jueves, 30 de abril de 2020

LA ACRÓPOLIS DE LOS PANTANOS - CRÓNICAS DE SAJARÁ













LA ACRÓPOLIS DE LOS PANTANOS

CRÓNICAS DE SAJARÁ



JOSÉ ALEMANY

PRIMERA PARTE

DEL ORDEN DEL SER



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                                             I


   Acaso alguien concibiera rencor por una cuestión referente a los toros, sobre cuya pavesa se abatiera en un punto el viento de poniente, pujante y abrasador cuando sopla por estos asientos en los caniculares, rodando como bola ígnea desde la estepa contigua, porque el odio de la turba es como fuego de rastrojera, que arde veloz cual si fuera piroxilina y se lanza a recorrer los campos, liebre encarnada que la traílla de galgos acosa, pero que no llega a quemar la tierra. Se lleva, eso sí, todo lo que pilla por delante, convirtiéndolo a su paso en chiribitas y humo. O tal vez fuera por haberse llevado a Sajará a la mujer más bella de Riera y estamos en lo mismo, cólera morbo malcomida de trapacerías. Poco importa, desde luego. A estas alturas, preguntarse por ese tipo de cosas viene a ser tan absurdo como, pongamos por caso, pretender razonar sobre si el universo ha existido siempre, sin un comienzo, o si, por el contrario, lo ha tenido y entonces ha surgido de la nada. Sabido es que no merece la pena demorarse en ello, cuestiones bizantinas se denominan, sino que, aplicando el exabrupto de Tertuliano, pasemos adelante con los faroles. Vaya que sí: “Creo porque es absurdo” o no creo por idéntica razón, mas no vengas con que quieres hacer inventario de pajitas que volaron y de alfileres que se desprendieron, porque en tal caso no le arriendo la ganancia a nadie, pues absurdo es el comportamiento del hombre cuando no se ha entrenado, denodada e implacablemente, a serlo. Comparado con eso, lo demás es viruta. Y aun así, a veces, incluso un Edipo, madera de carrasca, de las mejores, falla en su previsión. Así son y serán las cosas. Pero tampoco esto nos incumbe, ni le incumbió, por cierto, al mentado Edipo, sino cumplir con nuestro deber y desalojar presto, que otros esperan ya su turno, probablemente para cometer los mismos errores, pues el mundo no se da de vagar y todo ha de pasar por tal manera.
   Por absurdo que fuera, el calendario de aquel día señalaba el viernes 15 de enero de 1915, José Colliure cumplía 15 años y, precedido por 15 relucientes toros como recién subidos del lavadero, ponía por primera vez sus pies en Riera. No vio a Consuelo en tal ocasión, ni siquiera sabía que existía, aunque se encontraba allí, de ello no cabe la menor duda, pues antes de casarse con él y de acompañarle a Sajará, jamás había abandonado las lindes de su pueblo. Si algún rayo de sol, taimado y furtivo, alcanzara por alguna de aquellas a ganar su tez, podría haber empañado su cutis de albayalde.
   La fecha en cuestión tan sólo le reportó un único y no pequeño consuelo, el que venía engastado en el acto de entregar personalmente los últimos toros que él mismo había traído desde la lejana Salamanca. Podía haberlo mandado hacer, por supuesto, como así lo había sugerido el propio regidor, habida cuenta de la incuestionable magnitud de la epopeya protagonizada mediante el acto de culminar tan dilatada expedición, a una edad tan tierna, comparado con lo cual, aquello no era sino una pequeñez, pero puso un punto de honor en coronarla hasta en sus postreros detalles cuando aún estaba picado el molino. Y no era para menos, ya que, por vez primera, había tomado solo el tren hacia Salamanca con la triple misión de elegir los animales, comprarlos y traerlos. Cierto que, anteriormente y con tal propósito, había acompañado en numerosas ocasiones a su padre, hallándose familiarizado ya con todos los resabios del oficio; pero eso no quitaba que, en la presente, el mérito recaía al fin enteramente sobre sus espaldas, por cuya razón se le granjearon las felicitaciones de cuantos alcanzaban a tener conocimiento de ello, incluido su progenitor, lo que constituía, en verdad, un acontecimiento nada banal, porque las felicitaciones del regidor describían una órbita larga, comparable a la de esos cometas que deben recorrer medio universo antes de volver a pasar por determinado punto.  
   Cuando hubo concluido la distribución de los astados, algunos compradores, ya fuera porque les intrigara su juventud en relación con tales menesteres, o bien porque así lo mandara la costumbre, le invitaron a tomar unas mistelas en el casino. Atención a la que Colliure correspondió con una nueva ronda a su cargo, como era de recibo.
   Dada la hora, las doce del mediodía bien sonadas por el acatarrado reloj del campanario, un notable bullicio acaparaba el local. Uno de los presentes, Juan Mayorino, no pudo refrenar su curiosidad y, alzando la voz por encima del murmullo tenaz, preguntó cómo su padre había sido lo bastante para encomendarle una tarea de tal envergadura a un muchacho que no tendría más allá de catorce años.  
   -Quince –repuso Colliure, siempre alerta. –Y ha hecho algo más que mandarme traer unos cuantos becerros a dos kilómetros de casa.
   -¿Y qué más ha hecho tu padre, muchacho, si se puede saber?
   Colliure le clavó los ojos, retador.
   -Enviarme a Salamanca para buscarlos.
   Los parroquianos que integraban el corro y, fuera de él, los que se hallaban más cerca, guardaron silencio, intrigados por el giro que tomaba la conversación.
   -Quieres decir que has ido tú... ¿Solo?.... Hasta Salamanca y has traído estos toros.
   -Éstos y algunos más –repuso con suficiencia, al tiempo que alzaba el vaso para cobrar la aceituna.
   A pesar de la ligereza de la respuesta, parecía Jesús entre los doctores.
   -Tu padre siempre me ha parecido poseer una ilimitada confianza en sí mismo, pero no sabía que la otorgaba con tanta facilidad a los demás.
   Colliure lo miró de arriba abajo, pero renunció a explicarle que él no era uno cualquiera entre tantos.
   -Él suele decir que un hombre se mantiene vivo por una complicada cadena de milagros que se suceden los unos a los otros todos los días. Así, cuanto antes aprenda a llevar el negocio, mejor. Más tarde podré enseñar a mis hermanos.
   Juan Mayorino no tuvo más remedio que admitir el fundamento de las palabras que el chico había aprendido sin duda de memoria. Todavía estaba fresco, entre los más viejos del lugar, el recuerdo de una devastadora epidemia de cólera que había asolado la comarca. La entrada de su primo, Luis Mayorino, lo distrajo de tan lúgubre pensamiento.
   -Mira, primo, lo que dice este chaval. Su padre, José Colliure, de Sajará, lo ha enviado solo a comprar toros a Salamanca.
   Luis Mayorino echó una mirada soñolienta, como la de todos los Mayorino, y distraída al muchacho. Éste iba vestido como para un baile. Botas relucientes, traje cortado a medida, fulgurante camisa almidonada e impecablemente planchada, corbatín y reloj de bolsillo con leontina de oro.
   -Si fuera mi hijo –declaró- yo también lo hubiera enviado.
   Y pasando adelante pidió una cazalla.
   De regreso a Sajará, caminando por encima de la mota, ya libre de todo cuidado y con el cuerpo tibio bajo el efecto de la mistela, se entretuvo en atisbar las pollas de agua y algún que otro pato salvaje, antes que precipitadamente alzaran un vuelo tan rasante que rozaba el plano de la superficie en varios puntos, para esconderse enseguida entre las insidiosas ramas de los sauces de Babilonia, las cuales bajaban hasta serpentear en las aguas verdes del Júcar, lenta masa de cristal líquido para fabricar botellas, más allá de Riera.
   No hacía entonces mucho tiempo, Sajará bebía aún las aguas glaucas del Júcar; ahora la traen de la montaña, por estar prácticamente exenta de bacterium coli.
   Al pasar ante el matadero municipal, no pudo reprimir un rictus de amargura pensando que ése era el destino final de todos sus toros, atendiendo al hecho de que los campesinos no los compran precisamente para arar. Para ello y para tirar de los pesados carros labriegos estaban los sólidos rocines que se vendían por estas tierras.
   La arquitectura del matadero recuerda vagamente la del cementerio, si se hace abstracción de las cruces y los ángeles carrilludos que tocan allí silenciosas trompetas de piedra. Los toros eran carbón para alimentar esa fragua tan historiada y barroca como una carroza de lujo de las Pompas Fúnebres. Peor sería vivir de sangre humana como hace, ahora y siempre, tanto vampiro escondido en las tinieblas. La hoguera de la guerra crepita ya, con furia nunca vista, en toda la sesuda Europa, sin duda tan sólo para dar calor, a pesar de tanto pretexto huero, a cuantos mueven los hilos de ese teatro de marionetas que ha sido siempre la política. Arte de gobernar los pueblos, sí, y un jamón con chorreras. Más bien arte de hacer suculentos negocios más allá de las fronteras. Del mundo entero llegan paletadas de gente, carbón igualmente que se echa al horno en el cual cuece el festín de los grandes, a la caldera que propulsa el crucero de los privilegiados, carne de cañón que arde para iluminar la fiesta de cumpleaños dada en honor de un niño bonito, criado en estufa y entre algodones. En cualquier caso, semejante carnicería aprovecha también a unos cuantos españoles que pescan en río revuelto. Sin ir más lejos, en Sajará se salvará, de este modo, la cosecha de arroz, cuya exportación había prohibido el gobierno el año anterior pero que luego, con el conflicto, quedó la orden revocada, y se venderá más naranja que nunca, e incluso carne de toro para mantener la tela, alimentando a ambos contendientes.
   Colliure echó un vistazo a la quinta de Sanromá, situada enfrente del matadero municipal, y construida a base de cumplidos sillares de granito, medio oculta por la tupida vegetación de pinos, palmeras, arrayanes, cañas de bambú y quién sabe qué otras plantas venidas del mundo entero. Pero son los grandes industriales y terratenientes, como Sanromá, quienes, según oyó decir a su padre en conversación privada con el alcalde, están sacando una formidable tajada de la que ya se denomina primera guerra mundial. Al conde de Trémol, aseguró el edil, le ha valido un pan por ciento y ha recuperado ya todo el dinero que perdió en la Exposición de 1909 y mucho más. Ello no es óbice para que mantengan los mismos salarios de miseria que han pagado siempre.
   La tapia de sardinel que cerraba el parque se elevaba por los lados y con toda seguridad también al fondo; sin embargo, en la parte anterior apenas alcanzaba un metro de altura. A partir de ahí era reemplazada, en su bienintencionada labor protectora, por una imponente verja de hierro forjado, cuyos negros barrotes culminaban, a una distancia de vértigo para el aún no completamente desarrollado Colliure, con unas puntas de lanza doradas, que añadirían, qué duda cabe, un delicado toque estético a la desgarradura en la carne de quien osara franquearlas.
   Colliure caminaba junto a la verja e iba pasando la mano distraídamente por entre los barrotes, cuando vio acercarse a lo lejos el carruaje de Sanromá, tirado por dos apaisados alazanes, y la apartó enseguida. El prohombre viajaba dentro de la ventana del coche como dentro de una moneda.
   No hizo el menor gesto para saludarlo, porque cómo osaría hacer tal cosa un rapaz de quince años ante el prócer de Sajará. Antes bien apretó el paso.
   Llegado a las casas de Cardona, notó que salía de ellas un denso aroma a comida popular. Echó un vistazo a su reloj y esta vez arrancó a correr. Aquello no era todavía Sajará. Y el corregidor no toleraba que nadie se le retrasara a la hora de las refacciones, bajo ningún concepto.
   No paró hasta llegar al convento, pero a partir de ahí siguió andando, no fuera que en Sajará alguien le viera corriendo. De los males, el hombre prudente elige el menor; pues se debía a sí mismo la retención y el decoro de los que nacen con posibles. A dónde iríamos a parar si mezcláramos los paños de cocina y las servilletas.
   En efecto, cuando entró en casa halló a la familia entera sentada alrededor de la mesa, si bien con todos los platos vacíos, aunque limpios y relucientes. Un colectivo suspiro de alivio se evaporó en un instante. Tal vez en otras circunstancias, José Colliure padre hubiera dirigido teatralmente su mirada hacia el historiado reloj del comedor, mas en ésa se limitó a decir:
   -¿Todo bien?
   -Al pelo.
   -Comamos pues –se apresuró a terciar Teresa, contenta de que su hijo saliera tan bien parado en esa ocasión, pero consciente de que para comer con el diablo hace falta una larga cuchara.-
   -¿Has visto al Rey, en Madrid? –Quiso saber Mercedes.-
   María Teresa, la mayor, rio.
   -No, pero sí el palacio donde vive.
   -¿Y cómo es? –Inquirió esta vez María Teresa.-
   -Como la mitad de Sajará.
   -Ah.
   -Al menos así parecía desde fuera.
   Daniel no pudo contenerse e intervino.
   -¿Y has visto a don Eduardo Dato?
   Risa general.
   -¡Qué ocurrencia! Lo que sí he visto es la librería en la que mataron a Canalejas.
    Silencio abrupto.
   -Por cierto, te compré allí mismo un libro.
   A Daniel se le iluminaron los ojos.
   -¿Cómo se titula?
   -Luego lo sabrás, cuando os dé los regalos a todos.
   Consumido el arroz como entrada, Teresa sacó la fuente con el puchero. Tras servir al padre, depositó un gran pedazo de ternera en el plato de su hijo José.
   -Lo tienes bien merecido –ponderó.-
   Los hermanos no sabían cómo contener la risa y Joaquín, el menor de los chicos, y María Asunción tuvieron que abandonar precipitadamente la sala, pues ya entonces era legendaria la falta de apetito de José Colliure. 
   -Pues apañados estamos. Si hay que reírse de un pedazo de ternera –rezongó el héroe de la taurina hazaña.
   El regidor se cubrió discretamente la boca con una servilleta, para ocultar una sonrisa.



                                          II


   Sonaban las cuatro de la tarde en el campanario de la iglesia de San Pedro, cuando el regidor empujaba las puertas del casino La Agricultura. Enseguida divisó, al fondo, apoyado en la barra, al comprador de naranja con quien había concertado una cita. Pero en ese momento oyó su nombre, emitido con tono grave desde una de las mesas alineadas a lo largo del flanco derecho, junto a las ventanas que dan a la calle San Cristóbal.
   -Pepe –repitió la egregia voz.
   El aludido se volvió ligeramente y percibió a Sanromá con el periódico “Las provincias” desplegado a toda vela. Se acercó a saludarle.
   -¿Qué tal, don Hermenegildo? Como aún no he tenido ocasión de felicitarle el año nuevo, le deseo lo mejor.
   Sanromá levantó las pobladas y ya entrecanas cejas de un Mefistófeles de la edad provecta.
   -Gracias, Pepe. Lo mismo para ti y para la familia. Por cierto, espero que hoy no hayas reñido en demasía a tu hijo mayor.
   -¿Habría acaso algún motivo, que por el momento desconozco, para hacerlo?
   -Oh. Nada grave, en verdad. Eran las dos en punto y todavía pasaba frente a mi casa. Pero conociendo tu proverbial puntualidad y organización.....
   -Bueno, es la primera vez que efectúa esa labor....
   -Ah. Si venía de trabajar, excusado está.
   Colliure frunció ligeramente el ceño.
   -No todo está en trabajar, también hay que hacerlo cabalmente. Pero así es, venía de distribuir los toros en Riera. Sobraba tiempo para ello, de modo que ha debido dejarse entretener más de la cuenta en alguna casa.
   -Vaya. A una edad tan temprana y ya efectuando trabajos de esa responsabilidad.
   -Bien podía hacerlo, don Hermenegildo, ya que ha sido él quien los ha traído de Salamanca.
   Sanromá levantó aún más las tupidas cejas, dejando ver unos globos oculares albos e inmensos.
   -¡Caramba! Solo a Salamanca y habilitado para comprar, que no es moco de pavo. Un muchacho precoz. Es lo menos que se puede decir. En todo caso, parece que ha sacado porte señor. Comprendo que no hayan osado darle gato por liebre.
   -Sí. Y todavía está espigando. Ya ve usted, don Hermenegildo, ellos para arriba y nosotros para abajo.
   El regidor pugnaba con todas sus fuerzas por ocultar el orgullo que sentía en esos momentos hacia su vástago. Y en honor a la verdad hay que decir que lo consiguió.
   -Es ley de vida.
   -En fin, que pase usted una tarde agradable.
   -Gracias, Pepe.
   Nada más fácil que presumir a toro pasado. Pero antes hubo que unir los dos extremos de la semana que había durado la ausencia del hijo y eso fue harina de otro costal. Porque, por bien atados que hubiera dejado los cabos durante los últimos viajes, ello siempre incluye imponderables, cuya contingencia le hizo perder muchas horas de sueño al regidor durante aquellas interminables jornadas. En fin, había salido bien y pelillos a la mar. La próxima vez estará ya el camino abierto y por otra parte el chico es listo, de eso no cabe duda. Cuando el agua encuentra su vía, es para mil años y un día. Dentro de unos meses estará avezado.
   El comprador lo veía acercarse y le alargaba ya una mano callosa y robusta. Colliure se dirigió al hombre que atendía la barra.
   -Lo mismo para mí y cóbrate las dos consumiciones.
   Acto seguido pasó a dar cumplidas instrucciones al primero sobre cómo debía proceder al día siguiente, la variedad que debía atacar y dónde estaba situada en el interior de la finca.
   -Supongo que a la hora de comer ya habréis terminado con esa parcela. Como no estaréis lejos de la casa, podéis instalaros en el poyo que hay bajo la parra y utilizar la parrilla. Mi hijo estará allí con las llaves, por si necesitáis algo, y la bota del vino. Luego, por la tarde, él mismo os conducirá a lo mío. Ahora es esa variedad la que urge.
   -Entendido –repuso el otro y echándose al coleto de un solo golpe lo que quedaba en el vaso, se despidió.
   José Colliure pidió que le trajeran un café a la mesa. Tomó “El Mercantil Valenciano” que se encontraba sobre la barra, algo manoseado ya, y fue a instalarse donde había dicho, a la vera de uno de los grandes ventanales que ofrecían un amplio panorama sobre la plaza de la Constitución y buena luz para la lectura. Antes de desplegar el periódico, extrajo de un bolsillo interior de la americana una pequeña caja de cartón que contenía unos cuantos habanos y encendió uno con la habitual prosopopeya.
   Sanromá seguía enfrente, enfrascado todavía en la lectura del periódico conservador, Colliure lo observó con disimulo. De nada le valió a la septembrina, aseguró don Mariano tras su última visita a Madrid, que efectuó poco antes de Navidad, y cuyo verdadero objeto era entrevistarse con don Santiago Alba, derribar el trono del monarca si el del cacique permanecía en pie, intacto. Don Mariano había regresado con las ideas notablemente aceradas de ese viaje a la capital. Asistió, según parece, a numerosas reuniones y coloquios que le inocularon el virus de una fiebre pasmosa, casi inquietante. El régimen que vivimos no es en absoluto una democracia constitucional, como tratan de hacernos creer, sino una oligarquía cuyos pilares son tres: los oligarcas o notables, los caciques y el gobernador civil. Llegó incluso a citar a Aristóteles, como si éste fuera Sagasta o Maura, para quien la aristocracia era una modalidad de gobierno ejercida por una minoría de hombres de bien, que actuaban movidos por razones de Estado; pero que si esa minoría desviaba su afán hacia sus propios intereses en tanto que tal minoría, entonces el gobierno degeneraba en oligarquía, ni más ni menos. Tal estado de cosas puede sostenerse en nuestro país gracias a que el Señor Gobernador sanciona el clientelismo conformado, y en buena parte heredado, por el cacique, quedando el resto de la población sin desayunarse en la vida política. Tal y como suena. Y mientras tanto, no solamente el partido conservador, sino también el partido liberal, haciéndonos comulgar a todos con ruedas de molino. Por lo tanto, si alguna vez España aspira a convertirse en una verdadera democracia, y de esa labor más vale que nos encarguemos nosotros, desde arriba, porque, si no lo hacemos, detrás vienen otros que lo harán con menos miramientos, deberá derribar esa pieza fundamental del gobierno de los peores, que es el cacique. Todo eso y mucho más dijo el alcalde en el casino liberal.
   Colliure expulsó una gran bocanada de humo y, a través de esa bruma, miró a Sanromá de soslayo, por encima de “El Mercantil valenciano,” quien fumaba igualmente su pipa con tanta placidez y delectación como él empleaba con el habano.
   Claro que, también según don Mariano, Sanromá no es sino un cacique de segunda o tercera categoría. El verdadero cacique de esta provincia es el conde de Trémol.
   Alzó de nuevo los ojos Colliure y vio que Sanromá miraba también en su dirección. O más bien hacia el ventanal junto al cual se encontraba. Y sonreía, divertido. Colliure volteó su cabeza a la derecha para casi caer de bruces sobre su hijo mayor, que allí estaba, al otro lado del cristal, encendiéndose un puro, tan largo como el suyo, con una prosapia no inferior a la que su atónito progenitor solía gastar para tales ocasiones. No le impresionó tanto que fumara, pues él a su edad ya lo hacía, como el rumbo. Tampoco es eso, se dijo, demasiadas ínfulas para tan pocos años, habrá que ir frenándolo, al mozalbete éste.  
   Colliure escarbó con una mano en el bolsillo de la americana y sacó una llave de casa, aproximadamente del tamaño de un pan, mientras que con la otra extraía su reloj. Utilizó la llave para dar unos golpecitos en el cristal. El así aludido no pudo evitar un respingo de sorpresa al ver a su progenitor tan cerca, en ese preciso momento, pero mantuvo la compostura. Colliure le mostró el reloj de plata mediante un gesto harto significativo, con el cual no le invitaba precisamente a contemplarlo con estética disposición, ni a ninguna consideración filosófica sobre la huida irreparable del tiempo, sino que manifestaba a las claras su deseo perentorio de que dejara de hacer el ganso y se encaminara de una vez hacia la academia, pues ya iba a llegar con retraso. Colliure, hijo, saludó con la mano en que sostenía el puro, sonrió y se fue. Menudo barbián que ha salido, tampoco es bueno tan flamenco. No sé de dónde habrá sacado ese temple.
   Sanromá conservaba media sonrisa, pero ya estaba de nuevo sumido en la lectura. 



















                                        III


   Sanromá, reclinado en el respaldo del acolchado banquillo, tapizado en cuero rojo burdeos, del casino La Agricultura de Sajará, conocía dificultades para contener su hilaridad. Desde luego, el muchacho se las trae. ¿Qué haría si fuera hijo suyo? El prócer sólo había tenido hijas, todas ellas educadas en colegios de monjas, como Dios manda. Sin embargo, un novillo así de bravo, cual ofrece todo el aspecto de ser éste, requiere otro procedimiento y otra implicación, por supuesto. No lo tiene ciertamente fácil, el bueno de Colliure. Dio una prolongada calada a la pipa y se entretuvo contemplando cómo el denso algodón se evadía lentamente hacia las vigas. Por otra parte, no estaba seguro de no envidiarle. Habría que peinarse bien, desde luego, para encauzarle, pero no hay recompensa que valga algo sin sacrificio. Ello hasta los veintidós o veintitrés años, no más le durará a Colliure el afán, entonces es cuando se le da una buena hembra que le para hijos enseguida y Santas Pascuas. La familia es la piedra angular de todo el edificio social. Aun así, los tiempos que vivimos son turbulentos y los que se avecinan no prometen nada mejor. Una época durante la cual uno tiene el máximo interés en atar bien los machos. Sanromá sintió un leve escalofrío al recordar los sucesos acaecidos en la vecina Cullera, hacía cuatro años. Y lo peor, a fin de cuentas, no es esos estallidos fulgurantes con que suele arrebatarse la chusma, sino el ambiente de insurrección y huelga que se respira de continuo. Razón por la cual conviene confeccionarse una buena pica que cubra bien las espaldas, una erguida lanza que proteja la heredad cuando uno decline o se halle en el trance de tener que hacer mutis por el foro. Quien tiene hijas, tiene hijos, dicen. No obstante, por los tiempos que corren, conviene tomarse uno mismo la molestia de templar el hierro de esa lanza, para tener a alguien completamente seguro. Porque los yernos, ¿quién los conoce? ¿Quién sabe dónde empieza y dónde acaba un yerno? En cambio un hijo se lo ha ido forjando uno día tras día. Así como lo hace Colliure, que es un hombre cabal. Que lea “El Mercantil valenciano” no es óbice para que no lo sea. Además de cabal, sería ideal si leyera “Las Provincias”, qué duda cabe. Pero hay que reconocer que los hombres de pro deben leer unos “El Mercantil valenciano” y otros “Las Provincias”; en ello consiste el espíritu de Sagunto, insuflado a toda la nación por el añorado Cánovas del Castillo, secundado como es debido por el espadón del general Martínez Campos, desde luego. Claro que las cosas han llegado hoy a tal grado de complejidad que incluso desde dentro se desea socavar las bases del edificio canovista. Ellos, los liberales, tienen a don Santiago Alba y nosotros a Maura. Y aquí, en Sajará, a don Mariano, más albista cada día que pasa. 
   Sanromá echó un vistazo hacia la plaza, que comenzaba a animarse, en el momento justo en que Olegario Casadavant doblaba la esquina y se colaba de rondón en el mismo estanco que previamente había visitado José Colliure hijo. Al momento ya se hallaba empujando la puerta de La Agricultura.
   Don Hermenegildo depositó el periódico sobre la mesa y alzó brevemente la mano a guisa de saludo. Éste, que ya se dirigía al sitial que ocupaba el prócer, le correspondió con un efusivo apretón de manos. Nada más que la liturgia cotidiana de un casino de provincias.
   -Buenas tardes, don Hermenegildo. Pido un café y vuelvo enseguida. ¿Quiere usted alguna otra cosa?
   -Nada, gracias, Casadavant. Es muy amable.
   Olegario Casadavant, concejal por el partido conservador, uno de sus más sólidos puntales en Sajará por su verba fácil y esférica, notable propietario de tierras, era, por lo demás, un asiduo de la tertulia de Sanromá. En el camino que le conducía hacia el pocillo de tinta, se detuvo unos instantes para saludar a Colliure.
   -Me parece –comentó nada más regresar, dando un sorbo al café que había traído él mismo- que vamos a tener un buen parón en la recogida de la naranja.
   -¿Y eso?
   -Anuncian mal tiempo. Un buen temporal de agua, a lo que parece. Ya sabe usted, esos viejos resabiados que ya no quieren mojarse en el campo por nada y no se equivocan nunca cuando se trata de medirle las intenciones al cielo. En eso, tienen más conocimiento que los curas. Y sin saber latines –rió, timpánico, Casadavant.
   -Si se trata tan sólo de lluvia y no de viento que la eche al suelo.....
   -Apuraremos cuanto nos venga, don Hermenegildo, ¡qué remedio!
   Con esa frase de sabio, apuró también don Olegario el contenido del pocillo. Pero Sanromá, de repente, se puso a observarlo con una curiosidad extraña.
   -Pobre del ratón que conoce un solo agujero.
   -¿Por qué dice eso, don Hermenegildo?
   -Mira a Colliure. Si un año le fallan algo las tierras, tiene la procura de “La Closa” y tiene sobre todo el negocio de los toros.
   Don Olegario Casadavant se volvió ligeramente, en efecto, para escudriñar al impertérrito Colliure, que seguía absorto en la lectura del Mercantil valenciano de marras.
   -No es una mala estrategia. Preciso es reconocerlo.
   -Principalmente lo de los toros. Un asunto que ofrece más posibilidades de las que tal vez él haya visto.
   Sanromá se ensimismó durante unos instantes.
   -Pero no faltará quien acabe viéndolo, con el tiempo... –añadió misteriosamente.-
   -Que acabe viéndolo.... ¿Quién?
   -El hijo. El hijo mayor de Colliure. Se me antoja sabe más que las culebras. Ladino es, en todo caso, el rapaz. ¿Sabías que ha sido él quien ha hecho, solo, el último viaje a Salamanca para traer toros?
   -¿El chico de Colliure? ¡Pero si no tiene más de quince años!
   -Ya ves. El regidor parece que quiere hacernos del muchacho un auténtico gerifalte. Y hay que reconocer que madera no le falta. Si hubieras visto, hace un momento, la traza que se daba al fumar. De la uña se conoce el león. El propio padre, que el barbián no se imaginaba tan cerca, no daba crédito a sus ojos.
   -Pero... ¿Qué era concretamente aquello que el muchacho acabará sin duda viendo, respecto al asunto de los toros?
   Sanromá parecía hablar en sueños.
   -Los toros, sí. Con un buen capital como respaldo..... Un capital de una envergadura superior a la que podría alcanzar Colliure....
   Olegario Casadavant iba comprendiendo el razonamiento del jefe.
   -¿Sabes, Olegario? No me gustaría tenerlo el día de mañana enfrente. Quiero decir enfrentado a nosotros....
   -¿Al chico de Colliure? Probablemente siga los pasos del padre e integre el partido liberal. Pero en fin.... Ya sabe usted... El partido liberal....
   -No representa ningún peligro. Lo sé. Resulta incluso un mal necesario, que habría que inventar si no existiera. O que en su día inventaron, cuando no existía. Aunque esa corriente de regeneracionismo que nos afecta también a nosotros, por cierto, pero sobre todo a ellos.... ¿Has leído a Joaquín Costa?
   -No.
   -Pues léelo. No tiene desperdicio.
   -Me deja usted perplejo, don Hermenegildo. Yo creía que de quienes había que desconfiar era de los republicanos y de los socialistas. Sobre todo de los anarquistas, desde luego. Pero me está hablando usted de nuestras propias filas. Porque, entre nosotros, liberales, conservadores, ya se sabe, tanto monta, monta tanto. Ellos tienen tantos condes y marqueses como nosotros, si no más..... Ya ve usted a don Álvaro de Figueroa, conde de Romanones, propietario de minas en Asturias y latifundios en Guadalajara, principal accionista de la sociedad titulada “Figueroa, Soto y Compañía,” que tan grandes beneficios ha hecho con el abastecimiento de Madrid en carbones y combustible inglés, jugando a envolverse con el azufre y el humo anticlerical para evitar discutir de otras cuestiones....
   -No he dicho que sea precisamente el conde de Romanones quien turbe mi sueño. Otra cosa es don Santiago Alba, por poner un ejemplo. Y me consta que don Mariano ha estado últimamente en Madrid con el único propósito de entrevistarse con él. Lo cual ha coincidido con una notable radicalización de sus posturas. Cuando el río suena, agua lleva.
   Casadavant se tomó unos instantes para asimilar las palabras de don Hermenegildo.
   -Por cuanto se refiere a don Mariano, es una lástima, ciertamente. Pero en fin, Colliure es un auténtico varón de chapa.
   -El padre. Mas el hijo ¿quién sabe? ¿Quién sabe igualmente lo que nos deparará el día de mañana?
   Sanromá volvió a dar la impresión de soñar despierto.
   -Por eso no quisiera tenerlo enfrente...
   -Vaya. Veo que le ha causado una fuerte impresión el chico de Colliure.
   -No es sólo el chico de Colliure, sino la conjunción de él, y otros como él, y un mundo nuevo que, mucho me temo, resulta ineluctable. Por eso hay que ir amañándolo ya, modelándolo en la medida de lo posible. Y he aquí un ejemplo de lo que se puede anticipar. Este novillo de Colliure, existe un modo de mantenerlo atado al pilón de nuestros valores.
   Don Hermenegildo escrutó, tras los centelleantes cristales de sus antiparras, a Olegario Casadavant con una insistencia decididamente extraña.
   -¿Cuál? –se atrevió éste al fin, un tanto desconcertado, a preguntar.-
   -El sacrosanto matrimonio, Olegario. ¿Qué otra cosa iba a ser? La argamasa que, durante siglos, ha unido en Sajará a las familias con posibles. La familia, Olegario, es la piedra angular de la sociedad. Una vez está puesta en su lugar, el peso entero del edificio reposa sobre ella y la inmoviliza para la eternidad. Al tiempo que se coloca en las casas, se pone en los panteones.
   -Sus palabras resultan estremecedoras, don Hermenegildo. Si bien debo reconocer que son también ciertas, así ha sido siempre en Sajará y lo seguirá siendo por los siglos de los siglos.
   Sobrevino otro silencio mientras Olegario Casadavant se preguntaba cuál sería concretamente esa familia en la que, con toda seguridad, estaba pensando ya Sanromá para unir a ella al mayor de los Colliure. Sería una familia que no debía carecer, sin duda, de cierta prosapia, pues el chico no era, después de todo, un mal partido. Especialmente si se tenía en cuenta el proyecto que albergaba Sanromá respecto a él y al negocio de los toros.
   -Tú tienes una hija.... –lo interrumpió suavemente aquél en sus cavilaciones.-
   -Tengo tres. La mayor está casada, la segunda comprometida y la tercera tiene sólo doce años.
   -Pues claro. Doce años. Es perfecta para un muchacho de quince.
   Olegario sintió que le invadía un calor inesperado y se pasó un pañuelo por la frente.  




                                             IV


   María Teresa Luisa Colliure y Santamaría ostentaba el honor vitalicio de haber abierto el seno materno, lo cual implicaba, aun en la acrópolis de los pantanos, una leve transferencia de poder hacia el elemento femenino. Menos mal, decía a menudo, lanzando una mirada de desafío a su hermano José, quien la recogía con una sonrisa, porque en las familias donde el primogénito es un varón, las hijas no suelen considerarse más que muñecas de porcelana para vender al mejor postor.
   Por el contrario, los lares familiares determinaron sacar tras ella una serie de tres varones consecutivos y sólo a los seis años de su nacimiento se dignó aparecer María Asunción y a los nueve, María de las Mercedes. Ésa fue la razón de que la mayor asumiera con toda naturalidad, fuera de las horas lectivas de escuelas y colegios, por supuesto, el papel de institutriz con relación a las pequeñas.
   La madre no tuvo más que templar y forjar el carácter de la primera, educándola como a una auténtica Santamaría, a saber, telas, hilos y breviario. Y una vara bien tiesa con objeto de imitar su compostura, así como su impasibilidad, ante cualquier contingencia de este mundo y del otro. Toda aspiración, le decía, nace de una carencia y es, por tanto, sufrimiento; pero su satisfacción no hace sino convocar una nueva aspiración. En consecuencia, la vida no es más que sufrimiento continuo. Si por acaso la necesidad y el sufrimiento conceden una tregua, entonces el hastío se manifiesta como un vacío insoportable. Así, la vida oscila entre el dolor y el hastío, que viene a ser como otro dolor, porque la naturaleza humana siente horror por el vacío. Vistas así las cosas, no solamente nuestro dolor es esencial, sino también necesario pues, al ocupar su lugar, nos preserva de otro quizá mayor. Sólo si entendemos esto, podremos llegar a ser personas cabales, es decir, las que se consagran por entero a la preparación de la única vida que de verdad merece ser vivida, la de las almas bienaventuradas en el cielo. Dicho lo cual, se limitó a dar un paso atrás y supervisar, de cuando en cuando, la aplicación de semejante pedagogía, corregida y aumentada, a sus hijas menores.
   María Teresa aprendió a bordar con la misma pulcritud con que a tocar el piano. En el taller donde trabajaban las hermanas, situado en una buhardilla de la casa, se respetaba la hora de los rezos con idéntica escrupulosa puntualidad que la del té y las pastas. A veces se les unía la madre, la cual solía admirarse en silencio de lo bien que funcionaban los engranajes en aquella parte del mecanismo familiar que caía bajo su directa responsabilidad, el gineceo.
   También ocurría a menudo que acudieran allí con sus labores las tías Santamaría, quienes más tarde, en las numerosas reuniones de sociedad a las que asistían, jamás olvidaban hacerse lenguas de lo bien educadas que estaban sus sobrinas. Serían un formidable puntal para cualquier familia, porque estaban educadas para soportar eventualidades extremas.
   Las madres, las tías y las abuelas de la crema de la sociedad sajarana tomaban buena nota de las prendas ensalzadas por las tías Santamaría y hacían sus cálculos, concebían su estrategia e incluso movían los primeros peones que marcaban posiciones.
   En Sajará, Cupido tensaba las cuerdas de su arco, tentaba las flechas de su carcaj, pero no las podía disparar hasta que las tías y las abuelas, o a lo sumo las madres, culminaran sus implacables negociaciones. Así fue por estos pagos desde los tiempos del rey que rabió.
   Mientras tanto, la existencia en el taller de costura continuaba como en un monasterio de clarisas, completamente ajena al mundo exterior. María Teresa, tiesa como un chambelán, pero con una paciencia infinita, explicaba los secretos de su ciencia a Asunción y Merceditas. Seguidamente las sentaba, una tras otra, al piano y se iban desgranando las notas hasta que se equivocaban y las corregía con dulzura.
   La vida era, en efecto, para ella como una partitura; cada acto cotidiano, por insignificante que fuera, debía ser interpretado en su momento preciso, con el tono y el timbre adecuados. Cuando surgía un imprevisto que desbarataba su edificio armónico, ella se mostraba enseguida confusa y desazonada, como si un segundo antes se encontrara en medio de una ciudad maravillosa, poblada de cúpulas, próstilos y palacios esbeltos reverberando bajo el sol, y de repente todo se hubiera convertido en un polvo gris, mate, justo antes de desmoronarse sin el menor ruido. 
   A pesar de todo, la clausura no era incólume para las mujeres Colliure. Durante el verano, la familia al completo, incluyendo tíos y primos, se trasladaba a la casa que el abuelo, José Colliure, tenía en el Perelló, donde podían reunirse con las amigas del colegio e incluso dar, con la debida vigilancia, desde luego, largos paseos por la orilla del mar, de buena mañana o a la caída del sol, enarbolando sus respectivas sombrillas, aunque ellas no tenían nada que temer, como Consuelo, del astro diurno, pues poseían las tres la piel morena característica de la rama paterna. El resto de la jornada, la disciplina se relajaba un tanto, aunque no desaparecía, pues, poco o mucho, todos los días debían bordar algo del ajuar. Teresa gustaba también de abrir de par en par la ventana de su habitación, que daba al mar, y ponerse a leer novelas, dejando que la brisa vespertina acariciara su rostro e incluso, a veces, revolviera su pelo negro.
   Los veranos del Perelló duraban desde mediados de junio hasta primeros de septiembre, cuando era preciso regresar a Sajará para las fiestas patronales de la Virgen de Sales. Y, excepto por cuanto se refiere a los desplazamientos de ida y vuelta en tartana, la vida en el enclave balneario resultaba aproximadamente igual de lánguida que en la propia Sajará.
   Por pascua, venía siempre la señorita Pilar Criado Becerril a pasar unos días de asueto en La Closa, acompañada de sus padres y su hermano Rafael. Entonces Teresa iba a visitarla. La llevaba el padre o uno de sus hermanos con el carro y no era infrecuente que pasara allí alguna noche, cenando bajo la parra, si hacía bueno, o a la lumbre del lar en caso contrario, respirando el embriagante aroma a azahar que se colaba por cualquier rendija y lo invadía todo, ofreciendo la primera sensación al despertar y la última al dormir. Pero lo más excitante era las historias que Pilar le contaba del colegio de monjas en que estaba interna y también de las reuniones mundanas a las que asistía con sus padres en la capital.
   Antes, la austera Semana Santa, había proveído con la obligatoria asistencia de la familia al completo a las procesiones. El regidor iba delante, junto a los demás miembros del consistorio. La madre, con toda su prole, detrás, sosteniendo cada uno de ellos un enorme cirio pascual. Seguían las tías Santamaría, así como todos los Colliure. Y delante y detrás, la flor y nata de la sociedad sajarana. Las mujeres con mantilla y los hombres envarados en trajes negros, luciendo blancas camisas con gemelos en los puños. Todos los balcones se hallaban adornados con rojos tapices y brocados que refulgían a la luz de los cirios. El cadáver de Cristo, clavado en la cruz, se balanceaba en la marea como el madero de un naufragio, mientras Sajará exhibía y contemplaba sus mejores partidos.


                                                                   

                                               V


   Cuando Joaquín Colliure entró en las Escuelas Jardín, su hermano José, cuatro años mayor,  estaba ya a punto de salir y Daniel, dos años mayor, se hallaba cruzando el ecuador de la formación impartida en el establecimiento, razón por la cual a ninguno de sus compañeros, incluso a los más mayores, se le ocurrió hostigarle de cualquier manera que fuese. Quizá contribuyera igualmente a ello su particular manera de mirar las cosas, sobre todo a las personas, de una seriedad inusual para su edad y un tanto sombría también. 
   Poseía igualmente el semblante atezado característico de su estirpe, aunque más sólido y cuadrangular que el de sus hermanos. El suyo era un rostro bien tallado que prometía en la edad viril un porte adusto.
   No podía sino obtener buenos resultados en ese colegio pues, dejando a un lado su seriedad innata y algo desconcertante, si bien apreciada en su justo valor por sus profesores, sus hermanos le instruían, aclaraban sus dudas y le imponían tareas suplementarias, que él efectuaba con gusto y satisfacción. Especialmente útil le era la ayuda de Daniel, alumno aventajado en todo, particularmente avezado en latines. José se había inclinado más por la matemática orientada a la gestión de empresa.
   Los sábados, en cambio, y en verano todos los días, el padre se lo reservaba para sí, lo despertaba temprano y lo llevaba al campo para instruirle en las labores agrícolas, pero también para ponerlo a trabajar con los demás operarios, tal como había hecho con los hermanos mayores hasta que éstos adquirieron cierta autonomía y pudieron ser enviados a otras partes con la misión de dirigir ellos mismos las tareas. Antes que fraile, solía decir el regidor, hay que ser cocinero.
   Ese tipo de vida duró hasta que comenzaron a menudear los viajes paternos a Valencia. A partir de entonces, cuando tocaba salir al campo, acompañaba a uno de sus hermanos pero éstos, más condescendientes, lo eximían de todo trabajo físico y le permitían salir a explorar los alrededores en invierno y a bañarse en las acequias o buscar nidos en verano. 
   De lo que no se libraba, llegada la noche, antes de cenar, era de una hora de estudio de la lengua latina, con Daniel, y de otra de resolución de problemas de matemática administrativa, con José. Entre otras cosas porque el regidor estaba ya de regreso y así lo imponía.
   Antes y después de las lecciones, Joaquín no tenía más obligación que la de dejarse mimar por sus hermanas y la de permitir, con su mirada velada y enigmática, que el padre hiciera los planes más desaforados para él.
   Joaquín aprendió a medir los esfuerzos a fin de no decepcionar a nadie, pero también se reservó, desde siempre, un tiempo considerable consagrado a estar solo, sin tareas, sin lecturas, únicamente para contarse quién sabe qué cosas, en el más absoluto recogimiento. Tenía una habilidad particular para eclipsarse. De repente alguien echaba en falta su presencia, pero ninguno sabía decir cuánto tiempo hacía que se había esfumado. Y cuando era niño se le buscaba sin resultado. Se le llamaba y entonces parecía surgir de ninguna parte, lo encontraban en medio de un pasillo, en la planta baja, cuando todos habían estado registrando los altos de la casa, o al contrario, bajando las escaleras tranquilamente, pero siempre un tanto aturdido, como cegado por una luz súbita, aunque sin perder el fulgor mate de su mirada y su seguridad inalterable.
   También él frecuentaba La Closa cuando los propietarios se encontraban allí, dado que hacía muy buenas migas con el señorito Rafael, poco más o menos de su misma edad. Tal y como sucedía con Teresa y Pilar, dos medios distintos, el de Sajará y el de Valencia, se observaban e intercambiaban su misterio.
   Por aquel entonces, Joaquín, a la sombra del regidor, precedido por sus hermanos mayores, no debió pensar ni un instante en los imperativos inflexibles de la necesidad, razón por la cual se puede colegir, con los riesgos que tal tipo de hipótesis comporta, que fue todo lo feliz que un espíritu pueda llegar a serlo en esa edad que ostenta todavía el tinte rosado y la frescura de la primera juventud.










                                                                       


                                                                      VI


   Las ratas no se escondían en su presencia, sino que, inmóviles y curiosas, se le quedaban mirando con sus ojillos brillantes, entre las raíces de las cañas. Él las escrutaba también con unos ojos semejantes a los de ellas, pequeños, grises, vivos, punzantes. Y ese mutuo examen podía durar mucho tiempo. Pero no tenía la menor importancia, nadie se paraba a observarlo. Los demás se ocupaban cada uno de su labor del momento, poco importaba lo que fuera, sin prestar la menor atención a lo que él hiciera o dejara de hacer. Lo traían, simplemente, para que le diera el sol y el aire y no se pudriera encerrado en la casona del viejo Colliure.
   Si era verano, nadaba en el río, sintiendo cómo las ratas le rozaban los muslos y las pantorrillas sobre la fina tela del pantalón, igual que si fueran peces. Pero no eran peces, sino ellas, bien lo sabía. Luego, en la otra orilla, distinguía en la oscuridad, bajo las ramas de los sauces, las bolitas de plata antigua atisbándole desde las bocas de las madrigueras, lamidas por las ondas. Y entonces él nadaba muy despacio, sin hacer ruido, hasta ellas, sacaba de los bolsillos de la camisa, pues siempre se bañaba vestido, pedazos de pan mojado, hacía con ellos diminutas pellas y, tras amasarlas cuidadosamente entre las yemas de los dedos, las dejaba allí con sumo cuidado, experimentando el placer del contacto de sus pies con el limo frío, cual si se tratara de la piel de una anguila, en el que se deslizaban y se hundían. Seguidamente se apartaba un par de metros y aguardaba, con el filo del agua verde en mitad de la córnea, a que ellas, sus amigas, sus fieles, que nunca andaban muy lejos, surgieran de nuevo y comenzaran a comer las blancas pelotitas, primero tímidamente y unas detrás de otras, luego todas a la vez, disputándose los bocados con dentelladas y gruñidos, haciendo hervir el agua.
   Una vez consumido el cebo, recobraba el paraje su tensa e intensa calma y él regresaba a la otra orilla para tenderse al sol, dejando que se le secara la ropa puesta.
   Si alguien pasaba junto a él y lo veía tirado sobre la tierra, con los vestidos chorreando, seguía a lo suyo sin dar la menor muestra de asombro, pues Salvador Colliure y Martínez, todos lo sabían, estaba loco.
   Flaco, ataviado con el atuendo labriego que le sobraba por todas partes, manchado de barro, tenía algo de espantapájaros y de muñeco indultado de falla. Escondido tras las cañas, creyendo que no se le veía, rezongaba con furia ráfagas de un discurso ininteligible, mientras acechaba, inmóvil, desde el fondo de los dos cuévanos que le perforaban una cara hecha a base de cartón piedra y pintura barata, las evoluciones de cada uno de los miembros de la cuadrilla.
   Como perro cimarrón, mantenía las distancias. No obstante, llegada la hora de la comida, se acercaba dócilmente a su padre, o en su defecto a uno de sus hermanos, para que le dieran un pedazo de carne dentro de un rebujo de pan y enseguida se ponía aparte, para comerlo a solas. 
   El niñato. Todo se lo consienten, todo se lo escuchan, como si fuera un viejo, y no dice más que sandeces, bobadas de niño que juega a ser mayor. Pero ellos con la boca abierta, pasmados, como si hubiera hablado un santo desde el fondo de una cueva. Los asalariados le obedecen igual que si fuera el patrón y hasta el viejo lo trata como a un príncipe. Eso es, como a un príncipe, porque es el primer hijo varón del primer hijo varón. Menuda tontería, menuda insensatez. Como si esto fuera la Casa Real. O sea, que él es el hijo mayor del hijo mayor y por eso ha de ser de Pénjamo. Cuando resulta que el chaval es más soso que el arroz sin aceite. Ni el padre consiente en corregirle; así, claro, se cree un gallito. Un gallito peleón, con la cabeza siempre levantada y la cresta enhiesta. José Colliure, hijo de José Colliure, nieto de José Colliure y así sucesivamente, desde que el mundo es mundo y por siempre jamás, ellos se lo guisarán y ellos se lo comerán. Los demás no somos nada, los demás estamos para hacer bulto. Pero ya verán que esto no es así. Vaya que si lo verán, como no miren bien por el virote.  
   Escondido tras los juncos, mascullaba palabras indescifrables o incoherentes para quienes no se tomaban la molestia de escucharlo y no se perdía ni un solo detalle de cada una de las acciones de su sobrino. 
   Los trabajadores lo consideraban como un loco inofensivo y se mostraban rudos con él, pero no crueles. Tal vez por temor a la reacción del viejo Colliure. Se limitaban a lanzarle chanzas y pullas cuando este último no se hallaba presente y ellos tenían poco que hacer, en caso contrario, acudían a sus respectivos quehaceres y llegaban a olvidarse de su presencia. Tan sólo al final de la jornada, si el padre le daba unas cuantas voces y el loco no acudía, entonces les ordenaba que lo buscaran por todas partes hasta encontrarlo, siempre en las inmediaciones, tirado en cualquier parte.






                                                                     

                                                                  VII


   La yegua baya olía a azufre y tenía pólvora líquida en lugar de sangre. La había comprado muy joven, cuando no se sabía aún lo que valía, a nombre del viejo Colliure, su segundo hijo, Francisco Colliure, a quien el animal reconocía como único dueño. Nadie más conseguía encauzarla en la labor y menos aún enjaezarla o montarla. Francisco Colliure, en cambio, con su cabello y bigotes prematuramente canos, rostro atezado y severo, tenía sobre ella el aspecto flamante de un coronel ruso de caballería. La llamaba y ella acudía dócilmente a recibir la callosa mano de su amo.
   Cuando le venía en gana, la ponía al galope por la polvorienta carretera de Algemesí o la hacía saltar zanjas e incluso acequias, ante la admiración general de los trabajadores que abandonaban enseguida sus tareas para contemplar y comentar las evoluciones de la portentosa yegua baya y la habilidad de su altivo jinete.
   -Paco –le decían-. Esa yegua tuya valdría lo mismo para rejoneo que para tiro y arrastre. Yo me sé de alguien que te daría un Potosí por ella.
   Pero Paco fingía no oír y seguía cepillándola concienzudamente, con el ceño fruncido.
   -Tío, déjanos montar la yegua.
   -Sí, padre. Déjanos montar.
   José Colliure y su primo Jacobo sabían que ello no era posible si el dueño de la bestia no la sujetaba de las riendas. Francisco Colliure nunca se negaba. Toda actividad que estuviera relacionada con su yegua baya la aceptaba gustoso.
   -Venga. ¿A qué estáis esperando? Montad.
   Los jóvenes Colliure saltaban uno tras otro al lomo del animal, que permanecía quieto como una balsa de aceite hasta que escuchaba la voz de su amo.
   -¡Arre!
   Entonces Francisco Colliure caminaba conduciendo de las riendas el espléndido equino, el tiempo que hiciera falta hasta que los muchachos se cansaran. Pero luego, cuando se ponía a trabajar, volvía a su carácter hosco y huraño.
   Los jornaleros lo temían, sin que nadie recordara haberlo oído alzar la voz o haber presenciado un acto brutal de su parte. No obstante, su mirada, o más bien todo el gesto que se desprendía de su cara, transmitía la inquietante sensación de que un oculto morbo interior podría conducirle, llegado el caso, a cualquier cosa, incluida la crueldad extrema. 
   Quizá la locura sólo sea eso, cuando uno monta su propio carácter, pero habiendo olvidado ponerle petrales y riendas. Aparte de que, en efecto, hay temperamentos que, como la yegua baya, únicamente un jinete baqueano, cual era Francisco Colliure, podría cabalgar.  
   Al final de cada jornada, cuando ya estaban encendidos los rescoldos del ocaso, los labriegos se ponían a enganchar los carros, a cargar en ellos los aperos, alguna que otra caja de verduras o frutas, la escopeta también, si habían estado en La Closa, cerca del río, o era la temporada de la tórtola. Francisco Colliure, por su parte, ensillaba la yegua y cubría los cuatro o cinco kilómetros que los separaban de Sajará a galope tendido, espantando a los rocines que encontraba en el camino, tirando pacíficamente de la basterna. Los carreteros alzaban el azote y le lanzaban imprecaciones que el jinete ni siquiera oía, ensimismado en la gloriosa música ejecutada por los cascos retronando contra el firme. 

                                                                      VIII


   Al atardecer del sábado 16 de enero, el abuelo Pepe mandó aviso a toda la familia de que la abuela Encarnación se moría. Hacía varias semanas que los médicos habían juzgado dicha eventualidad próxima. El hijo cogió el paraguas y salió enseguida. Teresa, como primera providencia, ordenó a su vasta prole que se acicalara de inmediato como si se tratase de un domingo por la mañana y salieran de paseo al Parque de la Estación; como segunda, mandó, a su vez, recado a sus tres hermanas para que se presentaran cuanto antes en casa de la agonizante.
   Cuando todo estuvo dispuesto, salió en procesión, seguida del nutrido grupo de sus tres hijas y tres hijos, todos ellos vestidos de punta en blanco, aunque evitando justamente el blanco o cualquier otro color que no fuera el del luto todavía atenuado pues el óbito aún no se había producido. Su rostro enjuto, sin embargo, no manifestaba una estricta severidad, sino que relampagueaba en sus ojos el brillo de una contenida ironía, lo que, curiosamente, le confería un empaque demoledor.
   En varias ocasiones se detuvo a saludar a algún conocido, efectuando a la sazón los usuales comentarios de cortesía con su voz sonora, cargada de una inefable autoridad, sin mencionar para nada el objeto de tan ceremonioso desplazamiento.
   La muerte, en efecto, dispone en Sajará de un estatuto lindante con lo festivo. Los más viejos recordaban todavía cómo, antaño, las bandas de música acompañaban en los entierros al muerto hasta la boca misma de la fosa.
   Nada más doblar la temida esquina, Colliure percibió la familiar entrada de la casona con las puertas abiertas de par en par, así como el estupefactivo, uniforme, murmullo de los rezos y acusó el latigazo de un escalofrío. El personaje que, con tales preparativos, se aguardaba no era otro que aquél cuyo rostro se pinta desdentado, disimulado en el hueco oscuro de una cogulla, y que se aparece, cuando menos se le espera, blandiendo una afilada guadaña. Aquél que hiela de espanto los corazones y enfría, a su paso, las mentes, aún antes de llegar, parecía haber tomado posesión del ámbito que ahora los ojos del joven Colliure percibían de manera distinta.  
   Traspasado el umbral, se sintió envuelto, levantado en vilo y mecido, por el fragor rítmico, marítimo, psicodélico, de una espesa rogativa proferida al unísono por decenas de bocas exhalando una convicción incubada, sin la menor reserva, durante siglos.
   En la penumbra de cirios en que se hallaba sumida la planta baja, se enfrentaban dos hileras de mujeres enlutadas desde los botines hasta el cuello. Lo mismo sucedía arriba, en el pasillo que conducía a la habitación de la moribunda. Colliure creyó percibir en aquella feroz salmodia una rabia contenida, un resarcimiento secreto de la propia miseria a través del aniquilamiento ajeno, una emocionada sanción de la destrucción exterior, un sentido himno a la muerte de lo que va más allá del ser uno mismo.
   Enseguida distinguió entre la devotería a sus tres tías solteras, Plácida, Remedios y María de las Mercedes, hermanas de Teresa, así como a su tía abuela, Mercedes Santamaría.
   María Teresa Ángela Luisa Santamaría y Llopis, sin pronunciar una palabra, con el solo gesto de abarcar con una mirada altiva el corredor en toda su longitud, asumió el mando efectivo de la situación. Abrió la puerta de una sala de estar y encendió la luz. Hizo pasar a sus hijos al interior y les mandó que permanecieran allí hasta nueva orden. José Colliure se irguió ante su madre:
   -Quiero ver a la abuela.
   -Está bien. Sígueme. ¿Alguien más quiere ver a la abuela?
   La pregunta fue acogida con un silencio sepulcral. En vista de ello, Teresa salió de la pieza seguida por su hijo José, cerrando con sigilo la puerta tras de sí. A continuación enfiló, haldeando con majestuosa decisión, el interminable corredor, flanqueada por las dos filas de estantiguas sentadas en sillas de enea. José avanzaba con la vista gacha, como queriendo ocultarse tras las faldas maternas, observando con atención obsesiva el raso de las mismas rozando los negros zapatos del enlutado beaterío.
   También esa puerta permanecía con ambos batientes abiertos de par en par. Pero en este caso una luz intensa surgía del interior, tanto, que sus ojos sintieron en un primer momento la agresión del resplandor, obligándole a parpadear para evacuar la humedad que se había difundido en ellos. Entonces, todavía ligeramente deformada por el agua, alcanzó a ver la escena que tenía ante sí. La abuela Encarnación reposaba la cabeza sobre un almohadón visiblemente recién planchado, exhalando una blancura hiriente de hipoclorito cálcico. Respiraba con dificultad, utilizando la entera cavidad bucal, por lo que ésta permanecía siempre abierta. Los ojos, en cambio, los tenía cerrados, como si quisiera concentrarse en lo único que realmente le importaba ya, el acto mismo de morirse. En la cabecera del lecho se hallaba su esposo, José Colliure y Faus; al pie del mismo, tres de sus hijos, José, Francisco y Vicente Colliure y Martínez.
   Teresa Santamaría, tras haber lanzado un alarmado vistazo en dirección de la agonizante, se dirigió con pasos apresurados hacia su suegro y vertió, discretamente, unas palabras en su oído. Éste permaneció unos instantes perplejo, pero enseguida negó con la cabeza.
   La nuera abandonó de inmediato la habitación.
   Colliure, hijo, nieto y sobrino, respectivamente, de los presentes, avanzó hacia el extremo de la cama opuesto al que ocupaba su abuelo y se puso a contemplar, hechizado, el rostro irreconocible, asignado ya a la disolución, pero lo estamos ya desde que nacemos, de aquella anciana que había sido tan pulcra y ahora aparecía ajado, amarillo como una oblea, surcado de profundas arrugas que nunca antes le habían semejado a él tan pronunciadas, enmarcado por una insólita y revuelta cabellera gris. Le resultaba difícil admitir que aquel despojo que yacía bajo el rebozo de la almidonada sábana había sido su abuela, Encarnación Martínez y Lluna, de quien se rumoreaba en los mentideros de la ciudad que descendía de la propia familia del empecinado Papa que ostentó tal apellido y que había heredado su tozudez sublime. Aquella anciana altiva, severa, pero no distante, capaz de una paciencia infinita cuando correspondía ocuparse de sus nietos, de la cual Colliure conservaba entrañables recuerdos. Ahora su existencia tocaba, sin embargo, a su fin, lo que ponía a Colliure, por primera vez en su vida, ante la idea irreversible de la muerte. Es cierto que sus abuelos maternos habían fallecido los dos, pero ello aconteció cuando tenía, respectivamente, uno y tres años, por lo que sus reminiscencias de ambos acontecimientos resultaban más bien vagas. En el caso presente, por el contrario, el joven Colliure podía juzgar con una conciencia madura el misterio puro, absoluto, insondable y cruel, que estaba floreciendo ante sus ojos. Y el tiempo se detuvo, convirtiéndose en un bargueño dotado de mil cajones, los cuales eran otros tantos tiempos que podían abrirse uno tras otro, sin orden preciso; algunos, incluso, simultáneamente.
   De súbito, sintió como si se hubiera extinguido el rumor del océano que le rodeaba. En efecto, el corredor permanecía sumido en un silencio expectante.
   Entró en la habitación un sacerdote con casulla y estola seguido de dos acólitos, uno de ellos portando la cruz. Tras ellos apareció Teresa.
   Los hombres se hicieron a un lado respetuosamente.
   El cura entonó un salmo. La abuela Encarnación abrió unos ojos vidriosos que parecían mirar más bien hacia dentro. El oficiante mojó el índice en el óleo y pergeñó en la frente las tres cruces rituales pronunciando la fórmula con voz cavernosa: “Por esta santa unción y por su bondadosa misericordia, te ayuda el Señor con la gracia del Espíritu Santo. Para que, libre de tus pecados, te conceda la salvación y te conforte en la enfermedad. Amén.” Luego, uno de los acólitos tomó la mano derecha de la enferma y se la presentó al sacerdote para que éste repitiera el ritual. Finalmente hicieron lo propio con la otra mano. Culminada la ceremonia, dieron los tres media vuelta y salieron salmodiando. No saludaron a nadie ni dirigieron palabra alguna a los presentes porque no había entrado un particular sino la Santa Iglesia Católica Romana, la cual, como la vida y la muerte, entra sin llamar y se va cuando le place sin despedirse.
   Poco después, las beatas retomaron sus rezos. La abuela Encarnación volvió a su complicada respiración hasta que, a las nueve en punto, su reloj se paró para siempre. En ese mismo instante se dejó oír una voz apagada procedente de lo alto que, al principio, nadie pudo entender ni interpretar, pero que, progresivamente, iba subiendo de volumen hasta convertirse en un lamento angustiado, entrecortado de sollozos, y por fin en un grito animal que impuso un silencio helado a la casa como si hubiera sido recorrida toda ella, desde el ático al vestíbulo, por un escalofrío de fiebre. Los presentes alzaron instintivamente los ojos hacia arriba, pues se habían olvidado por completo del hijo que faltaba, Salvador Colliure y Martínez, encerrado en su habitación del desván; todos excepto su padre, el viejo Colliure, quien seguía sin apartar los ojos del rostro jaldre de la difunta.
   Al día siguiente, tras el entierro, la familia aguardaba a que los operarios del cementerio pusieran el último ladrillo que sellara la tumba. Algunos amigos de José Colliure lo habían acompañado hasta allí. Uno de ellos, al que llamaban Pepito Moltó, le susurró al oído: “-¿Por qué buscáis al vivo entre los muertos? No está aquí....” Idos.
   Colliure se volvió hacia él.
   -¿Dónde está, pues?
   -Ahí dentro sólo habéis metido un traje viejo, que ya no sirve.
















                                                                  IX


   Llegado el mes de agosto, la familia Colliure al completo cogía sus bártulos y se trasladaba a la casa del Perelló. Allí acudía también desde Valencia, donde trabajaba como cocinero en uno de los más prestigiosos restaurantes de la capital, Vicente Colliure Martínez, último de los hijos del patriarca; el cual, en cuanto lo tenía en casa, se levantaba temprano para comprar él mismo los mejores ingredientes, generalmente los que se requerían para un gigantesco “all i pebre”, e invitaba a los más conspicuos veraneantes del Perelló, entre quienes figuraban siempre los dueños de “La Closa”, familia con la que habían tejido los Colliure lazos estrechos e inveterados, pero también miembros de los Ayuntamientos de Sajará y de Valencia, terratenientes locales e incluso, a veces, algún diputado a Cortes.
   Vicente Colliure, no sólo hacía el “all i pebre” como nadie sino que, además, debido a su experiencia profesional, sabía hacerlo, sin que desmereciera, en grandes cantidades. Una vez su padre le había traído las vituallas procedentes del mercado y de la huerta, él se ocupaba del resto, rechazando cortés pero firmemente la ayuda de cualquiera. Lavaba calderos y marmitas, encendía el fuego de la cocina al aire libre, situada en el patio, troceaba las anguilas, las patatas, picaba los ajos, alegremente, como si disfrutara más haciéndolo que comiéndolo. Las mujeres de la casa, sabedoras de que si se quedaban allí molestaban más que otra cosa, se iban a mojarse los tobillos en el plácido mar de la mañana y vigilar a los niños que se bañaban durante horas. Luego, hacia la una y media, regresaban para acoger a los invitados que comenzaban a llegar alrededor de las dos.
   Esas comidas no tenían más secreto que el “all i pebre”, la paella, la marinera o la de tierras adentro, el arroz al horno o incluso el arroz de puchero o caldoso, que preparaba Vicente, las ensaladas, varias sandías puestas en hielo durante horas, una descomunal tarta encargada en el horno, licores de dama y de caballero y un excelente café preparado igualmente por el ínclito cocinero, cuyo aroma, al esparcirse, anunciaba siempre la aparición del viejo Colliure con una caja de habanos que solía comprar al por mayor en el puerto de Valencia y, haciendo uso de una campechanía que lo mismo agradaba a un letrado que a un arriero y de la que él solo poseía el secreto, los distribuía acordando a cada uno un comentario único mediante el cual se lo ganaba para siempre, haciéndole ver que debía considerar aquella casa, ni más ni menos como la suya propia. Acabada la ronda, dejaba la caja de puros, todavía a medio consumir, en mitad de la pantagruélica mesa para que, ya sin maneras, cada cual se sirviera, así como de café y licores, cuanto quisiera. Así, bajo la tupida parra, las conversaciones solían prolongarse hasta el atardecer. Pero ello sólo entre la gente provecta. Los jóvenes habían volado todos como jilgueros. Las chicas, a la habitación de María Teresa, que daba hacia el mar, del otro lado de la casa. Los chicos se iban hacia el puerto, o hacia las casas del poblado de pescadores, donde hacían alguna que otra trastada, o por el contrario se perdían de vista por los inmensos arenales, a lo largo de la playa, o bien en la marjal.
   La conversación de los adultos giraba en torno a la política o los negocios, cuando había decaído ya el tema gastronómico.
   Entretanto, Sajará se había quedado desierta, pues durante la canícula, quienes no tenían casa en el mar, o una simple barraca en los huertos que lindaban con las dunas, o menos aún, una chabola hecha con material de recuperación, enganchaban los carros y se iban con ellos a la playa del Faro, o a la de la marisma, y allí vivían en campamento, como los gitanos. Porque fuera de las murallas de Sajará, existía aún una vida salvaje.
   Quienes no tenían más remedio que quedarse en la ciudad, se sepultaban vivos en el fondo de sus viviendas, no saliendo sino de madrugada o al atardecer, cuando se levanta la brisa del mar. Eso, si no venía el viento de poniente, que inflamaba la atmósfera y hasta los objetos, como si fuera una inmensa bola de fuego que rodara entre la calcinada tierra y el cielo indiferente. Pero hacia el este se encontraba el mediterráneo, con su azulado frescor, surcado por las alborotadoras gaviotas que, a veces, se aventuraban hasta los últimos arrabales que caían por esa parte, para disputarles las carroñas a los gatos. Y antes, los arrozales inundados de agua en esa época del año.














                                                                         X


Todo se lo consienten al niñato, cualquier insensatez se la escuchan bien como si hablara el arzobispo. Yo, en cambio, tengo que estar aquí, tras las cañas, tras los barrotes de una prisión, o peor, igual que si no existiera. Pero la hoz existe, ahí está, es dura y cortante. Si se descuidan, les quitaré la hoz. La hoja de la hoz ciega bajo el sol y a cualquiera le resulta imposible permanecer insensible ante su sonrisa malévola. Palabras y palabras y más palabras, que si el rocín cojea hoy, que si el trillo pesa un quintal. No saben más que hablar y hablar para nada, para decir sólo lo que ya se ve. Pues no tendréis más remedio que enganchar la yegua baya y ponerla a trillar. No quiere. Paco no quiere, claro, por eso se ha quedado mudo. ¿Qué te ocurre ahora, Paquito, se te ha comido la lengua el gato? Venga, decídete, tendrás que hablar un día de éstos, todos están ahí como pasmarotes esperando a que abras esa boca llena de dientes que es de tu propiedad y digas lo que no tienes más remedio que decir. La hoja de la hoz ciega bajo el sol y ríe, ríe como una loca revolcándose entre los hierbajos. Si fuéramos ratas, todo iría mejor. Venga esas palabras. Sí, eso es. Tendremos que enganchar la yegua baya. Pues claro que la tendréis que enganchar. Si es que la yegua baya es la niña de sus ojos. Eso, bien seguras las cinchas. El arzobispo adolescente las comprueba todas. Ahora que trabaje la yegua de paseo, que apechugue ella y descanse el rocín. Siempre llega un momento, aunque dure poco, en que lo que está arriba pasa abajo y lo de abajo ocupa su lugar. A mí también me las pagarán todas. Una tras otra. Vaya que me las pagarán. La hoja de la hoz. Nadie se da cuenta del brillo helado de la hoz. A nadie daña los ojos sino a mí. Salvador, la camisa da olor, dice la chiquillería. Pero si me dejaran montar la yegua baya, ninguno se hubiera atrevido a insultarme. Mejor que Paco, sí. Nadie podría cabalgarla como yo. Un monigote. Tú no eres más que un monigote de falla, dicen. Si todos fuéramos ratas, la cosa cambiaría. El látigo, Paco. Haz restallar el látigo. Así, así. ¡Dios, y qué alta es! Cómo se ha puesto de alta la yegua, encabritada. Sus ojos de rata gigante echan chispas de fragua. Te has puesto pálido, eh Paquito. Más blanco que un papel de fumar. No es para menos. Tu yegua no sabe trillar trigo. Sólo correr y saltar zanjas, lo que le han enseñado, pero no con el trillo detrás, como ahora. Ese trillo que pesa un quintal le ha caído sobre los cuartos traseros y se los ha partido como si fueran de hojaldre. Tu yegua está rota, Paco. Rota y en el suelo. Ya verás el desperdicio cuando escampe el polvo. La tendrás que rematar, tú, que la quieres más que a tu madre, si tienes redaños para hacerlo. Ahí te quería yo ver. Coge el cuchillo, derrama la sangre caliente sobre la tierra sedienta, que te lo agradecerá. La hoz es para mí. Te corresponde a ti hacerlo y a nadie más. No te equivoques, Paco. Elige bien el punto, no la vayas a marrar, de lo contrario la harás sufrir aún más a tu yegua baya. Lo mío es más fácil. Lo mío es sólo cercenar como si fuera una cabeza de maíz. Eso, eso, mirad todos la yegua baya. El chorro rojo y brillante que empapa la tierra y produce vértigo en las cabezas. No os perdáis ni una migaja de su agonía. Gritad. Gritad más. Estáis todos locos. El niñato ha sentido la muerte acercándosele por la espalda. Has olido el brillo amargo de la hoz o has presentido su sonrisa seductora ¿no es así? Debe ser fascinante, en efecto, la propia muerte. Nadie quiere perdérsela. El destello plateado que surca el cielo buscando nuestro cuello nos hechiza como si fuera tósigo. Pero ¿quién se ha llevado el día y ha traído esta noche con estrellas que taladran los ojos? Es la paja y el polvo de la era. Maldito.
   -Dame esta hoz, tío, que te puedes lastimar como la yegua baya.



                                                                         XI


   La finca “La Closa” disponía de un gran establo donde se criaban toros. Recién concluidas las vacaciones del Perelló, cierta mañana de septiembre, un empleado descubrió que uno de los toros se había ahogado con la cuerda durante la noche. En ausencia de miembro adulto de los Colliure, el empleado se dirigió al jovencísimo José.
   -Cargadlo en el carro –ordenó.- Y cubridlo de paja.
   Así se hizo. Entonces José Colliure saltó encima del pescante y tomó las riendas. Los empleados lo vieron alejarse, dubitativos.
    Era una de esas mañana límpidas de septiembre cuando el sol, tras las lluvias que cierran con autoridad el paréntesis del verano, vuelve a brillar con saña en una atmósfera que ya se ha refrescado un tanto. Ni una sola nube vagaba por el inmenso añil del cielo. La montaña de Corbera, en forma de caballo, no aparecía azul sino parda, a causa de la transparencia del aire. Colliure se sentía de excelente humor. Durante todo el mes de agosto se había bañado mañana y tarde en el mar, nadando hacia lo hondo hasta casi perder de vista las casas de la orilla. Se notaba los músculos tensos, la piel tersa y bajo ella adivinaba unos huesos blanqueados por el sol. Todo su cuerpo exhalaba el frescor y la luz del mediterráneo.
   Avanzaba entre los verdes y silenciosos naranjos. La huerta se hallaba desierta, pues los hombres y las bestias de Sajará, junto con la multitud de forasteros que acudía por esas fechas, se encontraban en la partida, segando el arroz. Colliure se echó sobre la paja, con las riendas enrolladas alrededor de la muñeca, fijos los ojos en la catarata de azulete que se volcaba sobre el mundo allá en lo alto, protegido del sol ardiente por los árboles del camino. La tierra exhalaba un aliento cálido, que no es sino el efluvio producido por la respiración de la vida. Rememoraba las aguas azules de cuando ya no se veía el fondo arenoso, los rayos rielando sobre la superficie del cristal, enroscándose, retorciéndose y borbollando como un banco de anguilas doradas, las dunas ardientes que era preciso atravesar para ir a comer ciruelas. Las mujeres con la piel color bizcocho recién horneado y la de las más altivas, que se protegían con sombrillas mientras daban largos paseos por la playa, mojándose únicamente los tobillos. A la caída de la tarde, cuando se alzaban las olas y se podían ver los peces dentro de ellas como a través de la pared de una botella verde, con Daniel y Joaquín echaban las redes, pescaban la cena. Pero ahora, a finales de septiembre, la atmósfera estaba más luminosa y diáfana que nunca.
   El carro se iba acercando al fielato. Colliure, desperezándose, se incorporó. Sentados en un banco, a la sombra de una morera, tres empleados debatían animadamente. Uno de ellos se levantó con un esbozo de sonrisa perezosa.
   -Pepe, ¿qué traes debajo de esa paja?
   Se reía por anticipado, sabiendo que el aludido era absolutamente incapaz de dejar pasar la oportunidad que le brindaba esa provocación para soltar una de esas salidas desopilantes, tan suyas.
   -Un toro –contestó Colliure, muy serio.-
   Los tres estallaron en una carcajada homérica.
   A Colliure tan sólo le brillaban los ojos, como si el esfuerzo que estuviera haciendo para dominar su hilaridad fuera realmente titánico. Los otros, considerando que el deber de contenerse únicamente se refiere a quien pretende decir algo gracioso, se dejaron llevar sin resistencia por el aluvión imparable de la risa. Se retorcían, se plegaban en dos, se agarraban el vientre prominente, desplegando sus robustas quijadas, exponiendo al aire libre sus encías con muelas y dientes. Colliure, al final, se dignó condescender en una leve sonrisa, lo que exacerbó aún más la hilaridad de los empleados.
   Cuando el que se había levantado del banco pudo al fin serenarse un poco, todavía con los ojos chorreando lágrimas, acertó a decir:
   -Venga. Pasa.
   Y dio una palmada en la grupa del rocín.
   Colliure estuvo mucho tiempo oyendo las estentóreas carcajadas tras de sí.
   -Es la repera el muchacho éste. Ya sabía yo que iba a salir por peteneras.
   -¡Un toro! ¡Qué ocurrencia! Clois, clois.....
   Y otra vez se agarraban los tres las redondas panzas de buda labriego.









                                                                        XII


   Fue en el año 1917, mientras Europa seguía desangrándose en una guerra cuyos estragos y miserias alcanzaban proporciones hasta entonces inauditas, cuando la revolución había estallado en el país de los zares y amenazaba con propagarse a otros, entre ellos España, Sajará tuvo a bien vivir, con toda la pompa civil y eclesiástica, un acontecimiento mirífico, mélico y también un tanto bizantino, digno de la medieval “Leyenda dorada,” que tuvo por protagonista, para gran asombro y confusión de algunos integrantes del clan, a un miembro de la rama Santamaría.
   En cuanto se conoció el evento, Teresa tuvo que intervenir de inmediato, al notar un brillo sospechoso en los ojos de toda la caterva de Colliures que infestaba su casa.
   -Por descontado que la familia al completo deberá asistir a cada uno de los actos previstos, pues el parentesco es demasiado cercano y estaremos muy mirados.
   La autoridad materna acrecentó las dudas y la perplejidad en todos, incluido Colliure padre, pero tuvo la virtud de cortar por lo sano cualquier comentario, cundiendo, al parecer, la decisión de curarse en salud y aguardar acontecimientos antes de pronunciarse abiertamente.
   He aquí la verdadera relación de los hechos que acontecieron aquel año en la acrópolis de los pantanos. Las hermanas Santamaría, Remedios y María de las Mercedes, llevaban, desde siempre, una vida devota en el apartamento de la Plaza de la Constitución, haciendo bodigos y llevándolos a la iglesia. La mayor, Plácida, había fallecido el seis de enero, día de Reyes, de ese mismo año, razón por la cual el régimen conventual que ya regulaba sus vidas se hizo, si cabe, más estricto con el luto. También se incrementó, a la vez, la asistencia a los oficios, que llegó a ser cotidiana, facilitada por la proximidad del templo consagrado a San Pedro, situado a un tiro de piedra de la mencionada vivienda, aunque eran en verdad raras las fechas en que no se las veía igualmente en el Convento, algo más lejano, dedicado éste a la Virgen de Sales, así como era notoria la presencia de los propios religiosos en la casa.
   Remedios había empuñado el cetro de una autoridad que sólo ejercía plenamente sobre María de las Mercedes, si bien no renunciaba por completo a ampliarla igualmente, aunque empleando métodos más desviados y menos coercitivos, con respecto a los otros dos hermanos casados, Enrique y Teresa, sobre cuyos asuntos se había reservado ella misma cierto derecho, cuanto menos a la inmisión, que casi nunca era admitido. Para ello no tuvo necesidad de innovar, pues le bastó con seguir los pasos de Plácida, que había sostenido de esta guisa la férula desde que, a principios de siglo, en 1901, había pasado a mejor vida la añorada madre, María Llopis y Martínez.
   María de las Mercedes no notó  para nada el cambio de reinado, en parte porque el estilo de Remedios no difería mucho del de Plácida, lo mismo la llevaba de un cabello la una que la otra, en parte también porque hacía nueve años ya que le había salido un fibroma en el pecho del tamaño de un huevo de perdiz y tanto los médicos corporales como los espirituales lo habían dejado todo entre las manos del Señor.
   La menor de las Santamaría se volcó sinceramente en la religión, ésa fue la realidad, negárselo habría sido  quitárselo. No lo hizo con el fanatismo de Plácida y de Remedios, ni con la devoción aséptica y un tanto distante de Teresa, sino con un fervor sentido, no desprovisto de fiebre.
   Algunas circunstancias ayudaron, sin embargo, a ello. El fibroma sobrevino en el momento en que había adquirido el convencimiento, por razones obvias de edad, de que la, todo hay que decirlo, siempre quimérica petición de matrimonio no iba a llegar nunca, ni siquiera de la parte de un eventual viudo, y que se había quedado, como se temía, para vestir santos. De este modo, la inmersión en el misticismo se produjo sin pérdida ni desperdicio.
   Ocurrió también que, cuando el padre Eduardo Vadillo fue destinado a la parroquia de San Pedro, Plácida aún vivía y quedó ésta favorablemente impresionada por la factura y maneras del sacerdote, pues se trataba, en efecto, de un religioso de nuevo cuño. Era todavía joven, delgado cual linaje de miércoles corvillo, pálido, espiritual, de ésos que, exhibiendo una menudencia sentimental, hacen la rueda como un pavón, no orondo y osco y chaparro y glotón, como era habitual verlos en Sajará. Él estaba dotado, en cambio, de una mirada clara, casi transparente, y húmeda, que se orientaba fácilmente hacia arriba, hacia el cielo, hacia donde cabía suponer se hallaba ya su alma, a la cual todo él anhelaba seguir, en cuerpo entero, y que le daba, a un tiempo, la angélica resignación y la sublime aspiración de los santos pintados por Zurbarán. Y se mostraba tan humilde que, en ocasiones, se complacía en declarar que le gustaría ser enterrado en medio de la plaza de Sajará, para que, de ese modo, todo el mundo pudiera hollar continuamente su tumba. En suma, uno de esos sujetos que, por vía de preterición, entran a laudes y salen a vísperas.
   Muy pocos eran los feligreses cuya envergadura intelectual daba lo suficiente como para entender que difícilmente puede concebirse una soberbia comparable a esa pretendida humildad. Y entre esa minoría, desde luego, no cabía incluir a las hermanas Santamaría, sobre todo a María de las Mercedes, en el fondo un poco dulce de sal. Pero sí era, por ejemplo, el caso de la mayor parte de los integrantes del clero sajarano.
   Así, haciendo impúdicamente gala de una curiosa alcahuetería espiritual, Plácida intrigó largo y tendido, en casa y en el templo, para que María de las Mercedes abandonara al padre Ildefonso como confesor y adoptara, en tanto que tal y como guía espiritual, al recién llegado.
   Lo que ganaría con ello, sólo Dios y el diablo podrían asegurarlo.
   En cualquier caso, el nuevo confesor orientó pronto a su pupila hacia un misticismo exacerbado. No solamente mediante la amonestación y la plática, sino también a través de un tupido programa bibliográfico, entre cuyos títulos figuraban “La imitación de Cristo” y “Los ejercicios espirituales.
   -Dios, mi estimada María de las Mercedes, permite alguna vez que se operen milagros, siempre y cuando ello redunde en ejemplo para las masas. Por eso nunca los malvados, ni los viciosos, sino aquellos que hayan alcanzado la perfección, podrán obrarlos. Tampoco se logran con sentimientos egoístas, aunque se trate de una aspiración tan legítima como la de la propia supervivencia, sino más bien con el propósito altruista de lograr la salud de los demás a través de nuestra propia salvación. Dios es un dios de vida, pero sobre todo de la del más allá.
   Sea como fuere, a pesar de las mortificaciones de diversa índole que en puridad sabía infligirse, por el rostro de María de las Mercedes daba la impresión de haber terminado de escurrirse, de una vez por todas, la sombra de un nubarrón agorero, para dar paso a la luz de los bienaventurados.
   Alguna vez alguien se permitió musitar entre dientes este comentario: “-Al menos eso la ayudará a morir, la pobre.”
   Pero una mañana de primeros de julio en la que el sol entraba a raudales en su habitación y una multitud inusitada de palomas zureaba sobre el tejado, mientras se vestía notó que algo se le desprendía del pecho. Instintivamente se dio una palmada para atraparlo y cuando desplegó la mano vio que en el cuenco de la misma estaba el fibroma.
   Asustada, corrió a buscar a Remedios, que a la sazón se hallaba en la cocina, e incapaz de pronunciar una sola palabra se limitó a abrir de nuevo la mano, mostrándole el contenido. La hermana tardó unos segundos en adivinar qué podía ser aquello, mas cuando al fin lo logró, se llevó las yemas de los dedos a la boca y exclamó:
   -¡Milagro!
   Acto seguido se quitó el delantal, lo echó sobre la mesa y, sin añadir un solo fonema a lo ya dicho, salió a la calle. María de las Mercedes se quedó donde estaba, sentada en una silla de la cocina, con el fibroma de marras dentro del puño cerrado. Transcurrió algo más de una hora antes de que Remedios regresara con el médico de cabecera, una monja, el padre Vadillo y un frasco de cristal lleno de alcohol, donde le pidió a la hermana que dejara caer el ya famoso fibroma, para ofrecerlo enseguida a la estupefacta veneración de los tres testigos escogidos.
   A partir de ahí, el padre Eduardo Vadillo, entusiasmado como una novicia que acaba de ver al Papa en persona, tomó el relevo, llevó el asunto al arzobispado y en definitiva ahí estaban los Colliure y los Santamaría como si se hubieran tragado una bola, ocupando un sitial de honor en la iglesia, dispuestos a escuchar misa solemne oficiada por el propio obispo; el cual, durante la homilía, felicitó a la agraciada, la puso como ejemplo de fe y esperanza, en fin, la levantó sobre el cuerno de la luna. Para concluir atribuyendo oficialmente el milagro a la Virgen de Sales, patrona de Sajará.
   A este acto solemnísimo, asistieron incluso los Señores Criado Becerril, propietarios de la finca La Closa, acompañados de sus dos hijos, Pilar y Rafael, venidos ex-profeso de Valencia, el alcalde, el consistorio en pleno, el gobernador civil, el capitán general de la tercera región militar, el diputado a Cortes por Sajará y, cómo no, la totalidad de los alumnos de la Escuela Jardín, con objeto de acompañar a Joaquín en este gravísimo momento, y por idéntica razón, la totalidad de las alumnas del colegio de monjas al que asistían María Asunción y María de las Mercedes Colliure Santamaría, ambas instituciones con el cuerpo profesoral al completo. Se hallaba igualmente presente el círculo íntegro de los amigos y conocidos de José Colliure, que no hubieran consentido en perderse esto por nada del mundo. Allí estaban, en efecto, bien situados y muy de asiento. Colliure podía verlos muy a su sabor, reclinados en los primeros pilares, Agustí Bernal el primero, con traje negro, chaleco y pajarita blancos, una flor en el ojal. Junto a él, Rosendo Palacios de Bobadilla, Juan Fábrega, Antonio Gállego, Antonio Collantes e Higinio Sabater, vestidos todos como papas.
   Dentro del templo se entonó un Te Deum, un Kyrie, un Gloria, el Domine praevenisti, el Alma Redemptoris Mater y el Magnificat Royal. Fuera aguardaba la banda municipal que, en cuanto vio salir a la agraciada, rodeada de las autoridades civiles, militares y eclesiásticas, se arrancó con un pasodoble y ya no paró hasta que, una hora después, María de las Mercedes se decidió al fin a enfilar la tenebrosa y pina escalera que la conduciría, de momento, al ático de la plaza de la Constitución.
   Unos días más tarde, ante la puerta del Ayuntamiento, José Colliure departía al sol con otros jóvenes de su edad. Era una mañana de domingo radiante, razón por la cual el zoco se hallaba pasablemente concurrido. En eso, desde los porches, alguien interpeló a Colliure:
   -¡Eh, Colliure!
   El aludido enriscó los ojos y vio a Antonio Collantes con una sonrisa de oreja a oreja que le dividía casi la cara. Ni el carácter ni la actitud del sujeto auguraban nada bueno.
   -¡Eh! ¿Qué se siente cuando se tiene una santa en la familia?
   -Mira que tienes poca sustancia –repuso Colliure.-
   Pero el foro entero se volcó en una carcajada pantagruélica, cual si toda Sajará no hubiera estado aguardando, durante días y noches, como en el interior de una olla a presión, sino la más insignificante chispa para hacer estallar la carcasa del formidable excedente de hilaridad acumulado en el ambiente.  
   Colliure se arrancó a correr tras el chistoso, el cual optó enseguida por dejar las risas para otra ocasión más propicia, colgarse las piernas al cuello y poner igualmente los pies en polvorosa, saliendo ambos cual lebreles calle La Punta hacia abajo, silenciosos aunque raudos como si volaran con las alas del viento, lo que no hizo sino aumentar el jolgorio general.
   Fue también por aquellas fechas cuando Remedios comenzó a maznar a Teresa con la idea de que, en agradecimiento a la feliz intercesión de la Virgen, sería bueno, por no decir justo y necesario, que uno de sus hijos entrara en religión.
   -Nosotras no podemos efectuar tan maravillosa a la par que generosa contribución, pero tú has sido bendecida con numerosa prole. Nada menos que seis descendientes para asegurar la prosperidad de la familia....











                                                                   XIII


   Los pueblos pequeños y las casas reales tienen eso en común, los enredos y curiosidades genealógicas que, al compás de los tiempos y los sucesos, se renuevan en todas sus variantes como una eterna canción, hasta el punto que cada miembro de la tribu sostiene con los demás, no uno, sino varios lazos de parentesco, en grados diferentes y procedentes de direcciones distintas. Casualidad o arreglos a la usanza de la época, lo cierto es que aconteció en Riera, hacia finales del siglo XIX, que dos primos, Luis y Juan Mayorino, contrajeron matrimonio con dos primas hermanas, Consuelo y Carolina Torres. Ambos enlaces fueron pronto bendecidos con numerosa prole, la de los Mayorino Torres, que daba, en consecuencia, la falsa impresión al profano, es decir al forastero, de constituir una única familia con nada menos que doce hermanos. La realidad era que, de toda esa nube de Mayorino Torres que pululaba por el pueblo, la primera pareja, Luis Mayorino y Consuelo Torres, engendró cuatro miembros, mientras que la constituida por Juan Mayorino y Carolina Torres generó la respetable cantidad de los ocho vástagos restantes. Ni qué decir tiene que los doce primos  dobles tenían perfecta consciencia de formar un clan dentro de la reducida Riera.
   Hoy en día resulta difícil imaginar cómo Consuelo Mayorino Torres y José Colliure llegaron a conocerse. Ellos no lo dijeron nunca. O quizá lo dijeran en una época y lo callaran en otra. Pertenecían, sí, a dos mundos divergentes, a pesar de ciertas similitudes de superficie determinadas por la economía agraria en la que ambas familias se hallaban inmersas. Los Mayorino ocupaban una posición social confortable en Riera, lo que suele decirse gente de media capa, y lo mismo podía afirmarse de los Colliure en Sajará, en todo caso antes de que el regidor comenzara a establecer su cabeza de puente en Valencia, sólo que, entre el ámbito de Riera y el de Sajará, las proporciones no eran las mismas, un notable desfase podía percibirse en muchos sentidos, incluido el cultural. En Sajará se exigía un cierto refinamiento a las clases denominadas con posibles. En Riera ello no era forzosamente necesario. Sajará poseía estación de tren y estaba enlazada directamente con Valencia; además, era, y es, cabeza de partido. En fin, Sajará es ducado.
   Por otra parte, o quizá como consecuencia de lo arriba expuesto, Sajará y Riera constituían dos sociedades endogámicas en actitud manifiesta de darse la espalda, desde una y otra parte del río, el cual representaba una frontera natural como bien lo prueba el sonsonete que solía oírse en aquélla, de Riera, peor que fiera, o bien de Riera, ni burra ni nuera, y finalmente, Riera, más lejos estuviera. A no ser por el negocio de los toros, resulta imposible la mera idea de que José Colliure llegara a interesarse por esta pequeña población, o por el dios que la fundó. Ninguno de sus amigos, por citar un detalle esclarecedor, había puesto jamás los pies en ella.
   Consuelo debía estar recluida en la casa que poseían los Mayorino enfrente del Ayuntamiento como en una Bastilla inexpugnable. Tanto más cuanto se decía, siempre se ha dicho, incluso mucho más tarde, por todo aquél que la conoció en aquella época, ¡mira que era guapa Consuelo! Era guapa y blanca, como requería la moda imperante, y poseía un carácter más bien firme, por lo común; de armas tomar, en las ocasiones. Aunque de esto último se hablaba menos.     
  Es más que probable, pues, que Colliure oyera hablar de esa belleza blanca y peregrina en alguna de sus expediciones taurinas a Riera, ya fuera para llevar los astados o para cobrarlos, y que le faltaran pies, a ese eterno insatisfecho, para levantar bandera de desafío. Pero cómo fue que llegó a penetrar en la amurallada Troya de los Mayorino, ello constituye hoy un misterio insondable. Unos dirán que el amor es como el agua, que busca tenazmente su vía y una vez la ha encontrado resulta imparable. El amor, el más viejo y más potente sortilegio jamás inventado por los hechiceros del paleolítico, la gran ilusión, tanto más tenaz y arrolladora cuanto necesaria para la subsistencia de la especie. Otros, conociendo la solidez y el peso específico del pasado, el futuro para los interesados, dirán que el destino, probablemente otra ilusión.
   El caso es que el idilio entre Consuelo Mayorino y José Colliure remaneció de la nada en Riera y de repente, como surge un pájaro agazapado en una mata, como dicen que, en cualquier momento, puede salir el diablo tras un fajo de leña seca, o como se declara un fuego en un jaral, durante los meses de estío. Y sentó como un tiro.
   En tanto que clan, uno de los más sólidos de cuantos integraban la quintaesenciada Riera, los Mayorino Torres ofrecieron una activa oposición al noviazgo entre Pepe Colliure y Consuelo, la única hija que dispensó la unión entre Luis y Consuelo. Paradójicamente, quienes más se distinguieron en la expresión de dicho rechazo fueron los primos por partida doble de la novia y no los auténticos hermanos. Aunque, bien mirado, o bien mirado desde cierto punto de vista, digamos, histórico, la actitud más discreta, diplomática, de los hermanos no carece de lógica, sobre todo de prudencia, por si acaso algún día dicho enlace, contra viento y marea, llegara a concretizarse y tuvieran que titularse, mal de su grado, cuñados de Colliure, ese señorito chulo que venía de Sajará, del otro lado del agua, con demasiadas ínfulas para el gusto de la rústica Riera, que para ellos era, sencillamente, el paradigma vigente del sentido común, a falta de otro. En efecto, vistas así las cosas, con la perspectiva que da el tiempo, no sería improbable que los primos hubieran estado hablando por boca de ganso.
   No obstante, puede darse por seguro que el hermano mayor de Consuelo, Ricardo, colaboró secretamente en el contubernio de sus primos dobles, o al menos estuvo al corriente de sus manejos, pues nunca en su vida logró embridar la animadversión que le producía Colliure, la cual éste le devolvió cumplidamente por idéntico lapso de tiempo. Así pues, no resulta descabellado, como digo, que el primogénito de la familia estuviera al corriente de la emboscada que se le tendió al novio de su hermana a la salida del puente. Por el contrario, los otros dos hermanos, menores que Consuelo, ya es más dudoso que hubieran participado, ni siquiera indirectamente, o por omisión, en semejante asunto. José Mayorino había que excluirlo de plano, dada su juventud, y de no haber sido por ello, también lo hubiera eximido su carácter pacífico, aunque algo esquivo, que a la sazón debía estar formándose y que se manifestaría ampliamente en su madurez. A Juan Luis lo excluía de semejante contubernio su cabal naturaleza, pues era, como Consuelo repetiría infinidad de veces, un verdadero trozo de pan y estuvo siempre muy unido a su hermana, de la que apenas le separaban los meses necesarios para una gestación.
   Una mañana de domingo, cuando José Colliure y Consuelo Mayorino aún no habían hablado ni tres veces y su incipiente noviazgo no era más que un rumor difuso, ambas Consuelos, madre e hija, salían de misa con todo el celaje de la feligresía, amas austeras revestidas con mantos de humo, todavía con el calor narcótico de la eucaristía tibiándoles el cuerpo y los ojos dispersando su fluido en una atmósfera que percibían teñida de flavona por las palabras del Evangelio, como si los objetos flotaran en zumo de limón. Las Sagradas Escrituras, en la voz bronca y pastosa de un párroco rural, constituían un bálsamo untuoso para reconfortar las estáticas almas de las mujeres de Riera en la convicción de que las flores jaldre, que la primavera pasada esmaltaron los campos, son las mismas que lo adornarán la siguiente, pues tanto unas como otras no son sino la manifestación intermitente de lo que es amarillo en el mundo, es decir, lo eterno.
   Consuelo Mayorino sentía que le crecía una de esas flores dentro del pecho, pero aquello no tenía nada de extraordinario, porque ella era sólo tierra, así lo dicen los curas, no más que el vehículo que transporta la renovación del universo a través de los años y de las eras geológicas. Su madre, Consuelo Torres, debió pasar por ese trance en el tiempo de su sazón, como más tarde pasará la Consuelo que está por venir, en una sucesión indeterminada cuyo sentido último se le escapaba. Ahora le toca a ella, pero acontecerá como aconteció y así in perpetuum. Quien se sienta capaz de entenderlo, que lo intente.
   Nada más entrar en casa notó una agitación inusual que, por momentos, rayaba en el alboroto. Su madre aportó una explicación.
   -Tus hermanos y tus primos están efectuando la matanza del cerdo.
   En efecto, Luis Mayorino Torres era un experto matarife y, secundado por su hermano José María, colaboraban en tales menesteres no solamente en casa de sus primos, sino que eran requeridos bastante a menudo en el pueblo.
   Consuelo se quitó la mantilla. Tras lo cual, con la excusa de ir a guardarla en su correspondiente cajón de la cómoda, se aprestaba a subir por la escalera. En eso entraron en la cocina Luis y José María, portando cada uno de ellos un lebrillo repleto de sangre, rebosando de tanto en tanto por encima de los bordes. Ricardo Mayorino los siguió prorrumpiendo en una estentórea carcajada que Consuelo no podía entender a cuenta de qué venía. Los tres poseían un rostro similar, recio y huesudo, pero no hermoso, pues había en él un efluvio de desarmonía, era quizá demasiado alargado y corcovo, lucía unos ojos grandes, de córnea almidonada, si bien dotados de una mirada desmayada. El conjunto ofrecía un aspecto de borrego degollado. Luis era achaparrado y espeso, José María casi un gigante, mientras que Ricardo se hallaba en un término medio. Pero los tres parecían las diversas hipóstasis de un solo ser de naturaleza caballar.
   Estaban vestidos de faena, con unos pantalones y una camisa, originariamente blanca, saturados de mugre antigua, sobre la cual flotaban manchas recientes de sangre y excremento de cerdo.
   Al ver a Consuelo, Luis se quedó parado, considerándola un rato con sus ojos soñolientos. José María también se detuvo, sosteniendo el barreño en sus manazas, cuyos dedos se sumergían en el espeso líquido bermellón. Ricardo cesó de reír de manera sonora, aunque el rictus sardónico que había acuñado la risa no se le borraba de la pasta de la cara, dando a su expresión una insolencia que exasperó a la hermana.
   Consuelo sabía por experiencia que Luis se aplicaba a decir algo desagradable, pero en esa ocasión se tomaba su tiempo para no equivocarse en la elección de las palabras más perniciosas. Al final se puso a hablar grueso, empleando el mero tono que su prima le había previsto.
   -He oído decir que te has echado novio forastero. Un chulo fanfarrón de Sajará, que viste apretado como un torero. Pues dile que se ande con tiento, pues los hombres de Riera no toleran esas intromisiones. Las hembras de Riera se casan en Riera, con los machos cumplidos que en ella se crían. Ya sabes que aquí no te faltan pretendientes con más temple que ese niño bonito, criado con género de botica.
   La tez de caolín se le cubrió a Consuelo con una nube rosada que le inflamó hasta las orejas, porque Luis había dicho tal cosa delante de su madre.
   Los ojos de Consuelo Mayorino eran tan blancos como los de su primo y su pupila tan negra como la de aquél, mas su mirada en absoluto podía calificarse de desmayada, antes al contrario, brillaba como el acero puesto a refulgir al sol.
   Dejó la mantilla sobre el respaldo de un sillón y con el paso ágil aunque rotundo de una pantera se puso a avanzar hacia su primo. Consuelo Torres quiso atraparla al vuelo pero su mano asió el vacío.
   -Deja, madre, que el nunca enojarse es de bestias.
   Luis Mayorino se la vio venir con el brazo derecho ligeramente flexionado, las yemas de los dedos índice y pulgar pegadas. Y como no había tenido tiempo de dejar el lebrillo de la sangre sobre el banco de la cocina, tuvo que consentir que Consuelo le pusiera aquella extraña figura delante de la cara.
   -Como se te ocurra meterte un tanto así en los asuntos de mi vida, que son míos –sacó las diez uñas que parecieron retráctiles,- con estas manos te arrancaré los ojos, para que ya no veas, ni en pintura, a ninguna de las hembras de Riera, con las que se te llena la boca cuando hablas. Ni de Riera, ni de la China.
   Sus dedos estaban tan crispados que parecían diez puntas afiladas de hoz, demarcando con precisión las bolsas blandas en que flotaban los susodichos ojos. A Luis Mayorino se le puso el alma atravesada en la garganta, como nuez de ballesta. Tragó saliva y se guardó de replicar, porque sabía que, entre ver y ya no ver más en toda su puñetera vida, mediaba un resquicio tan fino que por él no cabría ni el canto de una hoja de papel cebolla.
  




                                                                    XIV


Eligieron una noche sin luna, con argentadas chispas brillando entre las espesas ramas. Eso, al menos, lo hicieron lindamente. Sin embargo, durante la refriega, el débil resplandor del cielo estrellado permitió al agredido reconocer a los dos primos dobles de Consuelo, Luis y José María Mayorino Torres y a un tal Ferragut, alias el Guarro, quien, por cierto, tenía el nombre bien puesto. Afortunadamente para Colliure, no eran cuatro sus adversarios de aquella noche como los que atacaron a Antoñito el Camborio, porque cuando la balanza está ya, de por sí, desequilibrada, dos brazos de más o de menos pueden ser decisivos, y no llevaban tampoco puñales, pues debieron considerar que bastaba con los puños y la corpulencia de Ferragut. Pero claro, no contaban con la sangre y el genio de Colliure. Si un hombre le dijera a otro: “Mira, esto es una llave y sirve para abrir las puertas”, sería un perfecto imbécil, a no ser que la escena ocurriera hacia finales del neolítico o principios de los tiempos históricos, verbigracia durante las primeras dinastías del Imperio egipcio cuando, parece ser, se inventó el dentado instrumento. En cambio, si un hombre dice a otro: “Mira, esto es una llave y sirve para abrir cabezas”, ése es un genio patente, sin la menor duda, y un poeta de la vida. Tan sólo algunos individuos de mente privilegiada encuentran dos o incluso tres usos a lo que la mayoría únicamente le ve uno, con lo cual repican y oyen misa y, algunos, hasta le echan un tiento a las vinajeras que contienen el vino de dos orejas destinado al Oficio.
   Cuando a los hermanos Mayorino Torres empezaron a escocerles las hostias sin consagrar que poco a poco iban acumulando en las mejillas y los mordiscos de cuando se fajaban de más cerca intentando inmovilizarlo y sobre todo cuando vieron que de la cabeza de Ferragut salía más sangre que agua de la Peña Labra, por obra y gracia de una simple llave, eso sí, una de esas llaves macizas, anchurosas, de principios de siglo, lo suficientemente grande como para abrir las puertas del cielo, oyeron una voz interior que les decía lo de ite, missa est y decidieron abandonar, sin más, el campo y acogerse a poblado, que es acogerse a sagrado, no curándose demasiado ni de la suerte ni de las cuitas del desventurado Ferragut, quien, enredado entre los sarmentosos dedos de Colliure, mugía como un toro en la oscuridad.
   La entrada de los cuatro pasó tan poco desapercibida en Riera como si hubiera sido anunciada por las mismas trompetas del Apocalipsis. Dado que en los pueblos las noticias corren como la pólvora, pocos fueron los que se la perdieron y muchos los que la anduvieron mascando durante semanas. Ni la de los dos hermanos, magullados, enharinados y presurosos, ni la del no menos bien majado Ferragut, que les seguía hecho un ecce homo, con la cara tan embadurnada de almagre que parecía un general romano efectuando su paseo triunfal, ni la del propio Colliure, quien venía con el traje de sastre en piltrafas, manchado a profusión con la sangre de Ferragut mezclada con el polvo del camino, pero tieso como una garrocha.
   La noticia debió correr por los tejados, saltando de corral a corral, propagada también por las nubes de chiquillos, que revoloteaban alrededor de Colliure y de repente alzaban el vuelo como una manada de jilgueros, deteniéndose aquí y allá, expandiendo sus alegres trinos a lo largo de todas las calles, de modo que, conforme iban avanzando los protagonistas de la refriega, se iban abriendo las puertas ante ellos, evacuando mujeres que aparecían secándose aún las manos con un trapo de cocina, hombres bien fajados y con las mangas de la camisa arremangadas, viejas esgrimiendo agujas de hacer calceta y arrapiezos restregándose los mocos en las faldas maternas. Todos fueron testigos silenciosos de aquel desaguisado que, de seguro, no iba a producir el resultado previsto por sus urdidores, quienes, por añadidura, quedaron ante el pueblo cual digan dueñas. Visto lo visto, se iban retirando al interior de sus hogares, cerrando suavemente la puerta de los mismos, sin intercambiar el menor comentario con sus vecinos.
   Germán estaba ya en el seminario, aunque, de haberse encontrado allí, tampoco hubiera intervenido, pues habría resultado harto cómico verlo entrar en el pueblo con sus característicos pasos cortos y rápidos como si anduviera a saltitos. Julio también se encontraba ausente, estudiando en Valencia para maestro. Tampoco es probable que él se hubiera inmiscuido, pues siempre guardó sus distancias respecto a sus turbulentos hermanos. Finalmente Juan debía ser también excluido a causa de su juventud. Las relaciones de Consuelo con sus primas hermanas dobles Concha, la mayor, Josefa y Patrocinio Mayorino Torres, siempre fueron excelentes, por lo que, conocido el suceso, se precipitaron en ponerse de su parte.  
   En cualquier caso, Luis y José María, magullados y corridos, encendidas las entrañas con el combustible de su mala hiel, juraron que no cejarían en su empeño hasta verse vengados de Colliure, aunque para ello tuvieran que esperar toda una vida. A cada puerco le viene su San Martín, farfulló Luis mientras su familiar adlátere le aplicaba ungüento a las cárdenas ojeras, antes de hacer lo propio con él.  








                                                                    XV


   Al día siguiente, el Ejército entró en Sajará. Varias compañías de caballería e infantería llegaron por la puerta de Valencia, procedentes del cuartel San Juan de Ribera-Alameda, y ocuparon la ciudad, decretando enseguida el toque de queda y empleándose inmediatamente, a fondo, en una cruda represión, sin derramamiento de sangre pero con cuantiosas detenciones. Habían sido requeridas estas tropas por el alcalde, que ya no era don Mariano sino el conservador don Rodrigo Lazaga, y había tomado la determinación de hacerlo porque la situación se le estaba escapando de las manos a la guardia municipal, a la civil y a él mismo. Así fue cauterizado, provisionalmente, un movimiento revolucionario que había afectado a todo el Estado, si bien tuvo especial virulencia en el Este, Cataluña y Valencia; en Sajará, además, complicado con un agudo brote anticlerical de tales proporciones que el alcalde se vio en la obligación de aconsejar al clero que abandonara la ciudad hasta que remitieran las pasiones, y cuyo comienzo nominal hay que situarlo unos meses atrás, el 20 de julio de 1917, cuando se declaró una huelga general revolucionaria, encauzada por las organizaciones sindicales CNT y UGT y apoyada por el PSOE, aunque el malestar venía de más lejos, por supuesto.
   En efecto, la sociedad se había estirado como una goma. Los de arriba, habían ido mucho más arriba; los de abajo, bastante más abajo. El tejido social estaba demasiado tenso. El precio de los productos de primera necesidad no cejaba en su aumento, poniendo en serias dificultades a los más humildes, mientras los hijos de las clases altas se esmeraban en sus lecciones de piano, se desplazaban en automóvil, sorteando y cubriendo de polvo a los carreteros, y efectuaban viajes de estudios y de placer por el extranjero.
   En otro orden de cosas, el rey seguía favoreciendo a ciertos militares que, no sólo no resolvían la pungente guerra de Marruecos, profundamente impopular entre las masas, pues eran ellas las que proporcionaban la carne de cañón en un conflicto que veían como perfectamente inútil, en todo caso para ellas, sino que la agravaban con sus delirios de grandeza post-imperiales, avivados con la leña de las frustraciones que se trajeron de Cuba y Filipinas, especialmente a uno, el general Fernández Silvestre, otro que también tenía el nombre bien puesto, quien, por su mala cabeza, acabó provocando el supino desastre de Annual y pegándose luego un tiro, preventivo de males mayores, en la misma. Todo ello visto desde arriba y con un patente mohín de desprecio, de orgullo de clase, en el mejor de los casos con indiferencia, especialmente por cuanto se refiere a la guerra de África, pues en aquellos tiempos estaba permitido comprar a un hombre que aceptara dejarse partir el alma en lugar de la de uno, y durante aquellas calendas e inmediatamente después hubo en tierra marroquí algo más que almas partidas, por una opulenta, siempre expansiva y egoísta clase alta, que se negaba en redondo a aumentar los salarios, a soltar un poco de lastre para que el grueso de la nación pudiera al menos seguir existiendo.
   Unos meses antes, el 11 de junio, don Niceto Alcalá Zamora había publicado en Madrid un artículo con esta profecía: “Las primeras escenas de la revolución, cuyo comienzo estará ciego el que no lo vea, son todavía pacíficas. No podrá asegurarse lo mismo cuando, llenos de pasión y no exhaustos de dinero, luchen los dos bandos en torno a pendones facciosos, banderas mercantes, pabellones extranjeros, emblemas de disgregación e insignias sediciosas.”
   Colliure estuvo una semana sin poder salir de Sajará, pues para pasar los controles se necesitaba un permiso especial. Sin el cual, trasladarse a Riera era particularmente complicado, pues las tropas habían establecido su cuartel general junto al azud, cerca del puente, cuya entrada vigilaban con particular celo.
   La casa solariega de los Colliure estaba situada en una plazuela recoleta, llamada de los Molinos, a un tiro de piedra del Convento. En la parte norte de la misma no había más que un muro de adobe, alto y espeso, tras el cual corría la acequia mayor. A continuación, comenzaban los secaderos que rodeaban la mansión de uno de los grandes terratenientes de la localidad, casi tan severa e imponente como la propia iglesia de enfrente. Entre el paño de muro y un compacto edificio rectangular que ocupaba toda la manzana, residencia de otro latifundista sajarano, existía un pasaje sin pavimentar que bajaba hasta la puerta del lavadero municipal, por cuyos pilares trepaban, tortuosas como tentaciones, sendas parras que daban una tupida sombra al ya de por sí oscuro patio de la casa del guarda que regentaba aquella suerte de “hammam” donde, en el verano, los niños se bañaban junto a las mujeres que hacían la colada. Ése era el único tráfago que solía transitar por la replaceta, criadas cargadas con grandes cestos de ropa y, durante los meses de calor, enjambres de chiquillos quienes, pagando unos céntimos, podían pasarse la tarde chapoteando en el agua.
   Aquel día, en cambio, llegaba hasta aquella discreta copela el fragor de una multitud irritada. Se había congregado frente a la cárcel, sita pared con pared a la mano siniestra del convento.
   Colliure imaginó lo que estaba ocurriendo, por lo que se dispuso a salir. Su madre trató de impedírselo, pero él la tranquilizó asegurándole que no iba a exponerse.
   Al llegar ante la taberna nombrada “Casa del pozo,” se encontró con un amigo suyo, Rafael Albert, quien, como él, había sido atraído por el bullicio y contemplaba, fascinado, la algarada. La muchedumbre reclamaba la liberación inmediata de los presos detenidos el día anterior. Los soldados escuchaban el aluvión de gritos subversivos contra el gobierno, contra el capital, contra el rey y, ni qué decir tiene, contra la vecina iglesia, enfurruñados y silenciosos. De repente, el suboficial que mandaba la guardia surgió del interior de la prisión y ordenó cargar las armas, lo que fue ejecutado con un único chasquido seco.
   Sobrevino un tenso silencio, pero nadie se movió del sitio.
   -¿Tú crees que obedecerán la orden de disparar? –inquirió Rafael Albert, inquieto.-
   -Si se les da, sí. Lo harán. Vienen de la otra punta del país, como a nosotros se nos envía a sus pueblos y ciudades. Saben que ni sus padres ni sus hermanos se encuentran entre la multitud. Por el contrario, si no lo hicieran, se enfrentarían a un consejo de guerra.
   El estrépito provocado por los cascos de numerosos caballos tableteando sobre el empedrado le cortó la palabra a Colliure. Un refuerzo de caballería acudía al galope. Mientras las pezuñas golpeaban la tierra, más allá de las espaldas del templo, habían avanzado sin ser oídos, pero en cuanto subieron sobre el pavimento propalaron un rumor como el de muchas aguas huyendo entre las piedras.
   La tropilla irrumpió sin miramientos en la explanada, colocándose en semicírculo, protegiendo la entrada de la prisión. El oficial al mando intercambió unas palabras con el suboficial de infantería y, acto seguido, ordenó la carga. Los manifestantes comenzaron a desgalgarse de inmediato por las calles adyacentes, hacia el centro de la ciudad, perseguidos por los jinetes y recibiendo, de cuando en cuando, algún espaldarazo asestado con el sable de plano.
   Los dos amigos tomaron la precaución de refugiarse en la “Casa del pozo” desde cuyas ventanas presenciaron la escena.


                                                                      XVI


   A media tarde, el joven Colliure, devorada la pingüe ración de aritmética encomendada por don Eusebio, sajarano académico de rebotica local, no tardó en aburrirse escuchando el tintinear de la lluvia sobre el empedrado de la recóndita placeta. No estaba preparado para la inacción, ni la había experimentado nunca. El pater familias se bastaba y se sobraba para ahuyentar el ocio de aquella casa, dotada de una tupida sarria de actividades con que ocupar a su polifacética mesnada, especialmente a sus hijos varones, en cualquier estación del año. Durante aquella semana, sin embargo, hubo razones de fuerza mayor. No obstante, a pesar del mal tiempo y del estado de sitio de que adolecía aquella otoñal Sajará, Colliure decidió salir.
   Abandonó la ventana y abrió el cajón inferior de la cómoda para extraer una lata de betún, un cepillo y una diminuta espátula. Tomó asiento en la cama e inició la metódica y aplicada tarea de cepillarse concienzudamente el par de zapatos elegido hasta que cada uno de sus componentes quedó como una patena. Luego escogió un buen traje, con chaleco incluido, lo observó a la luz para asegurarse que se encontraba impecable y, ataviado de tal guisa, bajó las escaleras. La madre y las hermanas interrumpieron las labores al verlo. La primera trató de oponerse a aquella innecesaria y un tanto arriesgada salida, pero sus argumentos perdieron fuerza ante el hecho verificable de que José Colliure, padre, había hecho lo propio. Así es que su vástago, prestando oídos sordos a las recriminaciones maternales, recogió su paraguas del correspondiente paragüero y, con una sonrisa imparable, tomó las de Villadiego.
   Las calles se hallaban, en efecto, desiertas y silenciosas. Tan sólo se escuchaba la lluvia, con su chicoleo insustancial, de loca, arreciando contra el pavimento y sobre el paraguas, borboritando por los canalones, chorreando junto al encintado de las aceras.
   Llegado a una de las arterias principales, la calle de la Virgen, pudo percibir, diseminados, algunos transeúntes y, aquí y allá, soldados de a pie y a caballo, con sus plomizas capas cerradas por el cuello.
   Como era sábado, entró en la pastelería Mateu para mercar un merengue y encargar un rascayú para la noche.
   Le faltaban poco más de dos meses para cumplir los dieciocho, así que, desde hacía varios, había decidido frecuentar los casinos. En esa ocasión se decidió por el liberal, el más vasto y monumental de todos ellos, y no la marró. Se trata de una construcción modernista, compuesta de dos piezas con dimensiones de nave catedralicia, frescos en los techos como la Capilla Sixtina, una naya en medio donde se hallan las mesas de billar y, a un lado, junto a la barra, una escalera que llevaba únicamente al bar del último piso, permaneciendo cerradas con llave las puertas situadas en las plantas intermedias, que Colliure había imaginado destinadas a los ritos y demás actividades masónicas.
   Al abrir la doble puerta, también como en las iglesias, le sorprendió que estuviera tan concurrido a una hora relativamente temprana y sobre todo en contraste con las calles casi desiertas. A mano derecha, al fondo, donde se encontraban los grandes bancos acolchados y tapizados de cuero rojo, se hallaba la plana mayor de los partidos dominantes, el liberal y el conservador, incluido en ella su progenitor, sentado junto a don Mariano, también Sanromá, Olegario Casadavant, el alcalde, el comandante de las fuerzas desplegadas en la localidad y, en representación de la iglesia, don Alejandro Perfecto, quien no había abandonado la ciudad pese al encarecido consejo emanado de la más alta autoridad municipal y dirigido a todo el estamento eclesiástico. Ante ellos se había reunido una multitud de oyentes, los más próximos, sentados, los más alejados, de pie; todos ellos fumando. Una comisión del Congreso de los Diputados, el casino español, un parlamento de provincias.
   La discusión estaba siendo tensa y por momentos tomaba proporciones de altercado. Los liberales, por boca de don Mariano, reprochaban al alcalde su apelación a la fuerza militar, cuando el conflicto hubiera podido quedar resuelto con recetas caseras y un poco de diplomacia, en una palabra, mediante el ejercicio del diálogo social, al que aquél se había negado en redondo. Incluso el militar se mostraba renuente, insinuando con palabras veladas que, por supuesto, él cumplía órdenes, mas en su fuero interno parecía albergar dudas respecto a la pertinencia de la intervención del ejército, la cual, con mucha precaución y mediante frases equívocas, vino a calificar de prematura. Los conservadores, por su parte, se lo callaban bien y don Rodrigo Lazaga, el principal increpado, herido tanto por las palabras de unos como por el silencio de los otros, se defendía como gato panza arriba, hablando entre boca de noche, pero dejando caer los términos que dolían. La revolución, la anarquía, el anticlericalismo, el caos, tronaba el alcalde, mientras las espesas volutas de humo recorrían parsimoniosamente el largo camino hasta el ornamentado techo.
   Colliure pidió un café y fue a instalarse en una mesa un tanto apartada de la multitud de los congregados, aunque lo suficientemente cerca como para no perderse una miga de cuanto se decía. El padre, al divisarlo entre la neblina, torció ligeramente el gesto. No parecía tener la menor prisa por ver llegar el momento en que su hijo mayor comenzara a interesarse por la azarosa política. Para acercarse a ella hace falta un carácter más comedido, menos inflamable.
   Sintió que una mano se posaba sobre su hombro. Se volvió. Juan Fábrega hablaba ya a sus dos acompañantes:
   -He aquí al jugador que nos faltaba, el Señor nunca deja de proveer.
   Y luego, girándose hacia Colliure:
  -¿Y qué me dices tú de un “bénédictine” y una buena partida de billar?
   El aludido los abarcó a los tres con una mirada distraída y cogitabunda. Además del mencionado Juan, se encontraban allí Antonio Gállego e Higinio Sabater.
   Colliure no encontraba ningún placer en el juego, cualquiera que fuese su modalidad. Sin embargo, comprendió que a ellos les hacía falta un cuarto jugador.
   -Si el “bénédictine” es auténtico, hace.
   -Doy fe de hijo de notario –intervino Antonio Gállego- de que lo es. Cuando fui a Fécamp, traje una botella idéntica, que todavía conservo, y puedo certificar que el contenido es el mismo.
   -Venga pues, a los tacos.
   Dejaron a los padres de la patria con sus carambolas oratorias y subieron, provistos de sendos cristales conteniendo brillos ambarinos, para otras carambolas y otra retórica. En realidad, la partida que se estaba jugando abajo era la de la alcaldía y, en efecto, unos días más tarde, el alcalde sería cesado sin contemplaciones por el Gobernador. La de arriba, por el contrario, era sólo la del tedio de unos jóvenes a quienes ciertas contingencias superiores a su jurisdicción habían privado de diversiones más consistentes. 
   A Colliure no le gustaba, como queda dicho, ningún juego y el billar no era una excepción. No obstante, observando evolucionar entre el humo a los otros jugadores, meditando sus propias jugadas mientras fumaba parsimoniosamente el puro y daba algún que otro sorbo furtivo a la bénédictine, notó que la vida era exactamente eso, una partida de billar, o debía serlo. Cuando uno dispara, no basta con dar a la bola, ello no es más que el principio y sin embargo los hay, no en el billar, porque claro, eso ya sería el colmo de la inepcia, sino en la vida, que no ven otra cosa. Dicha bola será a su vez lanzada a una carrera perfectamente previsible en un tapiz sin obstáculos, sin otros obstáculos fuera de los que cuentan, y con cuatro bandas, la cual durará más o menos según el impulso que se le haya comunicado, llevándose por delante cuanto encuentre a su paso. Se trata de crear una dosificada concatenación de movimientos para que, cuando todos se hayan cumplido uno tras otro, llegue la bola casi exhausta pero con la inercia suficiente para dar un suave empuje a su compañera, algo así como un leve toque en el hombro, tras el cual esta última se encaminará silenciosamente hacia el agujero, cual si se tratara del postrer acto de una coreografía o de una ceremonia. Quien no se conduzca así en la vida, no merece ser inscrito en el censo de los hombres. Pero claro, él era joven y ya había lanzado algunas bolas sin calcular la geometría exacta de su trayectoria.
   Más tarde, José Colliure vio, desde lo alto del entresuelo, entrar en el casino a Joaquín Ramón y a Servando Ibarra, los cuales, al oír restallar las bolas en la sala de billar, apenas prestaron atención al porte severo y a los graves discursos de los reunidos en la planta baja, sino que se colaron de rondón en la caja de la escalera con la vana esperanza de poder participar en el juego, pero para entonces Colliure ya le había tomado gusto al mismo y no cedió su plaza, ni los otros tampoco, así que los recién llegados tuvieron que conformarse con el papel de espectadores.
   -El que se levanta tarde, ni oye misa, ni come carne -les espetó Juan Fábrega.
   -Y en tiempo de higos, no hay amigos –confirmó Higinio Sabater.
    Al rato, los seis habían fumado tanto que la sala de billar era una callejuela de Londres por esas mismas fechas, pues la atmósfera hubiera podido cortarse con un cuchillo, como si fuera mantequilla. 
   -Cuando se levante el cerco –dijo de repente Joaquín Ramón, estudiante de medicina en Valencia a quien su padre había puesto un apartamento en la ciudad, para que no tuviera que desplazarse continuamente,- os invito a pasar una noche en mi piso, con objeto de asistir a una función de teatro que os gustará.
   -Eso si todavía está en cartel –repuso Servando Ibarra.
   -Lo estará durante todo el mes.
   -Entretanto, esto es un tedio que puede acabar con los nervios de cualquiera –opinó Higinio Sabater.
   Antonio Gállego, pensativo, dejó el taco sobre el verde tapete con especial cuidado.
   -Tengo una idea –dijo al fin, sintiéndose observado.
   -Veamos –replicó Juan Fábrega- cuál es la brillante idea capaz de convertir una ciudad española de provincias, de tercer orden, tomada además por el Ejército y decretado el toque de queda, en un Folies Bergère.
   -Bueno, yo hablaba de una idea en el dominio de lo posible, no de un milagro.
   Juan Fábrega sonrió, dándose un golpecito con el taco en la palma de la mano izquierda.
   -Se acabaron los hombres que podían decir aquello de: “Si es posible, está hecho, Señora. Si es imposible, se hará.”
   Gállego se encogió de hombros.
   -He aquí mi idea. Que nos vayamos esta misma noche de cabila al puesto de mi padre. Este año las tiradas son buenas, se está matando mucho pato por esa zona.
   -Pero hombre –intervino Pepe,- los militares tienen puestos controles en cada salida de la ciudad y no dejan pasar alma viviente. Menos aún con armas.
   -Yo sé por dónde salir. Y no hace falta llevar armas, porque hay de sobra en la caseta. Os garantizo que en ningún restaurante de Valencia se come estos días mejor que allí, pues mi padre se ha llevado con él a su mejor cocinero.
   -Comer se comerá fenómeno –objetó Joaquín Ramón,- pero he oído decir que se duerme sobre la paja.
   -Con el estómago bien lleno de cosas substanciales, regadas con los mejores caldos, y al calor de la abundante lumbre, te garantizo que se duerme de maravilla en la paja. Que se quiten entonces las camas con baldaquín y las sábanas de Holanda.
   -Dadas las circunstancias, no me parece, después de todo, una mala idea –admitió Juan Fábrega.
   -¿Quién se viene, entonces?
   Los cinco respondieron afirmativamente a la inesperada proposición de Antonio Gállego.








                                                                      XVII


   José Colliure, como es natural, no tenía derecho a albergar la menor esperanza de que el regidor le permitiera poner un pie fuera de la casa una vez decretado el toque de queda. Ni el regidor, desde luego, ni cualquier otro padre. No se le escapaba a Colliure, evidentemente, que la naturaleza del acto que se disponía a perpetrar merecía, sin paliativos, la calificación de grandísima trastada, pero tampoco iba a ser el único de los seis en echarse atrás. Tal posibilidad no podía ni siquiera rozarla con el pensamiento. Así que, tras la sacrosanta cena en común, requirió la ayuda de Joaquín.
   -Ven, que vas a retirar la cuerda –le dijo.
   Joaquín ya sabía a qué se refería su hermano. Cuando éste precisaba salir por la noche sin la debida autorización, antes que el personal de la casa se hubiera retirado a sus respectivos aposentos, recurría a este procedimiento. A la vuelta ya podía utilizar el doble de la llave que había mandado hacer, pues a esas alturas todo el mundo dormía su sueño profundo. Si bien esa noche precisa la vuelta no se produciría.
   Para explicar que había tenido la feliz ocurrencia de irse a las tiradas, mientras Sajará estaba tomada por una fuerza militar, la cual había dictado un bando declarando el toque de queda y prohibiendo severamente la circulación de todo individuo no autorizado por la vía pública, dejó una nota sobre la cama. El regidor se pondrá furioso, eso ni qué decirlo, pero a su vuelta, en cuanto lo vea sano y salvo, se calmará un tanto y al final todo quedará en agua de borrajas. Y si no fuera así, ya pecharía con lo que viniere, pues la aceptación de los otros cinco no le había dejado otra opción.
   Colliure se descalzó ante la flemática mirada de Joaquín, quien ya se conocía todo el proceso, arrimó una mesa al armario, de un salto se subió en ella y de encima de éste, tras varios intentos infructuosos, que le exasperaron un tanto, de buscarla a tientas con la mano extendida, extrajo una cuerda con los nudos ya practicados. Ató un extremo a una viga que corría paralela al techo abuhardillado y luego abrió ventana y postigo. No era muy larga. Bastaba con que le permitiera alcanzar la alta reja de la planta baja. A partir de ahí ya se descendía como por una escalera.
   Antes de guindarse por el hueco oscuro de la ventana, puso una mano sobre la cabeza del impertérrito Joaquín y le revolvió el pelo.
   -Pasa una buena noche –le dijo.
   Joaquín lo consideró con la inalterable seriedad de su mirada.
   La casa que Antonio Gállego le había indicado no caía muy lejos. Tan sólo debía tomar la primera bocacalle, atravesar la segunda y ya podía empezar a fijarse en los números. Por aquella parte de la población los faroles eran escasos, de modo que Colliure se puso a andar a sombra de tejado, rozando los muros de las fachadas, siempre alerta y dispuesto a meterse en cualquier portalada, pegado a los batientes, al menor signo alarmante. Los soldados debían estar, en efecto, patrullando por la ciudad.
   Sólo se oía la lluvia que arreciaba sobre los tejados y borboritaba dentro de los canalones.
   Llegado a la casa en cuestión, hizo sonar con toda discreción la aldaba. La puerta se abrió de inmediato y Colliure se coló de rondón. Dentro aguardaba Antonio Gállego, solo todavía, bajo la luz de una palmatoria.
   -Eres el primero en llegar. Veremos los demás....
   -Los hay que tienen que cruzar toda Sajará para venir hasta aquí.
   José Colliure se acercó a la débil luz y se puso a liar dos pitillos.
   -En esta casa vivieron mis abuelos hasta que murieron –precisó Antonio.
   Colliure se aplicaba en silencio a su tarea. Terminada ésta, alargó uno a su amigo y extrajo del bolsillo un mechero, le dio dos golpes secos, sopló y ofreció fuego. Durante la entera operación había pospuesto todo pensamiento. Ambos se pusieron a fumar junto a la puerta.
   Apenas expulsada la segunda calada, sonó el picaporte. Era Juan Fábrega.
   -¡Dios! Están por todas partes. Varias veces he tenido que tomar itinerarios alternativos. Y en una ocasión me he visto entre dos patrullas que avanzaban la una hacia la otra. Me ha tocado retroceder hasta una reja enorme de la calle Cantarrana, situada en un rincón formado por una casa que sobresale, y encaramarme en todo lo alto. Menos mal que la noche es oscura como tienda de mercader, porque los dos grupos han venido a encontrarse justo debajo de la puñetera reja y precisamente allí han tenido a bien fumarse un cigarrillo, no viendo el momento de separarse hasta que las colillas les han quemado a todos las yemas de los dedos. ¡Condenados chusqueros!
   -Puestas así las cosas, no sé si llegarán todos –repuso Antonio Gállego.
   -Y si vienen –intervino Colliure,- en grupo todavía tendremos menos posibilidades de desplazarnos sin ser descubiertos.
   -Eso déjalo de mi cuenta –lo atajó Antonio, con una seguridad ciertamente intrigante.
   Contra todo pronóstico, antes de que hubieran terminado de fumarse el cigarrillo, los tres restantes estaban allí. Cada uno de ellos, por supuesto, con su aventura que contar.
   -Bueno, hay que tomar el montante –dijo al fin Gállego.- Tenemos una larga caminata por delante.
   Todos esperaban que abriera de nuevo la puerta de la calle, pero Antonio los sorprendió agarrando la palmatoria y echando a andar en la dirección opuesta, hacia dentro de la casa.
   La planta baja de la misma era típica en Sajará, un vasto corredor por donde pasaba el carro con los animales, los cuales luego entraban en la cocina y ganaban el corral y los establos. Ese mismo recorrido hicieron ellos a través de la vivienda muerta y fría. Debajo de la escalera que subía al henil, la temblorosa luz de la vela les descubrió una poterna astillada de puro vieja y medio comida por la carcoma. Antonio extrajo una llave de su bolsillo y la abrió. Acto seguido, atravesó el umbral y se quedó en un rincón, con la palmatoria en alto. Los demás intercambiaron una mirada de estupefacción, pero se apresuraron a seguirle. Sólo pudieron ver unos cuantos peldaños que bajaban en una caja estrecha y oscura como la pez.
   Antonio Gállego aguardó a que pasaran todos y luego cerró de nuevo la puerta con llave. Seguidamente les invitó a iniciar el descenso. Higinio Sabater, quien abría la marcha, apenas podía ver dónde ponía los pies, por lo cual pidió a Antonio que pasara el primero. Había tantos tramos y descansillos como para perder la cuenta. Colliure observó que muchos de esos rellanos poseían aberturas, las cuales daban probablemente a otras escaleras que confluían con aquélla. Se trataba sin duda de una auténtica red que comunicaba Sajará, o más bien ciertas casas de Sajará, con el exterior.
   Al cabo, Antonio echó otra vez mano a la llave para abrir una poterna similar a la primera, la cual daba acceso a una cabaña que contenía diversos aperos de labranza. Por último fue preciso abrir también la puerta de la cabaña y al fin salieron al aire libre. No era difícil adivinar que se encontraban en el espaldar de la muralla. Por allí no había sino huertos tapiados, por lo cual no le sorprendió que Antonio abriera, siempre con la misma llave, una última puerta. En este caso una portalada que permitía el paso de un carro.
   -¡Vaya con la casa de los yayos! Está claro que esa salida fue construida con la propia muralla –ponderó Juan Fábrega.
   -Datará, por lo menos, del tiempo de los moros –añadió, entusiasmado, Joaquín Ramón.
   -Sin duda. Mis antepasados la utilizaban para introducir productos sin tener que pagar en el fielato. Ahora, anda que andarás, porque todavía nos quedan varias horas de caminata. Eso si no nos equivocamos, con lo oscura que está la noche.
   Echaron pues a andar surcando una negrura sin matices. Hacía falta que ese entorno estuviera integrado al paisaje interior de sus conciencias, escenario de sueños certeros, para poder avanzar a través de él sin ver siquiera dónde se ponen los pies. El sonido efectuado por la lluvia al caer indicó, durante un buen rato, que caminaban entre naranjos. Luego, una abrumadora sensación de vacío, al caer de golpe sobre ellos, les demostró que avanzaban ya entre los arrozales, llenos sólo de agua en esa época del año.
   Tras una hora de marcha, llegaron a la colina de los santos Abdón y Senent, donde se detuvieron a descansar un momento al abrigo del porche. En silencio, para no alarmar al guarda de la ermita.
   Aún les fue preciso caminar durante una hora y media más, hasta que el baqueano guía que se había revelado en la persona de Antonio Gállego acabó por conducirles, sin la menor vacilación, ante la puerta de una casa de campo que poseía la familia, situada en medio de una considerable extensión de terreno, también de su propiedad.
   Un denso silencio de despoblado profundo sólo era roto por la lluvia azotando la parra y el tejado.
   -¿Tienes llave? –inquirió Higinio Sabater.
   -No.
   -¿Qué hacemos ahora? –quiso saber, algo inquieto, Servando Ibarra.- No irás a llamar y despertar a todo el mundo.
   -En estos sitios y ocasiones –repuso Antonio con voz serena- siempre hay alguien que no duerme.
   Diciendo esto, desgalgó un par de veces la aldaba, con una autoridad casi blasfematoria, dadas las circunstancias.
   -Aguardaremos un poco antes de volver a llamar.
   No fue necesario esperar mucho. Unos pasos leves prologaron la apertura de un portillo, en cuyo vano apareció la figura del cocinero con un candil en la mano.
   -¡Ah, eres tú! ¿Cómo diablos habéis podido salir de Sajará? He oído decir que han decretado el toque de queda. A tu padre no le va a gustar que hayas tomado ese riesgo.
   -Descuida. Mi padre no quedará muy sorprendido al verme aquí.
   Pasaron a un zaguán oscuro como boca de lobo. Y de allí a una vasta pieza en penumbra, poblada de cuadros y muebles antiguos. Por una puerta situada a mano derecha penetraba un resplandor de llama bien nutrida. Enseguida comprobaron que se trataba del acceso a la cocina donde, en efecto, ardía un buen fuego en una vasta chimenea rústica.
   Los seis se desembarazaron rápidamente de sus impermeables y acudieron a secarse. No tardó en emerger de sus ropas un vapor ondulante, que los asemejaba a muñecos de falla a punto de arder en una fogosa pira.
   Hecho lo cual, Antonio preguntó por lo que más le interesaba.
   -¿Queda algo de comer?
   -Por supuesto. Aquí el condumio nunca falta. Venid y echaremos un vistazo a la botillería.
   Pascual, el cocinero, fue levantando las tapas de diversos pucheros de barro, a medida que iba nombrando los contenidos.
   -All i pebre, guiso de cordero, de ternera, arroz caldoso con polla de agua. Y allá –señaló un caldero cubierto con papel de periódico- paella con pato. Todo está caliente excepto esto último, pero el horno está todavía encendido....
   -Perfecto. Coged una escudilla y que cada uno se sirva de lo que le dé la gana. –Decir tal y hacer él mismo la salva fue uno.
   Unos instantes más tarde se hallaban los seis sentados ante la maciza mesa de la cocina, comiendo como un sabañón. La prolongada marcha bajo la lluvia les había abierto, de par en par, un apetito feroz. Poco o mucho, todos ellos probaron el conjunto de los platos que se encontraban a su disposición, en cantidades industriales. La bota, con un vino nada corriente en su panza, corría de mano en mano sin detenerse apenas el tiempo necesario, ya que, además del calor proveniente del exterior, necesitaban otro que saliera a su encuentro desde el interior.
   -Bebedlo a vuestra salud –exclamó, festivo, el cocinero- pues lo que dicen ser la leche de los viejos no puede dañar, con moderación, jóvenes estómagos.
   -El agua para los bueyes y el vino para los reyes –abundó con toda la boca Juan Fábrega.
   Concluido el ágape, Pascual puso a cantar la cafetera y sacó una botella de coñac francés, así como toda suerte de pastas y dulces.
   No obstante, tras tomar dos o tres copas, por mucho café que absorbieran, los párpados empezaron a pesarles como si estuvieran lastrados con varios kilos de plomo.
   -¿Dónde podemos dormir, Pascual?
   -Lo más prudente es que esparzáis paja alrededor de la chimenea y os tumbéis ahí. Mañana, con la luz del día, ya veremos si queda alguna habitación libre. Venid conmigo.
   Salieron de la casa y en un cobertizo encontraron una verdadera montaña de paja. Cada uno fue abriendo los brazos para coger la mayor cantidad que pudo y de este modo cubrieron la superficie anterior al lar con un mullido colchón dorado, sobre el cual se dejaron caer de inmediato, así como venían.
   Aún no habían terminado de acomodarse, cuando el tintineo de una risa femenina los espabiló de golpe. Dos muchachas bien parecidas, ligeras de ropa, irrumpieron festivamente, como un aguacero de verano, en la cocina. Pidieron café a Pascual y, cuando descubrieron el racimo de mozos que yacía junto al fuego, rieron todavía más. Pero bebieron el café con un par de sorbos y desaparecieron enseguida por la escalera.
   -Son putas –susurró Antonio.- Siempre se las traen de Valencia para las tiradas.
   Antonio tenía razón, nunca Colliure había dormido mejor que sobre aquella paja seca, junto a las piedras del lar, donde un abundante fuego ejecutaba sin descanso su danza de derviche. La noche fue, sin embargo, corta, si bien saturada de un sueño denso.
   Todavía faltarían un par de horas para el amanecer, la cocina se llenó de botas y de ruido. Enseguida comenzó a silbar la cafetera como un incensario descarado.
   Colliure entreabrió las rendijas de los ojos y, entre una multitud variopinta de hombres vestidos de campo, distinguió al padre de Antonio Gállego hablando con Pascual. Éste le señalaba la hecatombe de pimpollos que yacía junto a la chimenea. No pareció divertirle mucho la visión a aquél pues su rostro compuso una mueca de disgusto. Antonio, entretanto, dormía con los puños cerrados, emitiendo, de vez en cuando, un leve ronquido. El padre, sin agacharse, le apoyó la bota sobre el hombro y lo despertó.
   -¡Venga! Si habéis venido aquí es para cazar, no para andarse a la flor del berro. ¡Arriba!
   Los seis se levantaron como si el día anterior hubieran librado la batalla de Salamina.
   Antes del café y las pastas, los cazadores no tuvieron el menor inconveniente en emprenderla con los pucheros de los guisos, los cuales quedaron pasmados y temblando tras el paso de la voraz tropa, buenos para pasar al fregadero.
   Antonio condujo a sus amigos ante un armario empotrado donde reposaba una nutrida colección de escopetas. Seguidamente, en una alacena, hicieron acopio de munición.
   Al salir de la casa, se encontraron los seis con el cuerpo envuelto en cartucheras y una bruñida arma entre las manos. Había dejado de llover, pero no se veía ni una sola estrella.
   Se hicieron tres partidas dirigidas por caporales toscos y curtidos, si bien integradas por individuos que no hacían más que intercambiar el don Fulano de tal y el don Zutano de más cual y el de señor de esto y de lo otro.
   -Hay diputados a Cortes –susurró Antonio,- senadores, militares de rango, médicos y abogados de la más alta reputación, así como la mayor parte de los terratenientes del lugar, por supuesto. Y personajes más encumbrados aún se han visto por aquí.
   En eso llegaron los perros, resollando pero sin ladrar, sueltos, bien adiestrados, obedeciendo como un cadáver a la voz de su amo, y la marcha pudo iniciarse. Las tres partidas se separaron y cada una de ellas fue menguando conforme pasaban ante cobertizos bajos con techo de paja. Finalmente, los que quedaban, subieron en barcas, las cuales los iban dejando, de dos en dos, en unos toneles recubiertos por una capa de pez, medio hundidos en el agua. Colliure y Gállego se introdujeron en uno de ellos, cargaron sus escopetas y se sentaron en el fondo. Era todavía noche cerrada.
   -¿Hasta cuándo vamos a estar aquí metidos?
   -Hasta mediodía, más o menos –repuso Antonio.
   Al rayar el alba se oyeron los primeros disparos. Ambos se incorporaron dentro del tonel y comenzaron a otear el horizonte, asomando la mínima porción de cabeza.
   Una leve brisa levantaba diminutas ondas en el agua del arrozal que batían los costillares de la cuba y mecía con un rumor sordo los cañaverales de las acequias. La serenidad del campo se dilataba hasta tomar proporciones inmensas a lo largo de un paisaje escorzado en gris.
   De repente, dos ánades que parecían surgidos de ninguna parte cruzaron ante ellos, de derecha a izquierda. Colliure se echó la culata a la cara y apuntó ligeramente delante de uno de ellos. Antonio, que había reaccionado con idéntica presteza, hizo otro tanto. Ambos disparos salieron al unísono. Ya iba a apretar el segundo gatillo, cuando vio que era innecesario. Las dos aves rodaban inermes, con las alas abiertas, al encuentro del agua. Los perros salieron de su escondite y se echaron a nadar, atrapándolas con sus fauces.
   -¡Ya nos hemos pagado el escote! –exclamó, jubiloso, Antonio.
   No obstante, la suerte quiso que contribuyeran con muchas más piezas. Hubo un momento, hacia las nueve de la mañana, en que nutridas bandadas, de por lo menos una docena de individuos, no se dieron de vagar. Luego vino la calma y a las doce Colliure estaba ya algo aburrido, sentado en el fondo del barril. A esa hora, sin embargo, se oyeron silbidos y voces. La caza había concluido por ese día. Antonio señaló la barca que ya venía a por ellos.
   Por toda la planta baja había mesas puestas. En el salón no solamente se presentaba la monumental mesa de caoba, conjuntada con los demás muebles, sino que, puestas en paralelo a la misma, se extendían, de punta a punta de la pieza, varias mesas plegables. La de la cocina era para la servidumbre, que debía comer cuando no era requerida, es decir, a bocados sueltos. La vajilla y los cubiertos eran rústicos para todos, señores y lacayos, pero no de mala calidad y los vinos de las mejores cosechas. Pronto los humeantes pucheros de barro cocido invadieron los tableros cubiertos por manteles. Los comensales, sin aguardar la menor formalidad, comenzaron a servirse con desmesurados cucharones de madera, en medio de un gran bullicio y la mayor confusión.
   La cabecera de la mesa principal fue ocupada por un curioso personaje. Poseía un rostro atildado y enteco, no desprovisto de cierta distinción. Su fisonomía, sin embargo, presentaba una disimetría tan marcada que saltaba de inmediato a la vista. Su hombro izquierdo era más bien enclenque, por no decir raquítico, mientras que el derecho poseía una envergadura hercúlea, formidable, francamente desproporcionada. Colliure oyó a alguien referirse a él con el título de marqués de algo, desempeñando una función de la más alta responsabilidad en la administración del Estado.
   Joaquín Ramón, el estudiante de medicina, comentó en voz baja:
   -He aquí a un furioso onanista.
   Los seis estallaron en una estruendosa carcajada que, por fortuna, no fue percibida, dado el pandemónium que se había desliado en el salón.
   El marqués debió ser el único en no servirse él mismo. Lo sirvió personalmente el anfitrión, dispuesto a bailarle el agua delante.   
   Colliure miraba a su alrededor y no salía de su asombro. Jamás hubiera podido imaginar que el ser humano fuera capaz de engullir tanto de una sola sentada. Los condes y marqueses y los diputados y los miembros del estamento militar y de la abogacía y del ilustre colegio de médicos, mascaban todos a dos carrillos con una prodigiosa actividad y eficacia, empujando las carnes y los pescados mediante grandes pedazos de pan, con los cuales habían rebañado previamente las salsas. Luego, deteniendo un instante el endiablado ritmo de las mandíbulas, hacían bajar la masa ingurgitada con generosos tragos de vino, y vuelta a empezar sin pérdida de tiempo, bebiendo todos, por consiguiente, más que un saludador. Tras un guiso pasaban a otro, ansiosos por no dejar de probar ninguno, puesto que al día siguiente ya no se repetirían.  
   El pantagruélico festín duró varias horas, bien empleadas y sin desperdicio para la mayoría de los invitados. Sólo a las cuatro de la tarde se sirvió el café, el bizcocho, las pastas y los licores. A las seis de la tarde, cuando los rezagados terminaron de aforrarse, se levantaron los manteles y a las ocho se ponían de nuevo para la cena.
   De las hetairas no se veía ni rastro. Pero a la caída de la tarde llegó una tartana cargada de ellas y de más vituallas. No obstante, el padre de Antonio Gállego, en un breve aunque sabroso aparte, les previno:
   -A las mujeres ni tocarlas. Son para los condes, marqueses y demás ralea.
   Visto lo visto, aquello se le antojó a Colliure romería de cerca, mucho vino y poca cera. Una válvula de escape, una saturnal en regla para aquellos que han arrendado de por vida los primeros bancos de las iglesias de Sajará.
   También esa noche debieron dormirla en la paja, ante la chimenea vomitando fuego. Pero no se quejaron.
   Con semejante tenor transcurrieron tres días. Al cabo de los cuales, Juan Fábrega declaró:
   -Yo no sé vosotros, pero yo comienzo a basquear y me vuelvo ahora mismo a Sajará. Porque si hago una comida más aquí, me pongo enfermo para la extrema unción.
   Los otros cinco dieron unánimemente su conformidad respecto a tal punto. Sin embargo, ese día se había levantado una niebla que podía cortarse a rebanadas con un cuchillo y, dado que la tarde se hallaba bien entrada, no parecía nada probable que se levantara. Antonio Gállego los tranquilizó. ¿Cómo no iba a encontrar el camino de regreso a Sajará, con niebla o sin ella? Si desde que era un niño de teta no había dejado de venir prácticamente todas las semanas. ¿Acaso no les había conducido con éxito hasta allí durante una noche más oscura que una piscina llena de alquitrán? Pues otro tanto haría con la niebla.
   Convencidos, iniciaron la marcha. Al poco rato se hallaban dentro de un tegumento algodonoso tan denso que era preciso andar pegados los unos a los otros para no perderse de vista. Si caminaban por el centro de la carretera, no veían los bordes. Así progresaron durante varias horas. Cada vez que llegaban a uno de los pequeños puentes sobre la acequia, construidos para dar acceso a un campo, Antonio se detenía para tratar de identificarlo. Al cabo, le fue preciso reconocer que se hallaba completamente perdido. El caso es que habían caminado por espacio de no menos de cuatro horas y podían encontrarse quién sabe dónde, muy lejos en medio de una inmensidad invisible, cubierta de varios palmos de agua, que sólo surcaban a su sabor las ratas. Fuera del camino, probablemente no encontrarían un solo sitio seco para dormir, en caso de tener que pasar la noche en ese báratro dantesco. Antonio, indeciso, les hizo cambiar de dirección tantas veces que, al final, no pudo sino confesar que lo mismo podían hallarse, a esas alturas, en las marismas del Guadalquivir o en los pantanos palúdicos de Nueva Orleáns. A todo eso, la tarde tocaba a su fin y la oscuridad nocturna corría a grandes zancadas.
   -A algún sitio tendremos que llegar tarde o temprano –dijo, un tanto exasperado.
   -No, si acaso estamos dando vueltas en círculo. Los caminos se entrecruzan con harta frecuencia. Todos ellos están entrelazados. Sin poder divisar la colina de los santos, la marjal de Sajará es un laberinto del diablo.
   -Higinio tiene razón –admitió Servando Ibarra.- Por este puente parece que ya hemos pasado.
   Antonio se acercó al mismo para inspeccionarlo.
   -Vaya que si hemos pasado –exclamó.- Es el que tiene un ladrillo despegado junto al año de construcción.
   -¿Hace mucho?
   -Una hora, más o menos. Tal vez hora y media.
   Desalentados, se sentaron los seis en el pretil.
   Aquello tenía algo semejante a cuando uno se sumerge en las aguas turbias de un río, donde un monstruo antediluviano, serpiente o pez prehistórico, podría surgir de repente, a sólo unos cuantos centímetros del rostro, abrir unas fauces gigantescas de escualo y devorar a un hombre de un solo bocado. No hay miedo más atroz y espeluznante que el provocado por lo invisible.
   La escasez de luz solar incrementaba por momentos el tinte siniestro de la situación.
   Súbitamente, les sobresaltó el aullido de un perro. Había sonado tan cerca que parecía haber surgido de debajo del puente. Antonio se levantó como accionado por un resorte.
   -Parece que viene de ahí.
   Los demás le siguieron. Apenas anduvieron unos cuantos pasos, una voluminosa sombra, semejante a la de un navío con las velas desplegadas, pugnaba por emerger de la bruma casi opaca ya. Antonio corrió hacia ella. Lo perdieron de vista. Luego lo escucharon reír a carcajadas, como si se hubiera vuelto loco a causa de una visión aterradora.
   -Son las casas que están al pie de la colina de los santos –gritó.- Estamos salvados.
   En efecto, avanzaron sólo un poco más y ante ellos emergió la primera barraca, situada sobre una somera loma, a la derecha de la carretera.
   -A partir de aquí, me comprometo a llevaros, en menos de una hora, ante las murallas de Sajará.  
   -Sí, ponte ahora en toldo y en peana –comentó, zumbón, Juan Fábrega.- Pero como no hubiera venido el perro a sacarnos el pie del lodo....
                                                                   








                                                                XVIII


   Levantado al fin el estado de sitio que había tenido atenazada a Sajará durante una semana,  y al tiempo que las últimas tropas salían por la puerta de Valencia, Colliure pudo al fin desplazarse hasta Riera. Al llegar allí se encontró con que su situación había cambiado para bien. Parece ser que la mañana siguiente a la noche de la emboscada, cuando el pueblo entero se había hecho callos en el paladar de tanto hablar del asunto, Consuelo decidió agarrar el toro por los cuernos y, encarándose con su padre, le instó a que tuviera de inmediato una conversación con su primo hermano Juan para que éste, a su vez, la mantuviera con sus hijos, de modo y manera que los voluntariosos primos dobles dejaran, de una vez por todas, de meter las narices donde no les llamaban y de tomar vela en un entierro cuyo muerto no les incumbía en absoluto, por enmarañados que estuvieran sus lazos familiares. Luis Mayorino así lo hizo y aquí hubo paz y allá gloria. Se alegró, con ello, Colliure pues, pensó, quien da la enfermedad, pone también el remedio. Al propio tiempo, con este audaz golpe de timón, dio comienzo oficialmente el noviazgo entre José Colliure Santamaría y Consuelo Mayorino Torres.
   Oyendo el relato de los acontecimientos que le hizo Consuelo, mientras paseaban por la ribera del Júcar, Colliure llegó a la conclusión de que no se había equivocado, ella era la mujer de carácter que a él le convenía. Además, poseía esa belleza alba y marmórea que por aquel entonces era tan apreciada, la cual andaba muy lejos de desbaratar el contraste con su propio cutis, ya que, irónicamente, se le apodaba “el blanco de La Closa”, en alusión a la finca cuya procuración ostentaba la familia.
   Así que, enfundado en un traje cortado a la medida, con el andar hético de un gallo de pelea, algo bisoño pero ya sin rival en la cancha, y llevando del brazo a Consuelo, se dejó ver por medio pueblo entrando por primera vez en casa de su prometida.
   Más le hubiera valido hacer gala de una pizca de prudencia, pues la admiración del pueblo, y no sólo el de Riera, resulta ser, con diferencia, la cosa más peligrosa que haya existido en el mundo, pues tiene como reverso el odio, la más perversa de las especies del encono y la aversión, la cual el hombre avisado debe temer como a la peste. Pero no pasando bruscamente de lo primero a lo segundo, sino poco a poco, a fuego lento. Porque el pueblo gusta de beber ambas copas hasta las heces. Sin embargo, la prudencia y la moderación no casaban en absoluto con el carácter de Colliure.
   Los futuros suegros lo recibieron con la mejor loza para el café y unos pastelillos de boniato. En ese punto, José Colliure conoció a su madre política, Consuelo, pues al padre de su prometida, Luis Mayorino, ya lo había conocido el día en que puso por primera vez los pies en Riera; ella era una mujer sencilla, afable, humilde, que llegaría a ser centenaria y fue el origen, o tal vez el primer retazo conocido, de una veta de bondad impoluta, impecable, que desciende, enroscándose en el tronco familiar, apareciendo aquí y allá y desapareciendo de nuevo y que no es Mayorino, sino Torres.
   La euforia dio de sí hasta que salió de la población y se puso a contemplar el agua verde del Júcar, mientras avanzaba con andar cansino a lo largo de la mota. El pasaje que acababa de interpretar contenía más bemoles de los que en principio había imaginado. Se trataba de un acto tan decisivo en la vida de un hombre como nacer o morir, no en balde la Iglesia le dedica, al igual que a los dos anteriores, un sacramento. Acababa de comprometerse, sine die, con una mujer, aceptando tener con ella y sólo con ella todos y cada uno de sus hijos. Lo que equivale a decir que una rama de los Colliure habría de entrar en ese odre mágico, para surgir después embebida con algunas de sus características, con esas órdenes secretas que determinan el carácter y la morfología de los vástagos. Comprendió que, por primera vez en su vida, había obrado en un acto, a la par privado y público, de una trascendencia enorme, sin el consentimiento y las directrices del orgulloso y severo José Colliure, padre.
   En efecto, lo más difícil estaba por hacer. Sin embargo, no habría más remedio que seguir adelante con los faroles, pues el propio progenitor le había inculcado, con marchamo indeleble, el precepto de no tener más que una sola palabra, considerando que hay actos que equivalen a palabras y palabras que equivalen a actos.











                                                                
                                                                  XIX


   Hacia el año dieciocho, José Colliure había delegado los asuntos corrientes que atañían al ámbito de Sajará, incluida la periódica expedición a Salamanca en busca de toros para revenderlos después a lo largo y ancho de la comarca, en las manos de sus tres hijos varones, mientras que él efectuaba frecuentes viajes a Valencia, por asuntos de negocios entreverados con la política, en el transcurso de los cuales trabó relaciones valiosísimas que le abrieron horizontes nuevos. Como consecuencia de todo ello, el patrimonio familiar crecía en proporción geométrica. Colliure se reveló uno de esos genios innatos para el trato y el negocio. La cualidad esencial que lo asistía era una visión extraordinariamente lúcida del entero proceso de las transacciones a las que tenía acceso y de la imbricación que existía entre ellas; su principal auxiliar lo constituía un lenguaje directo y cabal, que casaba a la perfección con su carácter, aunque provisto de un vasto acervo de voces redondas, recogido en los más variados registros, lo que daba a su plática un sabor de cocina casera, respaldada por una inveterada historia nutricia de hombre sentencioso, surgido de una veta profunda, arraigada en las honduras del pueblo, al tiempo que no desprovisto del léxico selecto y de la expresión acendrada, aprendidos en su roce diario con políticos y abogados. Todo ello hacía de él un agradable y famoso conversador. Era, además, un hombre serio y recto, su fisonomía rectangular lo proclamaba a las claras, por lo que su palabra tenía el valor de un bono del Estado.
   Por cuanto se refiere a sus hijos, si bien debían dar cumplida cuenta al pater familias, cada noche, de sus actividades, también es cierto que gozaban, en su ausencia, de un amplio margen de maniobra. Cabe notar, sin embargo, que Joaquín, todavía muy joven, beneficiaba por parte de sus hermanos mayores de unos miramientos que, con toda probabilidad, su progenitor no le hubiera procurado, e incluso en ocasiones era protegido y encubierto por ellos. Daniel, por su parte, comenzaba a ser cada vez más intensamente requerido por sus tías, ante la pasividad de la madre, para que tomara los hábitos. Habida cuenta de su indecisión, se determinó comenzara a hacerse ducho en latines, por si acaso ello tuviera que suplir los primeros años de seminario.
   En la práctica, el peso de los asuntos relativos a Sajará reposaba sobre las espaldas y el buen criterio del primogénito. José Colliure no se cansaba de ponerlo a prueba y el resultado era siempre en extremo halagador, por lo cual iba concibiendo una sincera admiración por las muchas dotes del hijo, que él sabía objetiva, pues era igualmente consciente de su propio buen juicio, producto de su cada vez más dilatada experiencia en la ardua ciencia de especular con la sicología ajena.
   Lógicamente, a la par que dicha admiración y a medida que aumentaba el volumen de su red de contactos, crecían las expectativas con respecto al muchacho. Pero todo ello lo mantenía sepultado, bajo losa de mármol, cerrado con siete sellos en el fondo de su pecho, como solía hacer con todos sus asuntos. Y en ese aspecto, el arcano que más celosamente guardaba, pues no lo había revelado ni siquiera a su mujer, era el referente al enlace matrimonial del pimpollo, que era ya, prácticamente, un asunto cerrado y en aras del cual no había tenido que esforzarse lo más mínimo, puesto que, sin comérselo ni bebérselo, le vino a caer entre las manos uno de los mejores partidos de Sajará.
   De todos modos, no eran tiempos aquellos para hablar, no todavía, ni siquiera para pensar, de casorios los que se avecinaban, sino más bien para reparar en la fragilidad humana, hundirse en el pozo sin fondo de la meditación sobre el memento mori y la rueda de la Fortuna, en la que no siempre toca premio, pues tiene también sus casillas negras y sus casillas grises, donde impera la desolación.
   Cuando los cortejos funerarios comenzaron a no darse de vagar los unos a los otros, la gente principió a sospechar que algún efluvio maligno flotaba en el aire estancado, sobre la valetudinaria acrópolis de la ciénaga. Día hubo en que todas las iglesias de Sajará enviaron uno o varios emisarios a las tierras de más allá del Leteo y las campanas, tocando al unísono a muerto desde los cuatro extremos de la urbe, propalaron por las calles un estremecimiento helado y siniestro que, al extinguirse, resbalaba con la humedad permanente, se filtraba entre las grietas del pavimento y calaba hasta las viejas raíces del poblado prehistórico.
   Los diarios nacionales comenzaron a hablar de epidemia de gripe. Razón por la cual recibió el nombre de gripe española, pues los periódicos del resto de Europa, a la sazón en guerra, la silenciaban por temor a sembrar el pánico en el frente, entre unos ejércitos que se hacinaban en las trincheras, sobrellevando unas condiciones higiénicas deplorables. Mas con heraldo o sin él, llegó a hacer un número de víctimas mayor que la propia actividad bélica.
   Durante el apogeo de tal vendimia de vidas, la gente de Sajará permanecía recluida en sus casas y sólo salía lo preciso. Las mujeres más ancianas contaban junto al fuego cómo, en tiempos antiguos, cuando se producían epidemias de cólera, no fueron pocos los que, con las prisas, con el miedo al contagio y a la propagación, se los enterró vivos. Y que, más tarde, con ocasión de la exhumación del cadáver, aparecían arañándose el rostro.
   En el gineceo de la casa de los Molinos sólo se admitía a las tías Santamaría. El murmullo que se escapaba de él, tras las puertas cerradas, ocasionado por el rezo de los rosarios, era como un dragón Uróboros que se mordía la cola. Incluso se dejó de asistir a los oficios por miedo al contagio. Cada vez que las dos cenaaoscuras llegaban, inmediatamente se ponían a hacer la relación de las personas conocidas que, durante el intervalo con su anterior visita, habían pasado a mejor vida.
   -¡Dios nos pille confesados! –Exclamaba Remedios, mientras hacía la señal de la cruz- El hombre de nuestros días pretende trastocar el orden divino. Pero el Señor, como castigo, nos envía guerras, revoluciones, epidemias, para hacer tabla rasa, porque ha desechado esta humanidad como inútil y quiere empezar todo de cero. Eso que pasa en Europa, es ya la batalla del Armagedón. Pronto llegará la Bestia de los diez cuernos y siete cabezas, para engullir a los que queden. Y el Anticristo, que hará descender el fuego del cielo sobre la tierra.  Entonces Dios reunirá a siete ángeles y les dirá: “Id y derramad sobre la tierra los siete cálices de la cólera de Dios.” Y allí será el llanto y el crujir de dientes. Los cadáveres serán  arrumados en carretas para conducirlos de prisa al cementerio, como en los tiempos del cólera, y enterrados sin miramientos en fosas comunes.
   Su semblante refulgía con la aureola de una alegría brutal, la de aquél que, habiendo sido excluido de la felicidad universal, salta y baila de gozo ante el anuncio del fin del mundo. O jugamos todos, o se rompe la baraja, parecía decir. Y como era consciente de que, aunque la dejaran jugar una última partida, ya no le encontraría placer al juego, pues se regocijaba hasta las entrañas de que viniera alguien y rasgara las cartas y las esparciera a los cuatro vientos.
   Pero las señoritas Colliure sólo veían en ella el rostro, terrible, de cada uno de esos siete ángeles que venían a derramar sobre la tierra el cáliz de la cólera de Dios y estaban, las tres, pálidas como la cera, a punto de llorar de puro espanto.
   -¡Pamplinas! –Dijo Teresa, que se había percatado de las caras que ponían sus hijas.- ¿Acaso Sajará es Babilonia? Sajará no será destruida jamás. ¿No veis que en ella se reza a todas horas?
   Remedios, que ya se había puesto tersa y tiesa como la ballena de un corsé, de repente se aturulló y no supo qué responder ante el sofisma de su hermana. La cual, dando dos sonoras palmadas en el aire, con voz clara y perentoria, intimó a sus todavía pasmadas hijas:
   -¡Venga, es la hora de hacer la cena! Que en esta casa hay cuatro hombres como cuatro castillos y comen que se las pelan. Al menos tres de ellos –se corrigió.
   No se lo hicieron repetir las interpeladas y desfilaron raudas como anguilas que se escurren en las sombras.
   Las tías Santamaría, en cambio, no salían de casa hasta que no era noche cerrada. Sólo entonces, furtivas como estantiguas bajo la desolada y esporádica luz de gas, se deslizaban hasta su atalaya de la plaza de la Constitución.
   En Sajará se contaron 343 fallecimientos ligados directamente a la pandemia y 12.174 en la totalidad de su distrito. Por lo que se refiere a la familia Colliure, sólo hubo que lamentar una baja, la de un tío abuelo, Salvador Colliure, que fue de los primeros en caer, antes de que se desencadenara la histeria colectiva.
    Durante dos largos meses, aquella casa, como las otras, se detuvo, dejó de funcionar. Los negocios capitalinos del regidor siguieron su propia inercia, los tratos quedaron en suspenso y las ruedas del molino giraron de vacío, como un reloj sin tiempo que señalar, como una conciencia sin pensamiento que moler, pues todo lo paralizaba el miedo.
   José Colliure, enteco, seco y lleno de fuego como un sarmiento de viña, bajó las escaleras con su mejor traje y los zapatos lustrados.
   -¿Dónde crees que vas? –Lo interpeló la madre.-
   -La mala hierba nunca muere.
   -La mala hierba puede que no, pero mira y verás cuánta buena planta hay a tu alrededor. ¿Correrías el riesgo de contagiar a tus hermanos?
   Colliure clavó sus minerales dardos de brillo negro en los ojos de Teresa, pero ésta le aguantó la mirada y tuvo que ceder. Corrió de nuevo el cerrojo y subió a su habitación para cambiarse de ropa. Hacía más de tres semanas que no tenía noticias de Consuelo. 
   Tamaña reclusión no sobrevino sin producir al menos un efecto benéfico, Colliure leyó profusamente, sin  distracciones, a los autores del noventa y ocho, a Joaquín Costa entre ellos, llegando a la conclusión de que España puede que estuviera, en efecto, enferma, con algunos miembros tomados por la gangrena, pero afortunadamente no muerta, no mientras pulularan, bajo la pátina de polvo y óxido que la cubría, voluntades poderosas, celemines boca abajo en los que arde un fuego inextinguible que desafía a la asfixia, la miseria, la enfermedad y el hambre.




                                                                    




                                                                   XX


   Una de esas radiantes mañanas de mayo en Sajará que poseen más beneficio para el cuerpo y el espíritu que la ingestión de una raspadura de piedra filosofal, José Colliure, vestido como siempre de punta en blanco, se disponía a entrar en el casino la Agricultura, cuando Agustí Bernal le hizo una señal con la mano. Sentado junto a él se encontraba el gaznápiro de Rosendo Palacios de Bobadilla. De hecho, prácticamente todas las mesas de fuera estaban ocupadas, tal era la bonanza que el ínclito Apolo se dignó esparcir aquel día, si no por el orbe sí al menos por la urbe, que es, al fin y al cabo, lo que importa, porque no hay más universo que el que uno ve en un instante preciso. Colliure tomó asiento enfrente de ellos.
      -Rosendo y yo estábamos pensando y comidiendo –como si Rosendo hubiera alguna vez en su vida pensado y mucho menos comedido- que, ahora que ha terminado la guerra, podríamos ir a pasar unas cuantas semanas en París, a ver cómo está todo aquello. ¿Te unes a nosotros?
   -Me uno.
   -Pues no se hable más. El martes salimos los tres para allá.
   Ante el estupor de la familia, el corregidor se mostró de acuerdo con el intempestivo viaje del hijo.
   -Si a los quince años fue a Salamanca a por toros, a los diecinueve bien puede ir a París en viaje de placer.
   -Pero a París....justamente a París....-y ya Teresa no se atrevió a precisar mayormente el motivo de su reticencia.-
   -Pues claro. No se va a ir a Logroño, en viaje de placer. Eso es bueno, que vea el mundo. Dicen que ensancha el espíritu.
   -Bueno, bueno... Tú verás.
   -Además, llevan un buen guía. Ese Agustí Bernal ya ha estado en Londres, Nueva-York y hasta en el propio París en guerra. Se dice que habla el francés y el inglés como el castellano.
   Teresa tampoco se atrevió a replicar que corrían respecto a ese joven leyendas menos bienaventuradas y ejemplares que la mencionada, con muy pocas probabilidades de figurar en ninguna hagiografía.  
   Las hermanas se precipitaron a prepararle el equipaje. Pero él las paró en seco.
   -Una maletita con las cosas imprescindibles.
   Mientras el tren se acercaba a los aledaños de París, Colliure contemplaba el panorama y no le cuadraba todo aquello con la tan traída y llevada fábula de la ciudad de las luces, sino más bien debía ser de las sombras y de las tinieblas en pleno mediodía. Los suburbios le causaron una impresión funesta; como sin duda harían los suburbios de cualquier ciudad del mundo, concedió. Madrid, desde luego, no era mejor, con sus arrumbamientos de chabolas a la entrada. Pero aquí, el cielo gris, bajo, la atmósfera neblinosa, la llovizna constante, parecían empequeñecer más las casas pardas, con techo de negra pizarra y diminuto jardín obrero. Luego, los edificios ferroviarios y los de los barrios periféricos, tiznados y tétricos, recubiertos de carteles publicitarios en piltrafas, aumentaron el malestar que ya traía Colliure consigo, tras una noche en la que había dormido poco y mal, pero sobre todo marcaba aquello un fuerte contraste con la clara Sajará, que semejaba en el recuerdo una fulgurante joya de oro incrustada de zafiros, reposando, serena, en el cuenco de un cáliz.   
   Más allá de la estación de Austerlitz, en cambio, emergió un ámbito nuevo, el París del que le habían hablado, el auténtico mito que circula por el mundo. Del que le habían hablado y también del que no le habían dicho ni una sola palabra, pues de los gramófonos de todos los locales, de las trompetas bien reales que esgrimían músicos profesionales y mendigos de los más diversos orígenes, lenguas y color de piel, surgían sonidos nuevos, inusitados, que llamaban jazz, charlestón, swing, o simplemente música negra. Junto con ellos, pululaban todavía, a lo largo de suntuosas avenidas, soldados de todos los continentes, pero especialmente ingleses y norteamericanos.
   Por si fuera poco, al día siguiente de su llegada, Colliure abrió los postigos pintados de añil de su habitación en Montmartre y se coló en ella, a raudales, un sol espléndido, tibio y nutricio, que había invadido aquella misma mañana la ciudad y campeaba en lo alto de las cúpulas del Sacré-Coeur, cebándose en su albura impoluta de monumental rábida cristiana. Abundante coro de pájaros, músicos también de trinos desconocidos, celebraba el apolíneo advenimiento, tal vez postergado por un prolongado invierno, con un júbilo irrefrenable, desde lo alto de los tejados, o allá abajo, entre el ramaje de los lilos.
   Lo primero que hicieron, sin embargo, los tres visitantes, porque si algo tenían en común era su irrenunciable dandismo, con diversos matices, desde luego, fue encargarse varios trajes a la medida. Cumplido ese requisito obligatorio, para el que ni siquiera necesitaron concertarse sino pedir no más consejo a Agustí en la elección del sastre, ya estaban libres ante la fascinación de un mundo cuyo sortilegio les atraía, con sus cantos de sirena, cual si fuera imán de piedra. 
   Así se abrió ante ellos la primavera parisina, que es una variedad rara de primavera, pero de las más esplendorosas, y les brindó sus profusas gracias. Agustí, el más cultivado, les servía de cicerone durante el día; de Virgilio para descender a través de los vericuetos laberínticos del infierno y purgatorio nocturnos y en cualquier circunstancia de intérprete. Como era también el más opulento, les invitó en alguna ocasión chez Maxim´s y luego los conducía hasta el café La Closerie des Lilas o directamente al cabaret Le Boeuf sur le toit. Allí se cruzaron más de una vez, e incluso conversaron, con otros compatriotas, algunos de los cuales, con el tiempo, se convertirían en grandes celebridades del mundo de las artes y de las letras.
   Los jardines de Luxemburgo, el palacio del Senado, la vecina Sorbona con sus tugurios y restaurantes estudiantiles en las callejuelas adyacentes, el barrio latino, las riberas del Sena con sus puestos de vendedores de libros y estampas y las torres de la medieval Notre Dame, todo despedía un tufo rancio de humanidad. Flotaba en el ambiente una espiritualidad que emanaba de la densa pátina de miradas posadas, a lo largo de los siglos, sobre la piedra y los más diversos objetos por decenas de generaciones. Se trata de lugares donde el hombre ha vivido durante mucho tiempo, por lo que han quedado impregnados de la presencia de un auténtico río de almas, portador de las diversas epistemologías y ontologías que acarrea el paso de los siglos, procedente de todas las partes del mundo, que ha fluido lentamente, muy lentamente, como el negro Sena que pasa al lado. Y se han desenvuelto en ellos toda clase de vidas. Vidas de mendigo, de extranjero indigente, y vidas de potentado, de escolástico o teólogo o de alquimista, de marqués ilustrado o revolucionario constructor de barricadas. Nada de lo que sufrieron o imaginaron ha desaparecido, permanece en su sitio, diluido en la atmósfera y no lo borra la lluvia, ni la nieve, ni lo evapora el sol en verano, sino que se ofrece al contemplador graciosamente, para mezclarse con su sangre y revivir.
   Mientras subían por los Campos Elíseos hacia el Arco del Triunfo, la figura de Napoleón se hizo insoslayable. Ya habían visitado Les Invalides.
   -Napoleón, el Káiser, el Zar, todos perseguían el mismo objetivo, de hecho las palabras Káiser y Zar derivan ambas de Caesar. Me refiero a la reconstitución del Imperio romano. Europa jamás ha dejado de ser Roma y de ver el mundo como lo vio Roma.
   José Colliure y Rosendo Palacios de Bobadilla escuchaban el argumento de Agustí. El primero, reflexivamente y con los ojos puestos en el imponente monumento que se alzaba en lontananza; el segundo, con una sola oreja y dejando vagar los ojos por los escaparates, también sobre las figuras de las hermosas y sofisticadas mujeres con que se cruzaban, como desapolillándose tras las tediosas visitas culturales que acababan de efectuar, a las cuales solían consagrar, por cierto, las mañanas, para gran desesperación de Rosendo quien, sin embargo, no se resignaba a quedarse durmiendo, porque estaban en París ¡qué carajo! Y París bien vale una misa.  
   -Lo intentan los franceses y lo intentan los alemanes, alternativamente. Quizás algún día lo intente también Rusia, sea quien sea el que gobierne en ella.
   -Lo intentó igualmente España –terció Colliure.-
   -En esa ocasión fue también Alemania. Y casi lo consigue –admitió Agustí.- La historia interna del subcontinente puede sintetizarse en el enfrentamiento entre estas dos tendencias, una disgregadora y otra que tiende hacia la unidad política.
   -La unificadora se comprende fácilmente en términos de poder. Sin embargo la disgregadora parece más difusa.
   -En realidad, los auténticos antagonistas son el poder político y el poder eclesiástico. Al segundo no le interesa la unidad política pues ya tiene su propia unidad. La unidad de culto, el ecumenismo. La Iglesia controla mejor una Europa dividida que una Europa, o Roma, imperial. Más aún, si no hay Roma imperial, la única Roma que existe es la católica. Ya viste cómo se coronó Emperador Napoleón, colocándose él mismo la corona ante la mirada atónita del Papa. Es ésta una vieja confrontación. 
   -Que ha vertido, según parece, ríos de sangre.
   -Por supuesto, pero mira este Arco de Triunfo. Estará ahí mientras París exista. ¿O crees tú que Napoleón habría llegado a ser Napoleón si hubiera reparado lo más mínimo en los cadáveres que dejaba sembrados atrás, por todos los campos de Europa?
   -Su alma en su palma -intervino José con un ligero tono de objeción.- Supongo que habrás leído “Los cuatro jinetes del Apocalipsis”....
   -Claro, todos los valencianos y muchos españoles hemos leído ya esa novela que Blasco publicó en plena guerra, sin saber todavía cómo iba a terminar. La devoramos como si hubiera sido el suplemento de un periódico.  
   -La idea que parece desprenderse es más bien la de una inveterada lucha entre los pueblos germánicos y los mediterráneos. Parece que la invasión de los bárbaros y la consecuente destrucción del Imperio romano sean historia remota, pero si uno hace cálculos, bastan cuarenta generaciones para retrotraernos a los tiempos de Augusto. Cuarenta personas, que caben en un salón. Cada una de las cuales ha podido contemplar con sus propios ojos, como mínimo, a cinco de las otras. En mi caso, por ejemplo, he podido ver a mi padre y a mi abuelo y probablemente veré a mis hijos y a mis nietos. Mi padre, por su parte, vio a sus abuelos, uno de los cuales presenció la entrada de los soldados de Napoleón en Sajará. Y si veo a mi nieto, es muy posible que haya mantenido contacto con alguien que alcanzará la mitad del siglo veintiuno o poco faltará. Pero éste, a su vez, verá a su nieto, quien entrará en el siglo veintidós. Desde el abuelo de mi padre hasta el nieto de mi nieto, algo peculiar a los Colliure permanecerá, me refiero a centros de interés, modos de ver las cosas, lecciones aprendidas y tal vez alguna que otra anécdota difusa. Considerando la cuestión de este modo, parece que los intereses de los pueblos, incluso de las familias, sean más persistentes.
   -Quizá eso explique, en parte, la complejidad de la historia de un país como España, en el que tantos pueblos se han entretejido.
   -Acaso no solamente la historia de los países, sino también de las familias, que también se han mezclado.
   -De cualquier forma, los germanos de hoy no son los de las tribus bárbaras que se lanzaron a destruir el Imperio romano, aunque conserven ciertas de sus características, sino a dominarlo. El Imperio romano sigue siendo una forma política válida tanto para unos como para otros, es decir, tanto para germanos como para mediterráneos. Y ambos pugnaron por dominarla ya desde el corazón de la Edad Media. Pero ello no anula la oposición paralela entre poder civil y eclesiástico, como se verifica con el enfrentamiento  entre Enrique IV y Gregorio VII y con el de Napoleón y Pío VII.
   José Colliure se quedó un momento parado y mudo, contemplando el descomunal monumento ante cuyo pie se encontraban ya.
   A la mañana siguiente, Agustí se presentó con un coche de alquiler provisto de conductor y se encaminaron hacia los escenarios de las dos batallas del Marne y sus inmensos campos de muerte, con lo que fueron testigos de ese poder terrible de disgregación, de autodisolución, que posee el hombre, eternamente enlazado al no menos vigoroso de ordenación y construcción. Más que enlazado, está fundido, o mejor, formando una única barra de acero, como la flecha de la veleta insertada en un eje, pero marcando con su primer segmento el norte y con el opuesto el sur, o bien con el uno el este y con el otro el oeste. Así es la naturaleza humana, una variación del tema universal de la periodicidad, del flujo y reflujo, decadencia y crecimiento, día y noche, sueño y vigilia, vida y muerte.
   Si invertimos la polaridad de un retrato, la más angelical de las miradas se convierte en una mirada satánica. No sólo eso, sino que, cuanto más beatífica en la posición habitual, más diabólica aparece en la posición invertida.
   Pero fue una impresión momentánea. A su regreso a París, volvieron a frecuentar La Closerie des Lilas, y Le Boeuf sur le toit, entrando sin dificultad en un engranaje de sensaciones opuesto que, en lugar de bajar, hacía subir los canjilones de la noria. Lo que no sabían, o no querían saber, era que el engranaje y la noria eran el mismo mecanismo, cuando baja y cuando sube, pero en las inmediaciones de los veinte años, uno prefiere ver el mundo de distinta manera.







                                                                 


                                                                   XXI


      A lo largo de los años siguientes, el país tomó los raíles de un auténtico proceso pre-revolucionario similar al que llevaría, por aquellas mismas calendas, a la formación de la URSS. La decidida intervención del Ejército en favor del sistema de la Restauración aminoró, cierto, la marcha del vagón, pero no logró detenerlo. La alta burguesía, industrial y financiera, así como la oligarquía terrateniente, no quisieron comprender que el mecanismo se había descompensado, por lo que ya no solamente generaba injusticia social, como antes, como siempre, como desde tiempo inmemorial, sino que colocaba a las clases populares en un callejón sin salida, obligándolas a revolverse y luchar como gato panza arriba. Las exportaciones a los países beligerantes produjeron ingentes beneficios a quienes manejaban los hilos de la economía desde lo alto, pero absorbieron la producción nacional, la cual dejó de abastecer con suficiencia el mercado interior, procurando con ello una alarmante subida de los precios que acabó asfixiando a las clases más humildes, cuyos miembros se vieron abocados a una lucha tenaz, inevitable y desesperada, para lograr un aumento de los salarios. En tal enfrentamiento se dieron en los dientes con el cántaro de una clase dirigente forrada de egoísmo e intransigencia, que pretendía beber sola en él.
   Para quienes tenían dos dedos de frente y algún libro leído en los anaqueles, la cuestión, al menos en su fuero interno, era insoslayable. Y para aquellos que poseían la comezón de la cábala, vital. Aunque estos últimos fueron, al parecer, muy pocos en este país católico a machamartillo y a quien la Inquisición acostumbró a soslayar el ejercicio de la reflexión. 
   Tales vientos de revolución no escatimaron su ímpetu en la arrocera Sajará. La CNT y la UGT, bien consolidadas en la localidad, avivaron una revuelta general justo durante los días que precedieron unos comicios a Cortes. La atmósfera se inflamó con manifestaciones y mítines, agitando oriflamas y pendones revolucionarios a profusión.
   José Colliure, Rafael y Antonio Albert, Juan Fábrega, se paseaban mudos de estupor entre el tumulto, leían los pasquines y escuchaban las proclamas de los jefes revolucionarios. Aquello era mejor aún que las fallas, había más gente por las calles y estaba más excitada.
   Los cuatro amigos callaban en medio del clamor popular, pero sabían que, tarde o temprano, tendrían que tomar posición y caer con o enfrente de esa marea humana enfebrecida.
   Llegado que fue el día de las elecciones a Cortes, la tensión se hallaba lejos de encontrarse apaciguada. No había, desde luego, proclamas, ni discursos inflamados, ni banderas, ni manifestaciones sindicales. Todo eso había caído de la noche a la mañana, pero el gentío seguía llenando las calles de un jolgorio engañosamente festivo, pues en los rostros se podía leer una tirante, por vez primera tratándose de un acto de esa naturaleza, compulsiva espera. Aquí y allá se formaban repentinamente corros, donde se cuchicheaban con precipitación noticias o consignas, y se deshacían enseguida.
   Colliure comentó a los hermanos Albert, que le acompañaban:
   -Esta vez no están dispuestos a que se les dé gato por liebre.
   En aquella época, los colegios electorales se instalaban en casas particulares, pertenecientes, naturalmente, a las familias más conspicuas de la localidad. Durante la noche, las urnas eran veladas por las fuerzas vivas y los procuradores del cacique. En tales condiciones, el pucherazo no era sino una ceremonia social más, como una puesta de largo o un baile de la beneficencia, consagrada por un uso inveterado, rancio ya en los hábitos y las conciencias de la clase dirigente, que se celebraba con café, licores y pastas. Así había sido desde que Cánovas y Sagasta pactaron régimen tan peculiar en el que el Rey designaba primero al primer ministro y después éste debía ser refrendado por el plebiscito y no a la inversa.
   Sin embargo, en aquella ocasión, el pueblo quiso invitarse al velorio. ¿Así vestidos? Parecían reprocharles con la mirada las matronas y los próceres que guardaban, bajo llave, las escrituras de propiedad del suelo que pisaban y de las paredes que lo revestían, en los cajones más recónditos de la sombreada mansión. El comandante de la guardia civil dio unas cuantas voces broncas, hubo forcejeo; mas la multitud, bien organizada para el lance, lo metió en un zapato y se impuso.
   -¿Veis? Ya os dije que iba a haber pasacalle.
   Los hermanos Albert sonrieron y se acercaron los tres a ver en qué paraba aquello. Paró, lógicamente, en que los resultados no fueron los previstos.
   Colliure iba a Salamanca y venía, se detenía en Madrid, paseaba por la Castellana y el Retiro, comía en las tascas de la Plaza Mayor, le tomaba el pulso a la capital. Durante largas horas, en el vagón, leía o contemplaba el sobrio desfile del paisaje castellano. Tenía la vaga conciencia de que se estaba preparando para algo, pero no sabía muy bien para qué. Intuía que se acercaban tiempos ásperos, que exigirían decisiones dramáticas.
   En el páramo salmantino no se cansaba de observar la fuerza tranquila de los toros en libertad. Y una vez, en Valencia, en los descampados que había tras el coso taurino, presenció cómo un mayoral ponía un niño de pañales sobre la testuz del animal de lidia y éste se quedó estático, como si le hubieran puesto el propio cordero del Dios vivo entre las astas.
                                                                   

                                                                   XXII


   La vida es invivible, le decía Pepito Moltó, casi en susurros, acodado en una mesa excéntrica de la biblioteca del casino; la vida no es una cosa, sino dos, en perfecta oposición; el hombre y la mujer están condenados, desde el primer día, a no entenderse; la vida es una lucha en la que siempre se pierde y de la que sale más airoso quien mejor ha sabido limitar los desperfectos, inevitables en todo caso. Pero si le das la espalda a la vida y alcanzas la ataraxia, entonces te invade el remordimiento, aunque no lo digas. ¿Qué sentido tiene la vida en el hombre? Pues no tiene otro más que el sufrimiento, que purga, purifica, nuestras almas. El único modo válido de vivirla es perseverar, hacer el bien a los demás y amar a la muerte. Lo cual sólo se puede comprender si se adquiere conocimiento.
   Daniel Colliure no supo qué responder ante ese avance de argumentos acorazados. Primero, no les veía ninguna fisura y menos aún expresados así, de sopetón y a quema ropa; segundo, venían a manifestar, en esencia aunque en términos distintos, o así lo creía, lo mismo que le predicaban sus tías, e incluso su madre; y por último, le pareció que resumían sus propias intuiciones, hasta el punto de no saber distinguir a ciencia cierta lo nuevo, si lo había, de lo que él mismo había pensado ya antes pero no había conseguido trabar de modo tan firme como lo que le acababa de ser expuesto. No le impresionaron tanto las partes como el todo.
   -Si no me constara que estás en posesión del fuego sagrado de los dioses, no te lo hubiera dicho. Pero sé que no eres como los demás. Medita sobre ello y no tomes decisiones precipitadas, pues todavía tienes mucho tiempo para elegir.
   Pepito Moltó sonrió afablemente antes de levantarse y abandonarlo a las cavilaciones que había suscitado.
   Colliure se dirigió al ventanal. Y desde allí se puso a contemplar la corteza inmensa del pan de Sajará. ¿Me estará proponiendo ingresar en la masonería? Y mis tías, ¿me estarán empujando, con plena conciencia de lo que hacen, a tomar los hábitos?
   Si unos y otros son sinceros, ¿cuál es la diferencia entre un masón auténtico y un sacerdote? ¿Que el primero se puede casar y el segundo no? ¿Acaso no ha dicho que el hombre y la mujer están condenados a no entenderse?
   Paseaba la mirada por los tejados pardos, pero no observaba nada en concreto. ¿Tenía derecho a consagrarse a los demás, cuando él mismo se consideraba sepulcro blanqueado? Pues a veces le venían ideas que, si las hubieran expresado otros, no habría dudado en calificarlos de malas personas. ¿No debía más bien comenzar a trabajar consigo mismo y conseguir ser mejor de lo que era? La caridad bien entendida comienza por uno mismo, dicen. Los pensamientos son como los mirlos en los huertos de naranjos, antes de que uno tenga tiempo de verlos ya están volando, despavoridos, con sus alas negras, chillando cuando nadie los puede alcanzar. El hombre es un manantial del que, las más de las veces, brotan aguas ponzoñosas.
   Sin embargo, existen naturalezas puras que, sin ser santos, no generan sino pensamientos límpidos y frescos. Colliure tenía en mente a su hermano mayor, que las mataba en el aire con una palabra fácil, instantánea; apenas le decían algo, ya estaban oyendo de sus labios la respuesta, y nunca le había oído una palabra, ni un solo matiz, que se apartara de la más auténtica filantropía. Y curiosamente detentaba un carácter explosivo. Recordó que una vez, de pequeños, tuvo un altercado con una criada y como consecuencia de ello le dio un tremendo mordisco en la oreja. La mujer, encendida en cólera, vino a casa para contarlo. Por eso, nadie se ha fijado que en sus respuestas fulgurantes, por detrás de su ironía chispeante y de su indudable inteligencia, se respira siempre una bondad inocente que no se puede fingir.
   Igual que hay genios, o bellezas deslumbrantes, existen personas moralmente bien dotadas. Los demás precisamos un trabajo constante para tapar los boquetes de nuestra mente, cuando se pone a exhalar inmundicias, e incluso para ponerles bozal a nuestros actos y tirar de las riendas, si no queremos descarriarnos.
   Tenía tiempo, es cierto, pero para perfeccionarse, para adquirir conocimiento y, más tarde, elegir. Aunque la verdadera alternativa no es la masonería o el sacerdocio, sino la de pasar una vida a trancas y barrancas, a vueltas con los propios defectos, tratando de vencerlos pero sin poner en ello toda la carne en el asador, como hace la mayoría, o bien apelar hasta la última gota de la voluntad y asumir un destino excepcional.
  







                                                                

                                                                  XXIII


   Tras una apretada mañana de acuerdos y transacciones, que tenía por escenario ciertos establecimientos del centro de Valencia, consagrados ex profeso al trato de medio pelo, Colliure solía comer sobriamente, solo o acompañado de corredores, almacenistas, regatones, feriantes, caballeros de mohatra y, en fin, negociantes de todo pelaje, una pitanza común, casera, en un restaurante adyacente. Concluida la refacción, encaminaba invariablemente sus pasos hacia la cafetería del Ateneo mercantil, donde pedía café y coñac, encendía un puro de a palmo, como un inmenso cucurucho tostado, y dejaba pasar la tarde leyendo el Mercantil valenciano hasta la hora de tomar el tren de regreso a Sajará, a eso del anochecer.
   Su padre, José Colliure, rico de media capa, originario de un pueblo situado en el espaldar montañoso que se alza apenas se ha dejado Gandía, hacia el interior, casó bien en Sajará, pero su mentalidad no sobrepasó nunca la de un propietario pasadero de tierras, las cuales daban para vivir holgadamente de su administración y usufructo. También para ocupar una posición social honesta, sin desdoro, en el seno de su urbe de adopción. Únicamente debía ocuparse de mantenerla mediante el expediente seguro y manido de la misa dominical, delegando el ceremonial restante en las avezadas manos de su esposa, Encarnación Martínez y Lluna, de rancia prosapia sajarana y por lo tanto advertida en cultos. Por eso se alarmó cuando su hijo primogénito requirió su colaboración para arrancar el negocio de los toros. Afortunadamente todo fue bien y pronto recobró su aportación, circunstancia que le permitió seguir dormitando junto a la chimenea, cuando no tenía que visitar sus campos o asistir a la pesada de la naranja o la siega del arroz.
   Cierto que el viejo Colliure poseía un don de gentes particular, una suerte de hidalguía labriega poco cultivada intelectualmente sino que procedía, por lo visto, de un don innato, lo mismo que su porte reposado y su semblante cabal, más equilibrado que el del regidor, quien detentaba una mirada profunda en la que se leía esa determinación capaz de impulsar al hombre, sólo si se da el caso, hasta las últimas consecuencias de sus convicciones y de sus actos. Una de esas miradas que parecían decir que, si por acaso reventara el rocín, él mismo sacaría el carro hasta encima de la era. Por el contrario, los ojos del viejo Colliure transmitían una sensación de seguridad, de confianza en los sólidos basamentos de su existencia, según la cual, cuanto tenía, le era debido y no ambicionaba más. En ello residía su fuerza, la que le daba esa autenticidad tan suya, sumamente apreciada incluso por gentes mucho más refinadas y poderosas quienes, a pesar de ocupar una posición más ventajosa en múltiples aspectos, le envidiaban, al tiempo que admiraban, su aplomo. Pero que no le trastocaran su mundo, ése que estaba asentado sobre unos pilares que hundían sus raíces en el propio hueso de la tierra. Si su carácter facilitaba las condiciones intrínsecas para que, en su casa del Perelló, se pusieran habitualmente sobre el tapete negocios de envergadura, no era él quien sacaba provecho, sino sus hijos, en particular su primogénito.
   Los tiempos del regidor fueron otros. La Exposición Universal de Valencia del año 1909 removió las estancadas aguas y la guerra en Europa las agitó todavía más. Ya se sabe, “a río revuelto, ganancia de pescadores.” José Colliure no podía dejar correr tal oportunidad de medro. Pero aún hacía falta no equivocarse en los valores, mostrarse certero en las elecciones. Por fortuna, todo salió a pedir de boca. Cierto que quien más puso, mas ganó. Su capital inicial no tenía, desde luego, punto de comparación con el de, por ejemplo, el hombre que presidía El Ateneo, la sociedad recreativa en la que se encontraba, marqués del Turia por añadidura y antiguo alcalde de Valencia, sin embargo, con arreglo a sus posibilidades, lo menos que podía decirse era que había logrado desenvolverse pasablemente bien. 
   Falta consolidarlo, falta atar bien la gavilla para que la mies no se disperse, apretar convenientemente las espigas con una buena rafia y hacer luego un nudo baquiano, como hombre cabal; pues el tiempo apremia. En breve habrá que casar a la numerosa prole, que vino toda en una cumplida hornada. Tres hijos y tres hijas, nada más que eso. A menos que Daniel acabe tomando los hábitos. En Sajará, los yernos y las nueras se mercan con campos y con casas. Cuanto más alto se halle el listón de los segundos, más arriba sube el fiel que indica los taeles de los primeros. Los hijos generan hijos y los campos y las casas generan campos y casas, así es y ha sido siempre en la acrópolis de los pantanos, para la gente que nace con posibles. Olegario Casadavant, sajarano de pro y de abolengo notorio, habla ese mismo lenguaje con consumada maestría, por eso se le han abierto los ojos tan pronto, adelantándose, casi, a los acontecimientos. Es el instinto que mueve la raza, sin duda. Por cierto, que ya va siendo inaplazable el momento de poner al afortunado novio al corriente de tan venturoso asunto.
   José Colliure dio una profunda calada al habano, al tiempo que se reclinaba en el respaldo del banco. Ese hijo suyo le había salido a la madre. Era un Colliure, no cabía la menor duda; pero también era un Santamaría chapado, con ese espíritu de vitriolo en la mirada y ese rasgo de canciller, en el porte y en el gesto, que le viene de casta. Ahí es nada. Además, y por si fuera poco, le venga de donde le viniere, dotado personalmente de un temperamento imprevisible y algo inflamable.
   Sin embargo, consideró Colliure, aunque las encías se le hayan reblandecido un tanto con la edad provecta, juraría que la chica de Olegario no está, ni mucho menos, de mal ver y el barbián en cuestión tiene los diecinueve años cumplidos y no se le conoce relación en Sajará. Eso está bien, muy bien. Pero no hay tiempo que perder. Demorarse equivale ya a jugar con fuego. Más aún, a hacerlo en el recinto de un polvorín. 
   La llegada del Teniente Coronel de Estado Mayor, don Emeterio Muga, lo distrajo de sus cavilaciones. Don Emeterio era sajarano de adopción y diputado a Cortes por la localidad, aunque naciera en Zaragoza y residiera en Valencia.  Por aquellas fechas se hallaba destinado en la plaza de Melilla. Militar de raigambre liberal, cuando acudía a Sajará, hacía por frecuentar la tertulia de don Mariano, en el casino, e incluso había colaborado con Colliure en algunas cuestiones de orden municipal. De modo que, en cuanto divisó a éste en el fondo de la sala, encaminó sus pasos hacia la mesa que ocupaba. El regidor lo saludó afectuosamente e hizo una seña al camarero para que atendiera al recién llegado.
   La guerra de África suscitaba una gran aprensión en el país, particularmente entre las clases populares, para las que constituía una sangría inexorable. Las familias acomodadas, en cambio, disponían de otros recursos que la hacían menos determinante. Colliure seguía los acontecimientos con suma atención, por si acaso se viera en la eventualidad de tener que tomar una resolución, pues tres hijos suyos aguardaban ser sorteados en un plazo relativamente corto.
   -¿Cómo van las cosas por Melilla, don Emeterio?
   Al aludido debió darle envidia el formidable puro de Colliure, pues extrajo otro no inferior del bolsillo interno de la chaqueta. El regidor se apresuró a ofrecerle fuego.
   Tras expeler una cumplida bocanada, el militar estaba ya en condiciones de aducir una meditada respuesta.
   -Todo irá bien mientras los moros no sospechen nuestra debilidad. Por el momento, algunas tribus aceptan las propinas que les damos y se mantienen al margen. Pero no hay que olvidar que son beduinos, no reconocen al Sultán y les importa un pimiento morrón lo que éste firme o deje de firmar con las potencias extranjeras.
   -¿Tan patente es la debilidad de la posición española? Después de todo, aunque hayamos perdido nuestras colonias, seguimos siendo una potencia europea, la cual, por añadidura, no ha sufrido el desgaste de la guerra mundial.
   -Mire usted, Colliure, a pesar de que el presupuesto de guerra sigue siendo el de mayor volumen entre los aprobados por el Gobierno, lo cierto es que setenta y cinco por ciento de los fusiles que poseen las tropas de Melilla no funcionan, el resto, en su mayoría, está descalibrado, las ametralladoras Colt se encasquillan a los primeros disparos, lo mismo sucede con las pistolas Campo-Giro. Si a ello añadimos que los soldados de reemplazo, con quienes se constituyen las unidades expedicionarias, apenas si han efectuado una sola vez el tiro de instrucción, entonces tendremos una aproximación realista a la situación que se vive actualmente en la plaza de Melilla.
   -Caramba, don Emeterio, es usted un apocalíptico.
   -Eso sin hablar de la corrupción, pues está demostrado que ciertos elementos de la intendencia, pertenecientes tanto a la oficialidad como a la soldadesca, han vendido armas a los rifeños.
   -Y los periódicos, claro, ni una palabra.
   Don Emeterio lanzó un bufido.
   -¡Los periódicos! –exclamó.
   Dio una prolongada calada que alumbró brasas, como si del habano necesitara extraer la serenidad suficiente para proseguir.
   -Hasta ahí por cuanto se refiere a Melilla. Ni qué decir tiene que la situación en la que se encuentran algunas unidades aisladas en fortificaciones de fortuna, sin agua potable, que tienen que traer a lomo de mula cada dos o tres días, tras efectuar marchas que alcanzan a veces los diez o doce kilómetros, podría llegar a ser dramática en caso de un ataque masivo.
   En ésas estaban cuando don Rafael Criado, propietario de la finca “La Closa”, apareció en el umbral. Enseguida percibió a su procurador, escuchando con suma atención las palabras de don Emeterio y, quitándose el abrigo por el camino para mayor celeridad, se dirigió directamente hacia ellos. Al incorporarse don Rafael a la conversación, ésta tomó otros derroteros. Tanto el militar como el terrateniente eran grandes cazadores, así que ésa fue la ocasión para que este último emplazara a los otros dos, con sus respectivas familias, en la finca, antes que don Emeterio tuviera que regresar a tierras africanas, con objeto esencialmente de visitar su coto de la marjal, pues era la época de hacerlo, y su no menos interesante de la ribera del Júcar.
   -Supongo que nadie pretenderá a estas alturas poner en tela de juicio mi bandera de desafío, a saber, que no hay en toda la provincia de Valencia cocinero que prepare mejor que el mío el arroz caldoso con polla de agua. Y si lo hay, exijo que me lo demuestren.
   Colliure no tenía ni la menor idea de cómo preparaba su hermano Vicente el arroz caldoso con polla de agua, así que se abstuvo de replicar. No sin tomar en ese preciso instante la determinación de exigirle el mencionado plato en cuanto volviera a poner los pies en Sajará, con objeto de efectuar la debida comparación y luego ya se verá.
   -Al circunscribirlo a la provincia y a la polla de agua, se queda usted corto, don Rafael. Me lo tendría que prestar un par de meses para que cocinara en Comandancia y que se enteraran, de una vez por todas, de lo que vale un peine los espadones castellanos.
   -A ésos les daría yo all i pebre, para ver si de verdad tienen tripas.
   En el tren nocturno que le conducía de regreso a Sajará, José Colliure se encastillaba en su idea. Tengo que casar a mi hijo. Y lo he de hacer cuanto antes.

















                                                                     XXIV


      Durante las jornadas, cada vez más frecuentes, que el regidor pasaba en Valencia, la disciplina casi militar que había impuesto a su nutrida mesnada se relajaba un tanto. Cierto que todo el mundo se levantaba al alba menos cuarto, asistía al desayuno en común y luego se dirigía puntualmente a sus quehaceres, pues el general en jefe se hallaba todavía entre los muros del cuartel. Sin embargo, ya a la hora de la comida, se presentaban de manera más espaciada. No mucho, a decir verdad, pues María Teresa sabía también fruncir el ceño, a veces de manera más eficaz que el propio marido, pero era más flexible en lo que respecta a la puntualidad a la hora de sentarse a la mesa. Si alguien se retrasaba, ella aplazaba, durante un cierto tiempo, la operación de la puesta de la mesa y aceptaba de mejor talante las razones de fuerza mayor.
   El sitial del pater familias, a la cabecera de la mesa, permanecía vacante, lo cual, más que indicar su ausencia, recordaba su existencia, así como la vigencia de todos sus preceptos, aunque algunos de ellos quedaran, provisionalmente, incumplidos.
   Cuando cada cual ocupaba su puesto, María Teresa venía con el puchero humeante y lo colocaba en su rincón de la mesa, luego ella misma se ponía a servir los platos.
   La colación de un día corriente en casa de los Colliure era frugal. Solía consistir en un plato de caliente y único, a no ser que se tratara del clásico cocido valenciano que las gentes de la tierra comen en dos veces, la primera únicamente el arroz, hecho con el caldo que ha enriquecido la sustancia de la carne, generalmente gallina y ternera, legumbres y verduras al hervir, con todo lo cual se llena por segunda vez el plato. Y si sobraba, se hacía con ello ropa vieja para la noche. El vino se hallaba proscrito, reservado para las grandes ocasiones; los demás días, incluidos los domingos, se bebía sólo agua, que hace la vista clara.
   La vista clara, José Colliure la poseía, a pesar de las dos gotas de alquitrán que lucía a guisa de pupilas y que, cuando su espíritu estaba abocado a un sentimiento de irritación o nerviosismo, movía sin cesar de un lado para otro. Ese día iban sobre todo de su madre a Daniel, una y otra vez. Teresa, ocupada en servir, no lo notó y su hermano, sumido en sus cavilaciones, tampoco.
   José Colliure, aunque intuía que su padre no las tenía todas consigo por cuanto a esta cuestión en concreto se refiere, no deseaba su mediación pues lo sabía no tan liberal como para oponerse de plano al conservadurismo intelectual de su mujer. Así que estaba decidido a aprovechar su ausencia para plantear abiertamente el asunto, de modo que, oyendo las partes, pudiera formarse una idea más clara de la situación.
   -Bueno, veamos qué demonios pasa con nuestro Arcipreste. ¿Cuándo te decidirás a tomar tus funciones y bendecir la mesa? Porque cada día que pasa resulta más evidente que vas a vestir los hábitos, ¿no?
   El aludido emergió torpemente de sí mismo con una sonrisa azorada. La madre se irguió sobre la silla, temía el espíritu volteriano de su hijo mayor.
   -Tu hermano –replicó Teresa con voz perentoria- no tiene por qué decidir nada precipitadamente, antes al contrario, debe tomarse todo el tiempo que necesite. Pero debe hacerlo solo –añadió desafiante.-
   -Perfecto. Tus palabras me autorizan a ir ahora mismo –y dejó caer la servilleta sobre la mesa- a ver a las tías Marías de Benifayó para pedirles, con buenos modos, que tengan la bondad de meterse en sus propios asuntos y dejen de atosigarle.
   Asunción y Joaquín, al oír lo de las tías Marías de Benifayó, no pudiendo evitar recomponer la frase completa en valenciano castizo que rezaba: La tía María, de Benifayó, que es menja la figa i tira el peçó, aducida siempre con evidente intención caricaturesca y burlona, ya estaban tapándose la boca con la mano para ocultar la risa.
   Teresa, sin advertirlo, fulminó a su hijo mayor con una mirada que José sostuvo con otra que era exactamente idéntica. Con ello se creó un silencio inflamable.
   Las tres chicas dejaron de comer y se quedaron observando a ambos con la boca abierta. Joaquín se puso a hurgar la comida con la cuchara. Se les había cortado la risa en seco.
   Daniel, por su parte, se sintió obligado a apaciguar la situación.
   -Madre tiene razón. Una decisión tan cargada de consecuencias debo meditarla solo. Es verdad que las tías tratan de influir, pero yo sólo las oigo con una oreja. Únicamente escucho la voz de mi conciencia.
   -Y a los curas que ellas te mandan para que hagan la apología en latín de las maravillas de la vida monacal, ¿también los oyes con una sola oreja?
   -A ésos, aun poniendo las dos, no se les acaba nunca de entender –repuso Daniel, sonriendo.-
   -Mira, Daniel, no voy a entrar en polémicas teológicas. Ni contigo ni con nadie –al decir esto se volvió para mirar a su madre.- Pero sí te diré una cosa, desde dentro de la conciencia muchas veces los árboles no dejan ver el bosque, pero desde fuera se tiene, a menudo, la perspectiva adecuada. Tú no estás hecho para emparedarte durante el resto de tu vida, porque además eres un Colliure y tu apellido contiene el germen de la libertad.
   Teresa estaba tan furiosa con esa injerencia que ni siquiera pudo decir palabra. Daniel, en cambio, quiso dar una impresión de serenidad, quizá para apaciguar los ánimos.
   -El concepto de libertad convendría definirlo antes de tratar de ponernos de acuerdo. Desde el momento en que hay en el hombre un cuerpo y un alma con intereses contradictorios, también hay dos clases de libertad, la del cuerpo y la del alma, igualmente opuestas; cuanto más libre se halle el cuerpo, más oprimido está el espíritu y viceversa. Según ello, cabe preguntarse quién es más libre, si ellos, los monjes, o nosotros, que, viviendo en el siglo, estamos sometidos a la dura ley de la necesidad.
   -Dios ha puesto el vino y el agua, si es que los ha puesto él, no para que unos beban siempre lo uno y otros lo otro, sino para que haya un equilibrio entre ambos y, según las circunstancias, nos alegremos con el vino o nos refresquemos con el agua. De lo contrario hubiera creado puros espíritus, pero te ha dado también un cuerpo, no para que lo maltrates, ni lo ignores, sino para que vivas en paz y armonía con él. Para que ambos, cuerpo y espíritu, den su fruto, inmortal, tanto el uno como el otro.
   No sólo Daniel se quedó pensativo, sino también la madre, la cual parecía que iba a replicar algo, pero se calló.






                                                                     XXV


   En efecto, Colliure habría querido casar a su hijo todo lo deprisa que la modalidad más sintética de decoro, reducido a sus actos y ceremonias imprescindibles, le hubiera permitido. Y eso, ya de por sí, no podía tomar en Sajará menos de un año sin incurrir en escándalo. La edad de la novia no planteaba el menor problema, pues la anfictionía de los almarjales no había pestañeado siquiera en hacer subir a los altares, en numerosas ocasiones, mozas mucho menos sazonadas que aquélla, e incluso algunas francamente en agraz. Pero los plazos, Señor, los sacrosantos plazos.
   Colliure tramaba en su conciencia otra historia distinta, según un patrón tradicional, en un telar rudimentario, inveterado y polvoriento, hecho con una madera pensante de puro vieja. Todos los hilos, sin embargo, se encontraban atrapados en el mecanismo y eran guiados por él. Todos excepto uno. Colliure se complacía en seguirlos con la vista, en contemplar sus colores vivos, múltiples, en palpar el espesor del entramado. El mundo no es más que una representación de la voluntad, modelándose y cuajando a cada instante. Constituiría paraíso manifiesto si no hubiera más que una voluntad. Y es cierto que sigue una dirección, cual tren en el que todos los pasajeros estuvieran enzarzados en lucha a muerte de cada uno contra los demás.
   No obstante, Colliure se hallaba convencido de haber pagado billete de primera clase y estar viajando encerrado en un universo particular, en el cual otras figuras podían aparecer, ciertamente, pero tan sólo en tanto que representación.
   Apagó la luz de su despacho y se vio como un patriarca de los tiempos antiguos, viejo y cargado de años, envuelto en una frazada y dirigiendo a su inmensa grey desde la pétrea casa solariega, enclavada en el humedal de Sajará. A pesar de la patente fragilidad humana, quién sabe, acaso llegara a recibir sobre sus rodillas nietos y biznietos.
   Concluía el año diecinueve. Veintidós hierbas casado ya con Teresa, más de dos décadas de fundación, una numerosa prole, lo que podría denominarse un estado para todos ellos. Prosperidad que crece en proporción geométrica. De este modo entraba Colliure en su décimo lustro, el que dicen de Júpiter, de la serenidad y la riqueza. Aquél también en que comienzan a diluirse la sombras de este mundo y a asentarse la sabiduría en el hombre. El decenio que estaba por empezar iba a ser determinante en la consolidación de todo cuanto, laboriosamente, había lanzado. Incluso, comedía Colliure, le aportaría el escenario de su propio acendramiento, de su realización como persona, esa serenidad del deber cumplido cuando, en realidad, poco queda por hacer si no es contemplar cómo la vida que salió de sus riñones se afirma, hunde raíces en la tierra y continúa la obra.
   Había llegado el momento de coger el toro por los cuernos y atar de una vez por todas, con un buen nudo marinero, el último cabo que le quedaba suelto. Bajó al salón sabiendo que el primero de sus varones no tardaría en llegar, los otros dos ya debían estar vacando en alguna parte de la casa. Teresa conversaba en la cocina con su hija mayor. Colliure alcanzó a atrapar algunos retazos de la plática que le permitieron colegir que ambas mujeres trataban ya de los preparativos concernientes a las fiestas navideñas. Encendió el velador, se acomodó en el sillón y se dispuso a concluir la lectura del periódico.
   Como previsto, no tardó en percibir el sonido de una voluminosa llave deslizándose en la cerradura y luego haciendo crujir el mecanismo al voltear, igual que si fuera a girar el mundo sobre su quicial. José Colliure apareció sonriente en el umbral, depositó el paraguas reluciente en el paragüero y avanzó hacia el salón desde donde, acababa de notar, lo estaba observando su progenitor.
   -¿Qué tal, padre?
   José Colliure, por toda respuesta, plegó parsimoniosamente el periódico.
   Es un flemático, pensó el hijo. Pero algo lo alarmó, lo puso en guardia. Quizá unos gramos de más en la medida de la prosopopeya.
   -Ven a mi despacho. Tengo que hablarte –soltó al fin.-
   Una vez en él, cerró la puerta tras de sí. Abrió una aromática caja de madera y le ofreció un habano al atónito vástago. Lo cual confirmó a éste en su premonición inicial de que nada bueno se podía preparar con tan inusitado ceremonial. Seguidamente le brindó fuego y le mandó que se sentara. Durante un momento que se hizo eterno, el padre parecía haber olvidado la presencia del hijo, mientras se servía a sí mismo otro puro, le prendía fuego y guardaba cuidadosamente la caja en su lugar.
   Ambas generaciones tomaron asiento frente a frente en sendos sillones de cuero, envueltos por el petrificado silencio imperante en el despacho del regidor. La lluvia arreció de repente y se puso a tabletear con violencia sobre el tejado. José Colliure fumaba con mucha concentración, como si antes de hablar quisiera oír detenidamente la voz de su conciencia. El otro Colliure, en esta ocasión, no tenía ni la menor idea de por dónde le iba a salir el padre, razón por la cual estaba en ascuas, pero lo disimulaba procurando dar caladas cortas y suaves al habano.
    -Bueno, hijo, vas a tener veinte años dentro de un mes escaso y todavía no sabes nada de la vida. Lo poco que sabes no es por experiencia, pues has sido criado dentro de un frasco, sino porque te lo he dicho yo. Y aun así tú no crees ni la tercera parte de lo que te cuento. Es igual, yo te lo he de decir, de modo que cuando vengan los reveses, que siempre vienen porque nada hay más puntual e insoslayable que ellos, no podrás reprocharme haber pecado por omisión. Te lo he explicado muchas veces, llanamente y por parábolas, como en los Evangelios, la vida no es un cotillón. Para que lo entiendas, te diré que la vida es como hacer la guerra en un ejército pobre. Mira hijo, va encareciendo el general a cada soldado, sólo te podemos dar diez balas con las que debes matar a cien enemigos, de lo contrario perdemos la batalla. ¿Cómo voy a hacer entonces?, exclama el soldado. Muy fácil, no dispares un solo cartucho mientras no tengas a diez de ellos perfectamente alineados. Ahí está la madre del cordero, tenemos muy poca munición para una guerra francamente larga. Hay que aprender trigonometría en latín, antes de efectuar cualquier disparo.
   Colliure hizo una pausa para despachar una fumarada. Y Colliure se cruzó de piernas mientras comenzaba a comprender cuál era su papel en esa alegoría. Él era el proyectil que el regidor se disponía a disparar, tras haber consultado todos los tratados de balística y astronomía contenidos en la Biblioteca Nacional. Pero, ¿contra quién o contra qué?
   -Como te decía, vas a tener veinte años, que no es moco de pavo. La edad en que uno debe tomar las riendas de su existencia. El momento idóneo para fundar una familia y sembrar la semilla de la próxima generación.
   -¿Me está pidiendo que me case, padre?
   -Te estoy planteando la cuestión, en efecto. Pero trato de enfocarla desde el ángulo más acertado.
   Colliure, nervioso, descruzó las piernas y las volvió a cruzar cambiando la preponderancia de las mismas. Sabía de buena tinta que su progenitor y él no podían contemplar un objeto como el matrimonio desde el mismo punto de vista. Sobre todo porque aquél ignoraba, a este respecto y por lo que se refiere a su caso particular, algunos aspectos que él sí conocía.
   -Le escucho, padre.....
   -Pues si hay que casarse, preciso es hacerlo como Dios manda. Quiero decir que no sale uno a la calle y se declara a la primera falda que pase. Ni se deja uno tampoco llevar por la belleza de las formas, porque ello sería observar una conducta de bestia salvaje. Un hombre es otra cosa. Un hombre toma en consideración otros parámetros, digamos, de índole cultural.
   -¿Puede nombrarme alguno de ellos?
   -Mira, te advierto que no estoy dispuesto a tolerar ese tono impertinente.
   -No hay impertinencia, sino solicitación de su legendario afán pedagógico.
   -Si te crees que no capto la reticencia en tus palabras... Pues no es un asunto para tomárselo a guasa.
   -Está bien. Hablemos seriamente. En una mujer no hay que admirar ni sus gracias ni sus formas, sino el número de anegadas de arroz y de huerta que posee el padre.
   -Hay que mirarlo todo. Esto también.
   -El matrimonio es una bala y hay que matar diez pájaros de un tiro.
   -Por lo menos dos.
   -Muy bien. Ahora veamos hacia dónde debemos orientar el punto de mira.
   El regidor sabía que con su hijo la conversación se le iba a escapar de las manos. Y en ese punto, como mínimo, no le gustaban los derroteros que estaba tomando y eso lo exasperó. ¿Por qué no se plegaba el pipiolo a los designios paternos y cerraba la boca de una vez, como hacían todos los puntales en Sajará? ¿Es así como le agradecía sus desvelos, el patrimonio y la posición que, gracias a su afán, podía ofrecerle? Pero ya se sabe, a gente joven, pan blando.
   -He recibido una oferta de las que no se pueden rechazar, pues ni harto de vino se me hubiera ocurrido mirar tan alto. Y han venido a buscarme, ahí está el quid de la cuestión, que no he tenido que mover ni un solo dedo. Pues no saben la alhaja que se llevan.
   -¿Quién ha venido a buscarle, padre?
   -Una de las fortunas mejor cimentadas de toda Sajará, Olegario Casadavant.
   -¿Olegario Casadavant? Pues si sólo le queda una hija soltera....
   -Pues basta con ella, ¿no? ¿Acaso eres moro? Hablaba de fundar una familia cristiana, no un harem.
   -Pero si Cecilia es.... Una niña.
   -¿Una niña? ¿Cuánto hace que no la ves?
   -Pues no sé.... Quizá haga un año.
   -Pues ve a verla ahora mismo, porque el verano de los dieciséis años hace milagros en la naturaleza de una mujer.
   -No puede ser.
   -¡No puede ser ahora, cabeza de chorlito, pero mañana sí podrá ser!
   -Le digo que no puede ser, padre.
   -¿Ah, no? ¿Y por qué diablos asados no iba a poder ser?
   -Pues porque ya tengo novia, padre.
   -No puede ser.
   -Eso mismo trataba de decirle.
   José Colliure se levantó del sillón como disparado por un resorte. Un buen grumo de ceniza se estrelló contra el parqué.
   -¡No, si ahora resulta que el tarambana éste tendrá novia! ¿Y quién es la afortunada, si se puede saber?
   -Se llama Consuelo Mayorino.
   -¿Mayorino? No conozco a ningún Mayorino.
   -Pues claro que los conoce, padre, a los Mayorino.... De Riera.
   -¿De Riera? ¿Ni siquiera es una familia de Sajará?
   -¿Pero qué pasa, es que al otro lado del Júcar viven tribus bárbaras, o acaso las mujeres de Sajará están rellenas de cabello de ángel?
   -Riera es un pueblo de jornaleros o poco más. Gente, a lo sumo, de hacha y capellina. La mayor parte de las tierras del término municipal pertenece a vecinos de Sajará o de Valencia.
   -Los Mayorino son de media capa. No son unos indigentes. Y aunque así fuera, ¿qué más da? No es eso lo que más importa.
   El regidor no escuchaba ya las palabras de su hijo, sino que se paseaba de un extremo al otro de la pieza, profundamente absorto en sus cavilaciones. De repente, interrumpió sus reflexiones peripatéticas.
   -Afrontemos la situación con calma. Nada se ha malogrado realmente. En Sajará no se tiene ni pajolera idea de tu noviazgo. Lo rompes desde mañana mismo y Santas Pascuas.
   -No puedo hacer tal cosa, padre.
   -Por supuesto que puedes, ¿por qué no ibas a poder?
   -Porque he dado mi palabra.
   -¡Ah, el caballerete ha dado su palabra! Yo también he dado la mía, ¿sabes?
   -La diferencia es que usted no debía haberlo hecho sin consultarme.
   -¿Que no....?
   El regidor parecía dispuesto a subirse por las paredes. Tal vez por eso miró a todas partes, antes de fulminar con un rayo salido de sus ojos a su insolente retoño. Trató sin embargo de calmarse y, recordando que tenía un puro en una mano, le dio una profunda calada. Pero después expulsó el humo como un dragón.
   -Vamos a ver. La palabra no es exactamente la misma cuando se ha empeñado entre gentes de calidad que cuando se ha dado, por ejemplo, a un campesino. Como tampoco ofende el que quiere, sino el que puede, eso es lo que siempre se ha dicho; así, tampoco se debe prestar tanta atención a los compromisos con gente humilde. Por supuesto, no hay que perjudicarlos, ni hacerles daño, porque son personas.... Pero en fin, echar a perder la vida propia sólo porque se ha dado la palabra a un destripador de terrones....
   -Palabra únicamente hay una, eso es lo que usted siempre ha dicho. Y no depende en nada de la persona que la recibe, sino de quien la da.
   -Eso último yo no lo he dicho nunca. Lo dices tú.
   -Lo digo yo porque los tiempos han cambiado.
   -Tanto en mi época como en la tuya, los noviazgos se hacen y se deshacen. ¡Qué palabra ni qué niño muerto! No se empeña una palabra en eso. Si las cosas no van bien, pues se corta por lo sano y aquí paz y allá gloria.
   -Si las cosas no van bien, estoy de acuerdo. Pero si van bien, entonces se ha abusado de la confianza que a uno noblemente le han entregado.
   -Pues no tenías que haber dado semejante paso sin antes consultármelo. Soy tu padre. El padre de esta familia. Y tengo derecho a aportar mi voz y mi voto sobre quiénes y cómo van a ser mis nietos. A ti no te encontré en la calle. Te hice yo. Y lo que tú tienes, ahí en tus huevos, y con lo que vas a hacer a tus hijos y se lo vas a transmitir, no es sólo tuyo, sino que yo te lo entregué, como a mí me lo entregó tu abuelo, José Colliure, y a éste otro José Colliure. Así fue desde que el mundo es mundo. Y ningún José Colliure tiene derecho a hacer lo que le dé la gana, así como así, por las buenas,  sin consultarlo a la rastra de José Colliure que han sido y son todavía en los Colliure que vivimos.
   Diciendo esto dio media vuelta y cerró la puerta tras de sí con un soberbio portazo que resonó en toda la casa. José Colliure lo siguió cabizbajo. Mientras descendía al comedor, vio a su progenitor, sentado a la cabecera de la mesa, tieso y enigmático como una esfinge. Y a los demás miembros de la familia espiando todos, escondidos tras las jambas de las puertas, lanzándole miradas interrogativas que él no podía sino ignorar.
   Pero el pater familias tronó con un vozarrón no menos potente que el portazo formidable que acababa de dar.
   -¡A cenar!
   Y todo el mundo se activó de inmediato. Pero la cena fue aquella noche un auténtico velatorio.


                                                                       XXVI


   A pesar de todo, Colliure no se apresuró a romper el compromiso que había contraído en nombre de su hijo. Para él, aquello era un negocio más y en tales asuntos no se consideraba un bisoño. La regla de oro es mantener la cabeza fría pase lo que pase, jamás dejarse arrastrar por las pasiones; si alguien tiene que perder los nervios, es preferible que sea el otro, el que está enfrente. Al fin y al cabo, si esa situación malsana, equívoca, había sabido durar tanto tiempo, bien podía prolongarse unas semanas, tal vez unos meses. Algo encontraría que hiciera doblegar la cerviz al novillo. Algo podría ocurrir también, quién sabe, el mundo da tantas vueltas. Y si no, tan embarazoso resultaría el trámite ese mismo día que en Pascua o en Navidades del año que viene. Ya no podía hundirse más de lo que estaba en la ciénaga, ya no podía dar un paso más pues estaban todos dados excepto el último. Saber esperar es la mejor garantía para acabar llevándose el gato al agua, a no ser que los dioses lo dispongan de otro modo. Y si es así, entonces ya no hay sino hacer de tripas corazón y pechar con lo que venga. Pero claro, el partido que había tomado estaba tan por encima de sus antiguas esperanzas, y el de su hijo tan por debajo, que encontraba graves dificultades en reprimir su cólera.
   Ni siquiera las fiestas navideñas lograron aflojar un ápice la tirantez en las relaciones entre padre e hijo. Ambos se mantenían en sus trece y, dado que tanto el uno como el otro tenían el absoluto convencimiento de hallarse en posesión de la razón teológica, daban los dos por imposible la mera posibilidad, bajo la forma que fuese, de apearse del burro un solo instante. Excepto Teresa, que había acabado por conocer las causas de la bronca en labios de su marido, los demás miembros de la familia estaban in albis y se hubieran dado fácilmente con un canto en los dientes a cambio de averiguar las razones de ese formidable nublado que se les había metido en casa.
   Durante los meses que siguieron, ambos tenían la sensación de avanzar sobre un carro cuyas ruedas se hundían cada vez más en el lodo, sabiendo que de un momento a otro se iba a embarrancar, pero sin posibilidad ya de dar media vuelta y regresar a terreno seco y firme. Los dos sentían remordimientos. Hasta es posible que, de haber podido desenrollar la bobina del tiempo, tanto el padre como el hijo, sabiendo hasta qué punto su actitud contrariaba al otro, hubieran cambiado de parecer y adoptado la determinación contraria. Lamentablemente no tenían necesidad de leer a San Agustín, o Schopenhauer, o Manrique,  para saber que ni el pasado ni el futuro existen. Tan sólo nos es dado vivir el presente y aún así con reservas. En cuyo tiempo, hay que creerlo, reina el orgullo con báculo de hierro. No pudiendo pues echar atrás, no quedaba más que dar rienda suelta en el fuero interno a las recriminaciones y poco a poco a una mezcla de resquemor y desdicha, ocasionada por lo que no dudaban en calificar de ingratitud y egoísmo de la parte opuesta.
   Y con éstas llegaron a la víspera de San José. Teresa comenzaba a estar seriamente preocupada. Junto con sus hijas, preparaba la tradicional comida que solía reunir a las tres generaciones de José Colliure con objeto de celebrar la onomástica de todos ellos. Por un momento pensó en poner al corriente al patriarca de los Colliure, para que éste, mediante su autoridad, pusiera paz entre su turbulenta prole y dictaminara lo que debía hacerse. Pero conociendo la estofa tradicional de aquél, temió poner en un aprieto aún mayor a su hijo, al que también conocía demasiado bien y sabía que no cedería ni aunque lo asparan vivo. No, intuía que era preferible que su suegro no tomara cartas en ese asunto. Y sin embargo, en el fondo de su alma deseaba que fuera su marido quien prevaleciera también en esta ocasión, mas su lucidez de madre le hacía ver a las claras que ello no iba a ser así y cuanto antes se zanjara la cuestión, mejor sería para todos.
   En ello andaba, amasando sus ideas con la pasta de buñuelos y demás frutas de sartén, cuando entró Remedios en la cocina. Le bastó con echarle la mirada encima para saber que algo grave había pasado, pero no podía imaginar qué. Aquélla la miró fijamente en los ojos y se lo soltó:
   -Tu hermana ha muerto.
   -¿Qué dices?
   Parecía haberse instalado en la mente de todos que, tras el milagro, María de las Mercedes estaba destinada a la inmortalidad. Y aún no hacía tres años desde que se produjo la providencial manifestación de la potencia divina,  cuando ya era preciso constatar que se habían esfumado sus efectos. ¡Qué despilfarro! No obstante, se recuperó enseguida de la sorpresa, se lavó las manos, se quitó el delantal y ordenó a sus hijas, tan perplejas como lo estuvo ella al principio, que concluyeran todo, dejaran la cocina como los chorros del oro y previnieran a los hombres de la casa del luctuoso suceso.
  Poner el pie en la calle y comenzar a estallar una prolongada traca fue todo uno. Tras el estruendo y entre la nube de humo y el olor de pólvora, surgió la banda de música que se arrancó con un pasodoble.
                                      L´entrà de la Murta és un carro ple de flors......
   Las hermanas Santamaría se irguieron, levantaron el mentón y dando la espalda al jolgorio se encaminaron hacia el piso de la Plaza de la Constitución con buen ritmo.
   Todo el trayecto estuvo animado por la alada eutrapelia fallera. Remedios renunció a la relación de los pormenores a causa del ensordecedor e incesante ruido de los petardos. Los conocidos las saludaban festivamente, pero ellas, no habiendo tenido ocasión de concertar una actitud común, optaron por responder comedidamente, aunque sin revelar los motivos que las obligaban a abreviar las conversaciones y a apretar el paso.  
   María de las Mercedes yacía plácidamente en medio de su cama. La habitación se hallaba inundada de un sol que reverberaba sobre todo en las almidonadas sábanas y la impecable almohada en que reposaba la cabeza de la difunta con una estremecedora sonrisa en los labios. Una avispa revoloteaba sorteando las motitas de polvo que flotaban en el aire. Remedios se vio obligada a abrir de par en par las ventanas para que se fuera, pero enseguida se coló la frenética jarana de la calle.
   Según la costumbre, el entierro debía celebrarse el día siguiente. Mas ello era imposible, cómo iba el cortejo a hendir la marea humana que fluye, empujada por la corriente tumultuosa de la elación colectiva, a través de las calles de Sajará en un día de San José y con un cadáver a cuestas. El propio don Alejandro Perfecto vino a la casa mortuoria para asumir personalmente la decisión de retrasar un día el sepelio.
   Los Colliure se reunieron, como previsto, para la tradicional onomástica de los tres primogénitos vivos de la dinastía. La comida transcurrió en un ambiente glacial, excepto cuando en alguna ocasión una banda de música alcanzaba ese punto un tanto excéntrico de la población, y ello no por una razón, como era de prever, sino por dos, aunque el patriarca de la estirpe, ignorando la primera, lo echó todo a espaldas de la segunda.
   A media tarde, las mujeres se acicalaron, vistieron sus lutos y acudieron al velatorio. El cual, por cierto, fue un suplicio para todas ellas, ya que la Plaza de la Constitución era el centro neurálgico de la ciudad y por lo tanto, en tal día, de la fiesta más sonora del mundo entero, sin exageración alguna. Incluso se alzaba en medio de ella una falla que debía ser quemada, con profusión de música y fanfarria, a las doce en punto de la noche. Luego, las serenatas, a veces goliardescas, de los borrachos no remitieron hasta altas horas de la madrugada. Con todo, el beaterío no alcanzó a hilvanar un solo rosario completo sin ser brutalmente interrumpido.
   Al día siguiente, al amparo de la extenuación pública, se llevaron a cabo las ceremonias de la inhumación. Don Alejandro Perfecto ofició la misa de réquiem y acompañó el cuerpo hasta el pie de la fosa para decir el responso. Por cierto, el padre Vadillo brilló por su ausencia.
   La urbe necesitó veinticuatro horas para recuperar su pulso normal. Sólo entonces comenzó a correr el rumor de que Mercedes Santamaría, la mujer que había hecho descender hasta Sajará la mirada de Dios, había muerto y hubo opiniones para todos los gustos.












                                                                 XXVII


   El veinte de febrero de mil novecientos veintiuno sortearon a José Colliure. Sacó el número 24, lo que significaba África. Ese día se retrataron todos los de casa en comodidad. Si se estudia la fotografía, los rostros aparecen confiados. Cierto que una parte de dicha serenidad debe atribuirse a la pose, qué duda cabe. Sin embargo, la situación no tenía nada de ineluctable. El regidor podía, y en su fuero interno albergaba el absoluto convencimiento de que debía, pagar un sustituto. En aquella época todavía estaba permitido hacerlo cuando se trataba de un destino en ultramar. Así que, aunque el procedimiento fuera intrínsecamente injusto, para evitar aquello de “Hijo sorteado, hijo muerto y no enterrado” con que jovialmente la turba espetaba, a la salida del Ayuntamiento, a las familias que habían sacado números bajos, estaba absolutamente decidido a hacerlo. Más aún tratándose de Marruecos, en cuyo caso solía añadirse: “Diez mozos a la quinta van. De diez, cinco volverán.”
   Pero claro, el taimado Colliure estaba también dispuesto a utilizar esa baza inesperada para solucionar, como es debido, otro asunto que tenía pendiente con su díscolo retoño. Bueno, acaso no tan inesperada. Tampoco sería de extrañar, si se considera el brillo de inteligencia que se desprende de su mirada, que hubiera deseado incluso el advenimiento de tal circunstancia, pues, ya se sabe, un clavo puede sacar a otro clavo.
   Por aquellas fechas, el Ejército de Marruecos se hallaba en plena actividad expansiva. Durante el pasado mes de octubre había ocupado las plazas de Dar-Drius, Tafesit, Midar y Xauen, así como la Alcazaba de Tetuán-Yebala. El general Berenguer, tras visitar las cabilas locales, se declaró “muy satisfecho de la labor realizada por el ejército en pocos meses”, añadiendo que “en el otoño estará sometido todo el litoral mediterráneo de nuestro protectorado.” Sin embargo, a principios de verano, en una conversación que se pretendía privada con el Comandante General de Melilla, el fogoso general Fernández Silvestre, quien conservaba, por decisión real, el mando directo sobre las tropas, le conminó a que no progresara sobre Alhucemas hasta no tener fortificados y convenientemente abastecidos los puestos avanzados. Éste, veterano de la guerra de Cuba y con dieciséis heridas de guerra en su hoja de servicios, sabiéndose además apoyado por el monarca e incluso, según las malas lenguas, enviado por él para que acabara, mediante cuatro trallazos y antes del 25 de julio, fiesta del apóstol Santiago, con el problema africano, la tenía pensada de manera muy distinta. Así que la conversación fue tan ruda, que sus palabras trascendieron a la marinería de la cañonera en que tuvo lugar, obligando a un comandante a prevenir a ambos militares de que sus voces se oían en todo el barco.
   El general Fernández Silvestre, desobedeciendo las órdenes de su superior, se dejó convencer por una delegación de la cabila de Tensamán y el 1 de junio cruzó el río Amerkan con un contingente de mil quinientos hombres, estableciendo una posición en el monte Abarrán. En cuanto los rifeños iniciaron el ataque, la harka “amiga” de Tensamán se les unió y entre todos hicieron una carnicería con los españoles. Aquello fue el primer acto de la debacle que se produjo durante los meses siguientes y que pasó a la historia con el nombre de desastre de Annual. Las posiciones españolas comenzaron a caer como un castillo de cartas. Iberiben fue tomada sin que las tropas españolas fueran capaces de auxiliarla, tan sólo dos soldados lograron escapar. Silvestre tuvo que ordenar a sus cuatro mil hombres, que desde hacía días sufrían un cerco tan duro que les obligó a beber orines, a iniciar una retirada, que ni siquiera había sido organizada militarmente, hacia Annual. En una o dos horas cundió el pánico y dicha retirada se convirtió en estampida. El Comandante General Fernández Silvestre perdió la serenidad y se pegó un tiro, prefiriendo la muerte a caer en manos del enemigo. Los blocaos conquistados en la ruta de Alhucemas se iban derrumbando uno tras otro. Más de diez mil soldados españoles, muchos de ellos originarios de Sajará, fueron cazados como perdices, o bien capturados y enseguida fusilados o pasados a cuchillo o decapitados, durante aquella retirada ignominiosa. Tan sólo a las puertas de Melilla consiguió el Ejército español detener a la enardecida harka.
   José Colliure leyó, horrorizado, todo aquello en “El Mercantil Valenciano”. No, a su hijo no se lo van a arrebatar así como así. Y menos aún para ir a defender las minas de los potentados. Estaría eso bueno, con lo que le ha costado de criar. Con lo que le está costando de enderezar y llevar a buen puerto. Por mucho que los pregoneros de gloria hablen de patria y de honra, esa negra honra española con más cabos que pulpo, a él no le convencen. Él sabe demasiado bien lo que vale ese oropel, esa facilidad oratoria. Y entiende sobre todo su significado esotérico.
   Plegó bruscamente el periódico y lo echó sobre la mesa. Luego lanzó una mirada furibunda a través de la ventana de La agricultura hacia la plaza de la Constitución. Ya tenía medio apalabrada la cosa con el padre del sustituto. Ahora había que cerrar el trato antes de que la noticia acabara de divulgarse, antes de que cundiera realmente el pánico entre aquellos que leen poco los periódicos.
   Sin aguardar más, se levantó y salió del casino.
   Llegado que hubo el mes de septiembre, el Ayuntamiento acordó suprimir las fiestas patronales, como muestra de duelo por todos aquellos sajaranos que encontraron la muerte en la reseca glera africana y cuyos cadáveres quedaron para pasto de buitres y chacales, destinando asimismo una suma de mil pesetas a aquellos que todavía estaban vivos y necesitaban cuidados o atenciones. El clero, por su parte, convocó una manifestación patriótica y se encargó de recaudar más dinero.
   Colliure intervino en la votación municipal, dio su óbolo cada vez que se le pidió y asistió a todas las misas, pero con el ánimo sosegado de quien sabe que no va a pechar con la sangre de los suyos, por mucho que el gobierno ya estuviera concentrando tropas en Melilla con objeto de recuperar el territorio perdido.
   José Colliure, por su parte, salía todas las tardes de casa con los zapatos más limpios y relucientes que una patena, tan ajeno a todo ese desastre nacional que el regidor se preguntaba si, ocupado como estaba en sus idas y venidas a Riera, donde dudaba que la gente leyera los periódicos, estaba siquiera enterado de ello, si sabía acaso que en el lugar hacia el cual debía embarcarse dentro de tres meses acababan de morir, desollados como conejos, más de doce mil soldados, en menos de una semana, si había oído hablar de cómo se las gastaba la harka rifeña y de que, aquellos que podían, preferían pegarse un tiro en la sien antes que caer en sus manos. Una nueva conversación con el pimpollo se imponía, pero primero convenía sembrar, aquí y allá, periódicos abiertos en las páginas más sugestivas.
   Un día de los días, Colliure decidió que la facienda no podía demorarse más. De modo que renovó el mismo protocolo que en la ocasión anterior, a pesar de que padre e hijo habían estado casi un año prácticamente sin hablarse. Ambos se mostraron serios, aunque distendidos. El regidor no sabía si aquello era buen signo o malo. Fumaron un buen rato en silencio sin que éste diera muestras de querer entrar en materia. Al cabo se decidió a salir de su meditación búdica, incorporándose con movimiento brusco para echar la ceniza en una ornamentada cratícula, que a tal efecto se hallaba sobre la mesa, al tiempo que comenzaba a hablar.
   -Te he pagado un sustituto. No voy a dejar que te envíen a ese moridero de ratas.
   José Colliure guardó silencio.
   -Ello no me lo debes a mí, sino a una larga serie de generaciones de Colliure que han afirmado, entre todas, la posición que detentamos ahora. Durante su vida, ninguno de ellos hizo lo que le dio la gana, sino que observaron los intereses de la casa, del solar paterno. De otro modo, no hay linaje que dure; las energías se dispersan, pierden cohesión y se difuminan, hasta el punto que, en la niebla de los tiempos, se les oculta la pertenencia a un tronco común. Con ello quiero decir que en el momento presente te toca a ti comportarte como un verdadero Colliure y actuar pensando en los tuyos, sin dejarte arrastrar por tu egoísmo de circunstancias.
   -Eso suena a chantaje.
   -Eso suena a inveterado sentido común. Y no me hagas perder la paciencia como la otra vez.
   Colliure no replicó. Tampoco podía condenar de manera irrevocable al regidor sólo por tener esas ideas tan anticuadas. Intuyó igualmente que si había un momento para mostrarse persuasivo, pedagógico, era ése. Al fin y al cabo, por mucho que su padre esgrimiera conceptos que parecían sacados de un templo de la era faraónica, no se le podía negar su voluntad argumentativa, el cuidado por poner sus razones en orden y hacerlas avanzar en conformidad con una estrategia deliberada, inductiva. Mientras que él había respondido, es cierto, con el rechazo absoluto y la provocación.
   -Muy bien, procuraré esta vez hablar razonablemente y expresar, si me lo permite, mi punto de vista de la manera más objetiva posible. Comprendo que, sin el matrimonio con la hija de Casadavant, el clan de los Colliure deja pasar una oportunidad formidable de situarse en el frontispicio mismo de todo el edificio sajarano, lo que equivaldría a adquirir la potestad de meter baza en todo lo que de importante se cueza en el interior de los muros de la ciudad y su zona de influencia. Sin olvidar que el patrimonio familiar experimentaría, a la larga, un incremento insospechado. Todo ello resulta obvio, haría falta tener los ojos rebozados en polvo de vidrio para no verlo. No obstante, el mundo ha cambiado de modo considerable en los tiempos que vivimos. Hoy en día, ciertas fortunas crecen en proporción geométrica mucho más rápidamente que antaño y mediante procedimientos distintos a los de la sobada política matrimonial. Asistimos a una gestión diferente del dinero, la cual está destinada a romper los rígidos moldes de la sociedad establecida. Un modelo basado en la nueva dinámica creada en torno a la evolución del capital prevalecerá frente al valetudinario sistema basado en el valor de la tierra. No se podrá vivir de rentas, sino de réditos. No se medrará adquiriendo campos, sino lanzando inversiones o especulando. Según ese nuevo estado de cosas, puede que lo que no se gane por un sitio venga por otro y por lo tanto también cabe la posibilidad que mi matrimonio con Consuelo Mayorino no comporte, a los esforzados Colliure, la catástrofe que usted vaticina.
   El regidor era consciente que las palabras de su hijo movían una considerable carga de razón. Sin embargo no pudo evitar una réplica fácil.
   -Por supuesto, pero no me negarás que más vale pájaro en mano que ciento volando. Y que cuanto más azúcar, más dulce. Desperdiciar una oportunidad así es como ofender a la providencia divina. Y ya conoces el refrán: ni tomes cohecho, ni pierdas derecho. El hombre cabal es el que utiliza legítimamente todos los medios que tiene a su disposición.
   José Colliure echó una mirada a su alrededor como buscando algo, hasta que sus agudas pupilas detectaron la gaceta local en una estantería situada más allá del escritorio paterno. Se levantó para recogerla y, pasando por delante del regidor, se la ofreció.
   -Ahí tiene, padre, la agenda de la oligarquía local, la flor y nata de la Restauración en Sajará, la privativa y reducida casta de individuos cuyos actos merecen ser consignados. Fuera de ella, no hay existencia posible. Fuera de ella, ni salvación ni salud. Observe cómo sus apellidos se construyen mediante la permutación de un número no superior a diez o doce variables. Vivimos en una sociedad endogámica que acabará produciendo vástagos, si es que no los ha producido ya, tan degenerados como los engendrados por la Casa de Austria, durante los siglos de su reinado y contra eso no vale ni espuela de oro ni vira de plata. Usted sabe tan bien como yo que hay mucho Carlos II por aquí, vegetando a la sombra espesa de macizos muros, en casi todas las casas con abolengo que jalonan esta ciudad de los pantanos en que dormimos, desde hace siglos, un sueño palúdico.
   El regidor no se esperaba una contraofensiva tan bien trabada y de tal envergadura, de modo que optó por arrebujarse en un humo blanco y vedijoso como un manto de lana, adoptando a la par una expresión de esfinge. El muchacho no era dulce de sal, desde luego, y movía bastante razón, pero no la tenía, no al menos del todo. Era de cajón que su obligación era cerrar el pico, casarse con la hija de Casadavant y punto. Qué manera de darle vueltas al poste por una sensiblería. Que se case con ella y luego ya capearemos los tiempos conforme vayan viniendo. Está claro que hemos entrado en la era del automóvil y la cotización en bolsa, pero en la acrópolis de los pantanos, como él dice, tardará aún en penetrar la modernidad, tiene demasiado enteras y robustas las murallas para que se abran paso las innovaciones. Aparte de que siempre queda el recurso de echar mano a la Guardia Civil o al mismo Ejército. Nos quedan aún varias generaciones para adaptarnos a los cambios que no hacen sino despuntar a lo lejos.
   La voz de su hijo lo sacó de sus cavilaciones.
   -Además, padre, cada cual debe asumir su propio destino. Si una bala me está destinada en África, no tiene por qué encontrar el pecho de otro, tan sólo porque la miseria lo forzó a ocupar mi lugar. Fui yo y nadie más que yo quien sacó el número veinticuatro, por lo tanto es a mí a quien corresponde ir a Melilla. Imagínese cómo se sentiría el padre de ese chaval si le mataran al hijo, sabiendo que ha mercado su vida por un manojo de billetes.
   -Imagínate cómo me sentiría yo si me mataran al mío por no haber dado ese manojo de billetes. El mundo es como es. Y como no lo vamos a poder cambiar, no hay sino aceptarlo cual se nos presenta. Además, ¿qué diablos va a estar tu destino en África? Que vayan los hijos de quienes han invertido en sus minas, allá abajo. Pero tú no pintas nada allí. Y de la manera que sea voy a evitar que vayas.
   -Ni yo, ni ningún otro español, tenga o no minas, ni acciones en minas, pintamos nada allí. No obstante, mientras exista el servicio militar obligatorio y el Gobierno siga obcecado en esa política insensata, que vayan los que les ha tocado en suerte o, para el caso, en desgracia. Eso me parece lo menos malo y, dentro de lo que cabe, lo más digno.
   -Sea digno o indigno, no irás. Y no se hable más del asunto. Yo asumo la dignidad o indignidad de lo que se haga en esta casa.
   -Lo siento, padre, pero sí iré. Jamás aceptaré que otro embarque en mi lugar. La vida de un hombre, sea pobre o rico, es algo demasiado grande e incomprensible como para ensuciarlo con dinero. No cuente conmigo para ello.
   Colliure se puso en pie de un salto. Otra vez la ceniza del puro le cayó sobre los pantalones.
   -Te digo que no irás.
   Los ojos se le salían de las órbitas. Apagó precipitadamente el puro en el interior de la crátera y se encaró de nuevo hacia su hijo. Se le acercó tanto que sus egregias narices casi se rozaron.
   -¡No irás! A menos que pases por encima de mi cadáver.
   Tras decir esto salió del despacho dando un espléndido y fenomenal portazo.

                                                                XXVIII


   A mediados de octubre, Colliure, viendo que no era posible doblegar la voluntad de su hijo, escribió a don Emeterio Muga para que éste hiciera cuanto pudiera para acogerle en las mejores condiciones. El militar respondió a vuelta de correo asegurándole que lo tomaría a su cargo y velaría por él. Una semana más tarde, llegó nueva carta de don Emeterio en la cual le comunicaba que, pasado el período de instrucción, su recomendado pasaría a desempeñar las funciones de ordenanza de a caballo bajo sus órdenes directas. Ello tranquilizó un tanto al atribulado padre, mas no logró extirparle el despecho que sentía por no haber sido obedecido en su propia casa. Aparte de eso, por muy ordenanza de a caballo que fuera de un Teniente Coronel de Estado Mayor, ello no le eximía de su calidad de militar en estado de guerra, en un país ocupado que detestaba hasta la médula al invasor. Los tres años que se avecinaban iban a ser terribles y Colliure se preguntaba cómo los iba a sobrellevar.
   Desde el Ateneo Mercantil de Valencia le escribió una última carta a don Emeterio Muga para agradecerle, sincera y calurosamente, el interés y la benevolencia que había mostrado para con su hijo. Añadiendo que no hubiera podido imaginar mejor destino para él que el de servir a sus órdenes directas. Dios guarde a usted muchos años, etc. La moral de Colliure cayó peñas abajo en una sima a la que no le veía fondo.
   Ya no hubo más discusiones en casa. El regidor se replegó en un mutismo digno. Redujo al mínimo sus desplazamientos a Valencia y pasaba lo más claro de su tiempo recluido en su despacho. Cada vez comía menos y durante las noches, a menudo, se desvelaba e iba a encerrarse en su cubil. Teresa observaba todo ello con preocupación extrema. Por momentos se levantaba en ella un sofoco de rabia que le daba unas ganas irrefrenables de plantarse ante su hijo y darle uno de esos tapabocas de ida y vuelta que no se olvidan en la vida, pero la certeza de que también él tenía sus razones muy reales la retenía. Un hombre como Dios manda, no puede vivir de espaldas a su conciencia.
   Pasada la primera semana de noviembre, visitados y agasajados los muertos de casa en sus tumbas, renovadas las flores de sus búcaros, llegaron los primeros fríos y las primeras lluvias. Durante dos semanas seguidas, Sajará fue asediada por una cohorte de nubes cárdenas, ensombreciéndola tanto que, a mediodía, daba la impresión de estar anocheciendo, lanzando sin tregua una tupida cortina de saetas que se estrellaban con estrépito sobre los tejados y el pavimento. El río traía un agua mezclada con sangre que arrastraba troncos y matorrales, hervía y daba empellones en las márgenes, llegando a dos dedos escasos del desbordamiento.
   Colliure se atrevió un par de veces o tres, meticulosamente enfundado en un impermeable con capucha, a desafiar a los elementos desplazándose a Riera. Claro que llegaba con unos zapatos que no brillaban como solían y luego transcurría el resto de la visita secándose ante la chimenea.
   Consuelo no sabía nada del rechazo de que era objeto por parte de su familia política, pero al final Colliure no pudo ocultarle el litigio que lo enfrentaba a su padre por el asunto del sustituto. La novia no tenía ni la menor idea de que aquello podía hacerse. Sin embargo, una vez al corriente, se aferró a esa posibilidad e hizo cuanto pudo, que fue mucho, para que su prometido se plegara a la voluntad paterna. Viendo que tampoco ella conseguía que diera su brazo a torcer, le recriminó amargamente su actitud, de modo que los últimos días en Riera estuvieron igualmente cargados de acrimonia.
   La noche del veintisiete de noviembre, ya de madrugada y por lo tanto  iniciada la primera hora de un lunes veintiocho de noviembre, Colliure entraba algo abatido en Sajará. La galerna rugía sobre su cabeza. La ciudad dormía en la oscuridad, batida desde todos los flancos por los dardos fríos de la lluvia. Ante él oyó la estremecedora campanilla de un viático y se le heló la sangre. A través de las tinieblas sólo pudo vislumbrar, casi adivinar, el triste cortejo, pues éste abordaba la calle del Pozo, en dirección a la plaza de Los Molinos, mientras que él avanzaba todavía al abrigo del muro del Convento. Algún vecino suyo había elegido esa noche desapacible para emprender el último viaje. Apretó el paso.
   Al irrumpir en la plaza de Los Molinos, le dio un vuelco el corazón, pues reconoció la puerta que se abría, derramando una luz de cirios sobre el reluciente pavimento, como siendo la de su propia casa.
   Por un instante interminable, brillaron los oros de las cruces y el albor de las casullas avanzó, traspasando el umbral. Arreció la lluvia y la sintió resbalar por sus mejillas. Arrancó a correr logrando detener la puerta justo antes de que el mecanismo del cerrojo se ajustara. Notó cómo la fuerza que la empujaba de la otra parte cedía a su impulso y el paño giraba sobre sus goznes. Apareció el rostro enjuto y severo de la madre, en sus ojos brillaba un fulgor que le causó espanto, confiriéndole un vacío insoportable en el ser, listo para ser llenado con el licor amargo de la culpa.
   Sin decir palabra, Teresa cerró al fin la puerta y echó a andar. José Colliure la seguía levitando como en un sueño, deseando con todas sus fuerzas que lo fuera y no la desabrida realidad que vaticinaba, sin acabar de comprenderla. Mientras ascendían la escalera, percibió como en un susurro las palabras rituales que pronunciaba ya el sacerdote. La escena que a continuación se produjo le pareció haberla vivido ya, la madre enfiló, haldeando con majestuosa decisión, el interminable corredor, flanqueada por las dos filas de estantiguas sentadas en sillas de enea, silenciosas ante la presencia del cura. José Colliure avanzaba con la vista gacha, como queriendo ocultarse tras las faldas maternas, observando con atención obsesiva el raso de las mismas rozando los negros zapatos del enlutado beaterío.  
   Tras haber caminado por las entrañas de una noche sin luna y sin estrellas, el resplandor intenso que refulgía en aquella habitación lo cegó, apenas pudo distinguir algo de las manipulaciones de aquellos fantasmas solemnes. Una vez hubieron acabado de desfilar en silencio, José Colliure se encontró cara a cara con lo inevitable. Su padre se hallaba tendido en esa cama coruscante como una hostia en el fondo de un cáliz. Respiraba sin dificultad, pero no parecía conservar la consciencia. Costaba trabajo creer que aquel hombre duro y robusto como una estribación de montaña, que parecía destinado a vivir eras geológicas, se encontrara en aquella situación a sus cuarenta y seis años.
   José Colliure se apoyó en los barrotes de la cama y por un momento miró hacia otro lado, como si quisiera negar la evidencia o evitar, provisionalmente, mientras invocaba las fuerzas requeridas para asumirlo, su dolor. Pero fue entonces cuando empezaron a brotar, incoercibles, las lágrimas. Irremisibles lágrimas que siempre llegan tarde a todas sus citas, cuando ya todo está consumado.
   Bordeó la cama y se dejó caer de rodillas ante el rostro impasible de José Colliure. Le tomó la mano caliente y se le quedó mirando sin parpadear, como aguardando a que cayera sobre él la inapelable, a la par que justa, sentencia de ser convertido en la estatua de sal de quienes no merecen ni irse ni volver. Entonces, desde el umbral, le llegó la voz de su madre.
   -Díselo. A lo mejor todavía te oye.
   José Colliure se volvió para mirarla. Su rostro se había dulcificado. Ella se había resignado la primera, pero es que ella estaba en paz con su alma.
  -¡Padre! ¡Padre, perdón!
   Y escondió el rostro en la inmaculada e infinita albura de la sábana.
   Toda la noche la pasó en vela, sentado en un butacón, esperando a ver si el regidor recuperaba, aunque fuera momentáneamente, la consciencia. En el butacón de enfrente, impávido, se hallaba el patriarca de los Colliure. De cuando en cuando, una de las hermanas entraba en el cuarto, echaba un vistazo al moribundo y al comprobar que se encontraba igual, se acercaba a ellos para preguntarles si querían una infusión, o un café. Pero Colliure no quería nada, sino despertarse y que todo fuera distinto. También se presentaron alguna que otra vez sus hermanos, tratando vanamente de entablar una conversación que pronto declinaba.
   A las nueve en punto de la mañana, José Colliure dejó de respirar y así, sin más, fue a reunirse con sus antepasados, con todos los Colliure que en este mundo habían sido. José Colliure le cerró los ojos.
   El sepelio se produjo, según estipulan los cánones, al día siguiente, tras una noche de velatorio propiamente dicho. Reunió toda la pompa y solemnidad que se debe a un miembro del consistorio municipal. Don Alejandro Perfecto ofició en el Convento una misa de cuerpo presente a la que asistió el Ayuntamiento en pleno y luego un numeroso cortejo acompañó los restos mortales del regidor hasta el cementerio, a pesar de las inclemencias del tiempo.
   Durante la última despedida del duelo, José Colliure contemplaba el hierático cadáver de su padre, comprimido dentro del ataúd, reposando sobre la mesa de piedra alrededor de la cual estaba circulando en silencio todo Sajará.  Desde allí, como ya antes desde el catafalco de la iglesia, parecía repetir sin tregua, como un mantra abrumador que se va cargando de energía y que amenaza con acabar derribando las paredes y desarraigando los cimientos de los edificios, su postrer y categórica resolución, su empecinada negativa: “¡No irás! ¡A menos que pases por encima de mi cadáver!”
   Sólo cuando don Alejandro Perfecto hubo dicho su responso y la boca de la fosa quedó sellada con una pared de ladrillos, José Colliure dejó de oír aquella voz. Atrás quedaba, mudo para la eternidad, José Colliure, enterrado en el lugar destinado a los miembros de todas las corporaciones municipales de Sajará, habidas y por haber, mientras el mundo sea mundo.
   El jueves ocho de diciembre de mil novecientos veintiuno, José Colliure se embarcó hacia Málaga, para de allí pasar a la plaza de Melilla.













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