jueves, 30 de abril de 2020

LA ACRÓPOLIS DE LOS PANTANOS - CRÓNICAS DE SAJARÁ - SEGUNDA PARTE









LA ACRÓPOLIS DE LOS PANTANOS
CRÓNICAS DE SAJARÁ

 


 
SEGUNDA PARTE

LA CIEGA TAREA DE LA COSA


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La vida puede contar por completo con la voluntad de vivir,
y mientras esta voluntad de vivir nos llene,  no debemos
inquietarnos por nuestra existencia, incluso cuando hacemos
frente a la muerte.
(Shopenhauer, El Mundo como voluntad y representación.
Libro IV. Afirmación y negación de la voluntad.)


                                                                     











                                                                     I


   La primera fotografía que envió a casa muestra un José Colliure en las caballerizas del acuartelamiento luciendo un uniforme impecable, con fuste y botas de montar, tocado con el gorro cilíndrico característico del ejército regular de la época. Naturalmente le había faltado tiempo para encargarle a un sastre la confección a medida de todos sus uniformes. Con la mano derecha sostenía la brida de un formidable ejemplar equino, ancas potentes que relumbraban al sol, cola cercenada, patas delanteras unidas a la misma altura y muy alejadas de las traseras, igualmente a la par, dando la impresión de una robusta mecedora animal, trepada y encorada. Qué duda cabe que lo tendría tan cepillado como sus propias botas y éstas como una patena. 
   Don Emeterio Muga había cumplido y lo tenía a su servicio. Colliure no sabía que ello era como consecuencia de una gestión de su difunto padre, aunque lo sospechaba.
   La serenidad de la imagen, sin embargo, distaba mucho de reflejar la atmósfera que se respiraba en la ciudad durante aquellos días, pues tan sólo unos meses atrás había sido un reducto sitiado por hordas enemigas que venían haciendo gala de una crueldad inaudita, rozando los límites de lo demencial, de una histeria colectiva a la cual ni las mujeres escaparon, y ello se veía aún en las miradas espantadas de la población. Los oficiales y soldados que acababan de regresar tras haber pasado semanas enterrando cadáveres en Monte Arruit, contaban escenas dantescas, apocalípticas, de campos y plazas sembrados de cuerpos mutilados, con evidentes muestras de haber sido atrozmente torturados, en su mayor parte. El humor negro hispánico les compelía a terminar sus relatos con comentarios de este tenor: “Allí los buitres sólo se comen los cuerpos de comandante para arriba.”
   Un odio sordo, morboso, delirante, sin concesiones, contra el moro, unía a jefes, oficiales y tropa.
   -El moro es traidor por naturaleza. Por delante todo son zalemas, en cuanto les das la espalda, te hincan la faca. Nunca y bajo ningún concepto hay que fiarse de ellos.
   Ése era el comentario favorito del teniente instructor.
   Sin embargo, el civilizado ejército europeo no tardó en comportarse del mismo modo, pues circulaban fotos que mostraban a miembros de la recién creada Legión volviendo de sus expediciones exhibiendo cabezas cortadas de moros, o peor, utilizando armamento químico.
   En todo caso, la institución había aprendido la lección de Annual y se estaba esforzando por formar debidamente a la tropa, además de haber creado con la mayor urgencia el mencionado cuerpo de choque, bautizado como Legión Extranjera, a imitación de la francesa. Así, cuando Colliure llegaba a Melilla, ya se habían reconquistado las poblaciones situadas a lo largo de la línea ferroviaria que iba desde la sede de la comandancia hasta Tistutin, e incluso más allá, hasta Dar Drius. Sin embargo, el sometimiento de toda la parte oriental del Protectorado costaría aún varios años de incesantes combates. Ése fue el teatro de operaciones al que se invitó José Colliure durante todo el período de su servicio militar.
   Se había comentado largamente que una de las causas de la debacle, una de tantas, pero no ciertamente la menor, había sido la falta de instrucción, no sólo militar sino intelectual, cultural, del soldado español que era, en un noventa por ciento, analfabeto. En consecuencia, los mandos designaron como maestros de la tropa a todo aquél que, como Colliure, poseyera un nivel de estudios suficiente. Así, por las tardes, durante un par de horas, Colliure participaba en esa campaña de instrucción. Luego, si no tenía servicio, salía a pasear por la ciudad o se quedaba a leer en la biblioteca del cuartel.
   Durante las primeras semanas, se mostró bastante huraño. Por las tardes exploraba solo aquel entorno que no le parecía tan exótico como había imaginado. Le gustaba subir a Melilla la Vieja y desde lo alto de los farallones contemplar los rescoldos incandescentes del rojo crepúsculo africano, pero también mediterráneo. Pasaba mucho tiempo consagrado a la lectura y a la correspondencia. En una de sus cartas de esa época, Teresa le comunicó el fallecimiento de su tío, Salvador Colliure, el loco. Ella misma poseía pocos detalles. Parece ser que el asunto se arregló entre Colliures, con poca intervención del estamento sanitario. El patriarca sentía horror ante la sola idea de que pudieran llevarle el hijo a un manicomio. Así, cuando al loco le dio un ataque de atrabilis mucho más fuerte que de costumbre, el viejo no se atrevió a entrar solo en esa habitación, que permanecía siempre cerrada con llave, sino que llamó a su hijo Francisco y entre éste y Jacobo consiguieron atarle a la cama. Esperaban que se calmara al cabo de unas horas como, por lo visto, solía suceder. Sin embargo, al día siguiente, cuando volvieron a entrar en la habitación, estaba muerto. Sólo entonces llamaron al médico.
   La enfermedad de su tío había provocado numerosas reflexiones en Colliure acerca de ese gran misterio que es la locura. ¿Qué puede hacer que un ser humano se vuelva loco, o nazca loco, como fue el caso de Salvador Colliure? No basta con ser tonto e interpretar todo al revés para ser loco. Tanto es así que muchos locos detentan una mente, en numerosos aspectos, brillante y ya se ha dicho que no hay entendimiento grande sin vena. Sea como fuere, su tío Salvador Colliure, a pesar de que le chapeaba bastante el seso, no era exactamente un tonto. Según ello, un loco sabe perfectamente que son molinos de viento lo que tiene a la vista. Ahora bien, el proceso por el que se pasa de molinos a gigantes precisa de un filtro en determinada parte del cerebro. Cierto que a don Quijote se le secó la sesera a fuerza de leer libros de caballería, buenos y malos. Pero ¿qué sucede con Salvador Colliure, que nunca ha sabido leer y siempre ha estado como un cencerro? Se dice, por añadidura, que es hereditario, que hay una veta oculta en todas las familias, la cual aparece aquí y allá, como un topo a quien se le tapa el agujero en una parte del jardín y sale por otra. El albur de lo biológico, condicionando lo espiritual. Atroz.  
   A lo largo de las mañanas, en cambio, se les impartía una ruda instrucción militar. Esa fue otra de las grandes enseñanzas de Annual que el Ejército tuvo que asimilar. Si los regimientos se hubieran retirado en orden de batalla, como así lo hizo, en efecto, el de Caballería de Alcántara, las bajas hubieran podido ser mínimas y el episodio no haber pasado de un simple repliegue estratégico, con las unidades prácticamente intactas. No obstante, debido a la falta de disciplina y de cultura militar de la tropa, aquello degeneró rápidamente en desbandada general, en un vergonzoso sálvese el que pueda. Pero claro, en medio de aquella desolación en poder del enemigo, muy pocos fueron los que lo consiguieron. Agotados, hambrientos, deshidratados, las mismas mujeres los derribaban a garrotazos y los harqueños de paso los decapitaban impunemente, para luego hurgar en sus bocas por si acaso tenían algún diente de oro. 
   Unos meses más tarde, asumida ya plenamente la función de ordenanza de a caballo del Teniente Coronel de Estado Mayor, don Emeterio Muga, Colliure quedó eximido de una buena parte del fárrago cuartelero. Ya desde la mañana acompañaba al jefe militar a Comandancia, o donde tuviera que ir, y se dedicaba a tareas y comisiones, más bien administrativas, propias de su empleo.
   Don Emeterio no estaba al corriente del fallecimiento de José Colliure. Y cuando se enteró por boca de su hijo, quedó sinceramente apenado.
   -Que desperdicio –comentó.- Una gran pérdida para Sajará.
   A partir de entonces, aunque Colliure no lo supiera, aumentó su interés para que la vida de éste resultara lo más cómoda posible en el interior de la institución militar. Prácticamente tenía un pase permanente para entrar y salir del cuartel cuando quisiera, aparte de que, en virtud de su oficio, no se le podía imponer servicio alguno. Pero también es verdad que el flamante ordenanza, por su parte, parecía cortado a medida para desempeñar tal función. Elegante, apuesto, simpático, llamó enseguida la atención en los ambientes en que se movía. De modo que pronto se hizo un círculo de amistades y se ganó el aprecio de jefes y oficiales.
   Puestas así las cosas, la existencia que le estaba reservando la plaza africana comenzaba a darse francamente a una tendencia más bien plácida y ordenada, como, por cierto, no la había tenido antes en Sajará, implicado como estaba desde los quince años en los negocios paternos. Allí se trataba, desde luego, de otra cosa bien distinta. Allí era cuestión de una guerra. Unos pocos kilómetros más al sur crepitaban los combates, ninguna posición era del todo segura, incluida Melilla, ninguna estaba absolutamente al abrigo de un ataque en regla y abundaban las escaramuzas por todas partes. Pero de momento no se oían tiros y la gente de la capital acabó por olvidar el miedo, por borrar de su memoria el hecho de que, unos meses atrás, el cabecilla de los rebeldes, Abd el-Krim, había estado a las puertas de la ciudad y había dudado sobre si convenía tomarla o no. A esas alturas, sin embargo, el único signo que traicionaba allí la actualidad de la guerra era el incesante, aunque discreto, flujo de las ambulancias que regresaban del frente cargadas de heridos. También, de cuando en cuando, algún regimiento que partía en dirección contraria, o bien otro que regresaba cubierto de polvo, rostro sombrío, barbas hirsutas, mirada perdida.
   Colliure se relacionó, como es lógico, especialmente con sus pares, con aquellos que desempeñaban la misma función. Solían encontrarse todos en Comandancia más o menos a las mismas horas, a la zaga de sus respectivos jefes, procedentes de distintos acuartelamientos. Luego, los que tenían la tarde libre, quedaban en verse en algún local donde tomar unas copas y charlar en un ambiente ajeno a la rigidez castrense. Cuando ello tenía lugar durante un permiso de fin de semana, todos ellos acudían vestidos de paisano, pues para tales ocasiones alquilaban habitación en una pensión u hotel barato.
   Un triunvirato bastante compacto se formó. Los tres tenían personalidades muy definidas, aunque distintas. Los tres vivían, además, en el mismo cuartel y colaboraban en las labores de alfabetización de la tropa. El cabo primero Luis Cervera era adusto, sesudo, prudente. El soldado Ramón del Busto, todo lo contrario, un bala rasa que había que estar frenando todo el tiempo para que no se metiera en líos. Ambos eran, sin embargo, de buena índole. Colliure ocupaba una posición intermedia que, curiosamente, no tenía nada en común ni con el uno ni con el otro. Ellos eran de Madrid.
   Qué desperdicio, en efecto, repetía alguna vez para sí Colliure. Si mi padre hubiera sabido que venía a África para hacer, como quien dice, de disciplinante de luz, estaría todavía más fresco que una lechuga. Y él no arrastraría ese corrosivo sentimiento de culpabilidad que, de vez en cuando, le venía como una mala racha de viento.
   De los tres, el único que se encontraba ya allí en el momento del desastre era Luis Cervera. Un domingo de primavera, caminando por el dique del puerto hacia el Faro del Morro, les contó su experiencia de aquellos días aciagos.
   -El general Berenguer regresó a Melilla el 23 de julio y se vino directo a Comandancia. Se reunió a puerta cerrada con generales y jefes de Estado Mayor. Los rostros de los que entraban y salían estaban tensos. Las noticias que llegaban por telégrafo y que trascendían enseguida, eran sumamente alarmantes. Para que la confusión y el pánico fueran totales, la gente que vivía en los pueblos comenzó a afluir, aterrada, a la ciudad, obligándonos a atender a una numerosa población civil. También se produjeron las primeras llegadas de los escasos soldados que consiguieron huir de las posiciones y blocaos del interior. Unos y otros contaban cosas atroces, realmente insoportables. Llegó la noticia de que las hordas enemigas habían tomado Zeluán, luego Nador, finalmente el monte Gurugú – y Cervera lo señaló con el dedo, allá lejos, dominando Melilla.- Estábamos sitiados. Ese día, la confusión en las calles fue total. Nosotros conocíamos perfectamente las fuerzas con que contaba Berenguer, 1450 hombres en total, entre combatientes y personal de servicio, muchos de ellos reclutas sin ninguna experiencia de combate y, por si fuera poco, mal armados. En tales condiciones, el general no podía pensar en otra cosa sino aprestarse a la defensa de la propia capital de la Comandancia y aguardar refuerzos. Luego, los huidos y los prisioneros que consiguieron regresar, se quejaron amargamente de que les habíamos dejado abandonados, pero es que no se podía hacer otra cosa, bastante embolado teníamos aquí. Si Abd el-Krim hubiera decidido entrar de corrido, no sé qué hubiera pasado. Órdenes fueron dadas de organizar la defensa. Aquella noche no la durmió nadie. Berenguer había pedido una ayuda desesperada a la parte occidental del Protectorado y, por supuesto, también a la Península. Abandono hubo, sí, pero fue de la zona entera y venía de lejos.
   Colliure y del Busto no podían sino considerar cuánta suerte habían tenido al nacer unos meses más tarde de lo que hubiera hecho falta para encontrarse allí, en tan dramáticas circunstancias. 
   -Afortunadamente, los moros no se decidieron a entrar aquella noche, pero de vez en cuando nos mandaban un cañonazo desde el Gurugú. Y al día siguiente se avistaron los barcos que transportaban los primeros refuerzos procedentes de Ceuta. La ciudad entera vino al puerto a recibirlos. Enseguida acudieron los Regulares y la Legión, seguidos de las primeras fuerzas expedicionarias llegadas de la Península. Fue como si de repente se hubiera levantado un viento fresco que permitiera respirar libremente a la gente.
   -Madrid entero fue a despedir a la estación al primer contingente que venía aquí –intervino del Busto.- Los que formábamos parte del siguiente reemplazo con destino a Melilla los teníamos en la garganta –y al decirlo se cubrió con la mano derecha la nuez de Adán.-
   -El 27 de julio se recibió el nombramiento del prestigioso general Cavalcanti como Comandante General, en sustitución del infausto general Silvestre. Tras él llegaron los más ilustres mandos del Ejército, muchos de ellos con experiencia en tierras africanas, así como un flujo continuo de refuerzos que no ha cesado hasta el día de hoy. Sólo un mes más tarde, el 28 de agosto, estábamos en condiciones de iniciar la contraofensiva. Ese día, tres columnas mandadas por los generales Sanjurjo y Cabanellas, a las que se sumaron algunos jefes de Estado Mayor y sus equipos, por lo que fui yo también, atacaron y tomaron Casabona. Nador fue recuperado el 17 de septiembre por la Legión, a las órdenes de Franco, el 23 Tauima y el 26 Tizza, con el animoso general Cavalcanti al frente de la columna que intervino. Todo eso lo vieron estos ojos que se ha de comer la tierra. Siguieron Sebt, Atlatén, el Gurugú y Zeluán. Esto último durante el mes de octubre. Melilla había sido salvada in extremis de una catástrofe sin precedentes. Finalmente, el 24 de octubre, la Legión ocupó el Monte Arruit y descubrió la pesadilla que habían hecho sufrir los moros a sus defensores, cuyos cadáveres estaban aún sin enterrar. Eso es lo que pasó por estos pagos, justo antes de que llegarais.
   Costaba trabajo creer que aquellos parajes que llenaban los ojos de una belleza serena y bucólica hubieran podido ser el escenario de tanta angustia y atrocidad, que tan sólo unos kilómetros tierras adentro, allá donde reverberan las enjalbegadas casas y alquerías,  los hombres se hubieran exterminado con tanta furia, haciendo correr la roja sangre de sus semejantes entre las peñas oprimidas por el sol, sobre la tierra reseca, como si fuera sangre de cerdo.
   -Mira –dijo al cabo del Busto, tras unos minutos de reflexión, y en vista de que nadie hablaba,- me alegro por ti, de que salvaras el pellejo, y lo siento por todos los que la palmaron ahí en frente, pero vayamos al primer bar y bebamos a nuestra salud, porque me parece que no todo está terminado y todavía tendremos nosotros que piñorar algo.
   -Esperemos que no sea con nuestra propia piel –replicó Colliure.
   -Vamos pues a libar a los dioses para propiciarnos su buena voluntad –insistió del Busto. 
   Tomaron, en efecto, varios aperitivos. Y luego se fueron a comer a un restaurante de la plaza de España, donde prolongaron la sobremesa con café y coñac. A la caída de la tarde, se pasearon apaciblemente por el parque contiguo, conversando ya de otros asuntos. Entrada la noche, después de cenar en cualquier parte, se retiraron al cuartel, como cada domingo, como si no ocurriera nada y no estuvieran envueltos en una guerra real y abyecta, que se había llevado ya, inútilmente, más vidas que un reloj.
   En fin, tal placidez no podía durar y Colliure era perfectamente consciente de ello. Un día de los días, el regimiento recibió al cabo la orden de salir de maniobras, lo que equivalía, dadas las circunstancias, a entrar en combate.






                                                                     II


   La expedición, al mando del coronel Riquelme, partía hacia el río Muluya, en el límite oriental del Protectorado español, junto a la Argelia francesa. Dado que la zona presentaba una geografía complicada, un experto cartógrafo militar era requerido. Así fue como el Teniente Coronel de Estado Mayor, don Emeterio Muga, con todo su equipo, integró la columna.
   Ya desde mucho antes del amanecer habían comenzado los preparativos para la marcha y cuando se mostró la Aurora temprana de dedos de rosa, los cascos de los caballos atronaban las calles de la ciudad. Las ventanas se abrían para ver pasar el cortejo y la gente comenzó a bajar y agruparse en las aceras. Parecía que la plaza se fuera a desangrar de su fuerza militar y la población miraba el desfile con preocupación.
   Ambos jefes marchaban a la cabeza, rodeados de sus oficiales y edecanes. Colliure y sus compañeros entre ellos. Sólo cuando cruzaron el puente sobre el Orton, consideraron que podían abandonar ya el aire marcial del desfile y se pusieron cómodos en la silla. Ante ellos tenían un largo camino que recorrer.
   Enfilaron hacia la mar Chica y bordeándola junto a las faldas del Gurugú, avanzaron hacia Nador, dejando atrás el barranco del Lobo, de triste memoria. El día era magnífico y si no fuera porque iban armados hasta los dientes, incluso se les había adherido una compañía de artilleros, tirando los caballos de sus imponentes cañones, se diría que salían a una romería. En realidad, todas las armas estaban representadas en aquella expedición. Además de la caballería, venían ingenieros, un tabor de regulares, bastantes compañías de policía indígena, buenos conocedores todos ellos del terreno, y una bandera de la Legión. Se suponía que la aviación y los globos aerostáticos proporcionarían valiosa información sobre el movimiento de tropas enemigas.
   Hicieron un breve alto a la entrada de Nador, una población bastante extendida, conformada por casas encaladas, generalmente de una sola altura. Semejaba una gran mancha de leche que coruscaba junto al mar. La tierra olía a pan recién cocido. Luego prosiguieron hacia Zeluán, apenas una calle de casas hechas con tablas de madera.
   -Casi todo son cantinas –especificó Cervera,- donde los soldados que andan apostados por ahí arriba –hizo un gesto con la barbilla indicando la Alcazaba- bajan a beber chatos y a desahogarse un poco.
   Atrás quedaba ya el gran Gurugú, ocultando Melilla y con ella el escenario del apacible inicio a la vida militar que había acogido a Colliure. Ante ellos, hacia levante, se perfilaba una cadena de montañas que debía ofrecer un refugio seguro al enemigo, desde donde hostigar y replegarse después, como al parecer solía hacer las más de las veces, utilizando la consabida táctica de la guerrilla, recurso inevitable desde los tiempos de Viriato para los pueblos invadidos.
   Colliure era consciente de que no les asistía la razón en aquella guerra y se preguntaba si Riquelme y Muga, que avanzaban justo delante de él, lo sabrían también o si seguían creyendo en la vocación imperial de España aunque fuera sin Imperio. Si son militares ilustrados y objetivos tal vez hablen de colonialismo, que no es sino el mismo concepto aplicado al siglo pasado y lo que llevamos de éste, si bien el procedimiento de explotación de las tierras ajenas es similar, quizá un tanto atenuado con relación a las masas sometidas. En cualquier caso, no porque lo hagan otras potencias europeas, casi todas buscan y obtienen su lugar al sol, nos asiste el derecho. Y Colliure rechazaba también el argumento del teniente instructor, pedido prestado a Cánovas: “Con la patria se está siempre, con razón o sin ella”. Lo rechazaba como argumento teórico, por supuesto, porque en la práctica no tenía más remedio que aplicarlo. O bien eso, o bien clamar que lo dejen a uno perneando y sin aire. No obstante, todo hombre sostiene permanentemente una guerra privada, intransferible, consigo mismo y con su destino. En ella, uno no puede sino comportarse dignamente, pero sin luchar contra los molinos de viento, de lo contrario más le valiera irse a pudrir malvas lo antes posible, si uno debe vivir continuamente en la piel de un cobarde, de un traidor o de un corrupto. Puede que sea eso mismo lo que estén pensando ahora mismo Muga y el orgulloso Riquelme. Cabe incluso que sea ése el secreto de la altivez circunspecta de este último, vástago de una dinastía de militares, a quien nunca había oído una frase patriotera o esas otras ligeras, portadoras de un optimismo vacuo. En él todo es calculado, riguroso, distante, como si la cosa no fuera con él, pero es él quien dirige.  
   Colliure se alzó sobre los estribos y miró hacia atrás, la columna semejaba una descomunal serpiente que se arrastraba sobre la tierra enrojecida por el sol. Por el momento avanzaba desprevenida, pues en medio de la llanura cualquier presencia enemiga sería fácilmente notada, concediendo el tiempo suficiente para disponer las tropas en orden de combate. Sin embargo, Colliure aguzó la vista a una y otra parte y descubrió algunos jinetes de la policía indígena efectuando patrullas por los flancos y enfrente, a lo lejos, divisó también unas tropillas de batidores.
   De cuando en cuando había que detener la marcha para dar tiempo a los ingenieros telegrafistas de reparar las averías causadas por el enemigo en el tendido.  La infantería debía agradecer, sin duda, tales respiros.
   Muga y Riquelme, por su parte, estaban teniendo una conversación muy técnica. El primero explicaba los detalles de su misión.
   -Se trata de completar el Mapa Militar de Marruecos, la zona occidental está ya hecha, mediante el nuevo procedimiento fotogramétrico terrestre que consiste en la medición mediante teodolito y mira, una vez se han elegido las bases. Desde cada extremo de la base se obtendrán tres fotografías con placas de trece por dieciocho, la normal, la oblicua derecha, declinada treinta y cinco grados a la derecha, y la oblicua izquierda, declinada treinta y cinco grados a la izquierda. Los tres pares de fotografías proporcionan los datos necesarios para levantar los planos del terreno comprendido en un frente de ciento veinte grados, cuya profundidad viene determinada por la longitud de la base. Las placas sin revelar, junto con los datos de campo, deben remitirse luego al Depósito de Guerra, en Madrid, donde se efectúa el revelado lento de las mismas. Por último se realiza la restitución con el esterautógrafo Orel.
   Riquelme, que había estado escuchando, encambronado, sin dejar de mirar al horizonte, se volvió hacia don Emeterio para preguntarle:
   -¿Y cuál es la ventaja respecto a la taquimetría clásica?
   -Tiene dos decisivas. La primera es que los trabajos de campo se realizan con gran rapidez. La segunda es que pueden efectuarse levantamientos de mucho terreno sin necesidad de recorrerlo y eso, amigo mío, no son flores de cantueso. Ambas representan un notable alivio para la cartografía realizada en zonas de combate. El único inconveniente es que, aunque se elijan cuidadosamente las bases, las panorámicas fotográficas tomadas desde tierra siempre presentan algunos ángulos muertos que no pueden ser captados por el objetivo. De modo que los dibujos de gabinete deben ser enviados de nuevo a un equipo de campo para que, cuando la ocasión sea propicia, proceda al relleno taquimétrico y a la ultimación de la planimetría.
   Las grupas de los caballos relucían todavía al sol, aunque éste iba perdiendo grados en el cielo. Bestias y hombres comenzaban a acusar la dureza de la marcha sobre la corteza reseca y polvorienta de esa tierra austera. Del Busto había trabado enseguida amistad con un ordenanza de Riquelme y le estaba contando chistes en voz baja, pero el otro tenía dificultad en contener la risa. Un alférez, curioso, se acercó y reía también, si bien pugnando los tres por no atraer la atención de los jefes que cabalgaban a pocos metros delante de ellos. Cervera miró a Colliure y esbozó una sonrisa de condescendencia. En efecto, Del Busto nunca ha querido ponerle las cosas fáciles al aburrimiento. Colliure, hasta cierto punto, también era así; sin conocer ni un solo chiste, su especialidad eran las réplicas desopilantes, de un humor irresistible, y los juegos con el lenguaje, por ejemplo mediante permutación de sílabas, así, “comer sardinas” se convertía en sardar cominas y “tocar la guitarra” en guitar la tocarra. Cuando pillaba desprevenido al oyente, bien podía causarle un fuerte acceso de risa, pero aún no estaba el horno para bollos, de modo que volvió a contemplar el paisaje yermo que les rodeaba, las enigmáticas montañas que se perfilaban al fondo.
   Riquelme señalaba a Muga un lugar hacia la derecha del camino, a cierta distancia de él.
   -Allí.
   Luego ordenó a un edecán que transmitiera la consigna de levantar el campamento. La columna abandonó pues la polvorienta carretera para dirigirse al lugar que había indicado Riquelme. Se encontraban en medio de la vasta y despejada llanura de Zeluán, un lugar adecuado para que la caballería pudiera repeler cualquier ataque. No era probable pues que vinieran a inquietarles allí durante la noche.
   La tropa comenzó rápidamente a activarse, cada cual sabía lo que debía hacer pues todos los campamentos son el mismo, esté donde esté. A pesar de ello, los suboficiales no paraban de gritar órdenes. Los ingenieros se pusieron de inmediato a cavar las letrinas, a construir los puestos de vigilancia, las caballerizas y demás instalaciones. Pronto se alzaron las lonas de las grandes tiendas para los mandos y la intendencia, como las carpas de los circos. Finalmente los soldados armaron las suyas, mucho más modestas y bajas. Las compañías formaron para una breve ceremonia de levantar bandera, luego rompieron filas y se sirvió el rancho.
   Un poco antes del anochecer, se formó de nuevo para la retreta, se leyeron las guardias y se rompieron de nuevo filas. Los que no tenían servicio fueron a reposar un poco en sus tiendas. Luego, a la caída de la noche, se encendieron varios fuegos y los que quisieron fueron a reunirse en torno a ellos. Todo eso era nuevo para Colliure, pero comportaba nada más que rutina para la mayoría.
   Junto con Cervera, permaneció a la puerta de su tienda, sentado en el suelo.
   -Menudo trabajo se ha hecho, para deshacerlo mañana.
   -No te quejes –replicó el cabo primero,- los romanos levantaban cada día empalizadas y trazaban calles.
   El sol lo teñía todo de un naranja intenso, como si le hubieran puesto delante un papel de caramelo. Finalmente se retiró dando paso a un cielo azul cobalto sin el menor retal blanco en toda la extensión de su cúpula. Cervera le distrajo de su contemplación.
   -Estoy seguro de que, desde lo alto de las montañas, nos están observando ya.
   La primera noche de su vida en una tienda la durmió mal. A pesar de la manta que puso debajo, sentía la dureza del suelo irregular, lo cual le obligaba a cambiar frecuentemente de posición. Percibió la salida de los relevos de todas las guardias. Afortunadamente, consideró, nosotros estamos exentos de ellas. Algún rato, sin embargo, logró quedarse transpuesto, pues el toque de diana lo despertó. Todavía no había amanecido.
   Tras la formación, mientras la tropa desayunaba, los dos jefes estudiaban el terreno objeto de la próxima etapa. Ante una mesa de campaña, sobre la que habían colgado un quinqué, tenían los mapas desplegados y diseñaban una estrategia para cada accidente. Colliure comprendió que, a partir de ahí, era preciso tomar más precauciones y redoblar la vigilancia, por lo que el avance se produciría prácticamente en orden de combate. Mientras aguardaban la llegada de los comandantes para darles las órdenes oportunas, tomaron ellos también un refrigerio.
  Por la reunión que se produjo a continuación, Colliure supo que, en efecto, el enemigo disponía de fuertes contingentes de tropas en la zona. Según la orografía del avance, el flanco izquierdo quedaría más elevado que el derecho, de modo que existía el riesgo de que un ataque se descolgara por esa parte. Para prevenirlo, Riquelme dio orden de que las tropas de infantería tomaran las lomas e inspeccionaran los poblados. Todas esas medidas tuvieron por efecto que el avance de ese día fuera mucho más lento. No se produjo la menor refriega, el enemigo parecía retroceder a medida que la columna avanzaba. Probablemente, como pensaba Cervera, sin perder el contacto visual, esperando acaso un momento, y sobre todo un escenario, más propicio para atacar, o cuanto menos hostigar.
   Al finalizar la jornada, levantaron el campamento a orillas de un lago, lo que permitió rellenar al máximo los tanques de agua. La llanura quedaba atrás y el paisaje se mostraba ahora más accidentado. El terreno era igualmente más pedregoso, así que fue preciso limpiarlo bien de guijarros antes de montar las tiendas. Las últimas horas de la tarde, antes de la cena, las consagró la tropa a su aseo personal así como el de las caballerías, pues, tras dos días de marcha, ya comenzaban a necesitarlo tanto unos como otros. Algunos incluso se bañaron y se organizaron carreras de natación. Colliure, buen nadador, dejó siempre bastante atrás a sus competidores en todas las que participó. No en balde se había criado en los arenales del mediterráneo.
   Ya oscurecido, los mandos volvieron a reunirse ante la tienda de Riquelme. Esta vez se les unieron los comandantes Almagro y Cisneros, así como el de la Legión y el de los Regulares. Cervera, Del Busto y Colliure, limpiándose las botas a la puerta de las suyas, podían oír cuanto se decía. Se trataba de llegar hasta el Muluya y luego avanzar hacia el sur, recuperando y fortificando únicamente las posiciones que reunieran las condiciones adecuadas para su defensa y abastecimiento, sobre todo en agua, dejando de lado las demás, procurando también empujar el grueso de las fuerzas enemigas hacia el sur, hasta tomarlas en tenaza junto con otra columna que bajaba también a lo largo del Quert.
   -Habrá pues que subir a desalojarlos de algunas posiciones de montaña –concluyó Riquelme. Nuestro objetivo es recuperar por esta parte el control, aunque de momento sólo sea nominal, de la zona comprendida en los límites anteriores al desastre de julio. Después vendrán otros a completar el trabajo. Aunque, a mi modo de ver, ese complemento debería hacerse utilizando otros procedimientos, al menos no exclusivamente el militar.
   Colliure sabía que esto último no habría gustado a algunos comandantes, sobre todo a los de las nuevas fuerzas de choque, partidarios de una reacción dura, de romper definitivamente al enemigo y hacerle doblegar la cerviz. Pero de momento no replicaron, la estrategia de Riquelme era también buena para ellos, a corto plazo. Más tarde la emplearían con éxito en otro lugar, ante otras gentes.
   Esa noche la durmió mejor, seguramente a causa de los efectos sedativos y saludables del agua; aunque sintió más el frío y tuvo que arroparse mejor con la manta. Al toque de diana se levantó de un salto, totalmente repuesto, para asomarse a un mundo apenas entrevisto pero de una indudable belleza adusta en su vastedad.
   Los rayos rojizos del primer sol daban en los rostros de los soldados que avanzaban ya en su dirección. La pendiente del terreno se acentuó y las grupas de los caballos comenzaron a relucir de buena mañana. Según el plan establecido, la columna comenzó a desplegarse y a progresar en orden de combate.
   A media mañana se alcanzó un promontorio desde el cual se vislumbró a lo lejos el collado a través del cual se suponía iban a franquearse el paso más allá de la cadena de montañas. Ni Cervera había hecho nunca ese camino, por tanto, lo que había del otro lado era un misterio para ellos. Tras una breve bajada, se reanudó la pendiente, esta vez aún más abrupta.
   A medida que iban coronando el puerto, contemplaban con satisfacción que les aguardaba un largo descenso hacia una gran caldera rodeada de cumbres. El paisaje era pardo como el plumaje de un gorrión, de matorral, sin un solo árbol a la vista.
   Alcanzado el terreno plano, Riquelme dio por terminada la etapa, que había sido, por cierto, agotadora para hombres y bestias. La columna derivó hacia la derecha y procedió a montar de nuevo el campamento. Esta vez no había lago alguno, así que tuvieron que ir a dormir cubiertos de sudor y polvo. La noche, por el contrario, fue francamente fría. Colliure tuvo la impresión de haberla pasado toda ella saltando como el rabo de una lagartija, por lo que acogió con alivio el toque de diana.
   Ese día fue la infantería la que partió en primer lugar, pues debían tomar posiciones para proteger el camino por el que había de pasar el convoy, a lo largo de la falda de una elevada montaña. Por dos veces se vio la fila de carros y jinetes encajonada entre el mencionado contrafuerte y una colina situada a la derecha. Luego, franqueado este paso difícil, hubo que pararse pues delante se encontraba un poblado de considerables dimensiones y en esta ocasión fueron enviados contingentes de caballería, al mando del enhiesto teniente Valdeavellano, para explorarlo. Una hora más tarde regresaron asegurando que no había en él presencia militar alguna. Riquelme decidió bordearlo, como los zorros y los lobos.
   A la salida de la población se encontraron con una campiña bien cultivada y bien irrigada como lo atestiguaba la presencia de algunos aljibes aquí y allá. Los huertos de naranjos le hicieron sentirse a Colliure como en casa. Pasado ese vergel, el terreno volvió a ser árido y una nueva cordillera se perfiló en el horizonte. Pero un cabo de caballería, el valenciano Soldevila, se levantó sobre sus estribos y husmeó con gesto entendido el aire que venía de levante.
   -Huele a río –dijo.-
   En efecto, poco después apareció por vez primera el azul Muluya a mano diestra.
   Riquelme dio orden de poner pie a tierra, pero no de montar el campamento. Una compañía de ingenieros se avanzó con varios carros. Comenzaron a bajar hacia el río, pero no siguiendo el camino, sino campo a través, desviando hacia la derecha. 
   Colliure los miraba alejarse, intrigado. Cervera le ofreció la respuesta que buscaba.
   -Allí abajo hay un fuerte. Me parece que van a enterrar a los muertos.
   Transcurrió una hora más o menos antes de que recibieran la orden de avanzar. En efecto, apareció un pequeño fuerte rojizo, con dos torres almenadas, dotadas de sendas garitas de vigilancia. Junto a él montaron el campamento a la luz anaranjada de los últimos rayos de sol. Desde allí se dominaba el fértil valle del Muluya.




                                                                       III


   Al día siguiente los ingenieros se pusieron a reparar los desperfectos del fuerte. El resto de la tropa se consagró a la instrucción, como en un día cualquiera de cuartel. Mas Riquelme había enviado exploradores y espías, los cuales volvieron asegurando que un notable contingente enemigo se hallaba concentrado en un poblado vecino. Los jefes se reunieron y concibieron un plan para tomarlo. Pasados tres días desde la llegada al fuerte, el grueso de la columna partió en dirección al poblado en cuestión. Don Emeterio Muga acompañaba a Riquelme y por lo tanto también su cortejo de ordenanzas. El coronel, a la vista del objetivo, eligió un promontorio desde el cual contemplar cómodamente el terreno de operaciones e instaló allí el puesto de mando. El plan siguió su curso previsto, se inició una maniobra envolvente y el enemigo abrió fuego; sin embargo, antes de hallarse completamente cercado, huyó por la parte posterior, a uña de caballo. La operación se saldó con pocas bajas. De eso se trataba, de ir empujándolo hacia el sur.
   De vuelta al fuerte, mientras la columna atravesaba por un vado el Muluya, Riquelme se dejó fotografiar junto al río. Cuando saltó el fogonazo de mercurio, el coronel observaba, con la seriedad y la serenidad que le caracterizaban, el azul curso de agua que pasaba algo agitado por aquel lugar áspero que lo comprimía entre rocas, flanqueado de sus capitanes, uno de los cuales lanzaba su mirada reconcentrada en la misma dirección que Riquelme, pero más allá, como oteando el horizonte, mientras que el segundo capitán hacía lo propio, aunque en el sentido opuesto. Tras ellos, un soldado y un comandante sonreían y un alférez, situado entre ambos, contemplaba la escena con despreocupación. Finalmente, un soldado, del que sólo se veían los pies y la parte baja del chubasquero, abrevaba su caballo en las frescas aguas del Muluya. Era una imagen política, destinada a figurar en las primeras páginas de los periódicos de mayor tirada del país. El mensaje era que, sin prisas, con la debida precaución, pero también sin pausas, se estaba volviendo a la situación anterior a julio del año precedente. Claro que los muertos, ésos no podía devolverlos nadie. De no ser porque el Augusto de la época no estaba exento de cierta responsabilidad, bien podía golpearse la cabeza contra las paredes diciendo aquello de: “Vare, Vare, legiones redde.” Siendo Varo el general Fernández Silvestre, por supuesto. Riquelme debía saber todo eso, por ello aparecía serio y circunstanciado, mirando un punto fuera del cuadro, posiblemente a sus tropas en el acto de atravesar el Muluya.
   Durante la estancia en el fuerte, la soldadesca no debía permanecer inactiva, así que se le administró una instrucción similar a la que suele recibir en el cuartel. Tras el toque de diana, la correspondiente formación y el desayuno, había que correr. Los sargentos de todas las armas presentes se colocaban en la periferia del campamento, separados por una distancia tal que les permitía controlar todo el recorrido, a fin de que ningún recluta matrero se escondiera entre las matas o detrás de los peñascos para evitarse alguna vuelta. También con el propósito de animar, haciendo gala de la proverbial afectuosidad que caracteriza a todos los sargentos del mundo, a los rezagados:
   -¡Como no aligeréis, la próxima vuelta la daréis sin esfuerzo! ¡Porque os llevaré a patadas en el trasero durante toda ella! –les  gritó el sargento Gastón a los dos abulenses, Gregorio Hornedo y Dámaso Aguilera.-
   Mientras gruñía la amenaza, ponía una de sus expresiones excesivamente terribles, ojos saltones y desorbitados, boca cómicamente torcida, no para provocar, desde luego, la hilaridad de los dos reclutas, que no la veían y corrían que se las pelaban, sino de los ordenanzas de Riquelme y Muga, los cuales estallaron, en efecto, en una sonora carcajada.
   A media mañana, los capitanes de infantería se distribuían los terrenos colindantes y mandaban sus compañías a efectuar simulacros de toma de posiciones. Luego los sargentos sacaban las conclusiones de la acción, criticaban lo que debía ser criticado, y finalmente los tenientes reunían a su sección y daban una clase teórica.
   La caballería se alejaba algo más, buscando un terreno llano y desembarazado, para ensayar cargas y más cargas. Seguidamente, lo mismo que los otros, crítica y teórica.
   La legión, por su parte, desaparecía para entrenarse. Sus uniformes color higo verdal acababan por perderse de vista hasta que, hacia mediodía, se divisaba en la lejanía la nube de polvo que levantaban regresando a paso de carga.
   Colliure recorría el terreno a caballo, junto a don Emeterio Muga, quien salía a supervisar las operaciones alternándose con el coronel Riquelme. Y consideraba hasta qué punto la rutina cuartelera puede hacer añorar las marchas interminables de las maniobras y acaso de la propia guerra. Sin embargo, alguna vez pidió permiso al teniente coronel para participar en esas cargas fingidas, con objeto de no perder los beneficios de la instrucción practicada en el cuartel. Si no hay más remedio que hacer la guerra, mejor ir bien entrenado.
   En la aspereza de tales ejercicios, Colliure no podía dejar de admirar un solo día la nobleza del animal que montaba, el cual, no solamente obedecía a su voz en el acto, sino que parecía incluso adivinarle el pensamiento y comprender el sentido de la maniobra. Colliure, acicateado por el ejemplo de su montura, se daba a fondo, aunque procurando siempre no poner en peligro la maravillosa bestia que tenía el honor de cabalgar.
   Las tardes eran consagradas al desfile, a pesar de la irregularidad del firme. La rítmica marcha al mismo paso, los cambios bruscos de sentido operados en bloque, la obediencia instantánea a la voz de mando, reforzaban inconscientemente en el cacumen del soldado la idea de que la compañía constituía un solo cuerpo, ágil y bien coordinado, que se integraba armónicamente en el organismo del regimiento bajo la voluntad de sus jefes. Esto había que repetirlo una y otra vez, hasta que se convirtiera en un automatismo, en una segunda naturaleza del individuo.
   Cuando ya se hallaba la tropa suficientemente ebria de tanto ir a derecha e izquierda, adelante y atrás, sin otra razón que la arbitrariedad del instructor, estaba lista durante un tiempo para reconocer la voz de su amo; entonces se la hacía sentar en el suelo y proceder a la meticulosa limpieza del material bajo la supervisión de los sargentos, quienes tenían, con ello, la ocasión de mostrarse intratables, irónicos, burlones, expertos, maniacos e incluso tiránicos, en función del temperamento de cada uno, aunque por lo general todos ellos reunían el conjunto completo de las mencionadas cualidades y las iban manifestando según la ocasión y el humor del momento. En cualquier caso, las armas quedaban limpias como una patena y las botas relucientes como la grupa de un potro, todo listo para llenarse otra vez de polvo al día siguiente.
   Examinando el arma de un recluta, el sargento Gastón exclamó teatralmente, a voz en cuello, eso sí:
   -Si disparas con este fusil y por casualidad le das a un enemigo, lo matas seguro. No por herida de bala en un punto vital, sino por infección. ¡Ya lo estás dejando como los chorros del oro, si no quieres que ordene a Feliciano Sánchez que haga de ti la cena de esta noche, animal! El brigada se pondría a bailar sobre un pie si se ahorrara el género de la despensa. Ahora tú verás si mueves o no el trapo con brío.
   El aludido suboficial, que salía en ese preciso instante de su tienda, torció el gesto, pero no dijo nada. Entretanto, todos los trapos de la compañía se agitaban frenéticamente.
   El sargento Salas, que no andaba muy lejos, remachó el clavo con una sonrisa que sabía elevarse desde las comisuras tanto como el propio bigote, que ya es decir:
   -A ver, uno bien gordo por aquí, que no haya limpiado como es debido sus botas o su fusil....
   Asegurada la zona, el Teniente Coronel don Emeterio Muga y su grupo de expertos topógrafos dieron comienzo a su campaña de mediciones. Sus ordenanzas y una pequeña tropilla de a caballo los acompañaban.
   Tras cabalgar un rato, dejaron atrás la estepa en que se había instalado el campamento para adentrarse en un terreno cultivado.
   Era otra tierra y otra luz, cierto, pero los huertos de naranjos en flor, el inconfundible aroma de azahar flotando en la brisa, los olivares en las partes altas, todo a su alrededor hacía pensar a Colliure que se encontraba en alguna partida del término municipal de Sajará. Alguna que estuviera cerca del Júcar. Recordó el día en que don Emeterio Muga vino a cazar a La Closa y luego hicieron una paella en el caserón. Sí, no había duda de que su padre le había escrito una carta anunciándole su llegada y pidiéndole que le buscara un destino suave, no muy expuesto. Así es, ahí estaba él, libre de servicios, montado en un caballo que era la envidia de los oficiales, normalmente fuera del alcance de las balas enemigas, paseándose por amables vergeles, involucrado en una labor casi más científica que guerrera.
   Los moros venían por grupos de cuatro o cinco a trabajar sus tierras, pero su actitud no parecía agresiva. Mientras los técnicos realizaban su actividad, ordenanzas y soldados, echado el pie a tierra, fumaban un pitillo, procurando refugiarse a la sombra de alguna higuera o cualquier otro árbol.
   En efecto, un poco más al sur del lugar en que se hallaba el fuerte, el Muluya describía la curva de una hoz, encerrando casi por completo un buen pegujal con bancales bien hechos y en plena producción, que nada tenían que envidiar a los mejores de Sajará. El sistema de explotación era idéntico, no en balde las huertas de allá habían sido construidas por las mismas manos de moro. En cambio, dos soldados abulenses, Gregorio Hornedo y Dámaso Aguilera, campesinos en la vida civil, no se cansaban de ponderar las condiciones y la feracidad de aquellas tierras, avanzando, con asombro creciente, por el margen de una acequia. Cervera, les dio una voz y con un gesto perentorio les ordenó que regresaran. Colliure echó un vistazo a su alrededor. Estaban completamente rodeados de montañas, pero éstas se hallaban a una distancia considerable, la cual les permitiría divisar cualquier movimiento de tropas de cierta envergadura y ganar rápidamente el contingente principal.
   -Estamos relativamente seguros aquí –comentó.-
   -De todos modos no hay que bajar la guardia –replicó Cervera.- Se desplazan durante la noche y se entierran durante el día. Luego, si tienen que moverse en pequeños contingentes, pasan desapercibidos entre los labriegos. No necesitan transportar armas, pues las tienen escondidas por cualquier parte.
   -Eso quiere decir que podríamos tenerlos muy cerca.
   -Pequeñas unidades, sí, que efectúan ataques fulgurantes y se retiran como una exhalación.
   -En tal caso -sugirió Colliure,- en terreno de naranjos hay que vigilar más por abajo que por arriba.
   -¿Cómo?
   -Agáchate y verás.
   Cervera lo hizo y comprendió enseguida. El tronco del naranjo es breve, pronto empieza el follaje, de notable espesor, pero si uno se echa completamente al suelo, puede ver a una distancia considerable, dependiendo ésta de la dimensión de los bancales, pues los márgenes constituyen un obstáculo.
   -Ah. Eso está mucho mejor.
   Ordenó de inmediato a dos soldados que se tumbaran y vigilaran los alrededores de esta guisa.
   -También, para esconderse, es muy fácil. Uno no tiene más que subirse a las ramas, que están muy bajas, y aguardar allí a que el enemigo pase a tu lado sin verte.
   -O sacar los brazos entre el follaje y seccionarle la yugular.
   -Así es. Pues forzosamente para pasar tienes que arrimarte a él. 
   El sol se hallaba en su cénit y el calor arrancaba a la tierra un aroma de horno, comprimía, como entre dos paredes amovibles, los cuerpos de los soldados, que empezaban a sudar incluso bajo la sombra de la higuera y de los naranjos. Una gran quietud parecía acompañar a la luz que caía de lo más alto, únicamente se dejaba oír, de tanto en tanto, el crujir de una hoja seca cuando alguien cambiaba de posición. En ese instante los especialistas de la medición daban por concluido el trabajo de la jornada y comenzaban a guardar cachazudamente sus instrumentos en las fundas. Colliure pensó, es extraño, ni siquiera se oye el canto de los pájaros.
   -Dicen que es la hora en que crucificaron a Cristo –dijo Del Busto.-
   Y como Del Busto solía bromear las más de las veces, cuando hablaba en serio uno se preguntaba siempre si había que reír o no. Y de hecho daban ganas de reír. Pero él, no curando de la reacción de sus compañeros, fue a reemplazar a uno de los vigías. Nada más tumbarse a su lado y le señaló algo que sólo ellos dos podían ver, debido a su posición. Hubo un intercambio de pareceres, tras el cual Del Busto hizo un gesto a Cervera para que se acercase. Éste fue a tenderse junto a ellos y se puso a observar con suma atención hacia el punto que le indicaban. De repente se levantó de un salto y corrió hacia don Emeterio. Del Busto y Hassan Isticama, el soldado con el que había estado oteando, avanzaban precipitadamente, con los ojos muy abiertos, hacia sus cabalgaduras. Colliure se sobresaltó e instintivamente echó una mirada hacia su caballo que se encontraba a su lado, atado a la rama de una higuera. No oyó bien lo que Cervera le dijo al Teniente Coronel, pero sí la perentoria orden que dio éste sin pensarlo dos veces.
   -¡A los caballos!
   Colliure comprendió enseguida la estrategia de la emboscada. Ellos se encontraban en el culo de un saco y alguien estaba tratando de cerrar la boca. Desató el caballo y subió de un salto. Pronto la tropilla se hallaba galopando a través de la avenida principal, con bancales a derecha e izquierda. Los soldados más expertos y algunos miembros de la policía indígena, que también venían, empuñaron los fusiles con una mano mientras sostenían las riendas con la otra. Colliure abrió la funda de su fusil y tanteó la empuñadora del sable. Una gran algarabía se desató a sus espaldas y comenzaron a sonar las primeras detonaciones, así como las balas a silbar sobre sus cabezas.
   Frente a ellos aparecieron algunas chilabas para tratar de cortarles la salida, tal como Colliure había supuesto, efectuando algunos disparos. Sin embargo, los propios policías indígenas, que eran con diferencia los más hábiles, los abatieron enseguida disparando con los caballos lanzados a galope tendido.
   Pasado ese punto crítico, una árida planicie se abría ante ellos.
   Los moros, a sus espaldas, tardaron unos minutos en establecer una línea de fuego nutrido, pues los jinetes habían levantado el vuelo antes de lo previsto, impidiendo que se completara la maniobra envolvente así como una mayor concentración de fuerzas en el tubo del embudo. Cuando lo hicieron, ya éstos se habían alejado lo suficiente como para que el tiro fuera incierto y no era cuestión de desperdiciar munición, en una guerra en que ambos contendientes eran pobres, ni tiempo, que les era necesario ya para poner los pies en polvorosa. Una andanada de balas silbó pero fue a estrellarse contra las piedras y la reseca tierra del llano. Luego cesaron las detonaciones y el griterío.
   Minutos más tarde, se levantó una nube de polvo cerca del campamento. Una primera ola de refuerzos volaba en auxilio de los agredidos. El comandante Cisneros, que mandaba la tropa, la detuvo un instante para intercambiar unas breves palabras con el Teniente Coronel don Emeterio Muga. Tras ello, lanzó la carga, a la que se sumaron los huidos. No pararon hasta llegar a la hoz del Muluya, desde donde divisaron, en la otra orilla, a los ensabanados atacantes apresurándose a montar en asnos y caballos. No era posible cruzar el río por aquella parte, ellos debieron pasar a nado, o en alguna barca que tenían escondida, así que el comandante se contentó con ordenar varias descargas de fusil, que hicieron contadas bajas en el enemigo, el cual llevaba ya demasiada ventaja como para intentar el expediente de ganar un vado dando un rodeo. Así concluyó la primera escaramuza en la que se vio envuelto Colliure, durante el transcurso de la cual se había enterado de lo que es oír silbar las balas por encima de la cocorota. Luego les silbaron en los oídos durante bastante tiempo y no podían dejar de pensar en lo que podía haber sucedido de no haber detectado a tiempo la presencia hostil de los agarenos. En el semblante del Teniente Coronel don Emeterio Muga se leía a las claras que el hombre se sentía cogido en un mal latín y se prometía mostrarse, en adelante, más prudente y no separarse tanto del grueso de las tropas, pues el enemigo sabe hacerse invisible y materializarse en el momento más inesperado.




                                                                         IV


   Las reparaciones en el fuerte estaban casi terminadas. La posición volvía a ser defendible ante una fuerza enemiga de magnitud moderada; no ante una marea semejante a la del año anterior, desde luego. Pero justamente ésa era la misión de la columna Riquelme, empujar al grueso del contingente enemigo hacia otros parajes, hacia el sur, a lo largo del Muluya. Así que ya poco les quedaba de contemplar aquel ámbito que había llegado a ser familiar.
   Don Emeterio, cazador de raza, no podía prescindir de su escopeta ni durante el desempeño de su actividad castrense, así que se la trajo en su bagaje personal y decidió en tal ocasión regalar especialmente a los hombres que iban a quedarse allí. Escogió de nuevo una reducida escolta, en la que figuraba Colliure, y salió con ella poco antes del amanecer, aunque esta vez con el propósito de no alejarse mucho del campamento, sino para descender en línea recta hacia las orillas del Muluya. Una vez allí, mandó a sus hombres que se escondieran bien entre los matorrales y se limitaran a otear la ribera opuesta en previsión de un nuevo ataque por sorpresa. No bien hubo despuntado el alba, se dejó oír el zumbido de la primera escuadrilla de patos. Don Emeterio abatió tres, que fueron recogidos en el acto. A media mañana tenía treinta y cuatro, con lo que dio por terminada la batida.
   De vuelta al campamento, puso a unos cuantos soldados a pelar las aves. El coronel Riquelme, intrigado, le preguntó qué era todo aquello.
   -Aquí tengo un soldado que ayudará al cocinero a hacer una gigantesca paella, para despedir como se debe a los hombres que se quedarán en el fuerte.
   En efecto, Colliure fue requerido para dicha tarea. Enseguida se puso a calcular la cantidad de arroz, la proporción de agua y tomó las primeras disposiciones. Observó los calderos con los que se preparaba el rancho y eligió tres de los más grandes. Mandó a una escuadra de soldados que trajeran leña, otros debían limpiar y trocear los patos.
   Un pinche de cocina moro le preguntó qué otros ingredientes hacían falta. Colliure repuso que ajos, azafrán, sal, judías blancas, y luego, tras pensar un poco, añadió sin mucha esperanza, también judías verdes, tomates y pimientos troceados. El hombre dio media vuelta y se fue. Al rato volvió con un gran barreño de tomate troceado y otro de pimiento. Algo más tarde se presentó con un saquito mediano repleto de judías verdes. Colliure se acercó curioso y comprobó que todo era fresco, como recién arrancado de la planta.
   -¿Cómo has podido conseguir esto?
   -Yo ir por ello esta mañana –repuso el indígena.
Colliure lo miró a los ojos y se lo imaginó, vestido como uno de esos labradores que pululaban alrededor, comprando verduras en algún pueblo o en el propio campo.
   El brigada Fontana iba de acá para allá, cuadernillo en ristre, anotando todo lo que se consumía, por ínfima que fuera la cantidad.
   -Se va a montar un jolgorio pasable por un importe inferior al de un rancho corriente.
   -En efecto –repuso Colliure,- lo más caro de la paella es la carne. Y en este caso ha sido regalo de la naturaleza y también de la escopeta del Teniente Coronel.
   -No sabía que se pudiera hacer con pato –intervino el rollizo sargento Calderón, hombre de lindos hígados, gentilhombre de boca, quién, siempre que se cocía algo especial, merodeaba por la cocina.-
   -Se puede hacer con pato, silvestre o de casa, con pollo y hasta con conejo. Generalmente combinado con cerdo. Pero en esta ocasión esto último queda excluido debido a la presencia de nuestros amigos moros.
   -Claro, claro –confirmó el brigada, contento de no tener que sacar más condumio de la despensa.-
   -Yo he sido cocinero antes que fraile –declaró el sargento Calderón. Circunstancia conocida por todos, pues solía aducirla como excusa para justificar su presencia asidua tanto en la cocina de campaña como en la del cuartel.- Pero nunca he tenido la ocasión de ver cómo se hace una paella, pues en Madrid se comen pocas.
   Presentadas sus credenciales de entendido en el arte culinario, se puso a examinar el género. Acercó su blanca y fina nariz, que asomaba por encima de unos enhiestos bigotes, a los distintos barreños y emitió un chasquido de satisfacción pero ningún comentario.
   El cabo Soldevila se acercó, en su calidad de valenciano, y preguntó, modesto, si podía ayudar en algo. Colliure lo dejó encargado de dirigir el fuego. Bajo sus órdenes, pues, los dos soldados abulenses, Gregorio Hornedo y Dámaso Aguilera, así como el segoviano Feliciano Sánchez, pinche oficial de cocina, comenzaron a encender. Colliure mandó poner los calderos en posición y se ocupó personalmente de verter el aceite.
   -Lo esencial es no equivocarse en la cantidad de aceite –pontificó-, ni en la de agua. Luego es cuestión de dominar la técnica del fuego. –Al decir esto miró a Soldevila, quien le sonrió con suficiencia.-
   Acto seguido se procedió a echar la carne. Colliure saló y dejó que se fuera dorando. Encargó a los pinches que la removieran de cuando en cuando. El sargento Calderón parecía aspirar el aroma de la fritura más con las antenas de sus bigotes que con su fina pituitaria. Cuando Colliure juzgó que estaba bien sofrita, agarró una espumadera y separó algunas asaduras, el corazón, la molleja, con las que llenó a rebosar un plato, cuyo contenido, tras dejarlo enfriar un poco, lo fue ofreciendo a los presentes, comenzando por el de más alta graduación, el brigada, que se comió un corazón con sumo cuidado, siguiendo con el sargento, quien degustó con manifiesto deleite una molleja y así hasta el último soldado.
   Hacia mediodía comenzó a invadir el campamento un delicioso aroma de carne frita. Todos aquellos que no habían salido para el entrenamiento habitual, asomaban las cabezas por encima de las tiendas. Incluso algunos curiosos de las compañías vecinas se acercaron, como quien no quiere la cosa.
   A la una y media, cuando regresó la compañía, sudorosa y exhausta, se encontró con tres gigantescas paellas, prácticamente listas, envueltas en un aroma de brasas. 
   Un capitán de la legión que pasaba por allí comentó:
   -¡Qué asco! Si parece una gusanera.
   El Teniente Coronel don Emeterio Muga que lo oyó, repuso:
   -Gusanos son, en efecto, sacados de las tripas de una burra muerta. ¿No quiere un plato calentito?
   -Se agradece. Antes comería una sopa de piedras con agua del Muluya que esto.
   Sin aguardar réplica, dio media vuelta y se fue, decepcionado, para sus tiendas. Todos cuantos lo oyeron sonrieron pero se guardaron de hacer comentarios.
   -¡Venga, que corra la bota! –Gritó alguien.-Que no es una bolsa de agua caliente para ponérsela en los pies.
   -La bolsa de agua caliente para los pies la quisiera yo por la noche, no ahora, que parece que los tenga hundidos hasta el corvejón en la cernada. Toma, coge el cernícalo de una vez y vete a dormir. Así estaremos más a gusto.
   Una paella con el agua del Muluya, se dijo Colliure, esto sí que es una novedad. Distinta es, desde luego, pero no está mal. Sin embargo, fue el primero en dejar caer la cuchara sobre la mesa.














                                                                        V



   Al día siguiente, tras el toque de diana, se procedió a desmontar el campamento y a la carga de los carros. Poco después, el espacio se hallaba totalmente despejado, el sol daba de nuevo en la tierra y ésta se aprestaba a sacar otra vez sus ásperos matorrales. El destacamento que debía quedarse en el fuerte al mando de un teniente, formó a las puertas del mismo. Los demás lo hicieron delante. Tras una breve ceremonia castrense, se izó la bandera sobre las almenas que coronaban la puerta de estilo mudéjar y la columna Riquelme inició su marcha hacia el sur. La tropa de los que se quedaban contemplaba el desfile con mirada turbia y no rompió la formación hasta que el último soldado hubo abandonado la explanada.
   Tan sólo se oían los cascos de los caballos golpear rítmicamente sobre la tierra reseca y dura, así como el traquetear de los carros. Avanzando como una serpiente que ignora la desolación, bordearon una aldea que les recibió con puertas y postigos cerrados a cal y canto. La primera dificultad fue permitir que los carros franquearan un leve barranco. Muchos hablaron allí por primera vez desde la partida del fuerte.
  El Muluya parecía querer desentenderse de ellos pues iba alejándose hacia la izquierda, mas pronto se arrepintió y volvieron a cruzarse los caminos, sólo que el río venía, mientras que ellos se dirigían allá, hacia aquellas montañas que se veían a lo lejos, en dirección sur, donde les aguardaba un destino incierto.
   El terreno era todavía llano, pero un auténtico pedregal. Raramente se encontraban bancales productivos. De cuando en cuando surgía una polvorienta aldea de cabreros, donde se confundían las casas y los apriscos. Sus habitantes debían verlos llegar de lejos y se refugiaban en sus madrigueras, atrancando probablemente las puertas.
   Llegados a la primera mole roma, la columna la contorneó por su lado derecho, dejando al Muluya encajonarse por el izquierdo. Y antes de culminar la circunvolución, Riquelme ordenó levantar allí el campamento, por última vez en terreno llano.
   Terminado el trabajo, durante una breve pausa antes de la postrera colación del día, los soldados se pusieron a contemplar los meandros del río que quedaban atrás, pero ninguno pudo vislumbrar el fuerte y se discutía sobre su hipotética posición. Hasta el toque de fajina, muchos quedaron silenciosamente mirando en aquella dirección.
   Con la primera luz rojiza incidiendo sobre la tierra ocre, se inició la marcha ascendente. Los expertos topógrafos y la escolta del Teniente Coronel don Emeterio Muga, dejaron atrás la columna, que avanzaba a paso de hombre, con objeto de efectuar mediciones aquí y allá. Esta vez llevaban consigo al muy experto y fogueado sargento Jirca, de las tropas indígenas, que emplazó enérgicamente a sus hombres y fue él mismo a ocupar la posición más alejada. Desde lo alto de una colina, Colliure pudo divisar de nuevo el azul Muluya acarreando agua a las playas desiertas de Sajará, por eso eran tan azules, donde en esta época del año chillan las gaviotas desde las dunas mientras que el hombre más cercano se halla faenando mar adentro.
   Más adelante, el río corría ya por el fondo de un profundo cañón y daba vértigo asomarse para contemplarlo. La columna buscaba los vericuetos montañosos de la parte derecha, alargándose como un tirante. En previsión de un ataque por sorpresa, varias unidades habían sido enviadas con la misión de coronar las alturas vecinas. El enemigo no asomaba la nariz por ningún lado, pero era indudable que los vigilaba desde algún risco inverosímil, atalaya de águila.
   Hombres y bestias estaban exhaustos cuando al fin se alcanzó un lugar llano donde instalar el campamento. Hubo que hacerlo a buen ritmo, pues el crepúsculo quería dar ya paso a la noche cerrada, que por cierto se reveló glacial en aquellos parajes elevados. El viento metía su filo plateado por los intersticios de las tiendas y hubo que echar mano de mantas, chupas y capotes.
   Colliure se esforzó por dormirse porque en las noches de insomnio no era el frío el único que mordía, también lo hacía el remordimiento con peores dentelladas. Durante un instante en que se quedó traspuesto, le pareció oír la voz de su padre: “En el momento presente te toca a ti comportarte como un verdadero Colliure y actuar pensando en los tuyos, sin dejarte arrastrar por tu egoísmo de circunstancias.” Ahora los dos habían dejado a los suyos abandonados a su suerte por culpa de esta guerra inútil, estúpida, que sólo sirve para que una oligarquía indigna gane dinero a espuertas y también para que unos militares ambiciosos tengan de vez en cuando una batalla que llevarse a los dientes, con el fin de medrar. Muchas veces se preguntaba si su madre llegaría a perdonarlo, si aceptaría a Consuelo, si conseguiría sentir cariño por los nietos que probablemente tendrán que venir. Qué difícil es acertar en esta puñetera vida que está hecha de dilemas contradictorios e irresolubles. Parece que únicamente hayamos venido a ella para aprender a expiar el error que forzosamente habremos de cometer.
   Lo despertó el toque de diana. No sabría decir si había conseguido dormir algún rato o si había pasado la noche cavilando o hilvanando sueños hechos de recuerdos. En todo caso, se alegraba de que hubiera llegado el momento de levantarse, desentumecerse y ponerse en movimiento.
   Tras un rápido desayuno, la tropa estaba en condiciones de reanudar la marcha. A esa hora temprana todavía no se había disipado el frío y tanto hombres como caballerías exhalaban vapor por narices y boca, cual dragones de fantasía. El trote era sin embargo alegre pues ante ellos se presentaba una vasta pendiente que descendía hasta el pie de unos montes todavía más abruptos que los vistos hasta el momento y tras ellos, azulada, una nueva barrera de cumbres.
   Como de costumbre, don Emeterio solicitó a su escolta personal para sus expediciones científicas, que ahora se desarrollaban dentro de una zona de seguridad, sin pérdida de contacto visual con el grueso de la tropa; el cual avanzaba a un ritmo sostenido, pero sin pausas, la caballería adaptándose a la marcha de las unidades de a pie. El paisaje era grandioso, un mundo inconmensurable, con más pliegues que la piel de una vieja antañona, imposible de registrar, imposible de dominar. Colliure comprendió que ese avance sería simplemente nominal. El moro controlaría siempre aquella región desde los soberbios alcázares que le ofrecía la naturaleza, cosa que, al fin y al cabo, era de justicia, pues todo aquello les pertenecía obviamente. Sin embargo, cabe preguntarse qué partido sacarán de su independencia, si la ganan, los cabreros y destripaterrones que engrosan la harka. Aparte de la belleza adusta de esas regiones desoladas y de su riqueza minera puntual, que sólo puede aprovechar a unos pocos, de nada ha de valerles tal vastedad árida y desierta, seguirán pastoreando sus magras reses y arañando sus polvorientos yermos. Pero entretanto, durante este paréntesis bélico, matarán y morirán como nosotros, sin esperanza, o con la menoscabada de regresar en paz a sus estériles pegujales. 
   Colliure ofreció papel de fumar y tabaco a sus amigos, sin dejar de otear en lontananza. El aire era tan puro y translúcido que permitía ver detalles a una distancia increíble. Pero ni una casa, ni el menor rasgo de construcción humana, en toda la circunferencia cerrada del horizonte. Aquello no semejaba una expedición militar contra una fuerza hostil, sino una marcha hacia el corazón de la nada, en el reino del vacío. Mas el vacío es insufrible para el mortal, sus temibles vibraciones acabarían rompiendo la frágil y siempre precaria loza del alma humana. Habría que conocer todos los pliegues del negro manto de la muerte para aceptar el vacío, para poder entrar serenamente en las cavernas de la nada. Colliure, sin embargo, comprendía el sentido de todo aquello. Del fondo brumoso de su ser brotaba, turbia, la idea de que necesitaba marchar aún durante mucho tiempo, durante edades, eras geológicas, hundirse en esas cadenas interminables de montañas, llegar, a través de caminos bravíos, plagados de obstáculos cada vez más recalcitrantes, hasta las entrañas calientes de ese continente inconmensurable, donde morir o purificar su alma.
    Ramón del Busto acabó por perforar el silencio.
   -Tú, Luis, serás el primero en regresar a Ítaca. Imagino que hay una Penélope que aguarda.
   -La hay, en efecto.
   -Entonces casorio y cierra España.
   -Pues sí, eso es lo que está previsto. ¿Y tú?
   -El Cristo del Gran Poder me libre de un matrimonio prematuro. Casarse antes de los treinta es consagrarse al adulterio, con premeditación y alevosía. Quita la ocasión, dicen, y evitarás el peligro.
   -Vaya, parece que se te dan bien las mujeres.
   -Toda la culpa es de mi padre.
   -¿Qué dices?
   -Mi padre montó el negocio más comprometedor para la castidad de un hombre. Una tienda de telas en el centro de Madrid. Una universidad de la sicología femenina.
   -Bueno, no todo está en conocerlas para seducirlas. “Ventura te dé Dios, hijo, que el saber poco te basta.”
   -La mitad del camino se ha hecho. ¿Cómo vas a arreglar un coche si no tienes ni idea de mecánica y no sabes cómo funciona un motor? El resto es tener buenas manos.
   Colliure intervino.
   -Si tu vida en Madrid tenía tanto aliciente, ¿cómo es que aceptaste venir aquí? Quiero decir que tu padre, con un negocio de esa envergadura, probablemente insistiría en pagarte un sustituto.
   -Ya lo creo que insistió. ¡Menuda bronca tuvimos! Pero con el sarao que se estaba organizando aquí.... ¿Cómo iba a perderme yo semejante jolgorio? Claro que cuando uno ve el primer muerto se le enfrían los ánimos rápido. Los viejos no sé cómo se las arreglan, pero siempre tienen razón.
   -Ya, sin embargo no es la razón la que mueve el mundo.
   -¿No? ¿Y qué es?
   -La fuerza.
   -¡Joder!
   -Bueno, la energía.
   -¿Ciega?
   -Acaso no ciega, aunque sin otro fin que el de existir.



                                                                       VI


   A la caída de la tarde, la tropa llegó a un lugar ameno. El Muluya se ensancha en esa parte hasta formar lo que bien podría calificarse de lago. Curiosamente, al río le salía un brazo que venía a desembocar en un rectángulo de agua a modo de piscina natural. Tras montar el campamento con la acostumbrada celeridad, la soldadesca fue autorizada a tomar un baño que le iba a venir fenomenal, pues la higiene personal de la misma había sido descuidada desde que hubo dejado atrás el fuerte.
   La mayoría eligió la piscina, que se vio enseguida negra de cabezas reluciendo al sol vespertino. Otros, con más confianza, optaron por el brazo que alimentaba la piscina, donde cubría más y podían utilizar las rocas como trampolín. Los nadadores más confirmados siguieron a Colliure a través de las aguas frías del lago. No sin antes haber apostado unos cuantos tiradores en las alturas, por si las moscas. Cruzaron a la orilla frontera de lo que era el embudo que entraba hasta donde se hallaban los demás. Allí los acogió una playa de arena donde se tumbaron para acaparar las últimas espigas de sol, mas no se atrevieron a permanecer mucho tiempo pues la vegetación, de árboles y matorral, espesaba al arrimo del agua y era suficiente para ocultar una presencia hostil. Así que pronto regresaron al más protegido arrimadero de la otra parte, donde echaron mano al jabón y se lavaron bien.
   Tonificados por el agua, los cuerpos parecían querer levitar sobre las piedras calientes. Tras la cena, las conversaciones se animaron en torno al fuego. Ramón del Busto y el teniente Bermúdez, así como el alférez Palacio, rivalizaron contando chistes. Tanto fue el alboroto que hasta los jefes se acercaron a prestar oído. Entonces se difundió el rumor de que al día siguiente se iba a marcar una pausa en el avance, pues era domingo. Para casi todos fue una noticia que el próximo día iba a ser domingo.
   La noche transcurrió tan fría como la anterior, sin embargo Colliure la durmió de un tirón, hasta que Luis lo despertó, como convenido, antes del alba, pues debían ir con don Emeterio a la caza del pato con objeto de repetir la proeza gastronómica del último día en el fuerte. Así pues, un somero cuerpo expedicionario abandonó sigilosamente el campamento en dirección al lago. También esta vez les acompañaba el sargento Jirca con algunos soldados indígenas que él mismo había escogido.
   Antes de que despuntara el sol ya estaban al acecho. Las dos primeras horas del día transcurrieron con una suerte similar a la de la ocasión anterior, de modo que no tardó don Emeterio en juzgar el número de piezas suficiente y ordenó el repliegue al campamento.
   Esta vez, el morabito que ejercía de pinche de cocina les aguardaba con todos los ingredientes dispuestos. Colliure se asombró.
   -¿Cómo diablos has podido encontrar toda esta verdura fresca? Tomates y pimientos como recién cogidos al rocío de la madrugada.
   -Yo ir por ello esta mañana.
   -¿Ir por ello? ¿A dónde ir por ello? Si en cien kilómetros a la redonda no hay más que jara.
   -Ahmed tener su secreto.
   -¡Coño con el secreto! Pues me tienes que enseñar a mí ese secreto.
   -No poder. Ahmed enseñar el secreto..... Pero no poder. Ser secreto muy grande.
   Y con ello se esfumó al interior de la tienda que albergaba la cocina.
   -¡La madre que parió al moro éste! ¿Cómo demonios habrá podido conseguir todo esto?
   La paella fue un sonado éxito. Mayor aún que el del fuerte, pues la compañía tenía más hambre tras varios días de marcha ininterrumpida, alimentándose con pan de munición y queso revenido. La paella, por su parte, es fuego potable, no en balde tiene forma de sol. Eso y un buen día de asueto reconfortaron a la asendereada tropa, la cual, a media tarde, volvió a darse un buen baño, y hasta los más recalcitrantes fueron arrastrados al agua y, entre bromas y pullas, obligados a lavarse. Así fue también de cabeza al Muluya el cocinero Ahmed, que temía el líquido elemento más que los gatos. De la misma índole eran los dos inseparables abulenses, Gregorio Hornedo y Dámaso Aguilera, pero éstos, pensando sin duda que más vale salto de mata que ruego de hombres buenos, se escondieron tan bien que nadie pudo dar con ellos por más que les buscaron y sólo a la hora del rancho aparecieron como por ensalmo.
   Los jefes, entretanto, deliberaban en la tienda del coronel Riquelme. Habían enviado por delante batidores indígenas a lomo de asno y éstos regresaban uno tras otro declarando todos lo mismo. Ni rastro del enemigo en cualquiera de los itinerarios posibles. A partir de allí, el terreno iba a ser mucho más difícil de franquear, sería preciso salvar barrancas y pasar desfiladeros, entre altas y escarpadas paredes.
   Colliure, una vez bañado y aseado, se afeitó concienzudamente. Luego hizo la colada y se lustró las botas con su característica ofuscación de maniático del brillo hasta que las dejó coruscantes bajo el sol. Finalmente pasó a ocuparse de su formidable alazán. Lo llevó al río, lo bañó, lo almohazó, revisó todas sus guarniciones, cepilló la silla con la misma aplicación que antes las botas. Cuando concluyó, se fumó un pitillo contemplando las cárdenas cumbres por las que tendrían que trepar al día siguiente. 
   Esa noche no fue tan festejada como la anterior. Una vez oscurecido, no se encendió fuego, sino que cada cual se retiró temprano para descansar lo mejor posible ante la dura jornada que les aguardaba. A lo sumo, algunos se quedaron un rato fumando y charlando en voz baja a la puerta de las tiendas. Colliure fue uno de ellos, pues nunca había conseguido acostarse y dormirse antes de hora. Alzó los ojos hacia la centelleante bóveda reflexiva de metal cano y se acordó de instinto con quien dijo aquello de mira el cielo y comienza a filosofar. Entre la bruma del tabaco distinguió, chisporroteando con mal disimulada malicia, la estrella polar. Si se desplomara y cayera en picado, hundiría la cúpula de San Pedro, en Sajará. ¿Cómo se las estarán arreglando por allí? ¿Cómo estará llevando Joaquín el negocio de los toros, sin haber sido adiestrado para ello? ¿Y la procura de la Closa? Pero la estrella boreal le guiñaba el ojo, como si le estuvieran hablando en broma.
   Luis llegó silencioso y se sentó a su lado, en el suelo. Alzó los ojos hacia el firmamento y comprendió qué estaba mirando Colliure.
   -¿También a ti te aguarda Penélope?
   -Penélope sí. Pero Laertes cruzó el Leteo diez días antes de que yo partiera para la guerra.
   -Vaya. ¿Y no tienes hermanos?
   -Daniel ingresó en el seminario. Y Joaquín tiene sólo dieciséis años. Lo demás son todo chicas.
   -Salgamos con bien de ésta. Lo demás, mejor o peor, se arreglará.
   Luis le dio una palmada en el hombro y se fue a dormir.
   La del alba sería cuando tocaron diana. Colliure se sentía repuesto como si hubiera dormido en una cama del hotel Ritz. El hormiguero comenzó a activarse y en poco tiempo la tropa había tomado su primera colación del día y había desmontado el campamento. Los carros estaban cargados, las compañías formadas y alineadas. El coronel Riquelme montó a caballo el último y dio la orden de partida.
   Más arriba del lago descubrieron un valle, pero los ojos de todos escrutaban las alturas de la derecha, aunque la pendiente de la falda no era excesivamente pronunciada al principio y las distancias se ofrecían lo suficientemente dilatadas como para dar holgadamente lugar a la preparación de una defensa eficaz, pero luego se elevaba bruscamente hasta formar una pared en apariencia infranqueable. Sin embargo, ésa había de ser la dirección elegida por los mandos; la única posible, pues según había visto Colliure en los mapas de don Emeterio, el río Muluya se encajonaba con una profundidad creciente, ofreciendo al enemigo el escenario ideal para hostigar a la columna sin correr el menor riesgo por su parte. A mano derecha arrancaba una trocha, que a duras penas contenía el eje de un carro, la cual ascendía con autoridad la ladera hasta el lejano pie de las paredes rocosas que parecían, de lejos, insuperables. El sol se complacía en pisotear la frente adusta de los soldados, cargados con toda su impedimenta. Los altivos caballos de guerra debían ayudar a sus congéneres, los sufridos rocines de carga, en los pasos más difíciles y las grupas relucían en el esfuerzo como un firmamento sin luna. Afortunadamente, pensó Colliure, entre la soldadesca del Ejército español, abundan los carreteros.
   Colliure, en calidad de su oficio, siempre a la cabeza de la columna, junto a sus jefes, se volvió para observar cómo ésta ascendía con parsimonia de reptil que administra sus fuerzas en el sofoco del desierto. Lo hizo porque acababa de percibir al fotógrafo que les acompañaba en la expedición entre unos matorrales, con la cámara montada ya sobre el trípode, quien había elegido ese punto para tomar una instantánea de la tropa afanada en la progresión. Había dejado pasar a los jinetes de cabeza, que ya había fotografiado en varias ocasiones. Seguidamente venían el comandante Carrascosa, montado en un caballo zaino, y el capitán Cabrales, a lomos de uno blanco como la leche. El primero llevaba una venda enrollada con tanta profusión alrededor de la cabeza que semejaba haberse puesto a guisa de casco un níveo orinal, coruscante bajo el sol. Sonreía al objetivo como un rapaz que ha hecho una diablura. El segundo, el atildado capitán Cabrales, había tenido tiempo de ponerse los guantes blancos de parada y con ellos sujetaba levemente las riendas. El fogonazo de magnesio no lo había sorprendido, pues se hallaba afeitado a conciencia y con el bigotito impecablemente recortado. A no ser por la gorra de plato ligeramente ladeada y el polvo acumulado sobre las botas, diríase que se encontraba participando en un desfile.
   Tras ellos venía una abigarrada y tupida turbamulta que se movía como una gusanera del color de la tierra, destacándose de ella cabezas ora tocadas con gorro, ora con turbante. Todos sus integrantes parecían agobiados y lastrados con el espeso tres cuartos del ejército español, de un color indefinido entre el verdoso y el parduzco, a causa de la abundante cantidad de polvo que había absorbido. El frío de la noche les obligaba a abrigarse, el sol de mediodía a despechugarse. Con un rifle más alto que ellos, en bandolera o terciado, que hacía a menudo las veces de cayado, y unas botas sobre las que se hubiera podido sembrar patatas, semejaban más bien un hato de pordioseros de los que se agolpan a la puerta de las catedrales a la hora de la misa dominical.
   Aquello era un ejército pobre, guiado, eso sí, por señoritos que habían venido a desquijarar leones en África, el cual se enfrentaba a un enemigo más pobre todavía en una guerra librada por la Corte de los Milagros, un conflicto de miseria y de munición escasa en el que, para colmo de males, no asistía la razón. Sin embargo, los hombres seguían adelante, la mayor parte de ellos por la simple razón de que no tendría sentido quedarse atrás y no solamente a causa de esa tierra hostil.
   Lo más claro de la jornada transcurrió con la ascensión de la endiablada ladera. Hacia las seis, llegaron a un poblado en ruinas, situado al pie mismo de los riscos. Riquelme dio la orden de acampar. Inmediatamente partieron batidores a reconocer y ocupar posiciones más elevadas. La vigilancia alrededor del campamento fue incrementada, pues el entorno era bastante más favorable a los golpes de mano.
   Sin embargo, Colliure comenzaba a comprender la táctica que con toda probabilidad iba a utilizar el enemigo. Primero dejaría que la orografía poco acogedora desempeñara plenamente su papel. Algo así como los rusos hicieron con Napoleón. En este caso no sería el general invierno, sino el general ardor, secundado por sus lugartenientes sed y fatiga. Ellos conocen todos los puntos de agua que se ocultan en las entrañas del monte, desplazándose por las alturas a través de vericuetos de cabras, acarreando tan sólo armamento ligero. Únicamente cuando la situación esté muy madura, comenzarán a emplear sus balas, tal como hicieron en Annual y toda su constelación de posiciones, donde las mujeres abatían los soldados con garrotes, una vez estaban éstos postrados por el hambre y la sed. En la mente de Colliure se mezclaron las imágenes que había visto en los periódicos del desastre de julio pasado con fulguraciones de la columna Riquelme yaciendo entera, con armas y bagajes, sobre la hidrófuga tierra ocre de las montañas del Atlas, calcinándose los huesos de hombres y bestias bajo el atrabiliario sol africano, teniendo como sepulcro y camposanto esta imponente arquitectura natural.
   Se pasó una mano por la cara para borrar esa visión apocalíptica. El poder de la imaginación, para bien o para mal, puede ser devastador, cogitó Colliure. De ahí el interés en atar bien ese onagro salvaje, en jinetearlo a conciencia; de lo contrario, las cosas que se imaginan con pánico o con inflamado tesón, acaban por ocurrir.
Colliure fue a ocuparse de su caballería. Mientras tanto, los miembros de las tropas indígenas eran solicitados con frecuencia por los jefes.
   -Sí, lejos.... Muy lejos.... Mucho monte por ahí....
   El suelo era ocre y absorbiendo los rayos crepusculares conformaba un paisaje que no era de este mundo.
   Al pie del campamento, arrancaba un estrecho valle. Por ahí dio comienzo la etapa siguiente. A un lado y otro, se divisaban tropas de infantería avanzando por las crestas. La progresión por ese terreno pedregoso y empinado era extremadamente penosa. Las caballerías prestaban un esfuerzo colosal, tirando de carros y cañones. Los hombres debían ayudar a las bestias. Así durante horas. Y luego durante días. Hasta casi perder la noción de causalidad, de espacio y de tiempo. Las barbas estaban todas crecidas y enharinadas, la piel sucia y tan atezada que muchas veces resultaba difícil establecer la diferencia entre un europeo y un indígena, pues en ocasiones era aquél quien se había enrollado un turbante a la cabeza. Los uniformes pesaban más por la cantidad de polvo absorbido y las energías para llevarlo eran cada vez más escasas.
   Progresivamente, se había llegado a una extraordinaria economía de las palabras, las más de las veces se utilizaban aisladas, sin integrar frases construidas, como si el cemento que las pega unas a otras se hubiera acabado. Los hombres se estaban quedando reducidos a un poco de piel sobre el hueso duro de la voluntad.
   Por fin la trocha dejó de subir y la avanzadilla llegó a un amplio mirador, desde el cual se podían distinguir kilómetros y kilómetros de nada, antes de llegar a una nueva cadena de montañas.




                                                                      VII


   Colliure, sin desmontar, miró hacia abajo, siguiendo cuidadosamente los accidentes del terreno hasta llegar a la atormentada línea del horizonte. Cuánto tiempo, se preguntó, podrán seguir avanzando hombres y bestias, cargados con su impedimenta. ¿Por cuánto tiempo aún puede seguir avanzando un hombre cargado con su culpa, con sus dilemas irresueltos y su sinrazón, esperando que alguien venga al cabo y le diga refresca tus ojos y reposa, pues has llegado al final de tu trayecto? Hombre de barro, abocado al error, a la furia ciega de tus entrañas, a la melaza de bien y de mal que te alimenta todos los días, atado con filamento de hierro a un entendimiento falible y tardío, ya has arrastrado durante demasiado tiempo tu existencia imposible, tu cuerpo degradable, tu lóbrego testuz lleno de aves y de fantasmas, echa un último vistazo a lo que has sido, compadécete sin amargura de ti mismo y descansa en el polvo. Esa voz, como el murmullo de muchas aguas, cabalgando el viento, saltando las cumbres más altas, oía Colliure y le pareció que iba a desvanecerse de un momento a otro y caerse redondo del caballo.
   Pero escuchó mejor y entonces percibió, entre el confuso alboroto que lo envolvía, unos gritos apagados que procedían de una loma situada a su derecha. En lo alto, unos soldados agitaban los brazos, pero no se entendía lo que decían. Don Emeterio, con un gesto, ordenó a Colliure que fuera a ver. Éste lanzó su caballo al galope. A poco distinguió al sargento Hodur que le gritaba.
   -Agua, agua. Aquí.
   Conforme llegaban las compañías a la explanada, iban levantando sus campamentos. Las cubas, casi exhaustas, eran llenadas con vida fresca, brotada del núcleo de la piedra. Los porteadores bajaban, con cueros repletos de lo mismo, y servían a la soldadesca, que bebía ávida.
   El coronel Riquelme, el teniente coronel Emeterio Muga y los comandantes discutieron largo y tendido aquella noche, inclinados ante un mapa desplegado sobre una mesa de campaña, bajo la luz de un farol. Acordaron desviarse ligeramente hacia las orillas del Muluya y avanzar de nuevo pegados a él, pues hasta la próxima cornisa montañosa el terreno lo permitía, dejando sin inspeccionar una zona considerable, situada hacia la parte derecha, donde el mapa indicaba algunos poblados con pobre valor estratégico, si es que todavía vivía alguien allí. Al fin y al cabo no venían a pasar por la criba la entera cordillera del Atlas. Los soldados, en cambio, dormían furiosamente, tratando de aprovechar las horas paradisíacas del sueño, antes de que los despertaran para efectuar su turno de guardia. Colliure se fumó el último pitillo que le quedaba bajo un firmamento en el que borbotaban estrellas por los cuatro costados.
   La absorción de agua fresca y el sueño reparador infundieron cierto optimismo al regimiento. Comenzaron a salir del vallar de los dientes más mordaces las habituales chanzas con que los veteranos suelen fustigar a los reclutas o las pullas con que se aguijoneaban entre sí los originarios de las diversas nacionalidades, regiones y hasta pueblos limítrofes. Se desayunó frugalmente, se bebió con abundancia.
   -Estamos a pan y agua, como los presidiarios –opinó un andaluz.-
   -Y que no falte –le replicaron más allá.-
   La comodidad del descenso también contribuyó a facilitar algunos brotes de locuacidad, que se fueron espaciando a medida que el sol subía grados en el cielo y volvía a apretar las frentes con mano de hierro.
   La trocha zigzagueaba hasta perderse en la vasta llanura. No obstante, hacia el mediodía, se cruzó con un camino más ancho y mejor cuidado. Riquelme torció las riendas hacia la izquierda.
   Tras tres días de marcha ininterrumpida, toparon de nuevo con el cañón del Muluya, aunque sus aguas eran inaccesibles debido a la altura de las paredes. Tampoco las necesitaban aún, pues las cubas se hallaban todavía bien provistas. Fue algo más tarde cuando los desvelos por el agua acabaron disipándose, al menos momentáneamente. En efecto, a lo lejos se vislumbraron unos espolones que hundían, cual sedientos animales prehistóricos, las cabezas en una vasta mancha añil. En cuanto la tropa se hubo cerciorado de que no se trataba de un espejismo, recibió la visión con un júbilo que se iba propagando como una ola por encima de las filas.
   Por segunda vez el regimiento pudo levantar el campamento a las orillas de un lago. En esta ocasión mucho más vasto que el anterior, un mero ensanchamiento del Muluya a fin de cuentas. Éste adquiría proporciones de mar interior. Sin embargo, la vegetación apenas formaba un tenue anillo de sólo unos metros de espesor alrededor del mismo, más allá del cual no había más que piedra y polvo.
   Con objeto de recuperar las fuerzas perdidas, Riquelme decidió permanecer dos jornadas enteras en ese lugar. Por supuesto, la tropa aprovechó para bañarse, asearse y descansar de la penosa marcha a la que se la había sometido.
   La escolta de don Emeterio, en cambio, no se dio mucho de vagar, pues la empresa científica de éste debía proseguir y ello con las mejores garantías, tomando todas las precauciones para que no se reprodujera el percance del fuerte. De este modo, una nutrida cabalgada, integrada por los más hábiles jinetes y los más veloces equinos del regimiento, le acompañaba. Pero la tarde anterior a la primera expedición por los alrededores del lago, don Emeterio, sentado a la sazón ante la mesa con el coronel Riquelme, dispuestos ambos a cenar al aire libre, atisbó a Colliure y lo llamó para darle algunas instrucciones. En el momento en que éste se presentaba ante sus jefes, salió de la tienda el pinche de cocina, Ahmed, con sendos platos de ensalada en los que venían tomates en su perfecta sazón, cortados en trozos, así como hojas de lechugas tan frescas y rozagantes que parecían recién cortadas de la huerta. Colliure se quedó estupefacto mirando el contenido de los platos. Hasta el punto de que don Emeterio le dijo sonriendo:
   -¿Quieres sentarte a comer uno?
   El aludido decidió coger la ocasión por el copete.
   -No es eso, mi teniente coronel. Es que no entiendo de dónde saca todo esto el cocinero.
   Ambos jefes intercambiaron una mirada de complicidad y Colliure hubiera jurado que, tanto uno como otro, trataban de contener una sonrisa que pugnaba por asomar a sus labios. Entonces don Emeterio llamó al pinche.
   -Ahmed. Enseña a este soldado de dónde vienen los tomates.
   Como viera que éste vacilaba, añadió:
   -Es de confianza.
   Entonces el moro inclinó la cabeza, entró un instante en la tienda de la cocina y luego salió llevando en la mano una maceta de barro cocido y en la otra un pequeño sobre. Se acercó a Colliure y le dijo:
   -Ven.
   Caminaron en silencio hacia un lugar apartado. Una vez fuera del alcance de la vista de posibles curiosos, Ahmed llenó la maceta con puñados de la tierra reseca y estéril que encontró a derecha e izquierda. Tras ello abrió el sobre con mucho cuidado, separando con la uña del pulgar una minúscula semilla. Con el índice practicó un pequeño agujero en la tierra de la maceta, depositó en él la semilla y la tapó. Echó mano a la cantimplora que llevaba al cinto y vertió un poco de agua, apenas unas gotas. Por fin, se sentó cara al sol con las piernas cruzadas, sosteniendo con ambas manos la maceta y se puso a entonar en su algarabía una salmodia interminable. Colliure dudaba entre echarse a reír o perder la paciencia y dejarle ahí plantado. Pero los tomates y las lechugas estaban ahí, más frescos que una achicoria silvestre. Así que optó por aguardar a ver en qué paraba aquello.
   A los cinco minutos le pareció que sobre la superficie de la tierra había aparecido un puntito verde. Se acercó para ver mejor. En efecto, no había duda, aquello era un germen de vida vegetal. No pasó mucho tiempo antes de que se convirtiera en un gusano empinado. A partir de ahí el proceso se aceleró, el atónito Colliure contempló cómo se formaba un pequeño tallo, del que empezaron a salir hojas y, minuto a minuto, la planta tomaba altura. Salió la flor amarilla, cayeron pronto los pétalos, apareció el fruto verde que ganaba a ojos vistas tamaño. Maduró.
   Colliure se sintió transportado, no hacia otro lugar sino hacia otro estado, contemplando la estampa de ese moro, recitando su plegaria bajo el incandescente crepúsculo africano, alzando como una ofrenda a las temibles fuerzas de la naturaleza esa planta absolutamente lograda. Y no salió de su asombro hasta que Ahmed se acercó a él ofreciéndole un tomate rojo como un ascua. Colliure lo probó y convino en que jamás había gustado uno con un sabor tan intenso y delicioso como ése.
                                                                     VIII


   Bordeando el lago por su parte derecha, fueron a enlazar de nuevo con el camino principal. Si es que cabía acordar tal denominación a semejante arrastradero. El terreno volvía a estar relativamente despejado, la distancia con las lomas más cercanas confería otra vez cierta seguridad al avance. No obstante, a los pocos kilómetros comenzó a ondularse, de manera que una tropa enemiga podría maniobrar en las cercanías sin ser vista. Hubo que recurrir, como siempre, a los batidores. Varios días fueron empleados en atravesar ese paisaje cómodo, a decir verdad, aunque de aspecto lunar, hasta que el Muluya se presentó una vez más a las plantas de los expedicionarios.
   Colliure vio que don Emeterio señalaba a Riquelme dos cumbres que se recortaban en la lejanía contra un cielo impoluto. Calculó en su fuero interno unos tres días más hasta alcanzarlas.
   Conforme se iban reduciendo las distancias en relación a los mencionados picos, las lomas que ondulaban el terreno se hacían más abruptas, más elevadas. Aunque no faltaba el agua, no por ello disminuía la sed. La impresión dominante era que se caminaba por la superficie de un tonel fijo mediante un eje central sobre el cual rodaba, y en consecuencia, por mucho que andaban, nunca se movían del sitio.  Por fin el río se puso a serpentear como una culebra domesticada a los pies de uno de ellos. No habían transcurrido tres jornadas, sino cinco.
   El coronel Riquelme parecía más preocupado y serio que de costumbre. Ordenó que se hiciera un alto y fue personalmente a abrevar su caballo. Don Emeterio aprovechó para reunir su equipo de topógrafos, así como su escolta, y procedió a tomar las consabidas medidas, en los confines mismos de la mancha parda compuesta por la tropa sentada e incluso tumbada sobre la tierra.
   Colliure reconoció a Gregorio Hornedo junto a su inseparable paisano Dámaso Aguilera y decidió acercarse a liar un cigarrillo con ellos. Ambos se hallaban también sumamente inquietos. Gregorio tenía el semblante adusto del campesino que ve venir el nublado de la granizada y no puede sino remover en su caletre las viejas palabras de la resignación, que luego salían a través de una boca sólo entreabierta, como libran su vaticinio los zahoríes labriegos.
   -Esto es como hacernos entrar vivos en el infierno. Aquí no hay ni Dios. Después no vamos a poder volver. ¿Cómo vamos a desandar lo andado? Seremos carne de buitrera, si lo intentamos.
   Dámaso lo escuchaba con rostro impasible. No porque no lo creyera, sino, antes bien, daba la impresión que por sus facciones finas resbalaba a menudo el agua de la desgracia y no por ello había que inmutarse. Llegado el momento, si uno se puede escaquear, lo hace, y si no, pues la diña y en paz. El mundo no va a cambiar por eso. El mundo seguirá siendo exactamente el mismo mundo que es si uno la palma.
   Con ellos había tres soldados indígenas. Los musulmanes no son menos fatalistas que los castellanos, pero en este caso, uno de ellos, Hassan Isticama, aportó la voz de la razón.
   -Volveremos por otro sitio.
   Los otros dos marroquís permanecían ensimismados y Hassan se unió a ellos en su mutismo. Mazlum Sidc trazaba signos misteriosos en la tierra con una ramita. Al final se decidió a hablar.
   -Bueno, volverán los que todavía estén con vida. El sitio por el que vamos a pasar es muy bueno para una emboscada.
   Colliure sacó papel de fumar y lo distribuyó, luego hizo pasar de mano en mano su petaca. Él se sirvió el último. Exhalando una bocanada de humo dijo:
   -En el lugar al que nos dirigimos nos espera un regimiento con camiones. Así que, los que habéis venido a pie, no tendréis necesidad de andar para volver.
   -¡Dios te oiga! –replicó Gregorio Hornedo.-
   Mientras se reunía con los demás integrantes de la escolta, Colliure se preguntó qué pensarían de esta guerra los indígenas enrolados en el ejército español. Que estuvieran en sus filas o en las de los rebeldes, dependía exclusivamente de la tribu a la que pertenecían cuyo jefe había tomado la decisión de ponerla al servicio de unos o de otros. Sin embargo, lo que ellos pensaban en el fondo de sus conciencias era harina de otro costal. Claro que también él estaba en contra de esa guerra y, no obstante, callaba y la hacía. Probablemente en este momento ellos estarían pensando lo mismo que él, lo mismo que los dos abulenses y lo mismo que todos, en salvar el pellejo. Y mañana sería otro día.
   A su regreso a la cabeza de la columna, vieron que Riquelme seguía sentado sobre una roca, con las riendas del caballo entre las manos. Al ver a don Emeterio, se levantó con parsimonia, montó y ordenó el avance.
   De nuevo el Muluya se embarrancó, cavando profundamente su camino en la roca viva. Riquelme no quiso repetir la azarosa aventura del paso por el interior. Seguir el curso del río era, en esta ocasión, factible aunque arriesgado. Se decidió al cabo por esta última opción, tras examinar a conciencia todos los mapas que don Emeterio le presentaba. Su misión consistía en llegar al punto de encuentro con otra columna y restablecer los anteriores límites del Protectorado. Luego ya vendrían tropas frescas que se encargarían de limpiar los montes de toda presencia hostil. Las suyas estaban agotadas, razón por la cual mandó levantar el campamento al pie de los desfiladeros y permaneció allí dos días meditando el mejor modo de cruzarlos.
   -Si yo fuera el cabecilla de la insurrección, atacaría aquí, donde el terreno nos obliga a pasar por contadero. Por lo tanto, antes de aventurarnos en esa ratonera, hay que tomar esta posición y esta otra. También ésta. Allí estableceremos nidos de ametralladoras que barrerán las alturas inferiores desde las que presumiblemente atacarán los emboscados, si desean que su tiro sea efectivo. Habrá que ir por la noche. Emplearé a los regulares y a la Legión.
   -Han tenido mejores ocasiones que ésta para atacar. ¿Por qué lo harían precisamente ahora  –inquirió el comandante Carrascosa?- Hemos pasado tramos incluso más difíciles que éste, con una pendiente que aquí no la hay y acuciados por la sed.
   -La situación no estaba lo bastante madura. En cualquier caso no lo han hecho –replicó Riquelme.-
   -¿Y por qué razón lo harían ahora?
   -No tienen elección. Es la última oportunidad que les queda de montar una paranza y mermar nuestras fuerzas en el peor de los casos, o de perpetrar una verdadera masacre, según la mayor o menor perfección del plan que hayan concebido. Saben que estamos agotados, física y moralmente. Han dejado que la naturaleza, la particular orografía de su país, cumpla con su cometido trabajando por ellos, pero saben, deben saberlo, que ahora no tienen más remedio que intervenir. Si nos dejan superar este último escollo, doblaremos el contingente, nuestras tropas recibirán avituallamiento y reposo, de modo que dentro de una semana estaremos en condiciones de batir los montes, de organizar una tenaza que los vaya cercando poco a poco hasta aniquilarlos.
   Don Emeterio intervino.
   -¿Y si están esperando a que dispersemos nuestras fuerzas para atacar el cuerpo principal, aquí mismo?
   -Es un riesgo que hay que correr. Pero ello nos obliga a fortificar esta posición. Aunque sea para nada. Por más que debamos abandonarla apenas reforzada. César, cuando atravesó el Rin con todo su ejército, mandó construir un formidable puente de madera, una joya de la ingeniería militar de la época, y a su regreso, unos días después, en cuanto el último soldado hubo puesto el pie en la otra orilla, lo mandó quemar. 
   Se cursaron órdenes para que fueran cavadas trincheras y se protegieran con sacos terreros. Las cuales fueron cumplimentadas bajo un sol severo, operando sobre un terreno que se resistía tenazmente.
   La noche anterior al paso del desfiladero, partieron más unidades con la misión de ocupar sigilosamente ciertas posiciones desde las que responder rápida y eficazmente, desde abajo, a un eventual fuego enemigo. El campamento se quedó muy desguarnecido, por lo que no sólo Colliure sino también todos los topógrafos de la expedición científica de don Emeterio, tuvieron que efectuar su turno de guardia.
   Llegada la madrugada, bajo un silencio y una tensión glaciales, se levantó el campamento, se formaron las filas y los oficiales repitieron las últimas consignas a respetar en caso de ataque: arrimarse a las paredes laterales, buscar un abrigo, responder al fuego enemigo.
   Riquelme no se detuvo ante la boca del cañón, sino que avanzó decididamente con su cabalgadura al paso. La columna lo siguió oteando con aprensión las alturas. Colliure era de los primeros, pero ello no comprometía más su situación, razonó, pues si el enemigo acechaba, aguardaría a que la retaguardia entrara en la celada para iniciar el ataque. Había abierto, como todos los jinetes, la funda del fusil y acariciaba maquinalmente su culata. No solamente miraba hacia arriba, sino más aún, si cabe, a los lados, procurando elegir en todo momento un abrigo entre los peñascos desprendidos, en el que cupiera, a ser posible, también su caballo.
   De repente el cielo pareció rasgarse con el estallido de un trueno bajo, precipitando en ese mismo instante una lluvia de proyectiles. Varios cuerpos se desplomaron a su lado. Afortunadamente, un fragmento desgajado de roca le ofrecía a su izquierda la protección ideal para él y su caballería. Hincó las espuelas y el espléndido animal dio un salto antes de lanzarse hacia el lugar al que Colliure lo dirigía. Echó pie a tierra, agarró las riendas y escondió a su caballo, mientras las balas crepitaban a su alrededor, arrancando fragmentos de roca que le salpicaban en la cara. Apenas se hubo refugiado, percibió un fuego de mayor intensidad aún, proveniente de más arriba. Se trataba del tableteo característico de las ametralladoras, al que respondió el sonido de unas máquinas similares desde abajo. Comenzaron a caer cadáveres ensabanados que se estrellaban sin ruido sobre la dura roca, en medio del fragor de la batalla, dejando en sus aristas una coruscante mancha roja.
   Aquello duró una media hora. Después se oyeron gritos y cayeron algunos bultos, no ya de cadáveres, sino de cuerpos vivos que se abatían dando alaridos desgarradores.
   Al cabo de dicho lapso de tiempo, corrió la voz de que el peligro había pasado. Colliure avanzó hacia la parte central del desfiladero, escrutando a derecha e izquierda por ver si aparecían sus amigos. Uno tras otro, emergieron ambos, con los rostros muy pálidos, como seguramente debía tenerlo él.
   Los heridos comenzaron a lamentarse aquí y allá, mientras médicos y enfermeros corrían de un lado para otro tratando de atenderlos. Luego eran cargados en camillas y depositados sobre carros. Los muertos pertenecientes al Ejército español fueron igualmente recogidos; los demás quedaron abandonados en aquel lugar, que pronto se iba a convertir en una buitrera.
   Una vez el último soldado hubo abandonado la fatal angostura, el regimiento hizo un alto para proceder al enterramiento de sus cadáveres. Se cavaron fosas en dos lugares separados de unos cincuenta metros. En uno de ellos se enterró a los cristianos, en el otro a los musulmanes, mediante sus respectivos ritos. Con la ceremonia, la muerte tomaba las credenciales a sus nuevos adeptos. Colliure asistía por primera vez a ese tipo de acto y su corazón estaba tan apretado como un guijarro de aquel pedregal. Pensaba en la cantidad de padres y madres que no asistirían al entierro de sus hijos, que ni siquiera sabrían nunca dónde reposan sus restos.
   Concluido el responso, Colliure avanzaba un tanto aturdido por la parte central del desfiladero, buscando colocarse ya en la cabeza de la columna, cuando percibió a Gregorio Hornedo, cubierto enteramente el rostro con sus descomunales manazas de dedos cuadrados y llorando como un niño ante un montón alargado de tierra coronado como las barracas, con una cruz. No necesitó acercarse para saber que sobre la cruz estaba escrito el nombre de Dámaso Aguilera.
   Pero los sargentos dieron voces para que se agruparan las compañías y se reanudara la marcha. Casi ninguno miró hacia atrás, aunque debieron ser muchos los que pensaron en el silencio atroz que dejaban tras de sí.
   El paisaje volvía a ser el mismo de antes, como si se estuviera navegando en mar gruesa. A la caída de la tarde del segundo día de avance, un jinete se acercó a todo galope levantando una gran polvareda.
   -Mi coronel, el campamento. Detrás de esas lomas.
   En efecto, pronto comenzaron a divisarse las banderas y los pabellones. Algunos soldados, curiosos, salían a saludar con la mano. Estaban todos bien limpios, rasurados, con los uniformes impecables. Mientras que ellos llegaban con la cara hosca, rebozada en polvo y una barba de muchos días, en la que resaltaban unos ojos pasmados del color de la cal viva.
















                                                                         IX


   Tan sólo unas pocas horas convivieron los dos campamentos, uno a la par del otro. Con las primeras luces de la mañana siguiente, el regimiento vecino salió para acosar al enemigo en la montaña. La columna Riquelme permaneció una semana ocupando la posición hasta que llegaron los refuerzos. Entonces emprendió el camino de regreso a la plaza, empleando una pista confortable, llana y alejada de todo territorio hostil. La infantería fue transportada en camiones y algunos jefes efectuaron el trayecto en coche rápido.
   Fue, sin embargo, durante ese cómodo recorrido cuando le afloró a Colliure una úlcera en el muslo derecho. El botiquín estaba prácticamente exhausto, así que los enfermeros hicieron poco más que limpiarle la zona afectada. Las malas condiciones higiénicas del viaje agravaron rápidamente el problema, por lo que los últimos kilómetros fueron un auténtico suplicio.
   Nada más llegar al cuartel, fue trasladado al Hospital Militar. Ya estaba empuñando el médico el bisturí cuando Colliure le preguntó que qué demonios se disponía a hacer.
   -La postema ha generado una gangrena y hay que amputar.
   El paciente se incorporó de un salto y miró fijamente al doctor.
   -A mí no me corta la pierna ni usted ni el propio obispo de Urgel en persona, vestido de pontifical. Ahora concédame un último favor, no se preocupe más por mí, que ya me encuentro mucho mejor.
   -Mucha flema gastáis, señor enfermo –ponderó el médico.
   Con una mirada, el galeno ordenó a los enfermeros que cumplieran con su obligación. Pero Colliure los atajó con sus chispeantes pupilas de caolín.
   -Al primero que me ponga las manos encima, le arranco la oreja de un bocado.
   Dicho esto, agarró una sábana, se la envolvió alrededor de la cintura y se dispuso a salir.
   -Se va usted a morir pronto –objetó, despechado, el oficio de difuntos.-
   -Probablemente. Pero tendrán que enterrarme con las dos piernas. Ni una más, ni una menos.
   Y con las mismas abandonó el quirófano. El galeno, por su parte, ante el asombro de los enfermeros, lo despidió alzando la mano derecha por encima de su hombro, en un gesto de exasperación.
   Don Emeterio obtuvo para Colliure que se le instalara en una habitación individual, abuhardillada, en un ala tranquila del hospital. La primera mañana que amaneció en ella, tras una noche de insomnio a causa del dolor y de la fiebre, observó que el sol daba de lleno sobre la cama. Vino una enfermera y se dispuso a correr las cortinas, pero Colliure le pidió que no lo hiciera. Una vez solo, apartó a un lado la sábana y expuso la herida a los rayos benéficos. Rememoró la escena en que Ahmed alzaba la maceta ante el ojo atento de Horus y la planta de tomate crecía a ojos vistas. Paró mientes asimismo en el caso insólito de su tía, María de las Mercedes, quien se deshizo del fibroma a fuerza de imaginar que una potencia supra humana, dotada de un excedente tal de vigor que no sabe qué hacer con él y gusta de ser requerida, como la ubre de una vaca, para bien y acaso también para mal, trabajaba todos los días por su salvación. Se figuró que los rayos cauterizaban el tejido dañado, regeneraban la parte aledaña e infundían salud y brío a todo el cuerpo. Cubrió la herida con la almidonada sábana sintiendo, por el suave calor, que el poderoso dador de vida seguía operando sobre ella. Y con esa idea se durmió.
   Todas las mañanas hizo lo propio. Durante el resto de la jornada se pasaba el tiempo acariciando la intuición de que el efecto benéfico no se detenía, sino que seguía trabajando en él hasta que la nueva exposición renovara y redoblara sus propiedades. Cada anochecer aportaba una sorpresa maravillada y un triunfo con la sola ausencia de la parca.
   De cuando en cuando acudía un médico, fumando un descomunal puro, y examinaba la llaga con gesto escéptico, pero no decía esta boca es mía. Colliure afrontaba estas visitas como un silencioso duelo a vida o muerte entre él y la sumaria y perentoria medicina cuartelera.
   Un domingo vino a verle Luis. Le trajo todo el correo acumulado durante el período de las maniobras y la hospitalización. Le pidió que lo dejara sobre la mesilla. Hablaron de todo y de nada. Rieron bastante. El cabo primero lo tranquilizó asegurándole que, durante su ausencia, se ocupaba personalmente de su soberbio alazán. Sólo al despedirse le dijo:
   -Cuando te hayas desembarazado de esa puñeta de llaga, tienes una cena pagada en el Casino Militar.
   En cuanto se quedó solo, echó mano al legajo de cartas. Utilizando el matasellos las ordenó cronológicamente. Puso en un montón las de su madre y en otro las de Consuelo. Comenzó por las que provenían de la casa solariega. La mayoría de ellas contenía nada más que detalles de la vida cotidiana familiar o bien ecos de la sociedad de Sajará. También había giros postales. El sobre matasellado el día quince de mayo llevaba la misma letra atildada y estilizada que surgía siempre del puño materno. Dentro venía la notificación de la muerte de su abuelo, José Colliure y Faus, sobrevenida el día anterior. Se acostó bueno y a la mañana siguiente se lo encontraron muerto. Colliure cerró los ojos. Ya no quedaba más José Colliure que él y aún así como sentado entre dos sillas.
   Una claridad vespertina, posiblemente peculiar de los lugares que cierne el mar, daba a las paredes de aquel tabuco de hospital la tonalidad crema del merengue usado en la composición del rascayú, pastel que faltaba bien pocas veces a la mesa dominical en la casa de los Colliure y en cuyo empaque confluía la sentenciosa letra de cierta canción popular, la ornamentación barroca que lo caracterizaba, similar a la de las contorsiones arquitectónicas que elevan el espíritu, como en volutas doradas, en el interior de un templo, a las espirales de las carrozas fúnebres, su forma de túmulo, su condición de postre refinado, al alcance sólo de bolsillos solventes, de más de media capa, burgueses o aristocráticos, casi siempre de los de panteón familiar, conferían a la muerte una exquisitez dulce y solemne, teñida con la delicada melancolía de las amarillas tardes de domingo en la vieja y silenciosa Sajará, preludio del lapidario, majestuoso y altisonante lenguaje formulario con que la Iglesia transfiere oficialmente sus cadáveres a la instancia superior. Cuando se moría en Sajará no era como morir en un descampado, sino en un lugar bien establecido donde la muerte disponía de una antiquísima oficina de recepción de cuerpos y almas, en la cual oficiaban funcionarios que ostentaban un dominio absoluto de su profesión.
   Colliure leía todas estas sensaciones cual si estuviesen escritas con tinta invisible en las paredes crema de su habitación de enfermo desahuciado. A veces le dolía la pierna llagada, pero otras llegaba a olvidarse del suplicio y pensaba sin más en la muerte. Pepito Moltó, que era masón, le había confiado en numerosas ocasiones que era preciso amar a la muerte. También los legionarios que les acompañaron en la expedición al Muluya lo proclamaban. Sin embargo, entre éstos y aquél existían muy pocos puntos en común. ¿Cómo es posible amar lo que no se conoce? ¿O bien sólo se ama lo que no se conoce?
   Si él acabara por morirse en ese cuartucho, lo cual no dejaría de ser un privilegio con relación a la muerte colectiva que se celebra en las salas de abajo, cierto, alguien sufriría aquí y allá, pero en realidad él no le hacía falta a nadie, la vida continuaría más o menos igual para todos. Únicamente le quedaría afrontar la gran incógnita. No obstante, se le puede poner cerco a esa ausencia de conocimiento mediante un par de hipótesis. O bien se cae en la nada, que no se puede concebir, pero sí presumir que es indolora e insensible, lo cual no es poco, o bien es finalmente cierto que, sepultado en nuestro cuerpo, llevamos  un hueso como el de las cerezas que contiene el último yo, el que realmente somos, una chispa del espíritu universal que no puede morir, que ha de permanecer encerrada en esa cárcel mientras exista en el mundo de la materia, atenazada por el tiempo y el espacio, pero que, llevada de la mano benefactora y amante de la muerte, vuela hacia un ámbito mucho más libre donde se puede gustar a una felicidad inconcebible en el nuestro y en el cual no hay otro castigo salvo, en todo caso, el remordimiento, si no lo hemos purgado suficientemente antes. Por eso los masones como Pepito Moltó aman a la muerte. Esencialmente no puede haber más que lo uno o lo otro. Considerando bien ambas posibilidades, ni la una ni la otra implican crueldad ni drama. La vida sí, la vida contiene tanto lo uno como lo otro.
   Pero Colliure intuyó que no le había llegado el momento de pasar a la otra orilla, ¿para qué si no se le acababa de permitir ver cómo el sol, solicitado por la voluntad y el convencimiento de Ahmed, propició el crecimiento espectacular de aquella planta tomatera? De idéntica manera el sol pondría coto a la gangrena y limpiaría su carne de la podredumbre, que es una forma de oscuridad y de mal.
   Además, se dijo, sin preocuparse por el sofisma, no puedo morir, puesto que soy el último José Colliure.
  Mas si tal puerta se le abre, ello es sin duda porque se espera que él haga algo de utilidad allende de su umbral, de lo contrario habría permanecido cerrada para él y abierta para otro. No alcanzaba a imaginar qué podría él que no lo pudiera  uno de tantos que el mundo tiene en reserva, para que no se hubiera quedado seco en las tripas de aquel fatídico desfiladero o peor, cobrado una herida que prolongara la agonía sobre las oscilantes planchas de un carro, incluso hasta la tienda de un hospital de campaña, para acabar sucumbiendo a ella como les ocurrió a muchos. No entendía la razón por la cual él, no otro sino él, estaba luchando con el ángel negro y poco a poco le estaba obligando a ceder.
   El apurado Hipócrates de los espesos bigotes se ponía a fumar meditabundo y flemático ante la llaga y lo más que hacía era levantar las cejas siguiendo el hilo de su pensamiento secreto. Luego se despedía a la francesa, dejando que el enfermero de turno curara el apostema.
   Por la noche, Colliure encendía la vela que le habían puesto sobre la mesilla, escrutaba las manchas de humedad que poblaban el techo, por donde desfilaba toda suerte de monstruos mitológicos, genios con turbante y hechiceros malignos, soldados dirigiéndose a la batalla en orden de combate, escudos y lanzas y grupas de caballos, pero sintiendo que el dolor, aunque se hacía más intenso, cambiaba paulatinamente de naturaleza, se iba haciendo como más seco y duro, menos nauseabundo, adquiriendo progresivamente la sanidad de los desiertos, de los pelados riscos del Atlas, batidos por los vientos.
   Trató de inferir en qué estado se hallarían los cadáveres dejados sin enterrar y la imaginación le ofreció la estampa del desfiladero sembrado de esqueletos medio enrollados en túnicas, blanqueados por el sol. La vida es atroz hasta aullar como una hiena entre las cuatro paredes de una diminuta habitación de hospital, pero la muerte es bella, la muerte puede incluso llegar a ser sublime y en el reverso de su moneda, magnánima.

                                                                        X


   No quiso de él, pasó de claro, displicente, con su guadaña terciada y su vestidura talar. El galeno, tras contemplar un buen rato la zona afectada con ojos de búho provecto, se extrajo el puro de debajo de los bigotes y sentenció.
   -Se está curando usted. Lo que no sé es cómo. Pero no hay duda, la herida empieza a cicatrizar. Sanará.
   Colliure sintió que ya había vivido esa escena. Probablemente de tanto imaginarla durante sus horas de insomnio. El mundo se abría de nuevo ante él como una rosa inverosímil cuajada de rocío y fulgurando, inflamada, cual si fuera un rubí yaciendo entre brasas. Miró hacia la ventana, no viendo sino el diamante puro de la vida, brillando con todos sus fuegos, y le pareció increíble que pudiera experimentar otra vez esa sensibilidad anhelante hacia ella, esa sensación de que el mundo y él acababan de nacer. Todo volvía a ser posible, como cuando tenía quince años y conducía por primera vez los toros a Riera. Todo tenía aún remedio. Sanará, Sajará, era lo mismo, idéntica fuerza, idéntica luz, pero sin sajar, todo íntegro. Volver entero a Sajará, poder contar todos mis huesos. Aquella mañana venía con un sol radiante cual nunca lo había estado para sus ojos.
   Sin embargo, advirtió que tal esplendor, por intenso y auténtico que fuese, y lo era, no lograba contemplarlo con ojos inocentes, pues éstos habían percibido ya la luz negra, cegadora por su inefable misterio, de la muerte. Y no había bajado la vista.
   A su regreso al cuartel, la compañía se hallaba fuera, efectuando su instrucción cotidiana. Los cuarteleros de guardia lo reconocieron nada más poner el pie en el patio y bajaron enseguida a abrazarlo. Incluso el sargento Negrera lo hizo, dándole la bienvenida a su manera.
   -Muchacho, nadie aquí hubiera apostado una habichuela negra por tu vida. Y te has salido con la tuya. Eso está bien, barbián. Eso es tener huevos, joder.
   -Gracias, mi sargento. También yo estoy contento de volver, con un pie detrás del otro.
   Tras depositar sus pertenencias en la taquilla, fue a hacerle una visita a su alazán. El animal resopló de contento al reconocer a su amo. Lo cepilló un poco, a pesar de que su estado era impecable. Luego lo tomó de las riendas y, sin montar, lo paseó durante un rato.
   Por último, fue a presentarse ante el teniente coronel don Emeterio Muga y darle las gracias por todo lo que suponía había hecho por él. El militar se alegró de verdad al verle restablecido. No obstante, con gesto adusto, le prohibió que emprendiera el servicio activo antes de una semana.
   -Cuanto más temple tiene uno, mayormente lo prueba la vida –le dijo- Pero si se lo reserva, tras examen severo, es porque algo vale.
   Colliure aprovechó este período de inactividad para responder a toda la correspondencia acumulada. Explicó, en sendas cartas, tanto a su madre como a Consuelo, las incidencias más destacadas, o lo que a él le pareció podían serlo para ellas, de lo que calificó de simples maniobras, omitiendo los episodios del desfiladero y de la úlcera, asegurando que le aguardaba un largo lapso de rutina cuartelera. Por supuesto que era perfectamente consciente de la inconsistencia de semejante vaticinio, por la demanda de intervención militar que se desprendía de la situación del momento, pero eso se guardó mucho de dejarlo aflorar de algún modo en su escritura.
   Luis cumplió su palabra y les invitó el primer sábado del regreso de Colliure a una cena en el Casino Militar. El lado positivo de las largas maniobras era indudablemente que los giros, enviados con regularidad por las familias, pues la paga del soldado no sobrepasaba el valor simbólico y no hacía sino dejarlo a mercedes, permanecían incólumes hasta su culminación. El agasajado, para corresponder, corrió con los gastos del resto de la velada.
   -Días de mucho, vísperas de na –comentó, castizo, Ramón del Busto.- Hace tan sólo unas semanas hubiera dado un dedo de la mano por un buen trago de agua caliente y ahora andamos de nones bebiendo champagne helado. Vivimos tiempos extremos. Por eso, cuando las cosas se ponen muy feas, siento que se está preparando lo mejor.
   -Son tiempos extremos –replicó Colliure- sobre todo porque hay pocas personas que alternan lo bueno con lo malo y se equilibran en una medianía. La mayor parte, o bien bebe champagne helado siempre, a todas las comidas, o bien agua caliente siempre.
   -Con la salvedad de que son los últimos quienes más abundan –completó Luis.-
   Ramón hizo caso omiso de semejantes reflexiones socio-políticas, prosiguiendo con su tema:
   -Y cuando van bien, de mí sé decir que no soy de los peores en saber apurar la copa de la abundancia hasta las heces. Cuando el viento es propicio hay que disfrutar a toda vela, que la vida son dos días.
   -Cierto –terció Colliure,- pero si uno no tiene la conciencia tranquila, incluso el champagne le sabe amargo.
   -A mí me sabe amargo de todos modos –se mofó Luis.- Si no fuera porque me pone alegre sin marearme demasiado, lo despreciaría.
   -Vosotros sí que sois despreciables –dijo Ramón del Busto, de buenos modos, agarrando la botella por el cuello y pidiendo al camarero dos copas más.- Voy a beber lo que queda en mejor compañía.
   En efecto, en cuanto obtuvo las dos copas, se dirigió a una mesa en la que se hallaban dos señoritas de buena familia que aceptaron encantadas continente y contenido. 
   Luis Cervera y José Colliure contemplaron la escena sonriendo con paternalismo.
   -Éstos –ponderó Cervera, también de buenos modos- son de casta de higueras locas, que nunca llega a madurar el fruto.
   Sin embargo, algo debió afectarles la actitud del calavera Ramón del Busto pues, aunque ninguno de los dos hizo la menor insinuación al respecto, ambos optaron en lo sucesivo y en la medida de lo posible, por una vida más regalada. Le habían visto las orejas a la parca, en el silencio del desierto alcanzaron a oír el roce de su manto contra el suelo, pues muchos de los que salieron con ellos hacía unos meses, estaban ya mascando tierra a dos carrillos y la próxima vez ¿quién sabe? Bien podría tocarles a ellos encontrarse en la misma situación. Por el momento el sol brilla y lo más sensato parece apurar hasta el último rayo de vida que de él se desprende. 






                                                                      XI


    Durante el mes de agosto, hasta la guerra parecía haberse atenuado como consecuencia del sopor que afectaba a los hombres. Pocas noticias llegaban del frente. Probablemente las tropas del ejército español permanecían acampadas cerca de los puntos de agua, mientras que los rebeldes, todavía enteros y cargados de peligro, los observaban desde sus atalayas de lo alto de las cumbres. No debía ser un pasacalle, ya fuera para tirios o para troyanos, encontrarse en pleno desierto durante la canícula africana. En cualquier caso, la plaza de Melilla languidecía en un marasmo turbio de permanente despertar de siesta. Los mandos militares se hallaban todos presentes, las tropas que no se encontraban de maniobras en los confines del protectorado permanecían acuarteladas, con órdenes cursadas para afrontar cualquier eventualidad, estaban todavía demasiado frescos los recuerdos en relación al descalabro del verano pasado, pero cada cual procuraba eclipsarse buscando el amparo de la sombra que entibiara un ardor que había calado hasta los huesos y amenazaba con convertir la médula en plomo fundido.
   Colliure, poco amante de siestas y del sueño en general, leía periódicos en la antesala del despacho de don Emeterio, en Comandancia, o cuando no estaba de servicio, en cualquier rincón apartado y relativamente temperado que su experiencia de soldado, veterano ya, conocedor de los entresijos y recovecos de los cuarteles, le proporcionaba.
   Las noticias que llegaban de la península no eran alentadoras. El país, como es natural, no había digerido todavía el desastre de Annual y tanto intelectuales como partidos políticos, de izquierda sobre todo, seguían exigiendo unas responsabilidades que la clase dirigente pugnaba por no dar en lo esencial, perdiéndose en excusas, hablando más para ocultar que para revelar. Unamuno, en cambio, había dicho unos meses atrás que “Annual no significa únicamente un desastre militar, sino el desastre simbólico a que nos ha llevado una política personalista y absurda.” Propósito que diluyó un poco cuando en abril visitó al Rey en su palacio, pero que no por ello dejó de retumbar como un cañonazo de ceremonia fúnebre en el sentir de la opinión pública, como ocurría a menudo con las frases de ese halcón de altanería de la inteligencia española, que muchos se preguntaban ya a quién sirve y por quién caza, sin llegar a descubrirlo jamás. Todos se habían de encontrar, a su debido momento, con la formidable bofetada unamuniana que indudablemente se merecían y, como se ve, ni siquiera el Rey se libró de ella.
   Por otra parte, la situación del orden público se iba deteriorando cada vez más, sobre todo en Cataluña, donde las milicias patronales y las milicias anarquistas se enzarzaban a tiros casi todos los días, el terrorismo desgranaba periódicamente sus víctimas y la sombra del separatismo planeaba constantemente en sus relaciones con Madrid. Se vivía un ambiente de descomposición y de fin de reino. Muy pocos eran, especialmente entre las capas populares, quienes deseaban dar la cara por el régimen y así se acababa de ver ese mismo día, 23 de agosto, pues en Málaga se habían insubordinado las tropas destinadas a Marruecos. Entre las otras capas, las que flotan como el aceite por encima del agua, comenzaba a circular la llamada al cirujano de hierro, noción tomada de Costa, porque de Costa, lo mismo que de Unamuno y de cuanto intelectual rehusaba arroparse en banderas, se podían tomar perfectamente unas cosas dejando de lado, con total desenvoltura, otras. En lugar de tanto hablar de cirujano de hierro, esos boquirrubios señoritos andaluces y esos hijos de caciques bien podían darse por aludidos con la reforma agraria. Es la España caciquil la que no puede seguir funcionando, pues constituye un anacronismo en Europa, un armatoste hecho de cuerda y palo, un auténtico arcaísmo y una rancia injusticia.
   Colliure plegó el periódico y lo lanzó sobre la mesa. El sol declinaba ya severamente, sus rayos oblicuos penetraban por las ventanas y teñían de calabaza las paredes de la antecámara de don Emeterio. Éste salió repentinamente de su despacho.
   -Ya hemos terminado por hoy. Puedes disponer, Colliure.
   -A sus órdenes, mi teniente coronel.
   El ordenanza fue al patio de Comandancia en busca de su montura y salió muy tieso sobre ella hacia el cuartel de caballería. El regimiento había regresado ya de la instrucción cotidiana practicada en campo abierto y se veía animación en las compañías. También la había en las caballerizas. Colliure se puso a almohazar su caballo junto a los demás, escuchando las incidencias de la jornada.
   El soldado Juan Aroca comentaba cómo el capitán Cabrales había puesto en peligro de despeñarse a toda su compañía, haciéndola pasar por una trocha en pésimo estado que ascendía por el borde de un precipicio, sólo para llegar al punto de reunión antes que los capitanes Ramos y Beltrán.
   -Cabrales pertenece a esa clase de militares que vienen a África con el propósito de dar un Santiago y ser ascendidos a general en un par de semanas –resumió Aroca.-
   -¿Tan mal estaba el paso?
   -Era una senda de cabras, estrecha y con el firme muy degradado. Además, podía haber sido impracticable en algún punto, pues no hubo tiempo de efectuar una inspección previa, y se las hubieran visto y se las hubieran deseado en caso de tener que dar la vuelta.
   -El coronel le habrá echado un buen rapapolvo, imagino.
   -Jamás en presencia de la tropa. Y menos aún Riquelme. Pero tendría curiosidad de oír lo que se dicen de puertas adentro. En cualquier caso es evidente que no le tiene ninguna simpatía. Seguro que en privado le ha hecho saber con cuántas entra la romana. Cuando Riquelme se hizo la famosa fotografía en el Muluya, rodeado de sus jefes y oficiales, no lo llamó a él. Y eso que debía saber que Cabrales hubiera dado un pueblo andaluz, con iglesia incluida, por aparecer en ella.
   -¿También es terrateniente, Cabrales?
   -Como casi todos. Y no de los menores. Se dice que recorre sus posesiones en aeroplano, porque si tuviera que hacerlo a uña de caballo no le bastaría con un año para inspeccionarlo todo.
   Aroca, por su parte, sin comérselo ni bebérselo, sí salió en la foto con su sonrisa de amanuense de la Corte Pontificia. Estaba allí, por casualidad, recibiendo un recado del comandante Almagro, y el fotógrafo le pidió que se quedara. No sólo eso, sino que, además, le recomendó que se quedara quieto donde estaba. Aroca sonrió, plegó ligeramente la rodilla izquierda y salió en primer plano, en el centro justo de la imagen que iba a verse en toda España y parte del extranjero.
   -He aquí una instantánea de nuestro amado país –prosiguió.- Los caciques dan el pucherazo en su respectiva provincia. Sus hijos mayores copan los puestos en el estamento militar. Sus hijos segundos hacen lo propio en la jerarquía eclesiástica. Si hay algún otro, estudia para profesor de universidad y en caso de no obtener la cátedra, el padre regala una biblioteca entera y asunto concluido. Siempre habrá un cuarto que administre las tierras y se ocupe de cuanto negocio caiga en sus manos o, si se tercia, de la política. Este estado de cosas no cambiará así como así. Para cambiarlo haría falta una revolución, como en Rusia, que vierta ríos de sangre o como en Francia, que corte cabezas cual si fueran cabezas de maíz. O como decían los viejos liberales, ahorcar a los reyes con las tripas de los curas. Lo tienen todo tan atado y bien atado que no valdrán medias tintas. A los de abajo no les ofrecen más alternativa que pasar el país a fuego y a sangre o conservar el estatuto de siervo de la gleba in saecula saeculorum.
   Colliure acababa de sacar más o menos la misma conclusión leyendo los periódicos. Guardó silencio mientras cepillaba concienzudamente su bravo alazán. ¿Cuántos en España estarían pensando lo mismo? ¿Cuántos, como él y como Aroca, que tienen algunas letras, leen los periódicos y piensan con la cabeza? Pues puede que comparativamente no sean muchos, pero sí los suficientes como para hacer estallar el país como un polvorín. Y si ello acabara ocurriendo, ¿qué partido tomaría él? No se veía a sí mismo como un bolchevique, él que lo primero que había hecho a su llegada a Melilla fue encargarse varios uniformes a la medida, no cuando se lleva como segundo apellido Santamaría, para el cual Dios, o su madre, ha hecho incluso milagros. Admiraba la habilidad de su difunto padre para los negocios, la cual se hallaba convencido de haber heredado y le estaba agradecido por el peculio que había sabido crear para la familia en poco tiempo, con un aporte moderado por parte de su progenitor, el abuelo Colliure. Pero ello era una fortuna a la medida del hombre, un patrimonio que la familia podía trabajar honesta y enteramente, viviendo de él a la altura de sus merecimientos, sin explotar ni escandalizar a nadie. Sin embargo, ¿dónde estaba ese término medio al que su razón y su naturaleza moderada, suave y templada en el fondo, sin mediar provocación, le inclinaban? Según Aroca, y él no dudaba en darle la razón, en España no existía.



                                                                   XII


   Durante todo el otoño el regimiento hizo vida de guarnición, hasta que, a finales de noviembre, recibió orden de partir hacia el Quert. En esta ocasión sólo se emplearon carreteras y la infantería fue transportada en camiones. El puesto de mando se estableció en un pequeño cuartel enclavado en un valle pardo y desértico, rodeado de altas montañas, alrededor del cual se plantaron las tiendas destinadas a la tropa. Los desperfectos sufridos por la escueta fortaleza durante los acontecimientos de julio del año anterior ya habían sido reparados, de modo que se percibían remiendos por todas partes. Una de las grandes lecciones del desastre, la relacionada con el abastecimiento de agua, había sido retenida. Prueba de ello era la reciente construcción de un aljibe de proporciones moderadas, que era preciso alimentar de cuando en cuando pero que, en caso de sitio, permitiría a una guarnición mediana resistir durante varias semanas. No al contingente que se hallaba actualmente estacionado, desde luego. Tampoco le hacía falta, pues disponía de fuerzas suficientes para repeler cualquier ataque y alcanzar, por sus propios medios, el punto de agua, que se encontraba tan sólo a un par de kilómetros. Dado que el puesto se hallaba bien comunicado y la retaguardia pacificada, aunque no al abrigo de golpes de mano por parte de la guerrilla, el abastecimiento de vituallas y material se efectuaba de manera regular mediante convoyes de camiones protegidos por tropas de caballería.
   El enemigo se desplazaba por las crestas de las montañas en pequeñas unidades que, a veces, podían penetrar profundamente en la zona del protectorado. Por ello era necesario efectuar frecuentes expediciones hacia la alta montaña con objeto de controlar sus pasos y patrullar por sus vericuetos. El equipo de medidores a las órdenes del teniente coronel don Emeterio Muga las seguía, a veces, cuando se trataba de consignar una orografía todavía desconocida según el nuevo método.
   Por lo demás, aún hubo otro aspecto que marcó una diferencia notable con la maniobra anterior, la estación invernal, la cual suele manifestarse con rigor en la cordillera del Atlas, no siendo infrecuentes las nevadas, con la consiguiente dificultad para los desplazamientos de la tropa y el transporte de material y mercancías. De hecho, ya en el campamento, a principios de diciembre, comenzaba a dejarse sentir un frío seco y punzante, amargo durante las noches. Aspereza que se incrementaba, naturalmente, a medida que se ascendía a los picos y collados de alta montaña.
   Tampoco se sentía, al menos durante la permanencia en el campamento, esa opresiva sensación de aislamiento, la impresión de desplazarse en la nada avanzando hacia una nada aún más incomprensible y compacta, que reinó en la precedente expedición. En los alrededores se podía vislumbrar algún que otro poblado o aprisco aislado, todo medio derruido pero exhalando algún que otro signo de vida. Y los rabadanes hacían pacer sus rebaños, a veces hasta los límites mismos del campamento. Al principio se mostraron hoscos, desconfiados, probablemente porque no veían a los antiguos ocupantes de la posición, pero al poco tiempo intercambiando saludos y zalemas con los nuevos soldados nativos. Finalmente, cuando la soldadesca andaba desocupada, se llegaron a formar corros, integrados por individuos de ambas procedencias, que conversaban con los pastores, quienes sólo en contadas ocasiones necesitaban ser secundados por una traducción puntual. Y así contaban historias y consejas de la montaña. Su jefe tribal estaba en buenos términos con España y ellos sólo querían que se les dejara vivir tranquilos con sus rebaños de cabras y ovejas.
   Colliure, privado de los alicientes y relaciones que le ofrecía la ciudad de Melilla, tenía incluso más tiempo para escribir a su madre y a Consuelo. Teresa le brindaba una visión tranquilizadora del estado de cosas que reinaba en Sajará. La vida familiar flotaba envuelta en una calma idílica. Joaquín se ocupaba a las mil maravillas de la hacienda y los negocios iniciados por su padre. Es más, se había lanzado en otros que parecían muy prometedores. José Colliure pedía precisiones a su madre, pero ésta se evadía con el socorrido recurso de que las mujeres no entienden de esos asuntos. Él entonces respondió solicitando dicha información directamente a su hermano, pero éste contestaba con generalidades, con evasivas, evitando entrar en el meollo de la cuestión, tratando de transmitir únicamente su entusiasmo.
   ¿Y de Daniel? ¿Qué se sabía de Daniel? Pero de Daniel se sabía bien poca cosa.
   Al principio hubo que hacer la aguada todos los días. Cada noche, durante la formación de retreta, el brigada Fontana leía la lista de quienes integrarían la breve expedición de la mañana siguiente. Era un servicio que se hacía con gusto, en ese lugar preciso, pues, como queda dicho, el manantial no se encontraba lejos y la zona parecía tranquila. Por otra parte, quienes participaban en dicha operación, quedaban evidentemente exentos de la instrucción de la jornada. De modo que, cada mañana a eso de las nueve, partía el pequeño destacamento a las órdenes de un sargento. Así hasta que el aljibe estuvo a rebosar. Luego, el brigada le echaba periódicamente un ojo y, cuando le parecía, organizaba una aguada con tal de tener el depósito permanentemente lleno.
   Algunas veces, Colliure, no teniendo nada que hacer, solicitó permiso para acompañar al pelotón de la aguada. La primera ocasión en que lo hizo, estaba mandada por el sargento Jirca y encuadrada por los cabos Ballester y Jalal Marifa. Los soldados iban a pie, con el fusil en bandolera, por si las moscas, tirando cada uno del ronzal de una mula. Era una de esas espléndidas mañanas de principios de invierno en que resulta francamente agradable cabalgar bajo el sol, cuando éste comienza a disipar el frío de la madrugada. Tras avanzar varios centenares de metros por la carretera, tomaron una senda ascendente por la que sólo podían pasar las caballerías una a una. El sargento Jirca iba el primero, seguido del cabo Ballester. Cerrando la marcha, el cabo Jalal Marifa y Colliure. Los soldados iban contentos, más de una vez espantaron con sus risas bandadas de perdices y codornices.
   -¡Quién tuviera aquí la escopeta de don Emeterio! –murmuró Colliure.
   -Donde hay oídos para oír, más vale no tirar más tiros de los necesarios –repuso Jalal.-
   -Tienes razón, las fiestas con pólvora sólo son para cuando se ha perdido la memoria de las guerras. ¿Eres de por aquí?
   -No, yo soy del lado del mar.
   -Lo mismo que yo. Del lado del mar. ¿Sabes echar la red?
   -¿En la playa?
   -Sí.
   -Pues claro que sé echar la red. En mi pueblo, soy de los mejores. También hay que echar antes un vistazo al mar y elegir el lugar.
   -Ah, eso no lo sabía.
   -Claro. Los peces se desplazan en masa, como los ejércitos.
   -Y si no, ¿cómo te ganabas la vida antes de entrar en el ejército?
   -Pues mi padre tiene huertos de naranjos, cerca de la desembocadura del Muluya. Mis hermanos y yo las trabajamos.
   -Vaya por Dios. Exactamente igual que nosotros, sólo que cerca de la desembocadura del Júcar.
   A partir de ahí, ambos jinetes se enzarzaron en animada conversación sobre detalles técnicos del cultivo del naranjo, remedios para las plagas, mejor momento para la poda, etc. De la descripción que hizo Jalal en cuanto a las labores agrícolas efectuadas en su tierra, Colliure recogió algunos detalles útiles, que le parecieron originales, pero, en su conjunto, le dio la impresión que estaba describiendo la huerta de Sajará, con todos los cultivos que en ella se dan, naranjos, higueras, olivos, hortalizas, nísperos, ciruelas, y hasta las gentes, lo que decía éste, lo que decía aquél, el carácter de unos y de otros, lo que se solía hacer en invierno y en verano, los conflictos de intereses, todo lo que decía Jalal podía aplicarse a Sajará y haber ocurrido en ella.
   En animada plática llegaron pues al manantial. De lejos parecía la entrada de una gruta, pero en cuanto uno se acercaba, se veía como un pilón conteniendo agua límpida, serena, al abrigo de las paredes rocosas. Daba la impresión que aquello había sido construido por la mano del hombre, mediante cálculos que evaluaban un complicado equilibrio hidráulico para que el líquido elemento llegue desde entrañas del monte hasta el límite justo del borde de la gran pila.
   -Es un agua de excelente calidad –ponderó el sargento Jirca.- Siempre sale fría, tanto en invierno como en verano.
   Lo primero que hicieron todos fue llenar sus cantimploras y beber a saciedad. Lo segundo, fumarse un pitillo. Desde la explanada de la fuente, se podía ver el campamento y, más allá, cual si fueran hormigas que inspeccionan hasta el más diminuto recoveco del terreno, los soldados haciendo instrucción, jugando a tomar posiciones en las que resistía un enemigo imaginario. Los improvisados aguadores pretendían identificar mediante detalles las diferentes compañías, porfiando entre ellos por estipular quién tenía mejor vista. El sargento Jirca probó con harta suficiencia que poseía una visión de halcón, capaz de distinguir figuras y matices, que más tarde resultaron ciertos, a una distancia portentosa.
   Una vez probada su agudeza visual, con una sonrisa de satisfacción, ordenó que se procediera al llenado de los odres. Cuando se hallaron todos orondos y relucientes, no dudó en ayudar a los soldados en la tarea de cargarlos en las alforjas de las mulas. El sargento Jirca hubiera pasado perfectamente por un cabeza de cuadrilla de recolectores naranjeros en Sajará o en cualquier pueblo colindante.
   Colliure simpatizó con Jalal Marifa con quien, después de todo, tantas cosas tenía en común. Veía al cabo como un muchacho recto y serio, pero con esa absoluta aceptación del destino que da a algunos mahometanos una particular suavidad de carácter. Al propio tiempo, hablaba con tal acendramiento, en un castellano más que aceptable, el cual soportaría el parangón con el de, por ejemplo, un catalán o un valenciano, que también hablan corrientemente otra lengua, que Colliure no pudo evitar preguntarle si había cursado estudios superiores. No los había hecho pero asistió a la escuela hasta los quince años. Le venía pues de naturaleza esa capacidad para percibir y manifestar el equilibrio, a menudo oculto, de las cosas, lo que implica un cierto tipo de sabiduría que no siempre dan los libros.
   Jalal era muy amigo de los cabos Acosta y Ballester, así que Colliure y Luis Cervera, también a veces Ramón del Busto, se sentaban a menudo a comer con ellos. Luego, en los ratos de ocio, hacia el final de la tarde, en lugar de ir a la improvisada cantina, lo que sí hacía más a menudo del Busto, daban largos paseos, sin perder de vista el campamento, por supuesto.
   La espontánea afabilidad de Jalal Marifa le impelía igualmente a entablar conversación con los rabadanes que vigilaban rebaños de cabras y ovejas, apoyados en el cayado y con la mirada perdida en el horizonte. Entre ellos había uno muy viejo cuya palabra parecía buscar Jalal con avidez. El pastor llamaba la atención por una larga y espesa barba cana que contrastaba con su rostro extraordinariamente atezado y surcado de profundas arrugas. Por debajo del turbante asomaban también mechones como de lana blanca.
   Era la memoria viva del lugar. Contó historias de alfaquíes o santones que habían vivido o pasado por el lugar, expediciones de tropas españolas o del sultán y las escaramuzas que se produjeron, a veces, entre ellas y las tribus rebeldes. Habló también de quiénes y cómo construyeron el cuartel y del modo en que cayó en manos de los insurrectos hacía dos veranos. Durante muchos meses, los cuerpos de los españoles quedaron expuestos al sol por orden expresa de éstos. Nadie podía acercarse aquí y menos aún enterrarlos. Ahí se quedaron hasta que volvieron los españoles y les dieron sepultura.
   Otro día que nos acompañaba el soldado Mazlum Sidc, el viejo le contó, como si lo hubiera visto, el incidente que había tenido aquella misma mañana con el sargento Cabd, quien le pegó un culatazo en el pecho por no haber realizado correctamente, según él, una carga. Podía haberlo visto, cierto, porque esos viejos rabadanes conservan una vista de águila, pero acto seguido le recordó otros percances similares con el sargento de marras, algunos de ellos antiguos, que habían tenido lugar en Melilla o durante la expedición al Muluya, y describió con toda exactitud la relación de hostilidad que había cuajado entre ambos hombres, añadiendo asimismo el por qué.
   Mazlum se quedó anonadado y los demás también. Cuando logró emerger un tanto de su asombro, le preguntó al viejo cómo lo había sabido.
   -Lo supe por la arena, que me informa de la noche y el día y también por el dicho de los antiguos de que no hay nada oculto para Alá, ni encubridor que se encubra de Alá, y que en la constitución de los hijos de Adán hay un espiritual elemento que cala en los más tenebrosos secretos. El hombre cabal, hijo mío, es como el labrador que cuida de su huerto. Siembra, o planta, sus buenas obras. La cizaña y las malas hierbas son las insidias, las asechanzas de los demás, a veces sólo su mera presencia, sin que haya maldad por su parte, pero Alá permite que estén allí para empecer. Y también quiere Alá que las hortalizas y las frutas que planta el labrador sean frágiles, sensibles a la helada o al ardiente rayo del sol, mientras que la mala hierba es robusta, resiste a todo, ni la sequía ni el hielo consiguen matarla, y nace sola, sin voluntad firme de nadie por sembrarla y crece y se reproduce como la pólvora. Porque Alá sólo mira al labrador y sabe lo que le conviene. En cambio, le ha dado por aliado al tiempo, con quien es preciso, no obstante, tener buenas relaciones, pues hay que saludarlo y honrarlo todos los días, sin que falte uno solo, a no ser el estipulado por Alá para el reposo y para su alabanza. Pero Alá es el más sabio. Si así lo hiciere, llegará el momento de la cosecha y Alá le dirá: ¿Dónde están tus frutos, hombre salido del barro? Y el labrador responderá: ¡Oh, Alá, el Piadoso, el Apiadable! Ahí está mi aceifa y mi albacora, mis tomates y mis alcachofas, mis albérchigos y mi alfalfa, mis pepinos y mis albaricoques. Y allá el aceribe y la adargama. ¡La paz sobre aquél que halló el perdón y el rescate y la piedad del Apiadable! Y Alá le dirá: ¡Entra en mi paraíso! Pero luego Alá se dirigirá al rico, a aquél que no ha puesto jamás los pies sobre la tierra labrada si no es para recoger el fruto que otros han plantado, a aquél que, a las primeras de cambio, ha mandado poner de patitas en la calle a los importunos, sin sufrirlos jamás, y le emplazará de este modo: ¿Dónde está, hombre nacido del barro, el fruto que plantaste y cuidaste con tu propia mano? Todo quedó abajo, mi Señor, responderá el desgraciado. Todo permanece allá abajo –replicará Alá, exaltado sea y glorificado- porque pertenece a quienes lo ganaron con el sudor de su frente, pero tú, que te presentas con las manos vacías ante mí, baja a la morada del Saitán para que él te tenga entre sus dos ojos y te conozca. Así que no te quejes por el sufrimiento que te envía Alá, pues lo hace para tu bien.


                                                                    XIII


   Llegaron las navidades de 1922, las segundas que pasaba Colliure en filas, y el campamento se aprestó a celebrarlas discretamente. Se suspendió la instrucción por unos días, se encendió un gran fuego cerca de la cocina y se asaron los corderos que el ejército había comprado a los pastores de las cercanías. También se distribuyó turrón, que había llegado con el último avituallamiento. En cambio, el contingente que debía partir para relevar a quienes estaban en las alturas colindantes tuvo que hacerlo el primer día al alba. Habían festejado al menos Nochebuena.
   Los musulmanes, que veneran a Jesús como un gran profeta, no tuvieron ningún inconveniente en celebrar con los cristianos su nacimiento y les pareció normal el intercambio de votos por la paz, el amor y la concordia. Nadie parecía pensar en quién era el responsable de aquella guerra, se contentaban con desear sinceramente que terminara, lo único que razonablemente podían hacer quienes no eran sino mandados y de nada les servía plantearse cuestiones trascendentales que ellos mismos no habían de resolver. Los más estaban contentos por el reposo, por la mayor calidad de la comida, por el calor del fuego y el buen humor de todos. Fue como un paréntesis durante el cual el campamento hizo abstracción de la guerra, para pensar más bien en el pueblo, en la familia, en la novia, lo que matizaba de melancolía el regocijo de la fiesta. Pero así eran las cosas y mejor eso que un puñetazo en el ojo.
   El frío, en cambio, arreciaba en la cordillera del Atlas. Quienes tenían guardia, iban a ella abrigados al máximo de lo que permitía el reglamento, envueltos en los pesados capotes de invierno, y siempre había quien les llevara un café ardiendo al puesto, o un poco de turrón, o algo de comida, ya fuera durante el día o durante la noche.
   Los mandos tenían la posibilidad de ir en coche rápido a pasar las navidades en la plaza de Melilla, con sus respectivas familias. Pero tanto Riquelme como Muga declinaron la oferta. Allí estaban ambos, junto con los comandantes Almagro y Carrascosa, así como el resto de los oficiales, a la puerta de la tienda del primero, sentados alrededor de una larga mesa, cerca de la cual se había encendido otro gran fuego. Todos parecían haber olvidado sus rencillas personales y su permanente emulación para brindar juntos por lo que se ofreciese. Colliure sonrió al ver cómo Ahmed sacaba a la mesa los platos, adornados con toda clase de verduras que no eran en absoluto de temporada. Ninguno de aquellos jefes u oficiales parecía notarlo, estaban acostumbrados a cierta calidad de vida y les parecía obvio que incluso allí, en plena cordillera del Atlas, la intendencia del ejército español hiciera milagros por su bonita cara. Tan elemental era su derecho, que ni siquiera habían parado mientes en ello.
   Colliure se retiró del jolgorio y fue a fumarse un cigarrillo a la puerta de su tienda. Tuvo un pensamiento para los suyos que, sobre todo en esas fechas, estarían tratando de poner a mal tiempo buena cara, procurando celebrar como se debe una fiesta tan señalada, fingiendo no notar que la familia estaba muy mermada, sin el abuelo, sin el padre, sin Daniel, sin él mismo. Sólo mujeres guardando el palacio de Ítaca, y Joaquín, nuevo Telémaco, a sus años, con esa tremenda responsabilidad sobre sus hombros. Se arrebujó en su capote del que sólo sobresalía una mano huesuda sosteniendo la pavesa del cigarrillo. Daniel, algo tendrá que hacer, a su regreso, por él. En cuanto se quedaron solos, qué pronto lo convencieron. Hienas. Pero quizá tenga todavía remedio. No se resignaba a tener que ver a su hermano de pascuas a ramos y siempre detrás de unas rejas. Detrás de unas rejas. ¿De quién o de qué tienen miedo? No, su padre estaba muerto y enterrado, quizá, o en parte, por culpa suya. Mas no dejaría que enterraran vivo a Daniel.
   Recordó las navidades de cuando todos eran niños y no había más voluntad que la del padre y la madre, ambas en perfecta armonía. Fueron tiempos notables aquellos, de confianza y prosperidad. También de alegría. Por mucho que se quejaran del carácter autoritario y algo bilioso del regidor que, por cierto, lograban capear a trancas y barrancas. Como él hizo muy bien aquella noche en que, principalmente por tener carrillos de catalán, se retrasó pasablemente más de la cuenta a la hora de cenar, la cual era sagrada para su estricto progenitor; quien, cansado de esperar, arrojó la servilleta sobre la mesa y se fue andando a Riera en su busca. Colliure, con la luz de la luna, logró divisarlo de lejos. Este es mi padre, que viene a buscarme, se dijo. No podía esconderse, ni bajar de la mota, sin que el otro coligiera que se trataba de él. De modo que decidió hacerse el cojo, balanceándose a babor y a estribor como un barco que navega sobre una mar picada. El regidor pasó a su lado y no lo reconoció.
   Sin embargo, los retoños crecieron y su carácter y su voluntad fue tomando cuerpo, afirmándose. Ninguno de ellos era de mala índole, pero aún así es casi imposible escapar al enfrentamiento, al conflicto. Resulta algo absolutamente extraordinario considerar que, hasta donde hay amor, la gente no consigue sino acabar haciéndose daño. Parece como si la vida fuera una causa perdida de antemano, cuyo único significado, o valor, como parecía sugerir unos días atrás el viejo zahorí, es el sufrimiento, la prueba. Y este desierto interminable, donde acecha emboscado el enemigo, podría constituir una excelente alegoría de la misma. La pregunta es si el desierto durará siempre, si andaremos durante cuarenta años extraviados en él, como el llamado pueblo elegido, o nos perderemos definitivamente en la nada sin límites. Tres años de penitencia, veintidós años, cuarenta, una vida, una eternidad, ¿cuánto? ¿Cuánto tiempo hace falta para hallar la gracia en la devastada tierra de Caín?
   Pero allá arriba, millones de ruedas seguían girando pues la gran máquina del universo no se puede parar y así entró el año 1923, acogido por las hogueras del vivac, por las canciones goliardescas y los tambores y las zambombas de la tropa, que añadían el vino de la cantina al que se les había servido en la mesa, por ese silencio glacial que parecía llegar hasta las mismas obras defensivas que rodeaban el campamento y lo ceñía, por las primeras nieves que, de la noche a la mañana, cubrieron aquel paisaje anguloso, abrupto, de una fina capa de azúcar de lustre.
   Pasadas las celebraciones, el regimiento trató de llevar una vida normal, lo que sólo se pudo hacer a duras penas, bajo un cielo blanquecino, que parecía reposar su inconmensurable peso helado sobre las columnas rocosas que coronaban el dilatado valle y semejaba un gigantesco sudario que abrumaba y oprimía todo el paisaje. Lo peor eran las noches bajo la lona de la tienda, sobre el pétreo y gélido suelo. Los soldados dormían con las botas puestas y envueltos con todo lo que podía servir a tal efecto, mantas, capotes, tres cuartos, etc.
   Así estaban las cosas cuando llegó el momento de reemplazar a quienes ocupaban las cotas de alta montaña. Riquelme, basándose en los mapas y en las informaciones recibidas por los expedicionarios, decidió ocupar igualmente otras posiciones, de modo que el contingente que partió esa vez era bastante más numeroso. Además, don Emeterio Muga había considerado que de paleta le venía la ocasión para efectuar mediciones en zonas no tratadas aún por el nuevo método, con lo cual toda su escolta y el equipo de topógrafos se sumó al convoy.
   Bajo las primeras luces del alba y con un frío de estepa siberiana se dio la orden de marcha. Un equipo de exploradores, integrado especialmente por indígenas, al mando del sargento Caramo, abría el cortejo, precediéndolo pero sin perderlo de vista. Comenzó así una lenta y continua ascensión por trochas que apenas se adivinaban bajo el cada vez más espeso manto de nieve.
   A medida que avanzaban, las montañas parecían cerrarse sobre ellos como un cepo para atrapar criaturas mitológicas. Hacia mediodía, se hallaban tan rodeados de empinadas cumbres rocosas que sólo se divisaba, en el norte, a sus espaldas, la boca del valle por la que habían entrado como única escapatoria a esa descomunal trampa geológica. Fue entonces cuando comenzaron a revolotear por encima de sus cabezas finísimos copos de nieve, preludio de una auténtica tempestad durante la cual los cielos parecían desplomarse bajo la forma del mencionado meteoro. Tanto es así que, a poco, los caballos hundían en el manto blanco sus patas hasta el corvejón. La visibilidad era, asimismo, escasa, tan sólo se alcanzaban a ver dos o tres jinetes en cada sentido de la marcha.
   El sargento Caramo detuvo su cabalgadura a fin de dejarse alcanzar por el grueso de la columna y parlamentar con don Emeterio.
   -Mi teniente coronel, hasta dentro de tres o cuatro horas, avanzando a este ritmo, no hay ningún refugio. Y si no llegamos a él con luz, puede que no consigamos encontrarlo.
   -Tampoco podemos quedarnos aquí, ni volvernos atrás. ¿Qué tipo de refugio es?
   -Se trata de un aprisco donde caben caballos y mulas. Hay también unas cuantas casas de adobe, construidas de modo rudimentario por los pastores del valle. Está a unos cien o ciento cincuenta metros del camino.
   -Lleva contigo dos hombres. Adelántate y enciende un buen fuego, para que lo veamos en caso de llegar de noche.
   -A sus órdenes, mi teniente coronel.
   Ya había tirado de la rienda para orientar su cabalgadura en el sentido de la marcha, cuando don Emeterio lo retuvo.
   -Aguarda. Tal vez no sea tan buena idea como aparenta. Pongamos por caso que hubiera alguna patrulla enemiga pululando por estos pagos. Ellos conocen el terreno mejor que nosotros. No sería descabellado pensar que ese refugio, puede que el único disponible en toda la zona, se halle ya ocupado por ellos. Toma más bien a todo tu equipo de exploradores, procura llegar antes del anochecer, pero acércate sigilosamente. Ah, y no enciendas fuego por el momento, deja apostados dos hombres junto al camino.
   El sargento Caramo saludó y espoleó a su caballo, el cual inició un laborioso, aunque silente trote. Don Emeterio giró sobre su silla e hizo un gesto al sargento Hodur.
   -Coge unos cuantos hombres y reemplaza a Caramo.
   No fue pues posible efectuar pausa alguna para comer. Cuando ello quedó claro, cada cual iba hundiendo, ahora y después, la mano en las alforjas e iba consumiendo la ración que se guardaba en ellas. Durante toda la tarde no dejó de nevar, por lo que la marcha era cada vez más lenta. En los tramos más expuestos, la materia blanca llegaba casi hasta los flancos de los animales. Ni siquiera se distinguían ya las huellas dejadas por la tropilla de Caramo. Don Emeterio, inclinado sobre el pomo de la silla, arrugaba el entrecejo y no ocultaba un semblante de preocupación. Colliure consideró la posibilidad de que el avance se hiciera imposible, lo que bien podía ocurrir de un momento a otro, y la situación en que se encontraría el destacamento si ello se produjera.
   El sol desapareció pronto tras las altas y escarpadas paredes montañosas, pero una suerte de nimbo lechoso permaneció durante bastante tiempo. Anochecía ya cuando se escucharon, con toda nitidez, unos cuantos tiros, no muchos, sólo tres o cuatro, de fusil. Don Emeterio espoleó su caballo, que se lanzó, con gran dificultad, a una suerte de trabajoso galope. Quienes no tenían que tirar de las riendas de una mula le siguieron.
   En esas condiciones cabalgaron durante diez buenos minutos, sin distinguir el menor bulto sospechoso de componer, a través de la espesa cortina de nieve, una figura humana en cualquier posición imaginable. Al cabo surgieron dos soldados, con los brazos levantados y el fusil terciado. Uno de ellos, reconociendo al jefe de la expedición, le gritó:
   -El refugio estaba ocupado por el enemigo, mi teniente coronel. Pero ya lo hemos limpiado.
   El capitán Beltrán ya se estaba lanzando por la cuesta que suponía conducía al aprisco en cuestión.
   -¿Es por ahí? –inquirió don Emeterio.
   El soldado respondió afirmativamente. Colliure, con las piernas flexionadas, sin apenas apoyarse en la silla, tratando de orientar la carrera de su poderoso alazán, distinguió, entre la uniformidad blanca, siluetas que recordaban vagamente casas. Cuando al fin las alcanzaron, los hombres de Caramo estaban ya amontonando cadáveres, algunos de ellos tiñendo abundantemente la nieve con manchas de un rojo oscuro. Don Emeterio desmontó el primero. El sargento Caramo, que salía de una de las casas, avanzó hacia él para darle novedades.
   -A sus órdenes, mi teniente coronel. Hicimos como usted ordenó. Unos cien metros antes de llegar a la altura del aprisco, desmontamos. Dejé un par de soldados custodiando las caballerías. Por fortuna, la cortina de nieve y el viento ocultaron nuestra presencia, pues tenían hombres apostados cerca del camino. Dimos un rodeo para acercarnos por detrás. También allí había vigías, que mis hombres no tuvieron dificultad en pasar a cuchillo. Una vez neutralizada la guardia, di la orden de asaltar las casas, a bayoneta calada. Los pillamos tan por sorpresa que apenas hizo falta hacer fuego.
    -Ha actuado usted con una eficacia encomiable. Le felicito por ello, sargento Caramo. Sargento Hodur, mande enterrar los cadáveres. Seguidamente organice los turnos de guardia.
   El cabo Jalal Marifa abrió la puerta del espacioso aprisco, donde ya se encontraban las cabalgaduras de los difuntos rebeldes, y ayudado por unos cuantos soldados esparció paja sobre el suelo. Seguidamente se procedió a introducir los caballos y a darles forraje. Los animales pasarían allí mejor noche que en el propio campamento.
   En el interior de las casas, el fuego estaba encendido, la comida, esencialmente carne de cordero, prácticamente hecha.
   -¡Vaya, comamos y triunfemos –dijo don Emeterio, no sin cierta ironía- que esto nos ganaremos!
   No hubo más que servirse, sentarse en el suelo de tierra, con la espalda recostada en la pared y ventilar la inesperada cena en una atmósfera agradablemente caldeada, aunque en silencio, pues nadie podía dejar de pensar en las escenas que, allí mismo, acababan de producirse hacía tan sólo unos instantes.
   Ramón del Busto, sin embargo, susurró a los oídos de Colliure:
   -No sé qué haríamos, la verdad, sin estos indígenas en nuestras filas.
   Colliure asintió, pensativo. Cervera, que había logrado captar la conversación, repuso:
   -A fuerza de encomendarles los trabajos sucios, han adquirido una sublime maestría en ellos.
   -Es cierto –dijo al fin Colliure,- pero también es verdad que en esta ocasión ha ayudado la hora tardía, entre dos luces, la tormenta de nieve, que ha diluido sin duda sus figuras y ha silenciado sus pasos. Lo cual quiere decir que, ahora mismo, nosotros corremos idéntico peligro.
   -No es probable que, con este tiempo, haya fuerzas enemigas en movimiento –replicó Cervera.-
   -Quizá eso mismo dijeran ellos. Mi parecer es que no conviene dormir a pierna suelta esta noche, a pesar de la guardia, pues tan indígenas son unos como otros. Podrían haberse dado cita en este punto, que ofrece justamente un refugio cómodo contra las inclemencias del tiempo, varios grupos de rebeldes.
   -Al menos nosotros ya hemos cenado. Que ellos no.
   Había sido del Busto el autor de semejante barbaridad, con un humor muy suyo que lo mismo podía ser negro que blanco, y con ella zanjó la conversación.
   Los hombres se encontraban cansados tras la marcha forzada, efectuada en condiciones difíciles, así que pronto se envolvieron en mantas y se acomodaron en el suelo para dormir, entre ellos don Emeterio. Cervera dio la orden de conservar las armas cargadas y al alcance de la mano.
   -No nos vaya a ocurrir lo mismo que a nuestros huéspedes.
   Seguidamente se dirigió a la reserva de leña y avivó el fuego con unos buenos troncos cuyo rescoldo podía durar toda la noche.
   Colliure descansó, durmió incluso, pero abrió los ojos cada vez que alguien entraba para despertar al siguiente turno de guardia. En la primera ocasión, las llamas danzaban como derviches sobre el lar, ofreciendo imágenes cambiantes de los rostros soñolientos que acababan de ser arrancados del sueño y que parecían efectuar todavía una composición de lugar, mientras se ponían los correajes cargados con las pesadas cartucheras repletas de munición. Luego agarraban el fusil, con la bayoneta calada, y abandonaban el cálido refugio en grupo. Cuando les llegó el momento a los siguientes turnos, un resplandor rojizo, cada vez más tenue, teñía la atmósfera uniformemente, sin imprimirle el menor movimiento, la más leve ondulación. Todo aparecía como sumergido bajo el agua desde hacía siglos, como si fuera el camarote de un galeón cargado de oro, reposando, desde los tiempos del imperio, en el fondo del mar Caribe. Hasta los gestos de los soldados al levantarse parecían anormalmente lentos, como percibidos a través de la calina del sueño. Colliure tuvo la sensación de encontrarse en la periferia de la realidad, en una tierra de nadie desde la cual podía franquearse, con toda facilidad, el umbral entre los dos mundos. Instintivamente palpó la culata de la pistola reglamentaria, oculta entre los pliegues del tres cuartos que le servía de almohada, y echó un vistazo al fusil que descansaba a su lado, listo para vomitar fuego en cualquier momento.














                                                                     XIV


   La noche fue sin embargo tranquila. A eso de las doce, según explicaron los centinelas de la primera guardia, dejó de nevar, pero las horas siguientes fueron, y seguían siendo, glaciales. Al amanecer, don Emeterio dio personalmente la orden de ponerse en pie y la transmitió a todas las casas. Colliure salió de la suya hundiéndosele las botas hasta más de media caña, pero contempló por encima de las cumbres orientales la aurora dorada de dedos de rosa. El frío le encogió el cuerpo.
   Unos soldados venían cargados con un inmenso puchero humeante y un cesto de panes, entrando en cada una de las casas. Cuando llegaron a la suya, Colliure los siguió al interior. Le llenaron el cazo metálico que protegía la cantimplora de un liviano, aunque ardiente, café con leche y le acordaron un panecillo.
   -Poco es para lo que habremos de andar –ponderó del Busto.- Deberían considerar que tripas llevan piernas y no piernas tripas.
   -No te quejes, que no fue mala la cena –replicó Cervera.
   -Ah, pero ésa no le costó un real a nuestro Gobierno, pues fue agasajo del enemigo.
   -Cata más bien que quien te da el hueso, no te querría ver muerto. ¿O quisiera el señor desayunarse con sesos de canario?
   -Me bastaría con un guiso de hígado cubierto de anillos de cebolla.
   -Y un coche rápido para llegar fresco al campamento ¿no?
   -No, si fresco llegaré.
   -Anda, come y calla. Que estarás más guapo.
 Los demás hombres, con un estómago menos delicado y exigente que del Busto, se pusieron a desayunar silenciosamente en la penumbra, apoyados contra las paredes. La oscuridad era casi total allí dentro, pues los rescoldos casi se habían extinguido, o estaban prácticamente cubiertos por una capa de ceniza, y no había en los muros ventana alguna que abrir. Pero hacía una temperatura agradable y se estaba bien allí. Pronto tendrían que afrontar la intemperie y todos querían apurar hasta los últimos segundos de calor.
   Al salir de las casas, los rostros parecían satisfechos de haber pasado una buena noche a la lumbre del hogar y estar todavía vivos, sin haber tenido que pagar el alto escote que el destino había exigido a ese puñado de rebeldes por semejante comodidad. Más les hubiera valido pasarla en cualquier gruta, de las muchas que sin duda conocían, en las entrañas de la sierra.
   El cielo era como una tapadera azul para el mundo, sobre una atmósfera translúcida, cuando se dio la orden de montar y reanudar la marcha. El camino restante era todavía largo, y quedaba de él la parte más arriscada, donde las trochas se estrechaban y se empinaban, el firme se hacía más irregular de guijarros desprendidos y bordeaba precipicios abismales, cubierto de una nieve dura y helada. Se imponía avanzar despacio, con extrema precaución. Lo que obligó, una vez más, a excluir cualquier pausa, pues era preciso evitar a toda costa pasar la noche en tales parajes, tan poco hospitalarios, donde nadie conocía un refugio más o menos practicable.
   Cuando ya parecía que iban a dejar abajo el valle sombrío, una inmensa mole, resplandeciente bajo el sol, se alzaba ante ellos. Sin embargo el camino la bordeó por su parte izquierda y acabó por permitirles emerger como desde un balcón sobre un dilatado panorama compuesto de interminables cadenas de montañas nevadas. El resplandor de la visión hería los ojos.
   A partir de ahí, el camino ondulaba arriba y abajo, zigzagueaba, pero era mucho más fácil de practicar, pues las pendientes no eran tan abruptas. El cabo Jalal Marifa puso su caballo a la par del de Colliure con la evidente intención de platicar un rato.
   -Por un momento creí que no había más salida que montar hasta aquel pico –comentó Colliure.- Pues el camino parecía dirigirse directamente hacia él.
   Jalal sonrió con el aspecto serio y sombrío que le caracterizaba.
   -El camino no se dirige hacia el pico, pero nosotros sí.
   -Vaya.
   -No obstante, más adelante hay un poblado, donde nos detendremos a hacer noche. Y a la mañana siguiente nos dirigiremos hacia él.
   -¿Está muy lejos todavía el campamento?
   -Se encuentra casi arriba del todo. Llegaremos mañana a mediodía, más o menos.
   -Parece que no es la primera vez que vienes aquí.
   -La tercera. Pero nunca en esta época del año.
   -Me parece que vamos a pasar más frío que el perro de un ciego.
   -Ya lo estamos pasando –sonrió de nuevo Jalal.-
   -Alá nos da los desiertos y las distancias y las alturas y el frío porque nos ama y quiere hacernos mejores ¿no es así Jalal?
   -Así es, maestro.
   El sargento Hodur llamó a Jalal y éste torció las riendas para cabalgar en sentido contrario a la marcha, al encuentro del suboficial.
   Colliure se puso a recordar las palabras del zahorí de la barba blanca, mientras contemplaba el paraje sublime que se ofrecía a sus ojos y encontró que ambas cosas eran bellas, pero de una belleza que hiere. No, una belleza que aplasta al hombre como si fuera una hormiga bajo el duro casco de un caballo.
   Al declinar el sol llegaron al poblado. Los niños y los viejos salieron a recibirlos. Hombres y mujeres se asomaban a las casas para verlos pasar, sin simpatía, pero también sin hostilidad manifiesta. Don Emeterio encargó al sargento Hodur la compra de unos cuantos corderos, así como de un número suficiente de hogazas de pan, que constituirían la cena de aquella noche.
   -¡Venga, veamos la cara de Dios y quebremos el ojo al diablo! Comamos de nuevo pan y cordero –le dijo.
   Los animales, vivos aún, fueron luego conducidos al campamento, donde se les sacrificó según el rito musulmán, pues los cristianos nada tenían que objetar al modo en que se produjera la matanza y tanto a unos como a otros se les hacía ya la boca agua recordando cómo habían cenado la noche anterior, porque la que se avecinaba sería la misma. ¿Quién sabe? Acaso comprada en idéntico lugar.
   Apenas habían terminado de limpiar de nieve el terreno destinado al campamento e instalado las tiendas, así como los abrigos para los caballos, cuando el sol se desgalgó tras las montañas de occidente con la misma presteza, solemne e irremediable, con que se hunde un galeón. Al amparo de los últimos rescoldos del ocaso, se efectuó una rápida ceremonia de retreta, durante la cual se distribuyeron las guardias, y se procedió a encender una gran hoguera, con cuyas brasas se asarían los corderos.
   El frío, cada vez más intenso, estrechaba el cerco de rostros atezados, el collar de ojos pasmados y relucientes, alrededor de las llamas que oficiaban, danzando cual sacerdotisas de un rito ancestral, el misterio de una ceremonia sagrada, antigua como el hombre. Colliure miró en torno y consideró que nada había variado a través de los millones de años con que cuenta la humanidad, excepto por lo que se refiere a cuestiones de detalle. Allí estaban ellos, como una horda primitiva que iba a cazar o hacer la guerra lejos de sus hogares. Todo seguía igual y nada cambiaría para ese ser paradójico que es el hombre, mitad dios, si había que acordar algún crédito a las palabras del rabadán, mitad esclavo de la necesidad. En la constitución de los hijos de Adán hay un espiritual elemento que cala en los más tenebrosos secretos, eso es lo que dijo el zahorí. Y Colliure sentía que la danza ondulatoria de las llamas, su crepitar de música rudimentaria, primigenia, su resplandor anaranjado, convocaban dentro de sí mismo a un ser que era mayor que él, a una entidad venida después de haber recorrido todos los tiempos, pero que Colliure no podía separar de sí mismo. El fuego parecía fusionar el que era con aquél que había sido siempre. Dos figuras con sus rasgos, una de plata y otra de oro, se fundían con el calor del místico elemento, mezclaban sus materiales, con cuya aleación se conformaba una tercera figura idéntica a las anteriores, pero con el propio color y brillo de la brasa incandescente.
      -¡Pepe! ¡No querrás perderte tu ración de cordero!
   Era Del Busto, que le mostraba la cola de soldados en busca de su ración. Debía haber dormido un buen trote. Ya no había llamas en la hoguera, sino un espeso manto de ascuas respirando en la penumbra. Justamente en ese momento llegaban unos soldados con brazadas de ramas secas que echaron por encima para avivar el fuego, el cual saltó de inmediato sobre ellas crepitando furiosamente. Colliure se levantó al fin para ponerse en la cola y recibir unos cuantos pedazos de carne y media hogaza que le supieron a gloria tras la dura jornada de marcha.
   Luis Cervera vino a sentarse a su lado con la escudilla metálica sobre las piernas cruzadas, comiendo con sano apetito. La tropa pareció animarse en ese momento. Las conversaciones y alguna risa chisporroteaban discretamente alrededor de la hoguera.
   -Una buena comida, bien untada de grasa, despierta a un muerto –comentó Colliure.-
   -Considera que muchos de ellos, en la vida civil, sólo comen carne una o dos veces al año. Y con ésta es la segunda vez consecutiva que les sirven cordero asado para cenar. Teniendo en cuenta, además, que en el campamento también lo hicieron. Ya ves, más da el duro que el desnudo.
   -Cierto –ironizó Colliure,- el ejército permite a algunos gustar a ciertos placeres reservados al rico, comer carne y viajar.
   -No te lo tomes a risa, porque es verdad. Aunque todos están de acuerdo en considerar que más vale un poco de pan con paz que toda la casa llena de viandas con rencilla.
   -Después de todo, la huerta de Valencia es rica comparada a otras partes de nuestro poco afortunado país.
   -En ellas, para casi todas las familias, un hombre en filas es un par de brazos que permanecerán inactivos durante tres años, pero también una boca menos que alimentar. A veces, estar en el ejército significa olvidarse de la terrible preocupación por lo que se va a comer al día siguiente.
   -Eso siempre ha sido así y rara vez ha causado problemas, porque la Iglesia ha predicado que es voluntad de Dios que la igualdad entre los hombres sólo se dé en el Reino de los Cielos. El caso es que, en nuestros días, el pueblo comienza a escuchar menos a los predicadores eclesiásticos que a los activistas sindicales, cada vez más presentes y mejor organizados.
   -Resulta curiosa esa alianza permanente de la Iglesia con los que detentan el poder y la riqueza, cuando se tienen en cuenta las palabras de su fundador: “Antes pasará un camello por el ojo de una aguja, que un rico entrará en el Reino de los Cielos.”
   -Curiosa sólo si se toman en consideración los orígenes de la venerable institución, pero natural poco después, cuando sus reservas de personal comenzaron a alimentarse con los hijos de las capas superiores, habituados al lujo de la casa paterna. El monje y el terrateniente, el cacique y el obispo, no se pueden enfrentar porque son hermanos carnales. Eso es lo que pasa desde hace muchos años.
   -¿Cómo pueden predicar lo contrario de lo que hacen?
   -Pueden. Pero eso recibe el nombre de hipocresía.
   -Y nosotros lo estamos defendiendo con las armas.
   -Me temo que así sea.
   Colliure ensayaba a menudo tales argumentos, los manipulaba en soledad dentro de su cabeza, preguntándose cada vez si conseguiría con ellos convencer a Daniel de que no cometiera lo que no dudaba en calificar la locura de su vida, si es que aún era tiempo de volverse atrás cuando él regresara. Por supuesto que había intentado escribirle, pero esas cartas tenían que transitar forzosamente por las manos de su madre y no estaba seguro de que ésta se las hubiera transmitido, al menos en su integridad, sin pasar por el filtro de su propia pluma, pues las respuestas de Daniel, aunque trataban del asunto, no rebatían exactamente los postulados que él había planteado, sino que correspondían más bien a lo que su hermano no podía más que suponer sería su actitud y sus impugnaciones, dando palos de ciego para refutarlas, acertando unas veces y errando el golpe otras. Daniel era inteligente y cultivado, pero incapaz de ofrecer resistencia al carácter inflexible de su madre. Remedio y los curas de Sajará sabían muy bien que era a ella a quien tenían que convencer, a Daniel bastaba con adoctrinarlo diestramente y darle sedal largo. Cuando Colliure se incorporó a filas, Daniel dudaba todavía; ahora, en cambio, parecía convencido. El tiempo apremiaba pues su paso por el seminario no sería largo, dados sus conocimientos, su madurez intelectual y su predisposición para el estudio. En todo caso, desde África, bien poco podía hacer excepto agriar sus relaciones con Teresa. Tenía las manos atadas a la espalda.
   Los soldados alimentaron una vez más la hoguera, antes de irse todos a dormir, excepto quienes debían integrar el primer turno de guardia. Colliure fumó el segundo y último cigarrillo de la jornada, tan sólo había podido encender uno tras el desayuno y éste tras la cena. Mejor, se dijo, después de todo habrá que racionar el tabaco durante los próximos días. Antes de salir había acumulado, eso sí, una razonable reserva, si bien insuficiente para pasar veinte largas jornadas en el monte fumando normalmente. En su caso hubiera necesitado una mula para él solo, con las alforjas repletas de la hierba en cuestión. Tras apurarlo al máximo, echó la diminuta colilla al fuego y se dirigió a su tienda, donde se tendió a dormir tal como iba, bien arropado en su capote y cubierto además por varias mantas. El frío, sin embargo, no dejó de darle crueles dentelladas, pero logró dormir a ratos.
   Todavía era noche cerrada cuando tocaron diana. El fuego había sido renovado y sus llamas lanzaban una luz desigual y oscilante sobre el campamento. Suficiente para que la breve ceremonia de rutina se efectuara sin demasiados tropiezos. Tras una frugal colación, se procedió a desmantelar la toldería. Así, con las primeras luces del alba, la breve columna se disponía a reanudar la marcha en dirección a la alta cumbre, cuyo albo vestido el rosicler de la aurora teñía con una suave tonalidad como de sangre diluida en agua.
   La pendiente era muy pronunciada, pero el ritmo de la progresión era más bien tranquilo, ya que sobraba tiempo para llegar antes de la caída del sol. Colliure pudo, por consiguiente, entregarse a la contemplación del paisaje sobrecogedor que se ofrecía a sus ojos, con una vasta cadena montañosa, a oriente, sacando sus picos por encima de un velo de niebla y el azul del mediterráneo entrevisto más allá de las crestas del norte, a occidente, la cara de la inmensa mole hacia la que se dirigían.
   En efecto, poco antes de mediodía divisaron la fina columna de humo que exhalaba la pequeña cocina de campaña de que disponía el campamento y, franqueado el repecho siguiente, las carpas y los barracones, construidos hace tiempo por un destacamento de ingenieros, así como las rudimentarias obras de fortificación que lo rodeaban. De una de las grandes tiendas salió enseguida el capitán Ramos a recibir, con una amplia sonrisa, a la comitiva que llegaba para reemplazar a sus hombres y saludar afectuosamente al capitán Beltrán, que lo relevaba personalmente en el mando del destacamento de alta montaña. Sin embargo, en cuanto vio al teniente coronel don Emeterio Muga, se apresuró a saludarlo militarmente.
   En la falda de la montaña, el sol caía a plomo y, a pesar de que las nieves no se habían derretido, hacía una temperatura agradable; de modo que se pusieron varias filas de mesas ante las cuales ambos destacamentos, el que llegaba, más bien cariacontecido, y el que partía, si no a la civilización, sí al menos a un lugar mejor provisto de ciertas comodidades, con un clima menos riguroso, algo más de ambiente y, sobre todo, menos peligro, propenso a la risa fácil y a la chacota con punta de sal gorda.
   Durante la tarde, la carne fresca de cañón fue a reemplazar a quienes ocupaban los puestos avanzados. El sol se ocultó pronto a la espalda de la mole rocosa, entonces se levantó un viento del norte que traía un frío cortante. Las mesas colocadas a la intemperie fueron retiradas y la tropa se refugió en los barracones hasta la hora de la ceremonia de bajada de bandera, al anochecer. Luego se sirvió la cena en el interior mismo de los cobertizos. Colliure se sintió pronto agobiado por la promiscuidad de sonidos y olores, de modo que cuando comenzaron a amanecer los oros de las barajas, salió a fumar fuera y, tras varios cigarrillos consumidos en solitario, se fue, contra su costumbre, a dormir temprano en su tienda.
   Al toque de diana, quienes debían partir, ya lo tenían todo preparado para la marcha, las raciones del día en las alforjas o en las mochilas, las mulas cargadas y en fila, los capotes de viaje sobre los hombros y una estúpida sonrisa de oreja a oreja, en una jeta que irradiaba una felicidad repugnante. De modo que, tras la formación, se fueron pues con viento fresco.
   El campamento quedó silencioso. El relevo de la guardia en los puestos inmediatos partió con paso taciturno, hundiendo las botas en la nieve. Colliure encendió un cigarrillo y se lo fumó mientras los veía alejarse. Después, fue a ocuparse de su alazán.


                                                                      




                                                                   XV


    Los días pasaban y don Emeterio no daba muestras de querer reanudar sus expediciones científicas. De buena mañana se ponía a trabajar en su tienda, a la luz de una lámpara. Más tarde, cuando el sol ganaba altura, mandaba que le sacaran una mesa fuera y continuaba allí su actividad, con sus lápices, reglas y compases, rodeado de sus colaboradores, los señores topógrafos del Estado Mayor. Dado que su cocinero Ahmed se había quedado abajo, comía del rancho como los demás soldados.
   Su escolta vagaba desocupada por el campamento. Se afeitaban concienzudamente con las primeras luces del día. Seguidamente se ocupaban de las necesidades de sus caballos, los cepillaban con toda parsimonia, les daban de comer, de beber, los tomaban de las riendas y les hacían caminar un poco, limpiaban su espacio vital. Tras las caballerías, tocaba la limpieza del armamento, a veces colada, o costura, las botas de todos brillaban bajo el radiante sol. Exploraban los alrededores, sin alejarse demasiado. En suma, si no fuera por la intuición de la presencia, más que probable en la zona, de fuerzas enemigas, cuya importancia era imposible determinar, casi podría decirse que se aburrían una pizca.
   Al cuarto día, sin embargo, durante la formación de retreta, el teniente coronel don Emeterio Muga anunció que al día siguiente partirían en dirección a la cima, pasando por alguno de los puestos de control. El sargento Caramo y un grupo escogido de entre de sus hombres acompañarían a la escolta personal de don Emeterio, en total una docena de jinetes constituiría la tropilla.
   Tras el toque de diana del día siguiente, todo estaba listo para la expedición. Algunos soldados, desde su propia montura, sostenían las riendas de una mula bien cargada de municiones, vituallas y pertrechos. Don Emeterio montó el último y dio la orden de partida.
   Los caballos salieron con un trotecillo alegre, también los hombres parecían contentos por dejar atrás ese remedo de disciplina de cuartel, acolchada de inactividad. La perspectiva de moverse por la montaña, de ver cosas nuevas, no parecía desagradarles. Aunque por otra parte no era un paseo por la alameda lo que se disponían a hacer porque, a pesar de que sus compañeros vigilaban desde los puestos clave de observación, el enemigo conocía mejor el terreno y era capaz de infiltrarse, pudiendo surgir de improviso en cualquier momento, hacer una carnicería y luego desaparecer como por ensalmo.
   La senda ascendía hacia la parte occidental de aquella gigantesca protuberancia de la tierra, como enroscándose por su flanco. Así, llegaron a un desfiladero, en cuyo punto más elevado se veía el mar al norte y las últimas estribaciones de las anfractuosidades peninsulares. Allí se levantó de repente un vigía y saludó militarmente a don Emeterio. Luego le indicó el lugar en que se encontraban los demás. Se trataba de un abrigo natural, una cueva poco profunda, aunque suficiente para albergar bajo techo a una docena de hombres y permitirles encender fuego sin que éste fuera avistado desde ninguna parte. El cabo Serrano se apresuró a salir para dar novedades al teniente coronel.
   Don Emeterio desmontó y así lo hicieron los demás. El propio rellano situado ante el abrigo era como un cómodo balcón desde el que se dominaba en toda su extensión aquel paso estratégico entre las montañas. A lo lejos, hacia el norte, se perdía en su descenso el pedregoso y polvoriento camino que hasta entonces habían utilizado. Pero también, a su derecha, podía distinguirse la trocha que ascendía hacia la cima de la mole. Tras escrutar detenidamente el vasto entorno, entró en el abrigo a conversar con los soldados que no tenían servicio de guardia en aquel momento y a calentarse con el buen fuego que habían dispuesto.
   Desde que ellos estaban allí, nadie había transitado por aquellos vericuetos perdidos de la alta montaña.
   -El enemigo sabe que el paso está controlado –dijo don Emeterio, mirando a Serrano.- De intentar utilizarlo, sería probablemente por la noche.
   -Los turnos de guardia son escrupulosamente respetados, mi teniente coronel. Fuera de ellos, como usted puede comprobar, los hombres tienen la posibilidad de dormir cómoda y eficazmente en cualquier momento del día o de la noche.
   -¿Y en caso de emergencia?
   -Cada uno tenemos asignado un lugar parapetado desde el que hacer fuego holgadamente. Los disparos serían oídos desde otros puestos y pronto llegarían refuerzos. ¿Desea tomar un café, mi teniente coronel?
   -Sí, gracias.
   El cabo le sirvió un buen bol de café humeante y lo mismo hizo con su séquito.
   Media hora después montaban de nuevo a lomo de las bestias caballares y descendían al camino. Enseguida enlazó éste con la vereda, a mano derecha. Comenzó entonces una abrupta ascensión por la cara norte. Hacia mediodía alcanzaban la cima. El paisaje que se extendía a sus pies era de una belleza sobrecogedora. Poseía esa imponderable fuerza física de las vastas distancias hacia abajo que llaman vértigo y que abruma al contemplador haciéndole patente su pequeñez, su fragilidad ante esa atracción que podría arrastrarle, con una potencia telúrica, hasta un fondo que la vista puede apenas alcanzar.
   Don Emeterio dio una sofrenada a su caballo y les señaló, allá en la costa, una hoz.
   -Es la bahía de Alhucemas. La llanura que la rodea está en poder del enemigo. Y más allá del mar, al pie de las montañas que se ven al fondo, se encuentran las playas de Motril y de Almuñécar.
   Colliure tiró de las riendas para contemplar también la parte sur, donde se agitaba un proceloso mar de roca. Hasta los límites que alcanzaba la vista, no había cima que sobrepasara la cota desde la cual se asomaban a un mundo prístino, sobre el cual caía a cuajo una luz cenital que parecía consagrarlo. El alazán sacudió su cuello, piafó y emitió un prolongado relincho, Colliure respiró a pleno pulmón una poderosa sensación de plenitud. Su propia guerra, la suya personal, la que a nadie más incumbe, la ganaría, porque le sobraban fuerzas para ello.
   Don Emeterio dio la orden de descabalgar e iniciar sin tardanza el cometido científico que les había traído a aquellos andurriales de cabra montés. Mientras los topógrafos sacaban los instrumentos de los estuches, él echó mano a sus prismáticos de campaña y se puso a otear los vericuetos que se enmarañaban como capilares en el fondo del abismo. El sargento Caramo hizo lo propio en otra dirección, pero con el ojo desnudo. Los que no tenían nada que hacer se sentaron sobre peñascos para liar cigarrillos.
   Las operaciones de medición duraron algo más de una hora. Se tomaron también algunas fotos. Seguidamente se distribuyó una comida fría. Mientras el sol se mantuvo en su cénit, la temperatura era ideal. Los expedicionarios charlaban despreocupadamente, no sin echar furtivas miradas ya fuera a ese pedazo de península que asomaba la nariz más allá del mar, ya fuera a la planicie que envolvía la bahía de Alhucemas, donde campaban a sus anchas las cabilas adversas, o bien hacia el abrupto interior, donde operaba la guerrilla de la recién constituida República del Rif. No obstante, en cuanto el sol declinó unos pocos grados, el frío comenzó a dejarse sentir con intensidad creciente. El sargento Caramo se acercó a don Emeterio.
   -Mi teniente coronel, deberíamos iniciar el descenso. El firme no es seguro, por lo que bajar nos costará casi tanto como subir.
   Don Emeterio asintió y dio la orden de marcha. Como siempre, el sargento Caramo y un par de jinetes indígenas se adelantaron. Las caballerías resbalaban, en efecto, con facilidad, al apoyar los cascos sobre los guijarros sueltos. El sol ya se había puesto cuando llegaron a los aledaños del puesto mandado por el cabo Serrano, pero aún quedaba algo de claridad. De repente, Caramo se detuvo levantando al propio tiempo en brazo derecho. Enseguida desmontó y se puso a observar, tenso, por encima de unos peñascos. Don Emeterio, a su vez, hizo un signo para que se pusiera pie a tierra. Y así, sujetos los caballos por las riendas se acercaron a Caramo. Éste susurró en voz muy baja a su superior que ante ellos se hallaba desplegada una fuerza enemiga cuyo número era difícil de precisar, la cual había comenzado probablemente a pasar a cuchillo a los hombres del pequeño destacamento, pues habían rebasado ya la línea de los primeros centinelas, incluso había percibido movimiento ante la boca misma del abrigo.
   -Lo mejor sería lanzar de inmediato una carga, en línea recta, que advertiría rápidamente a los nuestros y pondría al adversario entre dos fuegos.
   Don Emeterio dio enseguida su autorización. No había tiempo que perder. Ni siquiera se formuló la orden, los soldados montaron y lanzaron sus caballos tras el sargento Caramo que partió con el sable desenvainado. Se inició de este modo una carrera desenfrenada, saltando por encima de matorrales y rocas, en dirección al resplandor del abrigo. Todo sucedió con una rapidez pasmosa, la caverna comenzó a vomitar fuego, también partieron fogonazos intermitentes de la oscuridad que la rodeaba, uno de ellos estalló casi entre los cascos del caballo y Del Busto cayó sin un solo grito. Colliure, tras restribarse, le imprimió tanta fuerza al brazo que empuñaba el sable que segó la cabeza del títere, mientras éste pugnaba por rebuscar en sus bolsillos munición para recargar el fusil. Después agarró el suyo por la culata y con el caballo casi al paso apuntó a la albura de una chilaba, hizo fuego y ésta se desplomó. El propio don Emeterio había puesto pie a tierra y con la madera del chopo en la cara disparaba parapetado tras una roca. El tiroteo se desarrolló con una brevedad fulgurante. Cuando cesó, Colliure tenía la impresión de que no había hecho más que saltar un par de matas con su exuberante alazán y ya todo estaba concluido. Mas enseguida fulguraron en su mente las imágenes del moro decapitado y de la chilaba que se desmoronó como un saco lleno de arena sobre un matorral y más dolorosa aún, la de Del Busto abriendo los brazos y cayendo redondo del caballo, sin un quejido. El silencio atroz que siguió todavía estaba puntuado por algún alarido, el de los que eran acabados por arma blanca, machete o bayoneta.
   Colliure torció las riendas para volver al sitio donde había caído Del Busto. Distinguió un bulto pardo, boca abajo, los brazos paralelos al cuerpo, inmóvil. Saltó del caballo, agarró el cuerpo por el hombro y le dio la vuelta. El rostro moreno parecía pálido, pero podía ser la falta de luz. Le dio un par de bofetadas, sin obtener la menor reacción. Le desabrochó la guerrera, rasgó el uniforme y entonces vio limpio, como un encarnado punto y final, el orificio de entrada de una bala, en el lugar exacto en que se encuentra el corazón.
   Otra mano se posó suavemente sobre su propio hombro. Era Luis Cervera.
   -Esa bala –dijo-, la ha guiado el diablo.



                                                                     XVI


   Tres cadáveres yacían enrollados con mantas a la puerta del abrigo. Los dos centinelas apostados en las inmediaciones del camino habían sido degollados. A pesar de la buena temperatura otorgada a la concavidad por la hoguera, que no cesaba de alimentar la guardia, Colliure no pudo dormir en toda la noche. Las imágenes de la muerte de Del Busto no cesaban de desfilar una y otra vez por la cámara oscura de su mente. El moro sabía que sólo le quedaba una bala en la recámara, pues no hizo luego el menor gesto para accionar el cerrojo del fusil, mientras que eran dos los jinetes que se le venían encima. Había que elegir uno de ellos en una fracción de segundo para enviarlo ad patres, y dejar que el otro actuara como su verdugo. Fuera lo que fuese lo que pasara por la mente del moro en esa fracción de segundo, eso le salvó la vida. La elección no debió ser fácil. Ni siquiera para el diablo.
   A la mañana siguiente, se cargaron los tres cuerpos en sendas mulas y se emprendió el camino de regreso, suspendiendo momentáneamente los trabajos de medición. El teniente coronel don Emeterio Muga y el capitán Beltrán debieron debatir, bajo la carpa del puesto de mando, lo que debía hacerse con los cadáveres, si trasladarlos al campamento central y de ahí tal vez a Melilla en coche rápido, o enterrarlos allí mismo. Si acaso lo discutieron, optaron por la segunda posibilidad. En realidad, tal y como estaban las cosas, era arriesgado enviar una pequeña comitiva que llevase los cadáveres abajo. Tampoco era conveniente afectar a esa misión un destacamento más nutrido pues se desprotegían los puestos de montaña.
   Así que, por la tarde, tras una ceremonia religiosa sin cura, se procedió, lo más solemnemente que se pudo, a la inhumación de los cadáveres. Durante el acto, Colliure echó un vistazo a su alrededor, hacia ese paisaje abrupto, semejante a una gigantesca corteza de pan, hecha de pliegues y de riscos para abrigar a los rebeldes. Ese viejo sastre de Madrid se morirá antes de poder venir aquí a visitar la tumba del hijo. “Hijo sorteado, hijo muerto y no enterrado.”
   Dos días después se reanudó con la campaña de mediciones. El capitán Beltrán afectó a la misma dos soldados indígenas más, buenos jinetes como casi todos ellos. Era todo cuanto podía hacer sin dejar demasiado desprotegida la posición.
   Cuatro jornadas enteras con sus noches pasaron subiendo y bajando cotas, siguiendo los perfiles de las crestas, siempre buscando el amparo de los puestos de vigilancia. La nieve había desaparecido en las partes expuestas al sol, por lo que podían desplazarse con mayor comodidad, pero también al enemigo le habría sido dado hacerlo sin dejar huellas de sus movimientos. Esos días transcurrieron en un estado de permanente alerta. Cuando los topógrafos se ponían a trabajar, los soldados ya no se retiraban a cualquier parte a fumar tranquilamente sus pitillos, sino que tomaban posiciones, ocultos en las anfractuosidades del terreno, oteando sin descanso los alrededores con el fusil cargado. La noche la pasaban siempre en el puesto más cercano, contribuyendo al prorrateo de guardias.
   Colliure supo entonces del silencio y la soledad que sobrevienen en las tripas del monte cuando espesan las tinieblas, atento por si se produjera cualquier roce sobre la piedra o la tierra, en cualquiera de los ángulos formados por la cruz que marca los cuatro puntos cardinales. De cualquiera de ellos, en efecto, podía surgir de repente el alfanje o la daga que cortan la yugular. “Nosotros estamos más cerca de él que su propia vena yugular –dice su Corán.-“
   Hubo veces en que vio brillar a pocos pasos unos ojos malignos, fosforescentes, pero antes de echarse la culata a la cara comprendió que no eran ojos humanos, sino los de un zorro que estaba tan sorprendido como él del encuentro nocturno.
   En las entretelas de la soledad y la oscuridad, el hombre en vela no puede rehuir la meditación. La muerte ronda. Sin embargo, no se decide a abalanzarse e hincar el diente. Podría hacerlo, pero se reserva. Le encanta sorprender cuando no es esperada. Cuando más segura parece hallarse su presa, el halcón está cayendo ya en picado sobre ella. Ese gigante que parecía un roble robusto y bien arraigado, cayó de repente con un solo golpe de guadaña;  y ello en Sajará, donde, después del paso de las tropas napoleónicas, sólo se habían disparado escopetas para matar patos. Y allí, en plena guerra, iba la parca eligiendo a unos y a otros, desdeñando a Colliure. Si de verdad regresa a la acrópolis de los pantanos, continuará la obra del regidor. Cueste lo que cueste, lo hará. Por culpa suya se interrumpió, por estar allí, por ser,  por tener que decidir y actuar; pues por sus manos y por su voluntad se ha de reemprender todo ello. Ya verá cómo se hace, mediante qué procedimiento, si tratando de reanudar con los contactos de su padre en la capital, o por otro medio, pero será una de esas luchas en las que uno ha de poner las entrañas en el asador. Unas entrañas palpitantes de las que brota la sangre de los Colliure, que no es moco de pavo.
   Concluido el trabajo topográfico, la tropilla mandada por don Emeterio regresó al puesto de mando, donde permaneció ya sin moverse hasta que llegó el relevo procedente del campamento central y tocó bajar. Lo cual se hizo en una sola jornada. Luis Cervera y José Colliure no volverían a pisar aquellas alturas donde yacía para siempre el cadáver de Del Busto. Luis, por lo menos, estaba seguro que no regresaría por aquellos pagos pues, a la vuelta a Melilla, se licenciaría.
   -Es duro –dijo- saber que uno no podrá nunca recogerse ante la tumba de un amigo.
   Colliure le repitió las palabras que una vez le oyera decir a Pepito Moltó en el cementerio de Sajará.
   -Bajo tierra sólo hemos dejado un traje viejo, que ya no sirve. No hay que buscar a los vivos entre los muertos.
   -Querrás decir que no hay que buscar a los muertos entre los muertos.
   -El drama está en que los buscamos como si estuvieran todavía vivos.
   -Ya. Bueno, nosotros lo hemos visto morir y enterrar. Pero imagínate cómo se sentirá su padre.
   Colliure guardó silencio. Si la religión durará con toda probabilidad hasta el final de los tiempos, es porque acompaña al hombre, con sus ritos, en su paso a través de los mundos. Ya lo había pensado, el viejo sastre de Madrid no podrá efectuar nunca el duelo de su hijo. No lo habrá visto, incólume, excepto por ese pequeño orificio en el lugar del corazón, descender bajo la tierra, mecido el féretro con los solemnes y perentorios latines de los prelados, de modo que su imaginación jamás cesará de trabajar en contra suya.









                                                                    XVII


   El 13 de septiembre de 1923, José Colliure se hallaba de servicio en Comandancia y notó una agitación inusual entre los mandos militares. Lo primero que pensó fue que Abd-el-Krim había desencadenado una nueva ofensiva. Mas poco a poco, atando los cabos de los pocos comentarios sueltos que llegaban a sus oídos, comprendió que la inquietud no procedía de abajo, sino de arriba, de la península, concretamente de Madrid. Los periódicos de la tarde ya traían noticias más precisas. El general Miguel Primo de Rivera Orbaneja, Capitán General de Cataluña, acababa de protagonizar un golpe de Estado mediante el cual instauraba un Directorio Militar. Antes, el Rey se había precipitado a nombrar al militar golpista presidente del Consejo de Ministros.
   Ya tenemos aquí al cirujano de hierro, se dijo, mientras tomaba un café en el Casino Militar, devorando la prensa vespertina. Colliure profesaba poca simpatía a los cirujanos desde que uno de ellos estuvo a punto de cortarle así, por el amor al arte, una pierna. Además, un terrateniente andaluz vestido de militar no dejaba presagiar nada bueno, pues intuía qué órganos iban a ser objeto de los cortes de su bisturí y qué otros iban a quedar indemnes. Colliure ya estaba viendo al general sajar cuanto pedúnculo sostenía los pocos frutos de libertad que habían madurado en el país, dejándolos caer a fin de que pudrieran sobre la tierra y pasando de largo justamente ante los que Costa había recomendado la amputación del cuerpo nacional, a saber, el latifundismo y el caciquismo. Por cuanto se refería a la cuestión marroquí, resultaba difícil pronosticar cuál sería la actuación del militar, pues si bien éste había perdido un hermano, el Teniente Coronel Fernando Primo de Rivera, quien murió heroicamente en Monte Arruit, durante el desastre de Annual, y por consiguiente cabía imaginar la posibilidad de que quisiera vengarle, también era verdad que, tanto él como el hermano fallecido, siempre habían sido muy críticos con la actuación de España en Marruecos.
   Colliure tenía la convicción de que el Estado español no tenía nada que hacer allí y que, por lo tanto, lo mejor que podría ocurrir era que el nuevo amo decidiera evacuar todo el territorio ocupado excepto, quizás, las plazas de Ceuta y Melilla, donde se registra una permanencia que remonta a la Edad Media. Pactando, eso sí, unas buenas condiciones para todos aquellos marroquís que colaboraron con España, y especialmente para con aquellos que integraron el ejército español. No obstante, se hacía pocas ilusiones de que fuera ésta la opción elegida por el dictador.
   Otro aspecto sobre el que reflexionó mucho durante aquellos días fue la debilidad extrema en que quedaba la institución monárquica. Por lo demás, hacía un calor extremo y, una vez se calmaron los ánimos, Comandancia cayó de nuevo en el sopor profundo de un final de verano particularmente tórrido.
   Como no deseaba, por temperamento, practicar la siesta, disponía de  tan generosa asignación de tiempo que le permitía el derroche de un auténtico tesoro de horas para leer la prensa, pensar, fumar, aburrirse, cepillarse las botas, almohazar el caballo y escribir cartas, sin que ningún oficial viniera a distraerle con el menor encargo. Por la tarde, casi todos ellos se hallaban recluidos en sus respectivas residencias y eran muy pocos los que asomaban brevemente las narices por Comandancia e incluso por el cuartel.
   A mediados de octubre, recibió carta de su madre. Teresa le contaba en ella cómo las tropas proclamaron en Sajará el estado de guerra y la ley marcial. Tras ello, mediante un bando que se leyó en calles y plazas, se prohibió la prostitución y se ordenó el cierre de todos los bares y teatros de la localidad, restringiéndose asimismo severamente los horarios de los casinos dependientes de las diversas sociedades recreativas. Eso no fue óbice para que, pasados unos días, por orden del Directorio Militar, fuera cesado el Consistorio en su totalidad, nombrándose un alcalde provisional afecto al nuevo régimen. Luego, un mes más tarde, le llegó otra carta con el relato dantesco de la inundación de la acrópolis de la ciénaga. Un sudario de plomo fundido se abatió sobre ella y comenzó a diluviar durante un puñado de días. El río acabó por irrumpir desde varios puntos, uno de ellos situado muy cerca del cementerio, con un empuje que sólo es dado percibir cuando la naturaleza se abandona a quién sabe qué profunda abstracción, desatando sin sentirlo todas sus fuerzas, así se abatió sobre Sajará, arrancando huertos y derribando casas, llevándose  por delante cuanto hallaba a su paso, acarreándolo a lo largo de las calles. Fue un jueves, primero de noviembre, día de todos los santos, cuando las ánimas de los difuntos suelen pasearse libres por el mundo de los vivos, pero en aquella ocasión éstas no quisieron dejar atrás sus cuerpos y las aguas de la riada arrastraron cada uno de ellos, a través de las calles de Sajará, cual lúgubre procesión de la Santa Compaña, hasta sus respectivos domicilios terrenales. Afortunadamente, puntualizó Teresa, el regidor, enterrado en un lugar protegido, reservado a los que en su día fueron miembros del Consistorio, permanece todavía en su sitio, así como la casa de la plaza de los Molinos. No ocurrió igual con María de las Mercedes Santamaría y Llopis, que encalló en mitad de la plaza de la Constitución y hubo que enterrarla por segunda vez.
   Con idéntica amenidad leyó en el periódico de aquel día las declaraciones de don Miguel Primo de Rivera: “Vamos a ver lo que nueve hombres de buena voluntad, trabajando intensamente nueve o diez horas al día, pueden hacer en el plazo de noventa días.” Colliure cerró el diario y lo depositó en la mesa del cuerpo de guardia de Comandancia. Sí, vamos a verlo. Después de todo, poca cosa tenía que hacer, excepto esperar. Y con él, todo el mundo en Marruecos estaba a la expectativa, incluido Abd-el-Krim y los militares africanistas.
   Pero el 5 de abril del año siguiente, Colliure pudo leer en el mismo periódico: “El Directorio ha acordado editar una pequeña cartilla gimnástica, de la cual recibirá usted ejemplares, para difundir la enseñanza de esta especialidad, organizando para ello asociaciones o grupos populares que pueden practicarla con preferencia en días festivos.... También se ha encargado copiosa tirada de otra cartilla para vulgarizar los conocimientos que exigen la cría de aves, la de abejas, la de conejos y, especialmente, la del gusano de seda y aprovechamiento del capullo como base de una importante industria nacional..... En España se come mucho y se trabaja poco. Un 10 por 100 actuando en menos sobre lo primero y en más sobre lo segundo bastaría para nivelar la economía nacional. El plan de la vida en España de las clases media y pudiente es disparatado. La comida o almuerzo, que no se sabe bien lo que es ni cómo llamarlo, de las dos y media a las tres de la tarde, la comida o cena de las nueve y media a las diez de la noche, son un absurdo y un derroche y una esclavitud para la servidumbre doméstica, obligada a trabajar hasta casi las doce de la noche. Bastaría sólo una comida formal, familiar, a mantel, entre cinco y media a siete de la tarde, y después, los no trasnochadores, nada; los que lo sean, un refrigerio y antes un pequeño almuerzo o desayuno de tenedor a las diez y media u once de la mañana, y los madrugadores podrían anticipar de siete y media a ocho una taza de café. Tal sistema es mucho mejor para la salud y, además de combatir la obesidad, ahorraría luz, carbón y lavado de mantelería....”
   Colliure, que siempre había sido de suyo poco comedor, atronó el cuerpo de guardia con sus aplausos. He aquí, proclamó, ante el asombro de cuantos acudieron a ver qué pasaba, oficiales, suboficiales y tropa, a un visionario de la política.
   De Dios en ayuso, no le fue entendida palabra y como nadie sabía a ciencia cierta si hablaba en serio o en broma, ni de qué exactamente, se guardaron de efectuar comentarios. Pero ello llegó a oídos del Teniente Coronel don Emeterio Muga, quien le pidió explicaciones en privado. Entonces Colliure fue a recoger el periódico y le señaló los párrafos en cuestión.
   -Vea usted cómo para gobernar locos es menester gran seso.
   Don Emeterio también rió de buena gana, ante el desconcierto de todo el cuerpo de guardia que escuchaba, sin comprender, tras la puerta.
   -Todos los ciegos tienen palo. Por eso mejor deja el periódico aquí dentro, muchacho –le dijo.













                                                                 XVIII


   Ya no hubo más maniobras para Colliure. El regimiento salió, cierto, hacia una zona candente. Sin embargo, don Emeterio y su grupo de topógrafos del ejército habían dado por concluida su labor y, tras enviar los trabajos a Madrid, aguardaban los resultados. Con toda probabilidad, cuando éstos llegaran, sería menester desplazarse puntualmente a esta o aquella zona, mas para entonces Colliure ya no estaría allí.
   El inmenso cuartel se había quedado casi desierto, apenas restaban las compañías necesarias para asegurar el turno de guardias, así como los suboficiales y soldados asignados a diversos servicios.
   Colliure, como siempre, montaba de buena mañana su alazán y se dirigía a Comandancia, donde se encontraba con el tráfago habitual. Por la tarde, en cambio, regresaba al cuartel, en el interior de cuyo recinto le aguardaba una compañía vacía. Se cambiaba rápidamente de ropa en beneficio de un traje de faena y se dirigía con su montura al desolado campo de entrenamiento, donde la lanzaba a galope tendido, la hacía saltar fosos y vallas, girar a un lado y a otro, y en fin, practicaba cuanto ejercicio de instrucción se requería en un regimiento de caballería, pues si bien para él tocaba a su fin el servicio militar, no así para su caballería, la cual debía mantenerse entrenada para efectuar con soltura los movimientos esenciales, cualquiera que fuera el jinete que tuviera sobre los lomos.
   Finalmente, la cepillaba bien, le daba su ración de forraje y, si no tenía ganas de salir de paseo, se iba a la biblioteca hasta la hora de dormir.
   El vacío resulta insoportable para la mayoría de los hombres, pero para aquél que alimenta proyectos acuciantes, ese mismo vacío se convierte en un trabajo de Hércules, más arduo que adentrarse indefinidamente por los montes del Atlas buscando los arrabales del infierno, pues se llena de voluntad sin la menor escapatoria, como una olla a presión con todas las válvulas cerradas.
   Era como si el regidor, desde su tumba, le hablara a través de la sangre, intimándole perentoriamente a proseguir su frustrada labor. Llamada que retumbaba constantemente en las paredes de su conciencia, como una letanía que se desgrana sin descanso en el interior de un templo del que no se puede salir, o como un hábito que debía, obligatoriamente, revestir cualquier pensamiento que surgiera en las fuentes de su mente.
   A medida que se acercaba el ansiado momento de la licencia, otra preocupación iba aflorando a la superficie. Era preciso encontrar una persona decente que se ocupara de su alazán.
   Colliure se puso a observar la última hornada de reclutas. Le daba igual la procedencia, sólo quería un muchacho cabal. No obstante, si debía ser aceptado como ordenanza de un teniente coronel de Estado Mayor, debía poseer, al propio tiempo, un porte altivo.
   No tuvo que buscarlo mucho, pues uno de esos reclutas vino espontáneamente a saludarlo.
   -¿No me reconoces?
   Colliure escrutó aquella fisonomía con su diminuta pupila de doctor. Algo le decía, en efecto. Una vaga figura pugnaba por perfilarse en una zona nebulosa de su memoria. Pero no era tarea fácil reconocer a alguien conocido en la vida civil, cuando lleva una cabeza rapada bajo el gorro militar. Mas a fuerza de examinar aquella cara, acabó por dar con la muela picada. Se trataba del hijo de un ganadero de Salamanca, a quien había visto por primera vez, de la mano de su padre, durante su primer viaje a dicha ciudad, a sus quince años, y cuya amistad había cultivado durante los siguientes. Colliure se alegró sobremanera pues no hubiera podido encontrar a alguien más idóneo.
   Fue de inmediato a hablar con el teniente coronel don Emeterio Muga.
   -Mi teniente coronel –le dijo sin ambages.- ¿Ha pensado usted en alguien para sustituirme?
   -Pues no lo he hecho todavía, en efecto.
   -¿Me permite que me ocupe yo de tal diligencia?
   -No veo ningún inconveniente en ello.
   Colliure saludó y dio media vuelta. El muchacho se llamaba Álvaro y era, como diría don Antonio Machado, uno de esos hijos que sacan porte señor de padre labriego. Aparte de eso, Colliure no necesitó explicarle cómo se cuida un caballo. 



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