LA ACRÓPOLIS DE LOS PANTANOS
CRÓNICAS DE SAJARÁ
SEGUNDA PARTE
LA CIEGA TAREA DE LA COSA
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La vida
puede contar por completo con la voluntad de vivir,
y mientras
esta voluntad de vivir nos llene, no debemos
inquietarnos
por nuestra existencia, incluso cuando hacemos
frente a la
muerte.
(Shopenhauer,
El Mundo como voluntad y representación.
Libro IV.
Afirmación y negación de la voluntad.)
|
I
La primera fotografía que envió a casa
muestra un José Colliure en las caballerizas del acuartelamiento luciendo un
uniforme impecable, con fuste y botas de montar, tocado con el gorro cilíndrico
característico del ejército regular de la época. Naturalmente le había faltado
tiempo para encargarle a un sastre la confección a medida de todos sus
uniformes. Con la mano derecha sostenía la brida de un formidable ejemplar
equino, ancas potentes que relumbraban al sol, cola cercenada, patas delanteras
unidas a la misma altura y muy alejadas de las traseras, igualmente a la par,
dando la impresión de una robusta mecedora animal, trepada y encorada. Qué duda
cabe que lo tendría tan cepillado como sus propias botas y éstas como una
patena.
Don Emeterio Muga había cumplido y lo tenía
a su servicio. Colliure no sabía que ello era como consecuencia de una gestión
de su difunto padre, aunque lo sospechaba.
La serenidad de la imagen, sin embargo,
distaba mucho de reflejar la atmósfera que se respiraba en la ciudad durante
aquellos días, pues tan sólo unos meses atrás había sido un reducto sitiado por
hordas enemigas que venían haciendo gala de una crueldad inaudita, rozando los
límites de lo demencial, de una histeria colectiva a la cual ni las mujeres
escaparon, y ello se veía aún en las miradas espantadas de la población. Los
oficiales y soldados que acababan de regresar tras haber pasado semanas
enterrando cadáveres en Monte Arruit, contaban escenas dantescas,
apocalípticas, de campos y plazas sembrados de cuerpos mutilados, con evidentes
muestras de haber sido atrozmente torturados, en su mayor parte. El humor negro
hispánico les compelía a terminar sus relatos con comentarios de este tenor:
“Allí los buitres sólo se comen los cuerpos de comandante para arriba.”
Un odio sordo, morboso, delirante, sin
concesiones, contra el moro, unía a jefes, oficiales y tropa.
-El moro es traidor por naturaleza. Por
delante todo son zalemas, en cuanto les das la espalda, te hincan la faca.
Nunca y bajo ningún concepto hay que fiarse de ellos.
Ése era el comentario favorito del teniente
instructor.
Sin embargo, el civilizado ejército europeo
no tardó en comportarse del mismo modo, pues circulaban fotos que mostraban a
miembros de la recién creada Legión volviendo de sus expediciones exhibiendo
cabezas cortadas de moros, o peor, utilizando armamento químico.
En todo caso, la institución había aprendido
la lección de Annual y se estaba esforzando por formar debidamente a la tropa,
además de haber creado con la mayor urgencia el mencionado cuerpo de choque,
bautizado como Legión Extranjera, a imitación de la francesa. Así, cuando
Colliure llegaba a Melilla, ya se habían reconquistado las poblaciones situadas
a lo largo de la línea ferroviaria que iba desde la sede de la comandancia
hasta Tistutin, e incluso más allá, hasta Dar Drius. Sin embargo, el
sometimiento de toda la parte oriental del Protectorado costaría aún varios
años de incesantes combates. Ése fue el teatro de operaciones al que se invitó
José Colliure durante todo el período de su servicio militar.
Se había comentado largamente que una de las
causas de la debacle, una de tantas, pero no ciertamente la menor, había sido
la falta de instrucción, no sólo militar sino intelectual, cultural, del
soldado español que era, en un noventa por ciento, analfabeto. En consecuencia,
los mandos designaron como maestros de la tropa a todo aquél que, como
Colliure, poseyera un nivel de estudios suficiente. Así, por las tardes,
durante un par de horas, Colliure participaba en esa campaña de instrucción.
Luego, si no tenía servicio, salía a pasear por la ciudad o se quedaba a leer
en la biblioteca del cuartel.
Durante las primeras semanas, se mostró
bastante huraño. Por las tardes exploraba solo aquel entorno que no le parecía
tan exótico como había imaginado. Le gustaba subir a Melilla la Vieja y desde
lo alto de los farallones contemplar los rescoldos incandescentes del rojo
crepúsculo africano, pero también mediterráneo. Pasaba mucho tiempo consagrado
a la lectura y a la correspondencia. En una de sus cartas de esa época, Teresa
le comunicó el fallecimiento de su tío, Salvador Colliure, el loco. Ella misma
poseía pocos detalles. Parece ser que el asunto se arregló entre Colliures, con
poca intervención del estamento sanitario. El patriarca sentía horror ante la
sola idea de que pudieran llevarle el hijo a un manicomio. Así, cuando al loco
le dio un ataque de atrabilis mucho más fuerte que de costumbre, el viejo no se
atrevió a entrar solo en esa habitación, que permanecía siempre cerrada con
llave, sino que llamó a su hijo Francisco y entre éste y Jacobo consiguieron
atarle a la cama. Esperaban que se calmara al cabo de unas horas como, por lo
visto, solía suceder. Sin embargo, al día siguiente, cuando volvieron a entrar
en la habitación, estaba muerto. Sólo entonces llamaron al médico.
La enfermedad de su tío había provocado
numerosas reflexiones en Colliure acerca de ese gran misterio que es la locura.
¿Qué puede hacer que un ser humano se vuelva loco, o nazca loco, como fue el
caso de Salvador Colliure? No basta con ser tonto e interpretar todo al revés
para ser loco. Tanto es así que muchos locos detentan una mente, en numerosos
aspectos, brillante y ya se ha dicho que no hay entendimiento grande sin vena.
Sea como fuere, su tío Salvador Colliure, a pesar de que le chapeaba bastante
el seso, no era exactamente un tonto. Según ello, un loco sabe perfectamente
que son molinos de viento lo que tiene a la vista. Ahora bien, el proceso por
el que se pasa de molinos a gigantes precisa de un filtro en determinada parte
del cerebro. Cierto que a don Quijote se le secó la sesera a fuerza de leer
libros de caballería, buenos y malos. Pero ¿qué sucede con Salvador Colliure,
que nunca ha sabido leer y siempre ha estado como un cencerro? Se dice, por
añadidura, que es hereditario, que hay una veta oculta en todas las familias,
la cual aparece aquí y allá, como un topo a quien se le tapa el agujero en una
parte del jardín y sale por otra. El albur de lo biológico, condicionando lo
espiritual. Atroz.
A lo largo de las mañanas, en cambio, se les
impartía una ruda instrucción militar. Esa fue otra de las grandes enseñanzas
de Annual que el Ejército tuvo que asimilar. Si los regimientos se hubieran
retirado en orden de batalla, como así lo hizo, en efecto, el de Caballería de
Alcántara, las bajas hubieran podido ser mínimas y el episodio no haber pasado
de un simple repliegue estratégico, con las unidades prácticamente intactas. No
obstante, debido a la falta de disciplina y de cultura militar de la tropa,
aquello degeneró rápidamente en desbandada general, en un vergonzoso sálvese el
que pueda. Pero claro, en medio de aquella desolación en poder del enemigo, muy
pocos fueron los que lo consiguieron. Agotados, hambrientos, deshidratados, las
mismas mujeres los derribaban a garrotazos y los harqueños de paso los
decapitaban impunemente, para luego hurgar en sus bocas por si acaso tenían
algún diente de oro.
Unos meses más tarde, asumida ya plenamente
la función de ordenanza de a caballo del Teniente Coronel de Estado Mayor, don
Emeterio Muga, Colliure quedó eximido de una buena parte del fárrago
cuartelero. Ya desde la mañana acompañaba al jefe militar a Comandancia, o
donde tuviera que ir, y se dedicaba a tareas y comisiones, más bien
administrativas, propias de su empleo.
Don Emeterio no estaba al corriente del
fallecimiento de José Colliure. Y cuando se enteró por boca de su hijo, quedó
sinceramente apenado.
-Que desperdicio –comentó.- Una gran pérdida
para Sajará.
A partir de entonces, aunque Colliure no lo
supiera, aumentó su interés para que la vida de éste resultara lo más cómoda
posible en el interior de la institución militar. Prácticamente tenía un pase
permanente para entrar y salir del cuartel cuando quisiera, aparte de que, en
virtud de su oficio, no se le podía imponer servicio alguno. Pero también es
verdad que el flamante ordenanza, por su parte, parecía cortado a medida para
desempeñar tal función. Elegante, apuesto, simpático, llamó enseguida la
atención en los ambientes en que se movía. De modo que pronto se hizo un
círculo de amistades y se ganó el aprecio de jefes y oficiales.
Puestas así las cosas, la existencia que le
estaba reservando la plaza africana comenzaba a darse francamente a una
tendencia más bien plácida y ordenada, como, por cierto, no la había tenido
antes en Sajará, implicado como estaba desde los quince años en los negocios
paternos. Allí se trataba, desde luego, de otra cosa bien distinta. Allí era
cuestión de una guerra. Unos pocos kilómetros más al sur crepitaban los
combates, ninguna posición era del todo segura, incluida Melilla, ninguna estaba
absolutamente al abrigo de un ataque en regla y abundaban las escaramuzas por
todas partes. Pero de momento no se oían tiros y la gente de la capital acabó
por olvidar el miedo, por borrar de su memoria el hecho de que, unos meses
atrás, el cabecilla de los rebeldes, Abd el-Krim, había estado a las puertas de
la ciudad y había dudado sobre si convenía tomarla o no. A esas alturas, sin
embargo, el único signo que traicionaba allí la actualidad de la guerra era el
incesante, aunque discreto, flujo de las ambulancias que regresaban del frente
cargadas de heridos. También, de cuando en cuando, algún regimiento que partía
en dirección contraria, o bien otro que regresaba cubierto de polvo, rostro
sombrío, barbas hirsutas, mirada perdida.
Colliure se relacionó, como es lógico,
especialmente con sus pares, con aquellos que desempeñaban la misma función.
Solían encontrarse todos en Comandancia más o menos a las mismas horas, a la
zaga de sus respectivos jefes, procedentes de distintos acuartelamientos.
Luego, los que tenían la tarde libre, quedaban en verse en algún local donde
tomar unas copas y charlar en un ambiente ajeno a la rigidez castrense. Cuando
ello tenía lugar durante un permiso de fin de semana, todos ellos acudían
vestidos de paisano, pues para tales ocasiones alquilaban habitación en una
pensión u hotel barato.
Un triunvirato bastante compacto se formó.
Los tres tenían personalidades muy definidas, aunque distintas. Los tres
vivían, además, en el mismo cuartel y colaboraban en las labores de
alfabetización de la tropa. El cabo primero Luis Cervera era adusto, sesudo,
prudente. El soldado Ramón del Busto, todo lo contrario, un bala rasa que había
que estar frenando todo el tiempo para que no se metiera en líos. Ambos eran,
sin embargo, de buena índole. Colliure ocupaba una posición intermedia que,
curiosamente, no tenía nada en común ni con el uno ni con el otro. Ellos eran
de Madrid.
Qué desperdicio, en efecto, repetía alguna
vez para sí Colliure. Si mi padre hubiera sabido que venía a África para hacer,
como quien dice, de disciplinante de luz, estaría todavía más fresco que una
lechuga. Y él no arrastraría ese corrosivo sentimiento de culpabilidad que, de
vez en cuando, le venía como una mala racha de viento.
De los tres, el único que se encontraba ya
allí en el momento del desastre era Luis Cervera. Un domingo de primavera,
caminando por el dique del puerto hacia el Faro del Morro, les contó su
experiencia de aquellos días aciagos.
-El general Berenguer regresó a Melilla el
23 de julio y se vino directo a Comandancia. Se reunió a puerta cerrada con
generales y jefes de Estado Mayor. Los rostros de los que entraban y salían
estaban tensos. Las noticias que llegaban por telégrafo y que trascendían
enseguida, eran sumamente alarmantes. Para que la confusión y el pánico fueran
totales, la gente que vivía en los pueblos comenzó a afluir, aterrada, a la
ciudad, obligándonos a atender a una numerosa población civil. También se
produjeron las primeras llegadas de los escasos soldados que consiguieron huir
de las posiciones y blocaos del interior. Unos y otros contaban cosas atroces,
realmente insoportables. Llegó la noticia de que las hordas enemigas habían
tomado Zeluán, luego Nador, finalmente el monte Gurugú – y Cervera lo señaló
con el dedo, allá lejos, dominando Melilla.- Estábamos sitiados. Ese día, la
confusión en las calles fue total. Nosotros conocíamos perfectamente las fuerzas
con que contaba Berenguer, 1450 hombres en total, entre combatientes y personal
de servicio, muchos de ellos reclutas sin ninguna experiencia de combate y, por
si fuera poco, mal armados. En tales condiciones, el general no podía pensar en
otra cosa sino aprestarse a la defensa de la propia capital de la Comandancia y
aguardar refuerzos. Luego, los huidos y los prisioneros que consiguieron
regresar, se quejaron amargamente de que les habíamos dejado abandonados, pero
es que no se podía hacer otra cosa, bastante embolado teníamos aquí. Si Abd
el-Krim hubiera decidido entrar de corrido, no sé qué hubiera pasado. Órdenes
fueron dadas de organizar la defensa. Aquella noche no la durmió nadie.
Berenguer había pedido una ayuda desesperada a la parte occidental del
Protectorado y, por supuesto, también a la Península. Abandono hubo, sí, pero
fue de la zona entera y venía de lejos.
Colliure y del Busto no podían sino
considerar cuánta suerte habían tenido al nacer unos meses más tarde de lo que
hubiera hecho falta para encontrarse allí, en tan dramáticas circunstancias.
-Afortunadamente, los moros no se decidieron
a entrar aquella noche, pero de vez en cuando nos mandaban un cañonazo desde el
Gurugú. Y al día siguiente se avistaron los barcos que transportaban los
primeros refuerzos procedentes de Ceuta. La ciudad entera vino al puerto a
recibirlos. Enseguida acudieron los Regulares y la Legión, seguidos de las
primeras fuerzas expedicionarias llegadas de la Península. Fue como si de
repente se hubiera levantado un viento fresco que permitiera respirar
libremente a la gente.
-Madrid entero fue a despedir a la estación
al primer contingente que venía aquí –intervino del Busto.- Los que formábamos
parte del siguiente reemplazo con destino a Melilla los teníamos en la garganta
–y al decirlo se cubrió con la mano derecha la nuez de Adán.-
-El 27 de julio se recibió el nombramiento
del prestigioso general Cavalcanti como Comandante General, en sustitución del
infausto general Silvestre. Tras él llegaron los más ilustres mandos del
Ejército, muchos de ellos con experiencia en tierras africanas, así como un
flujo continuo de refuerzos que no ha cesado hasta el día de hoy. Sólo un mes
más tarde, el 28 de agosto, estábamos en condiciones de iniciar la contraofensiva.
Ese día, tres columnas mandadas por los generales Sanjurjo y Cabanellas, a las
que se sumaron algunos jefes de Estado Mayor y sus equipos, por lo que fui yo
también, atacaron y tomaron Casabona. Nador fue recuperado el 17 de septiembre
por la Legión, a las órdenes de Franco, el 23 Tauima y el 26 Tizza, con el
animoso general Cavalcanti al frente de la columna que intervino. Todo eso lo
vieron estos ojos que se ha de comer la tierra. Siguieron Sebt, Atlatén, el
Gurugú y Zeluán. Esto último durante el mes de octubre. Melilla había sido
salvada in extremis de una catástrofe
sin precedentes. Finalmente, el 24 de octubre, la Legión ocupó el Monte Arruit
y descubrió la pesadilla que habían hecho sufrir los moros a sus defensores,
cuyos cadáveres estaban aún sin enterrar. Eso es lo que pasó por estos pagos,
justo antes de que llegarais.
Costaba trabajo creer que aquellos parajes
que llenaban los ojos de una belleza serena y bucólica hubieran podido ser el
escenario de tanta angustia y atrocidad, que tan sólo unos kilómetros tierras
adentro, allá donde reverberan las enjalbegadas casas y alquerías, los hombres se hubieran exterminado con tanta
furia, haciendo correr la roja sangre de sus semejantes entre las peñas
oprimidas por el sol, sobre la tierra reseca, como si fuera sangre de cerdo.
-Mira –dijo al cabo del Busto, tras unos minutos
de reflexión, y en vista de que nadie hablaba,- me alegro por ti, de que
salvaras el pellejo, y lo siento por todos los que la palmaron ahí en frente,
pero vayamos al primer bar y bebamos a nuestra salud, porque me parece que no
todo está terminado y todavía tendremos nosotros que piñorar algo.
-Esperemos que no sea con nuestra propia
piel –replicó Colliure.
-Vamos pues a libar a los dioses para
propiciarnos su buena voluntad –insistió del Busto.
Tomaron, en efecto, varios aperitivos. Y luego
se fueron a comer a un restaurante de la plaza de España, donde prolongaron la
sobremesa con café y coñac. A la caída de la tarde, se pasearon apaciblemente
por el parque contiguo, conversando ya de otros asuntos. Entrada la noche,
después de cenar en cualquier parte, se retiraron al cuartel, como cada
domingo, como si no ocurriera nada y no estuvieran envueltos en una guerra real
y abyecta, que se había llevado ya, inútilmente, más vidas que un reloj.
En fin, tal placidez no podía durar y
Colliure era perfectamente consciente de ello. Un día de los días, el
regimiento recibió al cabo la orden de salir de maniobras, lo que equivalía,
dadas las circunstancias, a entrar en combate.
II
La expedición, al mando del coronel
Riquelme, partía hacia el río Muluya, en el límite oriental del Protectorado
español, junto a la Argelia francesa. Dado que la zona presentaba una geografía
complicada, un experto cartógrafo militar era requerido. Así fue como el
Teniente Coronel de Estado Mayor, don Emeterio Muga, con todo su equipo,
integró la columna.
Ya desde mucho antes del amanecer habían
comenzado los preparativos para la marcha y cuando se mostró la Aurora temprana
de dedos de rosa, los cascos de los caballos atronaban las calles de la ciudad.
Las ventanas se abrían para ver pasar el cortejo y la gente comenzó a bajar y
agruparse en las aceras. Parecía que la plaza se fuera a desangrar de su fuerza
militar y la población miraba el desfile con preocupación.
Ambos jefes marchaban a la cabeza, rodeados
de sus oficiales y edecanes. Colliure y sus compañeros entre ellos. Sólo cuando
cruzaron el puente sobre el Orton, consideraron que podían abandonar ya el aire
marcial del desfile y se pusieron cómodos en la silla. Ante ellos tenían un
largo camino que recorrer.
Enfilaron hacia la mar Chica y bordeándola
junto a las faldas del Gurugú, avanzaron hacia Nador, dejando atrás el barranco
del Lobo, de triste memoria. El día era magnífico y si no fuera porque iban
armados hasta los dientes, incluso se les había adherido una compañía de
artilleros, tirando los caballos de sus imponentes cañones, se diría que salían
a una romería. En realidad, todas las armas estaban representadas en aquella
expedición. Además de la caballería, venían ingenieros, un tabor de regulares,
bastantes compañías de policía indígena, buenos conocedores todos ellos del
terreno, y una bandera de la Legión. Se suponía que la aviación y los globos
aerostáticos proporcionarían valiosa información sobre el movimiento de tropas
enemigas.
Hicieron un breve alto a la entrada de
Nador, una población bastante extendida, conformada por casas encaladas,
generalmente de una sola altura. Semejaba una gran mancha de leche que
coruscaba junto al mar. La tierra olía a pan recién cocido. Luego prosiguieron
hacia Zeluán, apenas una calle de casas hechas con tablas de madera.
-Casi todo son cantinas –especificó
Cervera,- donde los soldados que andan apostados por ahí arriba –hizo un gesto
con la barbilla indicando la Alcazaba- bajan a beber chatos y a desahogarse un
poco.
Atrás quedaba ya el gran Gurugú, ocultando
Melilla y con ella el escenario del apacible inicio a la vida militar que había
acogido a Colliure. Ante ellos, hacia levante, se perfilaba una cadena de
montañas que debía ofrecer un refugio seguro al enemigo, desde donde hostigar y
replegarse después, como al parecer solía hacer las más de las veces,
utilizando la consabida táctica de la guerrilla, recurso inevitable desde los
tiempos de Viriato para los pueblos invadidos.
Colliure era consciente de que no les
asistía la razón en aquella guerra y se preguntaba si Riquelme y Muga, que
avanzaban justo delante de él, lo sabrían también o si seguían creyendo en la
vocación imperial de España aunque fuera sin Imperio. Si son militares
ilustrados y objetivos tal vez hablen de colonialismo, que no es sino el mismo
concepto aplicado al siglo pasado y lo que llevamos de éste, si bien el
procedimiento de explotación de las tierras ajenas es similar, quizá un tanto
atenuado con relación a las masas sometidas. En cualquier caso, no porque lo
hagan otras potencias europeas, casi todas buscan y obtienen su lugar al sol,
nos asiste el derecho. Y Colliure rechazaba también el argumento del teniente
instructor, pedido prestado a Cánovas: “Con la patria se está siempre, con
razón o sin ella”. Lo rechazaba como argumento teórico, por supuesto, porque en
la práctica no tenía más remedio que aplicarlo. O bien eso, o bien clamar que
lo dejen a uno perneando y sin aire. No obstante, todo hombre sostiene
permanentemente una guerra privada, intransferible, consigo mismo y con su
destino. En ella, uno no puede sino comportarse dignamente, pero sin luchar
contra los molinos de viento, de lo contrario más le valiera irse a pudrir
malvas lo antes posible, si uno debe vivir continuamente en la piel de un
cobarde, de un traidor o de un corrupto. Puede que sea eso mismo lo que estén
pensando ahora mismo Muga y el orgulloso Riquelme. Cabe incluso que sea ése el
secreto de la altivez circunspecta de este último, vástago de una dinastía de
militares, a quien nunca había oído una frase patriotera o esas otras ligeras,
portadoras de un optimismo vacuo. En él todo es calculado, riguroso, distante,
como si la cosa no fuera con él, pero es él quien dirige.
Colliure se alzó sobre los estribos y miró
hacia atrás, la columna semejaba una descomunal serpiente que se arrastraba
sobre la tierra enrojecida por el sol. Por el momento avanzaba desprevenida,
pues en medio de la llanura cualquier presencia enemiga sería fácilmente
notada, concediendo el tiempo suficiente para disponer las tropas en orden de
combate. Sin embargo, Colliure aguzó la vista a una y otra parte y descubrió
algunos jinetes de la policía indígena efectuando patrullas por los flancos y
enfrente, a lo lejos, divisó también unas tropillas de batidores.
De cuando en cuando había que detener la
marcha para dar tiempo a los ingenieros telegrafistas de reparar las averías
causadas por el enemigo en el tendido.
La infantería debía agradecer, sin duda, tales respiros.
Muga y Riquelme, por su parte, estaban
teniendo una conversación muy técnica. El primero explicaba los detalles de su
misión.
-Se trata de completar el Mapa Militar de
Marruecos, la zona occidental está ya hecha, mediante el nuevo procedimiento
fotogramétrico terrestre que consiste en la medición mediante teodolito y mira,
una vez se han elegido las bases. Desde cada extremo de la base se obtendrán
tres fotografías con placas de trece por dieciocho, la normal, la oblicua
derecha, declinada treinta y cinco grados a la derecha, y la oblicua izquierda,
declinada treinta y cinco grados a la izquierda. Los tres pares de fotografías
proporcionan los datos necesarios para levantar los planos del terreno
comprendido en un frente de ciento veinte grados, cuya profundidad viene
determinada por la longitud de la base. Las placas sin revelar, junto con los
datos de campo, deben remitirse luego al Depósito de Guerra, en Madrid, donde
se efectúa el revelado lento de las mismas. Por último se realiza la
restitución con el esterautógrafo Orel.
Riquelme, que había estado escuchando,
encambronado, sin dejar de mirar al horizonte, se volvió hacia don Emeterio
para preguntarle:
-¿Y cuál es la ventaja respecto a la
taquimetría clásica?
-Tiene dos decisivas. La primera es que los
trabajos de campo se realizan con gran rapidez. La segunda es que pueden
efectuarse levantamientos de mucho terreno sin necesidad de recorrerlo y eso,
amigo mío, no son flores de cantueso. Ambas representan un notable alivio para
la cartografía realizada en zonas de combate. El único inconveniente es que,
aunque se elijan cuidadosamente las bases, las panorámicas fotográficas tomadas
desde tierra siempre presentan algunos ángulos muertos que no pueden ser captados
por el objetivo. De modo que los dibujos de gabinete deben ser enviados de
nuevo a un equipo de campo para que, cuando la ocasión sea propicia, proceda al
relleno taquimétrico y a la ultimación de la planimetría.
Las grupas de los caballos relucían todavía
al sol, aunque éste iba perdiendo grados en el cielo. Bestias y hombres
comenzaban a acusar la dureza de la marcha sobre la corteza reseca y
polvorienta de esa tierra austera. Del Busto había trabado enseguida amistad
con un ordenanza de Riquelme y le estaba contando chistes en voz baja, pero el
otro tenía dificultad en contener la risa. Un alférez, curioso, se acercó y
reía también, si bien pugnando los tres por no atraer la atención de los jefes
que cabalgaban a pocos metros delante de ellos. Cervera miró a Colliure y
esbozó una sonrisa de condescendencia. En efecto, Del Busto nunca ha querido
ponerle las cosas fáciles al aburrimiento. Colliure, hasta cierto punto,
también era así; sin conocer ni un solo chiste, su especialidad eran las
réplicas desopilantes, de un humor irresistible, y los juegos con el lenguaje,
por ejemplo mediante permutación de sílabas, así, “comer sardinas” se convertía
en sardar cominas y “tocar la
guitarra” en guitar la tocarra. Cuando
pillaba desprevenido al oyente, bien podía causarle un fuerte acceso de risa,
pero aún no estaba el horno para bollos, de modo que volvió a contemplar el
paisaje yermo que les rodeaba, las enigmáticas montañas que se perfilaban al
fondo.
Riquelme señalaba a Muga un lugar hacia la
derecha del camino, a cierta distancia de él.
-Allí.
Luego ordenó a un edecán que transmitiera la
consigna de levantar el campamento. La columna abandonó pues la polvorienta
carretera para dirigirse al lugar que había indicado Riquelme. Se encontraban
en medio de la vasta y despejada llanura de Zeluán, un lugar adecuado para que
la caballería pudiera repeler cualquier ataque. No era probable pues que
vinieran a inquietarles allí durante la noche.
La tropa comenzó rápidamente a activarse,
cada cual sabía lo que debía hacer pues todos los campamentos son el mismo,
esté donde esté. A pesar de ello, los suboficiales no paraban de gritar
órdenes. Los ingenieros se pusieron de inmediato a cavar las letrinas, a construir
los puestos de vigilancia, las caballerizas y demás instalaciones. Pronto se
alzaron las lonas de las grandes tiendas para los mandos y la intendencia, como
las carpas de los circos. Finalmente los soldados armaron las suyas, mucho más
modestas y bajas. Las compañías formaron para una breve ceremonia de levantar
bandera, luego rompieron filas y se sirvió el rancho.
Un poco antes del anochecer, se formó de
nuevo para la retreta, se leyeron las guardias y se rompieron de nuevo filas.
Los que no tenían servicio fueron a reposar un poco en sus tiendas. Luego, a la
caída de la noche, se encendieron varios fuegos y los que quisieron fueron a
reunirse en torno a ellos. Todo eso era nuevo para Colliure, pero comportaba
nada más que rutina para la mayoría.
Junto con Cervera, permaneció a la puerta de
su tienda, sentado en el suelo.
-Menudo trabajo se ha hecho, para deshacerlo
mañana.
-No te quejes –replicó el cabo primero,- los
romanos levantaban cada día empalizadas y trazaban calles.
El sol lo teñía todo de un naranja intenso,
como si le hubieran puesto delante un papel de caramelo. Finalmente se retiró
dando paso a un cielo azul cobalto sin el menor retal blanco en toda la
extensión de su cúpula. Cervera le distrajo de su contemplación.
-Estoy seguro de que, desde lo alto de las
montañas, nos están observando ya.
La primera noche de su vida en una tienda la
durmió mal. A pesar de la manta que puso debajo, sentía la dureza del suelo
irregular, lo cual le obligaba a cambiar frecuentemente de posición. Percibió
la salida de los relevos de todas las guardias. Afortunadamente, consideró,
nosotros estamos exentos de ellas. Algún rato, sin embargo, logró quedarse
transpuesto, pues el toque de diana lo despertó. Todavía no había amanecido.
Tras la formación, mientras la tropa
desayunaba, los dos jefes estudiaban el terreno objeto de la próxima etapa.
Ante una mesa de campaña, sobre la que habían colgado un quinqué, tenían los
mapas desplegados y diseñaban una estrategia para cada accidente. Colliure
comprendió que, a partir de ahí, era preciso tomar más precauciones y redoblar
la vigilancia, por lo que el avance se produciría prácticamente en orden de
combate. Mientras aguardaban la llegada de los comandantes para darles las
órdenes oportunas, tomaron ellos también un refrigerio.
Por la reunión que se produjo a continuación,
Colliure supo que, en efecto, el enemigo disponía de fuertes contingentes de
tropas en la zona. Según la orografía del avance, el flanco izquierdo quedaría
más elevado que el derecho, de modo que existía el riesgo de que un ataque se
descolgara por esa parte. Para prevenirlo, Riquelme dio orden de que las tropas
de infantería tomaran las lomas e inspeccionaran los poblados. Todas esas
medidas tuvieron por efecto que el avance de ese día fuera mucho más lento. No
se produjo la menor refriega, el enemigo parecía retroceder a medida que la
columna avanzaba. Probablemente, como pensaba Cervera, sin perder el contacto
visual, esperando acaso un momento, y sobre todo un escenario, más propicio
para atacar, o cuanto menos hostigar.
Al finalizar la jornada, levantaron el
campamento a orillas de un lago, lo que permitió rellenar al máximo los tanques
de agua. La llanura quedaba atrás y el paisaje se mostraba ahora más
accidentado. El terreno era igualmente más pedregoso, así que fue preciso
limpiarlo bien de guijarros antes de montar las tiendas. Las últimas horas de
la tarde, antes de la cena, las consagró la tropa a su aseo personal así como
el de las caballerías, pues, tras dos días de marcha, ya comenzaban a
necesitarlo tanto unos como otros. Algunos incluso se bañaron y se organizaron
carreras de natación. Colliure, buen nadador, dejó siempre bastante atrás a sus
competidores en todas las que participó. No en balde se había criado en los
arenales del mediterráneo.
Ya oscurecido, los mandos volvieron a
reunirse ante la tienda de Riquelme. Esta vez se les unieron los comandantes
Almagro y Cisneros, así como el de la Legión y el de los Regulares. Cervera,
Del Busto y Colliure, limpiándose las botas a la puerta de las suyas, podían
oír cuanto se decía. Se trataba de llegar hasta el Muluya y luego avanzar hacia
el sur, recuperando y fortificando únicamente las posiciones que reunieran las
condiciones adecuadas para su defensa y abastecimiento, sobre todo en agua,
dejando de lado las demás, procurando también empujar el grueso de las fuerzas
enemigas hacia el sur, hasta tomarlas en tenaza junto con otra columna que
bajaba también a lo largo del Quert.
-Habrá pues que subir a desalojarlos de
algunas posiciones de montaña –concluyó Riquelme. Nuestro objetivo es recuperar
por esta parte el control, aunque de momento sólo sea nominal, de la zona
comprendida en los límites anteriores al desastre de julio. Después vendrán
otros a completar el trabajo. Aunque, a mi modo de ver, ese complemento debería
hacerse utilizando otros procedimientos, al menos no exclusivamente el militar.
Colliure sabía que esto último no habría
gustado a algunos comandantes, sobre todo a los de las nuevas fuerzas de
choque, partidarios de una reacción dura, de romper definitivamente al enemigo
y hacerle doblegar la cerviz. Pero de momento no replicaron, la estrategia de
Riquelme era también buena para ellos, a corto plazo. Más tarde la emplearían
con éxito en otro lugar, ante otras gentes.
Esa noche la durmió mejor, seguramente a
causa de los efectos sedativos y saludables del agua; aunque sintió más el frío
y tuvo que arroparse mejor con la manta. Al toque de diana se levantó de un
salto, totalmente repuesto, para asomarse a un mundo apenas entrevisto pero de
una indudable belleza adusta en su vastedad.
Los rayos rojizos del primer sol daban en
los rostros de los soldados que avanzaban ya en su dirección. La pendiente del
terreno se acentuó y las grupas de los caballos comenzaron a relucir de buena
mañana. Según el plan establecido, la columna comenzó a desplegarse y a
progresar en orden de combate.
A media mañana se alcanzó un promontorio
desde el cual se vislumbró a lo lejos el collado a través del cual se suponía
iban a franquearse el paso más allá de la cadena de montañas. Ni Cervera había
hecho nunca ese camino, por tanto, lo que había del otro lado era un misterio
para ellos. Tras una breve bajada, se reanudó la pendiente, esta vez aún más
abrupta.
A medida que iban coronando el puerto,
contemplaban con satisfacción que les aguardaba un largo descenso hacia una
gran caldera rodeada de cumbres. El paisaje era pardo como el plumaje de un
gorrión, de matorral, sin un solo árbol a la vista.
Alcanzado el terreno plano, Riquelme dio por
terminada la etapa, que había sido, por cierto, agotadora para hombres y
bestias. La columna derivó hacia la derecha y procedió a montar de nuevo el
campamento. Esta vez no había lago alguno, así que tuvieron que ir a dormir
cubiertos de sudor y polvo. La noche, por el contrario, fue francamente fría.
Colliure tuvo la impresión de haberla pasado toda ella saltando como el rabo de
una lagartija, por lo que acogió con alivio el toque de diana.
Ese día fue la infantería la que partió en
primer lugar, pues debían tomar posiciones para proteger el camino por el que
había de pasar el convoy, a lo largo de la falda de una elevada montaña. Por
dos veces se vio la fila de carros y jinetes encajonada entre el mencionado contrafuerte
y una colina situada a la derecha. Luego, franqueado este paso difícil, hubo
que pararse pues delante se encontraba un poblado de considerables dimensiones
y en esta ocasión fueron enviados contingentes de caballería, al mando del
enhiesto teniente Valdeavellano, para explorarlo. Una hora más tarde regresaron
asegurando que no había en él presencia militar alguna. Riquelme decidió
bordearlo, como los zorros y los lobos.
A la salida de la población se encontraron
con una campiña bien cultivada y bien irrigada como lo atestiguaba la presencia
de algunos aljibes aquí y allá. Los huertos de naranjos le hicieron sentirse a
Colliure como en casa. Pasado ese vergel, el terreno volvió a ser árido y una
nueva cordillera se perfiló en el horizonte. Pero un cabo de caballería, el
valenciano Soldevila, se levantó sobre sus estribos y husmeó con gesto
entendido el aire que venía de levante.
-Huele a río –dijo.-
En efecto, poco después apareció por vez
primera el azul Muluya a mano diestra.
Riquelme dio orden de poner pie a tierra,
pero no de montar el campamento. Una compañía de ingenieros se avanzó con
varios carros. Comenzaron a bajar hacia el río, pero no siguiendo el camino,
sino campo a través, desviando hacia la derecha.
Colliure los miraba alejarse, intrigado.
Cervera le ofreció la respuesta que buscaba.
-Allí abajo hay un fuerte. Me parece que van
a enterrar a los muertos.
Transcurrió una hora más o menos antes de
que recibieran la orden de avanzar. En efecto, apareció un pequeño fuerte
rojizo, con dos torres almenadas, dotadas de sendas garitas de vigilancia.
Junto a él montaron el campamento a la luz anaranjada de los últimos rayos de
sol. Desde allí se dominaba el fértil valle del Muluya.
III
Al día siguiente los ingenieros se pusieron
a reparar los desperfectos del fuerte. El resto de la tropa se consagró a la
instrucción, como en un día cualquiera de cuartel. Mas Riquelme había enviado
exploradores y espías, los cuales volvieron asegurando que un notable
contingente enemigo se hallaba concentrado en un poblado vecino. Los jefes se
reunieron y concibieron un plan para tomarlo. Pasados tres días desde la llegada
al fuerte, el grueso de la columna partió en dirección al poblado en cuestión.
Don Emeterio Muga acompañaba a Riquelme y por lo tanto también su cortejo de
ordenanzas. El coronel, a la vista del objetivo, eligió un promontorio desde el
cual contemplar cómodamente el terreno de operaciones e instaló allí el puesto
de mando. El plan siguió su curso previsto, se inició una maniobra envolvente y
el enemigo abrió fuego; sin embargo, antes de hallarse completamente cercado,
huyó por la parte posterior, a uña de caballo. La operación se saldó con pocas
bajas. De eso se trataba, de ir empujándolo hacia el sur.
De vuelta al fuerte, mientras la columna
atravesaba por un vado el Muluya, Riquelme se dejó fotografiar junto al río.
Cuando saltó el fogonazo de mercurio, el coronel observaba, con la seriedad y
la serenidad que le caracterizaban, el azul curso de agua que pasaba algo
agitado por aquel lugar áspero que lo comprimía entre rocas, flanqueado de sus
capitanes, uno de los cuales lanzaba su mirada reconcentrada en la misma
dirección que Riquelme, pero más allá, como oteando el horizonte, mientras que
el segundo capitán hacía lo propio, aunque en el sentido opuesto. Tras ellos,
un soldado y un comandante sonreían y un alférez, situado entre ambos,
contemplaba la escena con despreocupación. Finalmente, un soldado, del que sólo
se veían los pies y la parte baja del chubasquero, abrevaba su caballo en las
frescas aguas del Muluya. Era una imagen política, destinada a figurar en las
primeras páginas de los periódicos de mayor tirada del país. El mensaje era
que, sin prisas, con la debida precaución, pero también sin pausas, se estaba
volviendo a la situación anterior a julio del año precedente. Claro que los
muertos, ésos no podía devolverlos nadie. De no ser porque el Augusto de la
época no estaba exento de cierta responsabilidad, bien podía golpearse la
cabeza contra las paredes diciendo aquello de: “Vare, Vare, legiones redde.” Siendo Varo el general Fernández
Silvestre, por supuesto. Riquelme
debía saber todo eso, por ello aparecía serio y circunstanciado, mirando un
punto fuera del cuadro, posiblemente a sus tropas en el acto de atravesar el
Muluya.
Durante la estancia en el fuerte, la
soldadesca no debía permanecer inactiva, así que se le administró una instrucción
similar a la que suele recibir en el cuartel. Tras el toque de diana, la
correspondiente formación y el desayuno, había que correr. Los sargentos de
todas las armas presentes se colocaban en la periferia del campamento,
separados por una distancia tal que les permitía controlar todo el recorrido, a
fin de que ningún recluta matrero se escondiera entre las matas o detrás de los
peñascos para evitarse alguna vuelta. También con el propósito de animar,
haciendo gala de la proverbial afectuosidad que caracteriza a todos los
sargentos del mundo, a los rezagados:
-¡Como no aligeréis, la próxima vuelta la
daréis sin esfuerzo! ¡Porque os llevaré a patadas en el trasero durante toda
ella! –les gritó el sargento Gastón a
los dos abulenses, Gregorio Hornedo y Dámaso Aguilera.-
Mientras gruñía la amenaza, ponía una de sus
expresiones excesivamente terribles, ojos saltones y desorbitados, boca
cómicamente torcida, no para provocar, desde luego, la hilaridad de los dos
reclutas, que no la veían y corrían que se las pelaban, sino de los ordenanzas
de Riquelme y Muga, los cuales estallaron, en efecto, en una sonora carcajada.
A media mañana, los capitanes de infantería
se distribuían los terrenos colindantes y mandaban sus compañías a efectuar
simulacros de toma de posiciones. Luego los sargentos sacaban las conclusiones
de la acción, criticaban lo que debía ser criticado, y finalmente los tenientes
reunían a su sección y daban una clase teórica.
La caballería se alejaba algo más, buscando
un terreno llano y desembarazado, para ensayar cargas y más cargas.
Seguidamente, lo mismo que los otros, crítica y teórica.
La legión, por su parte, desaparecía para
entrenarse. Sus uniformes color higo verdal acababan por perderse de vista
hasta que, hacia mediodía, se divisaba en la lejanía la nube de polvo que
levantaban regresando a paso de carga.
Colliure recorría el terreno a caballo,
junto a don Emeterio Muga, quien salía a supervisar las operaciones
alternándose con el coronel Riquelme. Y consideraba hasta qué punto la rutina
cuartelera puede hacer añorar las marchas interminables de las maniobras y
acaso de la propia guerra. Sin embargo, alguna vez pidió permiso al teniente
coronel para participar en esas cargas fingidas, con objeto de no perder los
beneficios de la instrucción practicada en el cuartel. Si no hay más remedio
que hacer la guerra, mejor ir bien entrenado.
En la aspereza de tales ejercicios, Colliure
no podía dejar de admirar un solo día la nobleza del animal que montaba, el
cual, no solamente obedecía a su voz en el acto, sino que parecía incluso
adivinarle el pensamiento y comprender el sentido de la maniobra. Colliure,
acicateado por el ejemplo de su montura, se daba a fondo, aunque procurando
siempre no poner en peligro la maravillosa bestia que tenía el honor de
cabalgar.
Las tardes eran consagradas al desfile, a
pesar de la irregularidad del firme. La rítmica marcha al mismo paso, los
cambios bruscos de sentido operados en bloque, la obediencia instantánea a la
voz de mando, reforzaban inconscientemente en el cacumen del soldado la idea de
que la compañía constituía un solo cuerpo, ágil y bien coordinado, que se
integraba armónicamente en el organismo del regimiento bajo la voluntad de sus
jefes. Esto había que repetirlo una y otra vez, hasta que se convirtiera en un
automatismo, en una segunda naturaleza del individuo.
Cuando ya se hallaba la tropa
suficientemente ebria de tanto ir a derecha e izquierda, adelante y atrás, sin
otra razón que la arbitrariedad del instructor, estaba lista durante un tiempo
para reconocer la voz de su amo; entonces se la hacía sentar en el suelo y
proceder a la meticulosa limpieza del material bajo la supervisión de los
sargentos, quienes tenían, con ello, la ocasión de mostrarse intratables,
irónicos, burlones, expertos, maniacos e incluso tiránicos, en función del
temperamento de cada uno, aunque por lo general todos ellos reunían el conjunto
completo de las mencionadas cualidades y las iban manifestando según la ocasión
y el humor del momento. En cualquier caso, las armas quedaban limpias como una
patena y las botas relucientes como la grupa de un potro, todo listo para
llenarse otra vez de polvo al día siguiente.
Examinando el arma de un recluta, el
sargento Gastón exclamó teatralmente, a voz en cuello, eso sí:
-Si disparas con este fusil y por casualidad
le das a un enemigo, lo matas seguro. No por herida de bala en un punto vital,
sino por infección. ¡Ya lo estás dejando como los chorros del oro, si no
quieres que ordene a Feliciano Sánchez que haga de ti la cena de esta noche,
animal! El brigada se pondría a bailar sobre un pie si se ahorrara el género de
la despensa. Ahora tú verás si mueves o no el trapo con brío.
El aludido suboficial, que salía en ese
preciso instante de su tienda, torció el gesto, pero no dijo nada. Entretanto,
todos los trapos de la compañía se agitaban frenéticamente.
El sargento Salas, que no andaba muy lejos,
remachó el clavo con una sonrisa que sabía elevarse desde las comisuras tanto
como el propio bigote, que ya es decir:
-A ver, uno bien gordo por aquí, que no haya
limpiado como es debido sus botas o su fusil....
Asegurada la zona, el Teniente Coronel don
Emeterio Muga y su grupo de expertos topógrafos dieron comienzo a su campaña de
mediciones. Sus ordenanzas y una pequeña tropilla de a caballo los acompañaban.
Tras cabalgar un rato, dejaron atrás la
estepa en que se había instalado el campamento para adentrarse en un terreno
cultivado.
Era otra tierra y otra luz, cierto, pero los
huertos de naranjos en flor, el inconfundible aroma de azahar flotando en la
brisa, los olivares en las partes altas, todo a su alrededor hacía pensar a
Colliure que se encontraba en alguna partida del término municipal de Sajará.
Alguna que estuviera cerca del Júcar. Recordó el día en que don Emeterio Muga
vino a cazar a La Closa y luego
hicieron una paella en el caserón. Sí, no había duda de que su padre le había
escrito una carta anunciándole su llegada y pidiéndole que le buscara un
destino suave, no muy expuesto. Así es, ahí estaba él, libre de servicios,
montado en un caballo que era la envidia de los oficiales, normalmente fuera
del alcance de las balas enemigas, paseándose por amables vergeles, involucrado
en una labor casi más científica que guerrera.
Los moros venían por grupos de cuatro o
cinco a trabajar sus tierras, pero su actitud no parecía agresiva. Mientras los
técnicos realizaban su actividad, ordenanzas y soldados, echado el pie a
tierra, fumaban un pitillo, procurando refugiarse a la sombra de alguna higuera
o cualquier otro árbol.
En efecto, un poco más al sur del lugar en
que se hallaba el fuerte, el Muluya describía la curva de una hoz, encerrando
casi por completo un buen pegujal con bancales bien hechos y en plena
producción, que nada tenían que envidiar a los mejores de Sajará. El sistema de
explotación era idéntico, no en balde las huertas de allá habían sido
construidas por las mismas manos de moro. En cambio, dos soldados abulenses,
Gregorio Hornedo y Dámaso Aguilera, campesinos en la vida civil, no se cansaban
de ponderar las condiciones y la feracidad de aquellas tierras, avanzando, con
asombro creciente, por el margen de una acequia. Cervera, les dio una voz y con
un gesto perentorio les ordenó que regresaran. Colliure echó un vistazo a su
alrededor. Estaban completamente rodeados de montañas, pero éstas se hallaban a
una distancia considerable, la cual les permitiría divisar cualquier movimiento
de tropas de cierta envergadura y ganar rápidamente el contingente principal.
-Estamos relativamente seguros aquí
–comentó.-
-De todos modos no hay que bajar la guardia
–replicó Cervera.- Se desplazan durante la noche y se entierran durante el día.
Luego, si tienen que moverse en pequeños contingentes, pasan desapercibidos
entre los labriegos. No necesitan transportar armas, pues las tienen escondidas
por cualquier parte.
-Eso quiere decir que podríamos tenerlos muy
cerca.
-Pequeñas unidades, sí, que efectúan ataques
fulgurantes y se retiran como una exhalación.
-En tal caso -sugirió Colliure,- en terreno
de naranjos hay que vigilar más por abajo que por arriba.
-¿Cómo?
-Agáchate y verás.
Cervera lo hizo y comprendió enseguida. El
tronco del naranjo es breve, pronto empieza el follaje, de notable espesor,
pero si uno se echa completamente al suelo, puede ver a una distancia
considerable, dependiendo ésta de la dimensión de los bancales, pues los
márgenes constituyen un obstáculo.
-Ah. Eso está mucho mejor.
Ordenó de inmediato a dos soldados que se
tumbaran y vigilaran los alrededores de esta guisa.
-También, para esconderse, es muy fácil. Uno
no tiene más que subirse a las ramas, que están muy bajas, y aguardar allí a
que el enemigo pase a tu lado sin verte.
-O sacar los brazos entre el follaje y
seccionarle la yugular.
-Así es. Pues forzosamente para pasar tienes
que arrimarte a él.
El sol se hallaba en su cénit y el calor
arrancaba a la tierra un aroma de horno, comprimía, como entre dos paredes
amovibles, los cuerpos de los soldados, que empezaban a sudar incluso bajo la
sombra de la higuera y de los naranjos. Una gran quietud parecía acompañar a la
luz que caía de lo más alto, únicamente se dejaba oír, de tanto en tanto, el
crujir de una hoja seca cuando alguien cambiaba de posición. En ese instante los
especialistas de la medición daban por concluido el trabajo de la jornada y
comenzaban a guardar cachazudamente sus instrumentos en las fundas. Colliure
pensó, es extraño, ni siquiera se oye el canto de los pájaros.
-Dicen que es la hora en que crucificaron a Cristo
–dijo Del Busto.-
Y como Del Busto solía bromear las más de
las veces, cuando hablaba en serio uno se preguntaba siempre si había que reír
o no. Y de hecho daban ganas de reír. Pero él, no curando de la reacción de sus
compañeros, fue a reemplazar a uno de los vigías. Nada más tumbarse a su lado y
le señaló algo que sólo ellos dos podían ver, debido a su posición. Hubo un
intercambio de pareceres, tras el cual Del Busto hizo un gesto a Cervera para
que se acercase. Éste fue a tenderse junto a ellos y se puso a observar con
suma atención hacia el punto que le indicaban. De repente se levantó de un
salto y corrió hacia don Emeterio. Del Busto y Hassan Isticama, el soldado con
el que había estado oteando, avanzaban precipitadamente, con los ojos muy
abiertos, hacia sus cabalgaduras. Colliure se sobresaltó e instintivamente echó
una mirada hacia su caballo que se encontraba a su lado, atado a la rama de una
higuera. No oyó bien lo que Cervera le dijo al Teniente Coronel, pero sí la
perentoria orden que dio éste sin pensarlo dos veces.
-¡A los caballos!
Colliure comprendió enseguida la estrategia
de la emboscada. Ellos se encontraban en el culo de un saco y alguien estaba
tratando de cerrar la boca. Desató el caballo y subió de un salto. Pronto la
tropilla se hallaba galopando a través de la avenida principal, con bancales a
derecha e izquierda. Los soldados más expertos y algunos miembros de la policía
indígena, que también venían, empuñaron los fusiles con una mano mientras
sostenían las riendas con la otra. Colliure abrió la funda de su fusil y tanteó
la empuñadora del sable. Una gran algarabía se desató a sus espaldas y
comenzaron a sonar las primeras detonaciones, así como las balas a silbar sobre
sus cabezas.
Frente a ellos aparecieron algunas chilabas
para tratar de cortarles la salida, tal como Colliure había supuesto,
efectuando algunos disparos. Sin embargo, los propios policías indígenas, que
eran con diferencia los más hábiles, los abatieron enseguida disparando con los
caballos lanzados a galope tendido.
Pasado ese punto crítico, una árida planicie
se abría ante ellos.
Los moros, a sus espaldas, tardaron unos
minutos en establecer una línea de fuego nutrido, pues los jinetes habían
levantado el vuelo antes de lo previsto, impidiendo que se completara la
maniobra envolvente así como una mayor concentración de fuerzas en el tubo del
embudo. Cuando lo hicieron, ya éstos se habían alejado lo suficiente como para
que el tiro fuera incierto y no era cuestión de desperdiciar munición, en una
guerra en que ambos contendientes eran pobres, ni tiempo, que les era necesario
ya para poner los pies en polvorosa. Una andanada de balas silbó pero fue a
estrellarse contra las piedras y la reseca tierra del llano. Luego cesaron las
detonaciones y el griterío.
Minutos más tarde, se levantó una nube de
polvo cerca del campamento. Una primera ola de refuerzos volaba en auxilio de
los agredidos. El comandante Cisneros, que mandaba la tropa, la detuvo un
instante para intercambiar unas breves palabras con el Teniente Coronel don
Emeterio Muga. Tras ello, lanzó la carga, a la que se sumaron los huidos. No
pararon hasta llegar a la hoz del Muluya, desde donde divisaron, en la otra
orilla, a los ensabanados atacantes apresurándose a montar en asnos y caballos.
No era posible cruzar el río por aquella parte, ellos debieron pasar a nado, o
en alguna barca que tenían escondida, así que el comandante se contentó con
ordenar varias descargas de fusil, que hicieron contadas bajas en el enemigo,
el cual llevaba ya demasiada ventaja como para intentar el expediente de ganar
un vado dando un rodeo. Así concluyó la primera escaramuza en la que se vio
envuelto Colliure, durante el transcurso de la cual se había enterado de lo que
es oír silbar las balas por encima de la cocorota. Luego les silbaron en los
oídos durante bastante tiempo y no podían dejar de pensar en lo que podía haber
sucedido de no haber detectado a tiempo la presencia hostil de los agarenos. En
el semblante del Teniente Coronel don Emeterio Muga se leía a las claras que el
hombre se sentía cogido en un mal latín y se prometía mostrarse, en adelante,
más prudente y no separarse tanto del grueso de las tropas, pues el enemigo
sabe hacerse invisible y materializarse en el momento más inesperado.
IV
Las reparaciones en el fuerte estaban casi
terminadas. La posición volvía a ser defendible ante una fuerza enemiga de
magnitud moderada; no ante una marea semejante a la del año anterior, desde
luego. Pero justamente ésa era la misión de la columna Riquelme, empujar al
grueso del contingente enemigo hacia otros parajes, hacia el sur, a lo largo
del Muluya. Así que ya poco les quedaba de contemplar aquel ámbito que había
llegado a ser familiar.
Don Emeterio, cazador de raza, no podía
prescindir de su escopeta ni durante el desempeño de su actividad castrense,
así que se la trajo en su bagaje personal y decidió en tal ocasión regalar
especialmente a los hombres que iban a quedarse allí. Escogió de nuevo una
reducida escolta, en la que figuraba Colliure, y salió con ella poco antes del
amanecer, aunque esta vez con el propósito de no alejarse mucho del campamento,
sino para descender en línea recta hacia las orillas del Muluya. Una vez allí,
mandó a sus hombres que se escondieran bien entre los matorrales y se limitaran
a otear la ribera opuesta en previsión de un nuevo ataque por sorpresa. No bien
hubo despuntado el alba, se dejó oír el zumbido de la primera escuadrilla de
patos. Don Emeterio abatió tres, que fueron recogidos en el acto. A media
mañana tenía treinta y cuatro, con lo que dio por terminada la batida.
De vuelta al campamento, puso a unos cuantos
soldados a pelar las aves. El coronel Riquelme, intrigado, le preguntó qué era
todo aquello.
-Aquí tengo un soldado que ayudará al
cocinero a hacer una gigantesca paella, para despedir como se debe a los
hombres que se quedarán en el fuerte.
En efecto, Colliure fue requerido para dicha
tarea. Enseguida se puso a calcular la cantidad de arroz, la proporción de agua
y tomó las primeras disposiciones. Observó los calderos con los que se
preparaba el rancho y eligió tres de los más grandes. Mandó a una escuadra de
soldados que trajeran leña, otros debían limpiar y trocear los patos.
Un pinche de cocina moro le preguntó qué
otros ingredientes hacían falta. Colliure repuso que ajos, azafrán, sal, judías
blancas, y luego, tras pensar un poco, añadió sin mucha esperanza, también
judías verdes, tomates y pimientos troceados. El hombre dio media vuelta y se
fue. Al rato volvió con un gran barreño de tomate troceado y otro de pimiento.
Algo más tarde se presentó con un saquito mediano repleto de judías verdes.
Colliure se acercó curioso y comprobó que todo era fresco, como recién
arrancado de la planta.
-¿Cómo has podido conseguir esto?
-Yo ir por ello esta mañana –repuso el
indígena.
Colliure lo miró a
los ojos y se lo imaginó, vestido como uno de esos labradores que pululaban
alrededor, comprando verduras en algún pueblo o en el propio campo.
El brigada Fontana iba de acá para allá,
cuadernillo en ristre, anotando todo lo que se consumía, por ínfima que fuera
la cantidad.
-Se va a montar un jolgorio pasable por un
importe inferior al de un rancho corriente.
-En efecto –repuso Colliure,- lo más caro de
la paella es la carne. Y en este caso ha sido regalo de la naturaleza y también
de la escopeta del Teniente Coronel.
-No sabía que se pudiera hacer con pato
–intervino el rollizo sargento Calderón, hombre de lindos hígados, gentilhombre
de boca, quién, siempre que se cocía algo especial, merodeaba por la cocina.-
-Se puede hacer con pato, silvestre o de
casa, con pollo y hasta con conejo. Generalmente combinado con cerdo. Pero en
esta ocasión esto último queda excluido debido a la presencia de nuestros
amigos moros.
-Claro, claro –confirmó el brigada, contento
de no tener que sacar más condumio de la despensa.-
-Yo he sido cocinero antes que fraile
–declaró el sargento Calderón. Circunstancia conocida por todos, pues solía
aducirla como excusa para justificar su presencia asidua tanto en la cocina de
campaña como en la del cuartel.- Pero nunca he tenido la ocasión de ver cómo se
hace una paella, pues en Madrid se comen pocas.
Presentadas sus credenciales de entendido en
el arte culinario, se puso a examinar el género. Acercó su blanca y fina nariz,
que asomaba por encima de unos enhiestos bigotes, a los distintos barreños y
emitió un chasquido de satisfacción pero ningún comentario.
El cabo Soldevila se acercó, en su calidad
de valenciano, y preguntó, modesto, si podía ayudar en algo. Colliure lo dejó
encargado de dirigir el fuego. Bajo sus órdenes, pues, los dos soldados
abulenses, Gregorio Hornedo y Dámaso Aguilera, así como el segoviano Feliciano
Sánchez, pinche oficial de cocina, comenzaron a encender. Colliure mandó poner
los calderos en posición y se ocupó personalmente de verter el aceite.
-Lo esencial es no equivocarse en la
cantidad de aceite –pontificó-, ni en la de agua. Luego es cuestión de dominar
la técnica del fuego. –Al decir esto miró a Soldevila, quien le sonrió con
suficiencia.-
Acto seguido se procedió a echar la carne.
Colliure saló y dejó que se fuera dorando. Encargó a los pinches que la
removieran de cuando en cuando. El sargento Calderón parecía aspirar el aroma
de la fritura más con las antenas de sus bigotes que con su fina pituitaria.
Cuando Colliure juzgó que estaba bien sofrita, agarró una espumadera y separó
algunas asaduras, el corazón, la molleja, con las que llenó a rebosar un plato,
cuyo contenido, tras dejarlo enfriar un poco, lo fue ofreciendo a los
presentes, comenzando por el de más alta graduación, el brigada, que se comió
un corazón con sumo cuidado, siguiendo con el sargento, quien degustó con
manifiesto deleite una molleja y así hasta el último soldado.
Hacia mediodía comenzó a invadir el
campamento un delicioso aroma de carne frita. Todos aquellos que no habían
salido para el entrenamiento habitual, asomaban las cabezas por encima de las
tiendas. Incluso algunos curiosos de las compañías vecinas se acercaron, como
quien no quiere la cosa.
A la una y media, cuando regresó la
compañía, sudorosa y exhausta, se encontró con tres gigantescas paellas,
prácticamente listas, envueltas en un aroma de brasas.
Un capitán de la legión que pasaba por allí
comentó:
-¡Qué asco! Si parece una gusanera.
El Teniente Coronel don Emeterio Muga que lo
oyó, repuso:
-Gusanos son, en efecto, sacados de las
tripas de una burra muerta. ¿No quiere un plato calentito?
-Se agradece. Antes comería una sopa de
piedras con agua del Muluya que esto.
Sin
aguardar réplica, dio media vuelta y se fue, decepcionado, para sus tiendas.
Todos cuantos lo oyeron sonrieron pero se guardaron de hacer comentarios.
-¡Venga, que corra la bota! –Gritó
alguien.-Que no es una bolsa de agua caliente para ponérsela en los pies.
-La bolsa de agua caliente para los pies la
quisiera yo por la noche, no ahora, que parece que los tenga hundidos hasta el
corvejón en la cernada. Toma, coge el cernícalo de una vez y vete a dormir. Así
estaremos más a gusto.
Una paella con el agua del Muluya, se dijo
Colliure, esto sí que es una novedad. Distinta es, desde luego, pero no está
mal. Sin embargo, fue el primero en dejar caer la cuchara sobre la mesa.
V
Al día siguiente, tras el toque de diana, se
procedió a desmontar el campamento y a la carga de los carros. Poco después, el
espacio se hallaba totalmente despejado, el sol daba de nuevo en la tierra y
ésta se aprestaba a sacar otra vez sus ásperos matorrales. El destacamento que
debía quedarse en el fuerte al mando de un teniente, formó a las puertas del
mismo. Los demás lo hicieron delante. Tras una breve ceremonia castrense, se
izó la bandera sobre las almenas que coronaban la puerta de estilo mudéjar y la
columna Riquelme inició su marcha hacia el sur. La tropa de los que se quedaban
contemplaba el desfile con mirada turbia y no rompió la formación hasta que el
último soldado hubo abandonado la explanada.
Tan sólo se oían los cascos de los caballos
golpear rítmicamente sobre la tierra reseca y dura, así como el traquetear de
los carros. Avanzando como una serpiente que ignora la desolación, bordearon
una aldea que les recibió con puertas y postigos cerrados a cal y canto. La
primera dificultad fue permitir que los carros franquearan un leve barranco.
Muchos hablaron allí por primera vez desde la partida del fuerte.
El Muluya parecía querer desentenderse de
ellos pues iba alejándose hacia la izquierda, mas pronto se arrepintió y
volvieron a cruzarse los caminos, sólo que el río venía, mientras que ellos se
dirigían allá, hacia aquellas montañas que se veían a lo lejos, en dirección
sur, donde les aguardaba un destino incierto.
El terreno era todavía llano, pero un
auténtico pedregal. Raramente se encontraban bancales productivos. De cuando en
cuando surgía una polvorienta aldea de cabreros, donde se confundían las casas
y los apriscos. Sus habitantes debían verlos llegar de lejos y se refugiaban en
sus madrigueras, atrancando probablemente las puertas.
Llegados a la primera mole roma, la columna
la contorneó por su lado derecho, dejando al Muluya encajonarse por el
izquierdo. Y antes de culminar la circunvolución, Riquelme ordenó levantar allí
el campamento, por última vez en terreno llano.
Terminado el trabajo, durante una breve pausa antes de la postrera
colación del día, los soldados se pusieron a contemplar los meandros del río
que quedaban atrás, pero ninguno pudo vislumbrar el fuerte y se discutía sobre
su hipotética posición. Hasta el toque de fajina, muchos quedaron
silenciosamente mirando en aquella dirección.
Con la primera luz rojiza incidiendo sobre
la tierra ocre, se inició la marcha ascendente. Los expertos topógrafos y la
escolta del Teniente Coronel don Emeterio Muga, dejaron atrás la columna, que
avanzaba a paso de hombre, con objeto de efectuar mediciones aquí y allá. Esta
vez llevaban consigo al muy experto y fogueado sargento Jirca, de las tropas
indígenas, que emplazó enérgicamente a sus hombres y fue él mismo a ocupar la
posición más alejada. Desde lo alto de una colina, Colliure pudo divisar de
nuevo el azul Muluya acarreando agua a las playas desiertas de Sajará, por eso
eran tan azules, donde en esta época del año chillan las gaviotas desde las
dunas mientras que el hombre más cercano se halla faenando mar adentro.
Más adelante, el río corría ya por el fondo
de un profundo cañón y daba vértigo asomarse para contemplarlo. La columna
buscaba los vericuetos montañosos de la parte derecha, alargándose como un
tirante. En previsión de un ataque por sorpresa, varias unidades habían sido
enviadas con la misión de coronar las alturas vecinas. El enemigo no asomaba la
nariz por ningún lado, pero era indudable que los vigilaba desde algún risco
inverosímil, atalaya de águila.
Hombres y bestias estaban exhaustos cuando
al fin se alcanzó un lugar llano donde instalar el campamento. Hubo que hacerlo
a buen ritmo, pues el crepúsculo quería dar ya paso a la noche cerrada, que por
cierto se reveló glacial en aquellos parajes elevados. El viento metía su filo
plateado por los intersticios de las tiendas y hubo que echar mano de mantas,
chupas y capotes.
Colliure se esforzó por dormirse porque en
las noches de insomnio no era el frío el único que mordía, también lo hacía el remordimiento
con peores dentelladas. Durante un instante en que se quedó traspuesto, le
pareció oír la voz de su padre: “En el momento presente te toca a ti
comportarte como un verdadero Colliure y actuar pensando en los tuyos, sin
dejarte arrastrar por tu egoísmo de circunstancias.” Ahora los dos habían
dejado a los suyos abandonados a su suerte por culpa de esta guerra inútil,
estúpida, que sólo sirve para que una oligarquía indigna gane dinero a
espuertas y también para que unos militares ambiciosos tengan de vez en cuando
una batalla que llevarse a los dientes, con el fin de medrar. Muchas veces se
preguntaba si su madre llegaría a perdonarlo, si aceptaría a Consuelo, si
conseguiría sentir cariño por los nietos que probablemente tendrán que venir.
Qué difícil es acertar en esta puñetera vida que está hecha de dilemas
contradictorios e irresolubles. Parece que únicamente hayamos venido a ella
para aprender a expiar el error que forzosamente habremos de cometer.
Lo despertó el toque de diana. No sabría
decir si había conseguido dormir algún rato o si había pasado la noche
cavilando o hilvanando sueños hechos de recuerdos. En todo caso, se alegraba de
que hubiera llegado el momento de levantarse, desentumecerse y ponerse en
movimiento.
Tras un rápido desayuno, la tropa estaba en
condiciones de reanudar la marcha. A esa hora temprana todavía no se había
disipado el frío y tanto hombres como caballerías exhalaban vapor por narices y
boca, cual dragones de fantasía. El trote era sin embargo alegre pues ante
ellos se presentaba una vasta pendiente que descendía hasta el pie de unos
montes todavía más abruptos que los vistos hasta el momento y tras ellos,
azulada, una nueva barrera de cumbres.
Como de costumbre, don Emeterio solicitó a
su escolta personal para sus expediciones científicas, que ahora se
desarrollaban dentro de una zona de seguridad, sin pérdida de contacto visual
con el grueso de la tropa; el cual avanzaba a un ritmo sostenido, pero sin
pausas, la caballería adaptándose a la marcha de las unidades de a pie. El
paisaje era grandioso, un mundo inconmensurable, con más pliegues que la piel
de una vieja antañona, imposible de registrar, imposible de dominar. Colliure
comprendió que ese avance sería simplemente nominal. El moro controlaría siempre
aquella región desde los soberbios alcázares que le ofrecía la naturaleza, cosa
que, al fin y al cabo, era de justicia, pues todo aquello les pertenecía
obviamente. Sin embargo, cabe preguntarse qué partido sacarán de su
independencia, si la ganan, los cabreros y destripaterrones que engrosan la
harka. Aparte de la belleza adusta de esas regiones desoladas y de su riqueza
minera puntual, que sólo puede aprovechar a unos pocos, de nada ha de valerles
tal vastedad árida y desierta, seguirán pastoreando sus magras reses y arañando
sus polvorientos yermos. Pero entretanto, durante este paréntesis bélico,
matarán y morirán como nosotros, sin esperanza, o con la menoscabada de
regresar en paz a sus estériles pegujales.
Colliure ofreció papel de fumar y tabaco a
sus amigos, sin dejar de otear en lontananza. El aire era tan puro y
translúcido que permitía ver detalles a una distancia increíble. Pero ni una
casa, ni el menor rasgo de construcción humana, en toda la circunferencia
cerrada del horizonte. Aquello no semejaba una expedición militar contra una
fuerza hostil, sino una marcha hacia el corazón de la nada, en el reino del
vacío. Mas el vacío es insufrible para el mortal, sus temibles vibraciones
acabarían rompiendo la frágil y siempre precaria loza del alma humana. Habría
que conocer todos los pliegues del negro manto de la muerte para aceptar el
vacío, para poder entrar serenamente en las cavernas de la nada. Colliure, sin
embargo, comprendía el sentido de todo aquello. Del fondo brumoso de su ser
brotaba, turbia, la idea de que necesitaba marchar aún durante mucho tiempo,
durante edades, eras geológicas, hundirse en esas cadenas interminables de
montañas, llegar, a través de caminos bravíos, plagados de obstáculos cada vez
más recalcitrantes, hasta las entrañas calientes de ese continente
inconmensurable, donde morir o purificar su alma.
Ramón del Busto acabó por perforar el
silencio.
-Tú, Luis, serás el primero en regresar a
Ítaca. Imagino que hay una Penélope que aguarda.
-La hay, en efecto.
-Entonces casorio y cierra España.
-Pues sí, eso es lo que está previsto. ¿Y
tú?
-El Cristo del Gran Poder me libre de un
matrimonio prematuro. Casarse antes de los treinta es consagrarse al adulterio,
con premeditación y alevosía. Quita la ocasión, dicen, y evitarás el peligro.
-Vaya, parece que se te dan bien las
mujeres.
-Toda la culpa es de mi padre.
-¿Qué dices?
-Mi padre montó el negocio más comprometedor
para la castidad de un hombre. Una tienda de telas en el centro de Madrid. Una
universidad de la sicología femenina.
-Bueno, no todo está en conocerlas para
seducirlas. “Ventura te dé Dios, hijo, que el saber poco te basta.”
-La mitad del camino se ha hecho. ¿Cómo vas
a arreglar un coche si no tienes ni idea de mecánica y no sabes cómo funciona
un motor? El resto es tener buenas manos.
Colliure intervino.
-Si tu vida en Madrid tenía tanto aliciente,
¿cómo es que aceptaste venir aquí? Quiero decir que tu padre, con un negocio de
esa envergadura, probablemente insistiría en pagarte un sustituto.
-Ya lo creo que insistió. ¡Menuda bronca
tuvimos! Pero con el sarao que se estaba organizando aquí.... ¿Cómo iba a
perderme yo semejante jolgorio? Claro que cuando uno ve el primer muerto se le
enfrían los ánimos rápido. Los viejos no sé cómo se las arreglan, pero siempre
tienen razón.
-Ya, sin embargo no es la razón la que mueve
el mundo.
-¿No? ¿Y qué es?
-La fuerza.
-¡Joder!
-Bueno, la energía.
-¿Ciega?
-Acaso no ciega, aunque sin otro fin que el
de existir.
VI
A la caída de la tarde, la tropa llegó a un
lugar ameno. El Muluya se ensancha en esa parte hasta formar lo que bien podría
calificarse de lago. Curiosamente, al río le salía un brazo que venía a desembocar
en un rectángulo de agua a modo de piscina natural. Tras montar el campamento
con la acostumbrada celeridad, la soldadesca fue autorizada a tomar un baño que
le iba a venir fenomenal, pues la higiene personal de la misma había sido
descuidada desde que hubo dejado atrás el fuerte.
La mayoría eligió la piscina, que se vio
enseguida negra de cabezas reluciendo al sol vespertino. Otros, con más
confianza, optaron por el brazo que alimentaba la piscina, donde cubría más y
podían utilizar las rocas como trampolín. Los nadadores más confirmados
siguieron a Colliure a través de las aguas frías del lago. No sin antes haber
apostado unos cuantos tiradores en las alturas, por si las moscas. Cruzaron a
la orilla frontera de lo que era el embudo que entraba hasta donde se hallaban
los demás. Allí los acogió una playa de arena donde se tumbaron para acaparar
las últimas espigas de sol, mas no se atrevieron a permanecer mucho tiempo pues
la vegetación, de árboles y matorral, espesaba al arrimo del agua y era
suficiente para ocultar una presencia hostil. Así que pronto regresaron al más
protegido arrimadero de la otra parte, donde echaron mano al jabón y se lavaron
bien.
Tonificados por el agua, los cuerpos
parecían querer levitar sobre las piedras calientes. Tras la cena, las
conversaciones se animaron en torno al fuego. Ramón del Busto y el teniente
Bermúdez, así como el alférez Palacio, rivalizaron contando chistes. Tanto fue
el alboroto que hasta los jefes se acercaron a prestar oído. Entonces se difundió
el rumor de que al día siguiente se iba a marcar una pausa en el avance, pues
era domingo. Para casi todos fue una noticia que el próximo día iba a ser
domingo.
La noche transcurrió tan fría como la
anterior, sin embargo Colliure la durmió de un tirón, hasta que Luis lo
despertó, como convenido, antes del alba, pues debían ir con don Emeterio a la
caza del pato con objeto de repetir la proeza gastronómica del último día en el
fuerte. Así pues, un somero cuerpo expedicionario abandonó sigilosamente el
campamento en dirección al lago. También esta vez les acompañaba el sargento
Jirca con algunos soldados indígenas que él mismo había escogido.
Antes de que despuntara el sol ya estaban al
acecho. Las dos primeras horas del día transcurrieron con una suerte similar a
la de la ocasión anterior, de modo que no tardó don Emeterio en juzgar el
número de piezas suficiente y ordenó el repliegue al campamento.
Esta vez, el morabito que ejercía de pinche
de cocina les aguardaba con todos los ingredientes dispuestos. Colliure se
asombró.
-¿Cómo diablos has podido encontrar toda
esta verdura fresca? Tomates y pimientos como recién cogidos al rocío de la
madrugada.
-Yo ir por ello esta mañana.
-¿Ir por ello? ¿A dónde ir por ello? Si en
cien kilómetros a la redonda no hay más que jara.
-Ahmed tener su secreto.
-¡Coño con el secreto! Pues me tienes que
enseñar a mí ese secreto.
-No poder. Ahmed enseñar el secreto.....
Pero no poder. Ser secreto muy grande.
Y con ello se esfumó al interior de la
tienda que albergaba la cocina.
-¡La madre que parió al moro éste! ¿Cómo
demonios habrá podido conseguir todo esto?
La paella fue un sonado éxito. Mayor aún que
el del fuerte, pues la compañía tenía más hambre tras varios días de marcha
ininterrumpida, alimentándose con pan de munición y queso revenido. La paella,
por su parte, es fuego potable, no en balde tiene forma de sol. Eso y un buen
día de asueto reconfortaron a la asendereada tropa, la cual, a media tarde,
volvió a darse un buen baño, y hasta los más recalcitrantes fueron arrastrados
al agua y, entre bromas y pullas, obligados a lavarse. Así fue también de cabeza
al Muluya el cocinero Ahmed, que temía el líquido elemento más que los gatos.
De la misma índole eran los dos inseparables abulenses, Gregorio Hornedo y
Dámaso Aguilera, pero éstos, pensando sin duda que más vale salto de mata que
ruego de hombres buenos, se escondieron tan bien que nadie pudo dar con ellos
por más que les buscaron y sólo a la hora del rancho aparecieron como por
ensalmo.
Los jefes, entretanto, deliberaban en la
tienda del coronel Riquelme. Habían enviado por delante batidores indígenas a
lomo de asno y éstos regresaban uno tras otro declarando todos lo mismo. Ni
rastro del enemigo en cualquiera de los itinerarios posibles. A partir de allí,
el terreno iba a ser mucho más difícil de franquear, sería preciso salvar
barrancas y pasar desfiladeros, entre altas y escarpadas paredes.
Colliure, una vez bañado y aseado, se afeitó
concienzudamente. Luego hizo la colada y se lustró las botas con su
característica ofuscación de maniático del brillo hasta que las dejó
coruscantes bajo el sol. Finalmente pasó a ocuparse de su formidable alazán. Lo
llevó al río, lo bañó, lo almohazó, revisó todas sus guarniciones, cepilló la
silla con la misma aplicación que antes las botas. Cuando concluyó, se fumó un
pitillo contemplando las cárdenas cumbres por las que tendrían que trepar al
día siguiente.
Esa noche no fue tan festejada como la
anterior. Una vez oscurecido, no se encendió fuego, sino que cada cual se
retiró temprano para descansar lo mejor posible ante la dura jornada que les
aguardaba. A lo sumo, algunos se quedaron un rato fumando y charlando en voz
baja a la puerta de las tiendas. Colliure fue uno de ellos, pues nunca había
conseguido acostarse y dormirse antes de hora. Alzó los ojos hacia la
centelleante bóveda reflexiva de metal cano y se acordó de instinto con quien
dijo aquello de mira el cielo y comienza a filosofar. Entre la bruma del tabaco
distinguió, chisporroteando con mal disimulada malicia, la estrella polar. Si
se desplomara y cayera en picado, hundiría la cúpula de San Pedro, en Sajará.
¿Cómo se las estarán arreglando por allí? ¿Cómo estará llevando Joaquín el
negocio de los toros, sin haber sido adiestrado para ello? ¿Y la procura de la
Closa? Pero la estrella boreal le guiñaba el ojo, como si le estuvieran
hablando en broma.
Luis llegó silencioso y se sentó a su lado,
en el suelo. Alzó los ojos hacia el firmamento y comprendió qué estaba mirando
Colliure.
-¿También a ti te aguarda Penélope?
-Penélope sí. Pero Laertes cruzó el Leteo
diez días antes de que yo partiera para la guerra.
-Vaya. ¿Y no tienes hermanos?
-Daniel ingresó en el seminario. Y Joaquín
tiene sólo dieciséis años. Lo demás son todo chicas.
-Salgamos con bien de ésta. Lo demás, mejor
o peor, se arreglará.
Luis le dio una palmada en el hombro y se
fue a dormir.
La del alba sería cuando tocaron diana.
Colliure se sentía repuesto como si hubiera dormido en una cama del hotel Ritz.
El hormiguero comenzó a activarse y en poco tiempo la tropa había tomado su
primera colación del día y había desmontado el campamento. Los carros estaban
cargados, las compañías formadas y alineadas. El coronel Riquelme montó a
caballo el último y dio la orden de partida.
Más arriba del lago descubrieron un valle,
pero los ojos de todos escrutaban las alturas de la derecha, aunque la
pendiente de la falda no era excesivamente pronunciada al principio y las
distancias se ofrecían lo suficientemente dilatadas como para dar holgadamente
lugar a la preparación de una defensa eficaz, pero luego se elevaba bruscamente
hasta formar una pared en apariencia infranqueable. Sin embargo, ésa había de
ser la dirección elegida por los mandos; la única posible, pues según había
visto Colliure en los mapas de don Emeterio, el río Muluya se encajonaba con
una profundidad creciente, ofreciendo al enemigo el escenario ideal para
hostigar a la columna sin correr el menor riesgo por su parte. A mano derecha
arrancaba una trocha, que a duras penas contenía el eje de un carro, la cual
ascendía con autoridad la ladera hasta el lejano pie de las paredes rocosas que
parecían, de lejos, insuperables. El sol se complacía en pisotear la frente
adusta de los soldados, cargados con toda su impedimenta. Los altivos caballos
de guerra debían ayudar a sus congéneres, los sufridos rocines de carga, en los
pasos más difíciles y las grupas relucían en el esfuerzo como un firmamento sin
luna. Afortunadamente, pensó Colliure, entre la soldadesca del Ejército
español, abundan los carreteros.
Colliure, en calidad de su oficio, siempre a
la cabeza de la columna, junto a sus jefes, se volvió para observar cómo ésta
ascendía con parsimonia de reptil que administra sus fuerzas en el sofoco del
desierto. Lo hizo porque acababa de percibir al fotógrafo que les acompañaba en
la expedición entre unos matorrales, con la cámara montada ya sobre el trípode,
quien había elegido ese punto para tomar una instantánea de la tropa afanada en
la progresión. Había dejado pasar a los jinetes de cabeza, que ya había
fotografiado en varias ocasiones. Seguidamente venían el comandante Carrascosa,
montado en un caballo zaino, y el capitán Cabrales, a lomos de uno blanco como
la leche. El primero llevaba una venda enrollada con tanta profusión alrededor
de la cabeza que semejaba haberse puesto a guisa de casco un níveo orinal,
coruscante bajo el sol. Sonreía al objetivo como un rapaz que ha hecho una
diablura. El segundo, el atildado capitán Cabrales, había tenido tiempo de
ponerse los guantes blancos de parada y con ellos sujetaba levemente las
riendas. El fogonazo de magnesio no lo había sorprendido, pues se hallaba
afeitado a conciencia y con el bigotito impecablemente recortado. A no ser por
la gorra de plato ligeramente ladeada y el polvo acumulado sobre las botas,
diríase que se encontraba participando en un desfile.
Tras ellos venía una abigarrada y tupida
turbamulta que se movía como una gusanera del color de la tierra, destacándose
de ella cabezas ora tocadas con gorro, ora con turbante. Todos sus integrantes
parecían agobiados y lastrados con el espeso tres cuartos del ejército español,
de un color indefinido entre el verdoso y el parduzco, a causa de la abundante
cantidad de polvo que había absorbido. El frío de la noche les obligaba a
abrigarse, el sol de mediodía a despechugarse. Con un rifle más alto que ellos,
en bandolera o terciado, que hacía a menudo las veces de cayado, y unas botas
sobre las que se hubiera podido sembrar patatas, semejaban más bien un hato de
pordioseros de los que se agolpan a la puerta de las catedrales a la hora de la
misa dominical.
Aquello era un ejército pobre, guiado, eso
sí, por señoritos que habían venido a desquijarar leones en África, el cual se
enfrentaba a un enemigo más pobre todavía en una guerra librada por la Corte de
los Milagros, un conflicto de miseria y de munición escasa en el que, para
colmo de males, no asistía la razón. Sin embargo, los hombres seguían adelante,
la mayor parte de ellos por la simple razón de que no tendría sentido quedarse
atrás y no solamente a causa de esa tierra hostil.
Lo más claro de la jornada transcurrió con
la ascensión de la endiablada ladera. Hacia las seis, llegaron a un poblado en
ruinas, situado al pie mismo de los riscos. Riquelme dio la orden de acampar.
Inmediatamente partieron batidores a reconocer y ocupar posiciones más
elevadas. La vigilancia alrededor del campamento fue incrementada, pues el
entorno era bastante más favorable a los golpes de mano.
Sin
embargo, Colliure comenzaba a comprender la táctica que con toda probabilidad
iba a utilizar el enemigo. Primero dejaría que la orografía poco acogedora
desempeñara plenamente su papel. Algo así como los rusos hicieron con Napoleón.
En este caso no sería el general invierno, sino el general ardor, secundado por
sus lugartenientes sed y fatiga. Ellos conocen todos los puntos de agua que se
ocultan en las entrañas del monte, desplazándose por las alturas a través de
vericuetos de cabras, acarreando tan sólo armamento ligero. Únicamente cuando
la situación esté muy madura, comenzarán a emplear sus balas, tal como hicieron
en Annual y toda su constelación de posiciones, donde las mujeres abatían los
soldados con garrotes, una vez estaban éstos postrados por el hambre y la sed.
En la mente de Colliure se mezclaron las imágenes que había visto en los
periódicos del desastre de julio pasado con fulguraciones de la columna
Riquelme yaciendo entera, con armas y bagajes, sobre la hidrófuga tierra ocre
de las montañas del Atlas, calcinándose los huesos de hombres y bestias bajo el
atrabiliario sol africano, teniendo como sepulcro y camposanto esta imponente
arquitectura natural.
Se pasó una mano por la cara para borrar esa
visión apocalíptica. El poder de la imaginación, para bien o para mal, puede
ser devastador, cogitó Colliure. De ahí el interés en atar bien ese onagro
salvaje, en jinetearlo a conciencia; de lo contrario, las cosas que se imaginan
con pánico o con inflamado tesón, acaban por ocurrir.
Colliure fue a
ocuparse de su caballería. Mientras tanto, los miembros de las tropas indígenas
eran solicitados con frecuencia por los jefes.
-Sí, lejos.... Muy lejos.... Mucho monte por
ahí....
El suelo era ocre y absorbiendo los rayos
crepusculares conformaba un paisaje que no era de este mundo.
Al pie del campamento, arrancaba un estrecho
valle. Por ahí dio comienzo la etapa siguiente. A un lado y otro, se divisaban
tropas de infantería avanzando por las crestas. La progresión por ese terreno
pedregoso y empinado era extremadamente penosa. Las caballerías prestaban un
esfuerzo colosal, tirando de carros y cañones. Los hombres debían ayudar a las
bestias. Así durante horas. Y luego durante días. Hasta casi perder la noción
de causalidad, de espacio y de tiempo. Las barbas estaban todas crecidas y
enharinadas, la piel sucia y tan atezada que muchas veces resultaba difícil
establecer la diferencia entre un europeo y un indígena, pues en ocasiones era
aquél quien se había enrollado un turbante a la cabeza. Los uniformes pesaban
más por la cantidad de polvo absorbido y las energías para llevarlo eran cada
vez más escasas.
Progresivamente, se había llegado a una
extraordinaria economía de las palabras, las más de las veces se utilizaban
aisladas, sin integrar frases construidas, como si el cemento que las pega unas
a otras se hubiera acabado. Los hombres se estaban quedando reducidos a un poco
de piel sobre el hueso duro de la voluntad.
Por fin la trocha dejó de subir y la
avanzadilla llegó a un amplio mirador, desde el cual se podían distinguir
kilómetros y kilómetros de nada, antes de llegar a una nueva cadena de
montañas.
VII
Colliure, sin desmontar, miró hacia abajo,
siguiendo cuidadosamente los accidentes del terreno hasta llegar a la
atormentada línea del horizonte. Cuánto tiempo, se preguntó, podrán seguir
avanzando hombres y bestias, cargados con su impedimenta. ¿Por cuánto tiempo
aún puede seguir avanzando un hombre cargado con su culpa, con sus dilemas
irresueltos y su sinrazón, esperando que alguien venga al cabo y le diga
refresca tus ojos y reposa, pues has llegado al final de tu trayecto? Hombre de
barro, abocado al error, a la furia ciega de tus entrañas, a la melaza de bien
y de mal que te alimenta todos los días, atado con filamento de hierro a un
entendimiento falible y tardío, ya has arrastrado durante demasiado tiempo tu
existencia imposible, tu cuerpo degradable, tu lóbrego testuz lleno de aves y
de fantasmas, echa un último vistazo a lo que has sido, compadécete sin
amargura de ti mismo y descansa en el polvo. Esa voz, como el murmullo de
muchas aguas, cabalgando el viento, saltando las cumbres más altas, oía
Colliure y le pareció que iba a desvanecerse de un momento a otro y caerse
redondo del caballo.
Pero escuchó mejor y entonces percibió,
entre el confuso alboroto que lo envolvía, unos gritos apagados que procedían
de una loma situada a su derecha. En lo alto, unos soldados agitaban los
brazos, pero no se entendía lo que decían. Don Emeterio, con un gesto, ordenó a
Colliure que fuera a ver. Éste lanzó su caballo al galope. A poco distinguió al
sargento Hodur que le gritaba.
-Agua, agua. Aquí.
Conforme llegaban las compañías a la
explanada, iban levantando sus campamentos. Las cubas, casi exhaustas, eran
llenadas con vida fresca, brotada del núcleo de la piedra. Los porteadores
bajaban, con cueros repletos de lo mismo, y servían a la soldadesca, que bebía
ávida.
El coronel Riquelme, el teniente coronel
Emeterio Muga y los comandantes discutieron largo y tendido aquella noche,
inclinados ante un mapa desplegado sobre una mesa de campaña, bajo la luz de un
farol. Acordaron desviarse ligeramente hacia las orillas del Muluya y avanzar
de nuevo pegados a él, pues hasta la próxima cornisa montañosa el terreno lo
permitía, dejando sin inspeccionar una zona considerable, situada hacia la
parte derecha, donde el mapa indicaba algunos poblados con pobre valor
estratégico, si es que todavía vivía alguien allí. Al fin y al cabo no venían a
pasar por la criba la entera cordillera del Atlas. Los soldados, en cambio,
dormían furiosamente, tratando de aprovechar las horas paradisíacas del sueño,
antes de que los despertaran para efectuar su turno de guardia. Colliure se
fumó el último pitillo que le quedaba bajo un firmamento en el que borbotaban
estrellas por los cuatro costados.
La absorción de agua fresca y el sueño
reparador infundieron cierto optimismo al regimiento. Comenzaron a salir del
vallar de los dientes más mordaces las habituales chanzas con que los veteranos
suelen fustigar a los reclutas o las pullas con que se aguijoneaban entre sí
los originarios de las diversas nacionalidades, regiones y hasta pueblos
limítrofes. Se desayunó frugalmente, se bebió con abundancia.
-Estamos a pan y agua, como los presidiarios
–opinó un andaluz.-
-Y que no falte –le replicaron más allá.-
La comodidad del descenso también contribuyó
a facilitar algunos brotes de locuacidad, que se fueron espaciando a medida que
el sol subía grados en el cielo y volvía a apretar las frentes con mano de
hierro.
La trocha zigzagueaba hasta perderse en la
vasta llanura. No obstante, hacia el mediodía, se cruzó con un camino más ancho
y mejor cuidado. Riquelme torció las riendas hacia la izquierda.
Tras tres días de marcha ininterrumpida,
toparon de nuevo con el cañón del Muluya, aunque sus aguas eran inaccesibles
debido a la altura de las paredes. Tampoco las necesitaban aún, pues las cubas
se hallaban todavía bien provistas. Fue algo más tarde cuando los desvelos por
el agua acabaron disipándose, al menos momentáneamente. En efecto, a lo lejos
se vislumbraron unos espolones que hundían, cual sedientos animales
prehistóricos, las cabezas en una vasta mancha añil. En cuanto la tropa se hubo
cerciorado de que no se trataba de un espejismo, recibió la visión con un
júbilo que se iba propagando como una ola por encima de las filas.
Por segunda vez el regimiento pudo levantar
el campamento a las orillas de un lago. En esta ocasión mucho más vasto que el
anterior, un mero ensanchamiento del Muluya a fin de cuentas. Éste adquiría
proporciones de mar interior. Sin embargo, la vegetación apenas formaba un
tenue anillo de sólo unos metros de espesor alrededor del mismo, más allá del
cual no había más que piedra y polvo.
Con objeto de recuperar las fuerzas
perdidas, Riquelme decidió permanecer dos jornadas enteras en ese lugar. Por
supuesto, la tropa aprovechó para bañarse, asearse y descansar de la penosa
marcha a la que se la había sometido.
La escolta de don Emeterio, en cambio, no se
dio mucho de vagar, pues la empresa científica de éste debía proseguir y ello
con las mejores garantías, tomando todas las precauciones para que no se
reprodujera el percance del fuerte. De este modo, una nutrida cabalgada,
integrada por los más hábiles jinetes y los más veloces equinos del regimiento,
le acompañaba. Pero la tarde anterior a la primera expedición por los
alrededores del lago, don Emeterio, sentado a la sazón ante la mesa con el
coronel Riquelme, dispuestos ambos a cenar al aire libre, atisbó a Colliure y
lo llamó para darle algunas instrucciones. En el momento en que éste se
presentaba ante sus jefes, salió de la tienda el pinche de cocina, Ahmed, con
sendos platos de ensalada en los que venían tomates en su perfecta sazón,
cortados en trozos, así como hojas de lechugas tan frescas y rozagantes que
parecían recién cortadas de la huerta. Colliure se quedó estupefacto mirando el
contenido de los platos. Hasta el punto de que don Emeterio le dijo sonriendo:
-¿Quieres sentarte a comer uno?
El aludido decidió coger la ocasión por el
copete.
-No es eso, mi teniente coronel. Es que no
entiendo de dónde saca todo esto el cocinero.
Ambos jefes intercambiaron una mirada de
complicidad y Colliure hubiera jurado que, tanto uno como otro, trataban de
contener una sonrisa que pugnaba por asomar a sus labios. Entonces don Emeterio
llamó al pinche.
-Ahmed. Enseña a este soldado de dónde
vienen los tomates.
Como viera que éste vacilaba, añadió:
-Es de confianza.
Entonces el moro inclinó la cabeza, entró un
instante en la tienda de la cocina y luego salió llevando en la mano una maceta
de barro cocido y en la otra un pequeño sobre. Se acercó a Colliure y le dijo:
-Ven.
Caminaron en silencio hacia un lugar
apartado. Una vez fuera del alcance de la vista de posibles curiosos, Ahmed
llenó la maceta con puñados de la tierra reseca y estéril que encontró a
derecha e izquierda. Tras ello abrió el sobre con mucho cuidado, separando con
la uña del pulgar una minúscula semilla. Con el índice practicó un pequeño
agujero en la tierra de la maceta, depositó en él la semilla y la tapó. Echó
mano a la cantimplora que llevaba al cinto y vertió un poco de agua, apenas
unas gotas. Por fin, se sentó cara al sol con las piernas cruzadas, sosteniendo
con ambas manos la maceta y se puso a entonar en su algarabía una salmodia
interminable. Colliure dudaba entre echarse a reír o perder la paciencia y
dejarle ahí plantado. Pero los tomates y las lechugas estaban ahí, más frescos
que una achicoria silvestre. Así que optó por aguardar a ver en qué paraba aquello.
A los cinco minutos le pareció que sobre la
superficie de la tierra había aparecido un puntito verde. Se acercó para ver
mejor. En efecto, no había duda, aquello era un germen de vida vegetal. No pasó
mucho tiempo antes de que se convirtiera en un gusano empinado. A partir de ahí
el proceso se aceleró, el atónito Colliure contempló cómo se formaba un pequeño
tallo, del que empezaron a salir hojas y, minuto a minuto, la planta tomaba
altura. Salió la flor amarilla, cayeron pronto los pétalos, apareció el fruto
verde que ganaba a ojos vistas tamaño. Maduró.
Colliure se sintió transportado, no hacia
otro lugar sino hacia otro estado, contemplando la estampa de ese moro,
recitando su plegaria bajo el incandescente crepúsculo africano, alzando como
una ofrenda a las temibles fuerzas de la naturaleza esa planta absolutamente
lograda. Y no salió de su asombro hasta que Ahmed se acercó a él ofreciéndole
un tomate rojo como un ascua. Colliure lo probó y convino en que jamás había
gustado uno con un sabor tan intenso y delicioso como ése.
VIII
Bordeando el lago por su parte derecha,
fueron a enlazar de nuevo con el camino principal. Si es que cabía acordar tal
denominación a semejante arrastradero. El terreno volvía a estar relativamente
despejado, la distancia con las lomas más cercanas confería otra vez cierta
seguridad al avance. No obstante, a los pocos kilómetros comenzó a ondularse,
de manera que una tropa enemiga podría maniobrar en las cercanías sin ser
vista. Hubo que recurrir, como siempre, a los batidores. Varios días fueron
empleados en atravesar ese paisaje cómodo, a decir verdad, aunque de aspecto
lunar, hasta que el Muluya se presentó una vez más a las plantas de los expedicionarios.
Colliure vio que don Emeterio señalaba a
Riquelme dos cumbres que se recortaban en la lejanía contra un cielo impoluto.
Calculó en su fuero interno unos tres días más hasta alcanzarlas.
Conforme se iban reduciendo las distancias
en relación a los mencionados picos, las lomas que ondulaban el terreno se
hacían más abruptas, más elevadas. Aunque no faltaba el agua, no por ello
disminuía la sed. La impresión dominante era que se caminaba por la superficie
de un tonel fijo mediante un eje central sobre el cual rodaba, y en
consecuencia, por mucho que andaban, nunca se movían del sitio. Por fin el río se puso a serpentear como una
culebra domesticada a los pies de uno de ellos. No habían transcurrido tres jornadas,
sino cinco.
El coronel Riquelme parecía más preocupado y
serio que de costumbre. Ordenó que se hiciera un alto y fue personalmente a
abrevar su caballo. Don Emeterio aprovechó para reunir su equipo de topógrafos,
así como su escolta, y procedió a tomar las consabidas medidas, en los confines
mismos de la mancha parda compuesta por la tropa sentada e incluso tumbada
sobre la tierra.
Colliure reconoció a Gregorio Hornedo junto
a su inseparable paisano Dámaso Aguilera y decidió acercarse a liar un
cigarrillo con ellos. Ambos se hallaban también sumamente inquietos. Gregorio
tenía el semblante adusto del campesino que ve venir el nublado de la granizada
y no puede sino remover en su caletre las viejas palabras de la resignación,
que luego salían a través de una boca sólo entreabierta, como libran su
vaticinio los zahoríes labriegos.
-Esto es como hacernos entrar vivos en el
infierno. Aquí no hay ni Dios. Después no vamos a poder volver. ¿Cómo vamos a
desandar lo andado? Seremos carne de buitrera, si lo intentamos.
Dámaso lo escuchaba con rostro impasible. No
porque no lo creyera, sino, antes bien, daba la impresión que por sus facciones
finas resbalaba a menudo el agua de la desgracia y no por ello había que
inmutarse. Llegado el momento, si uno se puede escaquear, lo hace, y si no,
pues la diña y en paz. El mundo no va a cambiar por eso. El mundo seguirá
siendo exactamente el mismo mundo que es si uno la palma.
Con ellos había tres soldados indígenas. Los
musulmanes no son menos fatalistas que los castellanos, pero en este caso, uno
de ellos, Hassan Isticama, aportó la voz de la razón.
-Volveremos por otro sitio.
Los otros dos marroquís permanecían
ensimismados y Hassan se unió a ellos en su mutismo. Mazlum Sidc trazaba signos
misteriosos en la tierra con una ramita. Al final se decidió a hablar.
-Bueno, volverán los que todavía estén con
vida. El sitio por el que vamos a pasar es muy bueno para una emboscada.
Colliure sacó papel de fumar y lo
distribuyó, luego hizo pasar de mano en mano su petaca. Él se sirvió el último.
Exhalando una bocanada de humo dijo:
-En el lugar al que nos dirigimos nos espera
un regimiento con camiones. Así que, los que habéis venido a pie, no tendréis
necesidad de andar para volver.
-¡Dios te oiga! –replicó Gregorio Hornedo.-
Mientras se reunía con los demás integrantes
de la escolta, Colliure se preguntó qué pensarían de esta guerra los indígenas
enrolados en el ejército español. Que estuvieran en sus filas o en las de los
rebeldes, dependía exclusivamente de la tribu a la que pertenecían cuyo jefe
había tomado la decisión de ponerla al servicio de unos o de otros. Sin
embargo, lo que ellos pensaban en el fondo de sus conciencias era harina de
otro costal. Claro que también él estaba en contra de esa guerra y, no
obstante, callaba y la hacía. Probablemente en este momento ellos estarían
pensando lo mismo que él, lo mismo que los dos abulenses y lo mismo que todos,
en salvar el pellejo. Y mañana sería otro día.
A su regreso a la cabeza de la columna,
vieron que Riquelme seguía sentado sobre una roca, con las riendas del caballo
entre las manos. Al ver a don Emeterio, se levantó con parsimonia, montó y
ordenó el avance.
De nuevo el Muluya se embarrancó, cavando
profundamente su camino en la roca viva. Riquelme no quiso repetir la azarosa
aventura del paso por el interior. Seguir el curso del río era, en esta
ocasión, factible aunque arriesgado. Se decidió al cabo por esta última opción,
tras examinar a conciencia todos los mapas que don Emeterio le presentaba. Su
misión consistía en llegar al punto de encuentro con otra columna y restablecer
los anteriores límites del Protectorado. Luego ya vendrían tropas frescas que
se encargarían de limpiar los montes de toda presencia hostil. Las suyas
estaban agotadas, razón por la cual mandó levantar el campamento al pie de los
desfiladeros y permaneció allí dos días meditando el mejor modo de cruzarlos.
-Si yo fuera el cabecilla de la
insurrección, atacaría aquí, donde el terreno nos obliga a pasar por contadero.
Por lo tanto, antes de aventurarnos en esa ratonera, hay que tomar esta
posición y esta otra. También ésta. Allí estableceremos nidos de ametralladoras
que barrerán las alturas inferiores desde las que presumiblemente atacarán los
emboscados, si desean que su tiro sea efectivo. Habrá que ir por la noche.
Emplearé a los regulares y a la Legión.
-Han tenido mejores ocasiones que ésta para
atacar. ¿Por qué lo harían precisamente ahora
–inquirió el comandante Carrascosa?- Hemos pasado tramos incluso más
difíciles que éste, con una pendiente que aquí no la hay y acuciados por la
sed.
-La situación no estaba lo bastante madura.
En cualquier caso no lo han hecho –replicó Riquelme.-
-¿Y por qué razón lo harían ahora?
-No tienen elección. Es la última
oportunidad que les queda de montar una paranza y mermar nuestras fuerzas en el
peor de los casos, o de perpetrar una verdadera masacre, según la mayor o menor
perfección del plan que hayan concebido. Saben que estamos agotados, física y
moralmente. Han dejado que la naturaleza, la particular orografía de su país,
cumpla con su cometido trabajando por ellos, pero saben, deben saberlo, que
ahora no tienen más remedio que intervenir. Si nos dejan superar este último
escollo, doblaremos el contingente, nuestras tropas recibirán avituallamiento y
reposo, de modo que dentro de una semana estaremos en condiciones de batir los
montes, de organizar una tenaza que los vaya cercando poco a poco hasta
aniquilarlos.
Don Emeterio intervino.
-¿Y si están esperando a que dispersemos
nuestras fuerzas para atacar el cuerpo principal, aquí mismo?
-Es un riesgo que hay que correr. Pero ello
nos obliga a fortificar esta posición. Aunque sea para nada. Por más que
debamos abandonarla apenas reforzada. César, cuando atravesó el Rin con todo su
ejército, mandó construir un formidable puente de madera, una joya de la
ingeniería militar de la época, y a su regreso, unos días después, en cuanto el
último soldado hubo puesto el pie en la otra orilla, lo mandó quemar.
Se cursaron órdenes para que fueran cavadas
trincheras y se protegieran con sacos terreros. Las cuales fueron
cumplimentadas bajo un sol severo, operando sobre un terreno que se resistía
tenazmente.
La noche anterior al paso del desfiladero,
partieron más unidades con la misión de ocupar sigilosamente ciertas posiciones
desde las que responder rápida y eficazmente, desde abajo, a un eventual fuego
enemigo. El campamento se quedó muy desguarnecido, por lo que no sólo Colliure
sino también todos los topógrafos de la expedición científica de don Emeterio,
tuvieron que efectuar su turno de guardia.
Llegada la madrugada, bajo un silencio y una
tensión glaciales, se levantó el campamento, se formaron las filas y los
oficiales repitieron las últimas consignas a respetar en caso de ataque:
arrimarse a las paredes laterales, buscar un abrigo, responder al fuego
enemigo.
Riquelme no se detuvo ante la boca del
cañón, sino que avanzó decididamente con su cabalgadura al paso. La columna lo
siguió oteando con aprensión las alturas. Colliure era de los primeros, pero
ello no comprometía más su situación, razonó, pues si el enemigo acechaba,
aguardaría a que la retaguardia entrara en la celada para iniciar el ataque.
Había abierto, como todos los jinetes, la funda del fusil y acariciaba
maquinalmente su culata. No solamente miraba hacia arriba, sino más aún, si
cabe, a los lados, procurando elegir en todo momento un abrigo entre los
peñascos desprendidos, en el que cupiera, a ser posible, también su caballo.
De repente el cielo pareció rasgarse con el
estallido de un trueno bajo, precipitando en ese mismo instante una lluvia de
proyectiles. Varios cuerpos se desplomaron a su lado. Afortunadamente, un
fragmento desgajado de roca le ofrecía a su izquierda la protección ideal para
él y su caballería. Hincó las espuelas y el espléndido animal dio un salto
antes de lanzarse hacia el lugar al que Colliure lo dirigía. Echó pie a tierra,
agarró las riendas y escondió a su caballo, mientras las balas crepitaban a su
alrededor, arrancando fragmentos de roca que le salpicaban en la cara. Apenas
se hubo refugiado, percibió un fuego de mayor intensidad aún, proveniente de
más arriba. Se trataba del tableteo característico de las ametralladoras, al
que respondió el sonido de unas máquinas similares desde abajo. Comenzaron a
caer cadáveres ensabanados que se estrellaban sin ruido sobre la dura roca, en
medio del fragor de la batalla, dejando en sus aristas una coruscante mancha
roja.
Aquello duró una media hora. Después se
oyeron gritos y cayeron algunos bultos, no ya de cadáveres, sino de cuerpos
vivos que se abatían dando alaridos desgarradores.
Al cabo de dicho lapso de tiempo, corrió la
voz de que el peligro había pasado. Colliure avanzó hacia la parte central del
desfiladero, escrutando a derecha e izquierda por ver si aparecían sus amigos.
Uno tras otro, emergieron ambos, con los rostros muy pálidos, como seguramente
debía tenerlo él.
Los heridos comenzaron a lamentarse aquí y
allá, mientras médicos y enfermeros corrían de un lado para otro tratando de
atenderlos. Luego eran cargados en camillas y depositados sobre carros. Los
muertos pertenecientes al Ejército español fueron igualmente recogidos; los
demás quedaron abandonados en aquel lugar, que pronto se iba a convertir en una
buitrera.
Una vez el último soldado hubo abandonado la
fatal angostura, el regimiento hizo un alto para proceder al enterramiento de
sus cadáveres. Se cavaron fosas en dos lugares separados de unos cincuenta
metros. En uno de ellos se enterró a los cristianos, en el otro a los
musulmanes, mediante sus respectivos ritos. Con la ceremonia, la muerte tomaba
las credenciales a sus nuevos adeptos. Colliure asistía por primera vez a ese
tipo de acto y su corazón estaba tan apretado como un guijarro de aquel
pedregal. Pensaba en la cantidad de padres y madres que no asistirían al
entierro de sus hijos, que ni siquiera sabrían nunca dónde reposan sus restos.
Concluido el responso, Colliure avanzaba un
tanto aturdido por la parte central del desfiladero, buscando colocarse ya en
la cabeza de la columna, cuando percibió a Gregorio Hornedo, cubierto
enteramente el rostro con sus descomunales manazas de dedos cuadrados y
llorando como un niño ante un montón alargado de tierra coronado como las
barracas, con una cruz. No necesitó acercarse para saber que sobre la cruz
estaba escrito el nombre de Dámaso Aguilera.
Pero los sargentos dieron voces para que se
agruparan las compañías y se reanudara la marcha. Casi ninguno miró hacia
atrás, aunque debieron ser muchos los que pensaron en el silencio atroz que
dejaban tras de sí.
El paisaje volvía a ser el mismo de antes,
como si se estuviera navegando en mar gruesa. A la caída de la tarde del
segundo día de avance, un jinete se acercó a todo galope levantando una gran
polvareda.
-Mi coronel, el campamento. Detrás de esas
lomas.
En efecto, pronto comenzaron a divisarse las
banderas y los pabellones. Algunos soldados, curiosos, salían a saludar con la
mano. Estaban todos bien limpios, rasurados, con los uniformes impecables.
Mientras que ellos llegaban con la cara hosca, rebozada en polvo y una barba de
muchos días, en la que resaltaban unos ojos pasmados del color de la cal viva.
IX
Tan sólo unas pocas horas convivieron los
dos campamentos, uno a la par del otro. Con las primeras luces de la mañana
siguiente, el regimiento vecino salió para acosar al enemigo en la montaña. La
columna Riquelme permaneció una semana ocupando la posición hasta que llegaron
los refuerzos. Entonces emprendió el camino de regreso a la plaza, empleando
una pista confortable, llana y alejada de todo territorio hostil. La infantería
fue transportada en camiones y algunos jefes efectuaron el trayecto en coche
rápido.
Fue, sin embargo, durante ese cómodo
recorrido cuando le afloró a Colliure una úlcera en el muslo derecho. El
botiquín estaba prácticamente exhausto, así que los enfermeros hicieron poco
más que limpiarle la zona afectada. Las malas condiciones higiénicas del viaje
agravaron rápidamente el problema, por lo que los últimos kilómetros fueron un
auténtico suplicio.
Nada más llegar al cuartel, fue trasladado
al Hospital Militar. Ya estaba empuñando el médico el bisturí cuando Colliure
le preguntó que qué demonios se disponía a hacer.
-La postema ha generado una gangrena y hay
que amputar.
El paciente se incorporó de un salto y miró
fijamente al doctor.
-A mí no me corta la pierna ni usted ni el
propio obispo de Urgel en persona, vestido de pontifical. Ahora concédame un
último favor, no se preocupe más por mí, que ya me encuentro mucho mejor.
-Mucha flema gastáis, señor enfermo –ponderó
el médico.
Con una mirada, el galeno ordenó a los
enfermeros que cumplieran con su obligación. Pero Colliure los atajó con sus
chispeantes pupilas de caolín.
-Al primero que me ponga las manos encima,
le arranco la oreja de un bocado.
Dicho esto, agarró una sábana, se la
envolvió alrededor de la cintura y se dispuso a salir.
-Se va usted a morir pronto –objetó,
despechado, el oficio de difuntos.-
-Probablemente. Pero tendrán que enterrarme
con las dos piernas. Ni una más, ni una menos.
Y con las mismas abandonó el quirófano. El
galeno, por su parte, ante el asombro de los enfermeros, lo despidió alzando la
mano derecha por encima de su hombro, en un gesto de exasperación.
Don Emeterio obtuvo para Colliure que se le
instalara en una habitación individual, abuhardillada, en un ala tranquila del
hospital. La primera mañana que amaneció en ella, tras una noche de insomnio a
causa del dolor y de la fiebre, observó que el sol daba de lleno sobre la cama.
Vino una enfermera y se dispuso a correr las cortinas, pero Colliure le pidió
que no lo hiciera. Una vez solo, apartó a un lado la sábana y expuso la herida
a los rayos benéficos. Rememoró la escena en que Ahmed alzaba la maceta ante el
ojo atento de Horus y la planta de tomate crecía a ojos vistas. Paró mientes
asimismo en el caso insólito de su tía, María de las Mercedes, quien se deshizo
del fibroma a fuerza de imaginar que una potencia supra humana, dotada de un
excedente tal de vigor que no sabe qué hacer con él y gusta de ser requerida,
como la ubre de una vaca, para bien y acaso también para mal, trabajaba todos
los días por su salvación. Se figuró que los rayos cauterizaban el tejido dañado,
regeneraban la parte aledaña e infundían salud y brío a todo el cuerpo. Cubrió
la herida con la almidonada sábana sintiendo, por el suave calor, que el
poderoso dador de vida seguía operando sobre ella. Y con esa idea se durmió.
Todas las mañanas hizo lo propio. Durante el
resto de la jornada se pasaba el tiempo acariciando la intuición de que el
efecto benéfico no se detenía, sino que seguía trabajando en él hasta que la
nueva exposición renovara y redoblara sus propiedades. Cada anochecer aportaba una
sorpresa maravillada y un triunfo con la sola ausencia de la parca.
De cuando en cuando acudía un médico,
fumando un descomunal puro, y examinaba la llaga con gesto escéptico, pero no
decía esta boca es mía. Colliure afrontaba estas visitas como un silencioso
duelo a vida o muerte entre él y la sumaria y perentoria medicina cuartelera.
Un domingo vino a verle Luis. Le trajo todo
el correo acumulado durante el período de las maniobras y la hospitalización.
Le pidió que lo dejara sobre la mesilla. Hablaron de todo y de nada. Rieron
bastante. El cabo primero lo tranquilizó asegurándole que, durante su ausencia,
se ocupaba personalmente de su soberbio alazán. Sólo al despedirse le dijo:
-Cuando te hayas desembarazado de esa puñeta
de llaga, tienes una cena pagada en el Casino Militar.
En cuanto se quedó solo, echó mano al legajo
de cartas. Utilizando el matasellos las ordenó cronológicamente. Puso en un
montón las de su madre y en otro las de Consuelo. Comenzó por las que provenían
de la casa solariega. La mayoría de ellas contenía nada más que detalles de la
vida cotidiana familiar o bien ecos de la sociedad de Sajará. También había
giros postales. El sobre matasellado el día quince de mayo llevaba la misma
letra atildada y estilizada que surgía siempre del puño materno. Dentro venía
la notificación de la muerte de su abuelo, José Colliure y Faus, sobrevenida el
día anterior. Se acostó bueno y a la mañana siguiente se lo encontraron muerto.
Colliure cerró los ojos. Ya no quedaba más José Colliure que él y aún así como
sentado entre dos sillas.
Una claridad vespertina, posiblemente
peculiar de los lugares que cierne el mar, daba a las paredes de aquel tabuco
de hospital la tonalidad crema del merengue usado en la composición del
rascayú, pastel que faltaba bien pocas veces a la mesa dominical en la casa de
los Colliure y en cuyo empaque confluía la sentenciosa letra de cierta canción
popular, la ornamentación barroca que lo caracterizaba, similar a la de las
contorsiones arquitectónicas que elevan el espíritu, como en volutas doradas,
en el interior de un templo, a las espirales de las carrozas fúnebres, su forma
de túmulo, su condición de postre refinado, al alcance sólo de bolsillos
solventes, de más de media capa, burgueses o aristocráticos, casi siempre de
los de panteón familiar, conferían a la muerte una exquisitez dulce y solemne,
teñida con la delicada melancolía de las amarillas tardes de domingo en la
vieja y silenciosa Sajará, preludio del lapidario, majestuoso y altisonante
lenguaje formulario con que la Iglesia transfiere oficialmente sus cadáveres a
la instancia superior. Cuando se moría en Sajará no era como morir en un
descampado, sino en un lugar bien establecido donde la muerte disponía de una
antiquísima oficina de recepción de cuerpos y almas, en la cual oficiaban
funcionarios que ostentaban un dominio absoluto de su profesión.
Colliure leía todas estas sensaciones cual
si estuviesen escritas con tinta invisible en las paredes crema de su
habitación de enfermo desahuciado. A veces le dolía la pierna llagada, pero
otras llegaba a olvidarse del suplicio y pensaba sin más en la muerte. Pepito
Moltó, que era masón, le había confiado en numerosas ocasiones que era preciso
amar a la muerte. También los legionarios que les acompañaron en la expedición
al Muluya lo proclamaban. Sin embargo, entre éstos y aquél existían muy pocos
puntos en común. ¿Cómo es posible amar lo que no se conoce? ¿O bien sólo se ama
lo que no se conoce?
Si él acabara por morirse en ese cuartucho,
lo cual no dejaría de ser un privilegio con relación a la muerte colectiva que
se celebra en las salas de abajo, cierto, alguien sufriría aquí y allá, pero en
realidad él no le hacía falta a nadie, la vida continuaría más o menos igual
para todos. Únicamente le quedaría afrontar la gran incógnita. No obstante, se
le puede poner cerco a esa ausencia de conocimiento mediante un par de
hipótesis. O bien se cae en la nada, que no se puede concebir, pero sí presumir
que es indolora e insensible, lo cual no es poco, o bien es finalmente cierto
que, sepultado en nuestro cuerpo, llevamos
un hueso como el de las cerezas que contiene el último yo, el que
realmente somos, una chispa del espíritu universal que no puede morir, que ha
de permanecer encerrada en esa cárcel mientras exista en el mundo de la
materia, atenazada por el tiempo y el espacio, pero que, llevada de la mano
benefactora y amante de la muerte, vuela hacia un ámbito mucho más libre donde
se puede gustar a una felicidad inconcebible en el nuestro y en el cual no hay
otro castigo salvo, en todo caso, el remordimiento, si no lo hemos purgado
suficientemente antes. Por eso los masones como Pepito Moltó aman a la muerte.
Esencialmente no puede haber más que lo uno o lo otro. Considerando bien ambas
posibilidades, ni la una ni la otra implican crueldad ni drama. La vida sí, la
vida contiene tanto lo uno como lo otro.
Pero Colliure intuyó que no le había llegado
el momento de pasar a la otra orilla, ¿para qué si no se le acababa de permitir
ver cómo el sol, solicitado por la voluntad y el convencimiento de Ahmed,
propició el crecimiento espectacular de aquella planta tomatera? De idéntica
manera el sol pondría coto a la gangrena y limpiaría su carne de la podredumbre,
que es una forma de oscuridad y de mal.
Además, se dijo, sin preocuparse por el
sofisma, no puedo morir, puesto que soy el último José Colliure.
Mas si tal puerta se le abre, ello es sin
duda porque se espera que él haga algo de utilidad allende de su umbral, de lo
contrario habría permanecido cerrada para él y abierta para otro. No alcanzaba
a imaginar qué podría él que no lo pudiera
uno de tantos que el mundo tiene en reserva, para que no se hubiera quedado
seco en las tripas de aquel fatídico desfiladero o peor, cobrado una herida que
prolongara la agonía sobre las oscilantes planchas de un carro, incluso hasta
la tienda de un hospital de campaña, para acabar sucumbiendo a ella como les
ocurrió a muchos. No entendía la razón por la cual él, no otro sino él, estaba
luchando con el ángel negro y poco a poco le estaba obligando a ceder.
El apurado Hipócrates de los espesos bigotes
se ponía a fumar meditabundo y flemático ante la llaga y lo más que hacía era
levantar las cejas siguiendo el hilo de su pensamiento secreto. Luego se
despedía a la francesa, dejando que el enfermero de turno curara el apostema.
Por la noche, Colliure encendía la vela que
le habían puesto sobre la mesilla, escrutaba las manchas de humedad que
poblaban el techo, por donde desfilaba toda suerte de monstruos mitológicos,
genios con turbante y hechiceros malignos, soldados dirigiéndose a la batalla
en orden de combate, escudos y lanzas y grupas de caballos, pero sintiendo que
el dolor, aunque se hacía más intenso, cambiaba paulatinamente de naturaleza,
se iba haciendo como más seco y duro, menos nauseabundo, adquiriendo
progresivamente la sanidad de los desiertos, de los pelados riscos del Atlas,
batidos por los vientos.
Trató de inferir en qué estado se hallarían los
cadáveres dejados sin enterrar y la imaginación le ofreció la estampa del
desfiladero sembrado de esqueletos medio enrollados en túnicas, blanqueados por
el sol. La vida es atroz hasta aullar como una hiena entre las cuatro paredes
de una diminuta habitación de hospital, pero la muerte es bella, la muerte
puede incluso llegar a ser sublime y en el reverso de su moneda, magnánima.
X
No quiso de él, pasó de claro, displicente, con
su guadaña terciada y su vestidura talar. El galeno, tras contemplar un buen
rato la zona afectada con ojos de búho provecto, se extrajo el puro de debajo
de los bigotes y sentenció.
-Se está curando usted. Lo que no sé es
cómo. Pero no hay duda, la herida empieza a cicatrizar. Sanará.
Colliure sintió que ya había vivido esa
escena. Probablemente de tanto imaginarla durante sus horas de insomnio. El
mundo se abría de nuevo ante él como una rosa inverosímil cuajada de rocío y
fulgurando, inflamada, cual si fuera un rubí yaciendo entre brasas. Miró hacia
la ventana, no viendo sino el diamante puro de la vida, brillando con todos sus
fuegos, y le pareció increíble que pudiera experimentar otra vez esa
sensibilidad anhelante hacia ella, esa sensación de que el mundo y él acababan
de nacer. Todo volvía a ser posible, como cuando tenía quince años y conducía
por primera vez los toros a Riera. Todo tenía aún remedio. Sanará, Sajará, era
lo mismo, idéntica fuerza, idéntica luz, pero sin sajar, todo íntegro. Volver
entero a Sajará, poder contar todos mis huesos. Aquella mañana venía con un sol
radiante cual nunca lo había estado para sus ojos.
Sin embargo, advirtió que tal esplendor, por
intenso y auténtico que fuese, y lo era, no lograba contemplarlo con ojos
inocentes, pues éstos habían percibido ya la luz negra, cegadora por su
inefable misterio, de la muerte. Y no había bajado la vista.
A su regreso al cuartel, la compañía se
hallaba fuera, efectuando su instrucción cotidiana. Los cuarteleros de guardia
lo reconocieron nada más poner el pie en el patio y bajaron enseguida a
abrazarlo. Incluso el sargento Negrera lo hizo, dándole la bienvenida a su
manera.
-Muchacho, nadie aquí hubiera apostado una
habichuela negra por tu vida. Y te has salido con la tuya. Eso está bien,
barbián. Eso es tener huevos, joder.
-Gracias, mi sargento. También yo estoy
contento de volver, con un pie detrás del otro.
Tras depositar sus pertenencias en la
taquilla, fue a hacerle una visita a su alazán. El animal resopló de contento
al reconocer a su amo. Lo cepilló un poco, a pesar de que su estado era
impecable. Luego lo tomó de las riendas y, sin montar, lo paseó durante un
rato.
Por último, fue a presentarse ante el
teniente coronel don Emeterio Muga y darle las gracias por todo lo que suponía
había hecho por él. El militar se alegró de verdad al verle restablecido. No
obstante, con gesto adusto, le prohibió que emprendiera el servicio activo
antes de una semana.
-Cuanto más temple tiene uno, mayormente lo
prueba la vida –le dijo- Pero si se lo reserva, tras examen severo, es porque
algo vale.
Colliure aprovechó este período de
inactividad para responder a toda la correspondencia acumulada. Explicó, en
sendas cartas, tanto a su madre como a Consuelo, las incidencias más
destacadas, o lo que a él le pareció podían serlo para ellas, de lo que calificó
de simples maniobras, omitiendo los episodios del desfiladero y de la úlcera,
asegurando que le aguardaba un largo lapso de rutina cuartelera. Por supuesto
que era perfectamente consciente de la inconsistencia de semejante vaticinio,
por la demanda de intervención militar que se desprendía de la situación del
momento, pero eso se guardó mucho de dejarlo aflorar de algún modo en su
escritura.
Luis cumplió su palabra y les invitó el
primer sábado del regreso de Colliure a una cena en el Casino Militar. El lado
positivo de las largas maniobras era indudablemente que los giros, enviados con
regularidad por las familias, pues la paga del soldado no sobrepasaba el valor
simbólico y no hacía sino dejarlo a mercedes, permanecían incólumes hasta su
culminación. El agasajado, para corresponder, corrió con los gastos del resto
de la velada.
-Días de mucho, vísperas de na –comentó,
castizo, Ramón del Busto.- Hace tan sólo unas semanas hubiera dado un dedo de
la mano por un buen trago de agua caliente y ahora andamos de nones bebiendo
champagne helado. Vivimos tiempos extremos. Por eso, cuando las cosas se ponen
muy feas, siento que se está preparando lo mejor.
-Son tiempos extremos –replicó Colliure-
sobre todo porque hay pocas personas que alternan lo bueno con lo malo y se
equilibran en una medianía. La mayor parte, o bien bebe champagne helado
siempre, a todas las comidas, o bien agua caliente siempre.
-Con la salvedad de que son los últimos
quienes más abundan –completó Luis.-
Ramón hizo caso omiso de semejantes
reflexiones socio-políticas, prosiguiendo con su tema:
-Y cuando van bien, de mí sé decir que no
soy de los peores en saber apurar la copa de la abundancia hasta las heces.
Cuando el viento es propicio hay que disfrutar a toda vela, que la vida son dos
días.
-Cierto –terció Colliure,- pero si uno no
tiene la conciencia tranquila, incluso el champagne le sabe amargo.
-A mí me sabe amargo de todos modos –se mofó
Luis.- Si no fuera porque me pone alegre sin marearme demasiado, lo
despreciaría.
-Vosotros sí que sois despreciables –dijo
Ramón del Busto, de buenos modos, agarrando la botella por el cuello y pidiendo
al camarero dos copas más.- Voy a beber lo que queda en mejor compañía.
En efecto, en cuanto obtuvo las dos copas,
se dirigió a una mesa en la que se hallaban dos señoritas de buena familia que
aceptaron encantadas continente y contenido.
Luis Cervera y José Colliure contemplaron la
escena sonriendo con paternalismo.
-Éstos –ponderó Cervera, también de buenos
modos- son de casta de higueras locas, que nunca llega a madurar el fruto.
Sin embargo, algo debió afectarles la
actitud del calavera Ramón del Busto pues, aunque ninguno de los dos hizo la
menor insinuación al respecto, ambos optaron en lo sucesivo y en la medida de
lo posible, por una vida más regalada. Le habían visto las orejas a la parca,
en el silencio del desierto alcanzaron a oír el roce de su manto contra el
suelo, pues muchos de los que salieron con ellos hacía unos meses, estaban ya mascando
tierra a dos carrillos y la próxima vez ¿quién sabe? Bien podría tocarles a
ellos encontrarse en la misma situación. Por el momento el sol brilla y lo más
sensato parece apurar hasta el último rayo de vida que de él se desprende.
XI
Durante el mes de agosto, hasta la guerra
parecía haberse atenuado como consecuencia del sopor que afectaba a los hombres.
Pocas noticias llegaban del frente. Probablemente las tropas del ejército
español permanecían acampadas cerca de los puntos de agua, mientras que los
rebeldes, todavía enteros y cargados de peligro, los observaban desde sus
atalayas de lo alto de las cumbres. No debía ser un pasacalle, ya fuera para
tirios o para troyanos, encontrarse en pleno desierto durante la canícula
africana. En cualquier caso, la plaza de Melilla languidecía en un marasmo
turbio de permanente despertar de siesta. Los mandos militares se hallaban
todos presentes, las tropas que no se encontraban de maniobras en los confines
del protectorado permanecían acuarteladas, con órdenes cursadas para afrontar
cualquier eventualidad, estaban todavía demasiado frescos los recuerdos en
relación al descalabro del verano pasado, pero cada cual procuraba eclipsarse
buscando el amparo de la sombra que entibiara un ardor que había calado hasta
los huesos y amenazaba con convertir la médula en plomo fundido.
Colliure, poco amante de siestas y del sueño
en general, leía periódicos en la antesala del despacho de don Emeterio, en
Comandancia, o cuando no estaba de servicio, en cualquier rincón apartado y
relativamente temperado que su experiencia de soldado, veterano ya, conocedor
de los entresijos y recovecos de los cuarteles, le proporcionaba.
Las noticias que llegaban de la península no
eran alentadoras. El país, como es natural, no había digerido todavía el
desastre de Annual y tanto intelectuales como partidos políticos, de izquierda
sobre todo, seguían exigiendo unas responsabilidades que la clase dirigente
pugnaba por no dar en lo esencial, perdiéndose en excusas, hablando más para
ocultar que para revelar. Unamuno, en cambio, había dicho unos meses atrás que
“Annual no significa únicamente un desastre militar, sino el desastre simbólico
a que nos ha llevado una política personalista y absurda.” Propósito que diluyó
un poco cuando en abril visitó al Rey en su palacio, pero que no por ello dejó
de retumbar como un cañonazo de ceremonia fúnebre en el sentir de la opinión
pública, como ocurría a menudo con las frases de ese halcón de altanería de la
inteligencia española, que muchos se preguntaban ya a quién sirve y por quién
caza, sin llegar a descubrirlo jamás. Todos se habían de encontrar, a su debido
momento, con la formidable bofetada unamuniana que indudablemente se merecían
y, como se ve, ni siquiera el Rey se libró de ella.
Por otra parte, la situación del orden
público se iba deteriorando cada vez más, sobre todo en Cataluña, donde las
milicias patronales y las milicias anarquistas se enzarzaban a tiros casi todos
los días, el terrorismo desgranaba periódicamente sus víctimas y la sombra del
separatismo planeaba constantemente en sus relaciones con Madrid. Se vivía un
ambiente de descomposición y de fin de reino. Muy pocos eran, especialmente
entre las capas populares, quienes deseaban dar la cara por el régimen y así se
acababa de ver ese mismo día, 23 de agosto, pues en Málaga se habían
insubordinado las tropas destinadas a Marruecos. Entre las otras capas, las que
flotan como el aceite por encima del agua, comenzaba a circular la llamada al
cirujano de hierro, noción tomada de Costa, porque de Costa, lo mismo que de
Unamuno y de cuanto intelectual rehusaba arroparse en banderas, se podían tomar
perfectamente unas cosas dejando de lado, con total desenvoltura, otras. En
lugar de tanto hablar de cirujano de hierro, esos boquirrubios señoritos
andaluces y esos hijos de caciques bien podían darse por aludidos con la
reforma agraria. Es la España caciquil la que no puede seguir funcionando, pues
constituye un anacronismo en Europa, un armatoste hecho de cuerda y palo, un
auténtico arcaísmo y una rancia injusticia.
Colliure plegó el periódico y lo lanzó sobre
la mesa. El sol declinaba ya severamente, sus rayos oblicuos penetraban por las
ventanas y teñían de calabaza las paredes de la antecámara de don Emeterio.
Éste salió repentinamente de su despacho.
-Ya hemos terminado por hoy. Puedes
disponer, Colliure.
-A sus órdenes, mi teniente coronel.
El ordenanza fue al patio de Comandancia en
busca de su montura y salió muy tieso sobre ella hacia el cuartel de
caballería. El regimiento había regresado ya de la instrucción cotidiana
practicada en campo abierto y se veía animación en las compañías. También la
había en las caballerizas. Colliure se puso a almohazar su caballo junto a los
demás, escuchando las incidencias de la jornada.
El soldado Juan Aroca comentaba cómo el
capitán Cabrales había puesto en peligro de despeñarse a toda su compañía,
haciéndola pasar por una trocha en pésimo estado que ascendía por el borde de
un precipicio, sólo para llegar al punto de reunión antes que los capitanes
Ramos y Beltrán.
-Cabrales pertenece a esa clase de militares
que vienen a África con el propósito de dar un Santiago y ser ascendidos a
general en un par de semanas –resumió Aroca.-
-¿Tan mal estaba el paso?
-Era una senda de cabras, estrecha y con el
firme muy degradado. Además, podía haber sido impracticable en algún punto,
pues no hubo tiempo de efectuar una inspección previa, y se las hubieran visto
y se las hubieran deseado en caso de tener que dar la vuelta.
-El coronel le habrá echado un buen
rapapolvo, imagino.
-Jamás en presencia de la tropa. Y menos aún
Riquelme. Pero tendría curiosidad de oír lo que se dicen de puertas adentro. En
cualquier caso es evidente que no le tiene ninguna simpatía. Seguro que en
privado le ha hecho saber con cuántas entra la romana. Cuando Riquelme se hizo
la famosa fotografía en el Muluya, rodeado de sus jefes y oficiales, no lo
llamó a él. Y eso que debía saber que Cabrales hubiera dado un pueblo andaluz,
con iglesia incluida, por aparecer en ella.
-¿También es terrateniente, Cabrales?
-Como casi todos. Y no de los menores. Se
dice que recorre sus posesiones en aeroplano, porque si tuviera que hacerlo a
uña de caballo no le bastaría con un año para inspeccionarlo todo.
Aroca, por su parte, sin comérselo ni
bebérselo, sí salió en la foto con su sonrisa de amanuense de la Corte
Pontificia. Estaba allí, por casualidad, recibiendo un recado del comandante
Almagro, y el fotógrafo le pidió que se quedara. No sólo eso, sino que, además,
le recomendó que se quedara quieto donde estaba. Aroca sonrió, plegó
ligeramente la rodilla izquierda y salió en primer plano, en el centro justo de
la imagen que iba a verse en toda España y parte del extranjero.
-He aquí una instantánea de nuestro amado
país –prosiguió.- Los caciques dan el pucherazo en su respectiva provincia. Sus
hijos mayores copan los puestos en el estamento militar. Sus hijos segundos
hacen lo propio en la jerarquía eclesiástica. Si hay algún otro, estudia para
profesor de universidad y en caso de no obtener la cátedra, el padre regala una
biblioteca entera y asunto concluido. Siempre habrá un cuarto que administre
las tierras y se ocupe de cuanto negocio caiga en sus manos o, si se tercia, de
la política. Este estado de cosas no cambiará así como así. Para cambiarlo haría
falta una revolución, como en Rusia, que vierta ríos de sangre o como en
Francia, que corte cabezas cual si fueran cabezas de maíz. O como decían los
viejos liberales, ahorcar a los reyes con las tripas de los curas. Lo tienen
todo tan atado y bien atado que no valdrán medias tintas. A los de abajo no les
ofrecen más alternativa que pasar el país a fuego y a sangre o conservar el
estatuto de siervo de la gleba in saecula
saeculorum.
Colliure acababa de sacar más o menos la
misma conclusión leyendo los periódicos. Guardó silencio mientras cepillaba
concienzudamente su bravo alazán. ¿Cuántos en España estarían pensando lo
mismo? ¿Cuántos, como él y como Aroca, que tienen algunas letras, leen los
periódicos y piensan con la cabeza? Pues puede que comparativamente no sean
muchos, pero sí los suficientes como para hacer estallar el país como un
polvorín. Y si ello acabara ocurriendo, ¿qué partido tomaría él? No se veía a
sí mismo como un bolchevique, él que lo primero que había hecho a su llegada a
Melilla fue encargarse varios uniformes a la medida, no cuando se lleva como
segundo apellido Santamaría, para el cual Dios, o su madre, ha hecho incluso
milagros. Admiraba la habilidad de su difunto padre para los negocios, la cual
se hallaba convencido de haber heredado y le estaba agradecido por el peculio
que había sabido crear para la familia en poco tiempo, con un aporte moderado
por parte de su progenitor, el abuelo Colliure. Pero ello era una fortuna a la
medida del hombre, un patrimonio que la familia podía trabajar honesta y
enteramente, viviendo de él a la altura de sus merecimientos, sin explotar ni
escandalizar a nadie. Sin embargo, ¿dónde estaba ese término medio al que su
razón y su naturaleza moderada, suave y templada en el fondo, sin mediar provocación,
le inclinaban? Según Aroca, y él no dudaba en darle la razón, en España no
existía.
XII
Durante todo el otoño el regimiento hizo
vida de guarnición, hasta que, a finales de noviembre, recibió orden de partir
hacia el Quert. En esta ocasión sólo se emplearon carreteras y la infantería
fue transportada en camiones. El puesto de mando se estableció en un pequeño
cuartel enclavado en un valle pardo y desértico, rodeado de altas montañas,
alrededor del cual se plantaron las tiendas destinadas a la tropa. Los
desperfectos sufridos por la escueta fortaleza durante los acontecimientos de
julio del año anterior ya habían sido reparados, de modo que se percibían
remiendos por todas partes. Una de las grandes lecciones del desastre, la
relacionada con el abastecimiento de agua, había sido retenida. Prueba de ello
era la reciente construcción de un aljibe de proporciones moderadas, que era
preciso alimentar de cuando en cuando pero que, en caso de sitio, permitiría a
una guarnición mediana resistir durante varias semanas. No al contingente que
se hallaba actualmente estacionado, desde luego. Tampoco le hacía falta, pues
disponía de fuerzas suficientes para repeler cualquier ataque y alcanzar, por
sus propios medios, el punto de agua, que se encontraba tan sólo a un par de
kilómetros. Dado que el puesto se hallaba bien comunicado y la retaguardia
pacificada, aunque no al abrigo de golpes de mano por parte de la guerrilla, el
abastecimiento de vituallas y material se efectuaba de manera regular mediante
convoyes de camiones protegidos por tropas de caballería.
El enemigo se desplazaba por las crestas de
las montañas en pequeñas unidades que, a veces, podían penetrar profundamente
en la zona del protectorado. Por ello era necesario efectuar frecuentes
expediciones hacia la alta montaña con objeto de controlar sus pasos y
patrullar por sus vericuetos. El equipo de medidores a las órdenes del teniente
coronel don Emeterio Muga las seguía, a veces, cuando se trataba de consignar
una orografía todavía desconocida según el nuevo método.
Por lo demás, aún hubo otro aspecto que
marcó una diferencia notable con la maniobra anterior, la estación invernal, la
cual suele manifestarse con rigor en la cordillera del Atlas, no siendo
infrecuentes las nevadas, con la consiguiente dificultad para los
desplazamientos de la tropa y el transporte de material y mercancías. De hecho,
ya en el campamento, a principios de diciembre, comenzaba a dejarse sentir un frío
seco y punzante, amargo durante las noches. Aspereza que se incrementaba,
naturalmente, a medida que se ascendía a los picos y collados de alta montaña.
Tampoco se sentía, al menos durante la
permanencia en el campamento, esa opresiva sensación de aislamiento, la
impresión de desplazarse en la nada avanzando hacia una nada aún más
incomprensible y compacta, que reinó en la precedente expedición. En los
alrededores se podía vislumbrar algún que otro poblado o aprisco aislado, todo
medio derruido pero exhalando algún que otro signo de vida. Y los rabadanes
hacían pacer sus rebaños, a veces hasta los límites mismos del campamento. Al
principio se mostraron hoscos, desconfiados, probablemente porque no veían a
los antiguos ocupantes de la posición, pero al poco tiempo intercambiando
saludos y zalemas con los nuevos soldados nativos. Finalmente, cuando la
soldadesca andaba desocupada, se llegaron a formar corros, integrados por
individuos de ambas procedencias, que conversaban con los pastores, quienes sólo
en contadas ocasiones necesitaban ser secundados por una traducción puntual. Y
así contaban historias y consejas de la montaña. Su jefe tribal estaba en
buenos términos con España y ellos sólo querían que se les dejara vivir
tranquilos con sus rebaños de cabras y ovejas.
Colliure, privado de los alicientes y
relaciones que le ofrecía la ciudad de Melilla, tenía incluso más tiempo para
escribir a su madre y a Consuelo. Teresa le brindaba una visión tranquilizadora
del estado de cosas que reinaba en Sajará. La vida familiar flotaba envuelta en
una calma idílica. Joaquín se ocupaba a las mil maravillas de la hacienda y los
negocios iniciados por su padre. Es más, se había lanzado en otros que parecían
muy prometedores. José Colliure pedía precisiones a su madre, pero ésta se
evadía con el socorrido recurso de que las mujeres no entienden de esos
asuntos. Él entonces respondió solicitando dicha información directamente a su
hermano, pero éste contestaba con generalidades, con evasivas, evitando entrar
en el meollo de la cuestión, tratando de transmitir únicamente su entusiasmo.
¿Y de Daniel? ¿Qué se sabía de Daniel? Pero
de Daniel se sabía bien poca cosa.
Al principio hubo que hacer la aguada todos
los días. Cada noche, durante la formación de retreta, el brigada Fontana leía
la lista de quienes integrarían la breve expedición de la mañana siguiente. Era
un servicio que se hacía con gusto, en ese lugar preciso, pues, como queda
dicho, el manantial no se encontraba lejos y la zona parecía tranquila. Por otra
parte, quienes participaban en dicha operación, quedaban evidentemente exentos
de la instrucción de la jornada. De modo que, cada mañana a eso de las nueve,
partía el pequeño destacamento a las órdenes de un sargento. Así hasta que el
aljibe estuvo a rebosar. Luego, el brigada le echaba periódicamente un ojo y,
cuando le parecía, organizaba una aguada con tal de tener el depósito
permanentemente lleno.
Algunas veces, Colliure, no teniendo nada
que hacer, solicitó permiso para acompañar al pelotón de la aguada. La primera
ocasión en que lo hizo, estaba mandada por el sargento Jirca y encuadrada por
los cabos Ballester y Jalal Marifa. Los soldados iban a pie, con el fusil en
bandolera, por si las moscas, tirando cada uno del ronzal de una mula. Era una
de esas espléndidas mañanas de principios de invierno en que resulta
francamente agradable cabalgar bajo el sol, cuando éste comienza a disipar el
frío de la madrugada. Tras avanzar varios centenares de metros por la
carretera, tomaron una senda ascendente por la que sólo podían pasar las
caballerías una a una. El sargento Jirca iba el primero, seguido del cabo
Ballester. Cerrando la marcha, el cabo Jalal Marifa y Colliure. Los soldados
iban contentos, más de una vez espantaron con sus risas bandadas de perdices y
codornices.
-¡Quién tuviera aquí la escopeta de don
Emeterio! –murmuró Colliure.
-Donde hay oídos para oír, más vale no tirar
más tiros de los necesarios –repuso Jalal.-
-Tienes razón, las fiestas con pólvora sólo
son para cuando se ha perdido la memoria de las guerras. ¿Eres de por aquí?
-No, yo soy del lado del mar.
-Lo mismo que yo. Del lado del mar. ¿Sabes
echar la red?
-¿En la playa?
-Sí.
-Pues claro que sé echar la red. En mi
pueblo, soy de los mejores. También hay que echar antes un vistazo al mar y
elegir el lugar.
-Ah, eso no lo sabía.
-Claro. Los peces se desplazan en masa, como
los ejércitos.
-Y si no, ¿cómo te ganabas la vida antes de
entrar en el ejército?
-Pues mi padre tiene huertos de naranjos,
cerca de la desembocadura del Muluya. Mis hermanos y yo las trabajamos.
-Vaya por Dios. Exactamente igual que
nosotros, sólo que cerca de la desembocadura del Júcar.
A
partir de ahí, ambos jinetes se enzarzaron en animada conversación sobre
detalles técnicos del cultivo del naranjo, remedios para las plagas, mejor
momento para la poda, etc. De la descripción que hizo Jalal en cuanto a las
labores agrícolas efectuadas en su tierra, Colliure recogió algunos detalles
útiles, que le parecieron originales, pero, en su conjunto, le dio la impresión
que estaba describiendo la huerta de Sajará, con todos los cultivos que en ella
se dan, naranjos, higueras, olivos, hortalizas, nísperos, ciruelas, y hasta las
gentes, lo que decía éste, lo que decía aquél, el carácter de unos y de otros,
lo que se solía hacer en invierno y en verano, los conflictos de intereses,
todo lo que decía Jalal podía aplicarse a Sajará y haber ocurrido en ella.
En animada plática llegaron pues al
manantial. De lejos parecía la entrada de una gruta, pero en cuanto uno se
acercaba, se veía como un pilón conteniendo agua límpida, serena, al abrigo de
las paredes rocosas. Daba la impresión que aquello había sido construido por la
mano del hombre, mediante cálculos que evaluaban un complicado equilibrio
hidráulico para que el líquido elemento llegue desde entrañas del monte hasta
el límite justo del borde de la gran pila.
-Es un agua de excelente calidad –ponderó el
sargento Jirca.- Siempre sale fría, tanto en invierno como en verano.
Lo primero que hicieron todos fue llenar sus
cantimploras y beber a saciedad. Lo segundo, fumarse un pitillo. Desde la
explanada de la fuente, se podía ver el campamento y, más allá, cual si fueran
hormigas que inspeccionan hasta el más diminuto recoveco del terreno, los
soldados haciendo instrucción, jugando a tomar posiciones en las que resistía
un enemigo imaginario. Los improvisados aguadores pretendían identificar mediante
detalles las diferentes compañías, porfiando entre ellos por estipular quién
tenía mejor vista. El sargento Jirca probó con harta suficiencia que poseía una
visión de halcón, capaz de distinguir figuras y matices, que más tarde
resultaron ciertos, a una distancia portentosa.
Una vez probada su agudeza visual, con una
sonrisa de satisfacción, ordenó que se procediera al llenado de los odres.
Cuando se hallaron todos orondos y relucientes, no dudó en ayudar a los
soldados en la tarea de cargarlos en las alforjas de las mulas. El sargento
Jirca hubiera pasado perfectamente por un cabeza de cuadrilla de recolectores
naranjeros en Sajará o en cualquier pueblo colindante.
Colliure simpatizó con Jalal Marifa con
quien, después de todo, tantas cosas tenía en común. Veía al cabo como un
muchacho recto y serio, pero con esa absoluta aceptación del destino que da a
algunos mahometanos una particular suavidad de carácter. Al propio tiempo,
hablaba con tal acendramiento, en un castellano más que aceptable, el cual
soportaría el parangón con el de, por ejemplo, un catalán o un valenciano, que
también hablan corrientemente otra lengua, que Colliure no pudo evitar
preguntarle si había cursado estudios superiores. No los había hecho pero
asistió a la escuela hasta los quince años. Le venía pues de naturaleza esa
capacidad para percibir y manifestar el equilibrio, a menudo oculto, de las
cosas, lo que implica un cierto tipo de sabiduría que no siempre dan los
libros.
Jalal era muy amigo de los cabos Acosta y
Ballester, así que Colliure y Luis Cervera, también a veces Ramón del Busto, se
sentaban a menudo a comer con ellos. Luego, en los ratos de ocio, hacia el
final de la tarde, en lugar de ir a la improvisada cantina, lo que sí hacía más
a menudo del Busto, daban largos paseos, sin perder de vista el campamento, por
supuesto.
La espontánea afabilidad de Jalal Marifa le
impelía igualmente a entablar conversación con los rabadanes que vigilaban
rebaños de cabras y ovejas, apoyados en el cayado y con la mirada perdida en el
horizonte. Entre ellos había uno muy viejo cuya palabra parecía buscar Jalal
con avidez. El pastor llamaba la atención por una larga y espesa barba cana que
contrastaba con su rostro extraordinariamente atezado y surcado de profundas
arrugas. Por debajo del turbante asomaban también mechones como de lana blanca.
Era la memoria viva del lugar. Contó
historias de alfaquíes o santones que habían vivido o pasado por el lugar,
expediciones de tropas españolas o del sultán y las escaramuzas que se
produjeron, a veces, entre ellas y las tribus rebeldes. Habló también de
quiénes y cómo construyeron el cuartel y del modo en que cayó en manos de los
insurrectos hacía dos veranos. Durante muchos meses, los cuerpos de los
españoles quedaron expuestos al sol por orden expresa de éstos. Nadie podía
acercarse aquí y menos aún enterrarlos. Ahí se quedaron hasta que volvieron los
españoles y les dieron sepultura.
Otro día que nos acompañaba el soldado
Mazlum Sidc, el viejo le contó, como si lo hubiera visto, el incidente que
había tenido aquella misma mañana con el sargento Cabd, quien le pegó un
culatazo en el pecho por no haber realizado correctamente, según él, una carga.
Podía haberlo visto, cierto, porque esos viejos rabadanes conservan una vista
de águila, pero acto seguido le recordó otros percances similares con el
sargento de marras, algunos de ellos antiguos, que habían tenido lugar en
Melilla o durante la expedición al Muluya, y describió con toda exactitud la
relación de hostilidad que había cuajado entre ambos hombres, añadiendo
asimismo el por qué.
Mazlum se quedó anonadado y los demás
también. Cuando logró emerger un tanto de su asombro, le preguntó al viejo cómo
lo había sabido.
-Lo supe por la arena, que me informa de la
noche y el día y también por el dicho de los antiguos de que no hay nada oculto
para Alá, ni encubridor que se encubra de Alá, y que en la constitución de los
hijos de Adán hay un espiritual elemento que cala en los más tenebrosos
secretos. El hombre cabal, hijo mío, es como el labrador que cuida de su
huerto. Siembra, o planta, sus buenas obras. La cizaña y las malas hierbas son
las insidias, las asechanzas de los demás, a veces sólo su mera presencia, sin
que haya maldad por su parte, pero Alá permite que estén allí para empecer. Y
también quiere Alá que las hortalizas y las frutas que planta el labrador sean
frágiles, sensibles a la helada o al ardiente rayo del sol, mientras que la
mala hierba es robusta, resiste a todo, ni la sequía ni el hielo consiguen
matarla, y nace sola, sin voluntad firme de nadie por sembrarla y crece y se
reproduce como la pólvora. Porque Alá sólo mira al labrador y sabe lo que le
conviene. En cambio, le ha dado por aliado al tiempo, con quien es preciso, no
obstante, tener buenas relaciones, pues hay que saludarlo y honrarlo todos los
días, sin que falte uno solo, a no ser el estipulado por Alá para el reposo y
para su alabanza. Pero Alá es el más sabio. Si así lo hiciere, llegará el
momento de la cosecha y Alá le dirá: ¿Dónde están tus frutos, hombre salido del
barro? Y el labrador responderá: ¡Oh, Alá, el Piadoso, el Apiadable! Ahí está
mi aceifa y mi albacora, mis tomates y mis alcachofas, mis albérchigos y mi
alfalfa, mis pepinos y mis albaricoques. Y allá el aceribe y la adargama. ¡La paz
sobre aquél que halló el perdón y el rescate y la piedad del Apiadable! Y Alá
le dirá: ¡Entra en mi paraíso! Pero luego Alá se dirigirá al rico, a aquél que
no ha puesto jamás los pies sobre la tierra labrada si no es para recoger el
fruto que otros han plantado, a aquél que, a las primeras de cambio, ha mandado
poner de patitas en la calle a los importunos, sin sufrirlos jamás, y le
emplazará de este modo: ¿Dónde está, hombre nacido del barro, el fruto que
plantaste y cuidaste con tu propia mano? Todo quedó abajo, mi Señor, responderá
el desgraciado. Todo permanece allá abajo –replicará Alá, exaltado sea y
glorificado- porque pertenece a quienes lo ganaron con el sudor de su frente,
pero tú, que te presentas con las manos vacías ante mí, baja a la morada del
Saitán para que él te tenga entre sus dos ojos y te conozca. Así que no te
quejes por el sufrimiento que te envía Alá, pues lo hace para tu bien.
XIII
Llegaron las navidades de 1922, las segundas
que pasaba Colliure en filas, y el campamento se aprestó a celebrarlas
discretamente. Se suspendió la instrucción por unos días, se encendió un gran
fuego cerca de la cocina y se asaron los corderos que el ejército había
comprado a los pastores de las cercanías. También se distribuyó turrón, que
había llegado con el último avituallamiento. En cambio, el contingente que
debía partir para relevar a quienes estaban en las alturas colindantes tuvo que
hacerlo el primer día al alba. Habían festejado al menos Nochebuena.
Los musulmanes, que veneran a Jesús como un
gran profeta, no tuvieron ningún inconveniente en celebrar con los cristianos
su nacimiento y les pareció normal el intercambio de votos por la paz, el amor
y la concordia. Nadie parecía pensar en quién era el responsable de aquella
guerra, se contentaban con desear sinceramente que terminara, lo único que
razonablemente podían hacer quienes no eran sino mandados y de nada les servía
plantearse cuestiones trascendentales que ellos mismos no habían de resolver.
Los más estaban contentos por el reposo, por la mayor calidad de la comida, por
el calor del fuego y el buen humor de todos. Fue como un paréntesis durante el
cual el campamento hizo abstracción de la guerra, para pensar más bien en el
pueblo, en la familia, en la novia, lo que matizaba de melancolía el regocijo
de la fiesta. Pero así eran las cosas y mejor eso que un puñetazo en el ojo.
El frío, en cambio, arreciaba en la
cordillera del Atlas. Quienes tenían guardia, iban a ella abrigados al máximo
de lo que permitía el reglamento, envueltos en los pesados capotes de invierno,
y siempre había quien les llevara un café ardiendo al puesto, o un poco de
turrón, o algo de comida, ya fuera durante el día o durante la noche.
Los mandos tenían la posibilidad de ir en
coche rápido a pasar las navidades en la plaza de Melilla, con sus respectivas
familias. Pero tanto Riquelme como Muga declinaron la oferta. Allí estaban
ambos, junto con los comandantes Almagro y Carrascosa, así como el resto de los
oficiales, a la puerta de la tienda del primero, sentados alrededor de una
larga mesa, cerca de la cual se había encendido otro gran fuego. Todos parecían
haber olvidado sus rencillas personales y su permanente emulación para brindar juntos
por lo que se ofreciese. Colliure sonrió al ver cómo Ahmed sacaba a la mesa los
platos, adornados con toda clase de verduras que no eran en absoluto de
temporada. Ninguno de aquellos jefes u oficiales parecía notarlo, estaban
acostumbrados a cierta calidad de vida y les parecía obvio que incluso allí, en
plena cordillera del Atlas, la intendencia del ejército español hiciera
milagros por su bonita cara. Tan elemental era su derecho, que ni siquiera
habían parado mientes en ello.
Colliure se retiró del jolgorio y fue a
fumarse un cigarrillo a la puerta de su tienda. Tuvo un pensamiento para los
suyos que, sobre todo en esas fechas, estarían tratando de poner a mal tiempo
buena cara, procurando celebrar como se debe una fiesta tan señalada, fingiendo
no notar que la familia estaba muy mermada, sin el abuelo, sin el padre, sin
Daniel, sin él mismo. Sólo mujeres guardando el palacio de Ítaca, y Joaquín,
nuevo Telémaco, a sus años, con esa tremenda responsabilidad sobre sus hombros.
Se arrebujó en su capote del que sólo sobresalía una mano huesuda sosteniendo
la pavesa del cigarrillo. Daniel, algo tendrá que hacer, a su regreso, por él.
En cuanto se quedaron solos, qué pronto lo convencieron. Hienas. Pero quizá
tenga todavía remedio. No se resignaba a tener que ver a su hermano de pascuas
a ramos y siempre detrás de unas rejas. Detrás de unas rejas. ¿De quién o de
qué tienen miedo? No, su padre estaba muerto y enterrado, quizá, o en parte,
por culpa suya. Mas no dejaría que enterraran vivo a Daniel.
Recordó las navidades de cuando todos eran
niños y no había más voluntad que la del padre y la madre, ambas en perfecta
armonía. Fueron tiempos notables aquellos, de confianza y prosperidad. También
de alegría. Por mucho que se quejaran del carácter autoritario y algo bilioso
del regidor que, por cierto, lograban capear a trancas y barrancas. Como él
hizo muy bien aquella noche en que, principalmente por tener carrillos de
catalán, se retrasó pasablemente más de la cuenta a la hora de cenar, la cual
era sagrada para su estricto progenitor; quien, cansado de esperar, arrojó la
servilleta sobre la mesa y se fue andando a Riera en su busca. Colliure, con la
luz de la luna, logró divisarlo de lejos. Este es mi padre, que viene a
buscarme, se dijo. No podía esconderse, ni bajar de la mota, sin que el otro
coligiera que se trataba de él. De modo que decidió hacerse el cojo,
balanceándose a babor y a estribor como un barco que navega sobre una mar
picada. El regidor pasó a su lado y no lo reconoció.
Sin embargo, los retoños crecieron y su
carácter y su voluntad fue tomando cuerpo, afirmándose. Ninguno de ellos era de
mala índole, pero aún así es casi imposible escapar al enfrentamiento, al
conflicto. Resulta algo absolutamente extraordinario considerar que, hasta
donde hay amor, la gente no consigue sino acabar haciéndose daño. Parece como
si la vida fuera una causa perdida de antemano, cuyo único significado, o
valor, como parecía sugerir unos días atrás el viejo zahorí, es el sufrimiento,
la prueba. Y este desierto interminable, donde acecha emboscado el enemigo,
podría constituir una excelente alegoría de la misma. La pregunta es si el
desierto durará siempre, si andaremos durante cuarenta años extraviados en él,
como el llamado pueblo elegido, o nos perderemos definitivamente en la nada sin
límites. Tres años de penitencia, veintidós años, cuarenta, una vida, una
eternidad, ¿cuánto? ¿Cuánto tiempo hace falta para hallar la gracia en la
devastada tierra de Caín?
Pero allá arriba, millones de ruedas seguían
girando pues la gran máquina del universo no se puede parar y así entró el año
1923, acogido por las hogueras del vivac, por las canciones goliardescas y los
tambores y las zambombas de la tropa, que añadían el vino de la cantina al que
se les había servido en la mesa, por ese silencio glacial que parecía llegar
hasta las mismas obras defensivas que rodeaban el campamento y lo ceñía, por
las primeras nieves que, de la noche a la mañana, cubrieron aquel paisaje
anguloso, abrupto, de una fina capa de azúcar de lustre.
Pasadas las celebraciones, el regimiento
trató de llevar una vida normal, lo que sólo se pudo hacer a duras penas, bajo
un cielo blanquecino, que parecía reposar su inconmensurable peso helado sobre
las columnas rocosas que coronaban el dilatado valle y semejaba un gigantesco
sudario que abrumaba y oprimía todo el paisaje. Lo peor eran las noches bajo la
lona de la tienda, sobre el pétreo y gélido suelo. Los soldados dormían con las
botas puestas y envueltos con todo lo que podía servir a tal efecto, mantas,
capotes, tres cuartos, etc.
Así estaban las cosas cuando llegó el
momento de reemplazar a quienes ocupaban las cotas de alta montaña. Riquelme,
basándose en los mapas y en las informaciones recibidas por los
expedicionarios, decidió ocupar igualmente otras posiciones, de modo que el
contingente que partió esa vez era bastante más numeroso. Además, don Emeterio
Muga había considerado que de paleta le venía la ocasión para efectuar
mediciones en zonas no tratadas aún por el nuevo método, con lo cual toda su
escolta y el equipo de topógrafos se sumó al convoy.
Bajo las primeras luces del alba y con un
frío de estepa siberiana se dio la orden de marcha. Un equipo de exploradores,
integrado especialmente por indígenas, al mando del sargento Caramo, abría el
cortejo, precediéndolo pero sin perderlo de vista. Comenzó así una lenta y
continua ascensión por trochas que apenas se adivinaban bajo el cada vez más
espeso manto de nieve.
A medida que avanzaban, las montañas
parecían cerrarse sobre ellos como un cepo para atrapar criaturas mitológicas.
Hacia mediodía, se hallaban tan rodeados de empinadas cumbres rocosas que sólo
se divisaba, en el norte, a sus espaldas, la boca del valle por la que habían
entrado como única escapatoria a esa descomunal trampa geológica. Fue entonces
cuando comenzaron a revolotear por encima de sus cabezas finísimos copos de
nieve, preludio de una auténtica tempestad durante la cual los cielos parecían
desplomarse bajo la forma del mencionado meteoro. Tanto es así que, a poco, los
caballos hundían en el manto blanco sus patas hasta el corvejón. La visibilidad
era, asimismo, escasa, tan sólo se alcanzaban a ver dos o tres jinetes en cada
sentido de la marcha.
El sargento Caramo detuvo su cabalgadura a
fin de dejarse alcanzar por el grueso de la columna y parlamentar con don
Emeterio.
-Mi teniente coronel, hasta dentro de tres o
cuatro horas, avanzando a este ritmo, no hay ningún refugio. Y si no llegamos a
él con luz, puede que no consigamos encontrarlo.
-Tampoco podemos quedarnos aquí, ni
volvernos atrás. ¿Qué tipo de refugio es?
-Se trata de un aprisco donde caben caballos
y mulas. Hay también unas cuantas casas de adobe, construidas de modo
rudimentario por los pastores del valle. Está a unos cien o ciento cincuenta
metros del camino.
-Lleva contigo dos hombres. Adelántate y
enciende un buen fuego, para que lo veamos en caso de llegar de noche.
-A sus órdenes, mi teniente coronel.
Ya había tirado de la rienda para orientar
su cabalgadura en el sentido de la marcha, cuando don Emeterio lo retuvo.
-Aguarda. Tal vez no sea tan buena idea como
aparenta. Pongamos por caso que hubiera alguna patrulla enemiga pululando por
estos pagos. Ellos conocen el terreno mejor que nosotros. No sería descabellado
pensar que ese refugio, puede que el único disponible en toda la zona, se halle
ya ocupado por ellos. Toma más bien a todo tu equipo de exploradores, procura
llegar antes del anochecer, pero acércate sigilosamente. Ah, y no enciendas
fuego por el momento, deja apostados dos hombres junto al camino.
El sargento Caramo saludó y espoleó a su
caballo, el cual inició un laborioso, aunque silente trote. Don Emeterio giró
sobre su silla e hizo un gesto al sargento Hodur.
-Coge unos cuantos hombres y reemplaza a
Caramo.
No fue pues posible efectuar pausa alguna
para comer. Cuando ello quedó claro, cada cual iba hundiendo, ahora y después,
la mano en las alforjas e iba consumiendo la ración que se guardaba en ellas.
Durante toda la tarde no dejó de nevar, por lo que la marcha era cada vez más
lenta. En los tramos más expuestos, la materia blanca llegaba casi hasta los
flancos de los animales. Ni siquiera se distinguían ya las huellas dejadas por
la tropilla de Caramo. Don Emeterio, inclinado sobre el pomo de la silla,
arrugaba el entrecejo y no ocultaba un semblante de preocupación. Colliure
consideró la posibilidad de que el avance se hiciera imposible, lo que bien
podía ocurrir de un momento a otro, y la situación en que se encontraría el
destacamento si ello se produjera.
El sol desapareció pronto tras las altas y
escarpadas paredes montañosas, pero una suerte de nimbo lechoso permaneció
durante bastante tiempo. Anochecía ya cuando se escucharon, con toda nitidez,
unos cuantos tiros, no muchos, sólo tres o cuatro, de fusil. Don Emeterio
espoleó su caballo, que se lanzó, con gran dificultad, a una suerte de
trabajoso galope. Quienes no tenían que tirar de las riendas de una mula le
siguieron.
En esas condiciones cabalgaron durante diez
buenos minutos, sin distinguir el menor bulto sospechoso de componer, a través
de la espesa cortina de nieve, una figura humana en cualquier posición
imaginable. Al cabo surgieron dos soldados, con los brazos levantados y el
fusil terciado. Uno de ellos, reconociendo al jefe de la expedición, le gritó:
-El refugio estaba ocupado por el enemigo,
mi teniente coronel. Pero ya lo hemos limpiado.
El capitán Beltrán ya se estaba lanzando por
la cuesta que suponía conducía al aprisco en cuestión.
-¿Es por ahí? –inquirió don Emeterio.
El soldado respondió afirmativamente.
Colliure, con las piernas flexionadas, sin apenas apoyarse en la silla,
tratando de orientar la carrera de su poderoso alazán, distinguió, entre la
uniformidad blanca, siluetas que recordaban vagamente casas. Cuando al fin las
alcanzaron, los hombres de Caramo estaban ya amontonando cadáveres, algunos de
ellos tiñendo abundantemente la nieve con manchas de un rojo oscuro. Don
Emeterio desmontó el primero. El sargento Caramo, que salía de una de las
casas, avanzó hacia él para darle novedades.
-A sus órdenes, mi teniente coronel. Hicimos
como usted ordenó. Unos cien metros antes de llegar a la altura del aprisco,
desmontamos. Dejé un par de soldados custodiando las caballerías. Por fortuna,
la cortina de nieve y el viento ocultaron nuestra presencia, pues tenían
hombres apostados cerca del camino. Dimos un rodeo para acercarnos por detrás.
También allí había vigías, que mis hombres no tuvieron dificultad en pasar a
cuchillo. Una vez neutralizada la guardia, di la orden de asaltar las casas, a
bayoneta calada. Los pillamos tan por sorpresa que apenas hizo falta hacer
fuego.
-Ha actuado usted con una eficacia
encomiable. Le felicito por ello, sargento Caramo. Sargento Hodur, mande
enterrar los cadáveres. Seguidamente organice los turnos de guardia.
El cabo Jalal Marifa abrió la puerta del
espacioso aprisco, donde ya se encontraban las cabalgaduras de los difuntos
rebeldes, y ayudado por unos cuantos soldados esparció paja sobre el suelo. Seguidamente
se procedió a introducir los caballos y a darles forraje. Los animales pasarían
allí mejor noche que en el propio campamento.
En el interior de las casas, el fuego estaba
encendido, la comida, esencialmente carne de cordero, prácticamente hecha.
-¡Vaya, comamos y triunfemos –dijo don
Emeterio, no sin cierta ironía- que esto nos ganaremos!
No hubo más que servirse, sentarse en el
suelo de tierra, con la espalda recostada en la pared y ventilar la inesperada
cena en una atmósfera agradablemente caldeada, aunque en silencio, pues nadie
podía dejar de pensar en las escenas que, allí mismo, acababan de producirse
hacía tan sólo unos instantes.
Ramón del Busto, sin embargo, susurró a los
oídos de Colliure:
-No sé qué haríamos, la verdad, sin estos
indígenas en nuestras filas.
Colliure asintió, pensativo. Cervera, que
había logrado captar la conversación, repuso:
-A fuerza de encomendarles los trabajos
sucios, han adquirido una sublime maestría en ellos.
-Es cierto –dijo al fin Colliure,- pero
también es verdad que en esta ocasión ha ayudado la hora tardía, entre dos
luces, la tormenta de nieve, que ha diluido sin duda sus figuras y ha
silenciado sus pasos. Lo cual quiere decir que, ahora mismo, nosotros corremos
idéntico peligro.
-No es probable que, con este tiempo, haya
fuerzas enemigas en movimiento –replicó Cervera.-
-Quizá eso mismo dijeran ellos. Mi parecer
es que no conviene dormir a pierna suelta esta noche, a pesar de la guardia,
pues tan indígenas son unos como otros. Podrían haberse dado cita en este
punto, que ofrece justamente un refugio cómodo contra las inclemencias del
tiempo, varios grupos de rebeldes.
-Al menos nosotros ya hemos cenado. Que
ellos no.
Había sido del Busto el autor de semejante
barbaridad, con un humor muy suyo que lo mismo podía ser negro que blanco, y
con ella zanjó la conversación.
Los
hombres se encontraban cansados tras la marcha forzada, efectuada en
condiciones difíciles, así que pronto se envolvieron en mantas y se acomodaron
en el suelo para dormir, entre ellos don Emeterio. Cervera dio la orden de
conservar las armas cargadas y al alcance de la mano.
-No nos vaya a ocurrir lo mismo que a
nuestros huéspedes.
Seguidamente se dirigió a la reserva de leña
y avivó el fuego con unos buenos troncos cuyo rescoldo podía durar toda la
noche.
Colliure descansó, durmió incluso, pero
abrió los ojos cada vez que alguien entraba para despertar al siguiente turno
de guardia. En la primera ocasión, las llamas danzaban como derviches sobre el
lar, ofreciendo imágenes cambiantes de los rostros soñolientos que acababan de
ser arrancados del sueño y que parecían efectuar todavía una composición de
lugar, mientras se ponían los correajes cargados con las pesadas cartucheras
repletas de munición. Luego agarraban el fusil, con la bayoneta calada, y
abandonaban el cálido refugio en grupo. Cuando les llegó el momento a los
siguientes turnos, un resplandor rojizo, cada vez más tenue, teñía la atmósfera
uniformemente, sin imprimirle el menor movimiento, la más leve ondulación. Todo
aparecía como sumergido bajo el agua desde hacía siglos, como si fuera el
camarote de un galeón cargado de oro, reposando, desde los tiempos del imperio,
en el fondo del mar Caribe. Hasta los gestos de los soldados al levantarse
parecían anormalmente lentos, como percibidos a través de la calina del sueño.
Colliure tuvo la sensación de encontrarse en la periferia de la realidad, en
una tierra de nadie desde la cual podía franquearse, con toda facilidad, el
umbral entre los dos mundos. Instintivamente palpó la culata de la pistola
reglamentaria, oculta entre los pliegues del tres cuartos que le servía de
almohada, y echó un vistazo al fusil que descansaba a su lado, listo para
vomitar fuego en cualquier momento.
XIV
La noche fue sin embargo tranquila. A eso de
las doce, según explicaron los centinelas de la primera guardia, dejó de nevar,
pero las horas siguientes fueron, y seguían siendo, glaciales. Al amanecer, don
Emeterio dio personalmente la orden de ponerse en pie y la transmitió a todas
las casas. Colliure salió de la suya hundiéndosele las botas hasta más de media
caña, pero contempló por encima de las cumbres orientales la aurora dorada de
dedos de rosa. El frío le encogió el cuerpo.
Unos soldados venían cargados con un inmenso
puchero humeante y un cesto de panes, entrando en cada una de las casas. Cuando
llegaron a la suya, Colliure los siguió al interior. Le llenaron el cazo metálico
que protegía la cantimplora de un liviano, aunque ardiente, café con leche y le
acordaron un panecillo.
-Poco es para lo que habremos de andar
–ponderó del Busto.- Deberían considerar que tripas llevan piernas y no piernas
tripas.
-No te quejes, que no fue mala la cena
–replicó Cervera.
-Ah, pero ésa no le costó un real a nuestro
Gobierno, pues fue agasajo del enemigo.
-Cata más bien que quien te da el hueso, no
te querría ver muerto. ¿O quisiera el señor desayunarse con sesos de canario?
-Me bastaría con un guiso de hígado cubierto
de anillos de cebolla.
-Y un coche rápido para llegar fresco al
campamento ¿no?
-No, si fresco llegaré.
-Anda, come y calla. Que estarás más guapo.
Los demás hombres, con un estómago menos
delicado y exigente que del Busto, se pusieron a desayunar silenciosamente en
la penumbra, apoyados contra las paredes. La oscuridad era casi total allí
dentro, pues los rescoldos casi se habían extinguido, o estaban prácticamente
cubiertos por una capa de ceniza, y no había en los muros ventana alguna que
abrir. Pero hacía una temperatura agradable y se estaba bien allí. Pronto
tendrían que afrontar la intemperie y todos querían apurar hasta los últimos
segundos de calor.
Al salir de las casas, los rostros parecían
satisfechos de haber pasado una buena noche a la lumbre del hogar y estar
todavía vivos, sin haber tenido que pagar el alto escote que el destino había
exigido a ese puñado de rebeldes por semejante comodidad. Más les hubiera
valido pasarla en cualquier gruta, de las muchas que sin duda conocían, en las
entrañas de la sierra.
El cielo era como una tapadera azul para el
mundo, sobre una atmósfera translúcida, cuando se dio la orden de montar y
reanudar la marcha. El camino restante era todavía largo, y quedaba de él la
parte más arriscada, donde las trochas se estrechaban y se empinaban, el firme
se hacía más irregular de guijarros desprendidos y bordeaba precipicios
abismales, cubierto de una nieve dura y helada. Se imponía avanzar despacio,
con extrema precaución. Lo que obligó, una vez más, a excluir cualquier pausa,
pues era preciso evitar a toda costa pasar la noche en tales parajes, tan poco
hospitalarios, donde nadie conocía un refugio más o menos practicable.
Cuando ya parecía que iban a dejar abajo el
valle sombrío, una inmensa mole, resplandeciente bajo el sol, se alzaba ante
ellos. Sin embargo el camino la bordeó por su parte izquierda y acabó por
permitirles emerger como desde un balcón sobre un dilatado panorama compuesto
de interminables cadenas de montañas nevadas. El resplandor de la visión hería
los ojos.
A partir de ahí, el camino ondulaba arriba y
abajo, zigzagueaba, pero era mucho más fácil de practicar, pues las pendientes
no eran tan abruptas. El cabo Jalal Marifa puso su caballo a la par del de
Colliure con la evidente intención de platicar un rato.
-Por un momento creí que no había más salida
que montar hasta aquel pico –comentó Colliure.- Pues el camino parecía
dirigirse directamente hacia él.
Jalal sonrió con el aspecto serio y sombrío
que le caracterizaba.
-El camino no se dirige hacia el pico, pero
nosotros sí.
-Vaya.
-No obstante, más adelante hay un poblado,
donde nos detendremos a hacer noche. Y a la mañana siguiente nos dirigiremos
hacia él.
-¿Está muy lejos todavía el campamento?
-Se encuentra casi arriba del todo.
Llegaremos mañana a mediodía, más o menos.
-Parece que no es la primera vez que vienes
aquí.
-La tercera. Pero nunca en esta época del
año.
-Me parece que vamos a pasar más frío que el
perro de un ciego.
-Ya lo estamos pasando –sonrió de nuevo
Jalal.-
-Alá nos da los desiertos y las distancias y
las alturas y el frío porque nos ama y quiere hacernos mejores ¿no es así
Jalal?
-Así es, maestro.
El sargento Hodur llamó a Jalal y éste
torció las riendas para cabalgar en sentido contrario a la marcha, al encuentro
del suboficial.
Colliure se puso a recordar las palabras del
zahorí de la barba blanca, mientras contemplaba el paraje sublime que se
ofrecía a sus ojos y encontró que ambas cosas eran bellas, pero de una belleza
que hiere. No, una belleza que aplasta al hombre como si fuera una hormiga bajo
el duro casco de un caballo.
Al declinar el sol llegaron al poblado. Los
niños y los viejos salieron a recibirlos. Hombres y mujeres se asomaban a las
casas para verlos pasar, sin simpatía, pero también sin hostilidad manifiesta.
Don Emeterio encargó al sargento Hodur la compra de unos cuantos corderos, así
como de un número suficiente de hogazas de pan, que constituirían la cena de
aquella noche.
-¡Venga, veamos la cara de Dios y quebremos
el ojo al diablo! Comamos de nuevo pan y cordero –le dijo.
Los animales, vivos aún, fueron luego
conducidos al campamento, donde se les sacrificó según el rito musulmán, pues
los cristianos nada tenían que objetar al modo en que se produjera la matanza y
tanto a unos como a otros se les hacía ya la boca agua recordando cómo habían
cenado la noche anterior, porque la que se avecinaba sería la misma. ¿Quién
sabe? Acaso comprada en idéntico lugar.
Apenas habían terminado de limpiar de nieve
el terreno destinado al campamento e instalado las tiendas, así como los
abrigos para los caballos, cuando el sol se desgalgó tras las montañas de occidente
con la misma presteza, solemne e irremediable, con que se hunde un galeón. Al
amparo de los últimos rescoldos del ocaso, se efectuó una rápida ceremonia de
retreta, durante la cual se distribuyeron las guardias, y se procedió a
encender una gran hoguera, con cuyas brasas se asarían los corderos.
El frío, cada vez más intenso, estrechaba el
cerco de rostros atezados, el collar de ojos pasmados y relucientes, alrededor
de las llamas que oficiaban, danzando cual sacerdotisas de un rito ancestral, el
misterio de una ceremonia sagrada, antigua como el hombre. Colliure miró en
torno y consideró que nada había variado a través de los millones de años con
que cuenta la humanidad, excepto por lo que se refiere a cuestiones de detalle.
Allí estaban ellos, como una horda primitiva que iba a cazar o hacer la guerra
lejos de sus hogares. Todo seguía igual y nada cambiaría para ese ser
paradójico que es el hombre, mitad dios, si había que acordar algún crédito a
las palabras del rabadán, mitad esclavo de la necesidad. En la constitución de
los hijos de Adán hay un espiritual elemento que cala en los más tenebrosos
secretos, eso es lo que dijo el zahorí. Y Colliure sentía que la danza
ondulatoria de las llamas, su crepitar de música rudimentaria, primigenia, su resplandor
anaranjado, convocaban dentro de sí mismo a un ser que era mayor que él, a una
entidad venida después de haber recorrido todos los tiempos, pero que Colliure
no podía separar de sí mismo. El fuego parecía fusionar el que era con aquél
que había sido siempre. Dos figuras con sus rasgos, una de plata y otra de oro,
se fundían con el calor del místico elemento, mezclaban sus materiales, con
cuya aleación se conformaba una tercera figura idéntica a las anteriores, pero
con el propio color y brillo de la brasa incandescente.
-¡Pepe! ¡No querrás perderte tu ración de
cordero!
Era Del Busto, que le mostraba la cola de
soldados en busca de su ración. Debía haber dormido un buen trote. Ya no había
llamas en la hoguera, sino un espeso manto de ascuas respirando en la penumbra.
Justamente en ese momento llegaban unos soldados con brazadas de ramas secas
que echaron por encima para avivar el fuego, el cual saltó de inmediato sobre
ellas crepitando furiosamente. Colliure se levantó al fin para ponerse en la
cola y recibir unos cuantos pedazos de carne y media hogaza que le supieron a
gloria tras la dura jornada de marcha.
Luis Cervera vino a sentarse a su lado con
la escudilla metálica sobre las piernas cruzadas, comiendo con sano apetito. La
tropa pareció animarse en ese momento. Las conversaciones y alguna risa
chisporroteaban discretamente alrededor de la hoguera.
-Una buena comida, bien untada de grasa,
despierta a un muerto –comentó Colliure.-
-Considera que muchos de ellos, en la vida
civil, sólo comen carne una o dos veces al año. Y con ésta es la segunda vez
consecutiva que les sirven cordero asado para cenar. Teniendo en cuenta,
además, que en el campamento también lo hicieron. Ya ves, más da el duro que el
desnudo.
-Cierto –ironizó Colliure,- el ejército
permite a algunos gustar a ciertos placeres reservados al rico, comer carne y
viajar.
-No te lo tomes a risa, porque es verdad.
Aunque todos están de acuerdo en considerar que más vale un poco de pan con paz
que toda la casa llena de viandas con rencilla.
-Después de todo, la huerta de Valencia es
rica comparada a otras partes de nuestro poco afortunado país.
-En ellas, para casi todas las familias, un
hombre en filas es un par de brazos que permanecerán inactivos durante tres
años, pero también una boca menos que alimentar. A veces, estar en el ejército
significa olvidarse de la terrible preocupación por lo que se va a comer al día
siguiente.
-Eso siempre ha sido así y rara vez ha
causado problemas, porque la Iglesia ha predicado que es voluntad de Dios que
la igualdad entre los hombres sólo se dé en el Reino de los Cielos. El caso es
que, en nuestros días, el pueblo comienza a escuchar menos a los predicadores
eclesiásticos que a los activistas sindicales, cada vez más presentes y mejor
organizados.
-Resulta curiosa esa alianza permanente de
la Iglesia con los que detentan el poder y la riqueza, cuando se tienen en
cuenta las palabras de su fundador: “Antes pasará un camello por el ojo de una
aguja, que un rico entrará en el Reino de los Cielos.”
-Curiosa sólo si se toman en consideración
los orígenes de la venerable institución, pero natural poco después, cuando sus
reservas de personal comenzaron a alimentarse con los hijos de las capas
superiores, habituados al lujo de la casa paterna. El monje y el terrateniente,
el cacique y el obispo, no se pueden enfrentar porque son hermanos carnales.
Eso es lo que pasa desde hace muchos años.
-¿Cómo pueden predicar lo contrario de lo
que hacen?
-Pueden. Pero eso recibe el nombre de
hipocresía.
-Y nosotros lo estamos defendiendo con las
armas.
-Me temo que así sea.
Colliure ensayaba a menudo tales argumentos,
los manipulaba en soledad dentro de su cabeza, preguntándose cada vez si
conseguiría con ellos convencer a Daniel de que no cometiera lo que no dudaba
en calificar la locura de su vida, si es que aún era tiempo de volverse atrás
cuando él regresara. Por supuesto que había intentado escribirle, pero esas
cartas tenían que transitar forzosamente por las manos de su madre y no estaba
seguro de que ésta se las hubiera transmitido, al menos en su integridad, sin
pasar por el filtro de su propia pluma, pues las respuestas de Daniel, aunque
trataban del asunto, no rebatían exactamente los postulados que él había planteado,
sino que correspondían más bien a lo que su hermano no podía más que suponer
sería su actitud y sus impugnaciones, dando palos de ciego para refutarlas,
acertando unas veces y errando el golpe otras. Daniel era inteligente y
cultivado, pero incapaz de ofrecer resistencia al carácter inflexible de su
madre. Remedio y los curas de Sajará sabían muy bien que era a ella a quien
tenían que convencer, a Daniel bastaba con adoctrinarlo diestramente y darle
sedal largo. Cuando Colliure se incorporó a filas, Daniel dudaba todavía;
ahora, en cambio, parecía convencido. El tiempo apremiaba pues su paso por el
seminario no sería largo, dados sus conocimientos, su madurez intelectual y su
predisposición para el estudio. En todo caso, desde África, bien poco podía
hacer excepto agriar sus relaciones con Teresa. Tenía las manos atadas a la
espalda.
Los soldados alimentaron una vez más la
hoguera, antes de irse todos a dormir, excepto quienes debían integrar el
primer turno de guardia. Colliure fumó el segundo y último cigarrillo de la
jornada, tan sólo había podido encender uno tras el desayuno y éste tras la
cena. Mejor, se dijo, después de todo habrá que racionar el tabaco durante los
próximos días. Antes de salir había acumulado, eso sí, una razonable reserva,
si bien insuficiente para pasar veinte largas jornadas en el monte fumando
normalmente. En su caso hubiera necesitado una mula para él solo, con las
alforjas repletas de la hierba en cuestión. Tras apurarlo al máximo, echó la
diminuta colilla al fuego y se dirigió a su tienda, donde se tendió a dormir
tal como iba, bien arropado en su capote y cubierto además por varias mantas.
El frío, sin embargo, no dejó de darle crueles dentelladas, pero logró dormir a
ratos.
Todavía era noche cerrada cuando tocaron
diana. El fuego había sido renovado y sus llamas lanzaban una luz desigual y
oscilante sobre el campamento. Suficiente para que la breve ceremonia de rutina
se efectuara sin demasiados tropiezos. Tras una frugal colación, se procedió a
desmantelar la toldería. Así, con las primeras luces del alba, la breve columna
se disponía a reanudar la marcha en dirección a la alta cumbre, cuyo albo
vestido el rosicler de la aurora teñía con una suave tonalidad como de sangre
diluida en agua.
La pendiente era muy pronunciada, pero el
ritmo de la progresión era más bien tranquilo, ya que sobraba tiempo para
llegar antes de la caída del sol. Colliure pudo, por consiguiente, entregarse a
la contemplación del paisaje sobrecogedor que se ofrecía a sus ojos, con una
vasta cadena montañosa, a oriente, sacando sus picos por encima de un velo de
niebla y el azul del mediterráneo entrevisto más allá de las crestas del norte,
a occidente, la cara de la inmensa mole hacia la que se dirigían.
En efecto, poco antes de mediodía divisaron
la fina columna de humo que exhalaba la pequeña cocina de campaña de que disponía
el campamento y, franqueado el repecho siguiente, las carpas y los barracones,
construidos hace tiempo por un destacamento de ingenieros, así como las
rudimentarias obras de fortificación que lo rodeaban. De una de las grandes
tiendas salió enseguida el capitán Ramos a recibir, con una amplia sonrisa, a
la comitiva que llegaba para reemplazar a sus hombres y saludar afectuosamente
al capitán Beltrán, que lo relevaba personalmente en el mando del destacamento
de alta montaña. Sin embargo, en cuanto vio al teniente coronel don Emeterio
Muga, se apresuró a saludarlo militarmente.
En la falda de la montaña, el sol caía a
plomo y, a pesar de que las nieves no se habían derretido, hacía una
temperatura agradable; de modo que se pusieron varias filas de mesas ante las
cuales ambos destacamentos, el que llegaba, más bien cariacontecido, y el que
partía, si no a la civilización, sí al menos a un lugar mejor provisto de
ciertas comodidades, con un clima menos riguroso, algo más de ambiente y, sobre
todo, menos peligro, propenso a la risa fácil y a la chacota con punta de sal
gorda.
Durante la tarde, la carne fresca de cañón
fue a reemplazar a quienes ocupaban los puestos avanzados. El sol se ocultó
pronto a la espalda de la mole rocosa, entonces se levantó un viento del norte
que traía un frío cortante. Las mesas colocadas a la intemperie fueron
retiradas y la tropa se refugió en los barracones hasta la hora de la ceremonia
de bajada de bandera, al anochecer. Luego se sirvió la cena en el interior
mismo de los cobertizos. Colliure se sintió pronto agobiado por la promiscuidad
de sonidos y olores, de modo que cuando comenzaron a amanecer los oros de las
barajas, salió a fumar fuera y, tras varios cigarrillos consumidos en
solitario, se fue, contra su costumbre, a dormir temprano en su tienda.
Al toque de diana, quienes debían partir, ya
lo tenían todo preparado para la marcha, las raciones del día en las alforjas o
en las mochilas, las mulas cargadas y en fila, los capotes de viaje sobre los
hombros y una estúpida sonrisa de oreja a oreja, en una jeta que irradiaba una
felicidad repugnante. De modo que, tras la formación, se fueron pues con viento
fresco.
El campamento quedó silencioso. El relevo de
la guardia en los puestos inmediatos partió con paso taciturno, hundiendo las
botas en la nieve. Colliure encendió un cigarrillo y se lo fumó mientras los
veía alejarse. Después, fue a ocuparse de su alazán.
XV
Los días pasaban y don Emeterio no daba
muestras de querer reanudar sus expediciones científicas. De buena mañana se
ponía a trabajar en su tienda, a la luz de una lámpara. Más tarde, cuando el
sol ganaba altura, mandaba que le sacaran una mesa fuera y continuaba allí su
actividad, con sus lápices, reglas y compases, rodeado de sus colaboradores,
los señores topógrafos del Estado Mayor. Dado que su cocinero Ahmed se había
quedado abajo, comía del rancho como los demás soldados.
Su escolta vagaba desocupada por el
campamento. Se afeitaban concienzudamente con las primeras luces del día.
Seguidamente se ocupaban de las necesidades de sus caballos, los cepillaban con
toda parsimonia, les daban de comer, de beber, los tomaban de las riendas y les
hacían caminar un poco, limpiaban su espacio vital. Tras las caballerías,
tocaba la limpieza del armamento, a veces colada, o costura, las botas de todos
brillaban bajo el radiante sol. Exploraban los alrededores, sin alejarse
demasiado. En suma, si no fuera por la intuición de la presencia, más que
probable en la zona, de fuerzas enemigas, cuya importancia era imposible
determinar, casi podría decirse que se aburrían una pizca.
Al cuarto día, sin embargo, durante la
formación de retreta, el teniente coronel don Emeterio Muga anunció que al día
siguiente partirían en dirección a la cima, pasando por alguno de los puestos
de control. El sargento Caramo y un grupo escogido de entre de sus hombres
acompañarían a la escolta personal de don Emeterio, en total una docena de
jinetes constituiría la tropilla.
Tras el toque de diana del día siguiente,
todo estaba listo para la expedición. Algunos soldados, desde su propia
montura, sostenían las riendas de una mula bien cargada de municiones,
vituallas y pertrechos. Don Emeterio montó el último y dio la orden de partida.
Los caballos salieron con un trotecillo
alegre, también los hombres parecían contentos por dejar atrás ese remedo de
disciplina de cuartel, acolchada de inactividad. La perspectiva de moverse por
la montaña, de ver cosas nuevas, no parecía desagradarles. Aunque por otra
parte no era un paseo por la alameda lo que se disponían a hacer porque, a
pesar de que sus compañeros vigilaban desde los puestos clave de observación,
el enemigo conocía mejor el terreno y era capaz de infiltrarse, pudiendo surgir
de improviso en cualquier momento, hacer una carnicería y luego desaparecer
como por ensalmo.
La senda ascendía hacia la parte occidental
de aquella gigantesca protuberancia de la tierra, como enroscándose por su
flanco. Así, llegaron a un desfiladero, en cuyo punto más elevado se veía el
mar al norte y las últimas estribaciones de las anfractuosidades peninsulares.
Allí se levantó de repente un vigía y saludó militarmente a don Emeterio. Luego
le indicó el lugar en que se encontraban los demás. Se trataba de un abrigo
natural, una cueva poco profunda, aunque suficiente para albergar bajo techo a
una docena de hombres y permitirles encender fuego sin que éste fuera avistado
desde ninguna parte. El cabo Serrano se apresuró a salir para dar novedades al
teniente coronel.
Don Emeterio desmontó y así lo hicieron los
demás. El propio rellano situado ante el abrigo era como un cómodo balcón desde
el que se dominaba en toda su extensión aquel paso estratégico entre las
montañas. A lo lejos, hacia el norte, se perdía en su descenso el pedregoso y
polvoriento camino que hasta entonces habían utilizado. Pero también, a su
derecha, podía distinguirse la trocha que ascendía hacia la cima de la mole.
Tras escrutar detenidamente el vasto entorno, entró en el abrigo a conversar
con los soldados que no tenían servicio de guardia en aquel momento y a
calentarse con el buen fuego que habían dispuesto.
Desde que ellos estaban allí, nadie había
transitado por aquellos vericuetos perdidos de la alta montaña.
-El enemigo sabe que el paso está controlado
–dijo don Emeterio, mirando a Serrano.- De intentar utilizarlo, sería
probablemente por la noche.
-Los turnos de guardia son escrupulosamente
respetados, mi teniente coronel. Fuera de ellos, como usted puede comprobar,
los hombres tienen la posibilidad de dormir cómoda y eficazmente en cualquier
momento del día o de la noche.
-¿Y en caso de emergencia?
-Cada uno tenemos asignado un lugar
parapetado desde el que hacer fuego holgadamente. Los disparos serían oídos
desde otros puestos y pronto llegarían refuerzos. ¿Desea tomar un café, mi
teniente coronel?
-Sí, gracias.
El cabo le sirvió un buen bol de café
humeante y lo mismo hizo con su séquito.
Media hora después montaban de nuevo a lomo
de las bestias caballares y descendían al camino. Enseguida enlazó éste con la
vereda, a mano derecha. Comenzó entonces una abrupta ascensión por la cara
norte. Hacia mediodía alcanzaban la cima. El paisaje que se extendía a sus pies
era de una belleza sobrecogedora. Poseía esa imponderable fuerza física de las
vastas distancias hacia abajo que llaman vértigo y que abruma al contemplador
haciéndole patente su pequeñez, su fragilidad ante esa atracción que podría
arrastrarle, con una potencia telúrica, hasta un fondo que la vista puede
apenas alcanzar.
Don Emeterio dio una sofrenada a su caballo
y les señaló, allá en la costa, una hoz.
-Es la bahía de Alhucemas. La llanura que la
rodea está en poder del enemigo. Y más allá del mar, al pie de las montañas que
se ven al fondo, se encuentran las playas de Motril y de Almuñécar.
Colliure tiró de las riendas para contemplar
también la parte sur, donde se agitaba un proceloso mar de roca. Hasta los
límites que alcanzaba la vista, no había cima que sobrepasara la cota desde la
cual se asomaban a un mundo prístino, sobre el cual caía a cuajo una luz
cenital que parecía consagrarlo. El alazán sacudió su cuello, piafó y emitió un
prolongado relincho, Colliure respiró a pleno pulmón una poderosa sensación de
plenitud. Su propia guerra, la suya personal, la que a nadie más incumbe, la
ganaría, porque le sobraban fuerzas para ello.
Don
Emeterio dio la orden de descabalgar e iniciar sin tardanza el cometido
científico que les había traído a aquellos andurriales de cabra montés.
Mientras los topógrafos sacaban los instrumentos de los estuches, él echó mano
a sus prismáticos de campaña y se puso a otear los vericuetos que se
enmarañaban como capilares en el fondo del abismo. El sargento Caramo hizo lo
propio en otra dirección, pero con el ojo desnudo. Los que no tenían nada que
hacer se sentaron sobre peñascos para liar cigarrillos.
Las
operaciones de medición duraron algo más de una hora. Se tomaron también
algunas fotos. Seguidamente se distribuyó una comida fría. Mientras el sol se
mantuvo en su cénit, la temperatura era ideal. Los expedicionarios charlaban
despreocupadamente, no sin echar furtivas miradas ya fuera a ese pedazo de
península que asomaba la nariz más allá del mar, ya fuera a la planicie que
envolvía la bahía de Alhucemas, donde campaban a sus anchas las cabilas
adversas, o bien hacia el abrupto interior, donde operaba la guerrilla de la
recién constituida República del Rif. No obstante, en cuanto el sol declinó
unos pocos grados, el frío comenzó a dejarse sentir con intensidad creciente.
El sargento Caramo se acercó a don Emeterio.
-Mi teniente coronel, deberíamos iniciar el
descenso. El firme no es seguro, por lo que bajar nos costará casi tanto como
subir.
Don Emeterio asintió y dio la orden de
marcha. Como siempre, el sargento Caramo y un par de jinetes indígenas se
adelantaron. Las caballerías resbalaban, en efecto, con facilidad, al apoyar
los cascos sobre los guijarros sueltos. El sol ya se había puesto cuando
llegaron a los aledaños del puesto mandado por el cabo Serrano, pero aún
quedaba algo de claridad. De repente, Caramo se detuvo levantando al propio tiempo
en brazo derecho. Enseguida desmontó y se puso a observar, tenso, por encima de
unos peñascos. Don Emeterio, a su vez, hizo un signo para que se pusiera pie a
tierra. Y así, sujetos los caballos por las riendas se acercaron a Caramo. Éste
susurró en voz muy baja a su superior que ante ellos se hallaba desplegada una
fuerza enemiga cuyo número era difícil de precisar, la cual había comenzado
probablemente a pasar a cuchillo a los hombres del pequeño destacamento, pues
habían rebasado ya la línea de los primeros centinelas, incluso había percibido
movimiento ante la boca misma del abrigo.
-Lo mejor sería lanzar de inmediato una
carga, en línea recta, que advertiría rápidamente a los nuestros y pondría al
adversario entre dos fuegos.
Don Emeterio dio enseguida su autorización.
No había tiempo que perder. Ni siquiera se formuló la orden, los soldados
montaron y lanzaron sus caballos tras el sargento Caramo que partió con el
sable desenvainado. Se inició de este modo una carrera desenfrenada, saltando
por encima de matorrales y rocas, en dirección al resplandor del abrigo. Todo
sucedió con una rapidez pasmosa, la caverna comenzó a vomitar fuego, también
partieron fogonazos intermitentes de la oscuridad que la rodeaba, uno de ellos
estalló casi entre los cascos del caballo y Del Busto cayó sin un solo grito.
Colliure, tras restribarse, le imprimió tanta fuerza al brazo que empuñaba el
sable que segó la cabeza del títere, mientras éste pugnaba por rebuscar en sus
bolsillos munición para recargar el fusil. Después agarró el suyo por la culata
y con el caballo casi al paso apuntó a la albura de una chilaba, hizo fuego y
ésta se desplomó. El propio don Emeterio había puesto pie a tierra y con la
madera del chopo en la cara disparaba parapetado tras una roca. El tiroteo se
desarrolló con una brevedad fulgurante. Cuando cesó, Colliure tenía la
impresión de que no había hecho más que saltar un par de matas con su
exuberante alazán y ya todo estaba concluido. Mas enseguida fulguraron en su
mente las imágenes del moro decapitado y de la chilaba que se desmoronó como un
saco lleno de arena sobre un matorral y más dolorosa aún, la de Del Busto
abriendo los brazos y cayendo redondo del caballo, sin un quejido. El silencio
atroz que siguió todavía estaba puntuado por algún alarido, el de los que eran
acabados por arma blanca, machete o bayoneta.
Colliure torció las riendas para volver al
sitio donde había caído Del Busto. Distinguió un bulto pardo, boca abajo, los
brazos paralelos al cuerpo, inmóvil. Saltó del caballo, agarró el cuerpo por el
hombro y le dio la vuelta. El rostro moreno parecía pálido, pero podía ser la
falta de luz. Le dio un par de bofetadas, sin obtener la menor reacción. Le
desabrochó la guerrera, rasgó el uniforme y entonces vio limpio, como un encarnado
punto y final, el orificio de entrada de una bala, en el lugar exacto en que se
encuentra el corazón.
Otra mano se posó suavemente sobre su propio
hombro. Era Luis Cervera.
-Esa bala –dijo-, la ha guiado el diablo.
XVI
Tres cadáveres yacían enrollados con mantas
a la puerta del abrigo. Los dos centinelas apostados en las inmediaciones del
camino habían sido degollados. A pesar de la buena temperatura otorgada a la concavidad
por la hoguera, que no cesaba de alimentar la guardia, Colliure no pudo dormir
en toda la noche. Las imágenes de la muerte de Del Busto no cesaban de desfilar
una y otra vez por la cámara oscura de su mente. El moro sabía que sólo le
quedaba una bala en la recámara, pues no hizo luego el menor gesto para
accionar el cerrojo del fusil, mientras que eran dos los jinetes que se le
venían encima. Había que elegir uno de ellos en una fracción de segundo para
enviarlo ad patres, y dejar que el
otro actuara como su verdugo. Fuera lo que fuese lo que pasara por la mente del
moro en esa fracción de segundo, eso le salvó la vida. La elección no debió ser
fácil. Ni siquiera para el diablo.
A la mañana siguiente, se cargaron los tres
cuerpos en sendas mulas y se emprendió el camino de regreso, suspendiendo
momentáneamente los trabajos de medición. El teniente coronel don Emeterio Muga
y el capitán Beltrán debieron debatir, bajo la carpa del puesto de mando, lo
que debía hacerse con los cadáveres, si trasladarlos al campamento central y de
ahí tal vez a Melilla en coche rápido, o enterrarlos allí mismo. Si acaso lo
discutieron, optaron por la segunda posibilidad. En realidad, tal y como
estaban las cosas, era arriesgado enviar una pequeña comitiva que llevase los
cadáveres abajo. Tampoco era conveniente afectar a esa misión un destacamento
más nutrido pues se desprotegían los puestos de montaña.
Así que, por la tarde, tras una ceremonia
religiosa sin cura, se procedió, lo más solemnemente que se pudo, a la
inhumación de los cadáveres. Durante el acto, Colliure echó un vistazo a su
alrededor, hacia ese paisaje abrupto, semejante a una gigantesca corteza de
pan, hecha de pliegues y de riscos para abrigar a los rebeldes. Ese viejo sastre
de Madrid se morirá antes de poder venir aquí a visitar la tumba del hijo.
“Hijo sorteado, hijo muerto y no enterrado.”
Dos días después se reanudó con la campaña
de mediciones. El capitán Beltrán afectó a la misma dos soldados indígenas más,
buenos jinetes como casi todos ellos. Era todo cuanto podía hacer sin dejar
demasiado desprotegida la posición.
Cuatro jornadas enteras con sus noches
pasaron subiendo y bajando cotas, siguiendo los perfiles de las crestas,
siempre buscando el amparo de los puestos de vigilancia. La nieve había
desaparecido en las partes expuestas al sol, por lo que podían desplazarse con
mayor comodidad, pero también al enemigo le habría sido dado hacerlo sin dejar
huellas de sus movimientos. Esos días transcurrieron en un estado de permanente
alerta. Cuando los topógrafos se ponían a trabajar, los soldados ya no se
retiraban a cualquier parte a fumar tranquilamente sus pitillos, sino que
tomaban posiciones, ocultos en las anfractuosidades del terreno, oteando sin
descanso los alrededores con el fusil cargado. La noche la pasaban siempre en
el puesto más cercano, contribuyendo al prorrateo de guardias.
Colliure supo entonces del silencio y la
soledad que sobrevienen en las tripas del monte cuando espesan las tinieblas,
atento por si se produjera cualquier roce sobre la piedra o la tierra, en
cualquiera de los ángulos formados por la cruz que marca los cuatro puntos
cardinales. De cualquiera de ellos, en efecto, podía surgir de repente el
alfanje o la daga que cortan la yugular. “Nosotros estamos más cerca de él que
su propia vena yugular –dice su Corán.-“
Hubo veces en que vio brillar a pocos pasos unos
ojos malignos, fosforescentes, pero antes de echarse la culata a la cara
comprendió que no eran ojos humanos, sino los de un zorro que estaba tan
sorprendido como él del encuentro nocturno.
En las entretelas de la soledad y la
oscuridad, el hombre en vela no puede rehuir la meditación. La muerte ronda.
Sin embargo, no se decide a abalanzarse e hincar el diente. Podría hacerlo,
pero se reserva. Le encanta sorprender cuando no es esperada. Cuando más segura
parece hallarse su presa, el halcón está cayendo ya en picado sobre ella. Ese
gigante que parecía un roble robusto y bien arraigado, cayó de repente con un
solo golpe de guadaña; y ello en Sajará,
donde, después del paso de las tropas napoleónicas, sólo se habían disparado
escopetas para matar patos. Y allí, en plena guerra, iba la parca eligiendo a
unos y a otros, desdeñando a Colliure. Si de verdad regresa a la acrópolis de
los pantanos, continuará la obra del regidor. Cueste lo que cueste, lo hará.
Por culpa suya se interrumpió, por estar allí, por ser, por tener que decidir y actuar; pues por sus
manos y por su voluntad se ha de reemprender todo ello. Ya verá cómo se hace,
mediante qué procedimiento, si tratando de reanudar con los contactos de su
padre en la capital, o por otro medio, pero será una de esas luchas en las que
uno ha de poner las entrañas en el asador. Unas entrañas palpitantes de las que
brota la sangre de los Colliure, que no es moco de pavo.
Concluido el trabajo topográfico, la
tropilla mandada por don Emeterio regresó al puesto de mando, donde permaneció
ya sin moverse hasta que llegó el relevo procedente del campamento central y
tocó bajar. Lo cual se hizo en una sola jornada. Luis Cervera y José Colliure
no volverían a pisar aquellas alturas donde yacía para siempre el cadáver de
Del Busto. Luis, por lo menos, estaba seguro que no regresaría por aquellos
pagos pues, a la vuelta a Melilla, se licenciaría.
-Es duro –dijo- saber que uno no podrá nunca
recogerse ante la tumba de un amigo.
Colliure le repitió las palabras que una vez
le oyera decir a Pepito Moltó en el cementerio de Sajará.
-Bajo tierra sólo hemos dejado un traje
viejo, que ya no sirve. No hay que buscar a los vivos entre los muertos.
-Querrás decir que no hay que buscar a los
muertos entre los muertos.
-El drama está en que los buscamos como si
estuvieran todavía vivos.
-Ya. Bueno, nosotros lo hemos visto morir y
enterrar. Pero imagínate cómo se sentirá su padre.
Colliure guardó silencio. Si la religión
durará con toda probabilidad hasta el final de los tiempos, es porque acompaña
al hombre, con sus ritos, en su paso a través de los mundos. Ya lo había
pensado, el viejo sastre de Madrid no podrá efectuar nunca el duelo de su hijo.
No lo habrá visto, incólume, excepto por ese pequeño orificio en el lugar del
corazón, descender bajo la tierra, mecido el féretro con los solemnes y
perentorios latines de los prelados, de modo que su imaginación jamás cesará de
trabajar en contra suya.
XVII
El 13 de septiembre de 1923, José Colliure
se hallaba de servicio en Comandancia y notó una agitación inusual entre los
mandos militares. Lo primero que pensó fue que Abd-el-Krim había desencadenado
una nueva ofensiva. Mas poco a poco, atando los cabos de los pocos comentarios
sueltos que llegaban a sus oídos, comprendió que la inquietud no procedía de
abajo, sino de arriba, de la península, concretamente de Madrid. Los periódicos
de la tarde ya traían noticias más precisas. El general Miguel Primo de Rivera
Orbaneja, Capitán General de Cataluña, acababa de protagonizar un golpe de
Estado mediante el cual instauraba un Directorio Militar. Antes, el Rey se
había precipitado a nombrar al militar golpista presidente del Consejo de Ministros.
Ya tenemos aquí al cirujano de hierro, se
dijo, mientras tomaba un café en el Casino Militar, devorando la prensa
vespertina. Colliure profesaba poca simpatía a los cirujanos desde que uno de
ellos estuvo a punto de cortarle así, por el amor al arte, una pierna. Además,
un terrateniente andaluz vestido de militar no dejaba presagiar nada bueno,
pues intuía qué órganos iban a ser objeto de los cortes de su bisturí y qué
otros iban a quedar indemnes. Colliure ya estaba viendo al general sajar cuanto
pedúnculo sostenía los pocos frutos de libertad que habían madurado en el país,
dejándolos caer a fin de que pudrieran sobre la tierra y pasando de largo
justamente ante los que Costa había recomendado la amputación del cuerpo
nacional, a saber, el latifundismo y el caciquismo. Por cuanto se refería a la
cuestión marroquí, resultaba difícil pronosticar cuál sería la actuación del
militar, pues si bien éste había perdido un hermano, el Teniente Coronel
Fernando Primo de Rivera, quien murió heroicamente en Monte Arruit, durante el
desastre de Annual, y por consiguiente cabía imaginar la posibilidad de que
quisiera vengarle, también era verdad que, tanto él como el hermano fallecido,
siempre habían sido muy críticos con la actuación de España en Marruecos.
Colliure tenía la convicción de que el
Estado español no tenía nada que hacer allí y que, por lo tanto, lo mejor que
podría ocurrir era que el nuevo amo decidiera evacuar todo el territorio
ocupado excepto, quizás, las plazas de Ceuta y Melilla, donde se registra una
permanencia que remonta a la Edad Media. Pactando, eso sí, unas buenas
condiciones para todos aquellos marroquís que colaboraron con España, y
especialmente para con aquellos que integraron el ejército español. No
obstante, se hacía pocas ilusiones de que fuera ésta la opción elegida por el
dictador.
Otro aspecto sobre el que reflexionó mucho
durante aquellos días fue la debilidad extrema en que quedaba la institución
monárquica. Por lo demás, hacía un calor extremo y, una vez se calmaron los
ánimos, Comandancia cayó de nuevo en el sopor profundo de un final de verano
particularmente tórrido.
Como no deseaba, por temperamento, practicar
la siesta, disponía de tan generosa
asignación de tiempo que le permitía el derroche de un auténtico tesoro de
horas para leer la prensa, pensar, fumar, aburrirse, cepillarse las botas,
almohazar el caballo y escribir cartas, sin que ningún oficial viniera a
distraerle con el menor encargo. Por la tarde, casi todos ellos se hallaban
recluidos en sus respectivas residencias y eran muy pocos los que asomaban
brevemente las narices por Comandancia e incluso por el cuartel.
A mediados de octubre, recibió carta de su
madre. Teresa le contaba en ella cómo las tropas proclamaron en Sajará el
estado de guerra y la ley marcial. Tras ello, mediante un bando que se leyó en
calles y plazas, se prohibió la prostitución y se ordenó el cierre de todos los
bares y teatros de la localidad, restringiéndose asimismo severamente los
horarios de los casinos dependientes de las diversas sociedades recreativas.
Eso no fue óbice para que, pasados unos días, por orden del Directorio Militar,
fuera cesado el Consistorio en su totalidad, nombrándose un alcalde provisional
afecto al nuevo régimen. Luego, un mes más tarde, le llegó otra carta con el
relato dantesco de la inundación de la acrópolis de la ciénaga. Un sudario de
plomo fundido se abatió sobre ella y comenzó a diluviar durante un puñado de
días. El río acabó por irrumpir desde varios puntos, uno de ellos situado muy
cerca del cementerio, con un empuje que sólo es dado percibir cuando la
naturaleza se abandona a quién sabe qué profunda abstracción, desatando sin
sentirlo todas sus fuerzas, así se abatió sobre Sajará, arrancando huertos y
derribando casas, llevándose por delante
cuanto hallaba a su paso, acarreándolo a lo largo de las calles. Fue un jueves,
primero de noviembre, día de todos los santos, cuando las ánimas de los
difuntos suelen pasearse libres por el mundo de los vivos, pero en aquella
ocasión éstas no quisieron dejar atrás sus cuerpos y las aguas de la riada
arrastraron cada uno de ellos, a través de las calles de Sajará, cual lúgubre
procesión de la Santa Compaña, hasta sus respectivos domicilios terrenales.
Afortunadamente, puntualizó Teresa, el regidor, enterrado en un lugar
protegido, reservado a los que en su día fueron miembros del Consistorio,
permanece todavía en su sitio, así como la casa de la plaza de los Molinos. No
ocurrió igual con María de las Mercedes Santamaría y Llopis, que encalló en
mitad de la plaza de la Constitución y hubo que enterrarla por segunda vez.
Con idéntica amenidad leyó en el periódico
de aquel día las declaraciones de don Miguel Primo de Rivera: “Vamos a ver lo que nueve hombres de buena
voluntad, trabajando intensamente nueve o diez horas al día, pueden hacer en el
plazo de noventa días.” Colliure cerró el diario y lo depositó en la mesa del
cuerpo de guardia de Comandancia. Sí, vamos a verlo. Después de todo, poca cosa
tenía que hacer, excepto esperar. Y con él, todo el mundo en Marruecos estaba a
la expectativa, incluido Abd-el-Krim y los militares africanistas.
Pero el 5 de abril del año siguiente,
Colliure pudo leer en el mismo periódico: “El
Directorio ha acordado editar una pequeña cartilla gimnástica, de la cual
recibirá usted ejemplares, para difundir la enseñanza de esta especialidad,
organizando para ello asociaciones o grupos populares que pueden practicarla
con preferencia en días festivos.... También se ha encargado copiosa tirada de
otra cartilla para vulgarizar los conocimientos que exigen la cría de aves, la
de abejas, la de conejos y, especialmente, la del gusano de seda y
aprovechamiento del capullo como base de una importante industria nacional.....
En España se come mucho y se trabaja poco. Un 10 por 100 actuando en menos
sobre lo primero y en más sobre lo segundo bastaría para nivelar la economía
nacional. El plan de la vida en España de las clases media y pudiente es
disparatado. La comida o almuerzo, que no se sabe bien lo que es ni cómo
llamarlo, de las dos y media a las tres de la tarde, la comida o cena de las
nueve y media a las diez de la noche, son un absurdo y un derroche y una
esclavitud para la servidumbre doméstica, obligada a trabajar hasta casi las
doce de la noche. Bastaría sólo una comida formal, familiar, a mantel, entre
cinco y media a siete de la tarde, y después, los no trasnochadores, nada; los
que lo sean, un refrigerio y antes un pequeño almuerzo o desayuno de tenedor a
las diez y media u once de la mañana, y los madrugadores podrían anticipar de
siete y media a ocho una taza de café. Tal sistema es mucho mejor para la salud
y, además de combatir la obesidad, ahorraría luz, carbón y lavado de
mantelería....”
Colliure, que siempre había sido de suyo
poco comedor, atronó el cuerpo de guardia con sus aplausos. He aquí, proclamó,
ante el asombro de cuantos acudieron a ver qué pasaba, oficiales, suboficiales
y tropa, a un visionario de la política.
De Dios en ayuso, no le fue entendida
palabra y como nadie sabía a ciencia cierta si hablaba en serio o en broma, ni
de qué exactamente, se guardaron de efectuar comentarios. Pero ello llegó a
oídos del Teniente Coronel don Emeterio Muga, quien le pidió explicaciones en
privado. Entonces Colliure fue a recoger el periódico y le señaló los párrafos
en cuestión.
-Vea usted cómo para gobernar locos es
menester gran seso.
Don Emeterio
también rió de buena gana, ante el desconcierto de todo el cuerpo de guardia
que escuchaba, sin comprender, tras la puerta.
-Todos los ciegos tienen palo. Por eso mejor
deja el periódico aquí dentro, muchacho –le dijo.
XVIII
Ya no hubo más maniobras para Colliure. El
regimiento salió, cierto, hacia una zona candente. Sin embargo, don Emeterio y
su grupo de topógrafos del ejército habían dado por concluida su labor y, tras
enviar los trabajos a Madrid, aguardaban los resultados. Con toda probabilidad,
cuando éstos llegaran, sería menester desplazarse puntualmente a esta o aquella
zona, mas para entonces Colliure ya no estaría allí.
El inmenso cuartel se había quedado casi
desierto, apenas restaban las compañías necesarias para asegurar el turno de
guardias, así como los suboficiales y soldados asignados a diversos servicios.
Colliure, como siempre, montaba de buena
mañana su alazán y se dirigía a Comandancia, donde se encontraba con el tráfago
habitual. Por la tarde, en cambio, regresaba al cuartel, en el interior de cuyo
recinto le aguardaba una compañía vacía. Se cambiaba rápidamente de ropa en
beneficio de un traje de faena y se dirigía con su montura al desolado campo de
entrenamiento, donde la lanzaba a galope tendido, la hacía saltar fosos y
vallas, girar a un lado y a otro, y en fin, practicaba cuanto ejercicio de
instrucción se requería en un regimiento de caballería, pues si bien para él tocaba
a su fin el servicio militar, no así para su caballería, la cual debía
mantenerse entrenada para efectuar con soltura los movimientos esenciales,
cualquiera que fuera el jinete que tuviera sobre los lomos.
Finalmente, la cepillaba bien, le daba su
ración de forraje y, si no tenía ganas de salir de paseo, se iba a la
biblioteca hasta la hora de dormir.
El vacío resulta insoportable para la
mayoría de los hombres, pero para aquél que alimenta proyectos acuciantes, ese
mismo vacío se convierte en un trabajo de Hércules, más arduo que adentrarse
indefinidamente por los montes del Atlas buscando los arrabales del infierno,
pues se llena de voluntad sin la menor escapatoria, como una olla a presión con
todas las válvulas cerradas.
Era como si el regidor, desde su tumba, le
hablara a través de la sangre, intimándole perentoriamente a proseguir su
frustrada labor. Llamada que retumbaba constantemente en las paredes de su
conciencia, como una letanía que se desgrana sin descanso en el interior de un
templo del que no se puede salir, o como un hábito que debía, obligatoriamente,
revestir cualquier pensamiento que surgiera en las fuentes de su mente.
A medida que se acercaba el ansiado momento
de la licencia, otra preocupación iba aflorando a la superficie. Era preciso
encontrar una persona decente que se ocupara de su alazán.
Colliure se puso a observar la última
hornada de reclutas. Le daba igual la procedencia, sólo quería un muchacho
cabal. No obstante, si debía ser aceptado como ordenanza de un teniente coronel
de Estado Mayor, debía poseer, al propio tiempo, un porte altivo.
No tuvo que buscarlo mucho, pues uno de esos
reclutas vino espontáneamente a saludarlo.
-¿No me reconoces?
Colliure escrutó aquella fisonomía con su
diminuta pupila de doctor. Algo le decía, en efecto. Una vaga figura pugnaba
por perfilarse en una zona nebulosa de su memoria. Pero no era tarea fácil
reconocer a alguien conocido en la vida civil, cuando lleva una cabeza rapada
bajo el gorro militar. Mas a fuerza de examinar aquella cara, acabó por dar con
la muela picada. Se trataba del hijo de un ganadero de Salamanca, a quien había
visto por primera vez, de la mano de su padre, durante su primer viaje a dicha
ciudad, a sus quince años, y cuya amistad había cultivado durante los
siguientes. Colliure se alegró sobremanera pues no hubiera podido encontrar a
alguien más idóneo.
Fue de inmediato a hablar con el teniente
coronel don Emeterio Muga.
-Mi teniente coronel –le dijo sin ambages.-
¿Ha pensado usted en alguien para sustituirme?
-Pues no lo he hecho todavía, en efecto.
-¿Me permite que me ocupe yo de tal
diligencia?
-No veo ningún inconveniente en ello.
Colliure saludó y dio media vuelta. El
muchacho se llamaba Álvaro y era, como diría don Antonio Machado, uno de esos
hijos que sacan porte señor de padre labriego. Aparte de eso, Colliure no
necesitó explicarle cómo se cuida un caballo.
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