegado el momento de fundar su propia familia. La boda con Consuelo Mayorino se celebró en la parroquia de Riera, el 25 de febrero del año 1927. Y la pareja se instaló en una casa alquilada de Sajará.
   El miércoles 21 de diciembre de ese mismo año, faltando tres cuartos de hora para las doce de la noche, nació en Riera José Colliure Mayorino. Más materia para ese molino triturador de las horas. El joven matrimonio se había trasladado a la pequeña localidad de la esposa para que ésta fuera asistida en el parto por su madre y las demás mujeres de la familia.
   A pesar de que todo transcurrió normalmente, se quedaron allí a pasar las fiestas navideñas, con objeto de que Consuelo se recuperara rodeada de los suyos.
   Colliure se aburría en Riera, no porque se sintiera un extraño en ella, pues la frecuentaba asiduamente desde los tiempos en que el regidor detentaba el negocio de los toros y era por lo tanto capaz de poner nombre y apellido a cada una de las caras que veía en las calles o en el casino, sino porque su atmósfera, aquella que le proporcionaba el oxígeno que afeccionaban sus pulmones, la que aspiraban y consumían con ese deleite que atenúa la costumbre, como los penates el incienso familiar, estaba en Sajará. Así, muchos días, tomaba la bicicleta después de comer y no regresaba hasta la hora de la cena. Otros, sin embargo, cuando no disponía de tiempo a causa de los preparativos de los principales jalones de ese maratón festivo, o si hacía mal tiempo, tenía que conformarse con el casino de Riera, donde contaba, cierto, con muchos conocidos, pero ningún amigo. En fin, estaba la familia, mas Colliure hubiera preferido nadar con un banco de tintoreras a frecuentar la mayor parte de los miembros de su familia de Riera. Y era justamente eso lo que conllevaba en su misma naturaleza la vida de un pueblo. No se puede hacer abstracción de la familia. Más aún, no se puede hacer abstracción de nadie en absoluto. Todos y cada uno de los miembros de la tribu constituyen una ficha que juega obligatoriamente, como forzoso es aceptar la partida. Así, cuando Pepe Colliure se hallaba leyendo el periódico en el fondo del casino, junto al vasto ventanal que le ofrecía una impagable perspectiva del río, con Sajará al fondo, si alguno de los Mayorino entraba por la puerta, situada a más de cien metros de su mesa, el recién llegado se sentía en la obligación, más pronto o más tarde, de acudir a saludarle, de mejor o peor gana, pero como empujado por una inercia insoslayable. A semejante regla no se sustraían, mal que les pesara, ni siquiera Luis y José María Mayorino Torres, principales protagonistas del asalto que tuvo como objeto poner fin al noviazgo entre Consuelo, su prima doble, y ese forastero, presumido y altanero, de José Colliure, cuyo recuerdo todavía les urgía al despique como el primer día. Ambos hermanos iban siempre juntos, mal gesto y peor parecer, vestidos de la misma manera, con un traje de pana verde y unos zapatos muy usados y no demasiado limpios, que sólo podían seguir utilizando llevándolos a sobresolar tres veces por año. Luis era el que hablaba lo esencial, con una ponderación y aplomo no exentos del buen juicio que oculta las verdaderas intenciones cuando éstas, las más de las veces, son sinuosas, malévolas. José María, por su parte, palmo y medio más alto, desempeñaba invariablemente la función de lacayo de su hermano, una suerte de fantoche burlón que le reía las gracias como un único corifeo brutal y, a veces, repartía las bofetadas a sus espaldas, tras el paso de aquél. Colliure ya se había medido con ellos y no les tenía miedo. Los dos hermanos sentían la displicencia y sus entrañas crepitaban entre brasas a causa de las ínfulas de semejante usurpador que había entrado en el círculo reservado del clan por efecto de sus malas artes y de la mala cabeza de una mujer, razón que, al mismo tiempo, les obligaba a morder el bocado del freno y a sujetar la lengua, lo cual no era óbice para que en sus diálogos, cortos e intensos, con Colliure, las frases tuvieran siempre tendidas las cuerdas como consecuencia de un desafío latente que cualquiera podía percibir. Por aquella época, comenzaba a acompañarles su hermano Juan, a la sazón joven de unos dieciséis años, dando así inicio a un largo y provechoso aprendizaje, tanto del uno como del otro jaque, licenciándose temprano de belitre.
   De idéntica índole era Ricardo, el hermano mayor de Consuelo. Si su actitud hacia Colliure no era exactamente la misma que la de sus primos dobles, ello era tan sólo a causa del parentesco más estrecho con aquél, que le obligaba, mal de su grado, eso era evidente, a fingir con él una campechanía, a la que le daba justamente derecho la mencionada proximidad familiar, la cual constituía una excelente excusa para la expresión más franca de su animadversión, presentada así de manera como velada por un humor grueso, a la que Colliure respondía con el mismo procedimiento, reforzado con un arma que Ricardo desconocía por completo, o más precisamente, acusaba su efecto, lo perturbaba, pero era absolutamente incapaz de utilizarla en su propio provecho, la ironía.  
   Juan Mayorino, el patriarca del clan tras la muerte de su primo hermano Luis Mayorino, tampoco parecía manifestar ninguna afección particular por el flamante marido de Consuelo, aunque también es verdad que no daba la impresión de participar en ese odio incondicional experimentado por la mayor parte de su progenitura. Tal vez perdurase en los posos de su conciencia una hebra de la admiración que sintió aquel lejano quince de enero de mil novecientos quince, al enterarse de que el regidor había enviado a su hijo, de justamente quince años, hasta Salamanca, que no es moco de pavo, para buscar una partida de toros. De ahí provenía, probablemente, ese paternalismo adusto con que se dirigía a ese muchacho, convertido ya en hombre, en un miembro de pleno derecho, a pesar de los pesares, del linaje de los Mayorino, o al menos tomando parte activa en el desarrollo del mismo. Pero no por ello José Colliure le hubiera dado el buen Dios sin confesión, antes bien lo tenía por pólvora sorda.
   Resultaba difícil no ceder a la tentación de considerar a los Mayorino Torres no como una familia en la que, como todas, surge de vez en cuando una oveja negra, descarriada, sino que, por el contrario, esto último constituía lo habitual, mientras que la excepción venía con la aparición puntual de alguna oveja blanca. Porque necesario era reconocer que ovejas blancas las había; pocas, cierto, pero las había. Consuelo lo tenía prevenido, mi hermano Ricardo es un bruto, una mala pécora, por lo que me tiene sin cuidado cuáles sean tus relaciones con él, pero mucho ojo con mi hermano Juan Luis, porque ése es harina de otro costal, ése es pan candeal y si tienes problemas con él, los tendrás conmigo. José Colliure no pudo sino reconocer que esto era cierto, Juan Luis, como también su madre, Consuelo Torres, era una de esas personas que siempre resultan benéficas, cualquiera que fuera la eventualidad.
   Germán Mayorino Torres ya llevaba una sotana que le ocultaba los pies, por lo que sus pasitos cortos le daban la apariencia de un cochecito con rostro humano, que se desplazaba sobre unas ruedecillas invisibles, accionadas por una batería. Rara vez se le veía por el casino. Como también resultaba un hecho insólito tropezar con Julio Mayorino Torres, maestro nacional con destino en un lugar del Toboso de cuyo nombre nadie lograba acordarse.
   Mención aparte merecían otros familiares de Consuelo que procedían de los Torres, sin una sola gota de sangre Mayorino mezclada en sus venas. La tía Asunción, por ejemplo, que era una bellísima persona y estaba casada con el tío Batiste, alguacil único y plenipotenciario de Riera, gran conversador que acababa de tener un hijo mudo; o bien Juanito, llamado el Teniente, también primo hermano de Consuelo, pero a través de la rama de los Torres exclusivamente, notable cazador que venía muchas veces a altas horas de la madrugada para recoger a Pepet, el hermano menor de Consuelo, quien comenzaba a manifestar una notable afición por la mencionada actividad, y se lo llevaba al monte o a la marjal, regresando bien entrada la noche, con un aro de patos, o de perdices, que la madre se precipitaba en pelar y preparar para el día siguiente con las más variadas recetas.
   Si en Sajará los casinos eran compartidos por los integrantes de la derecha y la izquierda, hasta el punto que comunistas y socialistas no tenían el menor empacho en tomarse un café y una cazalla en el casino carlista, y que nadie se escandalizara tampoco sobremanera al ver a un anarquista paladeando, acodado en la barra, una copa de Calisay en La Agricultura,  en Riera la promiscuidad era aún mayor, pues no había más que un solo casino. Eso sí, cada sensibilidad política se reservaba un sector del local que, por cierto, cualquiera podía, si se terciaba, ocupar, aunque fuera del bando contrario, pero con plena consciencia de que estaba pisando territorio enemigo y que se vería obligado a transigir ante las reglas y las opiniones vigentes en ese espacio particular, delimitado por la posición de ciertas mesas e incluso de ciertas sillas, o al menos a guardar un silencio prudente respecto a ellas. Era un invitado, al cual había que granjear la debida hospitalidad, siempre y cuando no abusara de su estatuto y no sobrepasara los límites del necesario decoro. Si ello se producía, la insolencia era sancionada de modo fulgurante, pudiendo producirse fogosos altercados; mas no era lo habitual, pues, generalmente, de un lado estaban los que contrataban y del otro los que precisaban cobrar jornales, así que una cierta forma de modus vivendi debía imponerse por necesidad y  estaba ya consagrada mediante un uso inveterado.
   La facción de la derecha estaba presidida por Antonio el Zagal, patriarca del clan de los Zagales, cuando no por Benigno Branca, patriarca del clan de los Branca, y contaba entre los miembros asiduos e incondicionales a Teodoro Sales, a Francisco Bono, tradicionalistas, al joven maestro de escuela Juan Tamarit Vilanova, hombre de orden bajo cuya férula temblaban las últimas hornadas de escolares en Riera, a su cuñado Rafael Rodrigo y al gigantesco Antonio Ferragut, que nunca opinaba pero era respetado por sus puños, tan altos y macizos como dos diccionarios de la Real Academia puestos en pie. Menos visibles, por lo discretos, pero igualmente perseverantes, eran Adrián Sebastián Juan, Jesús Meliá y José Agulló Meliá. También los Mayorino frecuentaban todos ellos esta zona del casino. Finalmente cabe mencionar el hecho de que tanto Teodoro Sales como Francisco Bono arrastraban a menudo a sus respectivos hijos a estas tertulias, para que aprendieran, según decían, las buenas maneras de los hombres cabales. Si a las fanegas que reunían entre todos ellos, se añadía la parte del león, es decir, la correspondiente al cacique provincial, Gómez Trémol, y la de algunos propietarios de la vecina Sajará, se alcanzaba el noventa por ciento de la extensión del término municipal de Riera. Había otros, sin embargo, que tenían cuatro rebujos dispersos de tierra y que se sentaban igualmente en estas mesas, pero no con tanto ahínco y prosopopeya, sino como pidiendo permiso y hasta perdón por hacerlo.
   La facción de la izquierda, por su parte, estaba presidida por José Solves, uno de los raros propietarios medianos, medidos con el rasero de la localidad, que se dignó decantarse de ese lado y por Agustí Forner, mecánico de bicicletas e intelectual autodidacta, el cual aportaba también al círculo a sus dos hijos, Agustí y el jovencísimo Alfredo, los tres pertenecientes ya al partido socialista. Otro miembro permanente de este conciliábulo era Fernando Oller, quien también traía consigo muy a menudo a su hijo Francisco, un mozo silencioso y fornido. No obstante, los personajes más vistosos de este bando eran sin duda Pepe Juan, alias Mazo, y Eliseo, ambos de tendencia anarquizante y con un empaque similar; a mayor abundamiento, de esos que andan despacio y garboso, sin que falte el rumbo, la varita de mimbre y el clavel  en el ojal. Se aseguraba en el pueblo que ambos habían comido de las dos paellas fundacionales de la FAI, la primera en un corral situado junto al manicomio de Patraix y la segunda en la playa del Saler.
   Lo realmente curioso era que, a pesar de las considerables dimensiones del local, quizá no excesivamente ancho, pero compensando con creces dicha carencia con su longitud, ambos grupos se habían asentado en zonas casi contiguas, de modo que cada uno de ellos podía escuchar sin esfuerzo cuanto se decía en el otro, lo que producía, a veces, una sensación de trasvase sonoro que oscilaba de una parte a la otra, un flujo y reflujo de marea, cuando unos peroraban, los otros paraban oreja de liebre y viceversa, aguaje y resaca en continua alternancia. Aunque, en honor a la verdad, ello advenía en contadas ocasiones, pues lo habitual era que reinara, en las horas de mayor afluencia, una formidable cacofonía en ese primer tramo del casino. Era ésa una de las razones por las que Colliure prefería el fondo del local, adonde el alboroto llegaba bastante atenuado, en todo caso lo suficiente como para permitirle la concentración durante la lectura del periódico.
   Hubo veces en que Colliure percibió miradas oblicuas y cuchicheos provenientes de los dos bandos indiferentemente. Con toda probabilidad se estaban preguntando hacia cuál de ellos se decantaría la simpatía del intruso. Al interesado le constaba que circulaban los más dispares rumores acerca de su persona, que no se molestó en desmentir. Tampoco le prestó demasiada atención a la curiosidad que se manifestaba en el casino, pues la admitía como natural e inherente a todo pueblo de las dimensiones de Riera. Y, de hecho, cesó pronto pues seguramente consideraron todos que, al fin y al cabo, la posición que ocupaba, al fondo del local, era la más adecuada para un forastero que estaba sólo de paso y a quien su matrimonio con una autóctona,  pero sin residencia fija en el municipio, le daba sólo derechos limitados.
   Cuando ya habían pasado las fiestas navideñas y se disponían a regresar a Sajará, notaron que el recién nacido estaba encendido de fiebre. Lo llevaron al médico del pueblo y éste diagnosticó pulmonía. Sin ocultar a los padres la gravedad de la situación, recetó unos remedios que no surtieron efecto en todo el día. A la caída de la noche la fiebre era altísima y José Colliure pidió permiso al doctor para traer a consulta a su médico de cabecera, don Antonio Campos. Tomó el taxi y fue a buscarlo. Ambos facultativos debatieron largamente hasta ponerse de acuerdo respecto al único tratamiento que, en aquella época del año, podía aún salvar la vida del niño, si bien entrañaba un riesgo considerable. Fue don Antonio Campos quien habló a los padres:
   -El chico se nos va, Pepe. Podemos intentar un remedio extremo, pero es el único que tenemos ya a nuestro alcance. Se trata de darle un baño con agua prácticamente fría. Quitándole sólo algo de su rigor. O lo matamos en el acto, o se salva. ¿Qué hacemos?
   Consuelo no pudo responder. Pepe sí lo hizo:
   -Adelante.
   El médico mandó entonces que llenaran un barreño de agua fría. Consuelo se dispuso a hacerlo pero como si flotara en los vapores de un mal sueño. Su madre le ordenó que se sentara y, entre ella y la tía Asunción, cumplimentaron las órdenes del doctor. Después fue éste mismo a la cocina, escogió una olla, ordenó que la llenaran y la pusieran a hervir. Cuando todo estuvo dispuesto, don Antonio vertió en el barreño una parte del contenido de la olla, removió un poco el agua con la mano, vertió una segunda vez.
   -Listo. Ya pueden desnudar al niño.
   Acto seguido lo cogió en brazos y lo sumergió, cabeza incluida. Los asistentes a la ceremonia retenían la respiración. Después lo mantuvo unos minutos con el agua al cuello. Pasada la primera impresión, el niño empezó a patalear y a agitar los brazos, pero sin llorar. El agua había operado una vez más el milagro de la verdad y el renacimiento a la vida.
   Don Antonio Campos lo sacó y se lo entregó a su madre, que lo aguardaba con una toalla desplegada.
   -Tu hijo está curado. Tómalo.
   Lo que entonces no sabía nadie es que el agua hizo algo más que salvarlo en aquella ocasión. Se convirtió en su hada madrina.














                                                                   VI


   Cuando José Colliure sintió que estaba al fin preparado, reunió a sus hermanos y a sus dos cuñados, Daniel Carbó y Alfredo Piera, pues entretanto Teresa y Asunción se habían casado, también lo había hecho Daniel Colliure con una joven del municipio de Almusafes, para proponerles el negocio que desde hacía tiempo le andaba bailando por la cabeza. Se pidió un préstamo que financió la adquisición de seis camiones “Federales” nuevos, desplazando seis toneladas cada uno, a los que se unió el “Mánchester”, de cuatro toneladas, así como el coche. La aportación inicial fue de ocho mil pesetas por barba y el trabajo personal de cada uno. Daniel Colliure se especializó en mecánica, Joaquín en tener los camiones siempre a punto, José era el director, un organizador metódico e implacable que exigía a los conductores y a los demás asociados notificación constante de todos sus movimientos, a fin de poder localizarles en cualquier momento. Remedio Santamaría les cedió la planta baja de la finca situada en la plaza de la Constitución, en cuyo piso alto vivía; ello hasta que se muriera pues, según decía, había dejado todo a la Iglesia. El depósito y taller se instaló en un viejo secadero de arroz propiedad de Daniel Carbó.
   Semejante mecanismo de relojería empezó a dar sus frutos de inmediato. El trabajo afluía a borbotones, de modo que los motores apenas dejaban de ronronear en dirección a Madrid o Barcelona. Era el inicio de la época heroica del transporte por carretera, un tiempo en que el conductor debía ser autosuficiente, su propio mecánico de ruta, el cual, con unas cuantas herramientas y unos trozos de cordel o de alambre hacía reparaciones de fortuna en medio de aquellas soledades, conducía su vehículo por carreteras de adoquín que se enroscaban como serpientes buscando la cima de las montañas y luego descendían en una frenética espiral que desafiaba el abismo, comía y muchas veces dormía en las cunetas, junto a los campos o los bosques, luchaba contra el sueño cuando oscurecía más allá de la exigua luz de los faros, atravesaba ciudades y pueblos fantasmales donde unas bombillas de muy bajo voltaje se empeñaban en vano por dar sentido a pedazos de muros polvorientos, cambiaba las velocidades con una suerte de caña de casi un metro de larga terminada en una bola, escuchaba el ruido del motor, se metía poco a poco el camión en el alma y le iba buscando el  alma al camión. Casi siempre de madrugada, llegaba con su carga al mercado.
   En efecto, los Federales revolucionaron el concepto mismo del transporte en la comarca y durante algunos años desarrollaron una actividad frenética que produjo grandes beneficios. En toda Sajará no había más allá de cuatro o cinco camiones más, los cuales pasaron pronto a formar parte de la cooperativa. Sin embargo, los “Federales” seguían despertando la admiración de propios y extraños, jamás se había visto camiones así, nuevos, relucientes, todos pintados de rojo, poderosos y majestuosos entrando en la ciudad con su pesada carga a cuestas. De vacío, los campesinos lanzaban una admirativa mirada al fondo oscuro de la caja, sombreado por la lona, y la comparaban a un vagón de tren. Parecía que nada podría detener sus idas y venidas, sus solemnes entradas en la población, cual voluminosas bestias que conocen la inexistencia de depredadores.
   De este modo, todo marchaba viento en popa hasta el punto que las previsiones apuntaban a que la flota entera iba a poder ser abonada en breve. Fue un período fasto, pletórico de entusiasmo, durante el cual una gran familia se encarrilaba de nuevo en la vía de la prosperidad. El mundo, en cambio, se hundía alrededor en la gran depresión. En España, a pesar de la baja integración de la economía de la nación en el engranaje mundial, el proceso de industrialización sufrió un duro golpe, pero el rendimiento de la agricultura y el de la ganadería permanecieron, aproximadamente, en los mismos términos. La comarca exportaba fundamentalmente naranja y arroz e importaba otras mercancías de primera necesidad como harina y aceite, producto este último con el que negociaba Alfredo Piera, marido de Asunción. Además, la prolífica actividad desarrollada por la dictadura en cuanto se refiere a obras públicas, generó una fuerte demanda en el transporte de material de construcción. En conclusión, José Colliure había montado la empresa justa en el momento preciso.
   Daniel cambió los libros de latín por los de mecánica y durante la noche los estudiaba a fondo con la paciencia, el método y la lucidez fosfórica que lo caracterizaban. De tal modo profundizó en la materia que no tardó en convertirse en un auténtico cirujano del automóvil. José Colliure, que jamás había aceptado la idea de hacer las cosas a medias, equipó el taller con una gama completa de las más caras herramientas que, por aquel entonces, podían encontrarse en el mercado, pues, como decía, cuantos calzan muy justo, no pisan muy firme.
   Daniel acumulaba vastos conocimientos teóricos con el ahínco que siempre había demostrado en los estudios y tenía, pues, un sofisticado laboratorio de mecánica a su disposición, pero los Federales, nuevos de trinca, se resistían a requerir sus servicios. Daniel, ansioso, interrogaba a los conductores:
   -¿Qué, algún ruidito raro? ¿Un comportamiento sospechoso en las cuestas?
   -Nada. Funciona como un reloj. Tanto hacia arriba, como hacia abajo.
   Entonces Daniel se retiraba, un tanto despechado, mientras Joaquín procedía a verificar los niveles de agua, de aceite, la presión de los neumáticos, en fin, cuanto había que revisar y más. Pero eran motores que apenas consumían agua y aceite, con lo cual Joaquín no tenía más que lavarlo un poco e ir a llenar el depósito de combustible y el camión estaba listo para partir, a la mañana siguiente, para un largo y rudo viaje.
   Durante mucho tiempo, Daniel sólo pudo ejercitarse con el Mánchester y el viejo Ford de su hermano, a los cuales dio una segunda juventud, tal vez más rozagante que la primera. A la menor ocasión, con motivo del más leve catarro, desmontaba los motores pieza por pieza, rectificaba los pistones y efectuaba cuanta modificación le venía en gana.
   José Colliure no daba crédito a sus ojos, apoyaba levemente el pie sobre el acelerador y el antañón Ford, que antes de caer entre las manos de Daniel estaba hecho un cascajo, rugía con el ímpetu y la fuerza de un coche adolescente y no de los más baratos. Nada temblequeaba en su interior, amenazando con descuajaringarse, como era el caso anteriormente. Y claro, se hacía lenguas de la habilidad de su hermano, no perdiendo ocasión para ponderarla.
   -¡Mi hermano! ¡Menudo! –Dijo una vez en el casino liberal.-Le das los planos de un avión y te lo hace.
   Los contertulios sonrieron. Pero la frase no cayó en saco roto.
   Un mes más tarde, Rosendo Palacios de Bobadilla se dejó caer por el taller con los planos completos de un Bristol F28. José Colliure estalló en una sonora carcajada, porque recordó la frase que había pronunciado en el casino, en presencia del cafre de Rosendo.
   Pero Daniel, con toda seriedad, examinó los planos.
   -¿Y dónde lo vas a despegar y aterrizar?
   -Tengo en el Palmar un secadero tan grande como un campo de aviación.
   -Vamos a verlo.
   José Colliure ya no se reía tanto. Fueron los tres a visitar el secadero. Daniel se puso a contar los pasos a grandes zancadas. Es insuficiente, dijo.
   Enseguida se fijó en la carretera de entrada.
   -Derriba esos pilares, pavimenta la carretera y te sobra recorrido.
   -¿Entonces lo harás?
   -Ya puedes ir aprendiendo a pilotar.
   Daniel se puso manos a la obra. Joaquín lo observaba con ojos incrédulos.
   -¿Tú crees que volará?
   -Pues claro que volará. Si ha volado ya otro avión construido con arreglo a estos planos, éste también lo hará.
   Joaquín no parecía muy convencido. Ya era un milagro demasiado grande que un cuerpo tan voluminoso pudiera sostenerse en el aire, si encima tenía que hacerlo su hermano en un taller de mecánica del automóvil, apaga y vámonos.
   Daniel le hizo un avión de papel y lo lanzó.
   -Se cae cuando se agota la fuerza que lo propulsó hacia delante. Pero para eso están los motores.
   Joaquín, por toda respuesta, hizo sobresalir el labio inferior por debajo del superior y sacudió la cabeza.
   Rosendo Palacios de Bobadilla venía cada semana para ver cómo avanzaban los trabajos.
   Así hasta que un buen día el avión estuvo listo para ser montado. Cargaron todas las piezas en el Mánchester y allá que se fueron con todo al Palmar.
   El secadero disponía de un edificio enorme para almacenar el grano, una vez seco, con grandes puertas correderas por las que no solamente cabía el camión, sino que pasaría holgadamente el avión con las alas desplegadas.
   Daniel y Joaquín trabajaron intensamente durante más de una semana. Pero al fin el flamante avión estuvo listo.
   Regresaron a Sajará para prevenir a Rosendo. Tampoco Pepe quiso perderse aquello. Así que cogieron el viejo Ford y allá que se fueron los cuatro.
   En cuanto abrió las puertas del vasto hangar y se vio el avión, Rosendo exclamó:
   -¡Dios! ¡Qué guapo es!
   -Vamos a sacarlo entre los cuatro -sugirió Daniel.
   -No hace falta –replicó Rosendo, mientras se ajustaba ya las gafas de aviador.
   Decir esto y echarse a correr hacia el avión para encaramarse de un salto en él fue todo uno. Sin pensárselo dos veces, puso el motor en marcha y salió con el pájaro artificial a la explanada del secadero, se puso en línea con la carretera, ya pavimentada, y aceleró produciendo un estruendo de ametralladora pesada.
   Los tres hermanos retenían la respiración. Pero apenas el avión hubo entrado unos metros en la carretera, se elevó de golpe en los aires como una garza real.
   Por encima del ruido del motor, se podían percibir los gritos de júbilo de Rosendo Palacios de Bobadilla, a los que respondieron ellos con otros tantos que manifestaban un entusiasmo no menor.
   -¡Vuela! ¡Vuela el artilugio! ¡Si es que está volando de verdad! –Exclamó Joaquín.
   Y los tres rieron hasta desternillarse, como si el frotamiento del aire contra un fuselaje abombado fuera un chiste irresistible, fuente de una hilaridad irrestañable.
   El avión, por su parte, se había convertido en una peca sobre la sonrisa del horizonte.
   -Ése está ya en Sajará –dijo José Colliure.
   -Volar ha volado –repuso Joaquín, ya más serio.- Pero ¿será capaz de volver y, sobre todo, de aterrizar?
   Durante mucho tiempo estuvieron aguardando, rodeados de un silencio inquietante. Pasó más de una hora y, por más que oteaban el desembarazado panorama que les ofrecían los arrozales sin fin, no lograban descubrir, en toda la añil extensión del cielo, el menor puntito que les señalara la presencia del aparato.
   Cuando ya empezaban a sentirse francamente inquietos, José Colliure percibió un débil ronroneo a sus espaldas. Se volvió. El sonido iba en incremento.
   -Viene por detrás.
   En efecto, el aeroplano emergió, imponente, rozando el tejado, derramando tras de sí un estruendo ensordecedor. Rosendo, todavía igual de alborotado, les saludó agitando frenéticamente el brazo. Luego dio media vuelta y se posó como una paloma.
   A partir de ese día, de cuando en cuando, se oía como un zumbido de abejorro, que parecía venir por encima de la carretera de Valencia. Entonces Daniel exclamaba:
   -Ya está aquí el carcamal de Rosendo.
   Y salían corriendo del taller, justo a tiempo a tiempo de ver pasar, como una exhalación, el avión de Rosendo y a éste, dando alaridos y agitando frenéticamente el brazo, a guisa de saludo.
   José Colliure echaba la llave a la oficina de la plaza de la Constitución para ir a cenar, tras lo cual regresaba todavía un rato más. Aun así, dado que muchos sabían que vivía a unas cuantas manzanas, viendo las puertas cerradas, no dudaban en desplazarse hasta su domicilio para dejarle los recados.
   Pasadas las once de la noche, Colliure cruzaba la plaza con objeto de ir, como siempre, a tomarse el último café a La Agricultura y leer el periódico de la tarde hasta los aledaños de las doce de la noche, que nunca sonaban en el campanario de San Pedro encontrándole ya metido en la cama.
   La Cooperativa de Transportes se tragaba las etapas con un apetito pantagruélico. No obstante, Colliure había hecho una buena reserva de ellas. El director apuntaba alto, a lo más alto. Y tenía bien meditados los medios para conseguir lo que se proponía.
   El recuerdo y el ejemplo del regidor no se borraban de su mente. Al fin y al cabo, desde su tumba, acabaría estando orgulloso de él. Por fin había llegado el momento de pensar en los Colliure, más que en sí mismo. En los Colliure de los tiempos pasados y en los que estaban por venir, a los que no convenía legarles el fuego de la sangre sin un mal pedazo de madera al que hincar el diente.
   No obstante, cuando más ardía el fuego, cayó el balde de agua fría. El director había convocado, de urgencia, a la totalidad de los asociados. Conforme iban entrando en el despacho, iban siendo asaeteados por la mirada terrible de unas pupilas diminutas, si bien negrísimas como el mismo azabache, que rebrillaban con un fulgor de melladura de acero, chisporroteando a ambos lados de una nariz prominente y acusadora, mediante la cual, a guisa de puntero, parecía delimitar con perentoria claridad dos mundos, el del bien y el del mal, y señalando a cada uno de ellos marcaba su posición precaria entre ambos.
   -Faltan ocho mil pesetas en la caja –declaró con voz demasiado serena y con un resabio de sonrisa en las comisuras de los labios, como si su propósito fuera divertir, animar discretamente a festejar una circunstancia cuya comicidad no parecía evidente a primera vista, si bien bastaba un pequeño esfuerzo para encontrarle la gracia; pero quien le conocía, y allí eran todos de la familia, sabía que no se trataba de eso en absoluto.
   En la sala comenzó a reinar un silencio, espeso y seco, de entierro en las severas estepas castellanas, cada vez más profundo y solemne. Sólo faltaban las campanas de San Pedro para incrementar la gravedad de la atmósfera y éstas acudieron, fieles, a la cita con un espaciado toque de difuntos.
   Se trataba justamente de la suma requerida para el ingreso en la sociedad. Los ojos de los convocados se buscaban sin querer, pero era difícil distinguir en ellos la sospecha del miedo, mientras los dedos del director tamborileaban alegremente sobre la madera de la mesa.
   -Pues han de salir ahora mismo. O el dinero, o la confesión, antes de que desfilemos por esa puerta.
   Durante unos minutos interminables se oyó todavía el tamborileo de los cuatro dedos de su mano derecha, permaneciendo el pulgar en engañoso reposo.
   -Mi dimisión es irrevocable –anunció sin que llegara a cocérsele el bollo, saliendo de aquel despacho, para no volver a entrar en él nunca más.
   María Asunción fue hasta su casa para intentar persuadirle de que abrogara su decisión.
   -¡Pepe, por el amor de Dios, no hagas eso! ¡Que se irá todo al traste! Escucha, nosotros no hemos sido, pero perdonamos de antemano al que lo haya hecho. Quien quiera que sea, es de la familia, de nuestra sangre o formando con ella una sola carne. Eso es más sagrado que el dinero. El dinero, que va y viene.
   -Si no es por el dinero, sino por el gesto. Habíamos montado en un tren que nos hubiera llevado muy lejos. Pero ese viaje es preciso merecerlo, por lo que el billete no se paga con menos que la verdad, la honestidad.
   -Entiende Pepe, que hay que saber perdonar. Que nadie es perfecto. Todos tenemos que pechar con nuestros pequeños defectos y ello no siempre es una sinecura.
   -No es un pequeño defecto echar mano a una caja común sin decir esta boca es mía. Por lo demás, también yo lo perdono de antemano, sea quien sea. Pero no hago negocios con él. Era yo quien llevaba la contabilidad, por lo tanto yo debía responder de los trabacuentas que de ella se desprendieran. Eso no podía ignorarlo el autor de semejante acto y aun así no dudó en ponerme en semejante situación. Pero más vale, para todos, que ello sea por ocho mil pesetas que no por ocho millones.
   -¿Y los demás? ¿Nos vas a dejar tirados a los demás? Porque eso ha sido uno solo, que ha retirado su aportación inicial. Ya lo sabes.
   Luego añadió con un susurro:
   -Y probablemente porque la necesita...
   -Si hubiera sido honesto y hubiera solicitado el dinero, entre todos se lo habríamos prestado, o lo habríamos sacado de caja, de eso no me cabe la menor duda. Pero eligió la peor solución.
   -Eso que tú haces es echar la culpa del asno sobre la albarda. Y no quiero decir cuál es el mayor asno en este cuento.
   -Mira, yo necesito tener confianza con quienes me comprometo a largo plazo.
   -¿A largo plazo? ¿Es que no te das cuenta de que, lo quieras o no, estás comprometido de por vida con esa persona?
   Sin embargo José Colliure no dio su brazo a torcer.
   -Eres un idealista, Pepe. Siempre lo has sido. Demasiado idealista para poder llevarte bien con el mundo, tal como eres y es. Pero la desproporción de fuerzas resulta enorme. La piedra de la fuente es mucho más dura que el cántaro. Deberías pensar en ello.
   La suma que se echaba en falta era, en efecto, sospechosa. Razón por la cual a los asociados les bastó y les sobró con serenarse un poco para, procediendo por eliminación, dar con la muela picada. En efecto, días más tarde, Joaquín, sometido a una espesa argumentación, acabó por confesar. Llorando, declaró que no hubiera querido dejar de participar en ese negocio por nada del mundo, sólo que, como buen mozo perdigón que había sido, no tenía el dinero necesario exigido como señal, entonces optó por tomarlo de la caja de “La Closa”, en la partida correspondiente a los pagos efectuados por los arrendatarios de esta finca rústica cuya administración ya efectuaba su padre y que él, en cierto modo, había heredado. Pero claro, cuando el dueño de dicha finca le pidió un balance formal ya no pudo disimular la falta de la mencionada cantidad y se vio obligado a restituirla como fuera. El único modo de hacerlo era tomarla allí donde la había dejado. Por cierto que no pudo devolverla en el momento mismo del arqueo, de modo que el propietario le retiró igualmente su confianza.
   Ni el más sincero arrepentimiento por parte del todavía joven e inexperto Joaquín, ni los encarecidos ruegos de los asociados restantes y otros miembros de la familia, la madre entre ellos, diputada en última instancia para hacer entrar en razón a su vehemente hijo, lograron que José Colliure rectificara su decisión. La consecuencia no se hizo esperar, la empresa, sin piloto que supiera utilizar sus instrumentos de navegación, los demás no tenían experiencia alguna en el sector del transporte, fue a pique en pocos meses y la mayoría de los Federales fueron desbarrancados en la cuesta del Ragudo, con objeto de cobrar el seguro. Esto debía ocurrir allá por el mes de enero de 1930. 
                                                                    VII


   Daniel Colliure acababa de salir con un cliente. Los demás taxis avanzaron una posición. Durante esa fría mañana del veintinueve de enero no era probable que cundiera mucho el trabajo. José Colliure decidió refugiarse, junto con los hermanos Rafael y Antonio Albert, en el pequeño bar del punto, un abrigo prehistórico disimulado bajo la berroqueña de los soportales.
   Apenas sentados ante la barra, un locutor interrumpió la programación radiofónica habitual para dar paso a una noticia importante, dijo, sin precisar cuál. Tras unos segundos de confusión, se escuchó la voz del general Primo de Rivera. 
   El ejército y la marina en primer término me erigieron en dictador, unos con su adhesión, otros con su consentimiento tácito; el ejército y la marina son los primeros llamados a manifestar, en conciencia, si debo continuar como tal o renunciar mis poderes.” Tras las palabras del general, otro locutor procedió a la lectura de la composición del segundo gabinete del Directorio Civil, encabezado por el general Dámaso Berenguer y Fusté, signo de que el ejército y la marina ya se habían pronunciado.
   Los tres amigos apuraron en silencio sus respectivos cafés y salieron a sentarse ante una de las mesas esparcidas a la entrada, bajo los soportales de Sajará. Las herraduras de una caballería que tiraba de un carro rezagado, golpeando los adoquines, ritmaron el proceso, por triplicado, de liar un cigarrillo. La mesa vecina fue ocupada por otros tres taxistas: el Poll, el Ratat y el Palleter, quienes, teniendo sus vehículos en una posición más atrasada, no esperaban trabajar durante las próximas horas, así que se pusieron a almorzar. Un sol de mediados de invierno se arremolinaba sobre las losas, templaba las moles de granito que constituían las arcadas, esculpía oscuras y macizas sombras, azules y frías como un mar de los polos. El reloj del campanario daba las diez. Sajará, en su pereza matutina, parecía ofrecer la espalda a la historia. Sólo algunas mujeres vestidas de negro afluían al mercado cubierto, situado algunas calles abajo, con sus cestas de mimbre, haldeando como catafalcos abalados por el viento.
   -Las entrañas del rey deben estar ardiendo ahora mismo como tizones –musitó Antonio Albert.
   -Con esa manera de despedirse, no le hace ningún favor a la monarquía, desde luego –repuso su hermano Rafael.- Es como si no quisiera hundirse solo, no sin salpicar al menos al monarca.
   -El solo hecho de tomar las riendas significó ya una reprobación de la monarquía –abundó Pepe Colliure.- Estoy convencido de que eso fue el principio del fin, porque Berenguer no sacará la carreta a la era, lo conozco de África; sin ser mal militar, le falta la determinación de Primo de Rivera y los partidos de la vieja escuela le enredarán enseguida.
   -De modo que no hay solución –dedujo Antonio, envuelto en una paca de humo gris que le salía por los orificios de la nariz y la boca.
   -No para la monarquía –aclaró Pepe.
   -Pero una república no se instaura como quien pone una churrería en la feria. Habrá fuertes disturbios. No se destrona a un rey así como así –comentó Rafael.
   -Tengo la impresión de que nos aguardan unos años de carrasca.
   José Colliure exhaló el humo mientras hablaba, orientando sus pupilas hacia el coche que tenía frente a él, junto a la acera. Lo negro se cebó en lo negro. Dos gotas de lo semejante parecían querer diluirse en el reluciente mar de petróleo de la chapa. Un rapaz de unos ocho o nueve años, que hubiera debido encontrarse en la escuela, por su bien y por el de la propiedad ajena, a medida que iba avanzando hacía progresar, con ayuda de un punzón, una profunda raya en la portezuela del vehículo de Colliure.
   De un salto se colocó al lado del chaval, que ni siquiera se había detenido, y se puso a caminar con él.
   -¿Te has fijado en lo que has hecho?
   -Sí –respondió el pillo sin parpadear.
   -¿Te ha gustado?
   -Mucho.
   -¿Verdad que te lo has pasado muy bien haciéndolo?
   -Claro que sí.
   -Tu madre tiene un aparador en el comedor ¿no?
   -Sí.
   -Pues no te puedes figurar lo divertido que es rayar un aparador. Oye, ni punto de comparación con rayar un coche. La emoción que se siente es, por lo menos, tres veces mayor. Lo harás, ¿verdad? Cuando llegues a casa....
   -Sí.
   -Bueno...
   Antonio y Rafael lo aguardaban sonrientes. Entre otras cosas porque la oportuna intervención de Pepe impidió que el bribonzuelo llegara a rayar sus propios vehículos.
   -Sí –confirmó,- van a ser unos años de Padre y Señor mío.
   El Ratat, que lo oyó, lo interpeló:
   -Ya está el Blanco de la Closa pontificando como si fuera un Papa. ¿Qué sabrás tú de lo que va a ocurrir mañana?
   -¿Y tú, sabes lo que ha ocurrido hoy? ¿Sabes que Primo de Rivera acaba de dimitir? Lo que tienes que hacer es pagarme un café, porque si no fuera por mí, a estas horas tendrías el coche tan rayado como el mío.
   El aludido, que había notado el paso del rapaz pero no sus efectos, se inclinó enseguida hacia delante, aguzó la mirada.
   -Pues sí, tienes una buena raya.
   Y se puso muy serio.
   -No solamente café, sino copa y puro te pagaré.
   -Tendrá que ser en otra ocasión. Porque parece ser que tengo un viaje.
   En efecto, un conocido propietario de tierras se había detenido frente al taxi de Colliure y comenzaba a escrutar por debajo de los porches en busca de su dueño.
   -A Campanar, Pepe. Que hoy me pesan la naranja.
   El resto del día lo pasó en el término de Campanar, comiendo con los recolectores el bocadillo que Consuelo había tenido la precaución de prepararle, como siempre, y conversando, al sol, con el propietario y el cabeza de cuadrilla, incluso reemplazando de tanto en tanto a este último en la báscula, cuando tenía que ocuparse de otros asuntos. A la caída de la tarde, con los últimos rayos de sol arrancando destellos dorados a la cúpula de la iglesia de Sales, regresaban a Sajará.
   Tras dejar al cliente en la misma puerta de su casa, se fue directo a la suya. Consuelo, en avanzado estado de gestación, remendaba ropa mientras vigilaba los juegos de su hijo.
   -Hoy ha estado tu madre aquí.
   -¿Ah, sí?
   -Viene algunas veces, claro. Le trae dulces y pasteles a tu hijo.
   -Pero hoy te ha dicho algo que justifica que menciones la visita.
   -Eso es. Verás, dice que tu tía Remedio está decidida a dejar la finca de la plaza de la Constitución a la Iglesia. Y que si tú, con la labia que Dios te dio, no la convences de que no lo haga, nadie lo conseguirá. Con ella ni siquiera quiere hablar del asunto.
   Colliure se levantó del sillón como impulsado por un resorte.
   -¿A dónde vas?
   -Pues a eso, a hablar con mi tía.
   -Pero hombre, ¿no quieres pensar antes lo que le vas a decir?
   -Ya está pensado.
   Dos horas y media más tarde estaba de regreso.
   -¿Qué tal?
   -Ya está todo resuelto.
   -¿No lo dejará a la Iglesia?
   -No.
   El secreto de lo que se habló en aquella entrevista se lo llevaron ambos interlocutores a la tumba.
   Unos meses más tarde, Teresa Santamaría mojaba tinta y escribía en su cuadernillo: “Día 13 de abril, domingo de Ramos, del año 1930, nació Consuelo Colliure Mayorino, hija legítima de José Colliure y Santamaría y de Consuelo Mayorino y Torres, natural de Riera. Abuelos paternos, José Colliure y Martínez, difunto, y Teresa Santamaría y Llopis, de Sajará. Abuelos maternos, Luis Mayorino, difunto, y Consuelo Torres Ventura. Padrinos, Paco Llansol...” Lo que sigue, hoy no se puede leer porque el tiempo ha diluido la tinta.






                                                                        VIII



   El levantamiento de Jaca y el subsiguiente fusilamiento de los capitanes Galán y García Hernández sacudieron no solamente a la clase política sino a la nación entera. Para muchos esto supuso una brusca salida de ese estado de indolencia política y un indicio de que la monarquía se acercaba a su ocaso, con la consiguiente inquietud respecto al régimen político susceptible de reemplazarla. Muchos, incluido Colliure, pensaron que el advenimiento de la república era inevitable, pero nadie lo imaginó en un plazo tan breve y mucho menos sin derramamiento de sangre.
   En Sajará, la gente hacía corros en las esquinas y empezó a oírse con mucha frecuencia la palabra “república”. La izquierda y la derecha se organizaban, fundándose delegaciones de numerosos partidos. Se dieron los primeros mítines, se aprendían nuevos gestos de connotación política. 
   Toda esa efervescencia, que se manifestaba sobre todo en la plaza de la Constitución, ante la finca en cuyo último piso se iba embalsamando en el caldo de su soledad Remedio Santamaría, ya que allí es donde se encuentra el Ayuntamiento de Sajará, no debió ser del agrado de la recalcitrante beata, pues en los albores del mes de abril de 1931, cuando más ardía el fuego revolucionario, crepitando en mítines electorales y declaraciones institucionales, en manifestaciones y algaradas, sin consultárselo ni avisar a nadie, decidió morirse. Así que se fue, montada en su ataúd, irritada y enfadada con la multitud vociferante, al compás de los acordes del himno de Riego, derecha hacia el mundo del más allá para compartir destino con Santa Úrsula y las once mil vírgenes.
   Teresa Santamaría heredó, en efecto, la finca propiedad de su hermana. Y lo primero que decretó fue que José Colliure y su ya consecuente familia se instalaran de inmediato en el apartamento de la difunta, ahorrándoles de este modo el alquiler. Así se hizo y una soleada mañana, cuando el entusiasmo popular aún no había entrado en ebullición por aquél día, se practicó el traslado, izando con poleas los muebles más voluminosos e introduciéndolos por el balcón, ya que la escalera que daba acceso al piso era, en verdad, estrecha y empinada. En adelante, desde ese mismo balcón, Consuelo Mayorino podía distinguir a su marido mientras esperaba junto al coche, o sentado en una silla del bar, la llegada de un cliente.
   Su hermano Luis, que había venido a conocer el apartamento, dejó de jugar con sus dos sobrinos y se unió a la contemplación del panorama que se percibía desde esa encumbrada atalaya. Por encima del Ayuntamiento y de la Casa de Santamaría, tal es el nombre del edificio contiguo al de la Municipalidad, restallaba el sempiterno azul del cielo mediterráneo y hacia el noroeste, arrozales en sucesión infinita, en dirección a la quimérica frontera del horizonte marino, costura entre dos sueños borrosos e inciertos.
   -Míralo allí –le dijo Consuelo, señalando a la boca de la calle del Mar- bajo el porche. Siempre enzarzado en discusiones. La política le tiene atacado últimamente.
   -La situación no es para menos –concedió Luis, pensativo.
   -Dichosa política, hoy todo el mundo quiere meter la cuchara en ella. ¿Y sabes qué es la política? ¡Veneno! –aseguró, perentoria, antes de que su hermano tuviera la oportunidad de responder a la pregunta.- Una ponzoña que vuelve a la gente mal de la cabeza. No tienes más que verle. Ahí lo tienes. Antes siempre de buen humor, gastándole chanzas hasta al mismo diablo cojuelo, burlándose de su propia sombra. Y ahora muchas veces, cuando vuelve a casa, parece que, de un momento a otro, vaya a subirse por las paredes. Claro, discute. Pero ¿por qué les hace caso a semejantes catetos? ¿A él qué más le da lo que piensen o dejen de pensar? Al traste, esto se va al traste, Luis. Y él el primero. De cabeza. Míralo. Mira cómo agita las manos, si parecen aspas de molino.
   -Está como todos. Son tiempos de bullicio. Se les pasará.
   -No. Tú, no. De ningún modo te mezcles en esto, que va a acabar mal. Ya lo verás. Como el rosario de la aurora, acabará. Limítate a trabajar y permanecerás siempre firme sobre la tierra, mientras que a los demás se los llevará el huracán, el torbellino. A él cualquiera le dice esto. Se pone como un basilisco. Bueno, se pone así porque ya viene hecho un basilisco.
   -Parece ser que a España le hace falta una república....
   -¿Una república? ¿Y qué ganaremos tú, yo y él, con eso? Pues los monárquicos se harán republicanos de derechas y por lo que se refiere a los demás, el que no espabile no sale de pobre, como hasta ahora. Así que, para eso, más vale que el rey se quede donde está. Con lo sosos que son los presidentes de las repúblicas extranjeras.
   -Hay mucha gente que sufre, Consuelo. Que está explotada....
   -Escucha, Luis. El que tiene algo, no lo suelta. Nosotros hemos perdido casi todo, pero por defender la seguridad y el porvenir de mis hijos yo le plantaría cara al sol de mediodía. Lo mismo harán los demás, con uñas y dientes.
   -Algunos dicen que habrá guerra.
   -¿Lo ves? Y él estará a primera fila. Como si lo estuviera viendo.
   -No creas. Él tiene treinta y un años. Muchas quintas tendrían que ser llamadas antes que la suya. Irían los más jóvenes.....
   -¿Tú?
   -Pues... sí.
   -No, tú no, Luis. ¡Qué locura!
   A Consuelo se le habían humedecido los ojos, como si ya lo estuviera despidiendo, ataviado con todo su equipo de soldado y tomando el tren para el frente.
   -No te preocupes, anda. No llegará la sangre al río. Habrá jaleo, qué duda cabe, se oirá algún tiro, se organizarán manifestaciones en Barcelona y en Madrid, tal vez incluso en Valencia, se cambiará o no se cambiará de régimen. Y eso será todo.
   Consuelo no parecía muy convencida. Miraba a lo lejos, hacia su marido, rodeado de curiosos, algunos agitaban los brazos, se oía un leve murmullo. De pronto Luis exclamó:
   -Mira, ¿no es ése el maestro Serrano?
   -Sí lo parece.
   El músico se había acercado al grupo y ahora era él el centro de atención.
   -Querrá alquilar un coche para visitar sus fincas.
   -Pues si es así, el que ocupa la primera posición en el punto es el de Pepe. Lo llevará él.
   -Ya lo ha llevado otras veces.
   -Por cierto, los músicos de la banda de Riera aún no se han repuesto del susto que les embargó el año pasado, cuando estrenaron el pasodoble “El Fallero” y ganaron el primer premio del Certamen de Bandas Civiles de Fallas, en Valencia.
   Consuelo no respondió. La tentativa de distracción por parte de Luis había fracasado aparentemente. Ambos se quedaron mirando el coche de Pepe Colliure que, con el insigne maestro a bordo, doblaba la esquina de la calle Valencia.
   El maestro se apeó del automóvil y fue a saludar a los jornaleros que pesaban la naranja y la cargaban en un carro. De lejos se oían retazos de frases obsequiosas. Luego se dirigió a la casa de campo que se alzaba al final de una avenida plantada de moreras. José encendió un cigarrillo y se apoyó sobre la parte trasera del coche, de cara al sol. A su alrededor, millones de soles anaranjados emergían de una nube verde, en la que rebullían asimismo alegres bandadas de verderones, jilgueros y gorriones, caídas desde un añil demasiado perfecto para ser comprendido en su absoluta plenitud por el ojo humano, desde la sobrehumana pureza en que estaba engastado el paisaje.
   Frente a él, a lo lejos, a través de la huerta, podía verse Sajará, cubierta de miel reluciente, color de hojaldre o de rústica colmena, con sus dos campanarios confeccionados con azúcar de caña y hueso de santo. Ciudad engastada en el propio cubo de la rueda del tiempo, ritmada por las cosechas y las horas canónicas, por la infinita batalla del sol y de la sombra, con sus avances y repliegues estratégicos, por las campanas que todas las tardes tocan a muerto y por las irrevocables vísperas que doran los muros y los rastrojos, hasta convertirlos en un espejismo que desconcierta la razón, en un reflejo de retablo oriental, en el marco perfecto para la feliz incrustación de las generaciones en el oro labrado de la eternidad, esa joya de reflejo unívoco que conforma el anillo del pensamiento. El universo de Sajará está lleno de figuras cerradas, de estructuras accesibles al entendimiento humano, de órbitas conocidas que conducen siempre al punto de partida y es entonces cuando se extravía el discernimiento, se tambalea la cordura. Sajará es un mundo en que la sorpresa carece de credenciales y cada cual desempeña un papel laboriosamente aprendido e inmutable. Y sobre la pátina de lo muy humano se extiende, sublimándola, el pulimento y la laca de lo institucional, confiriendo un sentido histórico a la monotonía de las horas.
   Con la punta de su lustroso zapato, cuidadosamente, aplastó Colliure la colilla, machucando la hierba. Su ilustre cliente había salido de la casa para desaparecer enseguida entre las hileras oblicuas de naranjos, quizá buscando un acorde secreto, una armonía que le vendría del pulso profundo de la tierra.
   En verdad, Sajará es una quimera guardada en un relicario y expuesta en una vitrina. Pero ha llegado el día en que todos aquellos que suelen emplear martillos han abandonado las fraguas y deambulan vociferantes a su alrededor. Tarde o temprano será inevitable tomar partido, alinearse sobre los que pretenden cambiarlo todo o sobre los que pretenden cambiar sólo lo imprescindible para que nada cambie, como ya dijo alguien con respecto a los habitantes de otra Sajará, una isla cercada por las mismas aguas, más hacia el oriente. Después de todo, quizá no sea necesario trastocarlo todo, únicamente las injusticias más flagrantes, las que emanan del cepo caciquil que aprisiona y lacera el cuerpo social, a lo mejor basta con suavizar un poco la áspera condición de los desheredados, tapando aquí y allá las grietas del sistema. Ahí está la madre del cordero, efectuar unas cuantas reparaciones que maquillen la fachada, alisando y enluciendo las superficies, o demoler el edificio desde los cimientos y construir uno nuevo, de las fundaciones al tejado. Pero claro, para seguir esta última opción habría que contar con un arquitecto dotado de una sabiduría equivalente a la del viejo mundo y su inagotable acervo de experiencia. Sólo el hombre del siglo XX, espoleado por su temerario orgullo, es capaz de imaginar una cosa así. Mas Colliure no alcanzaba a determinarse, pues en su carácter había elementos para impulsarle tanto en uno como en otro sentido.
   Un leve roce sobre la hierba le indicó que alguien se acercaba por un flanco del coche. Sin volverse, sintió la estilizada presencia del compositor.
   -Sajará es, en efecto, un árbol frondoso repleto de genios y de diablos que pululan por todas sus ramas; desde ellas hablan al corazón de los hombres cuando sueñan o están en soledad. Le proponen largos viajes, remotas maravillas. Pero no hay que hacerles caso, el secreto está aquí, muy cerca.
   -El secreto se perderá, maestro, ya nadie tiene tiempo de buscarlo. Los diablos pueden jubilarse. Además, dicen que se acerca un leñador...
   -Respetará este árbol, porque es demasiado grande, demasiado viejo y demasiado robusto para su rústica hacha. Cuando desaparezcan los escombros salpicados de grasa y las latas de aceite, el árbol seguirá en pie.
   -Sajará no es de oriente, ni es de occidente. ¿Podrá alcanzarla la pesadilla de este siglo?
   -La alcanzará, pero no logrará destruirla.





                                                                      IX


   José Colliure disponía de dos juguetes como no los habría ni tres en toda Sajará y además podía cabalgar horas y horas, ya fuera de día o de noche, en un Clavileño desde el cual recomponía las piezas de su mundo, colocando cada una en su lugar adecuado. Esos dos juguetes eran un coche y un avión, ambos de tamaño casi natural, si se les aplican las debidas proporciones exigidas por la escala proporcionada a su cuerpo de aquel entonces, accionados, uno y otro, a pedales.
   Con el coche, José Colliure recorría, haciendo gala de una inagotable paciencia que únicamente aplicaba a tal menester, todo el apartamento, evitando mediante complicadas maniobras los obstáculos que representaban los diferentes muebles. Bien podía pasarse una hora entera girando el volante a derecha e izquierda, avanzando y retrocediendo para ganar terreno pulgada a pulgada, antes que condescender en desplazar una silla o una mecedora.
   El avión, por el contrario, apenas lo movía. Montado con alas y todo no cabía, desde luego, por ninguna de las puertas. Lo tenía pues en la terraza, un menguado aeropuerto situado en la cornisa de aquel acantilado, cortado a pico sobre la plaza de la Constitución. Para protegerlo de la intemperie, su padre lo tapaba por la noche con una lona y allí vivía el aparato.
   José Colliure se sentaba en el asiento del piloto y aspiraba durante un buen rato el aroma de verdadera máquina voladora que exhalaba la cabina. Acto seguido, verificaba todas las manecillas, asegurándose con ello que el avión se hallaba en perfectas condiciones de volar y de que no le faltaba, por ejemplo, el combustible necesario y tuviera que caerse, por ello, en picado, en medio del parque de la Estación, situado por lo menos a un kilómetro de allí.
   Una vez cumplimentados los obligados preliminares, ponía en marcha los motores, aceleraba a fondo porque la pista no era muy larga y levantaba el vuelo. Sólo entonces, cuando ya se hallaba flotando sobre la plaza de la Constitución y veía los transeúntes cual si fueran pequeñas hormigas negras o grises, la puerta del Ayuntamiento o la de la iglesia de San Pedro como sendas bocas de ratonera, elegía el lugar hacia el que dirigirse, ya fuera el campanario de esta última, alrededor del cual podía dar infinidad de vueltas, procurando esquivar a las golondrinas que volaban como locas, igual que si estuvieran solas en el cielo, observando todos los detalles de las diferentes cornisas, el emplazamiento de las campanas y el modo en que éstas se hallan sujetas por sus melenas, o tratando de sorprender, junto a las mismas, alguna lechuza chupando el aceite que ponen en sus cuerdas, aunque dicen que sólo salen de noche y el avión no tenía faros como las bicicletas, ya fuera la cúpula del edificio del mercado, donde una turbamulta de gorriones hacía sus nidos debajo de las tejas. También, a veces, aterrizaba en la finca de enfrente, las casas de Santamaría, que, según había oído decir,  pertenecieron en otro tiempo a uno de sus bisabuelos, para mirar de cerca los palomos de la colombófila y luego arrancar deprisa el avión y echar a volar tras ellos.
   En ocasiones sentaban a su hermana, la pequeña Consuelo, Consuelito como la llamaban todos, a su lado y juntos surcaban, sumidos en religioso silencio, los cielos de Sajará. Tal vez, al final del viaje, bien pudiera ser que no hubieran sobrevolado los mismos parajes y que Consuelito hubiera ido hasta el Convento, por encima de la calle de la Virgen, desviándose ligeramente con objeto de efectuar una escala técnica en el corral de su abuela Teresa, mientras que José Colliure había llegado hasta la propia Riera, dando luego un rodeo por La Closa, atisbando, bajo la parra de la alquería, a su tío Joaquín, ignorando que su tío Joaquín ya no iba por allí.
   Pero en cuanto se ponían a sonar las campanas de la vecina San Pedro, ya fuera para anunciar la hora o para convocar a un entierro, José Colliure se bajaba raudo, aunque estuviera a mil pies de altitud, y batiendo jubiloso las palmas, exclamaba una y otra vez, cual lo había dicho siempre, porque sabía que eso hacía reír a propios y extraños:
   -¡Ya cocan las cacaas!
   Y en efecto, su madre prorrumpía en una aguda carcajada, antes de ponerse a traducir para las visitas, si éstas no habían comprendido.










                                                                        X


   La caída de don Alfonso XIII constituyó pues un motivo de asombro para la inmensa mayoría, ya que no se concebía que unas elecciones municipales bastaran para destronar al rey. Tal fue la sorpresa, incluso en los ambientes bien informados, que la mañana de aquel increíble 14 de abril de 1931 ocurrió en Madrid una anécdota con don Fernando de los Ríos, pues éste, mientras contemplaba el entusiasmo popular, aventuró ante un amigo periodista el siguiente pronóstico: “Si esto sigue así, probablemente tendremos república dentro de dos años.” Aquella misma tarde era ministro del gobierno provisional de la II República española.
    En cualquier caso, la impresión general era que, con el nuevo régimen, la nación se curaría de ese catarro crónico que lo afectaba al menos desde la implantación de la dictadura de Primo de Rivera. 
   En Sajará se respiraba un ambiente de ebriedad colectiva. Si durante los días precedentes se manifestó, se pontificó, se vociferó y se cantó hasta cascar laringes e incluso magullar esófagos, ello fue teniendo la vaga, aunque razonable, impresión de que la concesión de cuanto se pedía iba ciertamente para largo. Ese día, en cambio, la multitud deambulaba alucinada por las calles y festejaba el acontecimiento en casinos y sedes de partidos con la sensación de incredulidad de quien aún no ha acabado de pronunciar la fórmula mágica y ya tiene concedido el deseo. La turbamulta iba de acá para allá como un borracho que no da crédito a lo que está viendo.
   José Colliure y Rafael Albert, que habían estado escuchando las noticias en la radio del bar, permanecían ahora de pie, junto a los coches, sin hablar, sin respirar apenas, contemplándolo todo con unos ojos que les llegaban a las plantas de los pies. Desde donde se encontraban podía verse perfectamente cuanto ocurría en la plaza de la Constitución. El campanario, que contemplaba con desconfianza y hasta con irritación el tumulto, el altísimo muro de la iglesia de san Pedro, el respaldo lateral del Ayuntamiento, parecían todos de repostería, confeccionados con una pasta sobria pero apetecible, amasados con una fuerte dosis de flor de azahar, cuya fragancia adensaba el aire, narcotizaba el cuerpo a cada inspiración, proporcionándole una extraña sensación de enajenamiento.
   El gentío pululaba bajo el sol, la banda de música y los petardos ponían un ambiente de fiesta mayor. De repente, una salva de aplausos, semejante al estruendo del mar retirándose de una playa de guijarros, puso la plaza boca abajo cual si de un coso taurino se tratara. Ambos amigos cruzaron la calle, a fin de obtener una visión de la fachada del Ayuntamiento. La bandera tricolor hizo su aparición en el balcón del Consistorio y se la iban pasando de mano en mano, todos querían tocarla, sostenerla, agitarla, mientras se entonaba el himno de Riego.
   Dieron comienzo los discursos. El estupor inicial se iba calmando, pero la sensación de irrealidad, de delirio provocado por el consumo inconsciente de un narcótico, no desaparecía. Los alegatos encendidos elevaban los más fantásticos edificios filantrópicos. Las ráfagas de ovaciones despertaban las venerables piedras, éstas bien reales, de su profundo sueño secular.
   En eso Antonio Albert se unió a ellos, tras abrirse paso a través de la espesa multitud a codazos.
   -Pepe, tienes un cliente.
   -¿Pero quién diablos puede querer viajar en un día como éste?
   -Es una señorita que habla con acento francés. Quiere que la lleven de inmediato a Valencia, a la Estación del Norte. Parece que teme no llegar a tiempo para coger el tren de regreso a su país.
   -Bueno, pues voy. Ya me contaréis en qué para todo esto.
   En efecto, de pie junto al coche, aguardaba una mujer joven que llenaba muy bien un elegante vestido blanco, resplandeciente como una azucena bajo el sol primaveral. Al comprender que era él el conductor, sonrió. Parecía una luna con su paraselene.
   -¿Me permite? –dijo José, tomando sin aguardar respuesta la maletita que yacía a sus pies para depositarla en el maletero. Seguidamente abrió la portezuela e invitó a su pasajera a subir a bordo.
   Colliure se sentó al volante y arrancó el motor. Ya sabía a dónde tenía que dirigirse.
   -A la estación del nogte –declaró ella, no obstante. Luego hizo una pausa. –Por favor –ahora había pronunciado lentamente y a la perfección.
   La multitud que continuaba afluyendo a la plaza de la Constitución rodeaba el coche, de modo que éste avanzaba con gran dificultad. La calle de Valencia, al principio, se hallaba tan congestionada como la del Mar, pero luego se fue aclarando, devolviendo a la máquina el dominio de la calzada y la ponderación de la velocidad.
   Tras el bullicio que animaba las calles de la ciudad, la carretera de Valencia, bajo las hileras de plátanos de sombra, era la interminable bóveda de una catedral verde. Sólo entonces Colliure se dio cuenta de que hacía un día magnífico, uno de esos días en que estalla la primavera valenciana como un castillo de fuegos artificiales.
   -¿Puedo abrir la ventanilla? –solicitó, con timidez, la joven.
   -Por supuesto.
   Colliure se había vuelto un instante para responder. Había una unión hipostática entre palabra, mirada y sonrisa en el semblante de aquella muchacha. Al bajar el cristal, un denso aroma de azahar entrelazó sus raíces con el perfume de aventura que suelen exhalar, en el habitáculo, los motores nobles y otra fragancia delicadísima que Colliure no supo identificar.
   -Puede usted abrir también la suya, si lo desea. No me molesta el viento.
   -Sería una pena que el viento insolente deshiciera un peinado tan primoroso.
   -Si fuera así, no le guardaría ningún rencor. La tierra española, cuando se la abre, desprende medicina y el viento la trae a las personas. ¿Qué significa primoroso?
   Colliure observó que, en efecto, algunos labradores, ignorantes de lo que se estaba fraguando ese día, hundían en la tierra el arado que arrastraban soberbios rocines.
   -Primoroso quiere decir hecho con mucho cuidado y delicadeza.
   -¡Ah, gracias. Es usted muy amable!
   José Colliure abrió la ventanilla y el cálido aliento de la tierra de labranza se abalanzó sobre su rostro, deslizándose hacia atrás, tocando fondo y envolviéndolo todo con su ancestral mensaje de renovación. Miró furtivamente por el espejo retrovisor y observó que los dorados bucles ondulaban y se agitaban sin deshacerse.
   Antes de llegar a Sollana, se cruzaron con un camión repleto, caja y cabina e incluso marquesina, de hombres vociferantes que agitaban una bandera republicana. Al pasar junto a ellos los saludaron con varios bocinazos.
   ¿Qué pensará ella de todo esto? Discretamente volvió a mirar por el espejo interior. Esta vez su mirada cayó en las aguas serenas de unos ojos boreales, como dos lagos gemelos en medio de un cutis que habitualmente debía ser blanco como la eucaristía, aunque ahora había adquirido un ligero tinte cobreño, virando ya a melado.
   -No estoy juzgando a su país –dijo, adivinando la especulación de Colliure.-Todos han vivido los períodos turbulentos que preceden necesariamente a los grandes cambios.
   Habló con una seriedad casi solemne. Pero luego, cuando parecía que iba a continuar, en lugar de eso sonrió. No había matices en aquella sonrisa, sino que brotaba como el agua de un manantial.
   Al paso por Sollana y también por Silla, el coche tuvo que avanzar de nuevo a paso de persona. Colliure tuvo la impresión de vivir una segunda edición de la dosis anual de fallas, excepto que los trajes típicos de las lupercales valencianas, negros con pechera alba para los varones y dorados para las mujeres, habían sido reemplazados por los monos azules y blusas blancas para los primeros y las pardas hopas y delantales para las segundas. También allí ondeaba al sol la bandera tricolor, restallando al viento entre aplausos y gritos de júbilo, ritmando los conatos de discurso y las descargas de petardos.
   En Valencia no encontraron tumultos hasta llegar a los aledaños de la Estación del Norte. Allí, por el contrario, retronaba intermitentemente el fragor de la multitud congregada frente al Ayuntamiento. El vestíbulo donde se efectuaba la venta de billetes se hallaba, sin embargo, desierto y silencioso, lo mismo que la cafetería, a mano derecha según se entraba, cuyos únicos moradores eran los campesinos representados en los frisos y un par de camareros tan estáticos como los primeros.
   En los andenes apenas podía verse algún pasajero rezagado. Colliure rápidamente identificó la vía que buscaban.
   -Allí –dijo, con el aplomo que otorga al taxista la certeza de haber llegado a tiempo al lugar adecuado- faltan todavía cinco minutos.
   Una vez instalada cliente y equipaje, musitó unas breves palabras de despedida y bajó del tren. Aún no había dado unos cuantos pasos, oyó a sus espaldas:
   -¡Señor, señor!
   Se dio la vuelta y la vio resplandeciente en medio de la tétrica estación, aureolada por la luz que entraba por la boca de la bóveda que la cubría. Bajada la ventanilla, le decía adiós con la mano.
   -Prennez soin de vous!
   Su mirada, aparecía ahora sobrecargada de tristeza. El tren se puso en marcha. Colliure estuvo a punto de replicar: ¿Por qué? Pregunta cuyo significado real hubiera sido: ¿Por qué a él? ¿Por qué una joven desconocida se interesaba por él hasta el punto de inquietarse, de apenarse? Pero no dijo nada, sino que se quedó pasmado mirando cómo se alejaba el vagón con semejante diamante incrustado en él.
   Las postreras callejuelas de Valencia le maltrataron la sensibilidad con un amarillo de cementerio, moteado por flores de macetero. A su llegada a Sajará tuvo la impresión de haber venido montado en una alfombra mágica. La multitud se estaba retirando, ebria de emociones, como después de una “mascletá”, en la que las potentes detonaciones, remedo de cañonazos, sucedáneo de batalla, con el consecuente olor acre a pólvora que persiste durante horas en el aire, produce una catarsis sustitutiva de otra más intensa que sobreviene tras las grandes confrontaciones bélicas que deciden el destino de una época, en las cuales los supervivientes acaban de ver todo cuanto suele acaecer en tales ocasiones, escenas de heroísmo, de muerte, de abnegación, de sufrimiento, de cómo la tierra retumba y salta por los aires, haciendo que el polvo y el humo se enfrenten y se confundan. Mas aquélla debió ser una batalla perdida, porque el gentío regresaba taciturno, cabizbajo, de la plaza. Ya no era la masa compacta, soldada por una voluntad única, de hacía tan sólo unas horas, la que desfilaba por las calles, sino una salpicadura de individuos reconocibles, cada cual con su propia faceta del remordimiento común pintada en sus respectivos rostros, que, privada de su densidad anterior, ya no se sentía con poder suficiente como para ocupar el centro de la calzada, conformándose con las aceras.
   Tate, se dijo Colliure, aquí ha ocurrido un imprevisto. O bien algo no ha rodado como debía.
   Nada más llegar al punto, apenas había echado pie a tierra, Antonio Albert lo abordó para referirle allí mismo, al pie de los soportales, cuanto había ocurrido durante su ausencia. Imposible precisar cuándo ni cómo se produjo tal corrimiento de estilo, tal suplantación de protagonistas. El caso es que de repente desaparecieron los próceres de la libertad, los líderes de los partidos políticos, o tal vez se encontraban todavía allí pero nadie los veía, para permanecer únicamente el frenesí incontrolable de la muchedumbre, de esa multitud que parece tener millones de rostros pero que en realidad no tiene ninguno, porque todos son el mismo y nadie es capaz ya de reconocerlo. Eligieron a una “marianne” arrabalera, con las manos hinchadas y rojas, aliento insufrible, señal de entrañas gastadas, cara ancha y basta, de trazos groseros, en la que los estragos del alcohol eran bien visibles, propietaria de una voz de   falsete más estridente que una sierra mecánica, la cual salía silbando entre sus dientes separados y negros de caries. Le cruzaron el pecho con una banda tricolor y le hicieron empuñar una bandera republicana.
   -¿Una “marianne” ? –exclamó incrédulo José Colliure.
   -Sí hombre, una mujer que representa simbólicamente la República francesa.
   Colliure se quedó pensativo. Antonio prosiguió. El cortejo encabezado por ella se dirigió a San Pedro. Demasiado cerca estaba. Cuando llegaron, entraron sin más en el templo, en plena misa, sacaron en volandas a don Alejandro Perfecto que a la sazón estaba oficiando, le obligaron a cantar, le torearon, le sometieron a toda clase de vejámenes y, en vista que no ofrecía resistencia, le impusieron la bandera republicana y lo hicieron desfilar con ellos. A partir de ahí, la manifestación se convirtió definitivamente en una mascarada brutal, carnaval horrendo de harpías, de trasgos y de diablos, en que una parte del pueblo, amparada en el bulto y el anonimato de lo colectivo, exhibió abundantemente su lado cruel y bufo. Ni siquiera se puede decir en su descargo que estaban borrachos o, en todo caso, si lo estaban, no era de alcohol.
   José Colliure, que había estado escuchando en silencio, parecía que no iba a hablar, pues el relato de Antonio se pasaba de comentarios, pero al final dijo, como distraído:
   -De ninguna de las maneras. La república que habíamos estado esperando no es ésta, desde luego. Mucho me temo que, escapando del trueno, hayamos dado en el relámpago.
   Luego añadió, enigmático:
   -Es otra.....
                                                                    XI


   Con objeto de asistir a la proclamación de la República, en Valencia, cuatro dirigentes de la nueva política alquilaron el coche de Colliure. Los cinco presenciaron, impresionados, el apoteósico acontecimiento.
   Durante el trayecto de regreso, uno de ellos le preguntó:
-¿Qué te ha parecido lo que has visto esta tarde en Valencia?
-Jamás en mi vida he visto cosa más grande. Pero estoy pensando que España ha dado un paso muy delicado. Quiera el destino que no lo haya dado en falso.
Tales palabras provocaron unos minutos de silencio. Tras los cuales, los cuatro manifestaron su optimismo. Sin embargo, Pepe Colliure mantenía su opinión de que el futuro aparecía cargado de negros nubarrones. Conozco demasiado bien a quienes acaban de ser vencidos, les dijo.
 Cuando llegaron las elecciones constituyentes, ganadas por los socialistas, José Colliure, junto con dos compañeros de profesión, Rafael y Antonio Albert Redondo, votaron la candidatura íntegra a favor de la república. El Parlamento que se constituyó comenzó a legislar a plena satisfacción de los tres taxistas de Sajará.
Sin embargo, al cabo de un año, el diez de agosto de 1932, la reacción dio el primer golpe militar, encabezado por el general Sanjurjo. Este golpe fracasó y el marqués del Riff fue juzgado y condenado a pena de muerte. Esta sentencia no se cumplió y al poco tiempo fue puesto en libertad, o lo que viene a ser lo mismo, pues los inculpados fueron deportados a Bota y Villacisneros y desde allí lograron al poco tiempo evadirse con una facilidad de espanto. Detalle que, en opinión de Colliure, reflejaba una debilidad manifiesta por parte de los gobernantes republicanos.
   Más tarde, la república viró a la derecha y se produjeron los acontecimientos de Asturias, cuya represión el gobierno encargó al general Franco. La actuación del cual, debido a su dureza, fue considerada por algunos como el segundo golpe mediante el que la derecha pretendía proteger sus intereses dando un serio aviso, el segundo ya, a quienes pretendían alargar la mano hacia ellos, preludio de un tercer golpe que no debía fallar.
   Se habló mucho de Reforma Agraria y de la injusticia que constituía la existencia de los grandes latifundios, pero nada, o muy poco, se llevó a cabo, pues efectuarlo dentro de la más estricta legalidad llevaba mucho tiempo.
   La plutocracia sacó todo el capital que pudo de España y lo depositó en bancos extranjeros porque en sus planes figuraba el tercer golpe, o en su defecto, la guerra civil.
   Los obreros empezaron a incendiar conventos. Eso si no se trataba de un plan preconcebido por la derecha para justificar su actuación posterior, pues ninguno de estos delitos, ni los constituidos por la infinidad de sabotajes que se producían a diario, fueron investigados convenientemente en su momento, a pesar de que todos ellos conllevaban la pena de muerte con arreglo a la ley.
    La república marchaba de tumbo en tumbo y la situación era cada vez más grave, irreversible tal vez. Todo ello alimentaba los comentarios de los taxistas, bajo los soportales de granito que constituían su parada.
   Colliure conocía los planes de los fascistas para derribar, no a la república, sino al gobierno de Azaña. Los conocía por las órdenes que recibían los esbirros que éstos tenían en Sajará, todos amigos suyos aparentemente. Por otra parte, consideraba que los defensores de la república, los trabajadores españoles, carecían de la formación combativa adecuada para impedir su derrumbamiento.
   Semejante desbarajuste nacional exaltó los ánimos de muchos. Y Colliure levantó la voz en algunas discusiones bajo los porches o en el casino, calificando la conducta gubernamental de cobardía disfrazada de democracia y denunciando la existencia de una quinta columna que tenía a la república minada. Ahí debió surgir la leyenda de su anti republicanismo.
   La verdad es que, durante aquellos años dramáticos, debió sentirse bastante solo, sin motivos para comulgar ni con unos ni con otros. Los republicanos sufrían probablemente mal sus críticas y las interpretaban peor, sin duda, dada la desconfianza que reinaba por aquellos días; los fascistas lo tenían apartado de toda actividad, aunque en presencia suya las comentaban. Sin embargo, si bien es verdad que las consecuencias de dicho aislamiento no podían ser positivas, probablemente debió pensar también que su negatividad era tan sólo relativa, pues no ambicionaba ningún cargo. Su sentimiento cabría calificarlo en aquel momento, de una manera lata, como preocupación por España, preocupación por el destino colectivo.
   Un año antes de comenzar la guerra civil, recibió un librito que contenía los llamados 27 puntos fundamentales de la doctrina de José Antonio y confesó que eran de su agrado. A pesar de ello, nunca ingresó en Falange. Semejante actitud fue muy comentada pues se preguntaban por qué a tal causa no sucedía el efecto lógicamente esperado. Tras él andaba Renovación Española, los de Derecha Regional Valenciana y los Requetés de Sajará. A todos les decía que no pensaba comprometerse con nadie, de momento. El hecho de que le gustaran esos 27 puntos no suponía forzosamente que le gustaran quienes debían cumplirlos, porque una cosa es hablar y otra repartir trigo.
   Sin embargo, los republicanos de Sajará le roían los zancajos y lo atacaban cual si él fuera el propio fundador de Falange, igual que si se hubieran puesto cedulones en todas las esquinas de la ciudad, tachándolo de falangista. Y ello envuelto en una atmósfera cada día más cargada de odio.
   Después de cenar, Pepe solía afrontar la pina y mal iluminada escalera que daba acceso a su apartamento para bajar a tomar café al casino “La Agricultura”. A tal efecto, tan sólo tenía que cruzar la plaza, pues el local se hallaba justo al lado de la iglesia de San Pedro, con la que compartía medianil y formaba el rincón del fondo de ese ágora medular de Sajará.
   Largos sofás de cretona almagrada, con muros tapizados de lo mismo, zócalos y cornisas de pulimentada marquetería, amplios y abundantes ventanales con espejos taraceados en los intervalos, así como en los pilares macizos. Billar en la recámara y primer piso para los conciliábulos más secretos de la derecha local. La Agricultura era, en efecto, siempre lo había sido, tertulia y cuartel general de la reacción sajarana.
   Pepe era, cierto, asiduo de la Agricultura, pero también lo era del Casino Liberal, situado en el arranque de la calle del Mar. En realidad, ése era el comportamiento general, pues siendo ambos locales los más claros exponentes de cierto lujo provinciano, en suma, bastante razonable, no podían sino acabar adquiriendo una vocación conjuntiva, pues los lujos, en provincias, han de ser compartidos, bien aprovechados, cuando son asequibles por el módico precio de un café. Pero claro, los había más asiduos que otros y los había también que eran francamente percibidos como intrusos. No era este último el caso de Colliure, pues ya el regidor había sido figura obligada tanto en el uno como en el otro casino.
   Frente a un velador, leía el periódico cuando, de reojo, vio entrar a Agustí Bernal acompañado de Olegario Ros quienes, en cuanto lo divisaron, se dirigieron a él sin la menor vacilación.
   -¡Hola, Pepe! ¿Cómo va eso?
   Ambos saludaron estrechándole la mano y sin otra formalidad ocuparon la banqueta del otro lado del velador.
   -¿Qué ha pasado hoy por el mundo?
   No se le escapó a Colliure el carácter puramente retórico de la pregunta, pues nada más sentarse, Agustí se había desabrochado el botón de la chaqueta, alisado la corbata con gesto rápido y luego, acodado en la mesilla, le estaba mirando con ojillos impacientes, preparativos que en él eran indicios inequívocos de que se disponía a decir algo concreto, cualquiera que fuera la respuesta del interpelado. En cambio, cuando se disponía a escuchar, se reclinaba un poco, cruzaba las piernas y jamás tocaba su corbata.
   -Lo importante no es tanto lo que ha pasado, sino lo que va a pasar. –Repuso, no obstante, Colliure.- Un hombre avisado no lee el periódico para enterarse, sino para pronosticar.
   -Por eso precisamente quería verte, pero antes me gustaría tener unas palabras contigo respecto a otro asunto....
   Hizo un gesto a un camarero, cuyo significado, aquél conocía muy bien, era que le trajera lo de siempre a tal hora. También Pepe sabía perfectamente cuál era el tema que Agustí Bernal quería tocar, por eso plegó cuidadosamente el periódico y lo depositó a un lado.
   -En realidad hace varias noches que estaba deseando venir a verte para conocer tus impresiones acerca de aquel librito que te entregué, ¿te acuerdas? Ése que te di antes de marcharme a París. Ah, si vieras París ahora. Lo que ha podido cambiar desde que lo visitamos juntos, recién terminada la guerra.
   El librito en cuestión no era otro que “Los veintisiete puntos”, de José Antonio.
   Pepe estaba convencido de que una guerra civil era inevitable en España, por lo que la respuesta que diera en ese momento, fuera del signo que fuera, a menos que su signo no fuera precisamente el de una extrema habilidad, estaría cargada de consecuencias.
   -Me gustó, bastante.... –dijo, mientras clavaba sus ojos en los del otro, ojos pequeños contra ojos pequeños.
   -Lo celebro, Pepe. De veras que me alegra que te gustara.
   Llegó el camarero con las consumiciones de los recién llegados.
   -¿Y a ti, te gustó?
   -Mucho....
   -Eso es lo que no entiendo.
   -¿El qué? ¿Qué es lo que no entiendes exactamente, Pepe?
   -Pues que nos guste a los dos.
   Agustí, conciliador, repuso:
   -Somos amigos desde siempre, hemos recibido la misma educación. ¿Por qué no podríamos tener los mismos gustos?
   -Si se tratara de corbatas o de automóviles, quizá coincidiéramos. Pero estamos hablando de política, Agustí. Y hablando de política hay un hecho que no podemos soslayar, a saber, que yo soy taxista y tú un señorito que va a París, Berlín, Londres, Viena, con el mismo desparpajo con que yo cojo el montante y me voy a Riera. Que a mí me guste el librito era casi de esperar, pero lo que no consigo alcanzar a comprender es cómo fue que lo escribió un marqués, hijo de un terrateniente andaluz y dictador, como todos sabéis, y que, por añadidura, os arrobe tanto a todos los señoritos y capitalistas de este país. Ahí hay gato encerrado, Agustí. Y tú lo sabes tan bien como yo.
   Olegario puso cara de preocupación, pero Agustí, en cambio, sonrió y tomó un sorbito de café, con mucho cuidado de no mancharse la inmaculada pechera.
   -Pero hombre, Pepe, no me seas ingenuo. ¿Diseñaría un proyecto social un albañil? Hasta los más izquierdistas son producto del magín, algo revenido y agrio, de la pequeña y mediana burguesía, que son las últimas clases capaces de pensar, de leer bien los periódicos, ya no digo los libros, porque entonces la proposición carecería de la generalidad necesaria para convertirla en ley. Sin embargo, los proyectos más cabales sólo pueden provenir de mentes privilegiadas, refinadas por una cultura sofisticada, lo suficientemente vasta como para recolectar los mejores frutos de las civilizaciones pasadas y presentes, así como para desgranar hasta las últimas consecuencias de cada paso que se dé, para que no sean pasos de borracho, que no sabe dónde pone los pies, que no puede distinguir, entre los dos escalones que ve, cuál es el verdadero y cuál es el falso. –Al decir esto último hizo un guiño de complicidad a Colliure. –Y si por añadidura ese proyecto carece de egoísmo de clase, sino que busca el bienestar de todo el cuerpo social, entonces, Pepe, entonces estamos tocando lo sublime. España es un país de hidalgos y no se puede gobernar más que con hidalguía.
   Agustí apuró el pocillo de café y prosiguió:
   -Además, tú eres un falso taxista. Tú eres como Aramis, que era mosquetero por ínterin, aguardando el momento de ser abad.
   José sonrió. Abad....
   -Yo al menos no he visto ningún taxista con los zapatos siempre tan relucientes como los tuyos –terció Olegario.
   -Tú eres un señorito, exactamente igual que nosotros. Un señorito que se ha arruinado dos veces, pero que está agazapado tras un matorral, aguardando la próxima oportunidad y así será hasta que des con la muela picada. Pero cuando ello suceda, te llevará muy lejos y muy alto. Ahí está para probarlo el ejemplo de los Federales. Eso era un negocio de tomo y lomo. Si no llega a ser por tu mala cabeza, por ese genio tan corto que tienes, y que si yo estuviera en tu lugar procuraría corregir, hoy serías el primer transportista de la provincia, eso como mínimo. No hombre, Pepe, no me fastidies. No me digas que piensas acabar tus días sentado bajo los porches, aguardando clientes en el punto, porque eso no se lo cree ni Dios.
   -No es ésa mi intención, en efecto.
   -¿Lo ves? Venga, fumemos y empecemos a entendernos.
   Diciendo esto, sacó tres habanos del bolsillo interior de la americana. Luego, con un mechero de oro que refulgió bajo la luz de las candilejas, dio lumbre.
   -Ahora sí que estamos realmente apurados –observó Pepe.
   Los otros dos sonrieron, a su vez. Agustí se apresuró a proseguir para no perder el efecto de su última frase.
   -Nosotros no estamos contra el obrero, como habrás podido constatar en el librito; antes al contrario, hemos tomado el azul de nuestro uniforme del mono de trabajo que suelen utilizar aquéllos. Convendrás en que la república es una jaula de grillos y que con los republicanos no hay ni reforma agraria ni Cristo que la fundó. Y la reforma agraria es necesaria. Ya lo ves, Pepe, yo que soy un terrateniente, lo digo. Necesaria. Pues el trabajador, todo lo que precisa es trabajo, pan y diversión. Proporcionarle los medios para conseguirlo debe ser la meta y estrella polar de todo gobernante lúcido, pero ello no se obtendrá sin orden, el cual seguirá siendo una quimera en este país sin lo que José Antonio ha denominado, con osadía, cierto, pero también con fundada sensatez, “la dialéctica de los puños y las pistolas.” Porque ya se sabe, gato con guantes, no caza.
   Afuera, la plaza de la Constitución se hallaba desierta a esas horas, casi a oscuras, tan sólo una bombilla, situada en algún punto no visible desde aquel ángulo, probablemente en la fachada del Ayuntamiento, exhalaba su claridad glauca y fantasmal. Pepe volteó los ojos hacia el interior del establecimiento, buscando los de sus interlocutores.
   -Todavía prefiero el caos y la garrulería republicanos a un régimen de pistoleros.
   -¿Ves? En tus palabras se encuentra ya el germen de la venida del “cirujano de hierro.” Unos cuantos años más y todo el dramatismo y la aprensión que ahora produce el exabrupto de Costa habrán desaparecido. Imagínate un buque que va directo hacia un arrecife y la tripulación ni siquiera lo mira, ocupada como está en tirarse los trastos a la cabeza. Ésa es la imagen de tu república. Y tal es también el comportamiento con el cual se cargan las armas que, para bien o para mal, se dispararán mañana.
   -El “cirujano de hierro” ya ha venido, se llamaba don Miguel Primo de Rivera. Por cierto que, antes de mirar hacia Italia y Alemania, todo cuanto quería el hijo era la justificación del padre, puesto que justificación se imponía ante tamaño fracaso. Sin embargo, si ahora el retoño reviste la bata de cirujano heredada del progenitor, con algún adorno propiciado por la moda extranjera, se encontrará con que es demasiado tarde para atajar la gangrena con sólo cortar la pierna del enfermo. Mejor dejar que el cuerpo entero y el espíritu se las entiendan con la infección. De ello tengo alguna experiencia.  
   -A vida o muerte. ¿No?
   -A vida o muerte. En efecto. Así se han tratado desde siempre los grandes asuntos.
   -Entonces, según se desprende de cuanto has dicho, un nuevo golpe en la línea del de Sanjurjo se revelaría inútil aunque cuajara.
   -Un nuevo golpe militar de derechas es inevitable. Pero producirá la guerra civil.
   Se desprendió una pausa, servida en dos tiempos. Primero durante el espacio de una inhalación profunda, infierno furioso, pandemónium febril en el extremo de los tres puros. Segundo, durante el lapso de una exhalación prolongada, origen de una nube densa, algodonosa, grave como un dinosaurio volador. José Colliure creyó necesaria una explicación para no dar la impresión de haber lanzado una afirmación gratuita, tan sólo por una suerte de movimiento interno de necesidad lógica, ya que tenía la absoluta convicción de que sus interlocutores compartían tal opinión. O, en el peor de los casos, conocían positivamente su valor de verdad, al menos por cuanto se refiere a la existencia real de planes para un golpe de Estado.
   -Comunistas y socialistas –aclaró sin mucha convicción- andan tras los anarquistas, engatusándoles para que voten. La formación de semejante Frente Popular, que no poseería exactamente la misma naturaleza que el francés, constituiría más bien un jaque al rey para la derecha. Me refiero al caso, bastante probable, de que dicha coalición gane las próximas elecciones. Lo cual obligaría a aquélla a hacer saltar el tablero por los aires, porque al que tiene la fuerza, no suele gustarle perder, así como así, las partidas. Al menos no las decisivas, aquellas en que uno se juega todo lo que tiene en la vida, ésta incluida.
   -Y esa guerra civil de la que hablas, según los pronósticos que habrás ido haciendo sin duda, fundado en la lectura de tus periódicos, ¿quién la ganará?
   Agustí Bernal dijo esto como distraído, mirando la hora en su reloj de pulsera.
   -La perderá España.
   -Sí, pero alguien tendrá que ganarla, ¿no?
   Agustí comprendió tarde la imprudencia de semejante réplica. Pepe hizo un esfuerzo por contestar con suavidad, dejando pasar la oportunidad de fustigar con la férula el corvejón de su oponente, tal vez por influencia de un repentino instinto de conservación, que no siempre llegaba para él, pero que en esa ocasión lo había hecho en el último tren.
   -La ganarán los que se subleven –dijo.-Cierto, el juramento de fidelidad a la república retendrá a algunos generales, provocará divisiones entre ellos, pero la mayoría se sumará al levantamiento, porque ésa es la inercia que empuja a sus corazones. Aparte de que el ejército jamás perdonará a Azaña la reforma que llevó a cabo en el seno de la institución.
   -Ya. Pero supongo que habrás tenido en cuenta la posibilidad de que, en caso de formarse dos bandos bien definidos y establecidos territorialmente, ambos recibirán apoyo exterior. Hitler y Mussolini sostendrán, desde luego, a los sediciosos. Mientras que las democracias occidentales y la Unión Soviética se precipitarán a apoyar al Frente Popular.
   -La Unión Soviética sí, las democracias seguro que no.
   -Me sorprende –mintió Agustí,- este razonamiento tuyo.
   -Las democracias jamás tolerarán el asentamiento en Madrid de un régimen tan radical como el que se avecina, aliado previsible y firme de Moscú en el sur de Europa, en el mediterráneo occidental. Mandarán algún cuerpo expedicionario para salvar las apariencias, algún que otro cañón, dos o tres aviones, historia de contentar a la opinión pública, mas lo que se dice un apoyo decidido de Estado a Estado, ése no lo darán.
   -Y con ello aportarán una prueba de buen sentido. ¿Te imaginas una Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas de España? ¿Aquí, en el país que ha sido el más firme bastión del catolicismo? Se puede pedir justicia social, pero no se puede pedir lo imposible. No permaneceremos cruzados de brazos ante el advenimiento de la aberración.
   Agustí Bernal era perfectamente consciente de la necesidad de dejar caer el tono antes de entrar en el más hondo y puro meollo de la cuestión. Así que practicó una pausa, la cual empleó dejando caer en el cenicero una buena porción de blanca y esponjosa materia quemada.
   -Ya ves, Pepe, se acercan tiempos difíciles, en los que habrá que arremangarse para evitar lo peor. Ya no se trata de perseguir un sueño, eso quedará tal vez para más tarde, sino de evitar una pesadilla. Y para ello vamos a necesitar hombres con agallas, hombres que no tengan frío en los ojos. En suma, hombres como me consta que lo eres. Porque lo que está en juego es la pervivencia de una civilización. O peor aún, de la aceptación o rechazo de la barbarie. Sólo te pido que duermas sobre ello, Pepe, ya me contestarás más tarde. Tómate tu tiempo.
   Enseguida empezó a notársele que ya había oído y dicho cuanto deseaba, pues pasó a inspeccionarse las uñas, a sacudirse un poco de ceniza caída sobre sus pantalones, luego siguió con la mirada los anillos de humo que él mismo expelía, hasta que éstos se adherían a los motivos del artesonado, cual si el hilo de la reflexión se le hubiera quedado enredado en ellos y, de este modo, se le iba el santo al cielo. En realidad, esperaba que Olegario hablase para clausurar, de modo banal, como quien quita hierro a la cosa, la conversación, borrarla, en la medida de lo posible, como quien borra las huellas de un delito tras de sí. Pero dado que Olegario no daba la impresión de haber comprendido la conveniencia de hacerlo, impresionado, tal vez por primera vez, ante la perspectiva que se abría a su intelecto, Agustí se decidió a concluir la plática.
   -Bien, es tarde ya. El esfuerzo mental que requieren las profecías ha hecho mella en mi ánimo.
   Se levantó. Luego se inclinó levemente sobre la mesa para aplastar lo restante del puro en el cenicero. Olegario Ros hizo lo propio.
   -Que pases una buena noche.
   -Lo mismo os deseo a los dos.
   Pepe Colliure retomó el periódico e hizo como si leyera, pero no leía. El hecho de que le gusten los veintisiete puntos, no supone que le gusten también los que deben cumplirlos. Porque una cosa es predicar y otra repartir trigo.

                                                                  XII


   Campanudo, don Alejandro Perfecto tomó asiento al lado del conductor mientras que los otros dos se acomodaron detrás. Pepe Colliure arrancó el viejo Ford que se despertó con un estremecimiento brusco e inició la marcha temblequeando. Entró momentáneamente en la plaza de la Constitución sólo para dar la vuelta y retomar la calle del Mar en el sentido inverso. Al fondo de la misma se despeñaba un cielo añil como una promesa de mediterráneo, manifestándose con toda su magnificencia cuando, tras las últimas filas de casas, junto al parque de la Estación, la historiada mole del Asilo de Ancianos, concebida por un gusto hiperestésico, parecía recortar caprichosamente un colosal y límpido bloque de lazulita.
   Un esplendor sereno y cálido, de un amarillo frumentario como la premonición de una cosecha que estuviera soñando ya la tierra en los días soleados de invierno, se arremolinó dentro del habitáculo, inundándolo todo excepto los corazones, quedando en tinieblas los recovecos del espíritu. Don Alejandro, abstraído, sacó del fondo de algún bolsillo de la sotana un puro retorcido, de los que llaman caliqueños, y lo encendió con un par de chasquidos secos. Pronto se levantaron ante su ceño fruncido espesos nubarrones grises de mal agüero. Pepe pensó acertadamente que el habitual buen humor y campechanía del capellán no se producían ese día sin un esfuerzo consciente por su parte. Constatación que le indujo a caer en la cuenta de que, desde el momento mismo de arrancar el coche, había sobrevenido un silencio tenso, que muy bien podía ser comparado al de una piedra cuando es lanzada al interior de un pozo y tarda en llegar al fondo. De repente el pozo se convierte en sima y nadie quiere interrumpir tal desolación. Se concentró, pues, en la carretera que serpenteaba ante sus ojos. Cuando tuvo que dejarla para lanzarse por el camino comarcal, el coche semejaba una lancha que se adentrara en mar abierto, ya que en esa época del año los arrozales se hallan inundados, centelleando en sus aguas falsamente profundas las mil sonrisas del sol y en lontananza podía verse el promontorio sagrado de Sajará, cual si fuera una isla solitaria que reinara sobre dos espejismos azules, engastada entre dos irrealidades que se cortan como dos planos en intersección, inteligible ella sola al conocimiento humano.
   Llegado al pie de la colina, el automóvil se aferró al repecho subiéndolo lenta pero inexorablemente, deteniéndose en una explanada rumorosa de pinos desde la que arrancaba una escalera de adobes, galoneada por un almidonado pretil y acechada a ambos lados por un espinoso ejército de chumberas.
   Jadeantes, ganaron el  rellano situado en el extremo de un único y rectilíneo ramal. Desde allí podía divisarse a lo lejos, hacia la derecha, la ciudad de Sajará, tibiándose al sol, y hacia la izquierda, tras un breve tiro de escalera, reverberando intensamente la luz como un heliógrafo, surgió de repente la encalada ermita.
   Don Alejandro Perfecto se secó la frente con un pañuelo y se tomó un respiro en el banco construido en el antepecho mismo del mirador. La suave brisa marina le recordó a Pepe la presencia del mediterráneo que, al fondo, hacia el levante, se esforzaba por definir una improbable línea de horizonte que pusiera una demarcación entre el cielo y el mar.
   Don Eduardo Vadillo y el estudiante estaban igualmente absortos en la contemplación de un ámbito cuyos detalles eran accesibles hasta los contornos perfilados por el trazo de la costa, a través de una atmósfera diáfana. Pasados esos límites, los ojos zarcos de don Eduardo parecían realimentarse de azul tras los lentes de montura dorada.
   Visiblemente recuperado, irguió su cuerpo don Alejandro Perfecto con un gesto de resignación, tras el que se dirigió ufano a vencer los últimos peldaños de la ascensión. Los demás le imitaron en silencio.
   Sentado en una banqueta, ante el umbral de su vivienda, se encontraba el casero quien, viendo las sotanas, se apresuró a quitarse la boina al tiempo que avanzaba para recibir al imprevisto grupo de visitantes. Junto a la banqueta podían verse los filamentos de esparto con los que estaba confeccionando unas alpargatas.
   -¿Qué tal estás, Abelardo?
   -Bien, don Alejandro –repuso el aludido, pero sus ojos inquirían si podía hablar francamente o no.
   Don Alejandro Perfecto lo tranquilizó con una sonrisa:
   -Después hablamos. Ahora ábrenos la capilla.
   Sin decir palabra se adentró en su cubil y volvió con un manojo de llaves inmensas, iniciando la marcha hacia la entrada principal situada en el extremo oeste. El sol, pese a no estar ya en su cenit, cegaba reflejado por la cal del muro.
   Al doblar la esquina se encontraron con un joven sentado en el peldaño de berroqueña, a la sombra del atrio, la boina calada. Don Alejandro, ofuscado por el sol, pareció sorprenderse.
   -Es Paulet, el de los diarios –intervino Abelardo-. Viene muchas veces. Me hace compañía.
   -¡Ah, Paulet! Conoce mejor que yo la Biblia –aseguró don Alejandro Perfecto, mirando a don Eduardo y al estudiante.-
   Abelardo introdujo en el ojo de la cerradura una de aquellas llaves que pesaría por lo menos un cuarto de kilo, haciendo girar el mecanismo con un crujido seco, abriendo seguidamente, una tras otra, las dos pesadas hojas. El sol, que empezaba a caer en oblicuo, tomó al pronto posesión del polígono que le correspondía aquel día a esa hora, revelando la fresca penumbra de las iglesias, capaz de saciar la sed de  los cuerpos como un vaso de agua fría. El casero permaneció justo debajo del dintel cediendo el paso al cortejo.
   Los dos sacerdotes se adentraron en primer lugar y tras realizar sendas genuflexiones se persignaron mientras avanzaban, prestos, a través del breve pasillo delimitado por las filas de bancos de madera negra y pulimentada. Llegados ante el altar, repitieron la operación y torcieron de inmediato a la derecha, desapareciendo a través de una poterna oculta por el espesor del muro.
   El estudiante se interesó enseguida por una piedra conmemorativa que pudo leer gracias a la luz de las troneras, la cual informaba del año en que fue reconstruida la ermita, mil seiscientos trece, de quién era regidor en Sajará, etc.…. El casero se había situado de pie junto a él, sonriendo levemente durante todo el transcurso de la lectura que aquél efectuaba en voz alta, sabiendo que algunas explicaciones le serían forzosamente requeridas.
   Pepe y Pablo habían tomado asiento en el mismo banco. El último dirigía una mirada absorta con unos grandes ojos abiertos de santo de Zurbarán hacia el retablo de los patronos. Las agudas y negras pupilas de Pepe parecían dudar de la realidad de tanta albura como se desprendía desde aquella enjalbegada mampostería, que daba la impresión no de reflejar sino crear una luz nueva, un fulgor eucarístico destinado, desde el principio de los tiempos, a comparecer indefinidamente junto al azul mediterráneo, matizando y haciendo florecer con rábidas y monasterios, pueblos, alminares, ermitas y conventos, cada roca de este mar en todas sus orillas, haciendo perceptible a los ojos el misterio de otras edades, el cegador objeto de todas sus religiones.
   En efecto, en cuanto hubo terminado la lectura de la inscripción, laboriosa porque estaba redactada en lengua valenciana y porque el lector tuvo que encontrar por sí mismo la división de las palabras, volvió hacia el casero una mirada inquisitiva.
   -Así es, hubo que reconstruir la ermita en su totalidad porque en aquellos días se produjo un gran terremoto, un auténtico cataclismo que hizo retroceder el mar desde las afueras mismas de Sajará hasta su posición actual. Con anterioridad a este hecho, el lugar en el que estamos era una isla donde se dice que había una necrópolis excavada en la roca, o bien en una cavidad natural, la cual fue devorada hace diez o quince años por la cantera, sin que se divulgara demasiado el hecho. Yo sé todas estas cosas por los estudiosos que vienen aquí con frecuencia.
   Cada uno recompuso a su manera el paisaje exterior de hace tres siglos. Todos vieron un islote ceñido por la espuma, destacándose en medio de una inmensidad cerúlea que alcanzaba sin interrupción hasta la raya del horizonte por el este y hasta las primeras casas de Sajará por el sur, las barcazas de las romerías o de los entierros atracando en algún embarcadero más o menos improvisado, y coronándolo todo como una nube de verano, la ermita.
   Don Alejandro Perfecto asomó la cabeza y pareciéndole indiscreto llamar sólo al estudiante, convocó a todos:
   -Venga, vamos a completar la visita.
   Uno tras otro fueron pasando bajo un breve arco para encontrarse como aprisionados en un pequeño zaguán; a la izquierda se ofrecía la puerta abierta con la banqueta donde Abelardo tomaba el sol y mataba el tiempo confeccionando alpargatas de esparto, enfrente se encontraba otra puerta que daba acceso a la oscura vivienda del casero, junto a la cual arrancaba una escalera  sin barandilla que ascendía apoyándose en los muros. Colgaban allí varios cuadros, pero uno atrajo de inmediato la atención de todos porque su personaje único, vestido con una ropa talar roja que se prolongaba por encima de su cabeza con una especie de mitra del mismo color, parecía una llama que ardía en la penumbra como una lámpara votiva inmarcesible, sumida en un altar recóndito. Dicho personaje era un viejo que, sentado en una rudimentaria silla de enea, sostenía con toda suavidad, sobre la ahuecada palma de su mano, como sobre un nido, una paloma blanca que nos miraba tranquila, habituada a aquellos dedos sarmentosos.
   -Es « El abuelo colomet », de Claros –informó Abelardo.
   Había algo turbador, inquietante casi, en aquella venerable figura. No era únicamente la verdadera y descarnada imagen de la senectud, con todos sus pliegues y arrugas, lo que reflejaba aquel rostro salido de quién sabe qué oculto recoveco del tiempo, era además el atisbo sutil de una malicia levemente insinuada, doblemente resaltada por ese falso deseo de ocultarla. De la contemplación del cuadro se desprendía una sospecha de maldad, un prurito diabólico que desmentían o equilibraban otros detalles como la paloma, la decrepitud misma del anciano o la apariencia vagamente eclesiástica, quizás también ese aire sentencioso, gnómico, propenso al consejo, que casi siempre suele acabar por modelar la vejez cuando madura francamente y se abre, expandiendo sus zumos en el interior de un cuerpo humano. Eso si la malicia no es ya, en sí, una forma de maldad inapelable más o menos atenuada.
   El primero en reaccionar fue el estudiante dirigiéndose a don Alejandro Perfecto:
   -La vestimenta que lleva, ¿se corresponde con algún ropaje eclesiástico, antiguo o moderno?
   -No –repuso evasivo el sacerdote mientras reanudaba el movimiento ascensional, el cual tuvo que interrumpir a los tres o cuatro peldaños cuando se rindió a la evidencia de que nadie haría el menor movimiento para imitarle.
   -Entonces se trata de una parodia, un personaje laico que….
   -No es ninguna parodia –interrumpió Pablo el de los diarios, con un tono que por unos segundos rayó en la indignación. Sin embargo, corrigiéndose, se apresuró a añadir con toda suavidad, con dulzura casi y como disculpándose por intervenir en un asunto tan diferente de lo que se esperaba de él, que era vender diarios, -« Tú serás por siempre sacerdote según el orden de Melquisedec ».
   -Salmo ciento diez –informó don Eduardo.
   Se produjo entonces un silencio denso. Don Alejandro Perfecto, desde lo alto de la escalera, se quedó mirando a Pablo como petrificado.
   -¿Qué quieres decir con ello?
   -Quiero decir –prosiguió Pablo humildemente- que Melquisedec era y no era sacerdote….
   -Era y no era sacerdote –gruñó don Alejandro Perfecto-. Entonces, ¿qué diablos era?
   Fue el estudiante quien contestó esta vez a la pregunta:
   -Era el rey de Salem.
   Don Alejandro Perfecto, por toda respuesta, terminó de subir, airado, la escalera.
   En el primer piso se ofrecía una sala rectangular, bien iluminada por unas ventanas que daban al sur, sus muros encalados como los del resto del bastimento y ornamentados por cuadros, casi todos del pintor Claros, como el anterior. También por objetos o utensilios antiguos.
   Pepe se puso a contemplarlo todo detenidamente y lo mismo hicieron el casero y Pablo, a pesar de que conocían de sobra cada detalle de lo que allí se exhibía. Don Eduardo y el estudiante, por su parte, sacaron sendos cuadernillos y empezaron a tomar nota de cada efecto, con mucha minucia y ponderación.
   La operación amenazaba con prolongarse hasta el tedio, de modo que, quienes estaban al margen de ella, acabaron por trasponer una nueva poterna que franqueaba el acceso a un altillo, situado en la parte opuesta al altar que, a la sazón, refulgía con todos sus oros a causa del sol poniente, bastante bajo ya, sin duda, sobre la línea del horizonte.
   -En invierno suelo pasar muchas horas aquí arriba, a la caída de la tarde –dijo Abelardo, casi para romper un silencio que había puesto demasiada intimidad para sólo tres personas...- Así, si alguien pretende entrar, enseguida veo su sombra destacarse a lo largo de toda la nave.
   -Deberíamos salir –propuso Pablo- y dejarles hacer el inventario a sus anchas. Esperemos que todo cuanto hoy salga vuelva algún día….
   Pepe, a quien la historia del estudio sobre los santos benditos Abdón y Senent no había terminado de convencer, asintió. Abelardo sonrió con velada amargura:
   -De todo esto no hay que decir palabra.
   Los tres rehicieron el camino en silencio, como haciéndose olvidar, y salieron al exterior. El sol estaba, en efecto, alumbrando las brascas de su gran atanor de occidente. Pablo se transfiguró ante las luces del ascua.
   -El genio o espíritu tutelar de Sajará reside aquí mismo, aunque su zona de influencia abarca a cuanto alcanza la vista –aseguró, arrebatado por un verbo místico-. Claros comprendió  a la perfección su naturaleza cuando pintó al viejo, el cual representa su encarnación más intensa y profunda, si bien el espíritu de cada sajarano está amasado, en mayor o menor medida, con ese mismo barro.
   Pepe estaba al corriente de las esporádicas salidas de tono de Pablo, que nunca dejaron de desconcertarle. El escepticismo le hizo volver discretamente la mirada hacia un punto indefinido de la campiña, que empezaba a tocarse con las distintas gamas del oro.
   -La caterva de artistas, curanderos y visionarios –prosiguió Pablo- que ha dado Sajará es un escándalo. Por ejemplo, una vez vino un padre jesuita de Valencia para observar a cierto curandero y algebrista del Perelló. Yo lo vi sentarse ante él en la sala abierta donde realizaba las curaciones. El hombre hizo caso omiso del intruso y operó como de costumbre. Cuando hubo terminado con el postrer enfermo, salió del antro y se sentó al sol. El jesuita lo siguió para decirle: -« ¿No te parece cruel engañar así  a esta pobre gente? » El zahorí le replicó sin mirarle a la cara: -« ¿Es usted quien me habla de crueldad? ¡Quítese antes la viga del ojo! ¡Usted, que lo último que ha hecho antes de venir aquí ha sido pegarle a su madre, por una cuestión de herencia! Aún tiene la mano derecha entumecida. ¡Que Dios le perdone! ». El jesuita se puso más lívido que el jazmín y se fue como alma que lleva el diablo.
   Pepe no tuvo más remedio esta vez que considerarle largamente, con sus penetrantes pupilas.
   -Tengo que irme –dijo al fin Pablo-, no vaya a pillarme la oscuridad por el camino.
   A medida que el sol se aproximaba  a las cumbres de las montañas, la atmósfera se iba enfriando perceptiblemente. Abelardo y Pepe se sentaron en el pretil del atrio, de cara al poniente, donde apuraron los últimos rayos. Todavía se estaba bien allí. La inquietud del momento volvió a embargarles, acicateada por la operación que sabían se estaba realizando a sus espaldas. La cosa iba en serio pues, si la Iglesia se tomaba la molestia de ocultar sus tesoros, grandes y pequeños.
   Sin embargo, la zozobra era punteada de manera recurrente por el recuerdo  de la increíble imagen compuesta por el rostro del anciano, de esa faz deformada por la decadencia, asexuada por una experiencia que semejaba brotar de las recónditas raíces de la humanidad entera, como la del viejo Tiresias, y del rictus especial de su boca parecía que iba a brotar, de un momento a otro, el trasunto de alguna historia obscena como las que, según testimonios occidentales, cuentan todavía en los zocos de El Cairo o de Bagdad  Scherezades viejas y desdentadas, surgidas, sin velo, de ninguna parte y desaparecidas, de repente, en la nada. Como el viajero, que no comprende el árabe, pregunte por lo insólito del espectáculo, alguien le responde que la vieja contaba historias salaces para instruir a los jóvenes.
   Unos minutos más tarde emergió de la oscuridad interior la figura del estudiante y dirigiendo una mirada incrédula hacia los ocres del ocaso preguntó:
   -¿Y Pablo, el de los diarios?
   -Se fue, antes de que anochezca –contestó Abelardo.- Como viene con su bicicleta….












                                                                        XIII


   Agustí Bernal y María Masanés debían inaugurar el baile de la Beneficencia y así lo hicieron. Cuando Agustí se le acercó, flotando en la general expectación, vestido de la más estricta etiqueta, la mundanal sonrisa esbozándose con suavidad bajo el áureo bigote, María Masanés desplegó la suya que lució más que todas las lucernas del casino juntas, sonrisa amplísima de mujer que sabe y puede sonreír con toda la boca, de mujer también gratamente sorprendida por la cortesía de un caballero, como si la escena obedeciera a la impulsión del momento, a la magia dorada de la música, los primeros acordes del Bello Danubio azul, y a la intuición brillante destinada a saciar con elegancia y oportunidad el anhelo sentimental, así propio como de la asistencia ; mas sabiendo positivamente que dicha apertura estaba pactada, por otros, desde hacía varios meses, y ensayada a la saciedad en los altos de La agricultura, correspondiendo únicamente a un signo político de buen sentido.
   Poco importaba. María supo darle la vuelta a la situación como a un guante e irguiendo su cuerpo de hurí, enfundado en traje largo de ceremonia, se dispuso a crear a conciencia la escena de sociedad más romántica, al tiempo que sensual, que habría de recordarse por lo que se refiere a la vida pública de la Sajará de aquellos días que, tan sólo unos años después, parecerían haber pertenecido a un pasado de leyenda, a otro mundo.  
   Ciertamente, el efecto que produjeron, Agustí, de la rancia familia de los Bernal, y María, hija de don Romeu Masanés i Ortí, jefe local de Izquierda Republicana y abogado notorio del foro valenciano, enlazados, dejándose arrastrar por las caprichosas ráfagas del vals, mirándose al fondo de los ojos y girando sin descomponer por un momento la esbelta simetría de una figura única, total, centro ya de una envolvente vorágine de brillos, colores y miradas, fue del gusto de todos sin excepción y así lo confirmaron cuantos comentarios se formularon en cada mesa, en cada rincón de la sala inmensa, tras los nacarados abanicos de los discretos apartes femeniles, antecediendo la satisfecha sonrisa de los caballeros. El más discreto gesto de la elegancia y el orgullo era cuidadosamente clasificado y archivado con su correspondiente exégesis, pues cualquiera de ellos bastaba a decorar una vida, redimiéndola de la vulgaridad. Un guante amarillo, sostenido con altiva indolencia, era susceptible de embellecer incluso la muerte hasta el punto de hacerla atractiva. Pero los vastos salones, decorados con altos espejos y espléndidos lustros, que componían la arquitectura de su música vienesa, les hablaban con mayor elocuencia, si bien fueron los últimos seres humanos en entender su gramática.
   El baile de la Beneficencia, que acogía a miembros de diferentes partidos, casi todos enfrentados en acerba oposición política, aunque generalmente pertenecientes a idéntica clase social, daba comienzo con los auspicios de una excitada concordia que duraría, al menos, toda la velada.
   Cuando habían sonado los primeros acordes, el café empezaba a paliar los sopores subsecuentes a la copiosa cena, así como los licores desempeñaban ya su función de digestivo. Los habanos elevaban sus blancas volutas que ascendían enfáticamente hasta el altísimo techo, recubierto de pinturas ornamentales representando escenas mitológicas y paisajes esmaltados con flores y frutos de procedencia local ; y las miradas, concentradas poco antes en el yantar casi exclusivamente, alzadas lo justo para mantener una conversación de cortesía, comenzaban a dispararse en oblicuo, a incidir en todas las mesas, a impactar hasta en los más recónditos rincones, buscando cada uno impresionar su retina con los múltiples reflejos de todo aquel derroche de elegancia y buen gusto que, sin que ellos llegaran a saberlo, no se iba a repetir nunca más, no en las mismas proporciones, ni con tal refinamiento, pero sobre todo jamás con aquella adánica inocencia. Luego, en medio de un extático abandono, el primer vals tuvo las propiedades del encantamiento, y así quedó fija la escena en la memoria colectiva, como se recuerda un poema o un sortilegio.
   Incluso más tarde, mientras los figurones trataban de evolucionar, sin pisarse con sus esposas o amantes, María Masanés seguía girando en las cabezas de todos, ceñido el talle por una mano que podía ser la de cualquiera, recogiendo cada uno con todo el cuerpo el frescor de aquella sonrisa y la luz negra de sus ojos.
   Fue en efecto aquélla una noche memorable de avenencia y entendimiento en la que don Hermenegildo Sanromá bailó varias piezas con la esposa de don Jaume Palau, socialista y candidato a la alcaldía por el Frente Popular; don Romeu Masanés i Ortí, haciendo gala de su bien conocido sentido del acomodo en la materia, debió bailar con todas, constituyendo en aquella felicísima ocasión un proverbial modelo de ecumenismo. Incluso el espástico y arrítmico Juan Fuster, jefe local de Falange, hizo lo que pudo, ante el asombro general, con la señora del socialista Castells Mora, tan hirsuta como él.
   Hubo sin embargo una circunstancia menor que sembró una ligera inquietud entre los presentes, animando no pocas confidencias y cuchicheos. Afortunadamente el detalle no pertenecía al ámbito político sino al mundano, e interesó más a las damas que a los caballeros. El hecho es que en la mesa de los Sanromá no figuraba Rosendo, como venía siendo habitual; bien es verdad que éste parecía demasiado astracán, sobre todo para una chica tan formal como Cecilia, pero al año de noviazgo dicho compromiso había llegado a formar parte de lo consuetudinario, dos casillas tachadas por idéntico signo que no podían integrar el presupuesto de ninguna otra familia sajarana. Pese a la dificultad de conciliar elementos y cualidades tan dispares, la sociedad había terminado por asimilar la idea de este enlace. Al fin y al cabo, uniones más extremadas se habían consumado en las aras de esta acrópolis de los pantanos, pues no iban a ser discrepancias de esta naturaleza, como las referentes al carácter, comportamiento, edad o aspecto físico, las que tuvieran la potestad de quebrantar el decoro en Sajará, éstas no constituían sino accidentes que dejaban intacta la substancia del matrimonio. Lo esencial se cifraba en que no se produjera transgresión de las barreras sociales, eventualidad que no se había contemplado jamás, porque era sencillamente inverosímil.
   Pero lo dicho no da todavía una idea exacta de la complejidad de las conjeturas que se desmadejaron aquella noche en numerosos apartes no exentos de misterio, si a la mencionada ausencia olvidamos sumar la no menos notoria presencia de Agustí Bernal en la referida mesa, justo al lado de Cecilia Sanromá, compartiendo con ella una conversación de la que emanaba todo el incienso de la intimidad, tolerado por la familia.
   Algo más tarde, durante el transcurso de la gala, Rosendo y Cecilia llegaron a bailar juntos, y es verdad que había en él, quien según el parecer unánime debía estar siempre haciéndose perdonar venialidades, un ligero aire de reproche que le hacía aparecer cambiado, hasta diríase contenido en una fisonomía distinta. Pero lo que no vio nadie, pese a que algunos prolongaron su examen hasta la impertinencia, fue el correspondiente signo de arrepentimiento en el semblante de ella. Otros dijeron más tarde que la única mirada de compunción que salió aquella noche de los ojos de Cecilia se la dedicó a Delio Sempere, quien la recibió, descompuesto y pálido, mas disimulado en la cerrada fila de los falangistas, integrado en la monotonía de los rostros cuadrados de pelo engominado, sin que ninguna figura femenina colorease el círculo de aquella mesa. Si hubo en él algún atisbo de rencor o de incipiente violencia, no llegó a desmentir el aspecto general que por aquellos días ya empezaban a ofrecer esos jóvenes irritados, exacerbados por un fanatismo político que les permitía creer en la dialéctica de los puños y de las pistolas.
   El baile de la Beneficencia fue también la postrera fiesta a la que Consuelo consintió en acompañar a Pepe Colliure. Después sobrevino el caos y, tras él, la reclusión de por vida, la cual apenas se molestó en justificar con la excusa del asma. Consuelo, mediante un acto irrecusable de su voluntad, circunscribiría su mundo a lo que contenían cuatro paredes y a cuanto podía alcanzar su vista a través de una ventana. Aquella noche, sin embargo, pertenecía, pese a todo y para todos, a una época muy distinta a la del resto de su devenir, a la era que sobrevino cuando, tras disiparse el eco del último disparo, cayó sobre toda la superficie de la existencia, con una densidad y peso mensurables, el espacio de la infinita demora, el ominoso ciclo del tedio, la esterilidad y la mentira. Época esta última que Consuelo se resistió a vivir y que los más afortunados sobrellevaron, a lo sumo, con desgana. Pero ocasión habrá de mojar la pluma en el acíbar de tiempos más aciagos.
   Juan Fábrega y Pepe Colliure poseían un sentido del humor bastante similar, solían competir a menudo en agudezas o en habilidad para trastocar las sílabas de expresiones que, de banales, pasaban a convertirse en hilaridad pura porque, perdiendo su sentido originario, no generaban ninguno en particular, el resultado era una combinación de neologismos con una vaga analogía respecto a palabras ya existentes. Así, por ejemplo, « comer sardinas » se mudaba en “sardar cominas”, o “tocar la guitarra” en “guitar la tocarra”. El lenguaje convertido en materia de irrisión de sí mismo.
   Por esa época Consuelo reía todavía francamente con tales juegos de artificio verbales. No obstante, durante la velada en cuestión, Juan Fábrega tuvo que fabricarlos y dispararlos solo; además, sintió que recaía sobre sus espaldas el peso de salpimentar la conversación de la mesa con anécdotas de su propio magín exclusivamente, dado que Pepe en ningún momento pareció dispuesto a secundarle como solía. Cuando lo hacía, el humor de ambos no tenía más límites que los impuestos en líneas generales por la decencia, pero no en cuanto a la acepción de personas o instituciones, verbigracia la Iglesia, o tal o cual líder ubicado en cualquier punto del espectro político. Ello pese a que Juan Fábrega no ocultaba en absoluto su militancia en « Derecha Regional Valenciana ».
   Poco antes le había dicho a Pepe en un aparte:
   -El « jefe » quiere verte
   -¿Qué jefe? Será el tuyo, puesto que yo no lo tengo.
   -De todos modos, ve. No pierdes nada.                                                                                                                                             
   Santiago Palau ignoraba por completo la ciencia del baile, y no parecía albergar ningún remordimiento referente a ese campo del saber. Es más, detestaba semejante tipo de fiestas porque estaba hecho de la misma pasta que el albatros  de Baudelaire, majestuoso en el cielo azul de su fantasía, torpe y aturdido en sociedad. Habiendo sufrido la saña de los marineros aburridos, buscó algo de cobijo en una introversión que acabó descomponiéndose  en bien disimulada misantropía y desprecio de la realidad. Pero Santiago sabía que la fantasía consume imágenes del mundo y allí estaba también él, mirándolo todo con grandes ojos melancólicos, carentes de brillo como los de los miopes, en su caso no como consecuencia de un defecto oftálmico sino por no ir al encuentro de las cosas, prefiriendo absorberlas y mirarlas después hacia dentro. De todos modos, nadie le prestó nunca demasiada atención, eclipsado como estaba por la figura del padre, pasó desapercibido durante mucho tiempo o, a lo sumo, alguien sintió alguna vez un cierto desasosiego a causa de esa mirada que parecía provenir de detrás de un espejo. Pero como no hay que fiarse del agua que duerme, Santiago reservaría, en el futuro, alguna que otra sorpresa de talla.
   Cecilia se hubiera quedado atónita de haberse enterado de la existencia paralela que había vivido en la vastedad del mundo interior de ese insondable muchacho que era Santiago Palau, en quien, a decir verdad, apenas se había fijado una o dos veces. Y menos que nunca durante aquella noche intensa en la que tenía que colocar ella sola, por así decirlo, en su sitio la representación que iba a tener en adelante de tres hombres, nada menos, y a formular las leyes que regirían, a partir de entonces, su relación con cada uno de ellos.
   Claro que, si por efectos de un sueño,  hubiera podido rememorar esa vida que no vivió, se habría dado cuenta sin duda de que la mujer de ese sueño no acababa de ser ella. Su voz, por ejemplo, no sería exactamente la suya, porque Santiago jamás la había oído y sin parar mientes en ello, le había atribuido otro timbre, verdad es que parecido, pero no apuradamente fiel. Su manera de pensar, su manera de actuar y de reaccionar, tampoco serían cabalmente las suyas. En suma, hubiera tenido la impresión de encontrarse ante una hermana gemela.
   Paradójicamente, de todos los hombres que tenían sus ojos fijos en Cecilia Sanromá, los más lúcidos fueron, para su daño, los de Santiago Palau, los únicos capaces de leer correctamente los signos que se habían manifestado aquella noche, pues poseía una mirada infinitamente más sutil y atenta que la de cualquier otro que tuviera que escindir su consciencia entre el ver y el actuar. Este saber le supuso una amargura más, envuelta como un caramelo en un delgado papel de alivio, ya que le eximía de toda incidencia. Cuando una puerta se cierra, otra se abre; y encontrando él la puerta de la realidad cerrada a cal y canto, podía sin remordimiento alguno lanzarse por la otra, la de la fantasía, que la tenía, por el contrario, abierta de par en par, con el desenfrenado vuelo de la imaginación.
   Los demás se equivocaron todos en algo. Delio Sempere, encerrado en un mutismo colérico, al tiempo que discreto, comprendía hasta cierto punto su postergación en beneficio de Rosendo, puesto que había mamado la misma leche de la sociedad clasista y endógena hasta la paranoia que la propia familia de Cecilia, reconociendo que su fortuna personal era bastante menos consistente que la de aquél, aunque no desdeñable. Pero ese cambio de última hora, ese trueque de dos fortunas equivalentes no lo entendía.
   Agustí acertó despreciando a Rosendo, a quien consideraba un señorito ocioso e inútil, pero en cuanto a Delio Sempere, lo había olvidado por completo o no lo ponía ya en relación con Cecilia.
   Por último, el hipertrofiado orgullo de Rosendo Palacios de Bobadilla le incapacitaba para asimilar la mera posibilidad de que otro hombre, cualquiera que éste fuera, pudiera serle preferido, atribuyendo los sucesos de aquella noche al inocente, aunque fastidioso, juego de una mujer que todavía no ha olvidado ser niña y que había obtenido, por diversión, la complicidad de la familia a la que él ya estaba dispuesto a perdonar, porque todo lo que se hace por diversión  estaba de antemano condonado y justificado ante sus ojos.
   Sólo Santiago Palau supo que se estaba produciendo una transformación profunda en el talante de Cecilia Sanromá.
   Aprovechando su ubicación marginal, el respaldo de su silla estaba apoyado en el lateral donde se alineaban los grandes ventanales del casino, don Carmelo Escrivá, repulgado flemático de trazos gruesos, espiaba la mesa de los falangistas y parecía vaciarse en largas bocanadas de humo, tras las cuales su encanecida cabeza perdía los contornos y se disimulaban sus impertinentes vistazos. Al final se confió a don Ubaldo Soler y a don Cirilo Gisbert, que se azorraban a sus flancos.
   -¡Qué queréis que os diga! A mí estos falangistas me dan mala espina, pues los encuentro tan peligrosos como a los anarquistas y los comunistas.
   -Hombre, no tanto –repuso Cirilo Gisbert, echando una rápida ojeada a la mesa de los aludidos.- Muchos de los hijos de nuestras mejores familias lo son.
   -Aún así. Siempre están con la boca llena de Hitler y de Mussolini. Y que si la reforma agraria no avanza….y que si el mono azul de los obreros….A mí esto me tiene con la mosca detrás de la oreja.
   -Respetan la religión y en el fondo la propiedad privada –intervino Ubaldo Soler-. Con ello me basta. Después se irán calmando, conforme se les pasen las calenturas de la juventud.
   -La propiedad privada tal vez sí, la religión no es seguro.
   -La verdad es que todos esos desfiles en Roma y en Berlín me inquietan. No presagian nada bueno.
   -Son un baluarte contra el comunismo.
   -Y un azote para la burguesía. Los grandes capitalistas alemanes están hoy esclavizados bajo la férula nazi.
   -Los grandes capitalistas alemanes son judíos.
   -No todos. Además, el antisemitismo ha sido siempre una carta marcada, un juego sucio que desde luego no han inventado ellos. Acordaos del revuelo que se armó en Francia con el asunto Dreyfus.
   Si alguna vez Ubaldo Soler y Cirilo Gisbert habían oído hablar del caso Dreyfus, lo habían olvidado.
   -En todo caso, aquí en España no tenemos judíos declarados –dijo don Ubaldo, evasivo.
   -Eso es, aquí lo único que nos hace falta es un Ejército fuerte y determinado, que les corte las alas al comunismo y al anarquismo y que imponga un respeto por la Iglesia.
   Los otros dos callaron, otorgando. Carmelo Escrivá prosiguió en un tono más secreto:
   -Ayer estuve hablando con Sanromá, quien se ha entrevistado recientemente con Luis Lucía. Parece ser que un general le ha confiado a éste que el golpe se está preparando ya, ante la eventualidad de que gane  el Frente Popular. Todavía tienen que ponerse de acuerdo sobre si se hace contra la República o sólo contra el gobierno que salga de las elecciones. Imagino que también sobre qué pasará después….Luis Lucía ha decidido recaudar fondos y transmitirlos a los golpistas a través del general. Aquí el encargado de la colecta es Sanromá.
   Don Jaume Palau, sentado junto a su hijo que conversaba poco, abandonado por su esposa que hacía rato les había dejado como única caución una silla vacía, soportaba mal el sopor de la digestión. Mientras luchaba contra el peso de sus párpados que querían darse sin concesiones al diablo de la gravedad y derrumbarse definitivamente como dos pesados cortinones, consideró que se hallaba cansado de la vida que había llevado durante las últimas semanas y ello era tanto más enojoso cuanto que lo mejor y más sabroso de la campaña todavía no había pasado. Las reuniones preparatorias, los mítines, el análisis y seguimiento de una actualidad que se desplegaba frenéticamente, ante los ojos atónitos de una nación entera que se sabía a la deriva; arrojada, impotente, al albur de la salvación o la catástrofe. Todo ello le había fatigado en extremo, más de lo que hubiera podido suponer. ¿Y si quisiéramos pararlo todo ahora mismo? Se dijo de repente ¿Podríamos? Una angustia nueva se apoderó bruscamente de él, la sensación de sentirse arrastrado hacia un centro, hacia una sima ancha, infinita e insondable, por un formidable remolino contra cuya tracción resultaría vano luchar. O si yo mismo quisiera pararlo por lo que a mí respecta. ¿Podría? ¿Debería? La calva de don Jaume Palau relucía con mayor intensidad bajo la luz de las arañas e instintivamente se llevaba la mano a los pliegues de grasa del abdomen. Precisamente, las consignas que iban cayendo llevaban, todas, el signo contrario al apaciguamiento.
   Cuando más abrumado estaba por estas consideraciones, alguien depositó en la mesa una copa conteniendo un licor ambarino. Vio que era Casimiro Vallés que habría estado recabando información como una comadre, por eso llegaba tarde. Rápidamente alzó la mandíbula, consiguiendo recuperar en última instancia algo de la dureza del semblante de un prócer.
   Casimiro Vallés llevaba algún que otro diente de oro a pesar de su juventud y entre destellos de oro insalivado dijo:
   -Todo está saliendo a pedir de boca.
   Y se detuvo un momento para dar un largo sorbo.
   -Don Baldomero está que arde y Melquíades Barral no logra salir de su asombro.
   Jaume Palau sonrió levemente. El otro prosiguió:
   -Los prietistas se suben por las paredes porque no tienen por dónde revocar y el enfermo no está ya de humor para sus cataplasmas. Los más cómicos son los comunistas que nos miran como a quien quiere quitarles el pan.
   -Como se descuiden se lo quitamos de las mismas planchas.
   -Los anarquistas son harina de otro costal, parecen poco inclinados al coloquio y bastante al bochinche. He visto a los hermanos Rovira un tanto agitados. Pedro Torres sospecha que están preparando algo.
   -Con semejantes compañeros de viaje, ¡Dios nos pille confesados! Nos harán ganar las elecciones, pero el precio a pagar será alto.
   Llegados aquí, guardaron silencio porque María Masanés bailaba una polca con Rosendo Palacios de Bobadilla. Los ojos no parecían cansarse de ver bailar a María Masanés. Las conversaciones languidecían por doquier, pronto el único diálogo capaz de traspasar los acordes de la pieza fue el de las gemas, que absorbían la luz ardiendo como ascuas, intercambiando unos fogonazos devoradores de ámbito y de materia, jinetes del tiempo. Mientras duró la polca, Rosendo olvidó todo cuanto no fuera María Masanés. Bailó como quien sueña, sin esfuerzo, sin atención, como si no hubiera nadie más en medio de un vacío inmenso, como cuando volaba en el avión fabricado en el taller de Daniel Colliure.
   Pepe se imaginó que veía al espíritu de Sajará, al anciano de la colipava, sonreír, maligno, en las pupilas de todos, incitando a la bacanal como el almuecín convoca a los fieles para la oración. Entonces la tromba comenzó a girar de nuevo, los pies sentían apenas la oposición del suelo y hasta las mesas parecían gravitar en una atmósfera más ligera. En el centro, María Masanés aparecía segura, dueña de todos sus gestos y movimientos, como una sacerdotisa que está oficiando. Un torbellino que sólo se detendría con la caída del último muerto ante las tapias del cementerio.
   Concluida la fiesta, un reguero de pecheras blancas, sedas y rasos donde refulgía el oro y la pedrería y destellaban preseas, gemelos y leontinas, manaba de la puerta del casino, desparramándose en silencio como una vía láctea por las calles adyacentes. La flor y nata de la sociedad sajarana se iba a dormir, fatigada al tiempo que exultante, como si un manantial de frescura les brotara desde dentro. Nadie tuvo premoniciones aciagas, estaban como lavados y perfumados en el interior, la mañana siguiente no podía ser sino una renovada y soleada promesa de futuro. Testigo fue un cuarto menguante parecido al ancla plateada de un barco gigantesco, flotando más allá del cielo nocturno, bajo otro sol, bajo otra noche, enganchada en la veleta del campanario y amenazando con arrastrar la iglesia entera hacia los andurriales de otro mundo, unos dirían que para salvarla, otros que para librarnos de ella.






                                                                     XIV


   Sanromá le había mandado llamar después de anochecido, pidiéndole que le trasladara a Valencia, sin especificar el lugar preciso. Pepe Colliure se limitó a preguntar:
   -¿Por el Saler o por Sollana ?
   Dependiendo la elección de la ruta del sector de la ciudad al que se pretendía acceder.
   -Por el Saler –repuso lacónicamente aquél.
   Al hacer la pregunta, Pepe se había vuelto ligeramente hacia su pasajero, vislumbrando a Sanromá apoyadas ambas manos sobre la empuñadura de oro de su bastón de las grandes ocasiones, pero fueron los gemelos engastados en los puños planchados de almidón los que brillaron un instante, reflejando la luz exterior de la quinta. Durante el breve lapso de la vista, le pareció advertir el viso de una sonrisa maligna nunca antes percibida en el rostro del prócer sajarano, donde abundaba en el reflejo áureo alguna que otra prótesis dentaria. Mientras la contemplaba de nuevo en el espejo retrovisor, no sin cierta inquietud y aprensión, aquella sonrisa ignota e inopinada, que transformaba la imagen que hasta el momento tenía del personaje, le trajo a la memoria otra similar, refulgiendo los mismos brillos dorados y aguanosos del oro constantemente lavado, la cual infundió mayor perplejidad en su espíritu, pues era la de un actor desconocido que había encarnado a Mefistófeles en una representación que tuvo lugar en el teatro Serrano de Sajará, durante la temporada en curso.
   Sanromá no era ciertamente Mefistófeles, se dijo enseguida, como tratando de disipar el espejismo, aunque sí un político hábil e influyente dentro de la circunscripción, incluso entre militantes de otros partidos afines a « Derecha regional valenciana », cuya agrupación local dirigía. Pertenecía al restringido elenco de los grandes terratenientes de Sajará, con fama de buen administrador y supervisor inflexible, percibido por los operarios como un patrón severo pero no injusto ni arbitrario.
   Por cierto que tal vez aquella sonrisa obedeciera a consideraciones puramente domésticas, ya que fue por aquellos días cuando se hizo público el compromiso entre su hija Cecilia y el heredero de otra de las grandes familias de propietarios de Sajará, Agustí Bernal.
   Tras las últimas luces de la población, rebasada ya la vía del tren, resultó imposible obtener cualquier imagen de Sanromá, así que Pepe Colliure se dejó hechizar por los ondulados caprichos de la carretera. Más allá de la exigua porción de la misma, iluminada por la anemia de los faros, se extendía el inescrutable dominio de una noche sin luna. Las ratas cruzaban sin cesar desde el pie de los cañaverales que crecían espesos en la margen derecha de la calzada, al borde de la acequia, hasta los arrozales de la izquierda, rebosantes de agua, y viceversa. Algunas de ellas pagaban la veleidad con la vida, terminando aplastadas bajo las ruedas con un repugnante chasquido.
   En aquella época se podía ir desde Sajará hasta Valencia sin cruzarse en el camino con ningún otro vehículo, especialmente por la noche, lo cual hacía aparecer como más notoria la excentricidad de Sanromá al querer desplazarse a la ciudad a tales horas.
   Entrando en el pinar del Saler, fosforesció entre los matorrales la mirada inquieta de un par de zorros que cazaban en las lindes, pero ni siquiera se molestaron en huir, conscientes del refugio seguro constituido por la dilatada espesura que bordeaban.
   Pepe tuvo la sensación de viajar solo en el habitáculo del coche, tan denso era el silencio que afluía desde atrás. El viejo Ford avanzaba ahora a través de un túnel formado por talludos pinos que entrecruzaban sus ramas en lo alto y el zumbido de su motor sería tamizado, hasta la extinción, por el tupido manto vegetal que se extendía hasta la playa, por el lado derecho, y hasta los tremedales de la Albufera por el otro.
   Cuando al fin dejaron atrás el bosque, aparecieron a lo lejos las primeras luces de Valencia. A tales horas de la noche, el vehículo parecía aproximarse a los arrabales de la ciudad de la muerte. Luego, con la proximidad de aquellos halos de una deslavada y pálida morbidez, que usurpaban entonces el título de alumbrado público, Pepe Colliure miró de nuevo por el espejo retrovisor, cediendo al impulso irracional de cerciorarse de la presencia de Sanromá en el asiento trasero. Allí estaba, en efecto, su rostro, delimitado por el rectángulo de cristal, serio y duro esta vez.
   Ya se disponía a lanzarle la pregunta, cuando le llegó una voz que bien podría ser la de don Hermenegildo, si acaso algo más ronca que de costumbre.
   -Déjate llevar.
   Tras una prolongada pausa, añadió:
   -Todo recto. Por el momento….
   Pepe escrutaba sin resultado las aceras, al acecho de un indicio cualquiera de vida.
   -A la derecha ahora.
   Siempre la misma desolación siniestra, descubierta aquí y allá, entre intervalos de tiniebla, por una amurriada luz que parecía cubrirlo todo con una capa de polvo amarillo, asentando la sospecha de que aquélla no era una arquitectura para vivos, sino para ser habitada únicamente por el tiempo y el olvido. De cuando en cuando se oía la voz de Sanromá, matizando aquel paisaje sembrado como de despojos de una civilización extinguida desde hace miles de años.
   -A la izquierda…. A la derecha….
   Cuanto más avanzaban, más parecía aumentar la decrepitud y la incuria de las edificaciones. Los muros presentaban desconchones y fisuras por todas partes, amenazando con derrumbarse en cualquier momento. De hecho, aparecían con frecuencia en la línea de emplazamiento, como las melladuras de una encía, unos huecos oscuros rebosantes de escombros hasta más allá de la acera, ante los cuales era preciso disminuir la velocidad.
   Pepe trataba de memorizar el itinerario en prevención de que Sanromá hubiera decidido quedarse allá donde quiera que fuese. Lo cierto es que no tenía el hábito de frecuentar estos barrios periféricos, pues en aquel tiempo sólo los ricos podían permitirse recurrir al taxi y sus intereses raras veces convergían con semejante mundo.
   Al fin oyó lo que ya ansiaba y detuvo el coche frente a un palacete medio en ruinas, del que tampoco trascendía el menor signo de presencia humana. Ni siquiera recién construido debió parecer habitable.
   Bajaron ambos del vehículo. Pagó don Hermenegildo el importe del desplazamiento.
   -No irás a perderte volviendo –le dijo mientras guardaba el monedero en el bolsillo de la chaqueta. De nuevo asomó aquella sonrisa mefistofélica a sus labios.
   -No hay cuidado.
   En tanto que daba otra vez la vuelta al coche para acceder a la portezuela del lado del volante, escuchó el prolongado chirrido de una verja que no debía haber probado la grasa en todo lo que iba de siglo, y tras ella vio desaparecer a Sanromá.
   Antes de maniobrar para efectuar el cambio de sentido, reflexionó unos instantes con objeto de rememorar todos los puntos de referencia que había tomado y reconstruir mentalmente el trayecto. Los primeros los fue hallando sin dificultad. Una casa en cuya puerta colgaba, escrita con tiza sobre una pequeña pizarra, una inscripción que rezaba: « Se vende pan ». Más adelante, una pensión que se anunciaba con un letrero metálico apenas legible, pues la pintura, verde y amarilla, se había descascarillado en numerosos puntos, siendo reemplazada por el óxido que lo iba perforando como un cáncer. Una zapatería con las persianas rotas, a medio cerrar.
   Todas aquellas lamentables manzanas de casas parecían construidas no con ladrillo ni mampostería, sino con polvo y telaraña, un polvo gris y espeso como de cantera, que el viento, en el supuesto de que alguna vez soplara algún viento en aquel modelo de infierno, podría ir levantando poco a poco hasta erosionar parte de los muros y provocar los derrumbamientos que se veían por doquier.
   Pepe Colliure giraba el volante a un lado y a otro con el corazón oprimido por aquella escombrera, hasta que desembocó al fin en una vía algo más amplia. A partir de ese andurrial de la desdicha, no tenía más que encontrar un letrero verde con la palabra « Taberna » escrita en caracteres blancos y girar a la izquierda. Pero he aquí que el dichoso anuncio de marras se resistía a aparecer. Finalmente la calle se extinguió en un baldío donde campaba la más absoluta negrura.
   Decepcionado, dio media vuelta y avanzó despacio, en segunda, escrutando detenidamente las lamentables fachadas; mas el tiempo pasaba malogrando posibilidades y la taberna seguía sin manifestarse. Experimentó un rencor insensato contra aquel mundo destartalado y mohíno que daba la impresión de haber escamoteado el letrero verde con la aviesa intención de tragárselo a él vivo, de sumirlo en esa noche perpetua donde no había ni siquiera muertos.
   De nuevo cambió de sentido, lanzando el automóvil a velocidad normal y torciendo a la izquierda cuando buenamente le pareció. Pronto se encontró conduciendo por callejuelas en las que apenas cabía el coche entre el encintado de las aceras. Ya estaba pensando en regresar a la vía en que había perdido el rastro de la taberna, cuando llegó a una plazoleta que parecía la de un pueblo pequeño, y quizás lo había sido en algún tiempo, uno de esos pueblos colindantes a la gran urbe, rodeado de huertas a finales del siglo XIX, con las calles de tierra llenas de cabras y de gallinas, pero que quedaron anexionados a la misma a principios del siguiente por efecto del desarrollo industrial.
   Detuvo el coche a fin de examinar el lugar, observando que en el extremo opuesto de la replaceta se agolpaba otra vez la oscuridad sin fisuras. Avanzó hasta allí, por probar, y los faros le mostraron una pequeña carretera municipal que salía campo a través. Tras dudar un instante, decidió tomarla puesto que, no habiendo perdido por completo la orientación en un sentido amplio, calculaba que tal vez le llevaría hasta el puerto, desde donde encontraría sin dificultad el camino de vuelta.
   Se puso a avanzar, pues, dando tumbos por una especie de cabañal que serpenteaba entre campos de cultivo. El tiempo comenzó a pasar sin tasa y de nuevo afloró la sensación de no estar yendo a ninguna parte. La esperanza de ver las luces del puerto detrás de algún repecho o a la salida de una curva quedaba invariablemente frustrada.
   No obstante, acabó por alcanzar un paraje en el que la cañada se adentraba en un bosque de pinos. Ello lo tranquilizó en parte porque el único gran pinar que había en aquella zona era el del Saler. Mal tenían que salirle pues las cosas si aquella carretera no concluía yendo a buscar la nacional y eso iba a ser para él como bálsamo de Judea, la cual cruzaba dicha fragosidad de parte a parte, e incluso podía entrelazarse con ella, como sucede a menudo con multitud de esas veredas que llegan a constituir una verdadera red, empleada por rebaños y leñadores, aunque perniciosa para las máquinas.
   Se adentró en la espesura, si bien que declinando cada vez más limpiamente hacia la izquierda, hacia el mar, es decir, evitando, por el momento, la vía principal. Los baches se hacían cada vez más profundos y la progresión era lenta y laboriosa. Afortunadamente tenía el depósito de carburante lleno.
   Al fin divisó la arena de la playa con las dunas al fondo. Entonces el camino se puso a recorrer en paralelo lo que debía ser sin duda la línea de la costa, pero a los pocos minutos dio un quiebro y volvió a meterse en la fronda. Sin embargo, antes de torcer a la derecha, pudo percibir a lo lejos el parpadeo de unas luces, lo que no dejó de sorprenderle.
   De nuevo el trazado de la carretera parecía estabilizarse en una dirección sur, sólo que había vuelto a ganar el corazón del bosque. La pérdida de tiempo era ya considerable y Pepe comenzó a guardarle rencor a Sanromá por haberle pedido que le llevara a un lugar tan insólito y dejado de la mano de Dios. Jamás había puesto antes un pie allí y esperaba francamente que no se presentara la ocasión de volver a hacerlo, cuando menos de noche.
   Súbitamente, un resplandor de hoguera logró atravesar la vegetación, interrumpiendo el hilo de sus pensamientos. Había durado un solo instante; suficiente, empero, para permitirle vislumbrar la danza de las llamas. Y mientras la carretera le obligaba a torcer hacia la izquierda quiso creer en una figuración suya, en un espejismo producido por el enervamiento del cansancio, pero al hacerlo tuvo que pisar instintivamente el freno a causa de la impresión recibida, pues ante él vio que ardían, en efecto, más allá del túnel negro formado por los pinos entrelazando sus ramas en lo alto, cuatro o cinco fogatas poderosas, grandes devoradoras de gavillas de leña resinosa y nutricia,  depositadas por una mano anónima como pasto para la crepitante y furiosa llama que piafaba como un corcel inquieto levantando, de cuando en cuando, nubes de centellas que ascendían a través del humo, cual planetas, nuevos e incandescentes, en busca de su órbita, allá en la cenital e infinita negrura del cielo.
   Sofocado el primer sobresalto, comprendió que era mejor avanzar, pasar sin detenerse lo más despachadamente posible. Recular en la oscuridad por aquel camino estrecho y lleno de sinuosidades no constituía una buena elección. Además, los faros le habrían delatado ya y no había tiempo que perder, por si las moscas. Adelantó, sin embargo, prudentemente el coche hasta que el panorama entero se reveló ante sus ojos. Un dilatado campamento se extendía entre la carretera y las dunas, donde multitud de figuras humanas se afanaban alrededor de las numerosas hogueras esparcidas por todo aquel erial, entrando y saliendo de los cercos de luz en los que las sombras de los cuerpos se alargaban con la plasticidad de una pesadilla o de un mal presentimiento, magnificándose detalles y descoyuntándose hechuras, delineándose con nitidez morbosa perfiles falsos o sumergiéndose en la oscuridad espesa, pero ninguna de ellas inició movimiento alguno en dirección al coche. Era como si nadie hubiera reparado en él.
   Para colmo de males, la carretera no continuaba, como había presumido, a lo largo de la costa, sino que culminaba allí mismo, en el arenal.
   Maniobró con rapidez y cuando ya tenía encauzado el auto en sentido contrario, vio una escena que lo dejó perplejo. En medio de aquel extraño vivac, un anciano, de los que ya comen la sopa en la sepultura, estaba sentado en una silla de enea junto a una gran hoguera; llevaba ropa talar de un rojo encendido, su cabeza se hallaba tocada con una elevada mitra del mismo color bajo la cual caían  guedejas de canas, sus manos se unían por encima de las rodillas y, sobre las mismas, posada sobre unos dedos sarmentosos y gafos, Pepe Colliure distinguió una mancha blanca que sabía de sobra se trataba de una paloma.
   Bajó del coche y al hacerlo apenas se sorprendió de que el aire fuera caliente, como en los días del pleno verano, durante los paseos caniculares a lo largo de la orilla del mar de Sajara, por San Roque. Dio la vuelta al vehículo pensando que lo del anciano se trataba de una alucinación. Pero el viejo seguía allí y de lejos columbraba ya su sonrisa de garduña. Aquella sonrisa enigmática que se abría en una maraña de interpretaciones.
   Mientras avanzaba a través de la abigarrada toldería, cuya peculiar distribución le obligaba a veces a zigzaguear entre un batiburrillo de cuerdas, cachivaches y bultos, comprobó que, excepto el anciano, no había allí sino mujeres de todas las edades, vestidas, si acaso, a la antigua usanza, como él recordaba vagamente a las mujeres de su infancia. La mayor parte de ellas se hallaba ocupada en labores de matanza, no sólo de cerdos, que sacrificaban con una destreza impecable, digna del mejor matarife, sino también de gallinas, pavos y patos, cuya sangre vertían en lebrillos de todos los tamaños. Tan atareadas estaban en su menester que ni siquiera le prestaron atención.
   Entre los gritos desesperados de los animales agonizantes, se percibía el continuo crepitar de las llamas y, a medida que avanzaba pesadamente hacia el anciano, escuchaba, cada vez con mayor nitidez, el zureo de las colipavas que se encontraban cerca de él, en jaulas apiladas, hechas con palos y cuerdas. Los ojos del viejo, todavía vivaces y atentos, eran los únicos que se habían fijado en él desde el primer instante, persiguiéndolo en todas sus evoluciones para sortear  bártulos y  fardos esparcidos.
   Sólo cuando estuvo ya muy cerca, le fue dado oír la risilla sardónica que exhalaba aquella mueca indescifrable, compleja, perturbadora. Recaló al fin ante la estantigua encarrujada y valetudinaria de puro  añosa y consumida, quedándose inmóvil en su presencia, medio enterrados los pies en la arena, expuesto a la curiosidad apabullante de sus ojos que le observaban desde edades remotas e inciertas, en las cuales la humanidad era ya inveterada, fértil de resabios atávicos y de instintos imbricados en la cultura, tratando vanamente de refrenar los pálpitos del corazón, contemplándola en el cerco del fuego, tal y como Claros la había pintado.
   Llegó con el espíritu rendido y contrito del fiel que se acerca ante el oráculo, para tomar conocimiento de las últimas disposiciones encomendadas por los dioses al hado. Mas la esfinge se limitó a mirarle de hito en hito, sin desplegar los labios, permitiendo que se poblara el ámbito con la voz del mar, y la del fuego, por el arrullo de las palomas prisioneras y por el grito salvaje de las aves nocturnas. Ahí estaba sin duda el secreto, expresado sin necesidad de sentencias, en esa mirada y en ese rictus lacerante que no llegaban a la mofa por faltarles el desprecio, pero manifestaban la dañina clarividencia de quien conoce todos nuestros defectos y todas nuestras virtudes, como los conocía el patriarca Jacob en sus propios hijos, cuando les dirigió desde el lecho de muerte las últimas y terribles palabras, que asignaron a cada uno su lote de maldiciones y de bendiciones, según la antinomia de sus obras, como hijos de la carne. Tal debió ser su mirada, tal era la que rasgaba las entrañas de Pepe Colliure con un cuchillo amargo, haciéndole sufrir el castigo de un remordimiento vago, inefable. Claros supo plasmarla en un lienzo que todavía hoy se encuentra en una ermita de Sajará, por si alguien es capaz de entenderla.
   Al cabo, giró el viejo la cabeza hacia su izquierda y se puso a escudriñar con sus negras y penetrantes pupilas, como mostrando una dirección a seguir, y Pepe tuvo miedo entonces de ser corregido al modo en que lo eran  los  profetas, con visiones para las que tal vez no estaba preparado, cual sucedía a menudo en los relatos bíblicos que le había escuchado a don Alejandro Perfecto, no en los sermones, a los que no asistía, sino en la conversación ordinaria que le daba en los viajes. Alzó, sin embargo, los ojos en busca del sesgo indicado y vio en lo alto de las dunas dos de los lados de lo que suponía un cuadrilátero hecho con estacas y telas de saco, profusamente iluminado en su interior, del cual provenía un griterío incongruente en el que, extrañamente, no había reparado antes.
   Se dirigió hacia aquella parte, perseguido por la risita zumbona y atroz, cuya acuidad, alcanzándole por la espalda, sembraba confusiones de sexo y edad, dando la impresión que, en su derrisión turbadora y casi cruel, podía vibrar la voz, no del hombre, sino de la humanidad, librando palabras que cifraran anhelos y angustias de todos, el sufrimiento colectivo que constituye el patrimonio inestimable que legamos de padres a hijos.
   Llegado al pie del improvisado y rudimentario coso inspeccionó la nivelación del terreno, comprobando a la meridiana luz del fuego que no se le ofrecía por ninguna parte sino una superficie pina y prolongada, totalmente lisa, aunque por fortuna blanda. Escalaba ya la pronunciada pendiente de la duna, cercana a la vertical, cuando tuvo que hacerse a un lado porque dos hombres, que hablaban y vestían como carreteros, chaleco negro y camisa arremangada, salían tambaleándose del cuadrilátero. Al ver la inclinación, hicieron probablemente una estimación realista de lo mucho que habían bebido y se agarraron el uno al otro, confiando más en las piernas ajenas que en las propias, con lo cual, trastabillando el segundo, cayeron ambos rodando con abundancia de gritos y de blasfemias, escupiendo alternativamente la pertinaz arena.
   Mientras completaba la interrumpida ascensión, le llegó a los oídos, borrando la algara y las maldiciones de los borrachos, el sordo rumor del mar, la potentísima al tiempo que majestuosa fricación de las aguas, acompañada de rachas de brisa marina que disipaban a intervalos el olor acre de la sangre y de las vísceras, sustituyéndolo por una frescura salitrosa, yodada.
    Rebasada la cresta del médano, sintió sobre su frente la caricia suave de la inmensidad invisible y se detuvo un instante para aspirar el aire tonificante y limpio. Ante él se extendía una enrojecida porción de playa alumbrada por el resplandor, con el rompiente al fondo, donde se desmoronaban las olas disolviéndose en un hervor de bicarbonato y donde restallaba el fragor de la resaca.
   Nunca hubiera entrado allí de no ser por la tácita incitación del viejo, pues del interior no salían más que groserías, injurias y risotadas, todos los ecos y modulaciones del lenguaje tabernario. Echó, no obstante, la tosca cortina a un lado con un gesto que era ya un intento anticipado de comprensión, un movimiento, más del espíritu que del cuerpo, hacia la tolerancia ante la degeneración y torpeza humanas, pero no vio sino un pasillo lateral. Corrió una segunda cortina y entonces sí pudo quedarse mudo de estupor, durante una porción de tiempo que parecía estar constituida, como él en aquel momento, de una pieza y sin salida posible.
   Aquella mujer desnuda le resultó de inmediato familiar, pero como quiera que se hallara inclinada hacia adelante, apoyadas las manos sobre un banco acolchado mediante una frazada atada con cuerdas, la rubia cabellera le ocultaba por momentos las facciones. Debió ofrecer sin duda resistencia, puesto que, para mantenerla en dicha posición, había sido menester atarle las muñecas y los tobillos con cintas de cuero y sogas. Tras ella, se prolongaba una hilera de hombres tan alborotados que hacía falta tenerles a raya a rebencazos. De ello se encargaban dos sujetos estirados, vestidos de negro, con sombreros de alas caídas que les ensombrecían el rostro, enarbolando látigos de carreta.
   Mediante un gran esfuerzo consiguió salir de su inmovilidad y se acercó con precaución. Entonces pudo ya reconocerla. Dolorosamente rememoró algunas imágenes del tumulto de aquel 14 de abril de hace cinco años, la banda de música entre la muchedumbre exaltada, los petardos, los discursos desde el balcón del Ayuntamiento, el himno de Riego. Y Rafael Albert que le tiraba suavemente de la manga:
   -Pepe, una señorita francesa quiere que la lleves a Valencia.
   Viaje que le ahorró, por cierto, el lamentable espectáculo que una hora más tarde daría la plebe en Sajará, transformando lo que debió haber sido una fiesta, una celebración justa y merecida, durante demasiado tiempo aplazada, en mascarada cruel y vergonzante.
   Pero aquella mujer le dejó una turbación y un desasosiego duraderos que no parecía posible atribuir exclusivamente a su singular belleza y esbeltez, soslayando la obra subrepticia de un lazo oculto que pugnaba por aflorar desde el fondo de un abismo y el aura de vago misterio irradiado por efluxión, del que no estaban exentas las palabras que le confió mientras el tren tomaba velocidad:
   -« Prenez soin de vous ! ».
   Extrañas palabras en la boca de una desconocida, como extraña era la tristeza que había en sus ojos.
   Durante este flujo y reflujo del tiempo, también ella lo había reconocido a él, inmóvil, plantado a su lado como un árbol, temiendo ser engullido por el arenal cuyo frescor sentía ya hasta el tobillo y  conoció de inmediato su miedo pero también su coraje:
   -Prenez soin de vous ! Partez ! Partez vite d’ici !
   En sus ojos relampagueaba la alarma y su mirada azul ya no era triste sino perentoria, imperativa.
   Pepe se revolvió, pero no para huir. Tomó una de las estacas que sostenían la tela de saco y la desenvainó.
   En un primer momento, el pánico hizo retroceder a todos, incluidos los del rebenque, produciéndose, de buenas a primeras, uno de esos silencios que no parecen ciertos, en los que cada recoveco libre del espacio se puebla de la sola expectación, únicamente se dejaba oír el crepitar de las dos magníficas hogueras, cuyas llamas danzaban y se contorsionaban como bailarinas orientales en los polos opuestos de la cancha y el resuello profundo y bronco del mar, grave y remoto como el de una bestia antediluviana.
   No obstante, pasada la primera impresión, comenzaron a liberarse algunas risotadas e insultos, la desvergüenza soez del vulgo clamaba de nuevo por sus fueros y se abultaba poco a poco a medida que iban siendo conscientes del desequilibrio numérico. Formaron entonces un círculo amenazador en torno a Colliure, aunque ninguno se atrevía a acercarse demasiado, pues la estaca era enorme y bien aguzada como una rudimentaria lanza, capaz de traspasar a cualquiera. Pero la algarada era ya ensordecedora e iba acompañada de toda la quinésica obscena  que sabe manifestar la chusma, cuando se ve amparada por el espesor de la estofa soez que constituye su misma naturaleza. Jetas en las que el exceso de hambre, de trabajo y de vinazo habían dejado su rasgo deformante y cuya descripción parecía únicamente factible mediante los términos de la zootomía, se mostraban ante él con desgarradora crudeza cual si acabaran de salir de un aguafuerte de Goya, puesta en evidencia e incluso realzada por el fulgor de las llamas, y le rodeaban, estrechando o dilatando el cerco en función de la mayor o menor proximidad de la temible punta de la estaca. Pepe Colliure sintió un escalofrío al considerar que era él el objeto de toda esa ira colectiva. Pero la situación era irreversible y no había sino tenérselas tiesas a todos.
   Ocupado como estaba en las primeras escaramuzas, tardó en darse cuenta de que en toda aquella rebujiña había un ruido subyacente que le irritaba. Por su timbre agudísimo, comprendió que era proferido por una mujer. La buscó con la mirada entre la canalla y terminó por encontrarla. De todos modos hubiera acabado notando el voluminoso y estrafalario bulto de su presencia, pues ella misma se estaba colocando en primera fila, avanzando entre promiscuidades por activa y por pasiva. Desgreñada y grasienta, con el delantal empapado en sangre, apareció la maritornes que aquel confuso y descaminado 14 de abril, mal entendido en Sajará, habían disfrazado de « marianne » y, tal como entonces, azuzaba a la patulea al desmán, a grito pelado, estallando en prolongadas y estentóreas carcajadas que mostraban sus encías desguarnecidas.
   Fue ésta la primera de una larga serie de agniciones, contingentes tan sólo cuando un destello particular o un gesto preciso rompen el hechizo de la personalidad unitaria del grupo y entonces empiezan a emerger y a desgajarse de ella rostros conocidos que unos segundos antes se hallaban perfectamente mimetizados en un conglomerado único, entre tanta deformidad anónima. Primero reconoció en los enlutados del rebenque a los hermanos Rovira, jaquetones de la FAI, seguidamente fue descubriendo aquí y allá a algunos falangistas : Olegario Ros, Higinio Sabater, Servando Ibarra ; a los socialistas Baldomero Falch y Casimiro Vallés ; a don Romeu Masanés, de Izquierda Republicana, dando saltitos entre los beligerantes, luciendo una panza redonda como una descomunal sandía. Las clases sajaranas se hallaban, pues, juntas y revueltas participando en esta bacanal plebeya, en este carnaval grotesco, en esta falla clandestina y apartada. Finalmente surgieron de detrás de una cortina Agustí Bernal y el propio don Hermenegildo Sanromá, sosteniendo, a guisa de cetro, su bastón con empuñadura de oro; ambos mostrando en sus sonrisas maliciosas e irónicas hasta qué punto el espectáculo les estaba divirtiendo y las miradas que lanzaban decían sin equívocos : « sólo él es capaz de meterse en semejante aventura ».
   En eso los atacantes decidieron dar el asalto final abalanzándose todos a una y profiriendo alaridos. Pepe Colliure avanzó a su vez dispuesto a defenderse a vida o muerte, puesto que la ocasión no se prestaba a ningún equívoco, ya enarbolando la estaca como si fuera una garrocha, ya blandiéndola como se hace con una espada o volteándola y describiendo círculos al modo en que debió usarse la partesana, de esta manera conseguía mantener las distancias e incluso hostigar. Mas la batalla vino a trabarse con ferocidad y el esfuerzo empezó a sofocarle. Como viera que perdía terreno, decidió dar una acometida que culminó en cuerpo a cuerpo, ya sin el beneficio de la estaca, y mientras se debatía con denuedo, golpeando y dando tirones a aquellos bultos repentinamente inertes como sacos de arena, se le abrieron los ojos y, resollando todavía, vio que se encontraba en su habitación de casa, la mano de Consuelo haciendo suavemente presión sobre su frente resbaladiza por el sudor:
   -¡Ya está! ¡Ya pasó! Sólo ha sido una pesadilla….
   Con un soplido exhaló todo su pánico y, ya con los pies en el suelo, se calmó definitivamente. Consuelo se levantó:
   -Voy preparando el desayuno.
   Estaba clareando. Decidió salir al balcón a través de la cocina, necesitaba respirar aire libre. Consuelo lo siguió con una mirada interrogativa a la que él hizo caso omiso.
   Apoyado en el enrejado de la barandilla, consideró largamente la plaza y el arranque de la calle del mar, todavía abandonadas. La ciudad le pareció un laberinto con muy pocos fantasmas. Las fachadas, las aceras, el pavimento de adoquines, todavía bañados de purpurina por la luz equívoca del alumbrado público, estaban hechos de cartón piedra y, bajo los arcos de los soportales, resistía con tenacidad la negrura de la noche, la materia que conforma las pesadillas.
   Pepe Colliure se preguntó de cuál de los dos lados caía la realidad, de cuál el sueño; cuando este último parece más verdad que la vigilia, cuando la razón está por todas partes ausente y hay monstruos que pueblan  ambos lados, pues le bastaba con alzar los ojos al cielo para ver la espada de Damocles de la guerra.
   No necesitó mucho tiempo, ni de los magos y sacerdotes de Egipto, para comprender que los dos sueños no hacían sino uno solo, que tanto una como otra rama, bajo tierra, se alimentaban, a través de la misma raíz, de idéntico mal. Definitivamente, esta república no sería la república ideal que muchos, él entre ellos, habían imaginado, cuyos principios constituyentes eran violados y mancillados diariamente por los mismos que pretendían defenderla, sino una espuria, capaz de dar rienda a los instintos más bajos, a las pasiones más ruines. Ésa era la interpretación correcta de su sueño. La república no podía durar porque todas las clases sociales trabajaban para humillarla y ofenderla, unos con su impaciencia homicida, otros por su soberbia y su codicia. El resultado sería una vez más el reinado del terror.
   Al tiempo que embastaba tales reflexiones, su memoria exhumó la escena del adefesio engrescando a la chusma, bajo el beneplácito festivo y guasón de Sanromá. Para librarse de ella, entró en la cocina y con mucha serenidad pero con la firmeza de las resoluciones irrevocables le dijo a su mujer:
   -A finales de mayo, cuando haya terminado la escuela, nos vamos discretamente a vivir a Riera. Aquí en Sajará se va a armar la de Dios es Cristo y no quiero que os pille a ti y a los chicos de por medio.








                                                                     


                                                                   XV


   Una vez más, la vida había probado ser más fuerte que la historia. Esta última, amasada por mano de hombre, falible, tiene vocación de arrasar con todo, de aspirar cuanto vestigio de civilización encuentra a su paso, personas, edificios, ciudades, sueños, victorias y derrotas, e incorporarlo todo a su arrolladora vorágine, porque así es su artífice, ese ser que revolotea incesantemente de flor en flor, sin que ninguna lo sacie, cual si bebiera en ellas agua de mar, que no se agota nunca y cuanta más se bebe, más sed se tiene. Pero la vida sabe enterrarse cuando las llamas galopan por el mundo. El instinto le da la fuerza de mantenerse firme a la espera, incluso en la desesperación persevera, como esos granos de trigo que, almacenados en ánforas, conservan su capacidad germinativa durante milenios y luego, pasado el nublado, pasada la furia de la historia, surge más vigorosa que nunca, afirma sus raíces, se yergue ante el sol, extrae los jugos vivificantes de la naturaleza con implacable avidez y vuelve a crecer rozagante, porque la vida es lo más fuerte que hay en el universo. Tanto es así que, si se miran las cosas filosóficamente, no deberíamos preocuparnos por ella, ya que la vida es agua, nace en el agua y, como ella, encuentra siempre su camino.
   Pero el hombre está hecho para consumir la mejor parte de sus energías luchando contra quimeras que, más tarde, existirán si les da la gana existir y si no, permanecerán para siempre en el limbo de lo contingente. La humana ingenuidad pretende tener voz y voto en los asuntos del destino, lo cual si bien resulta, es cierto, patético, tampoco es lo que más contribuye a desdorar su honorabilidad, porque es el amor quien la mueve cuando colabora con el instinto de conservación.
   Si el regidor levantara la cabeza y echara un vistazo a su alrededor, podría considerar que, a fin de cuentas, el albur no le había sido enteramente ingrato, pues permitía continuar la partida. Todos sus vástagos, excepto Joaquín, estaban casados y le habían dado descendencia. La rueda de los Colliure podía seguir girando, con mejor o peor fortuna, pero estaba todavía en marcha, lo cual, dadas las circunstancias, no era deleznable, porque ya se sabe, días de mucho, vísperas de nada y Dios aprieta, pero no ahoga.
   El regidor debía conocer también, a esas alturas, si los beatos meapilas de los Santamaría tenían o no tenían razón al mantener, intransigentes, sus ultramontanas posiciones religiosas. Si la clerigalla de Sajará había hecho o no había hecho el indio, con toda su profusión de disfraces y latinajos. El regidor era ahora un venerable que entendía todo eso y mucho más.
   Pero ya nos tocará a todos el turno de saber lo que él sabe y de acceder a las fuentes del conocimiento universal, cuando venga la que dispersa las reuniones y los saraos y nos diga aquello de “ya non es tiempo de yazer al sol, con los parroquianos, beviendo del vino.”
   José y Daniel Colliure, por su parte, tras el desastre de los Federales, habían puesto sendos coches en el punto, de modo que, a trancas y barrancas, iban viviendo, no osando emprender nada nuevo pues, cualquiera podía sentirlo, se acercaban a grandes zancadas tiempos revueltos. Joaquín se quedó solo con su madre en el solar paterno, trabajando lo poco que restaba de la heredad. Cuando no tenía nada que hacer, se dejaba caer por el punto y ayudaba a sus hermanos en las reparaciones de los automóviles o incluso, si se terciaba, no tenía ningún inconveniente en reemplazarlos en algunos viajes.
   Podían haber sido, aquellos, tiempos de sosiego, ese fragmento del año en que la savia baja a refugiarse en las profundidades de la tierra, a lo largo de los vasos de la raíz, cuando trabaja en silencio la secreta alquimia del invierno, fraguando en paz el estallido de la primavera con su nueva librea. Mas había llegado febrero del 36 y la atmósfera estaba por todas partes saturada de vapor de gasolina, sin que escaseara, ni mucho menos, ese tipo de individuo que gusta de jugar con fuego.
   José Colliure no era uno de ellos, aunque no supo, o no pudo, debido a su carácter inflamable cuando se trataba de tomar partido por ese fantasma engañoso, por ese espejismo de las mil caras que llaman verdad, o justicia, o razón y en España, por añadidura, para complicar aún más las cosas, siempre se ha mentado también, e incluso se ha echado mano, a esa razón de la sinrazón que a mi razón anima, resistirse al fenomenal empuje de tamaña riada, más que ideológico, emocional. Y fue arrastrado por ella, pontificando, como un Papa herético, contra tirios y troyanos, desde una balsa a la deriva. Ni las amonestaciones de sus hermanos, ni las filípicas de Consuelo, fueron lo bastante como para arrebatarle de las garras de aquel monstruo del tiempo, que venía girando sobre su eje cual ciclón dispuesto a tragarse el país entero, con todo lo que contenía, y a no dejar en él piedra sobre piedra.
   Puede que, con semejante comportamiento, no hiciera más que agarrar el toro por los cuernos y exponer la verdad desnuda en la plaza pública, pero la verdad, entelequia de entelequias, ilusión pura, dada su naturaleza proteica anteriormente expuesta y dado también que cada hombre tiene un rey en el vientre, está de sobra comprobado, no gusta a nadie.  En cualquier caso, era su verdad y el temperamento que le animaba lo incapacitó para mantenerla encerrada bajo siete sellos, como hay épocas en que debe hacerse, como era de sentido común hacerlo en tal coyuntura. Pero a ver quién es capaz de hablar de sentido común cuando la tempestad ha desatado las fuerzas telúricas en medio del océano, poniendo las aguas en la vertical, cual acantilados furiosos dispuestos a derrumbarse sobre el ínfimo barco. Así estaba España en febrero del 36, cuando José Colliure Santamaría desenvainó su espada y arremetió contra los elementos.
  
                                                                      XVI


   La idea confusa de que iba a encontrarse con esa mujer le hizo adentrarse por entre las banderas del 16 de febrero. Una insensata pero intensa y palpitante llamada, a la cual era incapaz de hacer frente. No era éste ciertamente el lugar más propicio para coincidir con una dama, sobre todo teniendo en cuenta que se trataba de una extranjera que había regresado hacía mucho a su país; pero fue sin duda aquel tumulto, semejante al del 14 de abril, ese bullicio expectante, lo que abrió la reminiscencia y desencadenó el anhelo. O quizá fue otra cosa que Colliure no acertaba a explicar, pero cuya presencia sentía en la trastienda de su conciencia, girando sobre su propio eje, envuelta en una espesa niebla, mostrando sólo girones, retazos de su vestido y algún que otro atisbo de su radiante, bellísimo rostro.
   La muchedumbre se dirigía a la plaza para escuchar el discurso del nuevo alcalde, don Jaume Palau, después de haber paseado y gritado su triunfo hasta enronquecer por todas las calles de la ciudad.
   Notó que algunos gestos le eran hostiles y hasta le pareció oír, diluida en medio de toda aquella confusión, entre las consignas de venganza y de guerra, alguna que otra imprecación: « ¿Qué haces tú aquí, Pepe Colliure? Vete a casa fascista. No es tu fiesta. ¿Quién te ha dado vela en este entierro? Vete a casa. Cuando se nos acabe la resaca, veremos….Te costará la torta un pan. » Pepe sentía el bulto de la Star 9 milímetros bambolearse en el bolsillo de su abrigo.
   Caía una lluvia tenue, constante, por lo que abundaban los paraguas y los capuchones de hule. Sus ojos, pequeños y vivos, escrutaban con inquietud. Resultaba difícil reconocer los rostros que le circundaban, cubiertos, entapujados o chorreantes. Los enormes gonfalones rojos de la revolución atajaban la visibilidad hacia numerosos puntos.
   Ya en la plaza, distinguió a una mujer alta y esbelta, cubierta la cabeza con una almocela negra de tafetán doble. Avanzó hacia ella apartando la gente a manotazos. Cuando ya estaba muy cerca, la mujer se volvió desplegando para él la sonrisa más bella de toda Sajará. Era María Masanés, rodeada siempre, asediada por el elemento masculino. María musitó algunas palabras de salutación y Colliure siguió avanzando.
   El alcalde y su comitiva hicieron su aparición en el balcón de la casa consistorial, con lo que la marea humana empezó a crepitar en sucesivas salvas de aplausos; seguidamente, de un modo desordenado, se gritaron consignas y entonaron canciones que iban superponiéndose las unas a las otras, hasta crear una atronadora cacofonía, expresión únicamente del inmenso júbilo liberado por las masas, humilladas durante tantos siglos de inquisición y de garrote vil.
   « Traidor, fascista. Esta vez os tocará a vosotros segar los márgenes del infierno.» Las banderas y las pancartas eran agitadas frenéticamente por manos robustas, crispadas sobre los palos como si éstos fueran mangos de navaja.
   Pepe se volvió para obtener una visión panorámica del espacio que había dejado a sus espaldas. La lluvia arreció de nuevo, de manera que no le sorprendió que María Masanés apareciera ahora anónima, por completo cubierta la cabeza con su enorme capuchón negro. Y sola. En el corazón, la sangre le dio un giro completo. Pero ello no es posible, pensó enseguida, María Masanés nunca se encuentra sola. En efecto, a sólo unos metros más a la izquierda estaba ella, el esplendor de la acrópolis de los pantanos, la sonrisa más bella de Sajará, escoltada por su corte de hombres ansiosos, desafiando el chaparrón con la cabeza descubierta.
   Un escalofrío terrible le sacudió todo el cuerpo cuando sus ojos le devolvieron la imagen de la encapuchada. El corazón no paró de darle vuelcos, como una peonza que enloquece, mientras ella se iba descubriendo lentamente, hasta que apareció un rostro de tez pálida como el de una figura de nácar, cuyo hermoso cuello blanco, enhiesto, ceñía el negro paño arrebujado, componiendo ambos una suerte de oxímoron visual, una elipsis tan extrema en la escala cromática que pareció alterar su percepción ocular, aumentando la intensidad y el colorido de los objetos, suprimiendo la actuación de los otros sentidos.
   Sólo sabía que el alcalde había empezado su alocución, mas su cerebro no podía registrar de ella ni una sola palabra. Únicamente le era dado contemplar aquel semblante enmarcado de bucles dorados. Sereno esta vez y severo.
   Una mujer que, aquel lejano 14 de abril, mientras se despedía desde la portezuela del tren, ya le había parecido irreal. Pero el viaje a Valencia fue cierto como el entumecimiento mismo de sus músculos al bajarse del coche. Mucho más real, en todo caso, que el relato referido en aquel mismo momento por Antonio Albert. Tiempos turbios en los cuales lo que es y lo que no es, lo que fue y lo que nunca ha sido, intercambian sus tenedores para comer el mismo condumio, el meollo de quienes les tocó vivirlos.
   Allí, en medio de la plaza rebosante de atronador gentío, su mirada fija era sólo para él; su belleza sobrenatural, pánica, también. El deseo tiránico y profundo que llevaría a un hombre hasta las puertas del infierno o de la locura gobernaba todo su ser, así es que avanzó hacia ella. Sin embargo, aún no había dado el primer paso, cuando la dama, cubierta la cabeza de nuevo, se escabullía ya entre la multitud.
   Siguiéndola, empezó a dejar atrás con alivio aquel compacto mare mágnum. Su manto negro se ocultó tras la mole de la iglesia de San Pedro y cuando él, a su vez, dobló la esquina ya no la vio, pero supuso que había enfilado a través de la calle que corre por el otro flanco del templo. En efecto, tuvo el tiempo justo de ver cómo desaparecía su silueta por una bocacalle perpendicular, la del mercado cubierto, cerrado a la sazón con cadena y candado.
   No se atrevía a correr porque, aun  por aquellas callejas habitualmente solitarias, esa noche pasaba gente, atraída hacia el centro como por una parranda descomunal y colectiva, con una ansiedad semejante a la de las fiestas patronales. De este modo, en cada encrucijada, apenas alcanzaba a ver la dirección  que tomaba la encapuchada. No obstante, a medida que avanzaban por la maraña de calles, cada vez más estrechas y oscuras, los testigos comenzaban a escasear hasta que no hubo ni un alma. Entonces Pepe corrió ya sin recato.
   Demasiado tarde. La joven desapareció a través de una puerta que exhalaba una luz tenue y amarillenta, la cual, sin embargo, permaneció abierta.
   Sin pensarlo dos veces, se coló de rondón encontrándose, de manos a boca, con la hética circunspección de un cadáver encajado en un ataúd somero, cuya tapa reposaba, de pie, contra el muro del fondo. La desmayada luz que había visto desde fuera provenía de cuatro velas colocadas en las esquinas del catafalco que sostenía el féretro, bajo la cual se incrementaba la palidez cerosa de aquel rostro sereno pero de una humanidad inverosímil ya.
   Tratando de refrenar el jadeo, sintiendo de repente la sensación de las ropas empapadas, aterido, iba poco a poco haciéndose cargo de lo absurdo de la situación, cuando una mano leve se posó sobre su hombro. Sin volverse, supo que esa mano era la de ella. Y también supo que el momento de averiguar si era mujer de carne y hueso o fantasma había llegado. Pero, por el instante, su cuerpo estaba paralizado, sus músculos no le obedecían.
   -« Contempla el rostro de la muerte…… contempla el rostro de la guerra…… más allá del cual no hay nada, excepto el olvido».
   La voz era dulce, como la caricia que aún persistía en su hombro.
   Cuando empeñó toda su voluntad en darse la vuelta y no pudo, comprendió que de nuevo estaba viviendo un sueño, que todo él se desgajaba de la visión y caía irremediablemente. Hojas del árbol caídas, juguetes del viento son. El 16 de febrero había pasado, sus ecos corrían ya a grabarse en los cilindros de cera de la historia.
   Además, alguien estaba llamando a la puerta. Cerró los ojos en un desesperado intento de sintonizar con la onda perdida pero fue en vano, el inapelable fundido en negro se había operado.
   Los golpes en la puerta persistían y Consuelo se hallaba despierta. Abrió los ojos, comprobando que era noche cerrada. Se levantó.
   -Soy Juan. ¡Abre de una vez!
   Tras la puerta estaba, en efecto, Juan Fábrega, solo. Le bastó con verle los ojos desorbitados para comprenderlo todo.
   -Los anarquistas de Alcira están de camino, sabemos que vienen con la pretensión de saquear las iglesias de Sajará. Sanromá confía en ti para que organices la defensa de San Pedro. Allí todo el mundo espera tus órdenes.
   -¿Qué hora es?
   -Las cuatro y media pasadas.
   -¿Hace mucho tiempo que salieron de Alcira?
   -No.
   -Bien. Voy enseguida.
   Consuelo, que no había oído nada de la conversación, quiso levantarse para preparar el desayuno, pero él la retuvo en la cama asegurándole que tomaría un café con leche en cuanto pudiera.
   Apenas tuvo que caminar doscientos metros para llegar a la explanada de la iglesia, donde se encontró con menos de una docena de hombres, todos ellos armados con los fusiles Mannlicher que les había entregado Sanromá. Comprobó que la puerta estaba cerrada y mandó que la abrieran. Rosendo y Ernesto Gisbert se dirigieron a la rectoría, justo enfrente.
   -Que venga alguien a abrir –les dijo-, vosotros dos os apostáis en la terraza y no disparéis hasta que yo no lo haga. Sobre todo evitad que las balas alcancen los neumáticos.
   Seguidamente distribuyó a los demás. Dos en lo alto de la casona que se hallaba en el lateral de la plazoleta, uno en el edificio de correos para cubrir la otra puerta del templo, otros dos en el campanario. Delio Sempere y Juan Fábrega con él en el atrio, guardando la entrada principal.
   Don Alejandro Perfecto bajó con las facciones gruesas de quien acaba de ser despertado y con una llave enorme en la mano.
   -Procura que no haya muertos, Pepe.
   -Se hará lo que se pueda, don Alejandro.
   La puerta se abrió con un chasquido que resonó en toda la plaza, pero después giró silenciosamente sobre sus goznes.
   -Ahora váyase a casa, don Alejandro. El resto corre de nuestra cuenta.
   Don Alejandro Perfecto obedeció.
   Hacía frío y los tres hombres se refugiaron en el zaguán. Ante ellos el antuzano, como un mausoleo, se llenó de un silencio glacial. Pepe ofreció la petaca y el papel. Los otros dos aceptaron. En la penumbra, el humo blanquecino ascendía majestuosamente hacia el elevado techo del vestíbulo. El tiempo comenzó a deslizarse con lentitud, escandido por campanadas solemnes, que sonaban cuando se había dejado ya de creer  en ellas.
   -Alguien se acerca –susurró Delio-.
   En efecto, un ciclista aterido, con la boina calada hasta las orejas, apuntaló con el pedal la bicicleta sobre el bordillo de la acera, subió de un salto el escalón de la explanada y avanzó hacia ellos.
   -Los camiones acaban de pasar por Riera. No tardarán en llegar.
   -Bien. Aquí estamos listos.
   El hombre dio media vuelta, montó y se fue por donde había venido.
   -Espero que no se les ocurra tirar sobre las bombillas –susurró Pepe.- Si lo hacen, cerramos las puertas y nos apostamos arriba.
   Todo estaba dicho, ahora sólo cabía escrutar el silencio para captar el ronroneo de los motores, o los primeros tiros provenientes de otras iglesias. Aunque lo más lógico era que lo hubieran planificado para asaltar todas al mismo tiempo.
   Durante aquellos largos minutos recordó las escaramuzas de la guerra de África, el silbido de las balas, los gritos de los heridos, el rostro de los muertos. « Contempla el rostro de la muerte…. contempla el rostro de la guerra….  más allá del cual no hay nada, excepto el olvido ». “Yo no estaré del lado de nadie. Pero estaré en contra del primero que la chingue”. « ¡Vete a casa, fascista! No es tu fiesta. ¿Quién te ha dado vela en este entierro? ». ¡Yo no soy fascista! No sé lo que es ser fascista, pero aquí el que la hace la paga. El caos no es revolucionario, la dignidad humana aborrece el caos. La naturaleza aborrece el caos. « Excepto el olvido… ». ¿Qué quiso significar con  “excepto el olvido”? África, sí. África. La gangrena. Ya no era el último José Colliure, pero no podía dejarlos así. Tampoco es posible echarse atrás. Todo debe tener un decoro, aunque éste venga pintado con los trazos del absurdo, monstruo atrabiliario y perverso, con quien cada cual parece haber contraído una deuda y establecido una cita, ineludibles ambas. No mirar la aberración que nos rodea, la disparatada escenografía de cartón piedra en la que nos es forzoso actuar. Mantenerse en pie, eso es cuanto se nos pide, aunque sea sin comprender, pero de pie. En la guerra o en la paz, siempre se acaba entrando en el escenario delimitado por los trastos del sin sentido. Únicamente mantenerse en pie. Desempeñar el papel que la vida nos tiene asignado desde un principio y, cuando nos toque, hacer mutis por el foro.
   -Ya están ahí –anunció Juan Fábrega.-
   Pepe aguzó el oído, registrando el ámbito acústico de la ciudad durmiente, hasta reconocer el zumbido lejano de los motores. Avanzó para situarse en un lugar bien visible y aguardó con la mirada fija en el límite del plano perpendicular del muro tras el cual, lo que todavía es inquietud adquiriría su bulto definitivo, irremediable. El rumor de los motores se percibía cada vez con mayor nitidez. Súbitamente comprendió que ya estaban atravesando la plaza de la Constitución. Una luz amarilla se proyectó a lo largo de todo el bastidor del zoco hasta cebarse en los pomos y chapas dorados de una puerta situada en el extremo opuesto.
   Uno, dos, tres camiones entoldados cruzaron la línea. Pepe Colliure hundió la mano en el bolsillo del abrigo y sacó la Star, con la otra exhibió un cargador, procediendo a montar teatralmente el arma. Los camiones frenaron de sopetón en medio de la plaza, mediante un único chirrido. Hombres armados de fusiles bajaron sin tardar, parapetándose detrás de los vehículos, ya que una voz había corrido:
   -¡Cuidado, llevan armas!
   Entretanto, Pepe había vuelto a buscar refugio en la oscuridad del zaguán, protegido como los otros por dos pilares que flanqueaban la puerta. Desde allí previno a los recién llegados con una voz que debía sobrepasar el tableteo de los motores:
   -¡Estáis rodeados, si queréis evitar un baño de sangre salid pitando!
   Se abrió el paréntesis de un silencio denso, durante el cual debió prevalecer entre los asaltantes la opinión de que, habiéndose planeado la operación la noche anterior en el más absoluto secreto, podían desechar la hipótesis de una emboscada. Por el contrario, una pequeña guardia de tres hombres era plausible, casi consecuencia lógica de la actual situación política y de orden público.
   Alguien hizo restallar un grito:
   -¡A la carga!
   Los atacantes que surgieron de los dos primeros camiones se dirigieron hacia la puerta de la iglesia, mientras los del último trataron de buscar la protección del flanco de ésta y ganar quizás la puerta lateral.
   Simultáneamente, Pepe había gritado la orden de abrir fuego. Poniéndose él mismo a accionar, con tiento, deteniendo la respiración, el gatillo de la Star hasta vaciar el cargador.
   Las balas parecían llover desde todos los puntos de la plaza y fueron numerosos los que se hundieron de inmediato, víctimas del fuego cruzado. Los demás, de hecho, hicieron poco más que dar la vuelta a los camiones, buscando otra vez el abrigo que éstos ya no podían ofrecerles. Las bajas continuaban por lo que Pepe tuvo que gritar con todas sus fuerzas el alto el fuego.
   De debajo de los camiones alguien replicó:
   -¡Echad abajo las puertas!
   Lo que desencadenó de nuevo el tiroteo por unos instantes. Nuevas víctimas yacieron sobre el suelo.
   Al fin la misma voz ordenó la retirada:
   -¡A los camiones, pronto!
   Se fueron de estampida, dejando el empedrado lleno de muertos.
   No tardaría en empezar a clarear. Pepe salió a contar los cadáveres. Eran diez. Diez historias con punto y final. 





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