LA ACRÓPOLIS DE LOS PANTANOS
CRÓNICAS DE SAJARÁ
JOSÉ ALEMANY
PRIMERA PARTE
DEL ORDEN DEL SER
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I
Acaso alguien
concibiera rencor por una cuestión referente a los toros, sobre cuya pavesa se
abatiera en un punto el viento de poniente, pujante y abrasador cuando sopla
por estos asientos en los caniculares, rodando como bola ígnea desde la estepa
contigua, porque el odio de la turba es como fuego de rastrojera, que arde
veloz cual si fuera piroxilina y se lanza a recorrer los campos, liebre
encarnada que la traílla de galgos acosa, pero que no llega a quemar la tierra.
Se lleva, eso sí, todo lo que pilla por delante, convirtiéndolo a su paso en
chiribitas y humo. O tal vez fuera por haberse llevado a Sajará a la mujer más
bella de Riera y estamos en lo mismo, cólera morbo malcomida de trapacerías.
Poco importa, desde luego. A estas alturas, preguntarse por ese tipo de cosas
viene a ser tan absurdo como, pongamos por caso, pretender razonar sobre si el
universo ha existido siempre, sin un comienzo, o si, por el contrario, lo ha
tenido y entonces ha surgido de la nada. Sabido es que no merece la pena
demorarse en ello, cuestiones bizantinas se denominan, sino que, aplicando el
exabrupto de Tertuliano, pasemos adelante con los faroles. Vaya que sí: “Creo porque es absurdo” o no creo por
idéntica razón, mas no vengas con que quieres hacer inventario de pajitas que
volaron y de alfileres que se desprendieron, porque en tal caso no le arriendo
la ganancia a nadie, pues absurdo es el comportamiento del hombre cuando no se
ha entrenado, denodada e implacablemente, a serlo. Comparado con eso, lo demás
es viruta. Y aun así, a veces, incluso un Edipo, madera de carrasca, de las
mejores, falla en su previsión. Así son y serán las cosas. Pero tampoco esto
nos incumbe, ni le incumbió, por cierto, al mentado Edipo, sino cumplir con
nuestro deber y desalojar presto, que otros esperan ya su turno, probablemente
para cometer los mismos errores, pues el mundo no se da de vagar y todo ha de
pasar por tal manera.
Por absurdo que fuera, el calendario de
aquel día señalaba el viernes 15 de enero de 1915, José Colliure cumplía 15
años y, precedido por 15 relucientes toros como recién subidos del lavadero,
ponía por primera vez sus pies en Riera. No vio a Consuelo en tal ocasión, ni
siquiera sabía que existía, aunque se encontraba allí, de ello no cabe la menor
duda, pues antes de casarse con él y de acompañarle a Sajará, jamás había
abandonado las lindes de su pueblo. Si algún rayo de sol, taimado y furtivo, alcanzara
por alguna de aquellas a ganar su tez, podría haber empañado su cutis de
albayalde.
La fecha en cuestión tan sólo le reportó un
único y no pequeño consuelo, el que venía engastado en el acto de entregar
personalmente los últimos toros que él mismo había traído desde la lejana Salamanca.
Podía haberlo mandado hacer, por supuesto, como así lo había sugerido el propio
regidor, habida cuenta de la incuestionable magnitud de la epopeya
protagonizada mediante el acto de culminar tan dilatada expedición, a una edad
tan tierna, comparado con lo cual, aquello no era sino una pequeñez, pero puso
un punto de honor en coronarla hasta en sus postreros detalles cuando aún
estaba picado el molino. Y no era para menos, ya que, por vez primera, había
tomado solo el tren hacia Salamanca con la triple misión de elegir los
animales, comprarlos y traerlos. Cierto que, anteriormente y con tal propósito,
había acompañado en numerosas ocasiones a su padre, hallándose familiarizado ya
con todos los resabios del oficio; pero eso no quitaba que, en la presente, el
mérito recaía al fin enteramente sobre sus espaldas, por cuya razón se le
granjearon las felicitaciones de cuantos alcanzaban a tener conocimiento de
ello, incluido su progenitor, lo que constituía, en verdad, un acontecimiento
nada banal, porque las felicitaciones del regidor describían una órbita larga,
comparable a la de esos cometas que deben recorrer medio universo antes de
volver a pasar por determinado punto.
Cuando hubo concluido la distribución de los
astados, algunos compradores, ya fuera porque les intrigara su juventud en
relación con tales menesteres, o bien porque así lo mandara la costumbre, le
invitaron a tomar unas mistelas en el casino. Atención a la que Colliure
correspondió con una nueva ronda a su cargo, como era de recibo.
Dada la hora, las doce del mediodía bien
sonadas por el acatarrado reloj del campanario, un notable bullicio acaparaba
el local. Uno de los presentes, Juan Mayorino, no pudo refrenar su curiosidad
y, alzando la voz por encima del murmullo tenaz, preguntó cómo su padre había
sido lo bastante para encomendarle una tarea de tal envergadura a un muchacho
que no tendría más allá de catorce años.
-Quince –repuso Colliure, siempre alerta. –Y
ha hecho algo más que mandarme traer unos cuantos becerros a dos kilómetros de
casa.
-¿Y qué más ha hecho tu padre, muchacho, si
se puede saber?
Colliure le clavó los ojos, retador.
-Enviarme a Salamanca para buscarlos.
Los parroquianos que integraban el corro y,
fuera de él, los que se hallaban más cerca, guardaron silencio, intrigados por
el giro que tomaba la conversación.
-Quieres decir que has ido tú... ¿Solo?....
Hasta Salamanca y has traído estos toros.
-Éstos y algunos más –repuso con
suficiencia, al tiempo que alzaba el vaso para cobrar la aceituna.
A pesar de la ligereza de la respuesta,
parecía Jesús entre los doctores.
-Tu padre siempre me ha parecido poseer una
ilimitada confianza en sí mismo, pero no sabía que la otorgaba con tanta
facilidad a los demás.
Colliure lo miró de arriba abajo, pero
renunció a explicarle que él no era uno cualquiera entre tantos.
-Él suele decir que un hombre se mantiene
vivo por una complicada cadena de milagros que se suceden los unos a los otros
todos los días. Así, cuanto antes aprenda a llevar el negocio, mejor. Más tarde
podré enseñar a mis hermanos.
Juan Mayorino no tuvo más remedio que
admitir el fundamento de las palabras que el chico había aprendido sin duda de
memoria. Todavía estaba fresco, entre los más viejos del lugar, el recuerdo de
una devastadora epidemia de cólera que había asolado la comarca. La entrada de
su primo, Luis Mayorino, lo distrajo de tan lúgubre pensamiento.
-Mira, primo, lo que dice este chaval. Su
padre, José Colliure, de Sajará, lo ha enviado solo a comprar toros a
Salamanca.
Luis Mayorino echó una mirada soñolienta,
como la de todos los Mayorino, y distraída al muchacho. Éste iba vestido como
para un baile. Botas relucientes, traje cortado a medida, fulgurante camisa
almidonada e impecablemente planchada, corbatín y reloj de bolsillo con leontina
de oro.
-Si fuera mi hijo –declaró- yo también lo
hubiera enviado.
Y pasando adelante pidió una cazalla.
De regreso a Sajará, caminando por encima de
la mota, ya libre de todo cuidado y con el cuerpo tibio bajo el efecto de la
mistela, se entretuvo en atisbar las pollas de agua y algún que otro pato
salvaje, antes que precipitadamente alzaran un vuelo tan rasante que rozaba el
plano de la superficie en varios puntos, para esconderse enseguida entre las
insidiosas ramas de los sauces de Babilonia, las cuales bajaban hasta serpentear
en las aguas verdes del Júcar, lenta masa de cristal líquido para fabricar
botellas, más allá de Riera.
No hacía entonces mucho tiempo, Sajará bebía
aún las aguas glaucas del Júcar; ahora la traen de la montaña, por estar
prácticamente exenta de bacterium coli.
Al pasar ante el matadero municipal, no pudo
reprimir un rictus de amargura pensando que ése era el destino final de todos
sus toros, atendiendo al hecho de que los campesinos no los compran
precisamente para arar. Para ello y para tirar de los pesados carros labriegos
estaban los sólidos rocines que se vendían por estas tierras.
La arquitectura del matadero recuerda
vagamente la del cementerio, si se hace abstracción de las cruces y los ángeles
carrilludos que tocan allí silenciosas trompetas de piedra. Los toros eran
carbón para alimentar esa fragua tan historiada y barroca como una carroza de
lujo de las Pompas Fúnebres. Peor sería vivir de sangre humana como hace, ahora
y siempre, tanto vampiro escondido en las tinieblas. La hoguera de la guerra
crepita ya, con furia nunca vista, en toda la sesuda Europa, sin duda tan sólo
para dar calor, a pesar de tanto pretexto huero, a cuantos mueven los hilos de
ese teatro de marionetas que ha sido siempre la política. Arte de gobernar los
pueblos, sí, y un jamón con chorreras. Más bien arte de hacer suculentos
negocios más allá de las fronteras. Del mundo entero llegan paletadas de gente,
carbón igualmente que se echa al horno en el cual cuece el festín de los
grandes, a la caldera que propulsa el crucero de los privilegiados, carne de
cañón que arde para iluminar la fiesta de cumpleaños dada en honor de un niño
bonito, criado en estufa y entre algodones. En cualquier caso, semejante
carnicería aprovecha también a unos cuantos españoles que pescan en río
revuelto. Sin ir más lejos, en Sajará se salvará, de este modo, la cosecha de
arroz, cuya exportación había prohibido el gobierno el año anterior pero que
luego, con el conflicto, quedó la orden revocada, y se venderá más naranja que
nunca, e incluso carne de toro para mantener la tela, alimentando a ambos
contendientes.
Colliure echó un vistazo a la quinta de
Sanromá, situada enfrente del matadero municipal, y construida a base de
cumplidos sillares de granito, medio oculta por la tupida vegetación de pinos,
palmeras, arrayanes, cañas de bambú y quién sabe qué otras plantas venidas del mundo
entero. Pero son los grandes industriales y terratenientes, como Sanromá,
quienes, según oyó decir a su padre en conversación privada con el alcalde,
están sacando una formidable tajada de la que ya se denomina primera guerra
mundial. Al conde de Trémol, aseguró el edil, le ha valido un pan por ciento y
ha recuperado ya todo el dinero que perdió en la Exposición de 1909 y mucho
más. Ello no es óbice para que mantengan los mismos salarios de miseria que han
pagado siempre.
La tapia de sardinel que cerraba el parque
se elevaba por los lados y con toda seguridad también al fondo; sin embargo, en
la parte anterior apenas alcanzaba un metro de altura. A partir de ahí era
reemplazada, en su bienintencionada labor protectora, por una imponente verja
de hierro forjado, cuyos negros barrotes culminaban, a una distancia de vértigo
para el aún no completamente desarrollado Colliure, con unas puntas de lanza
doradas, que añadirían, qué duda cabe, un delicado toque estético a la
desgarradura en la carne de quien osara franquearlas.
Colliure caminaba junto a la verja e iba
pasando la mano distraídamente por entre los barrotes, cuando vio acercarse a
lo lejos el carruaje de Sanromá, tirado por dos apaisados alazanes, y la apartó
enseguida. El prohombre viajaba dentro de la ventana del coche como dentro de
una moneda.
No hizo el menor gesto para saludarlo,
porque cómo osaría hacer tal cosa un rapaz de quince años ante el prócer de
Sajará. Antes bien apretó el paso.
Llegado a las casas de Cardona, notó que
salía de ellas un denso aroma a comida popular. Echó un vistazo a su reloj y
esta vez arrancó a correr. Aquello no era todavía Sajará. Y el corregidor no
toleraba que nadie se le retrasara a la hora de las refacciones, bajo ningún
concepto.
No paró hasta llegar al convento, pero a
partir de ahí siguió andando, no fuera que en Sajará alguien le viera
corriendo. De los males, el hombre prudente elige el menor; pues se debía a sí
mismo la retención y el decoro de los que nacen con posibles. A dónde iríamos a
parar si mezcláramos los paños de cocina y las servilletas.
En efecto, cuando entró en casa halló a la
familia entera sentada alrededor de la mesa, si bien con todos los platos
vacíos, aunque limpios y relucientes. Un colectivo suspiro de alivio se evaporó
en un instante. Tal vez en otras circunstancias, José Colliure padre hubiera
dirigido teatralmente su mirada hacia el historiado reloj del comedor, mas en
ésa se limitó a decir:
-¿Todo bien?
-Al pelo.
-Comamos pues –se apresuró a terciar Teresa,
contenta de que su hijo saliera tan bien parado en esa ocasión, pero consciente
de que para comer con el diablo hace falta una larga cuchara.-
-¿Has visto al Rey, en Madrid? –Quiso saber
Mercedes.-
María Teresa, la mayor, rio.
-No, pero sí el palacio donde vive.
-¿Y cómo es? –Inquirió esta vez María
Teresa.-
-Como la mitad de Sajará.
-Ah.
-Al menos así parecía desde fuera.
Daniel no pudo contenerse e intervino.
-¿Y has visto a don Eduardo Dato?
Risa general.
-¡Qué ocurrencia! Lo que sí he visto es la
librería en la que mataron a Canalejas.
Silencio abrupto.
-Por cierto, te compré allí mismo un libro.
A Daniel se le iluminaron los ojos.
-¿Cómo se titula?
-Luego lo sabrás, cuando os dé los regalos a
todos.
Consumido el arroz como entrada, Teresa sacó
la fuente con el puchero. Tras servir al padre, depositó un gran pedazo de
ternera en el plato de su hijo José.
-Lo tienes bien merecido –ponderó.-
Los hermanos no sabían cómo contener la risa
y Joaquín, el menor de los chicos, y María Asunción tuvieron que abandonar
precipitadamente la sala, pues ya entonces era legendaria la falta de apetito
de José Colliure.
-Pues apañados estamos. Si hay que reírse de
un pedazo de ternera –rezongó el héroe de la taurina hazaña.
El regidor se cubrió discretamente la boca
con una servilleta, para ocultar una sonrisa.
II
Sonaban las cuatro de la tarde en el
campanario de la iglesia de San Pedro, cuando el regidor empujaba las puertas
del casino La Agricultura. Enseguida
divisó, al fondo, apoyado en la barra, al comprador de naranja con quien había
concertado una cita. Pero en ese momento oyó su nombre, emitido con tono grave
desde una de las mesas alineadas a lo largo del flanco derecho, junto a las
ventanas que dan a la calle San Cristóbal.
-Pepe –repitió la egregia voz.
El aludido se volvió ligeramente y percibió
a Sanromá con el periódico “Las
provincias” desplegado a toda vela. Se acercó a saludarle.
-¿Qué tal, don Hermenegildo? Como aún no he
tenido ocasión de felicitarle el año nuevo, le deseo lo mejor.
Sanromá levantó las pobladas y ya entrecanas
cejas de un Mefistófeles de la edad provecta.
-Gracias, Pepe. Lo mismo para ti y para la
familia. Por cierto, espero que hoy no hayas reñido en demasía a tu hijo mayor.
-¿Habría acaso algún motivo, que por el
momento desconozco, para hacerlo?
-Oh. Nada grave, en verdad. Eran las dos en
punto y todavía pasaba frente a mi casa. Pero conociendo tu proverbial
puntualidad y organización.....
-Bueno, es la primera vez que efectúa esa
labor....
-Ah. Si venía de trabajar, excusado está.
Colliure frunció ligeramente el ceño.
-No todo está en trabajar, también hay que
hacerlo cabalmente. Pero así es, venía de distribuir los toros en Riera.
Sobraba tiempo para ello, de modo que ha debido dejarse entretener más de la
cuenta en alguna casa.
-Vaya. A una edad tan temprana y ya
efectuando trabajos de esa responsabilidad.
-Bien podía hacerlo, don Hermenegildo, ya
que ha sido él quien los ha traído de Salamanca.
Sanromá levantó aún más las tupidas cejas,
dejando ver unos globos oculares albos e inmensos.
-¡Caramba! Solo a Salamanca y habilitado
para comprar, que no es moco de pavo. Un muchacho precoz. Es lo menos que se
puede decir. En todo caso, parece que ha sacado porte señor. Comprendo que no
hayan osado darle gato por liebre.
-Sí. Y todavía está espigando. Ya ve usted,
don Hermenegildo, ellos para arriba y nosotros para abajo.
El regidor pugnaba con todas sus fuerzas por
ocultar el orgullo que sentía en esos momentos hacia su vástago. Y en honor a
la verdad hay que decir que lo consiguió.
-Es ley de vida.
-En fin, que pase usted una tarde agradable.
-Gracias, Pepe.
Nada más fácil que presumir a toro pasado.
Pero antes hubo que unir los dos extremos de la semana que había durado la
ausencia del hijo y eso fue harina de otro costal. Porque, por bien atados que
hubiera dejado los cabos durante los últimos viajes, ello siempre incluye
imponderables, cuya contingencia le hizo perder muchas horas de sueño al
regidor durante aquellas interminables jornadas. En fin, había salido bien y
pelillos a la mar. La próxima vez estará ya el camino abierto y por otra parte
el chico es listo, de eso no cabe duda. Cuando el agua encuentra su vía, es
para mil años y un día. Dentro de unos meses estará avezado.
El comprador lo veía acercarse y le alargaba
ya una mano callosa y robusta. Colliure se dirigió al hombre que atendía la
barra.
-Lo mismo para mí y cóbrate las dos
consumiciones.
Acto seguido pasó a dar cumplidas instrucciones
al primero sobre cómo debía proceder al día siguiente, la variedad que debía
atacar y dónde estaba situada en el interior de la finca.
-Supongo que a la hora de comer ya habréis
terminado con esa parcela. Como no estaréis lejos de la casa, podéis instalaros
en el poyo que hay bajo la parra y utilizar la parrilla. Mi hijo estará allí
con las llaves, por si necesitáis algo, y la bota del vino. Luego, por la
tarde, él mismo os conducirá a lo mío. Ahora es esa variedad la que urge.
-Entendido –repuso el otro y echándose al
coleto de un solo golpe lo que quedaba en el vaso, se despidió.
José Colliure pidió que le trajeran un café
a la mesa. Tomó “El Mercantil Valenciano”
que se encontraba sobre la barra, algo manoseado ya, y fue a instalarse donde
había dicho, a la vera de uno de los grandes ventanales que ofrecían un amplio
panorama sobre la plaza de la Constitución y buena luz para la lectura. Antes
de desplegar el periódico, extrajo de un bolsillo interior de la americana una
pequeña caja de cartón que contenía unos cuantos habanos y encendió uno con la
habitual prosopopeya.
Sanromá seguía enfrente, enfrascado todavía
en la lectura del periódico conservador, Colliure lo observó con disimulo. De
nada le valió a la septembrina, aseguró don Mariano tras su última visita a
Madrid, que efectuó poco antes de Navidad, y cuyo verdadero objeto era
entrevistarse con don Santiago Alba, derribar el trono del monarca si el del
cacique permanecía en pie, intacto. Don Mariano había regresado con las ideas
notablemente aceradas de ese viaje a la capital. Asistió, según parece, a
numerosas reuniones y coloquios que le inocularon el virus de una fiebre
pasmosa, casi inquietante. El régimen que vivimos no es en absoluto una
democracia constitucional, como tratan de hacernos creer, sino una oligarquía
cuyos pilares son tres: los oligarcas o notables, los caciques y el gobernador
civil. Llegó incluso a citar a Aristóteles, como si éste fuera Sagasta o Maura,
para quien la aristocracia era una modalidad de gobierno ejercida por una
minoría de hombres de bien, que actuaban movidos por razones de Estado; pero
que si esa minoría desviaba su afán hacia sus propios intereses en tanto que
tal minoría, entonces el gobierno degeneraba en oligarquía, ni más ni menos. Tal
estado de cosas puede sostenerse en nuestro país gracias a que el Señor
Gobernador sanciona el clientelismo conformado, y en buena parte heredado, por
el cacique, quedando el resto de la población sin desayunarse en la vida
política. Tal y como suena. Y mientras tanto, no solamente el partido
conservador, sino también el partido liberal, haciéndonos comulgar a todos con
ruedas de molino. Por lo tanto, si alguna vez España aspira a convertirse en
una verdadera democracia, y de esa labor más vale que nos encarguemos nosotros,
desde arriba, porque, si no lo hacemos, detrás vienen otros que lo harán con
menos miramientos, deberá derribar esa pieza fundamental del gobierno de los
peores, que es el cacique. Todo eso y mucho más dijo el alcalde en el casino liberal.
Colliure expulsó una gran bocanada de humo
y, a través de esa bruma, miró a Sanromá de soslayo, por encima de “El Mercantil valenciano,” quien fumaba
igualmente su pipa con tanta placidez y delectación como él empleaba con el
habano.
Claro que, también según don Mariano,
Sanromá no es sino un cacique de segunda o tercera categoría. El verdadero
cacique de esta provincia es el conde de Trémol.
Alzó de nuevo los ojos Colliure y vio que
Sanromá miraba también en su dirección. O más bien hacia el ventanal junto al
cual se encontraba. Y sonreía, divertido. Colliure volteó su cabeza a la
derecha para casi caer de bruces sobre su hijo mayor, que allí estaba, al otro
lado del cristal, encendiéndose un puro, tan largo como el suyo, con una prosapia
no inferior a la que su atónito progenitor solía gastar para tales ocasiones.
No le impresionó tanto que fumara, pues él a su edad ya lo hacía, como el
rumbo. Tampoco es eso, se dijo, demasiadas ínfulas para tan pocos años, habrá
que ir frenándolo, al mozalbete éste.
Colliure escarbó con una mano en el bolsillo
de la americana y sacó una llave de casa, aproximadamente del tamaño de un pan,
mientras que con la otra extraía su reloj. Utilizó la llave para dar unos
golpecitos en el cristal. El así aludido no pudo evitar un respingo de sorpresa
al ver a su progenitor tan cerca, en ese preciso momento, pero mantuvo la
compostura. Colliure le mostró el reloj de plata mediante un gesto harto
significativo, con el cual no le invitaba precisamente a contemplarlo con
estética disposición, ni a ninguna consideración filosófica sobre la huida
irreparable del tiempo, sino que manifestaba a las claras su deseo perentorio
de que dejara de hacer el ganso y se encaminara de una vez hacia la academia,
pues ya iba a llegar con retraso. Colliure, hijo, saludó con la mano en que
sostenía el puro, sonrió y se fue. Menudo barbián que ha salido, tampoco es
bueno tan flamenco. No sé de dónde habrá sacado ese temple.
Sanromá conservaba media sonrisa, pero ya
estaba de nuevo sumido en la lectura.
III
Sanromá, reclinado en el respaldo del
acolchado banquillo, tapizado en cuero rojo burdeos, del casino La Agricultura de Sajará, conocía
dificultades para contener su hilaridad. Desde luego, el muchacho se las trae.
¿Qué haría si fuera hijo suyo? El prócer sólo había tenido hijas, todas ellas
educadas en colegios de monjas, como Dios manda. Sin embargo, un novillo así de
bravo, cual ofrece todo el aspecto de ser éste, requiere otro procedimiento y
otra implicación, por supuesto. No lo tiene ciertamente fácil, el bueno de
Colliure. Dio una prolongada calada a la pipa y se entretuvo contemplando cómo
el denso algodón se evadía lentamente hacia las vigas. Por otra parte, no
estaba seguro de no envidiarle. Habría que peinarse bien, desde luego, para
encauzarle, pero no hay recompensa que valga algo sin sacrificio. Ello hasta
los veintidós o veintitrés años, no más le durará a Colliure el afán, entonces
es cuando se le da una buena hembra que le para hijos enseguida y Santas
Pascuas. La familia es la piedra angular de todo el edificio social. Aun así,
los tiempos que vivimos son turbulentos y los que se avecinan no prometen nada
mejor. Una época durante la cual uno tiene el máximo interés en atar bien los
machos. Sanromá sintió un leve escalofrío al recordar los sucesos acaecidos en
la vecina Cullera, hacía cuatro años. Y lo peor, a fin de cuentas, no es esos
estallidos fulgurantes con que suele arrebatarse la chusma, sino el ambiente de
insurrección y huelga que se respira de continuo. Razón por la cual conviene confeccionarse
una buena pica que cubra bien las espaldas, una erguida lanza que proteja la
heredad cuando uno decline o se halle en el trance de tener que hacer mutis por
el foro. Quien tiene hijas, tiene hijos, dicen. No obstante, por los tiempos
que corren, conviene tomarse uno mismo la molestia de templar el hierro de esa
lanza, para tener a alguien completamente seguro. Porque los yernos, ¿quién los
conoce? ¿Quién sabe dónde empieza y dónde acaba un yerno? En cambio un hijo se
lo ha ido forjando uno día tras día. Así como lo hace Colliure, que es un
hombre cabal. Que lea “El Mercantil
valenciano” no es óbice para que no lo sea. Además de cabal, sería ideal si
leyera “Las Provincias”, qué duda
cabe. Pero hay que reconocer que los hombres de pro deben leer unos “El Mercantil valenciano” y otros “Las Provincias”; en ello consiste el
espíritu de Sagunto, insuflado a toda la nación por el añorado Cánovas del
Castillo, secundado como es debido por el espadón del general Martínez Campos,
desde luego. Claro que las cosas han llegado hoy a tal grado de complejidad que
incluso desde dentro se desea socavar las bases del edificio canovista. Ellos,
los liberales, tienen a don Santiago Alba y nosotros a Maura. Y aquí, en
Sajará, a don Mariano, más albista cada día que pasa.
Sanromá echó un vistazo hacia la plaza, que
comenzaba a animarse, en el momento justo en que Olegario Casadavant doblaba la
esquina y se colaba de rondón en el mismo estanco que previamente había
visitado José Colliure hijo. Al momento ya se hallaba empujando la puerta de La Agricultura.
Don Hermenegildo depositó el periódico sobre
la mesa y alzó brevemente la mano a guisa de saludo. Éste, que ya se dirigía al
sitial que ocupaba el prócer, le correspondió con un efusivo apretón de manos.
Nada más que la liturgia cotidiana de un casino de provincias.
-Buenas tardes, don Hermenegildo. Pido un
café y vuelvo enseguida. ¿Quiere usted alguna otra cosa?
-Nada, gracias, Casadavant. Es muy amable.
Olegario Casadavant, concejal por el partido
conservador, uno de sus más sólidos puntales en Sajará por su verba fácil y
esférica, notable propietario de tierras, era, por lo demás, un asiduo de la
tertulia de Sanromá. En el camino que le conducía hacia el pocillo de tinta, se
detuvo unos instantes para saludar a Colliure.
-Me parece –comentó nada más regresar, dando
un sorbo al café que había traído él mismo- que vamos a tener un buen parón en
la recogida de la naranja.
-¿Y eso?
-Anuncian mal tiempo. Un buen temporal de
agua, a lo que parece. Ya sabe usted, esos viejos resabiados que ya no quieren
mojarse en el campo por nada y no se equivocan nunca cuando se trata de medirle
las intenciones al cielo. En eso, tienen más conocimiento que los curas. Y sin
saber latines –rió, timpánico, Casadavant.
-Si se trata tan sólo de lluvia y no de
viento que la eche al suelo.....
-Apuraremos cuanto nos venga, don
Hermenegildo, ¡qué remedio!
Con esa frase de sabio, apuró también don
Olegario el contenido del pocillo. Pero Sanromá, de repente, se puso a
observarlo con una curiosidad extraña.
-Pobre del ratón que conoce un solo agujero.
-¿Por qué dice eso, don Hermenegildo?
-Mira a Colliure. Si un año le fallan algo
las tierras, tiene la procura de “La
Closa” y tiene sobre todo el negocio de los toros.
Don Olegario Casadavant se volvió
ligeramente, en efecto, para escudriñar al impertérrito Colliure, que seguía
absorto en la lectura del Mercantil
valenciano de marras.
-No es una mala estrategia. Preciso es
reconocerlo.
-Principalmente lo de los toros. Un asunto
que ofrece más posibilidades de las que tal vez él haya visto.
Sanromá se ensimismó durante unos instantes.
-Pero no faltará quien acabe viéndolo, con
el tiempo... –añadió misteriosamente.-
-Que acabe viéndolo.... ¿Quién?
-El hijo. El hijo mayor de Colliure. Se me
antoja sabe más que las culebras. Ladino es, en todo caso, el rapaz. ¿Sabías
que ha sido él quien ha hecho, solo, el último viaje a Salamanca para traer
toros?
-¿El chico de Colliure? ¡Pero si no tiene
más de quince años!
-Ya
ves. El regidor parece que quiere hacernos del muchacho un auténtico gerifalte.
Y hay que reconocer que madera no le falta. Si hubieras visto, hace un momento,
la traza que se daba al fumar. De la uña se conoce el león. El propio padre,
que el barbián no se imaginaba tan cerca, no daba crédito a sus ojos.
-Pero... ¿Qué era concretamente aquello que
el muchacho acabará sin duda viendo, respecto al asunto de los toros?
Sanromá parecía hablar en sueños.
-Los toros, sí. Con un buen capital como
respaldo..... Un capital de una envergadura superior a la que podría alcanzar
Colliure....
Olegario Casadavant iba comprendiendo el
razonamiento del jefe.
-¿Sabes, Olegario? No me gustaría tenerlo el
día de mañana enfrente. Quiero decir enfrentado a nosotros....
-¿Al chico de Colliure? Probablemente siga
los pasos del padre e integre el partido liberal. Pero en fin.... Ya sabe
usted... El partido liberal....
-No representa ningún peligro. Lo sé.
Resulta incluso un mal necesario, que habría que inventar si no existiera. O
que en su día inventaron, cuando no existía. Aunque esa corriente de
regeneracionismo que nos afecta también a nosotros, por cierto, pero sobre todo
a ellos.... ¿Has leído a Joaquín Costa?
-No.
-Pues léelo. No tiene desperdicio.
-Me deja usted perplejo, don Hermenegildo.
Yo creía que de quienes había que desconfiar era de los republicanos y de los
socialistas. Sobre todo de los anarquistas, desde luego. Pero me está hablando
usted de nuestras propias filas. Porque, entre nosotros, liberales,
conservadores, ya se sabe, tanto monta, monta tanto. Ellos tienen tantos condes
y marqueses como nosotros, si no más..... Ya ve usted a don Álvaro de Figueroa,
conde de Romanones, propietario de minas en Asturias y latifundios en
Guadalajara, principal accionista de la sociedad titulada “Figueroa, Soto y Compañía,” que tan grandes beneficios ha hecho con
el abastecimiento de Madrid en carbones y combustible inglés, jugando a
envolverse con el azufre y el humo anticlerical para evitar discutir de otras
cuestiones....
-No he dicho que sea precisamente el conde
de Romanones quien turbe mi sueño. Otra cosa es don Santiago Alba, por poner un
ejemplo. Y me consta que don Mariano ha estado últimamente en Madrid con el
único propósito de entrevistarse con él. Lo cual ha coincidido con una notable
radicalización de sus posturas. Cuando el río suena, agua lleva.
Casadavant se tomó unos instantes para
asimilar las palabras de don Hermenegildo.
-Por cuanto se refiere a don Mariano, es una
lástima, ciertamente. Pero en fin, Colliure es un auténtico varón de chapa.
-El padre. Mas el hijo ¿quién sabe? ¿Quién
sabe igualmente lo que nos deparará el día de mañana?
Sanromá volvió a dar la impresión de soñar
despierto.
-Por eso no quisiera tenerlo enfrente...
-Vaya. Veo que le ha causado una fuerte
impresión el chico de Colliure.
-No es sólo el chico de Colliure, sino la
conjunción de él, y otros como él, y un mundo nuevo que, mucho me temo, resulta
ineluctable. Por eso hay que ir amañándolo ya, modelándolo en la medida de lo
posible. Y he aquí un ejemplo de lo que se puede anticipar. Este novillo de
Colliure, existe un modo de mantenerlo atado al pilón de nuestros valores.
Don Hermenegildo escrutó, tras los
centelleantes cristales de sus antiparras, a Olegario Casadavant con una
insistencia decididamente extraña.
-¿Cuál? –se atrevió éste al fin, un tanto
desconcertado, a preguntar.-
-El sacrosanto matrimonio, Olegario. ¿Qué
otra cosa iba a ser? La argamasa que, durante siglos, ha unido en Sajará a las
familias con posibles. La familia, Olegario, es la piedra angular de la
sociedad. Una vez está puesta en su lugar, el peso entero del edificio reposa
sobre ella y la inmoviliza para la eternidad. Al tiempo que se coloca en las
casas, se pone en los panteones.
-Sus palabras resultan estremecedoras, don
Hermenegildo. Si bien debo reconocer que son también ciertas, así ha sido
siempre en Sajará y lo seguirá siendo por los siglos de los siglos.
Sobrevino otro silencio mientras Olegario
Casadavant se preguntaba cuál sería concretamente esa familia en la que, con
toda seguridad, estaba pensando ya Sanromá para unir a ella al mayor de los
Colliure. Sería una familia que no debía carecer, sin duda, de cierta prosapia,
pues el chico no era, después de todo, un mal partido. Especialmente si se
tenía en cuenta el proyecto que albergaba Sanromá respecto a él y al negocio de
los toros.
-Tú tienes una hija.... –lo interrumpió
suavemente aquél en sus cavilaciones.-
-Tengo tres. La mayor está casada, la
segunda comprometida y la tercera tiene sólo doce años.
-Pues claro. Doce años. Es perfecta para un
muchacho de quince.
Olegario sintió que le invadía un calor
inesperado y se pasó un pañuelo por la frente.
IV
María Teresa Luisa Colliure y Santamaría
ostentaba el honor vitalicio de haber abierto el seno materno, lo cual
implicaba, aun en la acrópolis de los pantanos, una leve transferencia de poder
hacia el elemento femenino. Menos mal, decía a menudo, lanzando una mirada de
desafío a su hermano José, quien la recogía con una sonrisa, porque en las
familias donde el primogénito es un varón, las hijas no suelen considerarse más
que muñecas de porcelana para vender al mejor postor.
Por el contrario, los lares familiares
determinaron sacar tras ella una serie de tres varones consecutivos y sólo a
los seis años de su nacimiento se dignó aparecer María Asunción y a los nueve,
María de las Mercedes. Ésa fue la razón de que la mayor asumiera con toda
naturalidad, fuera de las horas lectivas de escuelas y colegios, por supuesto,
el papel de institutriz con relación a las pequeñas.
La madre no tuvo más que templar y forjar el
carácter de la primera, educándola como a una auténtica Santamaría, a saber,
telas, hilos y breviario. Y una vara bien tiesa con objeto de imitar su
compostura, así como su impasibilidad, ante cualquier contingencia de este
mundo y del otro. Toda aspiración, le decía, nace de una carencia y es, por
tanto, sufrimiento; pero su satisfacción no hace sino convocar una nueva
aspiración. En consecuencia, la vida no es más que sufrimiento continuo. Si por
acaso la necesidad y el sufrimiento conceden una tregua, entonces el hastío se
manifiesta como un vacío insoportable. Así, la vida oscila entre el dolor y el
hastío, que viene a ser como otro dolor, porque la naturaleza humana siente
horror por el vacío. Vistas así las cosas, no solamente nuestro dolor es
esencial, sino también necesario pues, al ocupar su lugar, nos preserva de otro
quizá mayor. Sólo si entendemos esto, podremos llegar a ser personas cabales,
es decir, las que se consagran por entero a la preparación de la única vida que
de verdad merece ser vivida, la de las almas bienaventuradas en el cielo. Dicho
lo cual, se limitó a dar un paso atrás y supervisar, de cuando en cuando, la
aplicación de semejante pedagogía, corregida y aumentada, a sus hijas menores.
María Teresa aprendió a bordar con la misma
pulcritud con que a tocar el piano. En el taller donde trabajaban las hermanas,
situado en una buhardilla de la casa, se respetaba la hora de los rezos con
idéntica escrupulosa puntualidad que la del té y las pastas. A veces se les
unía la madre, la cual solía admirarse en silencio de lo bien que funcionaban
los engranajes en aquella parte del mecanismo familiar que caía bajo su directa
responsabilidad, el gineceo.
También ocurría a menudo que acudieran allí
con sus labores las tías Santamaría, quienes más tarde, en las numerosas
reuniones de sociedad a las que asistían, jamás olvidaban hacerse lenguas de lo
bien educadas que estaban sus sobrinas. Serían un formidable puntal para
cualquier familia, porque estaban educadas para soportar eventualidades
extremas.
Las madres, las tías y las abuelas de la
crema de la sociedad sajarana tomaban buena nota de las prendas ensalzadas por
las tías Santamaría y hacían sus cálculos, concebían su estrategia e incluso movían
los primeros peones que marcaban posiciones.
En Sajará, Cupido tensaba las cuerdas de su
arco, tentaba las flechas de su carcaj, pero no las podía disparar hasta que
las tías y las abuelas, o a lo sumo las madres, culminaran sus implacables
negociaciones. Así fue por estos pagos desde los tiempos del rey que rabió.
Mientras tanto, la existencia en el taller
de costura continuaba como en un monasterio de clarisas, completamente ajena al
mundo exterior. María Teresa, tiesa como un chambelán, pero con una paciencia
infinita, explicaba los secretos de su ciencia a Asunción y Merceditas.
Seguidamente las sentaba, una tras otra, al piano y se iban desgranando las
notas hasta que se equivocaban y las corregía con dulzura.
La vida era, en efecto, para ella como una
partitura; cada acto cotidiano, por insignificante que fuera, debía ser
interpretado en su momento preciso, con el tono y el timbre adecuados. Cuando
surgía un imprevisto que desbarataba su edificio armónico, ella se mostraba
enseguida confusa y desazonada, como si un segundo antes se encontrara en medio
de una ciudad maravillosa, poblada de cúpulas, próstilos y palacios esbeltos
reverberando bajo el sol, y de repente todo se hubiera convertido en un polvo
gris, mate, justo antes de desmoronarse sin el menor ruido.
A pesar de todo, la clausura no era incólume
para las mujeres Colliure. Durante el verano, la familia al completo,
incluyendo tíos y primos, se trasladaba a la casa que el abuelo, José Colliure,
tenía en el Perelló, donde podían reunirse con las amigas del colegio e incluso
dar, con la debida vigilancia, desde luego, largos paseos por la orilla del
mar, de buena mañana o a la caída del sol, enarbolando sus respectivas
sombrillas, aunque ellas no tenían nada que temer, como Consuelo, del astro
diurno, pues poseían las tres la piel morena característica de la rama paterna.
El resto de la jornada, la disciplina se relajaba un tanto, aunque no
desaparecía, pues, poco o mucho, todos los días debían bordar algo del ajuar. Teresa
gustaba también de abrir de par en par la ventana de su habitación, que daba al
mar, y ponerse a leer novelas, dejando que la brisa vespertina acariciara su
rostro e incluso, a veces, revolviera su pelo negro.
Los veranos del Perelló duraban desde
mediados de junio hasta primeros de septiembre, cuando era preciso regresar a
Sajará para las fiestas patronales de la Virgen de Sales. Y, excepto por cuanto
se refiere a los desplazamientos de ida y vuelta en tartana, la vida en el
enclave balneario resultaba aproximadamente igual de lánguida que en la propia
Sajará.
Por pascua, venía siempre la señorita Pilar Criado
Becerril a pasar unos días de asueto en La
Closa, acompañada de sus padres y su hermano Rafael. Entonces Teresa iba a
visitarla. La llevaba el padre o uno de sus hermanos con el carro y no era
infrecuente que pasara allí alguna noche, cenando bajo la parra, si hacía
bueno, o a la lumbre del lar en caso contrario, respirando el embriagante aroma
a azahar que se colaba por cualquier rendija y lo invadía todo, ofreciendo la
primera sensación al despertar y la última al dormir. Pero lo más excitante era
las historias que Pilar le contaba del colegio de monjas en que estaba interna
y también de las reuniones mundanas a las que asistía con sus padres en la
capital.
Antes, la austera Semana Santa, había
proveído con la obligatoria asistencia de la familia al completo a las
procesiones. El regidor iba delante, junto a los demás miembros del
consistorio. La madre, con toda su prole, detrás, sosteniendo cada uno de ellos
un enorme cirio pascual. Seguían las tías Santamaría, así como todos los
Colliure. Y delante y detrás, la flor y nata de la sociedad sajarana. Las
mujeres con mantilla y los hombres envarados en trajes negros, luciendo blancas
camisas con gemelos en los puños. Todos los balcones se hallaban adornados con
rojos tapices y brocados que refulgían a la luz de los cirios. El cadáver de
Cristo, clavado en la cruz, se balanceaba en la marea como el madero de un
naufragio, mientras Sajará exhibía y contemplaba sus mejores partidos.
V
Cuando Joaquín Colliure entró en las
Escuelas Jardín, su hermano José, cuatro años mayor, estaba ya a punto de salir y Daniel, dos años
mayor, se hallaba cruzando el ecuador de la formación impartida en el
establecimiento, razón por la cual a ninguno de sus compañeros, incluso a los
más mayores, se le ocurrió hostigarle de cualquier manera que fuese. Quizá
contribuyera igualmente a ello su particular manera de mirar las cosas, sobre todo
a las personas, de una seriedad inusual para su edad y un tanto sombría
también.
Poseía igualmente el semblante atezado
característico de su estirpe, aunque más sólido y cuadrangular que el de sus
hermanos. El suyo era un rostro bien tallado que prometía en la edad viril un
porte adusto.
No podía sino obtener buenos resultados en ese
colegio pues, dejando a un lado su seriedad innata y algo desconcertante, si
bien apreciada en su justo valor por sus profesores, sus hermanos le instruían,
aclaraban sus dudas y le imponían tareas suplementarias, que él efectuaba con
gusto y satisfacción. Especialmente útil le era la ayuda de Daniel, alumno
aventajado en todo, particularmente avezado en latines. José se había inclinado
más por la matemática orientada a la gestión de empresa.
Los sábados, en cambio, y en verano todos
los días, el padre se lo reservaba para sí, lo despertaba temprano y lo llevaba
al campo para instruirle en las labores agrícolas, pero también para ponerlo a
trabajar con los demás operarios, tal como había hecho con los hermanos mayores
hasta que éstos adquirieron cierta autonomía y pudieron ser enviados a otras
partes con la misión de dirigir ellos mismos las tareas. Antes que fraile,
solía decir el regidor, hay que ser cocinero.
Ese tipo de vida duró hasta que comenzaron a
menudear los viajes paternos a Valencia. A partir de entonces, cuando tocaba
salir al campo, acompañaba a uno de sus hermanos pero éstos, más
condescendientes, lo eximían de todo trabajo físico y le permitían salir a
explorar los alrededores en invierno y a bañarse en las acequias o buscar nidos
en verano.
De lo que no se libraba, llegada la noche,
antes de cenar, era de una hora de estudio de la lengua latina, con Daniel, y
de otra de resolución de problemas de matemática administrativa, con José. Entre
otras cosas porque el regidor estaba ya de regreso y así lo imponía.
Antes y después de las lecciones, Joaquín no
tenía más obligación que la de dejarse mimar por sus hermanas y la de permitir,
con su mirada velada y enigmática, que el padre hiciera los planes más
desaforados para él.
Joaquín aprendió a medir los esfuerzos a fin
de no decepcionar a nadie, pero también se reservó, desde siempre, un tiempo
considerable consagrado a estar solo, sin tareas, sin lecturas, únicamente para
contarse quién sabe qué cosas, en el más absoluto recogimiento. Tenía una
habilidad particular para eclipsarse. De repente alguien echaba en falta su
presencia, pero ninguno sabía decir cuánto tiempo hacía que se había esfumado.
Y cuando era niño se le buscaba sin resultado. Se le llamaba y entonces parecía
surgir de ninguna parte, lo encontraban en medio de un pasillo, en la planta
baja, cuando todos habían estado registrando los altos de la casa, o al
contrario, bajando las escaleras tranquilamente, pero siempre un tanto
aturdido, como cegado por una luz súbita, aunque sin perder el fulgor mate de
su mirada y su seguridad inalterable.
También él frecuentaba La Closa cuando los propietarios se encontraban allí, dado que
hacía muy buenas migas con el señorito Rafael, poco más o menos de su misma
edad. Tal y como sucedía con Teresa y Pilar, dos medios distintos, el de Sajará
y el de Valencia, se observaban e intercambiaban su misterio.
Por aquel entonces, Joaquín, a la sombra del
regidor, precedido por sus hermanos mayores, no debió pensar ni un instante en
los imperativos inflexibles de la necesidad, razón por la cual se puede
colegir, con los riesgos que tal tipo de hipótesis comporta, que fue todo lo
feliz que un espíritu pueda llegar a serlo en esa edad que ostenta todavía el
tinte rosado y la frescura de la primera juventud.
VI
Las ratas no se escondían en su presencia,
sino que, inmóviles y curiosas, se le quedaban mirando con sus ojillos
brillantes, entre las raíces de las cañas. Él las escrutaba también con unos
ojos semejantes a los de ellas, pequeños, grises, vivos, punzantes. Y ese mutuo
examen podía durar mucho tiempo. Pero no tenía la menor importancia, nadie se
paraba a observarlo. Los demás se ocupaban cada uno de su labor del momento,
poco importaba lo que fuera, sin prestar la menor atención a lo que él hiciera
o dejara de hacer. Lo traían, simplemente, para que le diera el sol y el aire y
no se pudriera encerrado en la casona del viejo Colliure.
Si era verano, nadaba en el río, sintiendo
cómo las ratas le rozaban los muslos y las pantorrillas sobre la fina tela del
pantalón, igual que si fueran peces. Pero no eran peces, sino ellas, bien lo
sabía. Luego, en la otra orilla, distinguía en la oscuridad, bajo las ramas de
los sauces, las bolitas de plata antigua atisbándole desde las bocas de las
madrigueras, lamidas por las ondas. Y entonces él nadaba muy despacio, sin
hacer ruido, hasta ellas, sacaba de los bolsillos de la camisa, pues siempre se
bañaba vestido, pedazos de pan mojado, hacía con ellos diminutas pellas y, tras
amasarlas cuidadosamente entre las yemas de los dedos, las dejaba allí con sumo
cuidado, experimentando el placer del contacto de sus pies con el limo frío,
cual si se tratara de la piel de una anguila, en el que se deslizaban y se
hundían. Seguidamente se apartaba un par de metros y aguardaba, con el filo del
agua verde en mitad de la córnea, a que ellas, sus amigas, sus fieles, que
nunca andaban muy lejos, surgieran de nuevo y comenzaran a comer las blancas
pelotitas, primero tímidamente y unas detrás de otras, luego todas a la vez,
disputándose los bocados con dentelladas y gruñidos, haciendo hervir el agua.
Una vez consumido el cebo, recobraba el
paraje su tensa e intensa calma y él regresaba a la otra orilla para tenderse
al sol, dejando que se le secara la ropa puesta.
Si alguien pasaba junto a él y lo veía
tirado sobre la tierra, con los vestidos chorreando, seguía a lo suyo sin dar
la menor muestra de asombro, pues Salvador Colliure y Martínez, todos lo
sabían, estaba loco.
Flaco, ataviado con el atuendo labriego que
le sobraba por todas partes, manchado de barro, tenía algo de espantapájaros y
de muñeco indultado de falla. Escondido tras las cañas, creyendo que no se le
veía, rezongaba con furia ráfagas de un discurso ininteligible, mientras
acechaba, inmóvil, desde el fondo de los dos cuévanos que le perforaban una
cara hecha a base de cartón piedra y pintura barata, las evoluciones de cada
uno de los miembros de la cuadrilla.
Como perro cimarrón, mantenía las
distancias. No obstante, llegada la hora de la comida, se acercaba dócilmente a
su padre, o en su defecto a uno de sus hermanos, para que le dieran un pedazo
de carne dentro de un rebujo de pan y enseguida se ponía aparte, para comerlo a
solas.
El niñato. Todo se lo consienten, todo se lo
escuchan, como si fuera un viejo, y no dice más que sandeces, bobadas de niño
que juega a ser mayor. Pero ellos con la boca abierta, pasmados, como si
hubiera hablado un santo desde el fondo de una cueva. Los asalariados le
obedecen igual que si fuera el patrón y hasta el viejo lo trata como a un
príncipe. Eso es, como a un príncipe, porque es el primer hijo varón del primer
hijo varón. Menuda tontería, menuda insensatez. Como si esto fuera la Casa
Real. O sea, que él es el hijo mayor del hijo mayor y por eso ha de ser de
Pénjamo. Cuando resulta que el chaval es más soso que el arroz sin aceite. Ni
el padre consiente en corregirle; así, claro, se cree un gallito. Un gallito
peleón, con la cabeza siempre levantada y la cresta enhiesta. José Colliure,
hijo de José Colliure, nieto de José Colliure y así sucesivamente, desde que el
mundo es mundo y por siempre jamás, ellos se lo guisarán y ellos se lo comerán.
Los demás no somos nada, los demás estamos para hacer bulto. Pero ya verán que
esto no es así. Vaya que si lo verán, como no miren bien por el virote.
Escondido tras los juncos, mascullaba
palabras indescifrables o incoherentes para quienes no se tomaban la molestia
de escucharlo y no se perdía ni un solo detalle de cada una de las acciones de
su sobrino.
Los trabajadores lo consideraban como un
loco inofensivo y se mostraban rudos con él, pero no crueles. Tal vez por temor
a la reacción del viejo Colliure. Se limitaban a lanzarle chanzas y pullas
cuando este último no se hallaba presente y ellos tenían poco que hacer, en caso
contrario, acudían a sus respectivos quehaceres y llegaban a olvidarse de su
presencia. Tan sólo al final de la jornada, si el padre le daba unas cuantas
voces y el loco no acudía, entonces les ordenaba que lo buscaran por todas
partes hasta encontrarlo, siempre en las inmediaciones, tirado en cualquier
parte.
VII
La yegua baya olía a azufre y tenía pólvora
líquida en lugar de sangre. La había comprado muy joven, cuando no se sabía aún
lo que valía, a nombre del viejo Colliure, su segundo hijo, Francisco Colliure,
a quien el animal reconocía como único dueño. Nadie más conseguía encauzarla en
la labor y menos aún enjaezarla o montarla. Francisco Colliure, en cambio, con
su cabello y bigotes prematuramente canos, rostro atezado y severo, tenía sobre
ella el aspecto flamante de un coronel ruso de caballería. La llamaba y ella
acudía dócilmente a recibir la callosa mano de su amo.
Cuando le venía en gana, la ponía al galope
por la polvorienta carretera de Algemesí o la hacía saltar zanjas e incluso
acequias, ante la admiración general de los trabajadores que abandonaban
enseguida sus tareas para contemplar y comentar las evoluciones de la
portentosa yegua baya y la habilidad de su altivo jinete.
-Paco –le decían-. Esa yegua tuya valdría lo
mismo para rejoneo que para tiro y arrastre. Yo me sé de alguien que te daría
un Potosí por ella.
Pero Paco fingía no oír y seguía
cepillándola concienzudamente, con el ceño fruncido.
-Tío, déjanos montar la yegua.
-Sí, padre. Déjanos montar.
José
Colliure y su primo Jacobo sabían que ello no era posible si el dueño de la
bestia no la sujetaba de las riendas. Francisco Colliure nunca se negaba. Toda
actividad que estuviera relacionada con su yegua baya la aceptaba gustoso.
-Venga. ¿A qué estáis esperando? Montad.
Los jóvenes Colliure saltaban uno tras otro
al lomo del animal, que permanecía quieto como una balsa de aceite hasta que
escuchaba la voz de su amo.
-¡Arre!
Entonces Francisco Colliure caminaba
conduciendo de las riendas el espléndido equino, el tiempo que hiciera falta
hasta que los muchachos se cansaran. Pero luego, cuando se ponía a trabajar,
volvía a su carácter hosco y huraño.
Los jornaleros lo temían, sin que nadie
recordara haberlo oído alzar la voz o haber presenciado un acto brutal de su
parte. No obstante, su mirada, o más bien todo el gesto que se desprendía de su
cara, transmitía la inquietante sensación de que un oculto morbo interior
podría conducirle, llegado el caso, a cualquier cosa, incluida la crueldad
extrema.
Quizá la locura sólo sea eso, cuando uno
monta su propio carácter, pero habiendo olvidado ponerle petrales y riendas. Aparte
de que, en efecto, hay temperamentos que, como la yegua baya, únicamente un
jinete baqueano, cual era Francisco Colliure, podría cabalgar.
Al final de cada jornada, cuando ya estaban
encendidos los rescoldos del ocaso, los labriegos se ponían a enganchar los
carros, a cargar en ellos los aperos, alguna que otra caja de verduras o
frutas, la escopeta también, si habían estado en La Closa, cerca del río, o era la temporada de la tórtola.
Francisco Colliure, por su parte, ensillaba la yegua y cubría los cuatro o
cinco kilómetros que los separaban de Sajará a galope tendido, espantando a los
rocines que encontraba en el camino, tirando pacíficamente de la basterna. Los
carreteros alzaban el azote y le lanzaban imprecaciones que el jinete ni
siquiera oía, ensimismado en la gloriosa música ejecutada por los cascos
retronando contra el firme.
VIII
Al atardecer del sábado 16 de enero, el
abuelo Pepe mandó aviso a toda la familia de que la abuela Encarnación se
moría. Hacía varias semanas que los médicos habían juzgado dicha eventualidad
próxima. El hijo cogió el paraguas y salió enseguida. Teresa, como primera
providencia, ordenó a su vasta prole que se acicalara de inmediato como si se
tratase de un domingo por la mañana y salieran de paseo al Parque de la
Estación; como segunda, mandó, a su vez, recado a sus tres hermanas para que se
presentaran cuanto antes en casa de la agonizante.
Cuando todo estuvo dispuesto, salió en
procesión, seguida del nutrido grupo de sus tres hijas y tres hijos, todos
ellos vestidos de punta en blanco, aunque evitando justamente el blanco o
cualquier otro color que no fuera el del luto todavía atenuado pues el óbito
aún no se había producido. Su rostro enjuto, sin embargo, no manifestaba una
estricta severidad, sino que relampagueaba en sus ojos el brillo de una contenida
ironía, lo que, curiosamente, le confería un empaque demoledor.
En varias ocasiones se detuvo a saludar a
algún conocido, efectuando a la sazón los usuales comentarios de cortesía con
su voz sonora, cargada de una inefable autoridad, sin mencionar para nada el
objeto de tan ceremonioso desplazamiento.
La muerte, en efecto, dispone en Sajará de
un estatuto lindante con lo festivo. Los más viejos recordaban todavía cómo,
antaño, las bandas de música acompañaban en los entierros al muerto hasta la
boca misma de la fosa.
Nada más doblar la temida esquina, Colliure
percibió la familiar entrada de la casona con las puertas abiertas de par en
par, así como el estupefactivo, uniforme, murmullo de los rezos y acusó el
latigazo de un escalofrío. El personaje que, con tales preparativos, se
aguardaba no era otro que aquél cuyo rostro se pinta desdentado, disimulado en
el hueco oscuro de una cogulla, y que se aparece, cuando menos se le espera,
blandiendo una afilada guadaña. Aquél que hiela de espanto los corazones y
enfría, a su paso, las mentes, aún antes de llegar, parecía haber tomado posesión
del ámbito que ahora los ojos del joven Colliure percibían de manera distinta.
Traspasado el umbral, se sintió envuelto,
levantado en vilo y mecido, por el fragor rítmico, marítimo, psicodélico, de
una espesa rogativa proferida al unísono por decenas de bocas exhalando una
convicción incubada, sin la menor reserva, durante siglos.
En la penumbra de cirios en que se hallaba
sumida la planta baja, se enfrentaban dos hileras de mujeres enlutadas desde
los botines hasta el cuello. Lo mismo sucedía arriba, en el pasillo que
conducía a la habitación de la moribunda. Colliure creyó percibir en aquella
feroz salmodia una rabia contenida, un resarcimiento secreto de la propia
miseria a través del aniquilamiento ajeno, una emocionada sanción de la
destrucción exterior, un sentido himno a la muerte de lo que va más allá del
ser uno mismo.
Enseguida distinguió entre la devotería a
sus tres tías solteras, Plácida, Remedios y María de las Mercedes, hermanas de
Teresa, así como a su tía abuela, Mercedes Santamaría.
María Teresa Ángela Luisa Santamaría y
Llopis, sin pronunciar una palabra, con el solo gesto de abarcar con una mirada
altiva el corredor en toda su longitud, asumió el mando efectivo de la
situación. Abrió la puerta de una sala de estar y encendió la luz. Hizo pasar a
sus hijos al interior y les mandó que permanecieran allí hasta nueva orden.
José Colliure se irguió ante su madre:
-Quiero ver a la abuela.
-Está bien. Sígueme. ¿Alguien más quiere ver
a la abuela?
La pregunta fue acogida con un silencio
sepulcral. En vista de ello, Teresa salió de la pieza seguida por su hijo José,
cerrando con sigilo la puerta tras de sí. A continuación enfiló, haldeando con
majestuosa decisión, el interminable corredor, flanqueada por las dos filas de
estantiguas sentadas en sillas de enea. José avanzaba con la vista gacha, como
queriendo ocultarse tras las faldas maternas, observando con atención obsesiva
el raso de las mismas rozando los negros zapatos del enlutado beaterío.
También esa puerta permanecía con ambos
batientes abiertos de par en par. Pero en este caso una luz intensa surgía del
interior, tanto, que sus ojos sintieron en un primer momento la agresión del
resplandor, obligándole a parpadear para evacuar la humedad que se había
difundido en ellos. Entonces, todavía ligeramente deformada por el agua,
alcanzó a ver la escena que tenía ante sí. La abuela Encarnación reposaba la
cabeza sobre un almohadón visiblemente recién planchado, exhalando una blancura
hiriente de hipoclorito cálcico. Respiraba con dificultad, utilizando la entera
cavidad bucal, por lo que ésta permanecía siempre abierta. Los ojos, en cambio,
los tenía cerrados, como si quisiera concentrarse en lo único que realmente le
importaba ya, el acto mismo de morirse. En la cabecera del lecho se hallaba su
esposo, José Colliure y Faus; al pie del mismo, tres de sus hijos, José,
Francisco y Vicente Colliure y Martínez.
Teresa Santamaría, tras haber lanzado un
alarmado vistazo en dirección de la agonizante, se dirigió con pasos
apresurados hacia su suegro y vertió, discretamente, unas palabras en su oído.
Éste permaneció unos instantes perplejo, pero enseguida negó con la cabeza.
La nuera abandonó de inmediato la
habitación.
Colliure, hijo, nieto y sobrino,
respectivamente, de los presentes, avanzó hacia el extremo de la cama opuesto
al que ocupaba su abuelo y se puso a contemplar, hechizado, el rostro
irreconocible, asignado ya a la disolución, pero lo estamos ya desde que
nacemos, de aquella anciana que había sido tan pulcra y ahora aparecía ajado,
amarillo como una oblea, surcado de profundas arrugas que nunca antes le habían
semejado a él tan pronunciadas, enmarcado por una insólita y revuelta cabellera
gris. Le resultaba difícil admitir que aquel despojo que yacía bajo el rebozo
de la almidonada sábana había sido su abuela, Encarnación Martínez y Lluna, de
quien se rumoreaba en los mentideros de la ciudad que descendía de la propia
familia del empecinado Papa que ostentó tal apellido y que había heredado su
tozudez sublime. Aquella anciana altiva, severa, pero no distante, capaz de una
paciencia infinita cuando correspondía ocuparse de sus nietos, de la cual
Colliure conservaba entrañables recuerdos. Ahora su existencia tocaba, sin
embargo, a su fin, lo que ponía a Colliure, por primera vez en su vida, ante la
idea irreversible de la muerte. Es cierto que sus abuelos maternos habían
fallecido los dos, pero ello aconteció cuando tenía, respectivamente, uno y
tres años, por lo que sus reminiscencias de ambos acontecimientos resultaban
más bien vagas. En el caso presente, por el contrario, el joven Colliure podía
juzgar con una conciencia madura el misterio puro, absoluto, insondable y
cruel, que estaba floreciendo ante sus ojos. Y el tiempo se detuvo,
convirtiéndose en un bargueño dotado de mil cajones, los cuales eran otros
tantos tiempos que podían abrirse uno tras otro, sin orden preciso; algunos,
incluso, simultáneamente.
De súbito, sintió como si se hubiera
extinguido el rumor del océano que le rodeaba. En efecto, el corredor
permanecía sumido en un silencio expectante.
Entró en la habitación un sacerdote con
casulla y estola seguido de dos acólitos, uno de ellos portando la cruz. Tras
ellos apareció Teresa.
Los hombres se hicieron a un lado
respetuosamente.
El cura entonó un salmo. La abuela
Encarnación abrió unos ojos vidriosos que parecían mirar más bien hacia dentro.
El oficiante mojó el índice en el óleo y pergeñó en la frente las tres cruces
rituales pronunciando la fórmula con voz cavernosa: “Por esta santa unción y
por su bondadosa misericordia, te ayuda el Señor con la gracia del Espíritu
Santo. Para que, libre de tus pecados, te conceda la salvación y te conforte en
la enfermedad. Amén.” Luego, uno de los acólitos tomó la mano derecha de la
enferma y se la presentó al sacerdote para que éste repitiera el ritual.
Finalmente hicieron lo propio con la otra mano. Culminada la ceremonia, dieron
los tres media vuelta y salieron salmodiando. No saludaron a nadie ni
dirigieron palabra alguna a los presentes porque no había entrado un particular
sino la Santa Iglesia Católica Romana, la cual, como la vida y la muerte, entra
sin llamar y se va cuando le place sin despedirse.
Poco después, las beatas retomaron sus
rezos. La abuela Encarnación volvió a su complicada respiración hasta que, a
las nueve en punto, su reloj se paró para siempre. En ese mismo instante se
dejó oír una voz apagada procedente de lo alto que, al principio, nadie pudo
entender ni interpretar, pero que, progresivamente, iba subiendo de volumen
hasta convertirse en un lamento angustiado, entrecortado de sollozos, y por fin
en un grito animal que impuso un silencio helado a la casa como si hubiera sido
recorrida toda ella, desde el ático al vestíbulo, por un escalofrío de fiebre.
Los presentes alzaron instintivamente los ojos hacia arriba, pues se habían
olvidado por completo del hijo que faltaba, Salvador Colliure y Martínez,
encerrado en su habitación del desván; todos excepto su padre, el viejo
Colliure, quien seguía sin apartar los ojos del rostro jaldre de la difunta.
Al día siguiente, tras el entierro, la
familia aguardaba a que los operarios del cementerio pusieran el último
ladrillo que sellara la tumba. Algunos amigos de José Colliure lo habían
acompañado hasta allí. Uno de ellos, al que llamaban Pepito Moltó, le susurró
al oído: “-¿Por qué buscáis al vivo entre los muertos? No está aquí....” Idos.
Colliure se volvió hacia él.
-¿Dónde está, pues?
-Ahí dentro sólo habéis metido un traje
viejo, que ya no sirve.
IX
Llegado el mes de agosto, la familia
Colliure al completo cogía sus bártulos y se trasladaba a la casa del Perelló.
Allí acudía también desde Valencia, donde trabajaba como cocinero en uno de los
más prestigiosos restaurantes de la capital, Vicente Colliure Martínez, último
de los hijos del patriarca; el cual, en cuanto lo tenía en casa, se levantaba
temprano para comprar él mismo los mejores ingredientes, generalmente los que se
requerían para un gigantesco “all i pebre”, e invitaba a los más conspicuos
veraneantes del Perelló, entre quienes figuraban siempre los dueños de “La Closa”, familia con la que habían
tejido los Colliure lazos estrechos e inveterados, pero también miembros de los
Ayuntamientos de Sajará y de Valencia, terratenientes locales e incluso, a
veces, algún diputado a Cortes.
Vicente Colliure, no sólo hacía el “all i
pebre” como nadie sino que, además, debido a su experiencia profesional, sabía
hacerlo, sin que desmereciera, en grandes cantidades. Una vez su padre le había
traído las vituallas procedentes del mercado y de la huerta, él se ocupaba del
resto, rechazando cortés pero firmemente la ayuda de cualquiera. Lavaba
calderos y marmitas, encendía el fuego de la cocina al aire libre, situada en
el patio, troceaba las anguilas, las patatas, picaba los ajos, alegremente,
como si disfrutara más haciéndolo que comiéndolo. Las mujeres de la casa,
sabedoras de que si se quedaban allí molestaban más que otra cosa, se iban a
mojarse los tobillos en el plácido mar de la mañana y vigilar a los niños que
se bañaban durante horas. Luego, hacia la una y media, regresaban para acoger a
los invitados que comenzaban a llegar alrededor de las dos.
Esas comidas no tenían más secreto que el
“all i pebre”, la paella, la marinera o la de tierras adentro, el arroz al
horno o incluso el arroz de puchero o caldoso, que preparaba Vicente, las
ensaladas, varias sandías puestas en hielo durante horas, una descomunal tarta
encargada en el horno, licores de dama y de caballero y un excelente café
preparado igualmente por el ínclito cocinero, cuyo aroma, al esparcirse,
anunciaba siempre la aparición del viejo Colliure con una caja de habanos que
solía comprar al por mayor en el puerto de Valencia y, haciendo uso de una
campechanía que lo mismo agradaba a un letrado que a un arriero y de la que él
solo poseía el secreto, los distribuía acordando a cada uno un comentario único
mediante el cual se lo ganaba para siempre, haciéndole ver que debía considerar
aquella casa, ni más ni menos como la suya propia. Acabada la ronda, dejaba la
caja de puros, todavía a medio consumir, en mitad de la pantagruélica mesa para
que, ya sin maneras, cada cual se sirviera, así como de café y licores, cuanto quisiera.
Así, bajo la tupida parra, las conversaciones solían prolongarse hasta el
atardecer. Pero ello sólo entre la gente provecta. Los jóvenes habían volado
todos como jilgueros. Las chicas, a la habitación de María Teresa, que daba
hacia el mar, del otro lado de la casa. Los chicos se iban hacia el puerto, o
hacia las casas del poblado de pescadores, donde hacían alguna que otra
trastada, o por el contrario se perdían de vista por los inmensos arenales, a
lo largo de la playa, o bien en la marjal.
La conversación de los adultos giraba en
torno a la política o los negocios, cuando había decaído ya el tema
gastronómico.
Entretanto, Sajará se había quedado
desierta, pues durante la canícula, quienes no tenían casa en el mar, o una
simple barraca en los huertos que lindaban con las dunas, o menos aún, una
chabola hecha con material de recuperación, enganchaban los carros y se iban
con ellos a la playa del Faro, o a la de la marisma, y allí vivían en
campamento, como los gitanos. Porque fuera de las murallas de Sajará, existía
aún una vida salvaje.
Quienes no tenían más remedio que quedarse
en la ciudad, se sepultaban vivos en el fondo de sus viviendas, no saliendo
sino de madrugada o al atardecer, cuando se levanta la brisa del mar. Eso, si
no venía el viento de poniente, que inflamaba la atmósfera y hasta los objetos,
como si fuera una inmensa bola de fuego que rodara entre la calcinada tierra y
el cielo indiferente. Pero hacia el este se encontraba el mediterráneo, con su
azulado frescor, surcado por las alborotadoras gaviotas que, a veces, se
aventuraban hasta los últimos arrabales que caían por esa parte, para
disputarles las carroñas a los gatos. Y antes, los arrozales inundados de agua
en esa época del año.
X
Todo se lo consienten
al niñato, cualquier insensatez se la escuchan bien como si hablara el
arzobispo. Yo, en cambio, tengo que estar aquí, tras las cañas, tras los
barrotes de una prisión, o peor, igual que si no existiera. Pero la hoz existe,
ahí está, es dura y cortante. Si se descuidan, les quitaré la hoz. La hoja de
la hoz ciega bajo el sol y a cualquiera le resulta imposible permanecer
insensible ante su sonrisa malévola. Palabras y palabras y más palabras, que si
el rocín cojea hoy, que si el trillo pesa un quintal. No saben más que hablar y
hablar para nada, para decir sólo lo que ya se ve. Pues no tendréis más remedio
que enganchar la yegua baya y ponerla a trillar. No quiere. Paco no quiere,
claro, por eso se ha quedado mudo. ¿Qué te ocurre ahora, Paquito, se te ha
comido la lengua el gato? Venga, decídete, tendrás que hablar un día de éstos,
todos están ahí como pasmarotes esperando a que abras esa boca llena de dientes
que es de tu propiedad y digas lo que no tienes más remedio que decir. La hoja
de la hoz ciega bajo el sol y ríe, ríe como una loca revolcándose entre los
hierbajos. Si fuéramos ratas, todo iría mejor. Venga esas palabras. Sí, eso es.
Tendremos que enganchar la yegua baya. Pues claro que la tendréis que
enganchar. Si es que la yegua baya es la niña de sus ojos. Eso, bien seguras
las cinchas. El arzobispo adolescente las comprueba todas. Ahora que trabaje la
yegua de paseo, que apechugue ella y descanse el rocín. Siempre llega un
momento, aunque dure poco, en que lo que está arriba pasa abajo y lo de abajo
ocupa su lugar. A mí también me las pagarán todas. Una tras otra. Vaya que me
las pagarán. La hoja de la hoz. Nadie se da cuenta del brillo helado de la hoz.
A nadie daña los ojos sino a mí. Salvador, la camisa da olor, dice la
chiquillería. Pero si me dejaran montar la yegua baya, ninguno se hubiera
atrevido a insultarme. Mejor que Paco, sí. Nadie podría cabalgarla como yo. Un
monigote. Tú no eres más que un monigote de falla, dicen. Si todos fuéramos
ratas, la cosa cambiaría. El látigo, Paco. Haz restallar el látigo. Así, así.
¡Dios, y qué alta es! Cómo se ha puesto de alta la yegua, encabritada. Sus ojos
de rata gigante echan chispas de fragua. Te has puesto pálido, eh Paquito. Más
blanco que un papel de fumar. No es para menos. Tu yegua no sabe trillar trigo.
Sólo correr y saltar zanjas, lo que le han enseñado, pero no con el trillo
detrás, como ahora. Ese trillo que pesa un quintal le ha caído sobre los cuartos
traseros y se los ha partido como si fueran de hojaldre. Tu yegua está rota,
Paco. Rota y en el suelo. Ya verás el desperdicio cuando escampe el polvo. La
tendrás que rematar, tú, que la quieres más que a tu madre, si tienes redaños
para hacerlo. Ahí te quería yo ver. Coge el cuchillo, derrama la sangre
caliente sobre la tierra sedienta, que te lo agradecerá. La hoz es para mí. Te
corresponde a ti hacerlo y a nadie más. No te equivoques, Paco. Elige bien el
punto, no la vayas a marrar, de lo contrario la harás sufrir aún más a tu yegua
baya. Lo mío es más fácil. Lo mío es sólo cercenar como si fuera una cabeza de
maíz. Eso, eso, mirad todos la yegua baya. El chorro rojo y brillante que
empapa la tierra y produce vértigo en las cabezas. No os perdáis ni una migaja
de su agonía. Gritad. Gritad más. Estáis todos locos. El niñato ha sentido la
muerte acercándosele por la espalda. Has olido el brillo amargo de la hoz o has
presentido su sonrisa seductora ¿no es así? Debe ser fascinante, en efecto, la
propia muerte. Nadie quiere perdérsela. El destello plateado que surca el cielo
buscando nuestro cuello nos hechiza como si fuera tósigo. Pero ¿quién se ha
llevado el día y ha traído esta noche con estrellas que taladran los ojos? Es
la paja y el polvo de la era. Maldito.
-Dame esta hoz, tío, que te puedes lastimar
como la yegua baya.
XI
La finca “La Closa” disponía de un gran establo donde se criaban toros.
Recién concluidas las vacaciones del Perelló, cierta mañana de septiembre, un
empleado descubrió que uno de los toros se había ahogado con la cuerda durante
la noche. En ausencia de miembro adulto de los Colliure, el empleado se dirigió
al jovencísimo José.
-Cargadlo en el carro –ordenó.- Y cubridlo
de paja.
Así se hizo. Entonces José Colliure saltó
encima del pescante y tomó las riendas. Los empleados lo vieron alejarse,
dubitativos.
Era una de esas mañana límpidas de
septiembre cuando el sol, tras las lluvias que cierran con autoridad el
paréntesis del verano, vuelve a brillar con saña en una atmósfera que ya se ha
refrescado un tanto. Ni una sola nube vagaba por el inmenso añil del cielo. La
montaña de Corbera, en forma de caballo, no aparecía azul sino parda, a causa
de la transparencia del aire. Colliure se sentía de excelente humor. Durante
todo el mes de agosto se había bañado mañana y tarde en el mar, nadando hacia
lo hondo hasta casi perder de vista las casas de la orilla. Se notaba los
músculos tensos, la piel tersa y bajo ella adivinaba unos huesos blanqueados
por el sol. Todo su cuerpo exhalaba el frescor y la luz del mediterráneo.
Avanzaba entre los verdes y silenciosos
naranjos. La huerta se hallaba desierta, pues los hombres y las bestias de
Sajará, junto con la multitud de forasteros que acudía por esas fechas, se
encontraban en la partida, segando el arroz. Colliure se echó sobre la paja,
con las riendas enrolladas alrededor de la muñeca, fijos los ojos en la
catarata de azulete que se volcaba sobre el mundo allá en lo alto, protegido
del sol ardiente por los árboles del camino. La tierra exhalaba un aliento
cálido, que no es sino el efluvio producido por la respiración de la vida. Rememoraba
las aguas azules de cuando ya no se veía el fondo arenoso, los rayos rielando
sobre la superficie del cristal, enroscándose, retorciéndose y borbollando como
un banco de anguilas doradas, las dunas ardientes que era preciso atravesar
para ir a comer ciruelas. Las mujeres con la piel color bizcocho recién
horneado y la de las más altivas, que se protegían con sombrillas mientras
daban largos paseos por la playa, mojándose únicamente los tobillos. A la caída
de la tarde, cuando se alzaban las olas y se podían ver los peces dentro de
ellas como a través de la pared de una botella verde, con Daniel y Joaquín
echaban las redes, pescaban la cena. Pero ahora, a finales de septiembre, la
atmósfera estaba más luminosa y diáfana que nunca.
El carro se iba acercando al fielato.
Colliure, desperezándose, se incorporó. Sentados en un banco, a la sombra de
una morera, tres empleados debatían animadamente. Uno de ellos se levantó con
un esbozo de sonrisa perezosa.
-Pepe, ¿qué traes debajo de esa paja?
Se reía por anticipado, sabiendo que el aludido
era absolutamente incapaz de dejar pasar la oportunidad que le brindaba esa
provocación para soltar una de esas salidas desopilantes, tan suyas.
-Un toro –contestó Colliure, muy serio.-
Los tres estallaron en una carcajada
homérica.
A Colliure tan sólo le brillaban los ojos,
como si el esfuerzo que estuviera haciendo para dominar su hilaridad fuera
realmente titánico. Los otros, considerando que el deber de contenerse
únicamente se refiere a quien pretende decir algo gracioso, se dejaron llevar
sin resistencia por el aluvión imparable de la risa. Se retorcían, se plegaban
en dos, se agarraban el vientre prominente, desplegando sus robustas quijadas,
exponiendo al aire libre sus encías con muelas y dientes. Colliure, al final,
se dignó condescender en una leve sonrisa, lo que exacerbó aún más la hilaridad
de los empleados.
Cuando el que se había levantado del banco
pudo al fin serenarse un poco, todavía con los ojos chorreando lágrimas, acertó
a decir:
-Venga. Pasa.
Y dio una palmada en la grupa del rocín.
Colliure estuvo mucho tiempo oyendo las
estentóreas carcajadas tras de sí.
-Es la repera el muchacho éste. Ya sabía yo
que iba a salir por peteneras.
-¡Un toro! ¡Qué ocurrencia! Clois,
clois.....
Y otra vez se agarraban los tres las
redondas panzas de buda labriego.
XII
Fue en el año 1917, mientras Europa seguía
desangrándose en una guerra cuyos estragos y miserias alcanzaban proporciones
hasta entonces inauditas, cuando la revolución había estallado en el país de
los zares y amenazaba con propagarse a otros, entre ellos España, Sajará tuvo a
bien vivir, con toda la pompa civil y eclesiástica, un acontecimiento mirífico,
mélico y también un tanto bizantino, digno de la medieval “Leyenda dorada,” que
tuvo por protagonista, para gran asombro y confusión de algunos integrantes del
clan, a un miembro de la rama Santamaría.
En cuanto se conoció el evento, Teresa tuvo
que intervenir de inmediato, al notar un brillo sospechoso en los ojos de toda
la caterva de Colliures que infestaba su casa.
-Por descontado que la familia al completo
deberá asistir a cada uno de los actos previstos, pues el parentesco es
demasiado cercano y estaremos muy mirados.
La autoridad materna acrecentó las dudas y
la perplejidad en todos, incluido Colliure padre, pero tuvo la virtud de cortar
por lo sano cualquier comentario, cundiendo, al parecer, la decisión de curarse
en salud y aguardar acontecimientos antes de pronunciarse abiertamente.
He aquí la verdadera relación de los hechos
que acontecieron aquel año en la acrópolis de los pantanos. Las hermanas
Santamaría, Remedios y María de las Mercedes, llevaban, desde siempre, una vida
devota en el apartamento de la Plaza de la Constitución, haciendo bodigos y
llevándolos a la iglesia. La mayor, Plácida, había fallecido el seis de enero,
día de Reyes, de ese mismo año, razón por la cual el régimen conventual que ya
regulaba sus vidas se hizo, si cabe, más estricto con el luto. También se
incrementó, a la vez, la asistencia a los oficios, que llegó a ser cotidiana,
facilitada por la proximidad del templo consagrado a San Pedro, situado a un
tiro de piedra de la mencionada vivienda, aunque eran en verdad raras las
fechas en que no se las veía igualmente en el Convento, algo más lejano,
dedicado éste a la Virgen de Sales, así como era notoria la presencia de los
propios religiosos en la casa.
Remedios había empuñado el cetro de una
autoridad que sólo ejercía plenamente sobre María de las Mercedes, si bien no
renunciaba por completo a ampliarla igualmente, aunque empleando métodos más
desviados y menos coercitivos, con respecto a los otros dos hermanos casados,
Enrique y Teresa, sobre cuyos asuntos se había reservado ella misma cierto
derecho, cuanto menos a la inmisión, que casi nunca era admitido. Para ello no
tuvo necesidad de innovar, pues le bastó con seguir los pasos de Plácida, que
había sostenido de esta guisa la férula desde que, a principios de siglo, en
1901, había pasado a mejor vida la añorada madre, María Llopis y Martínez.
María de las Mercedes no notó para nada el cambio de reinado, en parte
porque el estilo de Remedios no difería mucho del de Plácida, lo mismo la
llevaba de un cabello la una que la otra, en parte también porque hacía nueve
años ya que le había salido un fibroma en el pecho del tamaño de un huevo de
perdiz y tanto los médicos corporales como los espirituales lo habían dejado
todo entre las manos del Señor.
La menor de las Santamaría se volcó
sinceramente en la religión, ésa fue la realidad, negárselo habría sido quitárselo. No lo hizo con el fanatismo de
Plácida y de Remedios, ni con la devoción aséptica y un tanto distante de
Teresa, sino con un fervor sentido, no desprovisto de fiebre.
Algunas circunstancias ayudaron, sin
embargo, a ello. El fibroma sobrevino en el momento en que había adquirido el
convencimiento, por razones obvias de edad, de que la, todo hay que decirlo,
siempre quimérica petición de matrimonio no iba a llegar nunca, ni siquiera de
la parte de un eventual viudo, y que se había quedado, como se temía, para
vestir santos. De este modo, la inmersión en el misticismo se produjo sin
pérdida ni desperdicio.
Ocurrió también que, cuando el padre Eduardo
Vadillo fue destinado a la parroquia de San Pedro, Plácida aún vivía y quedó
ésta favorablemente impresionada por la factura y maneras del sacerdote, pues
se trataba, en efecto, de un religioso de nuevo cuño. Era todavía joven,
delgado cual linaje de miércoles corvillo, pálido, espiritual, de ésos que,
exhibiendo una menudencia sentimental, hacen la rueda como un pavón, no orondo
y osco y chaparro y glotón, como era habitual verlos en Sajará. Él estaba
dotado, en cambio, de una mirada clara, casi transparente, y húmeda, que se
orientaba fácilmente hacia arriba, hacia el cielo, hacia donde cabía suponer se
hallaba ya su alma, a la cual todo él anhelaba seguir, en cuerpo entero, y que
le daba, a un tiempo, la angélica resignación y la sublime aspiración de los
santos pintados por Zurbarán. Y se mostraba tan humilde que, en ocasiones, se
complacía en declarar que le gustaría ser enterrado en medio de la plaza de
Sajará, para que, de ese modo, todo el mundo pudiera hollar continuamente su
tumba. En suma, uno de esos sujetos que, por vía de preterición, entran a
laudes y salen a vísperas.
Muy pocos eran los feligreses cuya
envergadura intelectual daba lo suficiente como para entender que difícilmente
puede concebirse una soberbia comparable a esa pretendida humildad. Y entre esa
minoría, desde luego, no cabía incluir a las hermanas Santamaría, sobre todo a
María de las Mercedes, en el fondo un poco dulce de sal. Pero sí era, por
ejemplo, el caso de la mayor parte de los integrantes del clero sajarano.
Así, haciendo impúdicamente gala de una
curiosa alcahuetería espiritual, Plácida intrigó largo y tendido, en casa y en
el templo, para que María de las Mercedes abandonara al padre Ildefonso como
confesor y adoptara, en tanto que tal y como guía espiritual, al recién
llegado.
Lo que ganaría con ello, sólo Dios y el
diablo podrían asegurarlo.
En
cualquier caso, el nuevo confesor orientó pronto a su pupila hacia un
misticismo exacerbado. No solamente mediante la amonestación y la plática, sino
también a través de un tupido programa bibliográfico, entre cuyos títulos
figuraban “La imitación de Cristo” y
“Los ejercicios espirituales.”
-Dios, mi estimada María de las Mercedes,
permite alguna vez que se operen milagros, siempre y cuando ello redunde en
ejemplo para las masas. Por eso nunca los malvados, ni los viciosos, sino
aquellos que hayan alcanzado la perfección, podrán obrarlos. Tampoco se logran
con sentimientos egoístas, aunque se trate de una aspiración tan legítima como
la de la propia supervivencia, sino más bien con el propósito altruista de
lograr la salud de los demás a través de nuestra propia salvación. Dios es un
dios de vida, pero sobre todo de la del más allá.
Sea como fuere, a pesar de las
mortificaciones de diversa índole que en puridad sabía infligirse, por el
rostro de María de las Mercedes daba la impresión de haber terminado de
escurrirse, de una vez por todas, la sombra de un nubarrón agorero, para dar
paso a la luz de los bienaventurados.
Alguna vez alguien se permitió musitar entre
dientes este comentario: “-Al menos eso la ayudará a morir, la pobre.”
Pero una mañana de primeros de julio en la
que el sol entraba a raudales en su habitación y una multitud inusitada de
palomas zureaba sobre el tejado, mientras se vestía notó que algo se le
desprendía del pecho. Instintivamente se dio una palmada para atraparlo y
cuando desplegó la mano vio que en el cuenco de la misma estaba el fibroma.
Asustada, corrió a buscar a Remedios, que a
la sazón se hallaba en la cocina, e incapaz de pronunciar una sola palabra se
limitó a abrir de nuevo la mano, mostrándole el contenido. La hermana tardó
unos segundos en adivinar qué podía ser aquello, mas cuando al fin lo logró, se
llevó las yemas de los dedos a la boca y exclamó:
-¡Milagro!
Acto seguido se quitó el delantal, lo echó
sobre la mesa y, sin añadir un solo fonema a lo ya dicho, salió a la calle. María
de las Mercedes se quedó donde estaba, sentada en una silla de la cocina, con
el fibroma de marras dentro del puño cerrado. Transcurrió algo más de una hora
antes de que Remedios regresara con el médico de cabecera, una monja, el padre
Vadillo y un frasco de cristal lleno de alcohol, donde le pidió a la hermana
que dejara caer el ya famoso fibroma, para ofrecerlo enseguida a la estupefacta
veneración de los tres testigos escogidos.
A partir de ahí, el padre Eduardo Vadillo,
entusiasmado como una novicia que acaba de ver al Papa en persona, tomó el
relevo, llevó el asunto al arzobispado y en definitiva ahí estaban los Colliure
y los Santamaría como si se hubieran tragado una bola, ocupando un sitial de
honor en la iglesia, dispuestos a escuchar misa solemne oficiada por el propio
obispo; el cual, durante la homilía, felicitó a la agraciada, la puso como
ejemplo de fe y esperanza, en fin, la levantó sobre el cuerno de la luna. Para
concluir atribuyendo oficialmente el milagro a la Virgen de Sales, patrona de
Sajará.
A este acto solemnísimo, asistieron incluso
los Señores Criado Becerril, propietarios de la finca La Closa, acompañados de sus dos hijos, Pilar y Rafael, venidos ex-profeso de Valencia, el
alcalde, el consistorio en pleno, el gobernador civil, el capitán general de la
tercera región militar, el diputado a Cortes por Sajará y, cómo no, la
totalidad de los alumnos de la Escuela Jardín, con objeto de acompañar a
Joaquín en este gravísimo momento, y por idéntica razón, la totalidad de las
alumnas del colegio de monjas al que asistían María Asunción y María de las
Mercedes Colliure Santamaría, ambas instituciones con el cuerpo profesoral al
completo. Se hallaba igualmente presente el círculo íntegro de los amigos y
conocidos de José Colliure, que no hubieran consentido en perderse esto por nada
del mundo. Allí estaban, en efecto, bien situados y muy de asiento. Colliure
podía verlos muy a su sabor, reclinados en los primeros pilares, Agustí Bernal
el primero, con traje negro, chaleco y pajarita blancos, una flor en el ojal.
Junto a él, Rosendo Palacios de Bobadilla, Juan Fábrega, Antonio Gállego,
Antonio Collantes e Higinio Sabater, vestidos todos como papas.
Dentro del templo se entonó un Te Deum, un Kyrie, un Gloria, el Domine praevenisti, el Alma Redemptoris Mater y el Magnificat Royal. Fuera aguardaba la
banda municipal que, en cuanto vio salir a la agraciada, rodeada de las
autoridades civiles, militares y eclesiásticas, se arrancó con un pasodoble y
ya no paró hasta que, una hora después, María de las Mercedes se decidió al fin
a enfilar la tenebrosa y pina escalera que la conduciría, de momento, al ático
de la plaza de la Constitución.
Unos días más tarde, ante la puerta del
Ayuntamiento, José Colliure departía al sol con otros jóvenes de su edad. Era
una mañana de domingo radiante, razón por la cual el zoco se hallaba
pasablemente concurrido. En eso, desde los porches, alguien interpeló a
Colliure:
-¡Eh, Colliure!
El aludido enriscó los ojos y vio a Antonio
Collantes con una sonrisa de oreja a oreja que le dividía casi la cara. Ni el
carácter ni la actitud del sujeto auguraban nada bueno.
-¡Eh! ¿Qué se siente cuando se tiene una
santa en la familia?
-Mira que tienes poca sustancia –repuso
Colliure.-
Pero el foro entero se volcó en una
carcajada pantagruélica, cual si toda Sajará no hubiera estado aguardando,
durante días y noches, como en el interior de una olla a presión, sino la más
insignificante chispa para hacer estallar la carcasa del formidable excedente
de hilaridad acumulado en el ambiente.
Colliure se arrancó a correr tras el
chistoso, el cual optó enseguida por dejar las risas para otra ocasión más
propicia, colgarse las piernas al cuello y poner igualmente los pies en
polvorosa, saliendo ambos cual lebreles calle La Punta hacia abajo, silenciosos
aunque raudos como si volaran con las alas del viento, lo que no hizo sino
aumentar el jolgorio general.
Fue también por aquellas fechas cuando
Remedios comenzó a maznar a Teresa con la idea de que, en agradecimiento a la
feliz intercesión de la Virgen, sería bueno, por no decir justo y necesario,
que uno de sus hijos entrara en religión.
-Nosotras no podemos efectuar tan
maravillosa a la par que generosa contribución, pero tú has sido bendecida con
numerosa prole. Nada menos que seis descendientes para asegurar la prosperidad
de la familia....
XIII
Los pueblos pequeños y las casas reales
tienen eso en común, los enredos y curiosidades genealógicas que, al compás de
los tiempos y los sucesos, se renuevan en todas sus variantes como una eterna
canción, hasta el punto que cada miembro de la tribu sostiene con los demás, no
uno, sino varios lazos de parentesco, en grados diferentes y procedentes de
direcciones distintas. Casualidad o arreglos a la usanza de la época, lo cierto
es que aconteció en Riera, hacia finales del siglo XIX, que dos primos, Luis y
Juan Mayorino, contrajeron matrimonio con dos primas hermanas, Consuelo y
Carolina Torres. Ambos enlaces fueron pronto bendecidos con numerosa prole, la
de los Mayorino Torres, que daba, en consecuencia, la falsa impresión al
profano, es decir al forastero, de constituir una única familia con nada menos
que doce hermanos. La realidad era que, de toda esa nube de Mayorino Torres que
pululaba por el pueblo, la primera pareja, Luis Mayorino y Consuelo Torres,
engendró cuatro miembros, mientras que la constituida por Juan Mayorino y
Carolina Torres generó la respetable cantidad de los ocho vástagos restantes.
Ni qué decir tiene que los doce primos dobles
tenían perfecta consciencia de formar un clan dentro de la reducida Riera.
Hoy en día resulta difícil imaginar cómo
Consuelo Mayorino Torres y José Colliure llegaron a conocerse. Ellos no lo
dijeron nunca. O quizá lo dijeran en una época y lo callaran en otra.
Pertenecían, sí, a dos mundos divergentes, a pesar de ciertas similitudes de
superficie determinadas por la economía agraria en la que ambas familias se
hallaban inmersas. Los Mayorino ocupaban una posición social confortable en
Riera, lo que suele decirse gente de media capa, y lo mismo podía afirmarse de
los Colliure en Sajará, en todo caso antes de que el regidor comenzara a
establecer su cabeza de puente en Valencia, sólo que, entre el ámbito de Riera
y el de Sajará, las proporciones no eran las mismas, un notable desfase podía
percibirse en muchos sentidos, incluido el cultural. En Sajará se exigía un
cierto refinamiento a las clases denominadas con posibles. En Riera ello no era
forzosamente necesario. Sajará poseía estación de tren y estaba enlazada
directamente con Valencia; además, era, y es, cabeza de partido. En fin, Sajará
es ducado.
Por otra parte, o quizá como consecuencia de
lo arriba expuesto, Sajará y Riera constituían dos sociedades endogámicas en
actitud manifiesta de darse la espalda, desde una y otra parte del río, el cual
representaba una frontera natural como bien lo prueba el sonsonete que solía
oírse en aquélla, de Riera, peor que
fiera, o bien de Riera, ni burra ni
nuera, y finalmente, Riera, más lejos
estuviera. A no ser por el negocio de los toros, resulta imposible la mera
idea de que José Colliure llegara a interesarse por esta pequeña población, o
por el dios que la fundó. Ninguno de sus amigos, por citar un detalle
esclarecedor, había puesto jamás los pies en ella.
Consuelo debía estar recluida en la casa que
poseían los Mayorino enfrente del Ayuntamiento como en una Bastilla
inexpugnable. Tanto más cuanto se decía, siempre se ha dicho, incluso mucho más
tarde, por todo aquél que la conoció en aquella época, ¡mira que era guapa
Consuelo! Era guapa y blanca, como requería la moda imperante, y poseía un
carácter más bien firme, por lo común; de armas tomar, en las ocasiones. Aunque
de esto último se hablaba menos.
Es más que probable, pues, que Colliure oyera
hablar de esa belleza blanca y peregrina en alguna de sus expediciones taurinas
a Riera, ya fuera para llevar los astados o para cobrarlos, y que le faltaran
pies, a ese eterno insatisfecho, para levantar bandera de desafío. Pero cómo
fue que llegó a penetrar en la amurallada Troya de los Mayorino, ello
constituye hoy un misterio insondable. Unos dirán que el amor es como el agua,
que busca tenazmente su vía y una vez la ha encontrado resulta imparable. El
amor, el más viejo y más potente sortilegio jamás inventado por los hechiceros
del paleolítico, la gran ilusión, tanto más tenaz y arrolladora cuanto
necesaria para la subsistencia de la especie. Otros, conociendo la solidez y el
peso específico del pasado, el futuro para los interesados, dirán que el destino,
probablemente otra ilusión.
El caso es que el idilio entre Consuelo
Mayorino y José Colliure remaneció de la nada en Riera y de repente, como surge
un pájaro agazapado en una mata, como dicen que, en cualquier momento, puede salir
el diablo tras un fajo de leña seca, o como se declara un fuego en un jaral,
durante los meses de estío. Y sentó como un tiro.
En tanto que clan, uno de los más sólidos de
cuantos integraban la quintaesenciada Riera, los Mayorino Torres ofrecieron una
activa oposición al noviazgo entre Pepe Colliure y Consuelo, la única hija que
dispensó la unión entre Luis y Consuelo. Paradójicamente, quienes más se
distinguieron en la expresión de dicho rechazo fueron los primos por partida
doble de la novia y no los auténticos hermanos. Aunque, bien mirado, o bien
mirado desde cierto punto de vista, digamos, histórico, la actitud más
discreta, diplomática, de los hermanos no carece de lógica, sobre todo de
prudencia, por si acaso algún día dicho enlace, contra viento y marea, llegara
a concretizarse y tuvieran que titularse, mal de su grado, cuñados de Colliure,
ese señorito chulo que venía de Sajará, del otro lado del agua, con demasiadas
ínfulas para el gusto de la rústica Riera, que para ellos era, sencillamente,
el paradigma vigente del sentido común, a falta de otro. En efecto, vistas así
las cosas, con la perspectiva que da el tiempo, no sería improbable que los
primos hubieran estado hablando por boca de ganso.
No obstante, puede darse por seguro que el
hermano mayor de Consuelo, Ricardo, colaboró secretamente en el contubernio de
sus primos dobles, o al menos estuvo al corriente de sus manejos, pues nunca en
su vida logró embridar la animadversión que le producía Colliure, la cual éste
le devolvió cumplidamente por idéntico lapso de tiempo. Así pues, no resulta
descabellado, como digo, que el primogénito de la familia estuviera al
corriente de la emboscada que se le tendió al novio de su hermana a la salida
del puente. Por el contrario, los otros dos hermanos, menores que Consuelo, ya
es más dudoso que hubieran participado, ni siquiera indirectamente, o por
omisión, en semejante asunto. José Mayorino había que excluirlo de plano, dada
su juventud, y de no haber sido por ello, también lo hubiera eximido su
carácter pacífico, aunque algo esquivo, que a la sazón debía estar formándose y
que se manifestaría ampliamente en su madurez. A Juan Luis lo excluía de
semejante contubernio su cabal naturaleza, pues era, como Consuelo repetiría
infinidad de veces, un verdadero trozo de pan y estuvo siempre muy unido a su
hermana, de la que apenas le separaban los meses necesarios para una gestación.
Una mañana de domingo, cuando José Colliure
y Consuelo Mayorino aún no habían hablado ni tres veces y su incipiente
noviazgo no era más que un rumor difuso, ambas Consuelos, madre e hija, salían
de misa con todo el celaje de la feligresía, amas austeras revestidas con
mantos de humo, todavía con el calor narcótico de la eucaristía tibiándoles el
cuerpo y los ojos dispersando su fluido en una atmósfera que percibían teñida
de flavona por las palabras del Evangelio, como si los objetos flotaran en zumo
de limón. Las Sagradas Escrituras, en la voz bronca y pastosa de un párroco
rural, constituían un bálsamo untuoso para reconfortar las estáticas almas de
las mujeres de Riera en la convicción de que las flores jaldre, que la
primavera pasada esmaltaron los campos, son las mismas que lo adornarán la
siguiente, pues tanto unas como otras no son sino la manifestación intermitente
de lo que es amarillo en el mundo, es decir, lo eterno.
Consuelo Mayorino sentía que le crecía una
de esas flores dentro del pecho, pero aquello no tenía nada de extraordinario,
porque ella era sólo tierra, así lo dicen los curas, no más que el vehículo que
transporta la renovación del universo a través de los años y de las eras
geológicas. Su madre, Consuelo Torres, debió pasar por ese trance en el tiempo
de su sazón, como más tarde pasará la Consuelo que está por venir, en una
sucesión indeterminada cuyo sentido último se le escapaba. Ahora le toca a
ella, pero acontecerá como aconteció y así in
perpetuum. Quien se sienta capaz de entenderlo, que lo intente.
Nada más entrar en casa notó una agitación
inusual que, por momentos, rayaba en el alboroto. Su madre aportó una
explicación.
-Tus hermanos y tus primos están efectuando
la matanza del cerdo.
En efecto, Luis Mayorino Torres era un
experto matarife y, secundado por su hermano José María, colaboraban en tales
menesteres no solamente en casa de sus primos, sino que eran requeridos
bastante a menudo en el pueblo.
Consuelo se quitó la mantilla. Tras lo cual,
con la excusa de ir a guardarla en su correspondiente cajón de la cómoda, se
aprestaba a subir por la escalera. En eso entraron en la cocina Luis y José
María, portando cada uno de ellos un lebrillo repleto de sangre, rebosando de
tanto en tanto por encima de los bordes. Ricardo Mayorino los siguió
prorrumpiendo en una estentórea carcajada que Consuelo no podía entender a
cuenta de qué venía. Los tres poseían un rostro similar, recio y huesudo, pero
no hermoso, pues había en él un efluvio de desarmonía, era quizá demasiado
alargado y corcovo, lucía unos ojos grandes, de córnea almidonada, si bien
dotados de una mirada desmayada. El conjunto ofrecía un aspecto de borrego
degollado. Luis era achaparrado y espeso, José María casi un gigante, mientras
que Ricardo se hallaba en un término medio. Pero los tres parecían las diversas
hipóstasis de un solo ser de naturaleza caballar.
Estaban vestidos de faena, con unos
pantalones y una camisa, originariamente blanca, saturados de mugre antigua,
sobre la cual flotaban manchas recientes de sangre y excremento de cerdo.
Al ver a Consuelo, Luis se quedó parado,
considerándola un rato con sus ojos soñolientos. José María también se detuvo,
sosteniendo el barreño en sus manazas, cuyos dedos se sumergían en el espeso
líquido bermellón. Ricardo cesó de reír de manera sonora, aunque el rictus
sardónico que había acuñado la risa no se le borraba de la pasta de la cara,
dando a su expresión una insolencia que exasperó a la hermana.
Consuelo sabía por experiencia que Luis se
aplicaba a decir algo desagradable, pero en esa ocasión se tomaba su tiempo para
no equivocarse en la elección de las palabras más perniciosas. Al final se puso
a hablar grueso, empleando el mero tono que su prima le había previsto.
-He oído decir que te has echado novio
forastero. Un chulo fanfarrón de Sajará, que viste apretado como un torero.
Pues dile que se ande con tiento, pues los hombres de Riera no toleran esas
intromisiones. Las hembras de Riera se casan en Riera, con los machos cumplidos
que en ella se crían. Ya sabes que aquí no te faltan pretendientes con más temple
que ese niño bonito, criado con género de botica.
La tez de caolín se le cubrió a Consuelo con
una nube rosada que le inflamó hasta las orejas, porque Luis había dicho tal
cosa delante de su madre.
Los ojos de Consuelo Mayorino eran tan
blancos como los de su primo y su pupila tan negra como la de aquél, mas su
mirada en absoluto podía calificarse de desmayada, antes al contrario, brillaba
como el acero puesto a refulgir al sol.
Dejó la mantilla sobre el respaldo de un
sillón y con el paso ágil aunque rotundo de una pantera se puso a avanzar hacia
su primo. Consuelo Torres quiso atraparla al vuelo pero su mano asió el vacío.
-Deja, madre, que el nunca enojarse es de
bestias.
Luis Mayorino se la vio venir con el brazo
derecho ligeramente flexionado, las yemas de los dedos índice y pulgar pegadas.
Y como no había tenido tiempo de dejar el lebrillo de la sangre sobre el banco
de la cocina, tuvo que consentir que Consuelo le pusiera aquella extraña figura
delante de la cara.
-Como se te ocurra meterte un tanto así en
los asuntos de mi vida, que son míos –sacó las diez uñas que parecieron
retráctiles,- con estas manos te arrancaré los ojos, para que ya no veas, ni en
pintura, a ninguna de las hembras de Riera, con las que se te llena la boca
cuando hablas. Ni de Riera, ni de la China.
Sus dedos estaban tan crispados que parecían
diez puntas afiladas de hoz, demarcando con precisión las bolsas blandas en que
flotaban los susodichos ojos. A Luis Mayorino se le puso el alma atravesada en
la garganta, como nuez de ballesta. Tragó saliva y se guardó de replicar,
porque sabía que, entre ver y ya no ver más en toda su puñetera vida, mediaba
un resquicio tan fino que por él no cabría ni el canto de una hoja de papel
cebolla.
XIV
Eligieron una noche
sin luna, con argentadas chispas brillando entre las espesas ramas. Eso, al
menos, lo hicieron lindamente. Sin embargo, durante la refriega, el débil
resplandor del cielo estrellado permitió al agredido reconocer a los dos primos
dobles de Consuelo, Luis y José María Mayorino Torres y a un tal Ferragut,
alias el Guarro, quien, por cierto,
tenía el nombre bien puesto. Afortunadamente para Colliure, no eran cuatro sus
adversarios de aquella noche como los que atacaron a Antoñito el Camborio,
porque cuando la balanza está ya, de por sí, desequilibrada, dos brazos de más
o de menos pueden ser decisivos, y no llevaban tampoco puñales, pues debieron
considerar que bastaba con los puños y la corpulencia de Ferragut. Pero claro,
no contaban con la sangre y el genio de Colliure. Si un hombre le dijera a
otro: “Mira, esto es una llave y sirve para abrir las puertas”, sería un
perfecto imbécil, a no ser que la escena ocurriera hacia finales del neolítico
o principios de los tiempos históricos, verbigracia durante las primeras
dinastías del Imperio egipcio cuando, parece ser, se inventó el dentado
instrumento. En cambio, si un hombre dice a otro: “Mira, esto es una llave y
sirve para abrir cabezas”, ése es un genio patente, sin la menor duda, y un
poeta de la vida. Tan sólo algunos individuos de mente privilegiada encuentran
dos o incluso tres usos a lo que la mayoría únicamente le ve uno, con lo cual
repican y oyen misa y, algunos, hasta le echan un tiento a las vinajeras que
contienen el vino de dos orejas destinado al Oficio.
Cuando a los hermanos Mayorino Torres
empezaron a escocerles las hostias sin consagrar que poco a poco iban
acumulando en las mejillas y los mordiscos de cuando se fajaban de más cerca
intentando inmovilizarlo y sobre todo cuando vieron que de la cabeza de
Ferragut salía más sangre que agua de la Peña Labra, por obra y gracia de una
simple llave, eso sí, una de esas llaves macizas, anchurosas, de principios de
siglo, lo suficientemente grande como para abrir las puertas del cielo, oyeron
una voz interior que les decía lo de ite,
missa est y decidieron abandonar, sin más, el campo y acogerse a poblado,
que es acogerse a sagrado, no curándose demasiado ni de la suerte ni de las
cuitas del desventurado Ferragut, quien, enredado entre los sarmentosos dedos
de Colliure, mugía como un toro en la oscuridad.
La entrada de los cuatro pasó tan poco
desapercibida en Riera como si hubiera sido anunciada por las mismas trompetas
del Apocalipsis. Dado que en los pueblos las noticias corren como la pólvora,
pocos fueron los que se la perdieron y muchos los que la anduvieron mascando
durante semanas. Ni la de los dos hermanos, magullados, enharinados y
presurosos, ni la del no menos bien majado Ferragut, que les seguía hecho un ecce homo, con la cara tan embadurnada
de almagre que parecía un general romano efectuando su paseo triunfal, ni la del propio Colliure, quien venía
con el traje de sastre en piltrafas, manchado a profusión con la sangre de
Ferragut mezclada con el polvo del camino, pero tieso como una garrocha.
La noticia debió correr por los tejados,
saltando de corral a corral, propagada también por las nubes de chiquillos, que
revoloteaban alrededor de Colliure y de repente alzaban el vuelo como una
manada de jilgueros, deteniéndose aquí y allá, expandiendo sus alegres trinos a
lo largo de todas las calles, de modo que, conforme iban avanzando los
protagonistas de la refriega, se iban abriendo las puertas ante ellos, evacuando
mujeres que aparecían secándose aún las manos con un trapo de cocina, hombres
bien fajados y con las mangas de la camisa arremangadas, viejas esgrimiendo
agujas de hacer calceta y arrapiezos restregándose los mocos en las faldas
maternas. Todos fueron testigos silenciosos de aquel desaguisado que, de
seguro, no iba a producir el resultado previsto por sus urdidores, quienes, por
añadidura, quedaron ante el pueblo cual digan dueñas. Visto lo visto, se iban
retirando al interior de sus hogares, cerrando suavemente la puerta de los
mismos, sin intercambiar el menor comentario con sus vecinos.
Germán estaba ya en el seminario, aunque, de
haberse encontrado allí, tampoco hubiera intervenido, pues habría resultado
harto cómico verlo entrar en el pueblo con sus característicos pasos cortos y
rápidos como si anduviera a saltitos. Julio también se encontraba ausente,
estudiando en Valencia para maestro. Tampoco es probable que él se hubiera
inmiscuido, pues siempre guardó sus distancias respecto a sus turbulentos
hermanos. Finalmente Juan debía ser también excluido a causa de su juventud.
Las relaciones de Consuelo con sus primas hermanas dobles Concha, la mayor,
Josefa y Patrocinio Mayorino Torres, siempre fueron excelentes, por lo que,
conocido el suceso, se precipitaron en ponerse de su parte.
En cualquier caso, Luis y José María,
magullados y corridos, encendidas las entrañas con el combustible de su mala
hiel, juraron que no cejarían en su empeño hasta verse vengados de Colliure,
aunque para ello tuvieran que esperar toda una vida. A cada puerco le viene su San Martín, farfulló Luis mientras su
familiar adlátere le aplicaba ungüento a las cárdenas ojeras, antes de hacer lo
propio con él.
XV
Al día siguiente, el Ejército entró en
Sajará. Varias compañías de caballería e infantería llegaron por la puerta de
Valencia, procedentes del cuartel San Juan de Ribera-Alameda, y ocuparon la
ciudad, decretando enseguida el toque de queda y empleándose inmediatamente, a
fondo, en una cruda represión, sin derramamiento de sangre pero con cuantiosas
detenciones. Habían sido requeridas estas tropas por el alcalde, que ya no era
don Mariano sino el conservador don Rodrigo Lazaga, y había tomado la
determinación de hacerlo porque la situación se le estaba escapando de las
manos a la guardia municipal, a la civil y a él mismo. Así fue cauterizado,
provisionalmente, un movimiento revolucionario que había afectado a todo el
Estado, si bien tuvo especial virulencia en el Este, Cataluña y Valencia; en
Sajará, además, complicado con un agudo brote anticlerical de tales
proporciones que el alcalde se vio en la obligación de aconsejar al clero que
abandonara la ciudad hasta que remitieran las pasiones, y cuyo comienzo nominal
hay que situarlo unos meses atrás, el 20 de julio de 1917, cuando se declaró
una huelga general revolucionaria, encauzada por las organizaciones sindicales
CNT y UGT y apoyada por el PSOE, aunque el malestar venía de más lejos, por
supuesto.
En efecto, la sociedad se había estirado
como una goma. Los de arriba, habían ido mucho más arriba; los de abajo,
bastante más abajo. El tejido social estaba demasiado tenso. El precio de los
productos de primera necesidad no cejaba en su aumento, poniendo en serias
dificultades a los más humildes, mientras los hijos de las clases altas se
esmeraban en sus lecciones de piano, se desplazaban en automóvil, sorteando y
cubriendo de polvo a los carreteros, y efectuaban viajes de estudios y de
placer por el extranjero.
En otro orden de cosas, el rey seguía
favoreciendo a ciertos militares que, no sólo no resolvían la pungente guerra
de Marruecos, profundamente impopular entre las masas, pues eran ellas las que
proporcionaban la carne de cañón en un conflicto que veían como perfectamente
inútil, en todo caso para ellas, sino que la agravaban con sus delirios de
grandeza post-imperiales, avivados con la leña de las frustraciones que se
trajeron de Cuba y Filipinas, especialmente a uno, el general Fernández Silvestre,
otro que también tenía el nombre bien puesto, quien, por su mala cabeza, acabó
provocando el supino desastre de Annual y pegándose luego un tiro, preventivo
de males mayores, en la misma. Todo ello visto desde arriba y con un patente
mohín de desprecio, de orgullo de clase, en el mejor de los casos con
indiferencia, especialmente por cuanto se refiere a la guerra de África, pues
en aquellos tiempos estaba permitido comprar a un hombre que aceptara dejarse
partir el alma en lugar de la de uno, y durante aquellas calendas e
inmediatamente después hubo en tierra marroquí algo más que almas partidas, por
una opulenta, siempre expansiva y egoísta clase alta, que se negaba en redondo
a aumentar los salarios, a soltar un poco de lastre para que el grueso de la
nación pudiera al menos seguir existiendo.
Unos meses antes, el 11 de junio, don Niceto
Alcalá Zamora había publicado en Madrid un artículo con esta profecía: “Las primeras escenas de la revolución, cuyo
comienzo estará ciego el que no lo vea, son todavía pacíficas. No podrá
asegurarse lo mismo cuando, llenos de pasión y no exhaustos de dinero, luchen
los dos bandos en torno a pendones facciosos, banderas mercantes, pabellones
extranjeros, emblemas de disgregación e insignias sediciosas.”
Colliure estuvo una semana sin poder salir
de Sajará, pues para pasar los controles se necesitaba un permiso especial. Sin
el cual, trasladarse a Riera era particularmente complicado, pues las tropas
habían establecido su cuartel general junto al azud, cerca del puente, cuya
entrada vigilaban con particular celo.
La casa solariega de los Colliure estaba
situada en una plazuela recoleta, llamada de los Molinos, a un tiro de piedra
del Convento. En la parte norte de la misma no había más que un muro de adobe,
alto y espeso, tras el cual corría la acequia mayor. A continuación, comenzaban
los secaderos que rodeaban la mansión de uno de los grandes terratenientes de
la localidad, casi tan severa e imponente como la propia iglesia de enfrente.
Entre el paño de muro y un compacto edificio rectangular que ocupaba toda la
manzana, residencia de otro latifundista sajarano, existía un pasaje sin
pavimentar que bajaba hasta la puerta del lavadero municipal, por cuyos pilares
trepaban, tortuosas como tentaciones, sendas parras que daban una tupida sombra
al ya de por sí oscuro patio de la casa del guarda que regentaba aquella suerte
de “hammam” donde, en el verano, los niños se bañaban junto a las mujeres que
hacían la colada. Ése era el único tráfago que solía transitar por la
replaceta, criadas cargadas con grandes cestos de ropa y, durante los meses de
calor, enjambres de chiquillos quienes, pagando unos céntimos, podían pasarse
la tarde chapoteando en el agua.
Aquel día, en cambio, llegaba hasta aquella
discreta copela el fragor de una multitud irritada. Se había congregado frente
a la cárcel, sita pared con pared a la mano siniestra del convento.
Colliure imaginó lo que estaba ocurriendo,
por lo que se dispuso a salir. Su madre trató de impedírselo, pero él la tranquilizó
asegurándole que no iba a exponerse.
Al llegar ante la taberna nombrada “Casa del pozo,” se encontró con un amigo
suyo, Rafael Albert, quien, como él, había sido atraído por el bullicio y
contemplaba, fascinado, la algarada. La muchedumbre reclamaba la liberación
inmediata de los presos detenidos el día anterior. Los soldados escuchaban el
aluvión de gritos subversivos contra el gobierno, contra el capital, contra el
rey y, ni qué decir tiene, contra la vecina iglesia, enfurruñados y silenciosos.
De repente, el suboficial que mandaba la guardia surgió del interior de la
prisión y ordenó cargar las armas, lo que fue ejecutado con un único chasquido
seco.
Sobrevino un tenso silencio, pero nadie se
movió del sitio.
-¿Tú crees que obedecerán la orden de
disparar? –inquirió Rafael Albert, inquieto.-
-Si se les da, sí. Lo harán. Vienen de la
otra punta del país, como a nosotros se nos envía a sus pueblos y ciudades.
Saben que ni sus padres ni sus hermanos se encuentran entre la multitud. Por el
contrario, si no lo hicieran, se enfrentarían a un consejo de guerra.
El estrépito provocado por los cascos de
numerosos caballos tableteando sobre el empedrado le cortó la palabra a
Colliure. Un refuerzo de caballería acudía al galope. Mientras las pezuñas
golpeaban la tierra, más allá de las espaldas del templo, habían avanzado sin
ser oídos, pero en cuanto subieron sobre el pavimento propalaron un rumor como
el de muchas aguas huyendo entre las piedras.
La tropilla irrumpió sin miramientos en la
explanada, colocándose en semicírculo, protegiendo la entrada de la prisión. El
oficial al mando intercambió unas palabras con el suboficial de infantería y,
acto seguido, ordenó la carga. Los manifestantes comenzaron a desgalgarse de
inmediato por las calles adyacentes, hacia el centro de la ciudad, perseguidos
por los jinetes y recibiendo, de cuando en cuando, algún espaldarazo asestado
con el sable de plano.
Los dos amigos tomaron la precaución de
refugiarse en la “Casa del pozo”
desde cuyas ventanas presenciaron la escena.
XVI
A media tarde, el joven Colliure, devorada
la pingüe ración de aritmética encomendada por don Eusebio, sajarano académico
de rebotica local, no tardó en aburrirse escuchando el tintinear de la lluvia
sobre el empedrado de la recóndita placeta. No estaba preparado para la
inacción, ni la había experimentado nunca. El pater familias se bastaba y se sobraba para ahuyentar el ocio de
aquella casa, dotada de una tupida sarria de actividades con que ocupar a su
polifacética mesnada, especialmente a sus hijos varones, en cualquier estación
del año. Durante aquella semana, sin embargo, hubo razones de fuerza mayor. No
obstante, a pesar del mal tiempo y del estado de sitio de que adolecía aquella
otoñal Sajará, Colliure decidió salir.
Abandonó la ventana y abrió el cajón
inferior de la cómoda para extraer una lata de betún, un cepillo y una diminuta
espátula. Tomó asiento en la cama e inició la metódica y aplicada tarea de
cepillarse concienzudamente el par de zapatos elegido hasta que cada uno de sus
componentes quedó como una patena. Luego escogió un buen traje, con chaleco
incluido, lo observó a la luz para asegurarse que se encontraba impecable y,
ataviado de tal guisa, bajó las escaleras. La madre y las hermanas
interrumpieron las labores al verlo. La primera trató de oponerse a aquella
innecesaria y un tanto arriesgada salida, pero sus argumentos perdieron fuerza
ante el hecho verificable de que José Colliure, padre, había hecho lo propio.
Así es que su vástago, prestando oídos sordos a las recriminaciones maternales,
recogió su paraguas del correspondiente paragüero y, con una sonrisa imparable,
tomó las de Villadiego.
Las calles se hallaban, en efecto, desiertas
y silenciosas. Tan sólo se escuchaba la lluvia, con su chicoleo insustancial,
de loca, arreciando contra el pavimento y sobre el paraguas, borboritando por
los canalones, chorreando junto al encintado de las aceras.
Llegado a una de las arterias principales,
la calle de la Virgen, pudo percibir, diseminados, algunos transeúntes y, aquí
y allá, soldados de a pie y a caballo, con sus plomizas capas cerradas por el
cuello.
Como era sábado, entró en la pastelería
Mateu para mercar un merengue y encargar un rascayú para la noche.
Le faltaban poco más de dos meses para
cumplir los dieciocho, así que, desde hacía varios, había decidido frecuentar
los casinos. En esa ocasión se decidió por el liberal, el más vasto y
monumental de todos ellos, y no la marró. Se trata de una construcción
modernista, compuesta de dos piezas con dimensiones de nave catedralicia,
frescos en los techos como la Capilla Sixtina, una naya en medio donde se
hallan las mesas de billar y, a un lado, junto a la barra, una escalera que
llevaba únicamente al bar del último piso, permaneciendo cerradas con llave las
puertas situadas en las plantas intermedias, que Colliure había imaginado
destinadas a los ritos y demás actividades masónicas.
Al abrir la doble puerta, también como en
las iglesias, le sorprendió que estuviera tan concurrido a una hora
relativamente temprana y sobre todo en contraste con las calles casi desiertas.
A mano derecha, al fondo, donde se encontraban los grandes bancos acolchados y
tapizados de cuero rojo, se hallaba la plana mayor de los partidos dominantes,
el liberal y el conservador, incluido en ella su progenitor, sentado junto a
don Mariano, también Sanromá, Olegario Casadavant, el alcalde, el comandante de
las fuerzas desplegadas en la localidad y, en representación de la iglesia, don
Alejandro Perfecto, quien no había abandonado la ciudad pese al encarecido
consejo emanado de la más alta autoridad municipal y dirigido a todo el
estamento eclesiástico. Ante ellos se había reunido una multitud de oyentes,
los más próximos, sentados, los más alejados, de pie; todos ellos fumando. Una
comisión del Congreso de los Diputados, el casino español, un parlamento de
provincias.
La discusión estaba siendo tensa y por
momentos tomaba proporciones de altercado. Los liberales, por boca de don
Mariano, reprochaban al alcalde su apelación a la fuerza militar, cuando el
conflicto hubiera podido quedar resuelto con recetas caseras y un poco de
diplomacia, en una palabra, mediante el ejercicio del diálogo social, al que
aquél se había negado en redondo. Incluso el militar se mostraba renuente,
insinuando con palabras veladas que, por supuesto, él cumplía órdenes, mas en
su fuero interno parecía albergar dudas respecto a la pertinencia de la
intervención del ejército, la cual, con mucha precaución y mediante frases
equívocas, vino a calificar de prematura. Los conservadores, por su parte, se
lo callaban bien y don Rodrigo Lazaga, el principal increpado, herido tanto por
las palabras de unos como por el silencio de los otros, se defendía como gato
panza arriba, hablando entre boca de noche, pero dejando caer los términos que
dolían. La revolución, la anarquía, el anticlericalismo, el caos, tronaba el
alcalde, mientras las espesas volutas de humo recorrían parsimoniosamente el
largo camino hasta el ornamentado techo.
Colliure pidió un café y fue a instalarse en
una mesa un tanto apartada de la multitud de los congregados, aunque lo
suficientemente cerca como para no perderse una miga de cuanto se decía. El
padre, al divisarlo entre la neblina, torció ligeramente el gesto. No parecía
tener la menor prisa por ver llegar el momento en que su hijo mayor comenzara a
interesarse por la azarosa política. Para acercarse a ella hace falta un
carácter más comedido, menos inflamable.
Sintió que una mano se posaba sobre su
hombro. Se volvió. Juan Fábrega hablaba ya a sus dos acompañantes:
-He aquí al jugador que nos faltaba, el
Señor nunca deja de proveer.
Y luego, girándose hacia Colliure:
-¿Y qué me dices tú de un “bénédictine” y una buena partida de
billar?
El aludido los abarcó a los tres con una
mirada distraída y cogitabunda. Además del mencionado Juan, se encontraban allí
Antonio Gállego e Higinio Sabater.
Colliure no encontraba ningún placer en el
juego, cualquiera que fuese su modalidad. Sin embargo, comprendió que a ellos
les hacía falta un cuarto jugador.
-Si el “bénédictine”
es auténtico, hace.
-Doy fe de hijo de notario –intervino
Antonio Gállego- de que lo es. Cuando fui a Fécamp, traje una botella idéntica,
que todavía conservo, y puedo certificar que el contenido es el mismo.
-Venga pues, a los tacos.
Dejaron a los padres de la patria con sus
carambolas oratorias y subieron, provistos de sendos cristales conteniendo
brillos ambarinos, para otras carambolas y otra retórica. En realidad, la
partida que se estaba jugando abajo era la de la alcaldía y, en efecto, unos
días más tarde, el alcalde sería cesado sin contemplaciones por el Gobernador.
La de arriba, por el contrario, era sólo la del tedio de unos jóvenes a quienes
ciertas contingencias superiores a su jurisdicción habían privado de
diversiones más consistentes.
A Colliure no le gustaba, como queda dicho,
ningún juego y el billar no era una excepción. No obstante, observando evolucionar
entre el humo a los otros jugadores, meditando sus propias jugadas mientras
fumaba parsimoniosamente el puro y daba algún que otro sorbo furtivo a la bénédictine, notó que la vida era
exactamente eso, una partida de billar, o debía serlo. Cuando uno dispara, no
basta con dar a la bola, ello no es más que el principio y sin embargo los hay,
no en el billar, porque claro, eso ya sería el colmo de la inepcia, sino en la
vida, que no ven otra cosa. Dicha bola será a su vez lanzada a una carrera
perfectamente previsible en un tapiz sin obstáculos, sin otros obstáculos fuera
de los que cuentan, y con cuatro bandas, la cual durará más o menos según el
impulso que se le haya comunicado, llevándose por delante cuanto encuentre a su
paso. Se trata de crear una dosificada concatenación de movimientos para que,
cuando todos se hayan cumplido uno tras otro, llegue la bola casi exhausta pero
con la inercia suficiente para dar un suave empuje a su compañera, algo así
como un leve toque en el hombro, tras el cual esta última se encaminará
silenciosamente hacia el agujero, cual si se tratara del postrer acto de una
coreografía o de una ceremonia. Quien no se conduzca así en la vida, no merece
ser inscrito en el censo de los hombres. Pero claro, él era joven y ya había lanzado
algunas bolas sin calcular la geometría exacta de su trayectoria.
Más tarde, José Colliure vio, desde lo alto
del entresuelo, entrar en el casino a Joaquín Ramón y a Servando Ibarra, los
cuales, al oír restallar las bolas en la sala de billar, apenas prestaron
atención al porte severo y a los graves discursos de los reunidos en la planta
baja, sino que se colaron de rondón en la caja de la escalera con la vana
esperanza de poder participar en el juego, pero para entonces Colliure ya le
había tomado gusto al mismo y no cedió su plaza, ni los otros tampoco, así que
los recién llegados tuvieron que conformarse con el papel de espectadores.
-El que se levanta tarde, ni oye misa, ni
come carne -les espetó Juan Fábrega.
-Y en tiempo de higos, no hay amigos
–confirmó Higinio Sabater.
Al
rato, los seis habían fumado tanto que la sala de billar era una callejuela de
Londres por esas mismas fechas, pues la atmósfera hubiera podido cortarse con
un cuchillo, como si fuera mantequilla.
-Cuando se levante el cerco –dijo de repente
Joaquín Ramón, estudiante de medicina en Valencia a quien su padre había puesto
un apartamento en la ciudad, para que no tuviera que desplazarse
continuamente,- os invito a pasar una noche en mi piso, con objeto de asistir a
una función de teatro que os gustará.
-Eso si todavía está en cartel –repuso
Servando Ibarra.
-Lo estará durante todo el mes.
-Entretanto, esto es un tedio que puede
acabar con los nervios de cualquiera –opinó Higinio Sabater.
Antonio Gállego, pensativo, dejó el taco
sobre el verde tapete con especial cuidado.
-Tengo una idea –dijo al fin, sintiéndose
observado.
-Veamos –replicó Juan Fábrega- cuál es la
brillante idea capaz de convertir una ciudad española de provincias, de tercer
orden, tomada además por el Ejército y decretado el toque de queda, en un Folies Bergère.
-Bueno, yo hablaba de una idea en el dominio
de lo posible, no de un milagro.
Juan Fábrega sonrió, dándose un golpecito
con el taco en la palma de la mano izquierda.
-Se acabaron los hombres que podían decir
aquello de: “Si es posible, está hecho, Señora. Si es imposible, se hará.”
Gállego se encogió de hombros.
-He aquí mi idea. Que nos vayamos esta misma
noche de cabila al puesto de mi padre. Este año las tiradas son buenas, se está
matando mucho pato por esa zona.
-Pero hombre –intervino Pepe,- los militares
tienen puestos controles en cada salida de la ciudad y no dejan pasar alma
viviente. Menos aún con armas.
-Yo sé por dónde salir. Y no hace falta
llevar armas, porque hay de sobra en la caseta. Os garantizo que en ningún
restaurante de Valencia se come estos días mejor que allí, pues mi padre se ha
llevado con él a su mejor cocinero.
-Comer se comerá fenómeno –objetó Joaquín
Ramón,- pero he oído decir que se duerme sobre la paja.
-Con el estómago bien lleno de cosas
substanciales, regadas con los mejores caldos, y al calor de la abundante
lumbre, te garantizo que se duerme de maravilla en la paja. Que se quiten
entonces las camas con baldaquín y las sábanas de Holanda.
-Dadas las circunstancias, no me parece,
después de todo, una mala idea –admitió Juan Fábrega.
-¿Quién se viene, entonces?
Los cinco respondieron afirmativamente a la
inesperada proposición de Antonio Gállego.
XVII
José Colliure, como es natural, no tenía
derecho a albergar la menor esperanza de que el regidor le permitiera poner un
pie fuera de la casa una vez decretado el toque de queda. Ni el regidor, desde
luego, ni cualquier otro padre. No se le escapaba a Colliure, evidentemente,
que la naturaleza del acto que se disponía a perpetrar merecía, sin paliativos,
la calificación de grandísima trastada, pero tampoco iba a ser el único de los
seis en echarse atrás. Tal posibilidad no podía ni siquiera rozarla con el
pensamiento. Así que, tras la sacrosanta cena en común, requirió la ayuda de
Joaquín.
-Ven, que vas a retirar la cuerda –le dijo.
Joaquín ya sabía a qué se refería su
hermano. Cuando éste precisaba salir por la noche sin la debida autorización,
antes que el personal de la casa se hubiera retirado a sus respectivos
aposentos, recurría a este procedimiento. A la vuelta ya podía utilizar el
doble de la llave que había mandado hacer, pues a esas alturas todo el mundo
dormía su sueño profundo. Si bien esa noche precisa la vuelta no se produciría.
Para explicar que había tenido la feliz
ocurrencia de irse a las tiradas, mientras Sajará estaba tomada por una fuerza
militar, la cual había dictado un bando declarando el toque de queda y
prohibiendo severamente la circulación de todo individuo no autorizado por la
vía pública, dejó una nota sobre la cama. El regidor se pondrá furioso, eso ni
qué decirlo, pero a su vuelta, en cuanto lo vea sano y salvo, se calmará un
tanto y al final todo quedará en agua de borrajas. Y si no fuera así, ya
pecharía con lo que viniere, pues la aceptación de los otros cinco no le había
dejado otra opción.
Colliure se descalzó ante la flemática
mirada de Joaquín, quien ya se conocía todo el proceso, arrimó una mesa al
armario, de un salto se subió en ella y de encima de éste, tras varios intentos
infructuosos, que le exasperaron un tanto, de buscarla a tientas con la mano
extendida, extrajo una cuerda con los nudos ya practicados. Ató un extremo a
una viga que corría paralela al techo abuhardillado y luego abrió ventana y
postigo. No era muy larga. Bastaba con que le permitiera alcanzar la alta reja
de la planta baja. A partir de ahí ya se descendía como por una escalera.
Antes de guindarse por el hueco oscuro de la
ventana, puso una mano sobre la cabeza del impertérrito Joaquín y le revolvió
el pelo.
-Pasa una buena noche –le dijo.
Joaquín lo consideró con la inalterable
seriedad de su mirada.
La casa que Antonio Gállego le había
indicado no caía muy lejos. Tan sólo debía tomar la primera bocacalle,
atravesar la segunda y ya podía empezar a fijarse en los números. Por aquella
parte de la población los faroles eran escasos, de modo que Colliure se puso a
andar a sombra de tejado, rozando los muros de las fachadas, siempre alerta y
dispuesto a meterse en cualquier portalada, pegado a los batientes, al menor
signo alarmante. Los soldados debían estar, en efecto, patrullando por la
ciudad.
Sólo se oía la lluvia que arreciaba sobre
los tejados y borboritaba dentro de los canalones.
Llegado a la casa en cuestión, hizo sonar
con toda discreción la aldaba. La puerta se abrió de inmediato y Colliure se
coló de rondón. Dentro aguardaba Antonio Gállego, solo todavía, bajo la luz de
una palmatoria.
-Eres el primero en llegar. Veremos los
demás....
-Los hay que tienen que cruzar toda Sajará
para venir hasta aquí.
José Colliure se acercó a la débil luz y se
puso a liar dos pitillos.
-En esta casa vivieron mis abuelos hasta que
murieron –precisó Antonio.
Colliure se aplicaba en silencio a su tarea.
Terminada ésta, alargó uno a su amigo y extrajo del bolsillo un mechero, le dio
dos golpes secos, sopló y ofreció fuego. Durante la entera operación había
pospuesto todo pensamiento. Ambos se pusieron a fumar junto a la puerta.
Apenas expulsada la segunda calada, sonó el
picaporte. Era Juan Fábrega.
-¡Dios! Están por todas partes. Varias veces
he tenido que tomar itinerarios alternativos. Y en una ocasión me he visto
entre dos patrullas que avanzaban la una hacia la otra. Me ha tocado retroceder
hasta una reja enorme de la calle Cantarrana, situada en un rincón formado por
una casa que sobresale, y encaramarme en todo lo alto. Menos mal que la noche
es oscura como tienda de mercader, porque los dos grupos han venido a
encontrarse justo debajo de la puñetera reja y precisamente allí han tenido a
bien fumarse un cigarrillo, no viendo el momento de separarse hasta que las
colillas les han quemado a todos las yemas de los dedos. ¡Condenados
chusqueros!
-Puestas así las cosas, no sé si llegarán
todos –repuso Antonio Gállego.
-Y si
vienen –intervino Colliure,- en grupo todavía tendremos menos posibilidades de
desplazarnos sin ser descubiertos.
-Eso déjalo de mi cuenta –lo atajó Antonio,
con una seguridad ciertamente intrigante.
Contra todo pronóstico, antes de que hubieran
terminado de fumarse el cigarrillo, los tres restantes estaban allí. Cada uno
de ellos, por supuesto, con su aventura que contar.
-Bueno, hay que tomar el montante –dijo al
fin Gállego.- Tenemos una larga caminata por delante.
Todos esperaban que abriera de nuevo la
puerta de la calle, pero Antonio los sorprendió agarrando la palmatoria y
echando a andar en la dirección opuesta, hacia dentro de la casa.
La planta baja de la misma era típica en
Sajará, un vasto corredor por donde pasaba el carro con los animales, los
cuales luego entraban en la cocina y ganaban el corral y los establos. Ese
mismo recorrido hicieron ellos a través de la vivienda muerta y fría. Debajo de
la escalera que subía al henil, la temblorosa luz de la vela les descubrió una
poterna astillada de puro vieja y medio comida por la carcoma. Antonio extrajo
una llave de su bolsillo y la abrió. Acto seguido, atravesó el umbral y se
quedó en un rincón, con la palmatoria en alto. Los demás intercambiaron una
mirada de estupefacción, pero se apresuraron a seguirle. Sólo pudieron ver unos
cuantos peldaños que bajaban en una caja estrecha y oscura como la pez.
Antonio Gállego aguardó a que pasaran todos
y luego cerró de nuevo la puerta con llave. Seguidamente les invitó a iniciar
el descenso. Higinio Sabater, quien abría la marcha, apenas podía ver dónde
ponía los pies, por lo cual pidió a Antonio que pasara el primero. Había tantos
tramos y descansillos como para perder la cuenta. Colliure observó que muchos
de esos rellanos poseían aberturas, las cuales daban probablemente a otras
escaleras que confluían con aquélla. Se trataba sin duda de una auténtica red
que comunicaba Sajará, o más bien ciertas casas de Sajará, con el exterior.
Al cabo, Antonio echó otra vez mano a la
llave para abrir una poterna similar a la primera, la cual daba acceso a una
cabaña que contenía diversos aperos de labranza. Por último fue preciso abrir
también la puerta de la cabaña y al fin salieron al aire libre. No era difícil
adivinar que se encontraban en el espaldar de la muralla. Por allí no había
sino huertos tapiados, por lo cual no le sorprendió que Antonio abriera,
siempre con la misma llave, una última puerta. En este caso una portalada que
permitía el paso de un carro.
-¡Vaya con la casa de los yayos! Está claro
que esa salida fue construida con la propia muralla –ponderó Juan Fábrega.
-Datará, por lo menos, del tiempo de los
moros –añadió, entusiasmado, Joaquín Ramón.
-Sin duda. Mis antepasados la utilizaban
para introducir productos sin tener que pagar en el fielato. Ahora, anda que
andarás, porque todavía nos quedan varias horas de caminata. Eso si no nos
equivocamos, con lo oscura que está la noche.
Echaron pues a andar surcando una negrura
sin matices. Hacía falta que ese entorno estuviera integrado al paisaje
interior de sus conciencias, escenario de sueños certeros, para poder avanzar a
través de él sin ver siquiera dónde se ponen los pies. El sonido efectuado por
la lluvia al caer indicó, durante un buen rato, que caminaban entre naranjos. Luego,
una abrumadora sensación de vacío, al caer de golpe sobre ellos, les demostró
que avanzaban ya entre los arrozales, llenos sólo de agua en esa época del año.
Tras una hora de marcha, llegaron a la
colina de los santos Abdón y Senent, donde se detuvieron a descansar un momento
al abrigo del porche. En silencio, para no alarmar al guarda de la ermita.
Aún les fue preciso caminar durante una hora
y media más, hasta que el baqueano guía que se había revelado en la persona de
Antonio Gállego acabó por conducirles, sin la menor vacilación, ante la puerta
de una casa de campo que poseía la familia, situada en medio de una
considerable extensión de terreno, también de su propiedad.
Un denso silencio de despoblado profundo
sólo era roto por la lluvia azotando la parra y el tejado.
-¿Tienes llave? –inquirió Higinio Sabater.
-No.
-¿Qué hacemos ahora? –quiso saber, algo
inquieto, Servando Ibarra.- No irás a llamar y despertar a todo el mundo.
-En estos sitios y ocasiones –repuso Antonio
con voz serena- siempre hay alguien que no duerme.
Diciendo esto, desgalgó un par de veces la
aldaba, con una autoridad casi blasfematoria, dadas las circunstancias.
-Aguardaremos un poco antes de volver a
llamar.
No fue necesario esperar mucho. Unos pasos
leves prologaron la apertura de un portillo, en cuyo vano apareció la figura
del cocinero con un candil en la mano.
-¡Ah, eres tú! ¿Cómo diablos habéis podido
salir de Sajará? He oído decir que han decretado el toque de queda. A tu padre
no le va a gustar que hayas tomado ese riesgo.
-Descuida. Mi padre no quedará muy
sorprendido al verme aquí.
Pasaron a un zaguán oscuro como boca de
lobo. Y de allí a una vasta pieza en penumbra, poblada de cuadros y muebles
antiguos. Por una puerta situada a mano derecha penetraba un resplandor de
llama bien nutrida. Enseguida comprobaron que se trataba del acceso a la cocina
donde, en efecto, ardía un buen fuego en una vasta chimenea rústica.
Los seis se desembarazaron rápidamente de
sus impermeables y acudieron a secarse. No tardó en emerger de sus ropas un
vapor ondulante, que los asemejaba a muñecos de falla a punto de arder en una
fogosa pira.
Hecho lo cual, Antonio preguntó por lo que
más le interesaba.
-¿Queda algo de comer?
-Por supuesto. Aquí el condumio nunca falta.
Venid y echaremos un vistazo a la botillería.
Pascual, el cocinero, fue levantando las
tapas de diversos pucheros de barro, a medida que iba nombrando los contenidos.
-All i
pebre, guiso de cordero, de ternera, arroz caldoso con polla de agua. Y
allá –señaló un caldero cubierto con papel de periódico- paella con pato. Todo
está caliente excepto esto último, pero el horno está todavía encendido....
-Perfecto. Coged una escudilla y que cada
uno se sirva de lo que le dé la gana. –Decir tal y hacer él mismo la salva fue
uno.
Unos instantes más tarde se hallaban los
seis sentados ante la maciza mesa de la cocina, comiendo como un sabañón. La
prolongada marcha bajo la lluvia les había abierto, de par en par, un apetito
feroz. Poco o mucho, todos ellos probaron el conjunto de los platos que se
encontraban a su disposición, en cantidades industriales. La bota, con un vino
nada corriente en su panza, corría de mano en mano sin detenerse apenas el
tiempo necesario, ya que, además del calor proveniente del exterior,
necesitaban otro que saliera a su encuentro desde el interior.
-Bebedlo a vuestra salud –exclamó, festivo,
el cocinero- pues lo que dicen ser la leche de los viejos no puede dañar, con
moderación, jóvenes estómagos.
-El agua para los bueyes y el vino para los
reyes –abundó con toda la boca Juan Fábrega.
Concluido el ágape, Pascual puso a cantar la
cafetera y sacó una botella de coñac francés, así como toda suerte de pastas y
dulces.
No obstante, tras tomar dos o tres copas,
por mucho café que absorbieran, los párpados empezaron a pesarles como si
estuvieran lastrados con varios kilos de plomo.
-¿Dónde podemos dormir, Pascual?
-Lo más prudente es que esparzáis paja
alrededor de la chimenea y os tumbéis ahí. Mañana, con la luz del día, ya
veremos si queda alguna habitación libre. Venid conmigo.
Salieron de la casa y en un cobertizo
encontraron una verdadera montaña de paja. Cada uno fue abriendo los brazos
para coger la mayor cantidad que pudo y de este modo cubrieron la superficie
anterior al lar con un mullido colchón dorado, sobre el cual se dejaron caer de
inmediato, así como venían.
Aún no habían terminado de acomodarse,
cuando el tintineo de una risa femenina los espabiló de golpe. Dos muchachas
bien parecidas, ligeras de ropa, irrumpieron festivamente, como un aguacero de
verano, en la cocina. Pidieron café a Pascual y, cuando descubrieron el racimo
de mozos que yacía junto al fuego, rieron todavía más. Pero bebieron el café
con un par de sorbos y desaparecieron enseguida por la escalera.
-Son putas –susurró Antonio.- Siempre se las
traen de Valencia para las tiradas.
Antonio tenía razón, nunca Colliure había
dormido mejor que sobre aquella paja seca, junto a las piedras del lar, donde
un abundante fuego ejecutaba sin descanso su danza de derviche. La noche fue,
sin embargo, corta, si bien saturada de un sueño denso.
Todavía faltarían un par de horas para el
amanecer, la cocina se llenó de botas y de ruido. Enseguida comenzó a silbar la
cafetera como un incensario descarado.
Colliure entreabrió las rendijas de los ojos
y, entre una multitud variopinta de hombres vestidos de campo, distinguió al
padre de Antonio Gállego hablando con Pascual. Éste le señalaba la hecatombe de
pimpollos que yacía junto a la chimenea. No pareció divertirle mucho la visión
a aquél pues su rostro compuso una mueca de disgusto. Antonio, entretanto,
dormía con los puños cerrados, emitiendo, de vez en cuando, un leve ronquido.
El padre, sin agacharse, le apoyó la bota sobre el hombro y lo despertó.
-¡Venga! Si habéis venido aquí es para cazar,
no para andarse a la flor del berro. ¡Arriba!
Los seis se levantaron como si el día
anterior hubieran librado la batalla de Salamina.
Antes del café y las pastas, los cazadores
no tuvieron el menor inconveniente en emprenderla con los pucheros de los
guisos, los cuales quedaron pasmados y temblando tras el paso de la voraz
tropa, buenos para pasar al fregadero.
Antonio condujo a sus amigos ante un armario
empotrado donde reposaba una nutrida colección de escopetas. Seguidamente, en
una alacena, hicieron acopio de munición.
Al salir de la casa, se encontraron los seis
con el cuerpo envuelto en cartucheras y una bruñida arma entre las manos. Había
dejado de llover, pero no se veía ni una sola estrella.
Se hicieron tres partidas dirigidas por
caporales toscos y curtidos, si bien integradas por individuos que no hacían
más que intercambiar el don Fulano de tal y el don Zutano de más cual y el de
señor de esto y de lo otro.
-Hay diputados a Cortes –susurró Antonio,-
senadores, militares de rango, médicos y abogados de la más alta reputación,
así como la mayor parte de los terratenientes del lugar, por supuesto. Y
personajes más encumbrados aún se han visto por aquí.
En eso llegaron los perros, resollando pero
sin ladrar, sueltos, bien adiestrados, obedeciendo como un cadáver a la voz de
su amo, y la marcha pudo iniciarse. Las tres partidas se separaron y cada una
de ellas fue menguando conforme pasaban ante cobertizos bajos con techo de
paja. Finalmente, los que quedaban, subieron en barcas, las cuales los iban
dejando, de dos en dos, en unos toneles recubiertos por una capa de pez, medio
hundidos en el agua. Colliure y Gállego se introdujeron en uno de ellos,
cargaron sus escopetas y se sentaron en el fondo. Era todavía noche cerrada.
-¿Hasta cuándo vamos a estar aquí metidos?
-Hasta mediodía, más o menos –repuso
Antonio.
Al rayar el alba se oyeron los primeros
disparos. Ambos se incorporaron dentro del tonel y comenzaron a otear el
horizonte, asomando la mínima porción de cabeza.
Una leve brisa levantaba diminutas ondas en
el agua del arrozal que batían los costillares de la cuba y mecía con un rumor
sordo los cañaverales de las acequias. La serenidad del campo se dilataba hasta
tomar proporciones inmensas a lo largo de un paisaje escorzado en gris.
De repente, dos ánades que parecían surgidos
de ninguna parte cruzaron ante ellos, de derecha a izquierda. Colliure se echó
la culata a la cara y apuntó ligeramente delante de uno de ellos. Antonio, que
había reaccionado con idéntica presteza, hizo otro tanto. Ambos disparos
salieron al unísono. Ya iba a apretar el segundo gatillo, cuando vio que era
innecesario. Las dos aves rodaban inermes, con las alas abiertas, al encuentro
del agua. Los perros salieron de su escondite y se echaron a nadar, atrapándolas
con sus fauces.
-¡Ya nos hemos pagado el escote! –exclamó,
jubiloso, Antonio.
No obstante, la suerte quiso que
contribuyeran con muchas más piezas. Hubo un momento, hacia las nueve de la
mañana, en que nutridas bandadas, de por lo menos una docena de individuos, no
se dieron de vagar. Luego vino la calma y a las doce Colliure estaba ya algo
aburrido, sentado en el fondo del barril. A esa hora, sin embargo, se oyeron
silbidos y voces. La caza había concluido por ese día. Antonio señaló la barca
que ya venía a por ellos.
Por toda la planta baja había mesas puestas.
En el salón no solamente se presentaba la monumental mesa de caoba, conjuntada
con los demás muebles, sino que, puestas en paralelo a la misma, se extendían,
de punta a punta de la pieza, varias mesas plegables. La de la cocina era para
la servidumbre, que debía comer cuando no era requerida, es decir, a bocados
sueltos. La vajilla y los cubiertos eran rústicos para todos, señores y
lacayos, pero no de mala calidad y los vinos de las mejores cosechas. Pronto
los humeantes pucheros de barro cocido invadieron los tableros cubiertos por
manteles. Los comensales, sin aguardar la menor formalidad, comenzaron a
servirse con desmesurados cucharones de madera, en medio de un gran bullicio y la
mayor confusión.
La cabecera de la mesa principal fue ocupada
por un curioso personaje. Poseía un rostro atildado y enteco, no desprovisto de
cierta distinción. Su fisonomía, sin embargo, presentaba una disimetría tan
marcada que saltaba de inmediato a la vista. Su hombro izquierdo era más bien
enclenque, por no decir raquítico, mientras que el derecho poseía una
envergadura hercúlea, formidable, francamente desproporcionada. Colliure oyó a
alguien referirse a él con el título de marqués de algo, desempeñando una
función de la más alta responsabilidad en la administración del Estado.
Joaquín Ramón, el estudiante de medicina,
comentó en voz baja:
-He aquí a un furioso onanista.
Los seis estallaron en una estruendosa
carcajada que, por fortuna, no fue percibida, dado el pandemónium que se había
desliado en el salón.
El marqués debió ser el único en no servirse
él mismo. Lo sirvió personalmente el anfitrión, dispuesto a bailarle el agua
delante.
Colliure miraba a su alrededor y no salía de
su asombro. Jamás hubiera podido imaginar que el ser humano fuera capaz de
engullir tanto de una sola sentada. Los condes y marqueses y los diputados y
los miembros del estamento militar y de la abogacía y del ilustre colegio de
médicos, mascaban todos a dos carrillos con una prodigiosa actividad y
eficacia, empujando las carnes y los pescados mediante grandes pedazos de pan,
con los cuales habían rebañado previamente las salsas. Luego, deteniendo un
instante el endiablado ritmo de las mandíbulas, hacían bajar la masa
ingurgitada con generosos tragos de vino, y vuelta a empezar sin pérdida de
tiempo, bebiendo todos, por consiguiente, más que un saludador. Tras un guiso
pasaban a otro, ansiosos por no dejar de probar ninguno, puesto que al día
siguiente ya no se repetirían.
El pantagruélico festín duró varias horas,
bien empleadas y sin desperdicio para la mayoría de los invitados. Sólo a las
cuatro de la tarde se sirvió el café, el bizcocho, las pastas y los licores. A las
seis de la tarde, cuando los rezagados terminaron de aforrarse, se levantaron
los manteles y a las ocho se ponían de nuevo para la cena.
De las hetairas no se veía ni rastro. Pero a
la caída de la tarde llegó una tartana cargada de ellas y de más vituallas. No
obstante, el padre de Antonio Gállego, en un breve aunque sabroso aparte, les
previno:
-A las mujeres ni tocarlas. Son para los
condes, marqueses y demás ralea.
Visto lo visto, aquello se le antojó a
Colliure romería de cerca, mucho vino y poca cera. Una válvula de escape, una
saturnal en regla para aquellos que han arrendado de por vida los primeros
bancos de las iglesias de Sajará.
También esa noche debieron dormirla en la
paja, ante la chimenea vomitando fuego. Pero no se quejaron.
Con semejante tenor transcurrieron tres
días. Al cabo de los cuales, Juan Fábrega declaró:
-Yo no sé vosotros, pero yo comienzo a
basquear y me vuelvo ahora mismo a Sajará. Porque si hago una comida más aquí,
me pongo enfermo para la extrema unción.
Los otros cinco dieron unánimemente su
conformidad respecto a tal punto. Sin embargo, ese día se había levantado una
niebla que podía cortarse a rebanadas con un cuchillo y, dado que la tarde se
hallaba bien entrada, no parecía nada probable que se levantara. Antonio
Gállego los tranquilizó. ¿Cómo no iba a encontrar el camino de regreso a Sajará,
con niebla o sin ella? Si desde que era un niño de teta no había dejado de
venir prácticamente todas las semanas. ¿Acaso no les había conducido con éxito
hasta allí durante una noche más oscura que una piscina llena de alquitrán?
Pues otro tanto haría con la niebla.
Convencidos, iniciaron la marcha. Al poco
rato se hallaban dentro de un tegumento algodonoso tan denso que era preciso
andar pegados los unos a los otros para no perderse de vista. Si caminaban por
el centro de la carretera, no veían los bordes. Así progresaron durante varias
horas. Cada vez que llegaban a uno de los pequeños puentes sobre la acequia,
construidos para dar acceso a un campo, Antonio se detenía para tratar de identificarlo.
Al cabo, le fue preciso reconocer que se hallaba completamente perdido. El caso
es que habían caminado por espacio de no menos de cuatro horas y podían
encontrarse quién sabe dónde, muy lejos en medio de una inmensidad invisible,
cubierta de varios palmos de agua, que sólo surcaban a su sabor las ratas.
Fuera del camino, probablemente no encontrarían un solo sitio seco para dormir,
en caso de tener que pasar la noche en ese báratro dantesco. Antonio, indeciso,
les hizo cambiar de dirección tantas veces que, al final, no pudo sino confesar
que lo mismo podían hallarse, a esas alturas, en las marismas del Guadalquivir
o en los pantanos palúdicos de Nueva Orleáns. A todo eso, la tarde tocaba a su
fin y la oscuridad nocturna corría a grandes zancadas.
-A algún sitio tendremos que llegar tarde o
temprano –dijo, un tanto exasperado.
-No, si acaso estamos dando vueltas en
círculo. Los caminos se entrecruzan con harta frecuencia. Todos ellos están
entrelazados. Sin poder divisar la colina de los santos, la marjal de Sajará es
un laberinto del diablo.
-Higinio tiene razón –admitió Servando
Ibarra.- Por este puente parece que ya hemos pasado.
Antonio se acercó al mismo para
inspeccionarlo.
-Vaya que si hemos pasado –exclamó.- Es el
que tiene un ladrillo despegado junto al año de construcción.
-¿Hace mucho?
-Una hora, más o menos. Tal vez hora y
media.
Desalentados, se sentaron los seis en el
pretil.
Aquello tenía algo semejante a cuando uno se
sumerge en las aguas turbias de un río, donde un monstruo antediluviano,
serpiente o pez prehistórico, podría surgir de repente, a sólo unos cuantos
centímetros del rostro, abrir unas fauces gigantescas de escualo y devorar a un
hombre de un solo bocado. No hay miedo más atroz y espeluznante que el
provocado por lo invisible.
La escasez de luz solar incrementaba por
momentos el tinte siniestro de la situación.
Súbitamente, les sobresaltó el aullido de un
perro. Había sonado tan cerca que parecía haber surgido de debajo del puente.
Antonio se levantó como accionado por un resorte.
-Parece que viene de ahí.
Los demás le siguieron. Apenas anduvieron
unos cuantos pasos, una voluminosa sombra, semejante a la de un navío con las
velas desplegadas, pugnaba por emerger de la bruma casi opaca ya. Antonio
corrió hacia ella. Lo perdieron de vista. Luego lo escucharon reír a
carcajadas, como si se hubiera vuelto loco a causa de una visión aterradora.
-Son las casas que están al pie de la colina
de los santos –gritó.- Estamos salvados.
En efecto, avanzaron sólo un poco más y ante
ellos emergió la primera barraca, situada sobre una somera loma, a la derecha
de la carretera.
-A partir de aquí, me comprometo a llevaros,
en menos de una hora, ante las murallas de Sajará.
-Sí, ponte ahora en toldo y en peana
–comentó, zumbón, Juan Fábrega.- Pero como no hubiera venido el perro a
sacarnos el pie del lodo....
XVIII
Levantado al fin el estado de sitio que
había tenido atenazada a Sajará durante una semana, y al tiempo que las últimas tropas salían por
la puerta de Valencia, Colliure pudo al fin desplazarse hasta Riera. Al llegar
allí se encontró con que su situación había cambiado para bien. Parece ser que
la mañana siguiente a la noche de la emboscada, cuando el pueblo entero se
había hecho callos en el paladar de tanto hablar del asunto, Consuelo decidió
agarrar el toro por los cuernos y, encarándose con su padre, le instó a que
tuviera de inmediato una conversación con su primo hermano Juan para que éste,
a su vez, la mantuviera con sus hijos, de modo y manera que los voluntariosos
primos dobles dejaran, de una vez por todas, de meter las narices donde no les
llamaban y de tomar vela en un entierro cuyo muerto no les incumbía en
absoluto, por enmarañados que estuvieran sus lazos familiares. Luis Mayorino
así lo hizo y aquí hubo paz y allá gloria. Se alegró, con ello, Colliure pues,
pensó, quien da la enfermedad, pone también el remedio. Al propio tiempo, con
este audaz golpe de timón, dio comienzo oficialmente el noviazgo entre José
Colliure Santamaría y Consuelo Mayorino Torres.
Oyendo el relato de los acontecimientos que
le hizo Consuelo, mientras paseaban por la ribera del Júcar, Colliure llegó a
la conclusión de que no se había equivocado, ella era la mujer de carácter que
a él le convenía. Además, poseía esa belleza alba y marmórea que por aquel
entonces era tan apreciada, la cual andaba muy lejos de desbaratar el contraste
con su propio cutis, ya que, irónicamente, se le apodaba “el blanco de La Closa”, en alusión a la finca cuya procuración
ostentaba la familia.
Así que, enfundado en un traje cortado a la
medida, con el andar hético de un gallo de pelea, algo bisoño pero ya sin rival
en la cancha, y llevando del brazo a Consuelo, se dejó ver por medio pueblo
entrando por primera vez en casa de su prometida.
Más le hubiera valido hacer gala de una
pizca de prudencia, pues la admiración del pueblo, y no sólo el de Riera,
resulta ser, con diferencia, la cosa más peligrosa que haya existido en el mundo,
pues tiene como reverso el odio, la más perversa de las especies del encono y
la aversión, la cual el hombre avisado debe temer como a la peste. Pero no
pasando bruscamente de lo primero a lo segundo, sino poco a poco, a fuego
lento. Porque el pueblo gusta de beber ambas copas hasta las heces. Sin
embargo, la prudencia y la moderación no casaban en absoluto con el carácter de
Colliure.
Los futuros suegros lo recibieron con la
mejor loza para el café y unos pastelillos de boniato. En ese punto, José
Colliure conoció a su madre política, Consuelo, pues al padre de su prometida, Luis
Mayorino, ya lo había conocido el día en que puso por primera vez los pies en
Riera; ella era una mujer sencilla, afable, humilde, que llegaría a ser
centenaria y fue el origen, o tal vez el primer retazo conocido, de una veta de
bondad impoluta, impecable, que desciende, enroscándose en el tronco familiar,
apareciendo aquí y allá y desapareciendo de nuevo y que no es Mayorino, sino
Torres.
La euforia dio de sí hasta que salió de la
población y se puso a contemplar el agua verde del Júcar, mientras avanzaba con
andar cansino a lo largo de la mota. El pasaje que acababa de interpretar
contenía más bemoles de los que en principio había imaginado. Se trataba de un
acto tan decisivo en la vida de un hombre como nacer o morir, no en balde la
Iglesia le dedica, al igual que a los dos anteriores, un sacramento. Acababa de
comprometerse, sine die, con una
mujer, aceptando tener con ella y sólo con ella todos y cada uno de sus hijos.
Lo que equivale a decir que una rama de los Colliure habría de entrar en ese
odre mágico, para surgir después embebida con algunas de sus características,
con esas órdenes secretas que determinan el carácter y la morfología de los
vástagos. Comprendió que, por primera vez en su vida, había obrado en un acto,
a la par privado y público, de una trascendencia enorme, sin el consentimiento
y las directrices del orgulloso y severo José Colliure, padre.
En efecto, lo más difícil estaba por hacer.
Sin embargo, no habría más remedio que seguir adelante con los faroles, pues el
propio progenitor le había inculcado, con marchamo indeleble, el precepto de no
tener más que una sola palabra, considerando que hay actos que equivalen a
palabras y palabras que equivalen a actos.
XIX
Hacia el año dieciocho, José Colliure había
delegado los asuntos corrientes que atañían al ámbito de Sajará, incluida la
periódica expedición a Salamanca en busca de toros para revenderlos después a
lo largo y ancho de la comarca, en las manos de sus tres hijos varones,
mientras que él efectuaba frecuentes viajes a Valencia, por asuntos de negocios
entreverados con la política, en el transcurso de los cuales trabó relaciones
valiosísimas que le abrieron horizontes nuevos. Como consecuencia de todo ello,
el patrimonio familiar crecía en proporción geométrica. Colliure se reveló uno
de esos genios innatos para el trato y el negocio. La cualidad esencial que lo
asistía era una visión extraordinariamente lúcida del entero proceso de las
transacciones a las que tenía acceso y de la imbricación que existía entre
ellas; su principal auxiliar lo constituía un lenguaje directo y cabal, que
casaba a la perfección con su carácter, aunque provisto de un vasto acervo de
voces redondas, recogido en los más variados registros, lo que daba a su
plática un sabor de cocina casera, respaldada por una inveterada historia
nutricia de hombre sentencioso, surgido de una veta profunda, arraigada en las
honduras del pueblo, al tiempo que no desprovisto del léxico selecto y de la
expresión acendrada, aprendidos en su roce diario con políticos y abogados.
Todo ello hacía de él un agradable y famoso conversador. Era, además, un hombre
serio y recto, su fisonomía rectangular lo proclamaba a las claras, por lo que
su palabra tenía el valor de un bono del Estado.
Por cuanto se refiere a sus hijos, si bien
debían dar cumplida cuenta al pater
familias, cada noche, de sus actividades,
también es cierto que gozaban, en su ausencia, de un amplio margen de
maniobra. Cabe notar, sin embargo, que Joaquín, todavía muy joven, beneficiaba
por parte de sus hermanos mayores de unos miramientos que, con toda
probabilidad, su progenitor no le hubiera procurado, e incluso en ocasiones era
protegido y encubierto por ellos. Daniel, por su parte, comenzaba a ser cada
vez más intensamente requerido por sus tías, ante la pasividad de la madre,
para que tomara los hábitos. Habida cuenta de su indecisión, se determinó
comenzara a hacerse ducho en latines, por si acaso ello tuviera que suplir los
primeros años de seminario.
En la práctica, el peso de los asuntos
relativos a Sajará reposaba sobre las espaldas y el buen criterio del
primogénito. José Colliure no se cansaba de ponerlo a prueba y el resultado era
siempre en extremo halagador, por lo cual iba concibiendo una sincera
admiración por las muchas dotes del hijo, que él sabía objetiva, pues era
igualmente consciente de su propio buen juicio, producto de su cada vez más
dilatada experiencia en la ardua ciencia de especular con la sicología ajena.
Lógicamente, a la par que dicha admiración y
a medida que aumentaba el volumen de su red de contactos, crecían las
expectativas con respecto al muchacho. Pero todo ello lo mantenía sepultado,
bajo losa de mármol, cerrado con siete sellos en el fondo de su pecho, como
solía hacer con todos sus asuntos. Y en ese aspecto, el arcano que más celosamente
guardaba, pues no lo había revelado ni siquiera a su mujer, era el referente al
enlace matrimonial del pimpollo, que era ya, prácticamente, un asunto cerrado y
en aras del cual no había tenido que esforzarse lo más mínimo, puesto que, sin
comérselo ni bebérselo, le vino a caer entre las manos uno de los mejores
partidos de Sajará.
De todos modos, no eran tiempos aquellos
para hablar, no todavía, ni siquiera para pensar, de casorios los que se
avecinaban, sino más bien para reparar en la fragilidad humana, hundirse en el
pozo sin fondo de la meditación sobre el memento
mori y la rueda de la Fortuna, en la que no siempre toca premio, pues tiene
también sus casillas negras y sus casillas grises, donde impera la desolación.
Cuando los cortejos funerarios comenzaron a
no darse de vagar los unos a los otros, la gente principió a sospechar que
algún efluvio maligno flotaba en el aire estancado, sobre la valetudinaria acrópolis
de la ciénaga. Día hubo en que todas las iglesias de Sajará enviaron uno o
varios emisarios a las tierras de más allá del Leteo y las campanas, tocando al
unísono a muerto desde los cuatro extremos de la urbe, propalaron por las
calles un estremecimiento helado y siniestro que, al extinguirse, resbalaba con
la humedad permanente, se filtraba entre las grietas del pavimento y calaba
hasta las viejas raíces del poblado prehistórico.
Los diarios nacionales comenzaron a hablar
de epidemia de gripe. Razón por la cual recibió el nombre de gripe española,
pues los periódicos del resto de Europa, a la sazón en guerra, la silenciaban
por temor a sembrar el pánico en el frente, entre unos ejércitos que se
hacinaban en las trincheras, sobrellevando unas condiciones higiénicas
deplorables. Mas con heraldo o sin él, llegó a hacer un número de víctimas
mayor que la propia actividad bélica.
Durante el apogeo de tal vendimia de vidas,
la gente de Sajará permanecía recluida en sus casas y sólo salía lo preciso.
Las mujeres más ancianas contaban junto al fuego cómo, en tiempos antiguos,
cuando se producían epidemias de cólera, no fueron pocos los que, con las
prisas, con el miedo al contagio y a la propagación, se los enterró vivos. Y
que, más tarde, con ocasión de la exhumación del cadáver, aparecían arañándose
el rostro.
En el gineceo de la casa de los Molinos sólo
se admitía a las tías Santamaría. El murmullo que se escapaba de él, tras las
puertas cerradas, ocasionado por el rezo de los rosarios, era como un dragón
Uróboros que se mordía la cola. Incluso se dejó de asistir a los oficios por
miedo al contagio. Cada vez que las dos cenaaoscuras llegaban, inmediatamente
se ponían a hacer la relación de las personas conocidas que, durante el
intervalo con su anterior visita, habían pasado a mejor vida.
-¡Dios nos pille confesados! –Exclamaba
Remedios, mientras hacía la señal de la cruz- El hombre de nuestros días
pretende trastocar el orden divino. Pero el Señor, como castigo, nos envía
guerras, revoluciones, epidemias, para hacer tabla rasa, porque ha desechado
esta humanidad como inútil y quiere empezar todo de cero. Eso que pasa en
Europa, es ya la batalla del Armagedón. Pronto llegará la Bestia de los diez
cuernos y siete cabezas, para engullir a los que queden. Y el Anticristo, que
hará descender el fuego del cielo sobre la tierra. Entonces Dios reunirá a siete ángeles y les
dirá: “Id y derramad sobre la tierra los siete cálices de la cólera de Dios.” Y
allí será el llanto y el crujir de dientes. Los cadáveres serán arrumados en carretas para conducirlos de
prisa al cementerio, como en los tiempos del cólera, y enterrados sin
miramientos en fosas comunes.
Su semblante refulgía con la aureola de una
alegría brutal, la de aquél que, habiendo sido excluido de la felicidad
universal, salta y baila de gozo ante el anuncio del fin del mundo. O jugamos
todos, o se rompe la baraja, parecía decir. Y como era consciente de que,
aunque la dejaran jugar una última partida, ya no le encontraría placer al
juego, pues se regocijaba hasta las entrañas de que viniera alguien y rasgara
las cartas y las esparciera a los cuatro vientos.
Pero las señoritas Colliure sólo veían en
ella el rostro, terrible, de cada uno de esos siete ángeles que venían a
derramar sobre la tierra el cáliz de la cólera de Dios y estaban, las tres,
pálidas como la cera, a punto de llorar de puro espanto.
-¡Pamplinas! –Dijo Teresa, que se había
percatado de las caras que ponían sus hijas.- ¿Acaso Sajará es Babilonia?
Sajará no será destruida jamás. ¿No veis que en ella se reza a todas horas?
Remedios, que ya se había puesto tersa y
tiesa como la ballena de un corsé, de repente se aturulló y no supo qué
responder ante el sofisma de su hermana. La cual, dando dos sonoras palmadas en
el aire, con voz clara y perentoria, intimó a sus todavía pasmadas hijas:
-¡Venga, es la hora de hacer la cena! Que en
esta casa hay cuatro hombres como cuatro castillos y comen que se las pelan. Al
menos tres de ellos –se corrigió.
No se lo hicieron repetir las interpeladas y
desfilaron raudas como anguilas que se escurren en las sombras.
Las tías Santamaría, en cambio, no salían de
casa hasta que no era noche cerrada. Sólo entonces, furtivas como estantiguas
bajo la desolada y esporádica luz de gas, se deslizaban hasta su atalaya de la
plaza de la Constitución.
En Sajará se contaron 343 fallecimientos
ligados directamente a la pandemia y 12.174 en la totalidad de su distrito. Por
lo que se refiere a la familia Colliure, sólo hubo que lamentar una baja, la de
un tío abuelo, Salvador Colliure, que fue de los primeros en caer, antes de que
se desencadenara la histeria colectiva.
Durante dos largos meses, aquella casa,
como las otras, se detuvo, dejó de funcionar. Los negocios capitalinos del
regidor siguieron su propia inercia, los tratos quedaron en suspenso y las
ruedas del molino giraron de vacío, como un reloj sin tiempo que señalar, como
una conciencia sin pensamiento que moler, pues todo lo paralizaba el miedo.
José Colliure, enteco, seco y lleno de fuego
como un sarmiento de viña, bajó las escaleras con su mejor traje y los zapatos
lustrados.
-¿Dónde crees que vas? –Lo interpeló la
madre.-
-La mala hierba nunca muere.
-La mala hierba puede que no, pero mira y
verás cuánta buena planta hay a tu alrededor. ¿Correrías el riesgo de contagiar
a tus hermanos?
Colliure clavó sus minerales dardos de
brillo negro en los ojos de Teresa, pero ésta le aguantó la mirada y tuvo que
ceder. Corrió de nuevo el cerrojo y subió a su habitación para cambiarse de
ropa. Hacía más de tres semanas que no tenía noticias de Consuelo.
Tamaña reclusión no sobrevino sin producir
al menos un efecto benéfico, Colliure leyó profusamente, sin distracciones, a los autores del noventa y
ocho, a Joaquín Costa entre ellos, llegando a la conclusión de que España puede
que estuviera, en efecto, enferma, con algunos miembros tomados por la
gangrena, pero afortunadamente no muerta, no mientras pulularan, bajo la pátina
de polvo y óxido que la cubría, voluntades poderosas, celemines boca abajo en
los que arde un fuego inextinguible que desafía a la asfixia, la miseria, la
enfermedad y el hambre.
XX
Una de esas radiantes mañanas de mayo en
Sajará que poseen más beneficio para el cuerpo y el espíritu que la ingestión
de una raspadura de piedra filosofal, José Colliure, vestido como siempre de
punta en blanco, se disponía a entrar en el casino la Agricultura, cuando
Agustí Bernal le hizo una señal con la mano. Sentado junto a él se encontraba
el gaznápiro de Rosendo Palacios de Bobadilla. De hecho, prácticamente todas
las mesas de fuera estaban ocupadas, tal era la bonanza que el ínclito Apolo se
dignó esparcir aquel día, si no por el orbe sí al menos por la urbe, que es, al
fin y al cabo, lo que importa, porque no hay más universo que el que uno ve en
un instante preciso. Colliure tomó asiento enfrente de ellos.
-Rosendo y yo estábamos pensando y
comidiendo –como si Rosendo hubiera alguna vez en su vida pensado y mucho menos
comedido- que, ahora que ha terminado la guerra, podríamos ir a pasar unas
cuantas semanas en París, a ver cómo está todo aquello. ¿Te unes a nosotros?
-Me uno.
-Pues no se hable más. El martes salimos los
tres para allá.
Ante el estupor de la familia, el corregidor
se mostró de acuerdo con el intempestivo viaje del hijo.
-Si a los quince años fue a Salamanca a por
toros, a los diecinueve bien puede ir a París en viaje de placer.
-Pero a París....justamente a París....-y ya
Teresa no se atrevió a precisar mayormente el motivo de su reticencia.-
-Pues claro. No se va a ir a Logroño, en
viaje de placer. Eso es bueno, que vea el mundo. Dicen que ensancha el
espíritu.
-Bueno, bueno... Tú verás.
-Además, llevan un buen guía. Ese Agustí
Bernal ya ha estado en Londres, Nueva-York y hasta en el propio París en
guerra. Se dice que habla el francés y el inglés como el castellano.
Teresa tampoco se atrevió a replicar que
corrían respecto a ese joven leyendas menos bienaventuradas y ejemplares que la
mencionada, con muy pocas probabilidades de figurar en ninguna hagiografía.
Las hermanas se precipitaron a prepararle el
equipaje. Pero él las paró en seco.
-Una maletita con las cosas imprescindibles.
Mientras el tren se acercaba a los aledaños
de París, Colliure contemplaba el panorama y no le cuadraba todo aquello con la
tan traída y llevada fábula de la ciudad de las luces, sino más bien debía ser
de las sombras y de las tinieblas en pleno mediodía. Los suburbios le causaron
una impresión funesta; como sin duda harían los suburbios de cualquier ciudad
del mundo, concedió. Madrid, desde luego, no era mejor, con sus arrumbamientos
de chabolas a la entrada. Pero aquí, el cielo gris, bajo, la atmósfera
neblinosa, la llovizna constante, parecían empequeñecer más las casas pardas,
con techo de negra pizarra y diminuto jardín obrero. Luego, los edificios
ferroviarios y los de los barrios periféricos, tiznados y tétricos, recubiertos
de carteles publicitarios en piltrafas, aumentaron el malestar que ya traía
Colliure consigo, tras una noche en la que había dormido poco y mal, pero sobre
todo marcaba aquello un fuerte contraste con la clara Sajará, que semejaba en
el recuerdo una fulgurante joya de oro incrustada de zafiros, reposando,
serena, en el cuenco de un cáliz.
Más allá de la estación de Austerlitz, en
cambio, emergió un ámbito nuevo, el París del que le habían hablado, el
auténtico mito que circula por el mundo. Del que le habían hablado y también
del que no le habían dicho ni una sola palabra, pues de los gramófonos de todos
los locales, de las trompetas bien reales que esgrimían músicos profesionales y
mendigos de los más diversos orígenes, lenguas y color de piel, surgían sonidos
nuevos, inusitados, que llamaban jazz, charlestón, swing, o simplemente música
negra. Junto con ellos, pululaban todavía, a lo largo de suntuosas avenidas,
soldados de todos los continentes, pero especialmente ingleses y
norteamericanos.
Por si fuera poco, al día siguiente de su
llegada, Colliure abrió los postigos pintados de añil de su habitación en
Montmartre y se coló en ella, a raudales, un sol espléndido, tibio y nutricio,
que había invadido aquella misma mañana la ciudad y campeaba en lo alto de las
cúpulas del Sacré-Coeur, cebándose en su albura impoluta de monumental rábida
cristiana. Abundante coro de pájaros, músicos también de trinos desconocidos,
celebraba el apolíneo advenimiento, tal vez postergado por un prolongado
invierno, con un júbilo irrefrenable, desde lo alto de los tejados, o allá
abajo, entre el ramaje de los lilos.
Lo primero que hicieron, sin embargo, los
tres visitantes, porque si algo tenían en común era su irrenunciable dandismo,
con diversos matices, desde luego, fue encargarse varios trajes a la medida.
Cumplido ese requisito obligatorio, para el que ni siquiera necesitaron
concertarse sino pedir no más consejo a Agustí en la elección del sastre, ya
estaban libres ante la fascinación de un mundo cuyo sortilegio les atraía, con
sus cantos de sirena, cual si fuera imán de piedra.
Así se abrió ante ellos la primavera
parisina, que es una variedad rara de primavera, pero de las más esplendorosas,
y les brindó sus profusas gracias. Agustí, el más cultivado, les servía de
cicerone durante el día; de Virgilio para descender a través de los vericuetos
laberínticos del infierno y purgatorio nocturnos y en cualquier circunstancia
de intérprete. Como era también el más opulento, les invitó en alguna ocasión chez Maxim´s y luego los conducía hasta
el café La Closerie des Lilas o
directamente al cabaret Le Boeuf sur le
toit. Allí se cruzaron más de una vez, e incluso conversaron, con otros
compatriotas, algunos de los cuales, con el tiempo, se convertirían en grandes
celebridades del mundo de las artes y de las letras.
Los jardines de Luxemburgo, el palacio del
Senado, la vecina Sorbona con sus tugurios y restaurantes estudiantiles en las
callejuelas adyacentes, el barrio latino, las riberas del Sena con sus puestos
de vendedores de libros y estampas y las torres de la medieval Notre Dame, todo
despedía un tufo rancio de humanidad. Flotaba en el ambiente una espiritualidad
que emanaba de la densa pátina de miradas posadas, a lo largo de los siglos,
sobre la piedra y los más diversos objetos por decenas de generaciones. Se
trata de lugares donde el hombre ha vivido durante mucho tiempo, por lo que han
quedado impregnados de la presencia de un auténtico río de almas, portador de
las diversas epistemologías y ontologías que acarrea el paso de los siglos,
procedente de todas las partes del mundo, que ha fluido lentamente, muy
lentamente, como el negro Sena que pasa al lado. Y se han desenvuelto en ellos
toda clase de vidas. Vidas de mendigo, de extranjero indigente, y vidas de
potentado, de escolástico o teólogo o de alquimista, de marqués ilustrado o
revolucionario constructor de barricadas. Nada de lo que sufrieron o imaginaron
ha desaparecido, permanece en su sitio, diluido en la atmósfera y no lo borra
la lluvia, ni la nieve, ni lo evapora el sol en verano, sino que se ofrece al
contemplador graciosamente, para mezclarse con su sangre y revivir.
Mientras subían por los Campos Elíseos hacia
el Arco del Triunfo, la figura de Napoleón se hizo insoslayable. Ya habían
visitado Les Invalides.
-Napoleón, el Káiser, el Zar, todos
perseguían el mismo objetivo, de hecho las palabras Káiser y Zar derivan ambas
de Caesar. Me refiero a la reconstitución
del Imperio romano. Europa jamás ha dejado de ser Roma y de ver el mundo como
lo vio Roma.
José Colliure y Rosendo Palacios de
Bobadilla escuchaban el argumento de Agustí. El primero, reflexivamente y con
los ojos puestos en el imponente monumento que se alzaba en lontananza; el
segundo, con una sola oreja y dejando vagar los ojos por los escaparates,
también sobre las figuras de las hermosas y sofisticadas mujeres con que se
cruzaban, como desapolillándose tras las tediosas visitas culturales que
acababan de efectuar, a las cuales solían consagrar, por cierto, las mañanas,
para gran desesperación de Rosendo quien, sin embargo, no se resignaba a
quedarse durmiendo, porque estaban en París ¡qué carajo! Y París bien vale una
misa.
-Lo intentan los franceses y lo intentan los
alemanes, alternativamente. Quizás algún día lo intente también Rusia, sea
quien sea el que gobierne en ella.
-Lo intentó igualmente España –terció
Colliure.-
-En esa ocasión fue también Alemania. Y casi
lo consigue –admitió Agustí.- La historia interna del subcontinente puede
sintetizarse en el enfrentamiento entre estas dos tendencias, una disgregadora
y otra que tiende hacia la unidad política.
-La unificadora se comprende fácilmente en
términos de poder. Sin embargo la disgregadora parece más difusa.
-En realidad, los auténticos antagonistas
son el poder político y el poder eclesiástico. Al segundo no le interesa la
unidad política pues ya tiene su propia unidad. La unidad de culto, el
ecumenismo. La Iglesia controla mejor una Europa dividida que una Europa, o
Roma, imperial. Más aún, si no hay Roma imperial, la única Roma que existe es
la católica. Ya viste cómo se coronó Emperador Napoleón, colocándose él mismo
la corona ante la mirada atónita del Papa. Es ésta una vieja
confrontación.
-Que ha vertido, según parece, ríos de
sangre.
-Por supuesto, pero mira este Arco de
Triunfo. Estará ahí mientras París exista. ¿O crees tú que Napoleón habría
llegado a ser Napoleón si hubiera reparado lo más mínimo en los cadáveres que
dejaba sembrados atrás, por todos los campos de Europa?
-Su alma en su palma -intervino José con un
ligero tono de objeción.- Supongo que habrás leído “Los cuatro jinetes del
Apocalipsis”....
-Claro, todos los valencianos y muchos
españoles hemos leído ya esa novela que Blasco publicó en plena guerra, sin
saber todavía cómo iba a terminar. La devoramos como si hubiera sido el
suplemento de un periódico.
-La idea que parece desprenderse es más bien
la de una inveterada lucha entre los pueblos germánicos y los mediterráneos.
Parece que la invasión de los bárbaros y la consecuente destrucción del Imperio
romano sean historia remota, pero si uno hace cálculos, bastan cuarenta
generaciones para retrotraernos a los tiempos de Augusto. Cuarenta personas,
que caben en un salón. Cada una de las cuales ha podido contemplar con sus
propios ojos, como mínimo, a cinco de las otras. En mi caso, por ejemplo, he
podido ver a mi padre y a mi abuelo y probablemente veré a mis hijos y a mis
nietos. Mi padre, por su parte, vio a sus abuelos, uno de los cuales presenció
la entrada de los soldados de Napoleón en Sajará. Y si veo a mi nieto, es muy
posible que haya mantenido contacto con alguien que alcanzará la mitad del
siglo veintiuno o poco faltará. Pero éste, a su vez, verá a su nieto, quien
entrará en el siglo veintidós. Desde el abuelo de mi padre hasta el nieto de mi
nieto, algo peculiar a los Colliure permanecerá, me refiero a centros de
interés, modos de ver las cosas, lecciones aprendidas y tal vez alguna que otra
anécdota difusa. Considerando la cuestión de este modo, parece que los
intereses de los pueblos, incluso de las familias, sean más persistentes.
-Quizá eso explique, en parte, la
complejidad de la historia de un país como España, en el que tantos pueblos se
han entretejido.
-Acaso no solamente la historia de los
países, sino también de las familias, que también se han mezclado.
-De cualquier forma, los germanos de hoy no
son los de las tribus bárbaras que se lanzaron a destruir el Imperio romano,
aunque conserven ciertas de sus características, sino a dominarlo. El Imperio
romano sigue siendo una forma política válida tanto para unos como para otros,
es decir, tanto para germanos como para mediterráneos. Y ambos pugnaron por
dominarla ya desde el corazón de la Edad Media. Pero ello no anula la oposición
paralela entre poder civil y eclesiástico, como se verifica con el
enfrentamiento entre Enrique IV y
Gregorio VII y con el de Napoleón y Pío VII.
José Colliure se quedó un momento parado y
mudo, contemplando el descomunal monumento ante cuyo pie se encontraban ya.
A la mañana siguiente, Agustí se presentó
con un coche de alquiler provisto de conductor y se encaminaron hacia los
escenarios de las dos batallas del Marne y sus inmensos campos de muerte, con
lo que fueron testigos de ese poder terrible de disgregación, de
autodisolución, que posee el hombre, eternamente enlazado al no menos vigoroso
de ordenación y construcción. Más que enlazado, está fundido, o mejor, formando
una única barra de acero, como la flecha de la veleta insertada en un eje, pero
marcando con su primer segmento el norte y con el opuesto el sur, o bien con el
uno el este y con el otro el oeste. Así es la naturaleza humana, una variación
del tema universal de la periodicidad, del flujo y reflujo, decadencia y
crecimiento, día y noche, sueño y vigilia, vida y muerte.
Si invertimos la polaridad de un retrato, la
más angelical de las miradas se convierte en una mirada satánica. No sólo eso,
sino que, cuanto más beatífica en la posición habitual, más diabólica aparece
en la posición invertida.
Pero fue una impresión momentánea. A su
regreso a París, volvieron a frecuentar La
Closerie des Lilas, y Le Boeuf sur le
toit, entrando sin dificultad en un engranaje de sensaciones opuesto que,
en lugar de bajar, hacía subir los canjilones de la noria. Lo que no sabían, o
no querían saber, era que el engranaje y la noria eran el mismo mecanismo,
cuando baja y cuando sube, pero en las inmediaciones de los veinte años, uno
prefiere ver el mundo de distinta manera.
XXI
A lo largo de los años siguientes, el
país tomó los raíles de un auténtico proceso pre-revolucionario similar al que
llevaría, por aquellas mismas calendas, a la formación de la URSS. La decidida
intervención del Ejército en favor del sistema de la Restauración aminoró,
cierto, la marcha del vagón, pero no logró detenerlo. La alta burguesía,
industrial y financiera, así como la oligarquía terrateniente, no quisieron
comprender que el mecanismo se había descompensado, por lo que ya no solamente
generaba injusticia social, como antes, como siempre, como desde tiempo
inmemorial, sino que colocaba a las clases populares en un callejón sin salida,
obligándolas a revolverse y luchar como gato panza arriba. Las exportaciones a
los países beligerantes produjeron ingentes beneficios a quienes manejaban los
hilos de la economía desde lo alto, pero absorbieron la producción nacional, la
cual dejó de abastecer con suficiencia el mercado interior, procurando con ello
una alarmante subida de los precios que acabó asfixiando a las clases más
humildes, cuyos miembros se vieron abocados a una lucha tenaz, inevitable y
desesperada, para lograr un aumento de los salarios. En tal enfrentamiento se
dieron en los dientes con el cántaro de una clase dirigente forrada de egoísmo
e intransigencia, que pretendía beber sola en él.
Para quienes tenían dos dedos de frente y
algún libro leído en los anaqueles, la cuestión, al menos en su fuero interno,
era insoslayable. Y para aquellos que poseían la comezón de la cábala, vital. Aunque
estos últimos fueron, al parecer, muy pocos en este país católico a
machamartillo y a quien la Inquisición acostumbró a soslayar el ejercicio de la
reflexión.
Tales vientos de revolución no escatimaron
su ímpetu en la arrocera Sajará. La CNT y la UGT, bien consolidadas en la
localidad, avivaron una revuelta general justo durante los días que precedieron
unos comicios a Cortes. La atmósfera se inflamó con manifestaciones y mítines,
agitando oriflamas y pendones revolucionarios a profusión.
José Colliure, Rafael y Antonio Albert, Juan
Fábrega, se paseaban mudos de estupor entre el tumulto, leían los pasquines y
escuchaban las proclamas de los jefes revolucionarios. Aquello era mejor aún
que las fallas, había más gente por las calles y estaba más excitada.
Los cuatro amigos callaban en medio del
clamor popular, pero sabían que, tarde o temprano, tendrían que tomar posición
y caer con o enfrente de esa marea humana enfebrecida.
Llegado que fue el día de las elecciones a
Cortes, la tensión se hallaba lejos de encontrarse apaciguada. No había, desde
luego, proclamas, ni discursos inflamados, ni banderas, ni manifestaciones
sindicales. Todo eso había caído de la noche a la mañana, pero el gentío seguía
llenando las calles de un jolgorio engañosamente festivo, pues en los rostros
se podía leer una tirante, por vez primera tratándose de un acto de esa
naturaleza, compulsiva espera. Aquí y allá se formaban repentinamente corros,
donde se cuchicheaban con precipitación noticias o consignas, y se deshacían
enseguida.
Colliure comentó a los hermanos Albert, que
le acompañaban:
-Esta vez no están dispuestos a que se les
dé gato por liebre.
En aquella época, los colegios electorales
se instalaban en casas particulares, pertenecientes, naturalmente, a las
familias más conspicuas de la localidad. Durante la noche, las urnas eran
veladas por las fuerzas vivas y los procuradores del cacique. En tales
condiciones, el pucherazo no era sino una ceremonia social más, como una puesta
de largo o un baile de la beneficencia, consagrada por un uso inveterado,
rancio ya en los hábitos y las conciencias de la clase dirigente, que se
celebraba con café, licores y pastas. Así había sido desde que Cánovas y
Sagasta pactaron régimen tan peculiar en el que el Rey designaba primero al
primer ministro y después éste debía ser refrendado por el plebiscito y no a la
inversa.
Sin embargo, en aquella ocasión, el pueblo
quiso invitarse al velorio. ¿Así vestidos? Parecían reprocharles con la mirada
las matronas y los próceres que guardaban, bajo llave, las escrituras de
propiedad del suelo que pisaban y de las paredes que lo revestían, en los
cajones más recónditos de la sombreada mansión. El comandante de la guardia
civil dio unas cuantas voces broncas, hubo forcejeo; mas la multitud, bien
organizada para el lance, lo metió en un zapato y se impuso.
-¿Veis? Ya os dije que iba a haber
pasacalle.
Los hermanos Albert sonrieron y se acercaron
los tres a ver en qué paraba aquello. Paró, lógicamente, en que los resultados
no fueron los previstos.
Colliure iba a Salamanca y venía, se detenía
en Madrid, paseaba por la Castellana y el Retiro, comía en las tascas de la
Plaza Mayor, le tomaba el pulso a la capital. Durante largas horas, en el
vagón, leía o contemplaba el sobrio desfile del paisaje castellano. Tenía la
vaga conciencia de que se estaba preparando para algo, pero no sabía muy bien
para qué. Intuía que se acercaban tiempos ásperos, que exigirían decisiones
dramáticas.
En el páramo salmantino no se cansaba de
observar la fuerza tranquila de los toros en libertad. Y una vez, en Valencia,
en los descampados que había tras el coso taurino, presenció cómo un mayoral
ponía un niño de pañales sobre la testuz del animal de lidia y éste se quedó
estático, como si le hubieran puesto el propio cordero del Dios vivo entre las
astas.
XXII
La vida es invivible, le decía Pepito Moltó,
casi en susurros, acodado en una mesa excéntrica de la biblioteca del casino;
la vida no es una cosa, sino dos, en perfecta oposición; el hombre y la mujer
están condenados, desde el primer día, a no entenderse; la vida es una lucha en
la que siempre se pierde y de la que sale más airoso quien mejor ha sabido
limitar los desperfectos, inevitables en todo caso. Pero si le das la espalda a
la vida y alcanzas la ataraxia, entonces te invade el remordimiento, aunque no
lo digas. ¿Qué sentido tiene la vida en el hombre? Pues no tiene otro más que
el sufrimiento, que purga, purifica, nuestras almas. El único modo válido de
vivirla es perseverar, hacer el bien a los demás y amar a la muerte. Lo cual
sólo se puede comprender si se adquiere conocimiento.
Daniel Colliure no supo qué responder ante
ese avance de argumentos acorazados. Primero, no les veía ninguna fisura y
menos aún expresados así, de sopetón y a quema ropa; segundo, venían a
manifestar, en esencia aunque en términos distintos, o así lo creía, lo mismo
que le predicaban sus tías, e incluso su madre; y por último, le pareció que
resumían sus propias intuiciones, hasta el punto de no saber distinguir a
ciencia cierta lo nuevo, si lo había, de lo que él mismo había pensado ya antes
pero no había conseguido trabar de modo tan firme como lo que le acababa de ser
expuesto. No le impresionaron tanto las partes como el todo.
-Si no me constara que estás en posesión del
fuego sagrado de los dioses, no te lo hubiera dicho. Pero sé que no eres como
los demás. Medita sobre ello y no tomes decisiones precipitadas, pues todavía
tienes mucho tiempo para elegir.
Pepito Moltó sonrió afablemente antes de
levantarse y abandonarlo a las cavilaciones que había suscitado.
Colliure se dirigió al ventanal. Y desde
allí se puso a contemplar la corteza inmensa del pan de Sajará. ¿Me estará
proponiendo ingresar en la masonería? Y mis tías, ¿me estarán empujando, con
plena conciencia de lo que hacen, a tomar los hábitos?
Si unos y otros son sinceros, ¿cuál es la diferencia
entre un masón auténtico y un sacerdote? ¿Que el primero se puede casar y el
segundo no? ¿Acaso no ha dicho que el hombre y la mujer están condenados a no
entenderse?
Paseaba la mirada por los tejados pardos,
pero no observaba nada en concreto. ¿Tenía derecho a consagrarse a los demás,
cuando él mismo se consideraba sepulcro blanqueado? Pues a veces le venían
ideas que, si las hubieran expresado otros, no habría dudado en calificarlos de
malas personas. ¿No debía más bien comenzar a trabajar consigo mismo y
conseguir ser mejor de lo que era? La caridad bien entendida comienza por uno
mismo, dicen. Los pensamientos son como los mirlos en los huertos de naranjos,
antes de que uno tenga tiempo de verlos ya están volando, despavoridos, con sus
alas negras, chillando cuando nadie los puede alcanzar. El hombre es un
manantial del que, las más de las veces, brotan aguas ponzoñosas.
Sin embargo, existen naturalezas puras que,
sin ser santos, no generan sino pensamientos límpidos y frescos. Colliure tenía
en mente a su hermano mayor, que las mataba en el aire con una palabra fácil,
instantánea; apenas le decían algo, ya estaban oyendo de sus labios la
respuesta, y nunca le había oído una palabra, ni un solo matiz, que se apartara
de la más auténtica filantropía. Y curiosamente detentaba un carácter
explosivo. Recordó que una vez, de pequeños, tuvo un altercado con una criada y
como consecuencia de ello le dio un tremendo mordisco en la oreja. La mujer,
encendida en cólera, vino a casa para contarlo. Por eso, nadie se ha fijado que
en sus respuestas fulgurantes, por detrás de su ironía chispeante y de su indudable
inteligencia, se respira siempre una bondad inocente que no se puede fingir.
Igual que hay genios, o bellezas
deslumbrantes, existen personas moralmente bien dotadas. Los demás precisamos
un trabajo constante para tapar los boquetes de nuestra mente, cuando se pone a
exhalar inmundicias, e incluso para ponerles bozal a nuestros actos y tirar de
las riendas, si no queremos descarriarnos.
Tenía tiempo, es cierto, pero para
perfeccionarse, para adquirir conocimiento y, más tarde, elegir. Aunque la
verdadera alternativa no es la masonería o el sacerdocio, sino la de pasar una
vida a trancas y barrancas, a vueltas con los propios defectos, tratando de
vencerlos pero sin poner en ello toda la carne en el asador, como hace la
mayoría, o bien apelar hasta la última gota de la voluntad y asumir un destino
excepcional.
XXIII
Tras una apretada mañana de acuerdos y
transacciones, que tenía por escenario ciertos establecimientos del centro de
Valencia, consagrados ex profeso al
trato de medio pelo, Colliure solía comer sobriamente, solo o acompañado de
corredores, almacenistas, regatones, feriantes, caballeros de mohatra y, en
fin, negociantes de todo pelaje, una pitanza común, casera, en un restaurante
adyacente. Concluida la refacción, encaminaba invariablemente sus pasos hacia
la cafetería del Ateneo mercantil, donde pedía café y coñac, encendía un puro
de a palmo, como un inmenso cucurucho tostado, y dejaba pasar la tarde leyendo
el Mercantil valenciano hasta la hora
de tomar el tren de regreso a Sajará, a eso del anochecer.
Su padre, José Colliure, rico de media capa,
originario de un pueblo situado en el espaldar montañoso que se alza apenas se
ha dejado Gandía, hacia el interior, casó bien en Sajará, pero su mentalidad no
sobrepasó nunca la de un propietario pasadero de tierras, las cuales daban para
vivir holgadamente de su administración y usufructo. También para ocupar una
posición social honesta, sin desdoro, en el seno de su urbe de adopción.
Únicamente debía ocuparse de mantenerla mediante el expediente seguro y manido
de la misa dominical, delegando el ceremonial restante en las avezadas manos de
su esposa, Encarnación Martínez y Lluna, de rancia prosapia sajarana y por lo
tanto advertida en cultos. Por eso se alarmó cuando su hijo primogénito
requirió su colaboración para arrancar el negocio de los toros. Afortunadamente
todo fue bien y pronto recobró su aportación, circunstancia que le permitió
seguir dormitando junto a la chimenea, cuando no tenía que visitar sus campos o
asistir a la pesada de la naranja o la siega del arroz.
Cierto que el viejo Colliure poseía un don
de gentes particular, una suerte de hidalguía labriega poco cultivada
intelectualmente sino que procedía, por lo visto, de un don innato, lo mismo
que su porte reposado y su semblante cabal, más equilibrado que el del regidor,
quien detentaba una mirada profunda en la que se leía esa determinación capaz
de impulsar al hombre, sólo si se da el caso, hasta las últimas consecuencias
de sus convicciones y de sus actos. Una de esas miradas que parecían decir que,
si por acaso reventara el rocín, él mismo sacaría el carro hasta encima de la
era. Por el contrario, los ojos del viejo Colliure transmitían una sensación de
seguridad, de confianza en los sólidos basamentos de su existencia, según la
cual, cuanto tenía, le era debido y no ambicionaba más. En ello residía su
fuerza, la que le daba esa autenticidad tan suya, sumamente apreciada incluso
por gentes mucho más refinadas y poderosas quienes, a pesar de ocupar una
posición más ventajosa en múltiples aspectos, le envidiaban, al tiempo que
admiraban, su aplomo. Pero que no le trastocaran su mundo, ése que estaba
asentado sobre unos pilares que hundían sus raíces en el propio hueso de la
tierra. Si su carácter facilitaba las condiciones intrínsecas para que, en su
casa del Perelló, se pusieran habitualmente sobre el tapete negocios de
envergadura, no era él quien sacaba provecho, sino sus hijos, en particular su
primogénito.
Los tiempos del regidor fueron otros. La
Exposición Universal de Valencia del año 1909 removió las estancadas aguas y la
guerra en Europa las agitó todavía más. Ya se sabe, “a río revuelto, ganancia
de pescadores.” José Colliure no podía dejar correr tal oportunidad de medro.
Pero aún hacía falta no equivocarse en los valores, mostrarse certero en las
elecciones. Por fortuna, todo salió a pedir de boca. Cierto que quien más puso,
mas ganó. Su capital inicial no tenía, desde luego, punto de comparación con el
de, por ejemplo, el hombre que presidía El
Ateneo, la sociedad recreativa en la que se encontraba, marqués del Turia
por añadidura y antiguo alcalde de Valencia, sin embargo, con arreglo a sus
posibilidades, lo menos que podía decirse era que había logrado desenvolverse
pasablemente bien.
Falta consolidarlo, falta atar bien la
gavilla para que la mies no se disperse, apretar convenientemente las espigas
con una buena rafia y hacer luego un nudo baquiano, como hombre cabal; pues el
tiempo apremia. En breve habrá que casar a la numerosa prole, que vino toda en
una cumplida hornada. Tres hijos y tres hijas, nada más que eso. A menos que Daniel
acabe tomando los hábitos. En Sajará, los yernos y las nueras se mercan con
campos y con casas. Cuanto más alto se halle el listón de los segundos, más
arriba sube el fiel que indica los taeles de los primeros. Los hijos generan
hijos y los campos y las casas generan campos y casas, así es y ha sido siempre
en la acrópolis de los pantanos, para la gente que nace con posibles. Olegario
Casadavant, sajarano de pro y de abolengo notorio, habla ese mismo lenguaje con
consumada maestría, por eso se le han abierto los ojos tan pronto,
adelantándose, casi, a los acontecimientos. Es el instinto que mueve la raza,
sin duda. Por cierto, que ya va siendo inaplazable el momento de poner al
afortunado novio al corriente de tan venturoso asunto.
José Colliure dio una profunda calada al
habano, al tiempo que se reclinaba en el respaldo del banco. Ese hijo suyo le
había salido a la madre. Era un Colliure, no cabía la menor duda; pero también
era un Santamaría chapado, con ese espíritu de vitriolo en la mirada y ese rasgo
de canciller, en el porte y en el gesto, que le viene de casta. Ahí es nada.
Además, y por si fuera poco, le venga de donde le viniere, dotado personalmente
de un temperamento imprevisible y algo inflamable.
Sin embargo, consideró Colliure, aunque las
encías se le hayan reblandecido un tanto con la edad provecta, juraría que la
chica de Olegario no está, ni mucho menos, de mal ver y el barbián en cuestión
tiene los diecinueve años cumplidos y no se le conoce relación en Sajará. Eso
está bien, muy bien. Pero no hay tiempo que perder. Demorarse equivale ya a
jugar con fuego. Más aún, a hacerlo en el recinto de un polvorín.
La llegada del Teniente Coronel de Estado
Mayor, don Emeterio Muga, lo distrajo de sus cavilaciones. Don Emeterio era
sajarano de adopción y diputado a Cortes por la localidad, aunque naciera en
Zaragoza y residiera en Valencia. Por
aquellas fechas se hallaba destinado en la plaza de Melilla. Militar de
raigambre liberal, cuando acudía a Sajará, hacía por frecuentar la tertulia de
don Mariano, en el casino, e incluso había colaborado con Colliure en algunas
cuestiones de orden municipal. De modo que, en cuanto divisó a éste en el fondo
de la sala, encaminó sus pasos hacia la mesa que ocupaba. El regidor lo saludó
afectuosamente e hizo una seña al camarero para que atendiera al recién
llegado.
La guerra de África suscitaba una gran
aprensión en el país, particularmente entre las clases populares, para las que
constituía una sangría inexorable. Las familias acomodadas, en cambio,
disponían de otros recursos que la hacían menos determinante. Colliure seguía
los acontecimientos con suma atención, por si acaso se viera en la eventualidad
de tener que tomar una resolución, pues tres hijos suyos aguardaban ser
sorteados en un plazo relativamente corto.
-¿Cómo van las cosas por Melilla, don
Emeterio?
Al aludido debió darle envidia el formidable
puro de Colliure, pues extrajo otro no inferior del bolsillo interno de la
chaqueta. El regidor se apresuró a ofrecerle fuego.
Tras expeler una cumplida bocanada, el
militar estaba ya en condiciones de aducir una meditada respuesta.
-Todo irá bien mientras los moros no
sospechen nuestra debilidad. Por el momento, algunas tribus aceptan las
propinas que les damos y se mantienen al margen. Pero no hay que olvidar que
son beduinos, no reconocen al Sultán y les importa un pimiento morrón lo que
éste firme o deje de firmar con las potencias extranjeras.
-¿Tan patente es la debilidad de la posición
española? Después de todo, aunque hayamos perdido nuestras colonias, seguimos
siendo una potencia europea, la cual, por añadidura, no ha sufrido el desgaste
de la guerra mundial.
-Mire usted, Colliure, a pesar de que el
presupuesto de guerra sigue siendo el de mayor volumen entre los aprobados por
el Gobierno, lo cierto es que setenta y cinco por ciento de los fusiles que
poseen las tropas de Melilla no funcionan, el resto, en su mayoría, está
descalibrado, las ametralladoras Colt se encasquillan a los primeros disparos,
lo mismo sucede con las pistolas Campo-Giro. Si a ello añadimos que los
soldados de reemplazo, con quienes se constituyen las unidades expedicionarias,
apenas si han efectuado una sola vez el tiro de instrucción, entonces tendremos
una aproximación realista a la situación que se vive actualmente en la plaza de
Melilla.
-Caramba, don Emeterio, es usted un
apocalíptico.
-Eso sin hablar de la corrupción, pues está
demostrado que ciertos elementos de la intendencia, pertenecientes tanto a la
oficialidad como a la soldadesca, han vendido armas a los rifeños.
-Y los periódicos, claro, ni una palabra.
Don Emeterio lanzó un bufido.
-¡Los periódicos! –exclamó.
Dio una prolongada calada que alumbró
brasas, como si del habano necesitara extraer la serenidad suficiente para
proseguir.
-Hasta ahí por cuanto se refiere a Melilla.
Ni qué decir tiene que la situación en la que se encuentran algunas unidades
aisladas en fortificaciones de fortuna, sin agua potable, que tienen que traer
a lomo de mula cada dos o tres días, tras efectuar marchas que alcanzan a veces
los diez o doce kilómetros, podría llegar a ser dramática en caso de un ataque
masivo.
En ésas estaban cuando don Rafael Criado,
propietario de la finca “La Closa”, apareció en el umbral. Enseguida percibió a
su procurador, escuchando con suma atención las palabras de don Emeterio y,
quitándose el abrigo por el camino para mayor celeridad, se dirigió
directamente hacia ellos. Al incorporarse don Rafael a la conversación, ésta
tomó otros derroteros. Tanto el militar como el terrateniente eran grandes
cazadores, así que ésa fue la ocasión para que este último emplazara a los
otros dos, con sus respectivas familias, en la finca, antes que don Emeterio
tuviera que regresar a tierras africanas, con objeto esencialmente de visitar
su coto de la marjal, pues era la época de hacerlo, y su no menos interesante
de la ribera del Júcar.
-Supongo que nadie pretenderá a estas
alturas poner en tela de juicio mi bandera de desafío, a saber, que no hay en
toda la provincia de Valencia cocinero que prepare mejor que el mío el arroz
caldoso con polla de agua. Y si lo hay, exijo que me lo demuestren.
Colliure no tenía ni la menor idea de cómo
preparaba su hermano Vicente el arroz caldoso con polla de agua, así que se
abstuvo de replicar. No sin tomar en ese preciso instante la determinación de
exigirle el mencionado plato en cuanto volviera a poner los pies en Sajará, con
objeto de efectuar la debida comparación y luego ya se verá.
-Al circunscribirlo a la provincia y a la
polla de agua, se queda usted corto, don Rafael. Me lo tendría que prestar un
par de meses para que cocinara en Comandancia y que se enteraran, de una vez
por todas, de lo que vale un peine los espadones castellanos.
-A ésos les daría yo all i pebre, para ver si de verdad tienen tripas.
En el tren nocturno que le conducía de
regreso a Sajará, José Colliure se encastillaba en su idea. Tengo que casar a
mi hijo. Y lo he de hacer cuanto antes.
XXIV
Durante las jornadas, cada vez más
frecuentes, que el regidor pasaba en Valencia, la disciplina casi militar que
había impuesto a su nutrida mesnada se relajaba un tanto. Cierto que todo el
mundo se levantaba al alba menos cuarto, asistía al desayuno en común y luego
se dirigía puntualmente a sus quehaceres, pues el general en jefe se hallaba
todavía entre los muros del cuartel. Sin embargo, ya a la hora de la comida, se
presentaban de manera más espaciada. No mucho, a decir verdad, pues María Teresa
sabía también fruncir el ceño, a veces de manera más eficaz que el propio
marido, pero era más flexible en lo que respecta a la puntualidad a la hora de
sentarse a la mesa. Si alguien se retrasaba, ella aplazaba, durante un cierto
tiempo, la operación de la puesta de la mesa y aceptaba de mejor talante las
razones de fuerza mayor.
El sitial del pater familias, a la cabecera de la mesa, permanecía vacante, lo
cual, más que indicar su ausencia, recordaba su existencia, así como la
vigencia de todos sus preceptos, aunque algunos de ellos quedaran,
provisionalmente, incumplidos.
Cuando cada cual ocupaba su puesto, María
Teresa venía con el puchero humeante y lo colocaba en su rincón de la mesa,
luego ella misma se ponía a servir los platos.
La colación de un día corriente en casa de
los Colliure era frugal. Solía consistir en un plato de caliente y único, a no
ser que se tratara del clásico cocido valenciano que las gentes de la tierra
comen en dos veces, la primera únicamente el arroz, hecho con el caldo que ha
enriquecido la sustancia de la carne, generalmente gallina y ternera, legumbres
y verduras al hervir, con todo lo cual se llena por segunda vez el plato. Y si
sobraba, se hacía con ello ropa vieja para la noche. El vino se hallaba
proscrito, reservado para las grandes ocasiones; los demás días, incluidos los
domingos, se bebía sólo agua, que hace la vista clara.
La vista clara, José Colliure la poseía, a
pesar de las dos gotas de alquitrán que lucía a guisa de pupilas y que, cuando
su espíritu estaba abocado a un sentimiento de irritación o nerviosismo, movía
sin cesar de un lado para otro. Ese día iban sobre todo de su madre a Daniel,
una y otra vez. Teresa, ocupada en servir, no lo notó y su hermano, sumido en
sus cavilaciones, tampoco.
José
Colliure, aunque intuía que su padre no las tenía todas consigo por cuanto a
esta cuestión en concreto se refiere, no deseaba su mediación pues lo sabía no
tan liberal como para oponerse de plano al conservadurismo intelectual de su
mujer. Así que estaba decidido a aprovechar su ausencia para plantear
abiertamente el asunto, de modo que, oyendo las partes, pudiera formarse una
idea más clara de la situación.
-Bueno, veamos qué demonios pasa con nuestro
Arcipreste. ¿Cuándo te decidirás a tomar tus funciones y bendecir la mesa?
Porque cada día que pasa resulta más evidente que vas a vestir los hábitos,
¿no?
El aludido emergió torpemente de sí mismo
con una sonrisa azorada. La madre se irguió sobre la silla, temía el espíritu
volteriano de su hijo mayor.
-Tu hermano –replicó Teresa con voz
perentoria- no tiene por qué decidir nada precipitadamente, antes al contrario,
debe tomarse todo el tiempo que necesite. Pero debe hacerlo solo –añadió
desafiante.-
-Perfecto. Tus palabras me autorizan a ir
ahora mismo –y dejó caer la servilleta sobre la mesa- a ver a las tías Marías
de Benifayó para pedirles, con buenos modos, que tengan la bondad de meterse en
sus propios asuntos y dejen de atosigarle.
Asunción y Joaquín, al oír lo de las tías
Marías de Benifayó, no pudiendo evitar recomponer la frase completa en
valenciano castizo que rezaba: La tía
María, de Benifayó, que es menja la figa i tira el peçó, aducida siempre
con evidente intención caricaturesca y burlona, ya estaban tapándose la boca
con la mano para ocultar la risa.
Teresa, sin advertirlo, fulminó a su hijo
mayor con una mirada que José sostuvo con otra que era exactamente idéntica.
Con ello se creó un silencio inflamable.
Las tres chicas dejaron de comer y se
quedaron observando a ambos con la boca abierta. Joaquín se puso a hurgar la
comida con la cuchara. Se les había cortado la risa en seco.
Daniel, por su parte, se sintió obligado a
apaciguar la situación.
-Madre tiene razón. Una decisión tan cargada
de consecuencias debo meditarla solo. Es verdad que las tías tratan de influir,
pero yo sólo las oigo con una oreja. Únicamente escucho la voz de mi
conciencia.
-Y a los curas que ellas te mandan para que
hagan la apología en latín de las maravillas de la vida monacal, ¿también los
oyes con una sola oreja?
-A ésos, aun poniendo las dos, no se les
acaba nunca de entender –repuso Daniel, sonriendo.-
-Mira, Daniel, no voy a entrar en polémicas
teológicas. Ni contigo ni con nadie –al decir esto se volvió para mirar a su
madre.- Pero sí te diré una cosa, desde dentro de la conciencia muchas veces
los árboles no dejan ver el bosque, pero desde fuera se tiene, a menudo, la
perspectiva adecuada. Tú no estás hecho para emparedarte durante el resto de tu
vida, porque además eres un Colliure y tu apellido contiene el germen de la
libertad.
Teresa estaba tan furiosa con esa injerencia
que ni siquiera pudo decir palabra. Daniel, en cambio, quiso dar una impresión
de serenidad, quizá para apaciguar los ánimos.
-El concepto de libertad convendría
definirlo antes de tratar de ponernos de acuerdo. Desde el momento en que hay
en el hombre un cuerpo y un alma con intereses contradictorios, también hay dos
clases de libertad, la del cuerpo y la del alma, igualmente opuestas; cuanto
más libre se halle el cuerpo, más oprimido está el espíritu y viceversa. Según
ello, cabe preguntarse quién es más libre, si ellos, los monjes, o nosotros,
que, viviendo en el siglo, estamos sometidos a la dura ley de la necesidad.
-Dios ha puesto el vino y el agua, si es que
los ha puesto él, no para que unos beban siempre lo uno y otros lo otro, sino
para que haya un equilibrio entre ambos y, según las circunstancias, nos
alegremos con el vino o nos refresquemos con el agua. De lo contrario hubiera
creado puros espíritus, pero te ha dado también un cuerpo, no para que lo
maltrates, ni lo ignores, sino para que vivas en paz y armonía con él. Para que
ambos, cuerpo y espíritu, den su fruto, inmortal, tanto el uno como el otro.
No sólo Daniel se quedó pensativo, sino
también la madre, la cual parecía que iba a replicar algo, pero se calló.
XXV
En efecto, Colliure habría querido casar a
su hijo todo lo deprisa que la modalidad más sintética de decoro, reducido a
sus actos y ceremonias imprescindibles, le hubiera permitido. Y eso, ya de por
sí, no podía tomar en Sajará menos de un año sin incurrir en escándalo. La edad
de la novia no planteaba el menor problema, pues la anfictionía de los
almarjales no había pestañeado siquiera en hacer subir a los altares, en
numerosas ocasiones, mozas mucho menos sazonadas que aquélla, e incluso algunas
francamente en agraz. Pero los plazos, Señor, los sacrosantos plazos.
Colliure tramaba en su conciencia otra
historia distinta, según un patrón tradicional, en un telar rudimentario,
inveterado y polvoriento, hecho con una madera pensante de puro vieja. Todos
los hilos, sin embargo, se encontraban atrapados en el mecanismo y eran guiados
por él. Todos excepto uno. Colliure se complacía en seguirlos con la vista, en
contemplar sus colores vivos, múltiples, en palpar el espesor del entramado. El
mundo no es más que una representación de la voluntad, modelándose y cuajando a
cada instante. Constituiría paraíso manifiesto si no hubiera más que una
voluntad. Y es cierto que sigue una dirección, cual tren en el que todos los
pasajeros estuvieran enzarzados en lucha a muerte de cada uno contra los demás.
No obstante, Colliure se hallaba convencido
de haber pagado billete de primera clase y estar viajando encerrado en un
universo particular, en el cual otras figuras podían aparecer, ciertamente,
pero tan sólo en tanto que representación.
Apagó la luz de su despacho y se vio como un
patriarca de los tiempos antiguos, viejo y cargado de años, envuelto en una
frazada y dirigiendo a su inmensa grey desde la pétrea casa solariega,
enclavada en el humedal de Sajará. A pesar de la patente fragilidad humana,
quién sabe, acaso llegara a recibir sobre sus rodillas nietos y biznietos.
Concluía el año diecinueve. Veintidós
hierbas casado ya con Teresa, más de dos décadas de fundación, una numerosa
prole, lo que podría denominarse un estado para todos ellos. Prosperidad que
crece en proporción geométrica. De este modo entraba Colliure en su décimo
lustro, el que dicen de Júpiter, de la serenidad y la riqueza. Aquél también en
que comienzan a diluirse la sombras de este mundo y a asentarse la sabiduría en
el hombre. El decenio que estaba por empezar iba a ser determinante en la
consolidación de todo cuanto, laboriosamente, había lanzado. Incluso, comedía
Colliure, le aportaría el escenario de su propio acendramiento, de su
realización como persona, esa serenidad del deber cumplido cuando, en realidad,
poco queda por hacer si no es contemplar cómo la vida que salió de sus riñones
se afirma, hunde raíces en la tierra y continúa la obra.
Había llegado el momento de coger el toro
por los cuernos y atar de una vez por todas, con un buen nudo marinero, el
último cabo que le quedaba suelto. Bajó al salón sabiendo que el primero de sus
varones no tardaría en llegar, los otros dos ya debían estar vacando en alguna
parte de la casa. Teresa conversaba en la cocina con su hija mayor. Colliure
alcanzó a atrapar algunos retazos de la plática que le permitieron colegir que
ambas mujeres trataban ya de los preparativos concernientes a las fiestas
navideñas. Encendió el velador, se acomodó en el sillón y se dispuso a concluir
la lectura del periódico.
Como previsto, no tardó en percibir el
sonido de una voluminosa llave deslizándose en la cerradura y luego haciendo
crujir el mecanismo al voltear, igual que si fuera a girar el mundo sobre su
quicial. José Colliure apareció sonriente en el umbral, depositó el paraguas
reluciente en el paragüero y avanzó hacia el salón desde donde, acababa de
notar, lo estaba observando su progenitor.
-¿Qué tal, padre?
José Colliure, por toda respuesta, plegó
parsimoniosamente el periódico.
Es un flemático, pensó el hijo. Pero algo lo
alarmó, lo puso en guardia. Quizá unos gramos de más en la medida de la
prosopopeya.
-Ven a mi despacho. Tengo que hablarte
–soltó al fin.-
Una vez en él, cerró la puerta tras de sí.
Abrió una aromática caja de madera y le ofreció un habano al atónito vástago.
Lo cual confirmó a éste en su premonición inicial de que nada bueno se podía
preparar con tan inusitado ceremonial. Seguidamente le brindó fuego y le mandó
que se sentara. Durante un momento que se hizo eterno, el padre parecía haber
olvidado la presencia del hijo, mientras se servía a sí mismo otro puro, le
prendía fuego y guardaba cuidadosamente la caja en su lugar.
Ambas generaciones tomaron asiento frente a
frente en sendos sillones de cuero, envueltos por el petrificado silencio
imperante en el despacho del regidor. La lluvia arreció de repente y se puso a
tabletear con violencia sobre el tejado. José Colliure fumaba con mucha
concentración, como si antes de hablar quisiera oír detenidamente la voz de su
conciencia. El otro Colliure, en esta ocasión, no tenía ni la menor idea de por
dónde le iba a salir el padre, razón por la cual estaba en ascuas, pero lo
disimulaba procurando dar caladas cortas y suaves al habano.
-Bueno, hijo, vas a tener veinte años
dentro de un mes escaso y todavía no sabes nada de la vida. Lo poco que sabes
no es por experiencia, pues has sido criado dentro de un frasco, sino porque te
lo he dicho yo. Y aun así tú no crees ni la tercera parte de lo que te cuento.
Es igual, yo te lo he de decir, de modo que cuando vengan los reveses, que
siempre vienen porque nada hay más puntual e insoslayable que ellos, no podrás
reprocharme haber pecado por omisión. Te lo he explicado muchas veces,
llanamente y por parábolas, como en los Evangelios, la vida no es un cotillón.
Para que lo entiendas, te diré que la vida es como hacer la guerra en un
ejército pobre. Mira hijo, va encareciendo el general a cada soldado, sólo te
podemos dar diez balas con las que debes matar a cien enemigos, de lo contrario
perdemos la batalla. ¿Cómo voy a hacer entonces?, exclama el soldado. Muy
fácil, no dispares un solo cartucho mientras no tengas a diez de ellos
perfectamente alineados. Ahí está la madre del cordero, tenemos muy poca
munición para una guerra francamente larga. Hay que aprender trigonometría en
latín, antes de efectuar cualquier disparo.
Colliure hizo una pausa para despachar una
fumarada. Y Colliure se cruzó de piernas mientras comenzaba a comprender cuál
era su papel en esa alegoría. Él era el proyectil que el regidor se disponía a
disparar, tras haber consultado todos los tratados de balística y astronomía contenidos
en la Biblioteca Nacional. Pero, ¿contra quién o contra qué?
-Como te decía, vas a tener veinte años, que
no es moco de pavo. La edad en que uno debe tomar las riendas de su existencia.
El momento idóneo para fundar una familia y sembrar la semilla de la próxima
generación.
-¿Me está pidiendo que me case, padre?
-Te estoy planteando la cuestión, en efecto.
Pero trato de enfocarla desde el ángulo más acertado.
Colliure, nervioso, descruzó las piernas y
las volvió a cruzar cambiando la preponderancia de las mismas. Sabía de buena
tinta que su progenitor y él no podían contemplar un objeto como el matrimonio
desde el mismo punto de vista. Sobre todo porque aquél ignoraba, a este
respecto y por lo que se refiere a su caso particular, algunos aspectos que él
sí conocía.
-Le escucho, padre.....
-Pues si hay que casarse, preciso es hacerlo
como Dios manda. Quiero decir que no sale uno a la calle y se declara a la
primera falda que pase. Ni se deja uno tampoco llevar por la belleza de las
formas, porque ello sería observar una conducta de bestia salvaje. Un hombre es
otra cosa. Un hombre toma en consideración otros parámetros, digamos, de índole
cultural.
-¿Puede nombrarme alguno de ellos?
-Mira, te advierto que no estoy dispuesto a
tolerar ese tono impertinente.
-No hay impertinencia, sino solicitación de
su legendario afán pedagógico.
-Si te crees que no capto la reticencia en
tus palabras... Pues no es un asunto para tomárselo a guasa.
-Está bien. Hablemos seriamente. En una
mujer no hay que admirar ni sus gracias ni sus formas, sino el número de
anegadas de arroz y de huerta que posee el padre.
-Hay que mirarlo todo. Esto también.
-El matrimonio es una bala y hay que matar
diez pájaros de un tiro.
-Por lo menos dos.
-Muy bien. Ahora veamos hacia dónde debemos
orientar el punto de mira.
El regidor sabía que con su hijo la
conversación se le iba a escapar de las manos. Y en ese punto, como mínimo, no
le gustaban los derroteros que estaba tomando y eso lo exasperó. ¿Por qué no se
plegaba el pipiolo a los designios paternos y cerraba la boca de una vez, como
hacían todos los puntales en Sajará? ¿Es así como le agradecía sus desvelos, el
patrimonio y la posición que, gracias a su afán, podía ofrecerle? Pero ya se
sabe, a gente joven, pan blando.
-He recibido una oferta de las que no se
pueden rechazar, pues ni harto de vino se me hubiera ocurrido mirar tan alto. Y
han venido a buscarme, ahí está el quid de la cuestión, que no he tenido que
mover ni un solo dedo. Pues no saben la alhaja que se llevan.
-¿Quién ha venido a buscarle, padre?
-Una de las fortunas mejor cimentadas de
toda Sajará, Olegario Casadavant.
-¿Olegario Casadavant? Pues si sólo le queda
una hija soltera....
-Pues basta con ella, ¿no? ¿Acaso eres moro?
Hablaba de fundar una familia cristiana, no un harem.
-Pero si Cecilia es.... Una niña.
-¿Una niña? ¿Cuánto hace que no la ves?
-Pues no sé.... Quizá haga un año.
-Pues ve a verla ahora mismo, porque el
verano de los dieciséis años hace milagros en la naturaleza de una mujer.
-No puede ser.
-¡No puede ser ahora, cabeza de chorlito,
pero mañana sí podrá ser!
-Le digo que no puede ser, padre.
-¿Ah, no? ¿Y por qué diablos asados no iba a
poder ser?
-Pues porque ya tengo novia, padre.
-No puede ser.
-Eso mismo trataba de decirle.
José Colliure se levantó del sillón como
disparado por un resorte. Un buen grumo de ceniza se estrelló contra el parqué.
-¡No, si ahora resulta que el tarambana éste
tendrá novia! ¿Y quién es la afortunada, si se puede saber?
-Se llama Consuelo Mayorino.
-¿Mayorino? No conozco a ningún Mayorino.
-Pues claro que los conoce, padre, a los
Mayorino.... De Riera.
-¿De Riera? ¿Ni siquiera es una familia de
Sajará?
-¿Pero qué pasa, es que al otro lado del
Júcar viven tribus bárbaras, o acaso las mujeres de Sajará están rellenas de
cabello de ángel?
-Riera es un pueblo de jornaleros o poco
más. Gente, a lo sumo, de hacha y capellina. La mayor parte de las tierras del
término municipal pertenece a vecinos de Sajará o de Valencia.
-Los Mayorino son de media capa. No son unos
indigentes. Y aunque así fuera, ¿qué más da? No es eso lo que más importa.
El regidor no escuchaba ya las palabras de
su hijo, sino que se paseaba de un extremo al otro de la pieza, profundamente
absorto en sus cavilaciones. De repente, interrumpió sus reflexiones
peripatéticas.
-Afrontemos la situación con calma. Nada se
ha malogrado realmente. En Sajará no se tiene ni pajolera idea de tu noviazgo.
Lo rompes desde mañana mismo y Santas Pascuas.
-No puedo hacer tal cosa, padre.
-Por supuesto que puedes, ¿por qué no ibas a
poder?
-Porque he dado mi palabra.
-¡Ah, el caballerete ha dado su palabra! Yo
también he dado la mía, ¿sabes?
-La diferencia es que usted no debía haberlo
hecho sin consultarme.
-¿Que no....?
El regidor parecía dispuesto a subirse por
las paredes. Tal vez por eso miró a todas partes, antes de fulminar con un rayo
salido de sus ojos a su insolente retoño. Trató sin embargo de calmarse y,
recordando que tenía un puro en una mano, le dio una profunda calada. Pero
después expulsó el humo como un dragón.
-Vamos a ver. La palabra no es exactamente
la misma cuando se ha empeñado entre gentes de calidad que cuando se ha dado,
por ejemplo, a un campesino. Como tampoco ofende el que quiere, sino el que
puede, eso es lo que siempre se ha dicho; así, tampoco se debe prestar tanta
atención a los compromisos con gente humilde. Por supuesto, no hay que
perjudicarlos, ni hacerles daño, porque son personas.... Pero en fin, echar a
perder la vida propia sólo porque se ha dado la palabra a un destripador de
terrones....
-Palabra únicamente hay una, eso es lo que
usted siempre ha dicho. Y no depende en nada de la persona que la recibe, sino
de quien la da.
-Eso último yo no lo he dicho nunca. Lo
dices tú.
-Lo digo yo porque los tiempos han cambiado.
-Tanto en mi época como en la tuya, los
noviazgos se hacen y se deshacen. ¡Qué palabra ni qué niño muerto! No se empeña
una palabra en eso. Si las cosas no van bien, pues se corta por lo sano y aquí
paz y allá gloria.
-Si las cosas no van bien, estoy de acuerdo.
Pero si van bien, entonces se ha abusado de la confianza que a uno noblemente
le han entregado.
-Pues no tenías que haber dado semejante
paso sin antes consultármelo. Soy tu padre. El padre de esta familia. Y tengo
derecho a aportar mi voz y mi voto sobre quiénes y cómo van a ser mis nietos. A
ti no te encontré en la calle. Te hice yo. Y lo que tú tienes, ahí en tus
huevos, y con lo que vas a hacer a tus hijos y se lo vas a transmitir, no es
sólo tuyo, sino que yo te lo entregué, como a mí me lo entregó tu abuelo, José
Colliure, y a éste otro José Colliure. Así fue desde que el mundo es mundo. Y
ningún José Colliure tiene derecho a hacer lo que le dé la gana, así como así,
por las buenas, sin consultarlo a la
rastra de José Colliure que han sido y son todavía en los Colliure que vivimos.
Diciendo esto dio media vuelta y cerró la
puerta tras de sí con un soberbio portazo que resonó en toda la casa. José
Colliure lo siguió cabizbajo. Mientras descendía al comedor, vio a su
progenitor, sentado a la cabecera de la mesa, tieso y enigmático como una
esfinge. Y a los demás miembros de la familia espiando todos, escondidos tras
las jambas de las puertas, lanzándole miradas interrogativas que él no podía
sino ignorar.
Pero el pater
familias tronó con un vozarrón no menos potente que el portazo formidable
que acababa de dar.
-¡A cenar!
Y todo el mundo se activó de inmediato. Pero
la cena fue aquella noche un auténtico velatorio.
XXVI
A pesar de todo, Colliure no se apresuró a
romper el compromiso que había contraído en nombre de su hijo. Para él, aquello
era un negocio más y en tales asuntos no se consideraba un bisoño. La regla de
oro es mantener la cabeza fría pase lo que pase, jamás dejarse arrastrar por
las pasiones; si alguien tiene que perder los nervios, es preferible que sea el
otro, el que está enfrente. Al fin y al cabo, si esa situación malsana,
equívoca, había sabido durar tanto tiempo, bien podía prolongarse unas semanas,
tal vez unos meses. Algo encontraría que hiciera doblegar la cerviz al novillo.
Algo podría ocurrir también, quién sabe, el mundo da tantas vueltas. Y si no,
tan embarazoso resultaría el trámite ese mismo día que en Pascua o en Navidades
del año que viene. Ya no podía hundirse más de lo que estaba en la ciénaga, ya
no podía dar un paso más pues estaban todos dados excepto el último. Saber
esperar es la mejor garantía para acabar llevándose el gato al agua, a no ser
que los dioses lo dispongan de otro modo. Y si es así, entonces ya no hay sino
hacer de tripas corazón y pechar con lo que venga. Pero claro, el partido que
había tomado estaba tan por encima de sus antiguas esperanzas, y el de su hijo
tan por debajo, que encontraba graves dificultades en reprimir su cólera.
Ni siquiera las fiestas navideñas lograron
aflojar un ápice la tirantez en las relaciones entre padre e hijo. Ambos se
mantenían en sus trece y, dado que tanto el uno como el otro tenían el absoluto
convencimiento de hallarse en posesión de la razón teológica, daban los dos por
imposible la mera posibilidad, bajo la forma que fuese, de apearse del burro un
solo instante. Excepto Teresa, que había acabado por conocer las causas de la
bronca en labios de su marido, los demás miembros de la familia estaban in albis y se hubieran dado fácilmente
con un canto en los dientes a cambio de averiguar las razones de ese formidable
nublado que se les había metido en casa.
Durante los meses que siguieron, ambos tenían
la sensación de avanzar sobre un carro cuyas ruedas se hundían cada vez más en
el lodo, sabiendo que de un momento a otro se iba a embarrancar, pero sin
posibilidad ya de dar media vuelta y regresar a terreno seco y firme. Los dos
sentían remordimientos. Hasta es posible que, de haber podido desenrollar la
bobina del tiempo, tanto el padre como el hijo, sabiendo hasta qué punto su
actitud contrariaba al otro, hubieran cambiado de parecer y adoptado la
determinación contraria. Lamentablemente no tenían necesidad de leer a San
Agustín, o Schopenhauer, o Manrique,
para saber que ni el pasado ni el futuro existen. Tan sólo nos es dado
vivir el presente y aún así con reservas. En cuyo tiempo, hay que creerlo,
reina el orgullo con báculo de hierro. No pudiendo pues echar atrás, no quedaba
más que dar rienda suelta en el fuero interno a las recriminaciones y poco a
poco a una mezcla de resquemor y desdicha, ocasionada por lo que no dudaban en
calificar de ingratitud y egoísmo de la parte opuesta.
Y con éstas llegaron a la víspera de San
José. Teresa comenzaba a estar seriamente preocupada. Junto con sus hijas,
preparaba la tradicional comida que solía reunir a las tres generaciones de
José Colliure con objeto de celebrar la onomástica de todos ellos. Por un
momento pensó en poner al corriente al patriarca de los Colliure, para que
éste, mediante su autoridad, pusiera paz entre su turbulenta prole y
dictaminara lo que debía hacerse. Pero conociendo la estofa tradicional de
aquél, temió poner en un aprieto aún mayor a su hijo, al que también conocía
demasiado bien y sabía que no cedería ni aunque lo asparan vivo. No, intuía que
era preferible que su suegro no tomara cartas en ese asunto. Y sin embargo, en
el fondo de su alma deseaba que fuera su marido quien prevaleciera también en
esta ocasión, mas su lucidez de madre le hacía ver a las claras que ello no iba
a ser así y cuanto antes se zanjara la cuestión, mejor sería para todos.
En ello andaba, amasando sus ideas con la
pasta de buñuelos y demás frutas de sartén, cuando entró Remedios en la cocina.
Le bastó con echarle la mirada encima para saber que algo grave había pasado,
pero no podía imaginar qué. Aquélla la miró fijamente en los ojos y se lo
soltó:
-Tu hermana ha muerto.
-¿Qué dices?
Parecía haberse instalado en la mente de todos
que, tras el milagro, María de las Mercedes estaba destinada a la inmortalidad.
Y aún no hacía tres años desde que se produjo la providencial manifestación de
la potencia divina, cuando ya era
preciso constatar que se habían esfumado sus efectos. ¡Qué despilfarro! No
obstante, se recuperó enseguida de la sorpresa, se lavó las manos, se quitó el
delantal y ordenó a sus hijas, tan perplejas como lo estuvo ella al principio,
que concluyeran todo, dejaran la cocina como los chorros del oro y previnieran
a los hombres de la casa del luctuoso suceso.
Poner el pie en la calle y comenzar a
estallar una prolongada traca fue todo uno. Tras el estruendo y entre la nube
de humo y el olor de pólvora, surgió la banda de música que se arrancó con un
pasodoble.
L´entrà de la Murta és un carro ple de
flors......
Las hermanas Santamaría se irguieron,
levantaron el mentón y dando la espalda al jolgorio se encaminaron hacia el
piso de la Plaza de la Constitución con buen ritmo.
Todo el trayecto estuvo animado por la alada
eutrapelia fallera. Remedios renunció a la relación de los pormenores a causa
del ensordecedor e incesante ruido de los petardos. Los conocidos las saludaban
festivamente, pero ellas, no habiendo tenido ocasión de concertar una actitud
común, optaron por responder comedidamente, aunque sin revelar los motivos que
las obligaban a abreviar las conversaciones y a apretar el paso.
María de las Mercedes yacía plácidamente en
medio de su cama. La habitación se hallaba inundada de un sol que reverberaba
sobre todo en las almidonadas sábanas y la impecable almohada en que reposaba
la cabeza de la difunta con una estremecedora sonrisa en los labios. Una avispa
revoloteaba sorteando las motitas de polvo que flotaban en el aire. Remedios se
vio obligada a abrir de par en par las ventanas para que se fuera, pero
enseguida se coló la frenética jarana de la calle.
Según la costumbre, el entierro debía
celebrarse el día siguiente. Mas ello era imposible, cómo iba el cortejo a
hendir la marea humana que fluye, empujada por la corriente tumultuosa de la
elación colectiva, a través de las calles de Sajará en un día de San José y con
un cadáver a cuestas. El propio don Alejandro Perfecto vino a la casa mortuoria
para asumir personalmente la decisión de retrasar un día el sepelio.
Los Colliure se reunieron, como previsto,
para la tradicional onomástica de los tres primogénitos vivos de la dinastía.
La comida transcurrió en un ambiente glacial, excepto cuando en alguna ocasión
una banda de música alcanzaba ese punto un tanto excéntrico de la población, y
ello no por una razón, como era de prever, sino por dos, aunque el patriarca de
la estirpe, ignorando la primera, lo echó todo a espaldas de la segunda.
A media tarde, las mujeres se acicalaron,
vistieron sus lutos y acudieron al velatorio. El cual, por cierto, fue un
suplicio para todas ellas, ya que la Plaza de la Constitución era el centro
neurálgico de la ciudad y por lo tanto, en tal día, de la fiesta más sonora del
mundo entero, sin exageración alguna. Incluso se alzaba en medio de ella una
falla que debía ser quemada, con profusión de música y fanfarria, a las doce en
punto de la noche. Luego, las serenatas, a veces goliardescas, de los borrachos
no remitieron hasta altas horas de la madrugada. Con todo, el beaterío no
alcanzó a hilvanar un solo rosario completo sin ser brutalmente interrumpido.
Al día siguiente, al amparo de la
extenuación pública, se llevaron a cabo las ceremonias de la inhumación. Don
Alejandro Perfecto ofició la misa de réquiem y acompañó el cuerpo hasta el pie
de la fosa para decir el responso. Por cierto, el padre Vadillo brilló por su
ausencia.
La urbe necesitó veinticuatro horas para
recuperar su pulso normal. Sólo entonces comenzó a correr el rumor de que
Mercedes Santamaría, la mujer que había hecho descender hasta Sajará la mirada
de Dios, había muerto y hubo opiniones para todos los gustos.
XXVII
El veinte de febrero de mil novecientos
veintiuno sortearon a José Colliure. Sacó el número 24, lo que significaba
África. Ese día se retrataron todos los de casa en comodidad. Si se estudia la
fotografía, los rostros aparecen confiados. Cierto que una parte de dicha
serenidad debe atribuirse a la pose, qué duda cabe. Sin embargo, la situación
no tenía nada de ineluctable. El regidor podía, y en su fuero interno albergaba
el absoluto convencimiento de que debía, pagar un sustituto. En aquella época
todavía estaba permitido hacerlo cuando se trataba de un destino en ultramar.
Así que, aunque el procedimiento fuera intrínsecamente injusto, para evitar
aquello de “Hijo sorteado, hijo muerto y no enterrado” con que jovialmente la
turba espetaba, a la salida del Ayuntamiento, a las familias que habían sacado
números bajos, estaba absolutamente decidido a hacerlo. Más aún tratándose de
Marruecos, en cuyo caso solía añadirse: “Diez mozos a la quinta van. De diez,
cinco volverán.”
Pero claro, el taimado Colliure estaba
también dispuesto a utilizar esa baza inesperada para solucionar, como es
debido, otro asunto que tenía pendiente con su díscolo retoño. Bueno, acaso no
tan inesperada. Tampoco sería de extrañar, si se considera el brillo de
inteligencia que se desprende de su mirada, que hubiera deseado incluso el
advenimiento de tal circunstancia, pues, ya se sabe, un clavo puede sacar a
otro clavo.
Por aquellas fechas, el Ejército de
Marruecos se hallaba en plena actividad expansiva. Durante el pasado mes de
octubre había ocupado las plazas de Dar-Drius, Tafesit, Midar y Xauen, así como
la Alcazaba de Tetuán-Yebala. El general Berenguer, tras visitar las cabilas
locales, se declaró “muy satisfecho de la labor realizada por el ejército en
pocos meses”, añadiendo que “en el otoño estará sometido todo el litoral
mediterráneo de nuestro protectorado.” Sin embargo, a principios de verano, en
una conversación que se pretendía privada con el Comandante General de Melilla,
el fogoso general Fernández Silvestre, quien conservaba, por decisión real, el
mando directo sobre las tropas, le conminó a que no progresara sobre Alhucemas
hasta no tener fortificados y convenientemente abastecidos los puestos
avanzados. Éste, veterano de la guerra de Cuba y con dieciséis heridas de
guerra en su hoja de servicios, sabiéndose además apoyado por el monarca e
incluso, según las malas lenguas, enviado por él para que acabara, mediante
cuatro trallazos y antes del 25 de julio, fiesta del apóstol Santiago, con el
problema africano, la tenía pensada de manera muy distinta. Así que la
conversación fue tan ruda, que sus palabras trascendieron a la marinería de la
cañonera en que tuvo lugar, obligando a un comandante a prevenir a ambos
militares de que sus voces se oían en todo el barco.
El general Fernández Silvestre,
desobedeciendo las órdenes de su superior, se dejó convencer por una delegación
de la cabila de Tensamán y el 1 de junio cruzó el río Amerkan con un
contingente de mil quinientos hombres, estableciendo una posición en el monte
Abarrán. En cuanto los rifeños iniciaron el ataque, la harka “amiga” de
Tensamán se les unió y entre todos hicieron una carnicería con los españoles.
Aquello fue el primer acto de la debacle que se produjo durante los meses
siguientes y que pasó a la historia con el nombre de desastre de Annual. Las
posiciones españolas comenzaron a caer como un castillo de cartas. Iberiben fue
tomada sin que las tropas españolas fueran capaces de auxiliarla, tan sólo dos
soldados lograron escapar. Silvestre tuvo que ordenar a sus cuatro mil hombres,
que desde hacía días sufrían un cerco tan duro que les obligó a beber orines, a
iniciar una retirada, que ni siquiera había sido organizada militarmente, hacia
Annual. En una o dos horas cundió el pánico y dicha retirada se convirtió en
estampida. El Comandante General Fernández Silvestre perdió la serenidad y se
pegó un tiro, prefiriendo la muerte a caer en manos del enemigo. Los blocaos
conquistados en la ruta de Alhucemas se iban derrumbando uno tras otro. Más de
diez mil soldados españoles, muchos de ellos originarios de Sajará, fueron
cazados como perdices, o bien capturados y enseguida fusilados o pasados a
cuchillo o decapitados, durante aquella retirada ignominiosa. Tan sólo a las
puertas de Melilla consiguió el Ejército español detener a la enardecida harka.
José Colliure leyó, horrorizado, todo
aquello en “El Mercantil Valenciano”.
No, a su hijo no se lo van a arrebatar así como así. Y menos aún para ir a
defender las minas de los potentados. Estaría eso bueno, con lo que le ha
costado de criar. Con lo que le está costando de enderezar y llevar a buen
puerto. Por mucho que los pregoneros de gloria hablen de patria y de honra, esa
negra honra española con más cabos que pulpo, a él no le convencen. Él sabe
demasiado bien lo que vale ese oropel, esa facilidad oratoria. Y entiende sobre
todo su significado esotérico.
Plegó bruscamente el periódico y lo echó
sobre la mesa. Luego lanzó una mirada furibunda a través de la ventana de La agricultura hacia la plaza de la Constitución.
Ya tenía medio apalabrada la cosa con el padre del sustituto. Ahora había que
cerrar el trato antes de que la noticia acabara de divulgarse, antes de que
cundiera realmente el pánico entre aquellos que leen poco los periódicos.
Sin aguardar más, se levantó y salió del
casino.
Llegado que hubo el mes de septiembre, el
Ayuntamiento acordó suprimir las fiestas patronales, como muestra de duelo por
todos aquellos sajaranos que encontraron la muerte en la reseca glera africana
y cuyos cadáveres quedaron para pasto de buitres y chacales, destinando
asimismo una suma de mil pesetas a aquellos que todavía estaban vivos y
necesitaban cuidados o atenciones. El clero, por su parte, convocó una
manifestación patriótica y se encargó de recaudar más dinero.
Colliure intervino en la votación municipal,
dio su óbolo cada vez que se le pidió y asistió a todas las misas, pero con el
ánimo sosegado de quien sabe que no va a pechar con la sangre de los suyos, por
mucho que el gobierno ya estuviera concentrando tropas en Melilla con objeto de
recuperar el territorio perdido.
José Colliure, por su parte, salía todas las
tardes de casa con los zapatos más limpios y relucientes que una patena, tan
ajeno a todo ese desastre nacional que el regidor se preguntaba si, ocupado
como estaba en sus idas y venidas a Riera, donde dudaba que la gente leyera los
periódicos, estaba siquiera enterado de ello, si sabía acaso que en el lugar
hacia el cual debía embarcarse dentro de tres meses acababan de morir,
desollados como conejos, más de doce mil soldados, en menos de una semana, si
había oído hablar de cómo se las gastaba la harka rifeña y de que, aquellos que
podían, preferían pegarse un tiro en la sien antes que caer en sus manos. Una
nueva conversación con el pimpollo se imponía, pero primero convenía sembrar,
aquí y allá, periódicos abiertos en las páginas más sugestivas.
Un día de los días, Colliure decidió que la
facienda no podía demorarse más. De modo que renovó el mismo protocolo que en
la ocasión anterior, a pesar de que padre e hijo habían estado casi un año
prácticamente sin hablarse. Ambos se mostraron serios, aunque distendidos. El
regidor no sabía si aquello era buen signo o malo. Fumaron un buen rato en
silencio sin que éste diera muestras de querer entrar en materia. Al cabo se
decidió a salir de su meditación búdica, incorporándose con movimiento brusco
para echar la ceniza en una ornamentada cratícula, que a tal efecto se hallaba
sobre la mesa, al tiempo que comenzaba a hablar.
-Te he pagado un sustituto. No voy a dejar
que te envíen a ese moridero de ratas.
José Colliure guardó silencio.
-Ello no me lo debes a mí, sino a una larga
serie de generaciones de Colliure que han afirmado, entre todas, la posición
que detentamos ahora. Durante su vida, ninguno de ellos hizo lo que le dio la
gana, sino que observaron los intereses de la casa, del solar paterno. De otro
modo, no hay linaje que dure; las energías se dispersan, pierden cohesión y se
difuminan, hasta el punto que, en la niebla de los tiempos, se les oculta la
pertenencia a un tronco común. Con ello quiero decir que en el momento presente
te toca a ti comportarte como un verdadero Colliure y actuar pensando en los
tuyos, sin dejarte arrastrar por tu egoísmo de circunstancias.
-Eso suena a chantaje.
-Eso suena a inveterado sentido común. Y no
me hagas perder la paciencia como la otra vez.
Colliure no replicó. Tampoco podía condenar
de manera irrevocable al regidor sólo por tener esas ideas tan anticuadas.
Intuyó igualmente que si había un momento para mostrarse persuasivo,
pedagógico, era ése. Al fin y al cabo, por mucho que su padre esgrimiera
conceptos que parecían sacados de un templo de la era faraónica, no se le podía
negar su voluntad argumentativa, el cuidado por poner sus razones en orden y
hacerlas avanzar en conformidad con una estrategia deliberada, inductiva.
Mientras que él había respondido, es cierto, con el rechazo absoluto y la
provocación.
-Muy bien, procuraré esta vez hablar
razonablemente y expresar, si me lo permite, mi punto de vista de la manera más
objetiva posible. Comprendo que, sin el matrimonio con la hija de Casadavant,
el clan de los Colliure deja pasar una oportunidad formidable de situarse en el
frontispicio mismo de todo el edificio sajarano, lo que equivaldría a adquirir
la potestad de meter baza en todo lo que de importante se cueza en el interior
de los muros de la ciudad y su zona de influencia. Sin olvidar que el patrimonio
familiar experimentaría, a la larga, un incremento insospechado. Todo ello
resulta obvio, haría falta tener los ojos rebozados en polvo de vidrio para no
verlo. No obstante, el mundo ha cambiado de modo considerable en los tiempos
que vivimos. Hoy en día, ciertas fortunas crecen en proporción geométrica mucho
más rápidamente que antaño y mediante procedimientos distintos a los de la
sobada política matrimonial. Asistimos a una gestión diferente del dinero, la
cual está destinada a romper los rígidos moldes de la sociedad establecida. Un
modelo basado en la nueva dinámica creada en torno a la evolución del capital
prevalecerá frente al valetudinario sistema basado en el valor de la tierra. No
se podrá vivir de rentas, sino de réditos. No se medrará adquiriendo campos,
sino lanzando inversiones o especulando. Según ese nuevo estado de cosas, puede
que lo que no se gane por un sitio venga por otro y por lo tanto también cabe
la posibilidad que mi matrimonio con Consuelo Mayorino no comporte, a los
esforzados Colliure, la catástrofe que usted vaticina.
El regidor era consciente que las palabras
de su hijo movían una considerable carga de razón. Sin embargo no pudo evitar
una réplica fácil.
-Por supuesto, pero no me negarás que más
vale pájaro en mano que ciento volando. Y que cuanto más azúcar, más dulce.
Desperdiciar una oportunidad así es como ofender a la providencia divina. Y ya
conoces el refrán: ni tomes cohecho, ni pierdas derecho. El hombre cabal es el
que utiliza legítimamente todos los medios que tiene a su disposición.
José Colliure echó una mirada a su alrededor
como buscando algo, hasta que sus agudas pupilas detectaron la gaceta local en
una estantería situada más allá del escritorio paterno. Se levantó para
recogerla y, pasando por delante del regidor, se la ofreció.
-Ahí tiene, padre, la agenda de la
oligarquía local, la flor y nata de la Restauración en Sajará, la privativa y
reducida casta de individuos cuyos actos merecen ser consignados. Fuera de
ella, no hay existencia posible. Fuera de ella, ni salvación ni salud. Observe
cómo sus apellidos se construyen mediante la permutación de un número no
superior a diez o doce variables. Vivimos en una sociedad endogámica que
acabará produciendo vástagos, si es que no los ha producido ya, tan degenerados
como los engendrados por la Casa de Austria, durante los siglos de su reinado y
contra eso no vale ni espuela de oro ni vira de plata. Usted sabe tan bien como
yo que hay mucho Carlos II por aquí, vegetando a la sombra espesa de macizos
muros, en casi todas las casas con abolengo que jalonan esta ciudad de los
pantanos en que dormimos, desde hace siglos, un sueño palúdico.
El regidor no se esperaba una contraofensiva
tan bien trabada y de tal envergadura, de modo que optó por arrebujarse en un
humo blanco y vedijoso como un manto de lana, adoptando a la par una expresión
de esfinge. El muchacho no era dulce de sal, desde luego, y movía bastante
razón, pero no la tenía, no al menos del todo. Era de cajón que su obligación
era cerrar el pico, casarse con la hija de Casadavant y punto. Qué manera de
darle vueltas al poste por una sensiblería. Que se case con ella y luego ya
capearemos los tiempos conforme vayan viniendo. Está claro que hemos entrado en
la era del automóvil y la cotización en bolsa, pero en la acrópolis de los
pantanos, como él dice, tardará aún en penetrar la modernidad, tiene demasiado
enteras y robustas las murallas para que se abran paso las innovaciones. Aparte
de que siempre queda el recurso de echar mano a la Guardia Civil o al mismo
Ejército. Nos quedan aún varias generaciones para adaptarnos a los cambios que
no hacen sino despuntar a lo lejos.
La voz de su hijo lo sacó de sus
cavilaciones.
-Además, padre, cada cual debe asumir su
propio destino. Si una bala me está destinada en África, no tiene por qué encontrar
el pecho de otro, tan sólo porque la miseria lo forzó a ocupar mi lugar. Fui yo
y nadie más que yo quien sacó el número veinticuatro, por lo tanto es a mí a
quien corresponde ir a Melilla. Imagínese cómo se sentiría el padre de ese
chaval si le mataran al hijo, sabiendo que ha mercado su vida por un manojo de
billetes.
-Imagínate cómo me sentiría yo si me mataran
al mío por no haber dado ese manojo de billetes. El mundo es como es. Y como no
lo vamos a poder cambiar, no hay sino aceptarlo cual se nos presenta. Además,
¿qué diablos va a estar tu destino en África? Que vayan los hijos de quienes
han invertido en sus minas, allá abajo. Pero tú no pintas nada allí. Y de la
manera que sea voy a evitar que vayas.
-Ni yo, ni ningún otro español, tenga o no
minas, ni acciones en minas, pintamos nada allí. No obstante, mientras exista
el servicio militar obligatorio y el Gobierno siga obcecado en esa política
insensata, que vayan los que les ha tocado en suerte o, para el caso, en
desgracia. Eso me parece lo menos malo y, dentro de lo que cabe, lo más digno.
-Sea digno o indigno, no irás. Y no se hable
más del asunto. Yo asumo la dignidad o indignidad de lo que se haga en esta
casa.
-Lo siento, padre, pero sí iré. Jamás
aceptaré que otro embarque en mi lugar. La vida de un hombre, sea pobre o rico,
es algo demasiado grande e incomprensible como para ensuciarlo con dinero. No
cuente conmigo para ello.
Colliure se puso en pie de un salto. Otra
vez la ceniza del puro le cayó sobre los pantalones.
-Te digo que no irás.
Los ojos se le salían de las órbitas. Apagó
precipitadamente el puro en el interior de la crátera y se encaró de nuevo
hacia su hijo. Se le acercó tanto que sus egregias narices casi se rozaron.
-¡No irás! A menos que pases por encima de
mi cadáver.
Tras decir esto salió del despacho dando un
espléndido y fenomenal portazo.
XXVIII
A mediados de octubre, Colliure, viendo que
no era posible doblegar la voluntad de su hijo, escribió a don Emeterio Muga
para que éste hiciera cuanto pudiera para acogerle en las mejores condiciones.
El militar respondió a vuelta de correo asegurándole que lo tomaría a su cargo
y velaría por él. Una semana más tarde, llegó nueva carta de don Emeterio en la
cual le comunicaba que, pasado el período de instrucción, su recomendado
pasaría a desempeñar las funciones de ordenanza de a caballo bajo sus órdenes
directas. Ello tranquilizó un tanto al atribulado padre, mas no logró extirparle
el despecho que sentía por no haber sido obedecido en su propia casa. Aparte de
eso, por muy ordenanza de a caballo que fuera de un Teniente Coronel de Estado
Mayor, ello no le eximía de su calidad de militar en estado de guerra, en un
país ocupado que detestaba hasta la médula al invasor. Los tres años que se
avecinaban iban a ser terribles y Colliure se preguntaba cómo los iba a
sobrellevar.
Desde el Ateneo Mercantil de Valencia le
escribió una última carta a don Emeterio Muga para agradecerle, sincera y
calurosamente, el interés y la benevolencia que había mostrado para con su
hijo. Añadiendo que no hubiera podido imaginar mejor destino para él que el de
servir a sus órdenes directas. Dios guarde a usted muchos años, etc. La moral
de Colliure cayó peñas abajo en una sima a la que no le veía fondo.
Ya no hubo más discusiones en casa. El
regidor se replegó en un mutismo digno. Redujo al mínimo sus desplazamientos a
Valencia y pasaba lo más claro de su tiempo recluido en su despacho. Cada vez
comía menos y durante las noches, a menudo, se desvelaba e iba a encerrarse en
su cubil. Teresa observaba todo ello con preocupación extrema. Por momentos se
levantaba en ella un sofoco de rabia que le daba unas ganas irrefrenables de plantarse
ante su hijo y darle uno de esos tapabocas de ida y vuelta que no se olvidan en
la vida, pero la certeza de que también él tenía sus razones muy reales la
retenía. Un hombre como Dios manda, no puede vivir de espaldas a su conciencia.
Pasada la primera semana de noviembre,
visitados y agasajados los muertos de casa en sus tumbas, renovadas las flores
de sus búcaros, llegaron los primeros fríos y las primeras lluvias. Durante dos
semanas seguidas, Sajará fue asediada por una cohorte de nubes cárdenas,
ensombreciéndola tanto que, a mediodía, daba la impresión de estar
anocheciendo, lanzando sin tregua una tupida cortina de saetas que se
estrellaban con estrépito sobre los tejados y el pavimento. El río traía un
agua mezclada con sangre que arrastraba troncos y matorrales, hervía y daba
empellones en las márgenes, llegando a dos dedos escasos del desbordamiento.
Colliure se atrevió un par de veces o tres,
meticulosamente enfundado en un impermeable con capucha, a desafiar a los
elementos desplazándose a Riera. Claro que llegaba con unos zapatos que no
brillaban como solían y luego transcurría el resto de la visita secándose ante
la chimenea.
Consuelo no sabía nada del rechazo de que
era objeto por parte de su familia política, pero al final Colliure no pudo ocultarle
el litigio que lo enfrentaba a su padre por el asunto del sustituto. La novia
no tenía ni la menor idea de que aquello podía hacerse. Sin embargo, una vez al
corriente, se aferró a esa posibilidad e hizo cuanto pudo, que fue mucho, para
que su prometido se plegara a la voluntad paterna. Viendo que tampoco ella
conseguía que diera su brazo a torcer, le recriminó amargamente su actitud, de
modo que los últimos días en Riera estuvieron igualmente cargados de acrimonia.
La noche del veintisiete de noviembre, ya de
madrugada y por lo tanto iniciada la
primera hora de un lunes veintiocho de noviembre, Colliure entraba algo abatido
en Sajará. La galerna rugía sobre su cabeza. La ciudad dormía en la oscuridad,
batida desde todos los flancos por los dardos fríos de la lluvia. Ante él oyó
la estremecedora campanilla de un viático y se le heló la sangre. A través de
las tinieblas sólo pudo vislumbrar, casi adivinar, el triste cortejo, pues éste
abordaba la calle del Pozo, en dirección a la plaza de Los Molinos, mientras
que él avanzaba todavía al abrigo del muro del Convento. Algún vecino suyo
había elegido esa noche desapacible para emprender el último viaje. Apretó el
paso.
Al irrumpir en la plaza de Los Molinos, le
dio un vuelco el corazón, pues reconoció la puerta que se abría, derramando una
luz de cirios sobre el reluciente pavimento, como siendo la de su propia casa.
Por un instante interminable, brillaron los
oros de las cruces y el albor de las casullas avanzó, traspasando el umbral.
Arreció la lluvia y la sintió resbalar por sus mejillas. Arrancó a correr
logrando detener la puerta justo antes de que el mecanismo del cerrojo se
ajustara. Notó cómo la fuerza que la empujaba de la otra parte cedía a su
impulso y el paño giraba sobre sus goznes. Apareció el rostro enjuto y severo
de la madre, en sus ojos brillaba un fulgor que le causó espanto, confiriéndole
un vacío insoportable en el ser, listo para ser llenado con el licor amargo de
la culpa.
Sin decir palabra, Teresa cerró al fin la
puerta y echó a andar. José Colliure la seguía levitando como en un sueño,
deseando con todas sus fuerzas que lo fuera y no la desabrida realidad que
vaticinaba, sin acabar de comprenderla. Mientras ascendían la escalera,
percibió como en un susurro las palabras rituales que pronunciaba ya el
sacerdote. La escena que a continuación se produjo le pareció haberla vivido
ya, la madre enfiló, haldeando con majestuosa decisión, el interminable
corredor, flanqueada por las dos filas de estantiguas sentadas en sillas de
enea, silenciosas ante la presencia del cura. José Colliure avanzaba con la
vista gacha, como queriendo ocultarse tras las faldas maternas, observando con
atención obsesiva el raso de las mismas rozando los negros zapatos del enlutado
beaterío.
Tras haber caminado por las entrañas de una
noche sin luna y sin estrellas, el resplandor intenso que refulgía en aquella
habitación lo cegó, apenas pudo distinguir algo de las manipulaciones de
aquellos fantasmas solemnes. Una vez hubieron acabado de desfilar en silencio,
José Colliure se encontró cara a cara con lo inevitable. Su padre se hallaba
tendido en esa cama coruscante como una hostia en el fondo de un cáliz.
Respiraba sin dificultad, pero no parecía conservar la consciencia. Costaba
trabajo creer que aquel hombre duro y robusto como una estribación de montaña,
que parecía destinado a vivir eras geológicas, se encontrara en aquella
situación a sus cuarenta y seis años.
José Colliure se apoyó en los barrotes de la
cama y por un momento miró hacia otro lado, como si quisiera negar la evidencia
o evitar, provisionalmente, mientras invocaba las fuerzas requeridas para asumirlo,
su dolor. Pero fue entonces cuando empezaron a brotar, incoercibles, las
lágrimas. Irremisibles lágrimas que siempre llegan tarde a todas sus citas,
cuando ya todo está consumado.
Bordeó la cama y se dejó caer de rodillas
ante el rostro impasible de José Colliure. Le tomó la mano caliente y se le
quedó mirando sin parpadear, como aguardando a que cayera sobre él la
inapelable, a la par que justa, sentencia de ser convertido en la estatua de
sal de quienes no merecen ni irse ni volver. Entonces, desde el umbral, le
llegó la voz de su madre.
-Díselo. A lo mejor todavía te oye.
José Colliure se volvió para mirarla. Su
rostro se había dulcificado. Ella se había resignado la primera, pero es que
ella estaba en paz con su alma.
-¡Padre! ¡Padre, perdón!
Y escondió el rostro en la inmaculada e
infinita albura de la sábana.
Toda la noche la pasó en vela, sentado en un
butacón, esperando a ver si el regidor recuperaba, aunque fuera
momentáneamente, la consciencia. En el butacón de enfrente, impávido, se
hallaba el patriarca de los Colliure. De cuando en cuando, una de las hermanas
entraba en el cuarto, echaba un vistazo al moribundo y al comprobar que se
encontraba igual, se acercaba a ellos para preguntarles si querían una
infusión, o un café. Pero Colliure no quería nada, sino despertarse y que todo
fuera distinto. También se presentaron alguna que otra vez sus hermanos,
tratando vanamente de entablar una conversación que pronto declinaba.
A las nueve en punto de la mañana, José
Colliure dejó de respirar y así, sin más, fue a reunirse con sus antepasados,
con todos los Colliure que en este mundo habían sido. José Colliure le cerró
los ojos.
El sepelio se produjo, según estipulan los
cánones, al día siguiente, tras una noche de velatorio propiamente dicho.
Reunió toda la pompa y solemnidad que se debe a un miembro del consistorio
municipal. Don Alejandro Perfecto ofició en el Convento una misa de cuerpo
presente a la que asistió el Ayuntamiento en pleno y luego un numeroso cortejo
acompañó los restos mortales del regidor hasta el cementerio, a pesar de las
inclemencias del tiempo.
Durante la última despedida del duelo, José
Colliure contemplaba el hierático cadáver de su padre, comprimido dentro del
ataúd, reposando sobre la mesa de piedra alrededor de la cual estaba circulando
en silencio todo Sajará. Desde allí,
como ya antes desde el catafalco de la iglesia, parecía repetir sin tregua,
como un mantra abrumador que se va cargando de energía y que amenaza con acabar
derribando las paredes y desarraigando los cimientos de los edificios, su
postrer y categórica resolución, su empecinada negativa: “¡No irás! ¡A menos
que pases por encima de mi cadáver!”
Sólo cuando don Alejandro Perfecto hubo
dicho su responso y la boca de la fosa quedó sellada con una pared de
ladrillos, José Colliure dejó de oír aquella voz. Atrás quedaba, mudo para la
eternidad, José Colliure, enterrado en el lugar destinado a los miembros de
todas las corporaciones municipales de Sajará, habidas y por haber, mientras el
mundo sea mundo.
El jueves ocho de diciembre de mil
novecientos veintiuno, José Colliure se embarcó hacia Málaga, para de allí
pasar a la plaza de Melilla.
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