jueves, 30 de abril de 2020

NACARADO ATARDECER Y OTROS RELATOS. DOS ALEGORÍAS, UNA DENTRO DE LA OTRA -














NACARADO ATARDECER Y OTROS RELATOS
DOS ALEGORÍAS, UNA DENTRO DE LA OTRA

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El inspector Néstor Páramo acababa de llegar, haría poco más de un cuarto de hora, al aeropuerto de Manises y ya estaba siendo trasladado por un coche patrulla de la policía municipal de Sajará al cementerio de dicha localidad. Se enfrentaba a un caso un tanto especial, aunque sólo fuera por las circunstancias inhabituales que lo envolvían. Había cadáver, sí; pero no se trataba de un asesinato. El problema no estaba ahí. El cuerpo se hallaba, grosso modo, donde debía estar, es decir, en el cementerio, pues había sido enterrado hacía ya unos cinco años, si bien fuera de su sepultura, fuera incluso del féretro destinado a contenerle por toda la eternidad. Así había sido encontrado esa misma mañana por el sepulturero.
Una exhumación ilegal. Esto no ocurre todos los días, cierto. Pero cuando acontece, suele aplicarse un procedimiento sumario y discreto. En el caso presente no procede, pues el finado en cuestión no es, o no fue, un individuo cualquiera, sino un escritor de renombre, Josep Ferrer.
En Madrid, Néstor Páramo no tuvo muchas oportunidades de oír hablar de esta figura de las letras catalanas, pero durante el trayecto había dispuesto de tiempo suficiente para documentarse, al menos someramente, sobre la cuestión. Cuando pisó tierra valenciana ya tenía asimilado que el terreno por el que se disponía a avanzar estaba minado, a causa de las implicaciones políticas que contenía el asunto. En efecto, Josep Ferrer era, en cierto modo, el padre del catalanismo moderno, el creador de la noción de países catalanes y el argumento principal de la inclusión del País valenciano en esa entidad política. Asunto susceptible de movilizar a tanta gente a favor como en contra.
El coche patrulla se detuvo a pocos metros de la puerta principal del cementerio municipal, bajo unos eucaliptus gigantescos.
-Por aquí, señor Inspector.
Los tres policías que le acompañaban se pusieron a avanzar con paso rápido por las silenciosas calles. Al doblar una esquina, se detuvieron.
-Allí es.
Se notaba que querían ahorrarse los detalles del espectáculo que, a lo lejos, se adivinaba.
Mientras se aproximaba al lugar de los hechos, efectuó un primer reconocimiento de la escena. La caseta era un bostezo oscuro y siniestro, posiblemente maloliente. Al pie de la misma, se hallaba el féretro que, aún a esa distancia, manifestaba un evidente deterioro. Unos pasos más allá se encontraba el cadáver, embutido en un traje oscuro. En esa zona trabajaban ya los del equipo científico. Como se temía, las autoridades civiles y judiciales no se habían andado con chiquitas.
Antes, a una distancia sanitaria, se había formado un grupo de cuatro personas. Una de ellas, al ver acercarse a Páramo, suponiendo de quien se trataba, se volvió enteramente hacia él, disponiéndose a recibirle.
-¿Inspector Páramo?
-Así es.
-Mi nombre es Carlos Alapont. Y soy el alcalde de esta ciudad. Permítame presentarle a estos señores. Ernest Brugat, heredero legal del difunto. Albert Mestres, albacea del mismo. Romualdo Mateu, encargado municipal de este cementerio. Fue él quien descubrió, a primera hora de esta mañana, el espectáculo que está usted contemplando.
Néstor Páramo había ido estrechando la mano a todos, a medida que eran nombrados. No se le había escapado el detalle que el heredero no usaba el mismo apellido que el finado. Pero habrá seguramente una explicación para ello.
-Antes que nada, caballeros, quisiera hacerles una pregunta con toda inocencia. Alguien de ustedes tiene la más ligera idea de cuál puede ser la motivación de los autores de este desacato. Quiero decir, si hay alguna, independientemente de la cuestión política.
Los aludidos se encogieron de hombros. Al final, Ernest Brugat respondió.
-Hay tanto fetichista por el mundo. Josep Ferrer era algo así como un santo laico. No me extrañaría que algún orate quisiera conservar un recuerdo suyo post mortem.
Néstor Páramo asintió.
-Concédanme unos instantes para explorar la escena y recabar las primeras impresiones del equipo científico.
-Faltaría más -repuso el alcalde. –
El grupo parecía bastante atareado. Aún así, uno de sus componentes se puso en pie para atender al inspector.
-¿Algún detalle comienza a emerger de lo que llevan examinado?
-De lo puramente científico todavía no. Habrá que esperar al resultado de los análisis. No obstante, observe el estado del cuerpo y compárelo con el del féretro.
-Ya me había percatado de ello.
Así es, saltaba a la vista. El cuerpo se hallaba totalmente descompuesto, como era de esperar, pero entero y como dejado de lado, para que no molestara. No resultaba ilegítimo suponer que lo habían extraído con sumo cuidado del ataúd y depositado a cierta distancia. Por el contrario, el féretro se hallaba muy deteriorado, había sido concienzudamente descuajaringado.
-Muchas gracias, doctor. En cuanto obtenga las primeras conclusiones, sírvase mandármelas por mail, se lo ruego.
-Descuide.
El inspector Páramo volvió sobre sus pasos para reunirse de nuevo con el primer grupo.
-El equipo científico está terminando ya su trabajo. Enseguida podrán disponer de los restos mortales. Supongo que habrán considerado la posibilidad de inhumarlos en otro lugar, después de lo que ha sucedido.
-Josep Ferrer se quedará aquí -replicó secamente el heredero. –
-Entendido. La decisión es suya.
El alcalde intervino.
-Como me ha pedido por teléfono, le he reservado, por un tiempo indefinido, una habitación en el único hotel de que dispone la ciudad. Si no se le ofrece nada más aquí, le puedo acompañar con mi coche.
-No, aquí nada más. Por cierto, hablando de teléfono, ¿serían tan amables de darme el suyo, por si acaso tuviera necesidad de consultarles algo, a medida que avance la investigación?
-Por supuesto, – acordó el alcalde en primer lugar y declinó el suyo. Los demás hicieron lo propio.
-Les estoy muy agradecido por su colaboración.
Heredero y albacea se quedaron para tomar las disposiciones que se imponían sobre el terreno. El alcalde y el inspector se pusieron a avanzar hacia la salida con el mismo paso raudo y decidido que le habían contagiado a Páramo los policías.
-La habitación no corre prisa, señor alcalde -dijo, cuando ya se hallaban a una distancia suficiente. – Antes me gustaría examinar el antiguo domicilio del finado. Tengo entendido que ahora pertenece al Ayuntamiento.
-Cierto. Razón por la cual primero habrá que pasar por el mismo para recoger las llaves, firmándole un recibo al secretario. Sus muros contienen varios tesoros artísticos e innumerables objetos de valor.
-No se le da una llave a cualquiera, ¿no es así?
-De momento, no se le ha dado a nadie.
-Si la información de que dispongo es correcta, el Ayuntamiento proyecta convertir la casa de Ferrer en un museo consagrado a su memoria.
-Así es. Para ello hemos comprado la casa contigua. En total, un espacio considerable en el que exponer su nutrida biblioteca, amén de las más de doscientas obras de arte que se hallaban en su poder y los numerosos objetos personales y fotografías. Contendrá salas de lectura, de proyección y hasta de conferencia.
La formalidad de la llave no duró mucho tiempo, acompañado como venía por el alcalde y presentando su placa. Así que pronto se hallaron ante un edificio modernista no carente de interés. Las casas aledañas eran tan grandes y suntuosas como la del escritor, aunque carecían de su vocación artística.
-¿Sabe usted si la adquirió el propio escritor o si pertenecía ya a la familia?
-Se trata de la casa familiar desde hace varias generaciones. La fecha exacta de su adquisición o de su construcción no se la puedo decir sin consultar los archivos. Pero sí puedo garantizarle que, al menos, dos generaciones de Ferrer la han habitado.
Una hornacina conteniendo un santo y situada a nivel de la primera planta llamó la atención de Néstor Páramo.
-Lo poco que he leído sobre Josep Ferrer y ello, lo confieso, desde que se me asignó el caso, no me permite imaginar al escritor como alguien particularmente creyente. La ironía que, al parecer, caracterizaba sus textos, de corte volteriano, anuncia más bien un ateo que otra cosa y un hombre de sensibilidad izquierdista.
Alapont sonrió, mostrando un diente de oro.
-Ateo lo ignoro. Pero izquierdista, le aseguro que no lo fue. Ni siquiera en sus últimos años, cuando se relacionó con mucha gente de izquierdas. De hecho, en su juventud era un camisa azul, activo en actos y desfiles. Más tarde, durante su etapa universitaria, ocupó cargos en organizaciones falangistas y escribió en “Claustro”, publicación oficial de la SEU, o sindicato universitario de Falange, y en el diario Levante, que entonces pertenecía a la red de periódicos del Movimiento Nacional. Casi me atrevería a decir que no podía ser de otro modo, pues su padre fue un conocido dirigente carlista y primer alcalde franquista de la ciudad, de comunión diaria e imaginero de profesión, aparte de propietario, cosa que en Sajará es casi sinónimo, salvo raras excepciones, de católico ultramontano.
Néstor Páramo seguía con la mirada fija en el objeto que había sacado a relucir, de manera tan fecunda, el historial político de los Ferrer, padre e hijo. Como padre e hijo representaba, de hecho, el santo de la hornacina.
-Si la calle se llama de San José, supongo que la talla es la del mismo santo.
-Así es -repuso Alapont, un tanto incómodo con tanta hagiografía, pues él, eso sí lo sabía Páramo, era un alcalde de izquierdas, probablemente ateo, cuanto menos anticlerical.
-Y si Josep Ferrer, padre, era de profesión imaginero, no resulta descabellado imaginar que la talla fuera obra suya.
-Tal vez. Era imaginero y profesor de dibujo… Pero pasemos adentro.
El alcalde cruzó la calle sin esperar más e introdujo la llave en la cerradura, que crujió de manera noble y se abrió el postigo. Encendió las luces.
-Esto es inmenso. Ya verá.
Alapont parecía satisfecho de la adquisición, como si la hubiera hecho para él, con su propio dinero. Néstor Páramo se puso a examinar de inmediato las distintas piezas. Sin embargo, desde el primer momento, saltó a la vista un detalle que no hizo falta siquiera comentar. Muchos muros habían sido picados y se podían ver montones de escombros por todas partes. El desván, por su parte, estaba casi destrozado y las vigas de madera, e incluso, en parte, las tejas, se hallaban aparentes.
-No sabía que habían comenzado las obras -acabó declarando el alcalde. – Efectuaré las correspondientes indagaciones.
-No haga nada -repuso Páramo. – Observe esto. La puerta ha sido forzada.
El inspector abrió la mencionada puerta que daba a una terraza, como incrustada entre los tejados de las casas vecinas.
-Es evidente que primero han estado buscando aquí. Y en desesperación de causa han decidido examinar el féretro, no dudando en destrozar una cosa y otra.
El alcalde, don Carlos Alapont, reflexionaba. Comprendía.
-¿Qué pueden buscar? ¿Un título de propiedad? ¿Un documento comprometedor?
-Tal vez…
El inspector parecía profundamente sumido en una cogitación que lo aislaba del espacio y del tiempo. Alapont respetó su silencio y echó una mirada distraída a través de los tejados.
-¿Sabe? -habló al cabo Páramo. – Desde antes de entrar en esta casa, he estado pensando que no solamente era la morada del hijo, también lo era la del padre. Sobre el hijo hay mucho escrito y desde luego habrá que investigarlo. Del padre, en cambio, se sabe menos. O yo sé menos. Y le confieso que me ha intrigado cuanto acaba de referirme sobre éste. Al concluir la guerra, hubo en toda España una fuerte represión. Imagino que, en ese sentido, Sajará no constituyó una excepción.
-Desde luego que no -repuso enseguida el alcalde. – Hubo multitud de asesinatos. Pero me consta que Josep Ferrer hizo cuanto pudo para contener tales desmanes. Desgraciadamente, fracasó.
-¿Cómo lo sabe? ¿Se ha escrito sobre el asunto?
-No. Están los archivos, pero se muestran muy lacónicos al respecto. Yo sé algo, porque mi padre me lo contó. Sin embargo, la información de que disponía relativa a esos días, a esas horas en realidad, de transición de un régimen a otro, es escasa. Él mismo acabó siendo objeto de dicha represión, sufriendo prisión durante cierto tiempo, razón por la cual, mientras durara la primera incertidumbre, tenía interés, como tantos otros, en permanecer discreto, en hacerse invisible.
El inspector Néstor Páramo pareció dudar en hacer la pregunta, mas al cabo la hizo.
-Su padre… ¿Vive todavía?
-No. Murió hace diez años.
-¿Queda algún testigo que participara directamente en los hechos?
-Que yo sepa, no.
Sin embargo, ahora era el alcalde quien comedía, como tratando de sacar a flote una idea que, al principio, sólo entreveía bajo la superficie del agua.
-Testigo directo no lo hay… Pero conozco a alguien que está escribiendo una novela en la cual forzosamente tiene que tocar el tema. Se llama José Colliure, un amigo mío. Sé que para escribirla se apoya en las memorias de su abuelo, también José Colliure. Por cierto, el padre se llama igualmente José Colliure, pero me consta que en aquella época era todavía muy joven y esa etapa de su vida la paso en Riera, una población cercana.
Páramo sonrió.
-Un nombre popular en estas tierras, el de José.
-Lo es en toda España, pero particularmente aquí, en Valencia, la tierra de las fallas, que se queman justamente el día de San José. Pero verá… Lo que sí me dijo mi padre es que José Colliure se encargó del orden público en Sajará durante esas horas, tensísimas, de la transición.
-¿Quién era en realidad ese José Colliure?
-José Colliure era un vecino de Sajará que se casó en Riera. Cuando estalló la guerra, se fue a vivir a dicho pueblo con su familia. Allí, el comité revolucionario lo encarceló, porque debía considerarlo sospechoso, y le montó varios procesos. En resumidas cuentas, el tal Colliure pasó toda la guerra encarcelado o en arresto domiciliario. Al terminar la contienda, no sé por qué razón, tuvo que asumir la mencionada función y, acto seguido, fue nombrado primer alcalde franquista de aquella población.
-Interesante. Ya tenemos a dos primeros alcaldes franquistas. Y los dos se llamaban José.
-Luego, tras abandonar la alcaldía, se convirtió en notorio opositor al régimen. El cual no le condenó, porque las principales jerarquías locales eran todos amigos suyos; sin embargo, se le sancionó con un ostracismo, social y económico, tácito, si bien férreo.
-Curioso. Y dígame, señor alcalde, ¿sería posible concertar una entrevista con José Colliure, nieto?
-¡Por supuesto!
Sin pensarlo dos veces, Carlos Alapont extrajo el móvil del bolsillo de atrás de su pantalón vaquero y lanzó la llamada.
-Pepe, ¿qué tal? Soy Carlos. Verás, tengo un amigo aquí a quien le gustaría hablar contigo de tu abuelo. ¿Te importaría venir al casino? Tomamos un café y charlamos un rato, ¿te parece? Perfecto. Ah, me dijiste que poseías sus memorias. ¿Tendrías inconveniente en traerlas? Estupendo. Hasta ahora pues.
Se trataba de un casino, también de construcción modernista, con un empaque de catedral, donde resplandecían unas bóvedas pintadas con motivos regionales, campesinos luciendo trajes típicos en medio de naranjos y cornucopias.
Tomaron asiento junto a unos amplios ventanales, en bancos tapizados de rojo. Las mesas eran sólidas y antiguas, bien barnizadas. Todo ello expresión de un lujo provinciano, aunque consistente.
A tales horas, no había más que ellos en esa suerte de templo silencioso del ocio soñoliento, periférico y paisano.
El tal José Colliure no tardó en presentarse. Se trataba de un individuo confortablemente instalado en la cincuentena, quien, al llegar, depositó sobre la mesa un cuaderno de tapas duras, de color crema y negro, con un rectángulo rojo en el centro, donde podía leerse: “Borrador”.
Carlos Alapont, sonriente y, desplegando una actitud sinceramente festiva, efectuó la presentación. Se notaba que eran dos viejos amigos.
-José Colliure. Inspector Néstor Páramo.
-Encantado -respondieron ambos a la par.
Alapont se encaró con Colliure.
-¿Te has enterado de lo que ha ocurrido esta mañana en el cementerio?
-No. No sé nada.
-La tumba de Josep Ferrer ha sido profanada.
-¡Vaya! -replicó Colliure, evidentemente sorprendido. –
Mas enseguida esbozó una leve sonrisa.
-¡Y se ha encontrado de inmediato que mi abuelo es el responsable!
El alcalde sonrió, a su vez, pero más ampliamente, haciendo relucir varios de sus dientes de oro. También sonrió el inspector Páramo.
-Habrá que verificar en qué estado se encuentra la sepultura de tu abuelo…. Hablando en serio, tu abuelo se ocupó del orden público en Sajará durante esas horas de vacío de poder entre los dos regímenes, ¿no es así?
-Eso es cierto. Sí.
-¿Cómo es que fue justamente él el encargado de hacerlo?
-Cuando la cosa tocaba a su fin, vinieron a buscarle a Riera. Un coche paró en la plaza, repleta de gente. De él bajaron un comandante y un sargento, de la guardia civil. Con ellos venía Antonio Gallego, conocido abogado de Sajará e íntimo amigo de mi abuelo. Nada más apearse, Gallego se acercó al primer grupo que le venía a mano y aparentemente les lanzó a los integrantes una pregunta. Uno de ellos, con un gesto, señaló a mi abuelo. El primer pensamiento que le pasó por la mente fue el de echarse a correr, pues a esas alturas ya no estaba dispuesto a que lo engancharan de nuevo. Sin embargo, la presencia de su amigo Antonio debió acabar por tranquilizarlo, así que permitió que se le acercaran. Entonces le expusieron lo que deseaban de él. El comandante del puesto tenía pensado irse, pues obviamente temía las represalias de los vencedores, y buscaba a alguien que lo reemplazara, alguien a quien los franquistas no harían ningún daño. Era sólo cuestión de horas. Mi abuelo comprendió que, por un imperativo moral, debía recoger el guante y aceptó, aunque recomendó al militar que, si no tenía las manos manchadas de sangre, se quedara y entregara el puesto de comandante a comandante, cosa que éste hizo, pero refugiado en el cuartel, sin actuar directamente para nada.
El inspector Páramo, viendo terminada la exposición, intervino.
-¿Y qué pasó después? ¿Cómo llevó a cabo su misión?
José Colliure puso la mano derecha sobre el cuaderno.
-En realidad dice poco en sus memorias. Probablemente porque cuando las escribió se hallaba incómodo con este asunto, pues desde hacía mucho se había pasado al otro bando.
-¿Cómo se explica semejante acto, en pleno auge del franquismo? -inquirió Páramo.
-A su vuelta a Riera, se encontró con que un teniente del ejército de ocupación le estaba aguardando en el despacho de la alcaldía. Éste prácticamente le obligó a aceptar el cargo de alcalde puesto que, tras haber interrogado a ciertos individuos, había llegado a la conclusión de que era la persona idónea. Para exponerlo con la mayor brevedad posible, digamos que, en el ejercicio de su función, no tardó en toparse con la corrupción del nuevo régimen. Además, tuvo un encontronazo muy fuerte con el cacique de la provincia, al querer aplicar algunos de los veintisiete puntos de la doctrina de José Antonio con objeto de paliar el paro endémico de Riera, dando tierras en arriendo, a lo que aquél se opuso férreamente. Pero el gobernador civil, Planas de Tovar, apoyó a su alcalde. En fin, a los nueve meses de ejercicio, aprovechando una ausencia de Tovar, consiguieron arrancarle del cargo. Ya había visto lo suficiente.
-Dice que hay poco sobre su breve responsabilidad de orden público, ¿sería tan amble de permitirme que leyera los fragmentos que hablan de ello? -propuso el inspector.
-Naturalmente.
José Colliure abrió el cuaderno y comenzó a pasar unas hojas amarillentas.
-Aquí lo tiene.
Y señaló con el dedo índice el lugar donde tenía que comenzar la lectura. El inspector Páramo se sumió de inmediato en ella con una no disimulada voracidad.
Los otros dos continuaron la conversación en un tono más bajo, para no molestar al lector.
-Entiendo que el interés se focaliza en el único momento en que mi abuelo y el padre de Ferrer tuvieron alguna relación. Este último estaba encargado de constituir los Ayuntamientos de todos los pueblos de la comarca. Con tal objeto, a mediados del mes de abril, mandó llamar a mi abuelo. Cuando éste entró en su despacho, se encontró con que había allí otro de Riera. A ambos les encomendó que confeccionaran, por separado, una lista de las personas más aptas para formar el consistorio de dicha población. Mi abuelo no se incluyó en la lista y tampoco incluyó al otro.
-¿No sabes si volvieron a verse?
-En otra ocasión, que yo sepa. El nombramiento del teniente, mi abuelo lo consideraba provisional. El consistorio definitivo, como convenido, tenía que nombrarlo Ferrer. Sin embargo, ya pasaba de dos meses desde que había terminado la guerra y el acta no llegaba. Mi abuelo, harto de esperar y horrorizado, pues día y noche se presentaban en el Ayuntamiento cargos civiles y coroneles recorriendo su demarcación y dando órdenes terribles, se personó en el domicilio de Ferrer para pedirle cuentas. Ambos hombres, con el sistema nervioso desquiciado por una situación en constante estado de presión máxima, tuvieron un altercado morrocotudo. Ferrer le exigió que se hiciera cargo él de Riera, mientras fuera necesario, pues la situación de Sajará era crítica y en cualquier momento se le podía escapar de las manos, como de hecho así sucedió, llegando a decir, ante las alegaciones de Colliure, que ¡ojalá Riera hubiera sido arrasada por los rojos! A lo que mi abuelo replicó que ¿por qué Riera y no Sajará? El pueblo de Riera permanece tranquilo, dentro de lo que cabe, mientras que Sajará, tú mismo lo estás diciendo. Total, que no solucionó nada y tuvo que seguir capeando el temporal. Nunca lo mencionó, pero me da la impresión de que no los tenía en mucha estima. Ni al padre, ni al hijo.
-¿Al hijo tampoco?
-La única vez que lo oí mencionarlo fue cuando contó que también tuvo una rebatiña con él, esta vez por escrito. Parece ser que Ferrer, en algún artículo, o en alguno de sus libros, no sé muy bien, recomendó al viajero que no se detuviera en Sajará, que pasara de largo, pues allí no había nada que ver. Eso podía haberlo dicho él mismo, pero en boca de otro lo enfadó. Yo creo que la animadversión le venía de otra parte. Pienso que el franquismo había aprendido mucho durante su etapa de la quinta columna.
En eso, el inspector Néstor Páramo concluyó su lectura y cerró el cuaderno. Sin embargo, no dijo nada enseguida. Permaneció mudo durante varios minutos. Al cabo, le alargó el cuaderno a Colliure.
-Le agradezco infinitamente que se haya tomado la molestia en traerlo.
Y añadió enigmáticamente:
-Me ha sido de una gran utilidad.
Dieron el último sorbo al café y Néstor Páramo se puso en pie, dando por terminada la entrevista. Salieron los tres del casino y fueron caminando lentamente hasta el vecino Ayuntamiento. Allí se despidió Colliure.
-¿Cuándo empiezan las obras? -quiso saber el inspector.
-El lunes.
-¿Este lunes próximo?
-Sí, dentro de tres días exactamente. ¿Por qué?
-Porque me había figurado que tardaría un poco más en resolver este caso.
-¿Quiere usted decir que antes del lunes estará resuelto?
-Sin duda alguna.
-Si cumple usted su palabra, señor inspector, no solamente me compraré un sombrero para poder quitármelo en su presencia, sino que, además, le invitaré a una comida en la Marcelina.
-Entonces le aconsejo que tome la disposición hoy mismo, o mañana por la mañana a lo más tardar, pues presumo que las tiendas permanecen cerradas en Sajará durante el fin de semana.
-Descuide, que así lo haré.
-Ahora, permítame un último favor. Necesito saber el nombre del Jefe de Policía que ocupaba el cargo en marzo de 1939. Después, necesito hacer una nueva comprobación en la casa de Ferrer.
-Eso es muy fácil de obtener. Venga conmigo.
Esa misma noche, el inspector Néstor Páramo, el alcalde, Carlos Alapont, y el actual jefe de la policía municipal se hallaban al acecho, amparados en la oscuridad de un rincón del desván de la casa de Ferrer. Hablaban en susurros.
-Puede que no vengan hoy -confesó el inspector. – La pasada noche debió ser un tanto agitada para ellos. No obstante, parece razonable que evitemos tomar riesgos. El tiempo se les acaba. Vendrán antes del lunes.
-Vamos a ver -intervino el jefe de la policía, – ¿cómo sabe usted que no encontraron en el féretro de Ferrer lo que andaban buscando?
-Lo sé -replicó, categórico, Páramo.
La conversación, de todos modos, se interrumpió, porque oyeron el rumor de un leve murmullo. Alguien estaba hablando en voz baja al otro lado de la puerta que daba a la terraza. Seguidamente los goznes chirriaron y se abrió, dejando entrar el haz de luz de una linterna.
El inspector dejó que los intrusos avanzaran unos cuantos pasos hacia el interior, antes de declamar con voz potente:
-¡Llegó el momento de la anagnórisis!
Entonces accionó el interruptor de la luz, poniendo en evidencia, en el centro de la pieza, a tres encapuchados. Los cuales, tras permanecer durante un instante petrificados, se revolvieron raudos con la intención de ganar de un salto la puerta y tomar las de Villadiego. Pero no llegaron ni a moverse del sitio, pues por esa misma puerta entraron dos policías municipales con las pistolas desenfundadas.
-Señor Andrés Lapuebla, tenga la bondad de quitarse el pasamontaña, pues ya no le sirve de nada -prosiguió el inspector. –
Se oyó un murmullo de sorpresa, dado que en esas ciudades pequeñas todo el mundo se conoce.
El aludido obedeció.
-¿Cómo me ha identificado justamente a mí?
-Su abuelo ocupó el cargo de jefe de la policía local al término de la guerra civil, ¿no es así?
El tal Andrés Lapuebla guardó silencio.
Un breve paso por el juzgado me permitió comprobar que usted es el único nieto que queda con vida.
Los otros dos siguieron el ejemplo y descubrieron sus rostros.
-¡Señores Brugat y Mestres! ¡Esto sí que es una auténtica sorpresa!
-No hablaré si no es en presencia de mi abogado.
-Yo lo haré por usted. Con toda evidencia, tras la muerte de Ferrer, el señor Lapuebla se puso en contacto con ustedes, les planteó la cuestión y llegaron a un acuerdo. Sin embargo, lo que buscaban, no solamente no lo habían visto jamás, sino que, si en verdad existía, se hallaba en esta casa, que ya no les pertenecía, pues era para entonces propiedad del Ayuntamiento. Ahora bien, desde que éste anunció que su proyecto de convertir la casa en museo se iba a realizar en breve, comprendieron que no había tiempo que perder. El señor Andrés Lapuebla vive en la calle paralela. Por encima de los tejados se puede llegar hasta aquí perfectamente. Destrozaron la casa buscando. ¿Qué más da? Un trabajo menos para los albañiles. Como no aparecía y las obras comienzan el lunes, se reunieron en cónclave. A alguien debió ocurrírsele que aquello no era posible, a menos que Ferrer se llevara el secreto a la tumba. Literalmente hablando. Dado que el asunto merecía la pena y no tan sólo por el aspecto crematístico, decidieron desenterrar el cadáver. Por desgracia, tampoco allí encontraron nada, a pesar de haber arrancado el doble fondo del ataúd y después de haber dejado éste prácticamente destrozado. No quedaba más que la casa y sólo tres días para hacerlo.
Los tres se encerraron en un hermético mutismo. Y quien calla, otorga. Néstor Páramo prosiguió:
-Tengan la bondad de acompañarme. Les mostraré lo que andaban buscando.
Y con las mismas se echó a andar en dirección a la escalera. Los demás, una vez salidos de su perplejidad, lo siguieron. Los policías, todavía empuñando las pistolas, cerraban la comitiva. El inspector, por su parte, mientras bajaba los peldaños, seguía hablando:
-El enigma era una alegoría dentro de otra alegoría. El padre, José. El hijo, José. La calle, la de San José. ¿Y el santo de la hornacina? Adivinen el nombre del santo que se halla encerrado dentro de la hornacina.
En ese momento, la voz del heredero prorrumpió en una sonora blasfemia.
-San José, por supuesto. Su error fue no comprender, o haber olvidado, que esta casa no sólo fue la casa del hijo, sino también la del padre. Y el padre era imaginero de oficio. El pasado no hay que olvidarlo jamás, aunque nos pese.
Néstor Páramo abrió el postigo, dejando la talla a la vista de todos.
-He aquí una de sus obras. Y si no lo fuera del todo, indudablemente la trabajó para practicar un hueco en el interior y adjudicarle un sistema de abertura mediante una palanquita oculta en la base. Hemos llegado a la primera alegoría. San José, patrón de todos los trabajadores. De todos sin excepción, ya fueren tirios o troyanos. Lo único que importa es el trabajo bien hecho. Era demasiado bello para no ser verdadero. Los neoplatónicos aseguraban que lo bello es siempre bueno y verdadero.
Entonces, flexionando las rodillas, tanteó en la base de la talla. Se produjo un crujido y ésta se abrió de golpe.
-Y ahora, la segunda alegoría. “La alegoría de la República” pintada por Alfredo Santacana. El cuadro que, tan afanosa como infructuosamente, han estado buscando durante los últimos años.
El inspector mostró la tela, doblada en varios pliegues. Seguidamente, como si transportara un cáliz repleto de hostias consagradas, fue en busca de la gran mesa del comedor, donde la desplegó por completo. Allí estaba la obra de Santacana que se había dado por perdida, destruida por los enemigos acérrimos de la república y cuyo valor actual, económico y simbólico, era inmenso.
Pero los que habían intentado torpemente rescatarla del más allá, del mundo de ultratumba, habían cometido actos ilegales y tendrían que rendir cuentas a la justicia, de modo que tuvieron que salir de la casa custodiados por la policía.
Tan sólo se quedaron el alcalde y el inspector, contemplando aquella misteriosa mujer, tocada con el gorro frigio, posando de nuevo, después de un largo sueño, al lado de la bandera republicana.
Pero Carlos Alapont guardaba todavía una pregunta en el zurrón y se decidió a plantearla.
-He comprendido cómo llegó a descubrir dónde se escondía la tela. Lo que no alcanzo a entender es cómo sabía que se trataba de una tela. Y más precisamente de ésta.
Páramo sonrió. Dejó de contemplar a la mujer de la pintura y dirigió la mirada hacia Alapont.
-Eso se lo debo a usted, señor alcalde. Y también a Colliure. En las memorias del viejo José Colliure está escrito que cuando llegó al Ayuntamiento, tras mostrar las credenciales que le había entregado el comandante del puesto, el entonces jefe de la policía le dio novedades, comunicándole que el cuadro que presidía el salón de sesiones, el cual representaba a la República, había desaparecido. Colliure notó en él, así como en los demás policías que le rodeaban, una cierta incomodidad al hablar de ese asunto, que desapareció al abordar otros. Colliure decidió pasar por alto esta circunstancia, al menos por el momento. Tenía otras preocupaciones y otros problemas, mucho más acuciantes, que abordar. Desde luego, el valor del cuadro no era el mismo entonces que ahora. A Santacana ya se le consideraba un pintor reconocido, pero no en la misma medida que ahora. De lo demás no dice nada. Ahora bien, convendrá conmigo en que no es difícil de imaginar. El jefe de policía no podía ignorar lo que había ocurrido con el cuadro. El pintor, temeroso por la suerte de su obra, acudió a plantearle la cuestión al alcalde republicano; éste, conocedor de quién le iba a reemplazar en el cargo, otro artista, concibió el plan más seguro para proteger la obra. Si Ferrer aceptaba, nadie iba a efectuar perquisiciones en su casa buscándola, ni siquiera sospecharían que se hallaba allí, en el hogar del alcalde de los vencedores. Los tres hombres se reunieron en el salón de sesiones, hablaron y se pusieron de acuerdo. Descolgaron el cuadro y le quitaron la tela. La plegaron tal y como la hemos descubierto esta noche. Así, Ferrer, escondida bajo la chaqueta, la llevó a su casa antes que los nacionales entraran en Sajará. Eso, el jefe de la policía no lo podía ignorar. Nada nos impide incluso imaginar que, intrigado por la presencia de personajes tan dispares, entre ellos el propio autor de la obra, se hubiera acercado sigilosamente a la puerta del salón de sesiones y llegara a alcanzar retazos consecuentes de su conversación.
-Con toda evidencia, algo por el estilo debió ocurrir -admitió el alcalde. – He dado la orden que dos policías de guardia acudan aquí para pasar la noche custodiando la valiosa obra de arte. Mañana se tomarán las disposiciones pertinentes.
-Excelente idea. Ah, he buscado en internet el restaurante “La Marcelina”. Promete ser un auténtico templo de la cocina regional.
-Uno de los más antiguos y reputados de Valencia. Por cierto, como mañana es todavía sábado, le aconsejo que se compre un sombrero, para no desentonar con el mío.

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