ALBOROTO EN LA ORDEN
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Llevaba varias horas vagando por aquel bosque de la tierna y húmeda Bretaña, sin encontrar camino o senda que diera un esbozo de sentido al espeso conglomerado de desorden vegetal, tan enmarañado y tupido, a trechos, que amenazaba con cerrarse del todo sobre él, al modo en que un tempestuoso mar cubre el frágil navío. Un cuarto menguante de gastado filo le permitía apenas adivinar los accidentes más inmediatos del entorno hostil, relapso en su objetivo de asimilarlo, deglutirlo, apropiarse por completo de él, diluido en su lobreguez mefítica. Por momentos, lo envolvía un retazo de niebla y entonces Lamson debía sacar la linterna, que había tomado la precaución de llevar en el bolsillo del abrigo, para poder distinguir dónde diablos poner los pies. Era como caminar bajo el agua, por el lecho de un río cuyo caudal bajara turbio, limoso, y él sentía que a su alrededor nadaban seres nefastos, deletéreos, pero no podía verlos. El bosque guardaba un silencio encantado, la página virgen, aunque negra, en que un ruiseñor se había puesto a trazar los signos que contaban una historia de caballeros y dioses antiguos, sabida por todos y sin embargo escuchada con veneración.
De
pronto notó un ligero desnivel en el terreno, el cual iba aumentando
perceptiblemente a medida que avanzaba. Una loma. Una colina tal vez,
señera en medio de la inmensa floresta. Lo que buscaba se hallaba en la
cima de un promontorio. Aceleró el paso. Sus botas se hundían en el
deleznable humus formado por las hojas molificadas a causa de la lluvia,
putrefactas y mezcladas con la tierra.
El nictálope músico había silenciado de pronto su prodigiosa voz.
Lamson se puso a escudriñar hacia arriba, por si acaso distinguía alguna
luz entre el espeso follaje, sin éxito. Otro sentido corporal trataba
de tomar el testigo. Comenzó a percibir un tenue rumor de pisadas, el de
alguna rama al delatar el paso de un cuerpo. No estaba solo. En la
noche cerrada del bosque pululaban otros seres de cuyas intenciones no
podía esperarse nada bueno. Los crujidos y los chasquidos se producían
cada vez más cerca. Pronto escuchó susurros entrecortados, malignos,
dementes.
Lamson sacó el revólver
que llevaba en el otro bolsillo, pero lo guardó de inmediato al
considerar la inutilidad de tal artefacto en las presentes
circunstancias.
Siguió ascendiendo,
a pesar de que distinguía ya unos bultos negros avanzando en la misma
dirección que él, a pocos pasos de distancia. Los ojos de tales
criaturas destellaban con el brillo fosforescente de las luciérnagas.
Cada vez más numerosos, habían terminado por constituir una nutrida
procesión de endriagos y vestiglos, seres deformes en modos diversos,
algunos de ellos sin cabeza. Lamson los enfocó con la linterna, por ver
si ello los hacía huir.
En efecto,
en un primer momento retrocedieron, pero no se iban muy lejos. Luego
volvían, se acercaban más aún, aunque le tenían un cierto respeto a la
luz.
Entre ellos figuraban también
brujas espeluznantes, desdentadas, con el rostro cubierto de verrugas y
manchas, junto a mujeres jóvenes, de extraordinaria belleza, si bien
dotadas de una mirada aviesa y lúbrica.
Distraído por el cada vez más tupido cortejo de seguidores, no había
visto el resplandor, todavía leve, que surgía entre dos altos peñascos
blanquecinos que se erigían como las jambas de una puerta inmensa,
arrancada por el huracán.
Dicha entrada aparecía bloqueada por multitud de esos siniestros pobladores del bosque.
Lamson se abrió paso con la luz de su linterna.
Superado el umbral, se alzaba una suerte de anfiteatro primitivo,
tosco, con gradas talladas en la piedra, aprovechando un accidente
favorable del terreno. Y en cuanto puso un pie en la esplanada que
servía de proscenio, se elevó un clamor inmenso, vesánico, que parecía
surgido de las entrañas mismas del infierno.
En la parte opuesta se elevaba una pared de roca viva, cortada a pico, adherida a la cual se hallaba un pórtico de templo.
Haciendo caso omiso al griterío proferido por aquel público de diablos,
que aullaba cual si se hallara en pleno frenesí ante la bestialidad
sanguinaria de un circo romano, no ya terrestre, sino del mismo averno,
Lamson avanzó hacia la puerta del templo, pues era precisamente eso lo
que había estado buscando entre las tinieblas de la noche.
En el atrio le aguardaban dos jóvenes vestidas con mallas de plata, las
cuales dieron media vuelta y se pusieron a andar delante de él,
indicándole el camino.
Primero
atravesaron en diagonal una gran sala cuyo techo abovedado no alcanzaban
a iluminar en su totalidad las numerosas antorchas que ardían en la
parte baja de sus muros. Enseguida se internaron en un laberinto de
corredores excavados en la roca, enlazándose unos con otros en
intrincada maraña.
Finalmente
enfilaron un pasillo decorado a ambas partes por un mosaico en el que
figuraban dioses en actitud danzante, cada uno de ellos vestido con
ropas de color distinto al de los demás e iluminados con una lámpara
tintada con la tonalidad correspondiente. El corredor era largo,
rectilíneo, todo él decorado como queda dicho, al final del cual Lamson
vislumbró unas puertas de bronce.
Cada una de las mujeres tiró de una argolla y la puerta quedó abierta de
par en par. Lamson transpuso el umbral, penetrando en una sala circular
decorada igualmente con dioses pintados mediante colores brillantes,
intensos, que luchaban en esta ocasión contra unos guerreros grises, que
él supuso hombres, al modo en que Jacob pasó una noche entera peleando
contra el ángel de Dios. El centro de la bóveda estaba ocupado por un
fresco, en el que destacaba una inmensa rosa roja, cuyos pétalos
parecían querer destilar, de un momento a otro, densas gotas de sangre.
La puerta se cerró con un estertor bronco.
En el extremo opuesto a la misma se alzaba un sitial sobre el cual
resplandecía un trono de mármol. Cortado en la roca, un poyo agreste
recorría todo el diámetro de la sala, en cuyo centro parecía flotar una
mesa cubierta con mantel rojo y sobre ella un pebetero donde quemaba una
variedad de incienso que exhalaba un perfume enervante, bajo cuyo
efecto los colores pugnaban por adquirir una intensidad creciente.
Lamson se puso a admirar el auténtico derroche de arte pictórico que
caía sobre él como una cascada de agua brava, arrolladora y tonante.
-¡Escucha, hombre, el veredicto del Soma!
Lamson se volvió como movido por un resorte. En el trono se hallaba
sentado un formidable anciano vestido de lino blanco, barbas y cabellera
canas, casi amarillas cerca de la raíz y brillantes.
Estupefacto, cayó de rodillas.
-Las criaturas que has encontrado en el bosque, son tu progenie. Tú las
has engendrado. Cada vez que un hombre imagina un semblante, una
figura, un ente, inmediatamente entra en él un alma peregrina y se pone a
trabajar en el mundo, para bien o para mal, según la idea o el
sentimiento que le dio origen. Con temeraria precipitación, has aceptado
la prueba fatídica antes de que el oro esté suficientemente puro, libre
de toda ganga. No ha permanecido lo bastante en el crisol. Le falta
acendramiento por efecto de los dos fuegos, rojo y azul, llamados
sufrimiento y belleza. El trabajo del uno y la búsqueda de la otra
transforman el vil metal con que el hombre ha sido conformado en el oro
purísimo que ansían devorar los dioses. El sufrimiento y la belleza
convierten el caos primigenio en orden y constituyen el único antídoto
contra la perversión y la podredumbre del mundo. En pago a tu osadía,
los dioses te otorgan confusión y tumulto, la maldición de Babel.
Cinco hombres silenciosos velaban en una sala interior, desprovista de
ventana o claraboya alguna, de una casona inmensa y maciza, que ocupaba
casi una manzana entera de un barrio periférico de Londres. Se hallaban
sentados ante una vasta mesa sin mantel, iluminada por un candelabro que
ardía en su centro. De vez en cuando, uno de ellos se volvía para echar
un vistazo en dirección a dos lechos donde yacían, enteramente
vestidos, sin que faltara un solo detalle a una indumentaria de gran
gala, sendos caballeros enfundados en un frac, complementado con alba
camisa de seda, botones y gemelos de oro reluciendo a la luz de los
candiles.
William Pitchfork acabó
impacientándose. Se puso en pie, dio cuatro zancadas hasta situarse
entre ambos lechos y se aplicó a examinar de cerca los rostros de los
yacientes. Tanto uno como otro respiraban profundamente, sin dar el
menor signo de querer despertarse.
Exasperado, se volvió hacia los otros.
-Ha sido una imprudencia temeraria recurrir a la prueba del Soma. Particularmente en este caso.
Pitchfork regresó con idéntica presteza a la mesa, agarró con ambas
manos unos pergaminos enrollados y atados con una cinta carmesí. Tras
esgrimirlos como si fueran bastones o cetros, los dejó caer de nuevo
sobre la mesa.
-He aquí las pruebas de que el Gran Maestre diputó a Lamson como responsable único de la Orden en su ausencia.
Arthur Thompson se levantó a su vez, pero con más calma, antes de
replicar en un tono conciliador que desmentían sus palabras:
-Con anterioridad a Lamson, MacLeod había diputado a Duncan.
-A quien revocó posteriormente, según consta en estos papeles auténticos -lo interrumpió Pitchfork.-
-Cierto, tras personarse Lamson en París y haberlo convencido con sus tergiversaciones.
-Es la decisión, en todo caso, y el criterio de MacLeod, el que queda
patente en estas credenciales y debía haber sido respetado.
Antes de que Thomson alcanzase a replicar, Thomas Haigh se decidió a intervenir.
-La accesión de Lamson al poder en la Orden hubiera sido, sin lugar a dudas, fatal para la misma. Tal vez a muy corto plazo.
-Espera -lo cortó Pitchfork – a que concluya la prueba del Soma, para
emplear el pluscuamperfecto de subjuntivo. Por el momento ambos
candidatos parecen reaccionar de idéntica manera.
-La diferencia -terció John Hauptmann – no tardará en manifestarse.
-¡Ah, sí! -replicó aquél- ¿Y cómo puedes estar tan seguro de ello?
En eso Lamson lanzó un gemido y su cuerpo fue sacudido por un espasmo. Acudieron todos a congregarse en torno a su lecho.
-La espada llameante -exclamó el todavía durmiente Lamson- ante la cual
sucumbe la propia Muerte, no era otra que la profunda, persistente,
conquistada percepción de la Belleza en el Arte.
-¿Qué ha querido decir con ello? -prorrumpió Pitchfork.
-Es el veredicto de los dioses – concluyó Thomas Haig. – Sobre todo si se tiene en cuenta que Duncan es un poeta reconocido.
De repente Lamson abrió unos ojos como platos, de los que brotaba un
terror incontrolado, y con voz cascada de viejo valetudinario exclamó:
-Los herederos se presentan, ante el lecho de muerte del padre, para cobrar la herencia.
Luego, con voz distinta, femenina esta vez:
-Su nombre es Legión y confunde nuestras inteligencias con triquiñuelas.
Todavía una tercera voz, también femenina, surgió de su boca para
proferir obscenidades inconexas. Pero se fue debilitando hasta que por
fin su cuerpo cayó de nuevo en un sopor profundo.
-¿Qué significa todo esto? -Tonó por segunda vez William Pitchfork.
Fue John Hauptmann quien aportó una explicación:
-Los diferentes arquetipos se enfrentan para tomar el control de su personalidad.
-Es triste -repuso aquél, – Vosotros sabíais lo que iba a suceder. Si
no sobrevive, su muerte pesará sobre vuestras conciencias. Habréis
cometido un asesinato.
-Asesinato
tal vez. Pero asesinato necesario, en nombre de una causa sagrada, de
una razón sublime que no puede ser violada impunemente, so pena de poner
en grave peligro la civilización.
-Quizá convenga más bien hablar de suicidio -sugirió Duncan, que se
había despertado y permanecía sentado en el lecho, pero con los pies
apoyados ya en el suelo. – Él debía colegir que no estaba todavía
preparado para ello.
Todos se volvieron a mirarle.
-¿Y tú, qué has visto? -Inquirió Edward Hall.
-Estaba en mi casa de Dublín. Y he visto una rama combada como un arco,
sobre la que se posó una tórtola. El ave parecía inquieta y no cesaba
de moverse y cambiar de posición. Al cabo comprendí que en realidad
estaba produciendo, repetidas veces, un paso de baile, semejante a los
bailes celtas que había aprendido en mi juventud, pero inédito en su
ejecución exacta. Así que decidí registrarlo en mi memoria. Seguidamente
me dormí de nuevo. Cuando desperté, me hallé en una sala circular,
rodeado de personajes vestidos al modo griego o romano, tan
deslumbrantes todos que parecían tener un sol bajo la piel. Luego otro
ser semejante a ellos, pero con el rostro cubierto por una máscara
rosada y portando una antorcha encendida, gritó:
-¡Que arranque la danza! ¡Nadie, ya sea dios u hombre, puede quedar exento de danza!
Surgió entonces la música, proveniente sin duda de otras cámaras
contiguas, y todos se pusieron a bailar según el paso que me había
enseñado la tórtola. Así, también yo pude ejecutarlo, mezclándome con
ellos. Notando que una extraña energía surgía en mí, incrementando la
intensidad a medida que aumentaba la cadencia, convirtiéndose en una
fuente inagotable, arrolladora, infinita, de poder creativo.
Edward Hall giró sobre sus talones para dirigirse con paso firme hacia
la mesa que ocupaba el centro de la sala. Tomó recado de escribir y, con
trazos seguros, certeros, redactó el siguiente documento:
“Los abajo firmantes: William Pitchfork, Arthur Thompson, Thomas Haigh,
John Hauptmann y Edward Hall, certifican que, habiéndose presentado
Maximilien Lamson en la sede de la Orden, portando autorizadas
credenciales refrendadas por el Gran Maestre, Harry MacLeod, reclamando,
mientras durara la ausencia de éste, la dirección y control de la
misma, y habiéndose opuesto formalmente a ello Robert Duncan, actual
depositario de dicha función en ausencia del Gran Maestre, alegando que
las mencionadas credenciales habían sido obtenidas mediante un
procedimiento irregular, derivó, por consiguiente, la situación en un
conato de violencia que fue necesario atajar mediante la intervención
activa de los presentes. Considerando la logia la gravedad de las
circunstancias, así como el riesgo de escándalo público, y hallando a
ambos personajes irreconciliables y firmes cada uno en su respectiva
posición, decidió aplicar la prueba del Soma. Cosa que fue aceptada y
aprobada de manera explícita por los dos contendientes. Habiéndose
efectuado la misma, según el procedimiento ritual que estipulan los
reglamentos de la Orden, declaramos vencedor a Robert Duncan, a quien,
en consecuencia, confirmamos en el cargo que ya ocupaba previamente a la
venida del citado Maximilien Lamson.
Londres, 10 de abril de 1900.
Para que conste en acta firmamos: “
Uno tras otro, se acercaron a la mesa y firmaron el papel. Éste es el
relato verídico de cómo el poeta Robert Duncan conservó el control de la
Orden durante diez años consecutivos, hasta que regresó el Gran
Maestre, Harry MacLeod, quien se había trasladado a París con objeto de
traducir unos manuscritos esotéricos de la más alta trascendencia.
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https://bit.ly/3HWhcAG
https://www.lulu.com/spotlight/levnicolai27
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