sábado, 16 de julio de 2022

SÍNTESIS DE "NACARADO ATARDECER Y OTROS RELATOS".

  




   





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Se trata de una colección de tres relatos ambientados en entornos muy distintos. El primero de ellos, “Alboroto en la orden,” se desarrolla en Londres y se inspira en un episodio de la vida del poeta irlandés William Butler Yeats (1865-1939), cuando protagonizó un rudo encontronazo con el ocultista Aleister Crowley (1875-1947). El segundo, “Nacarado atardecer”, trata de una historia familiar que tiene lugar en los alrededores de Niza, la vieja oposición entre los enemigos hermanos. Finalmente, el tercer relato, “Dos alegorías, una dentro de la otra”, acontece en una imaginaria ciudad de segundo orden, ubicada en alguna parte del País Valenciano. Los tres relatos de la presente entrega indagan en el enrarecido y, las más veces, siniestro espacio que constituye el terreno de caza de la jauría humana, hasta descubrir la minúscula gota de luz que siempre brilla en algún lugar.


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UNA MAÑANA DE NIEBLA EN EL PROPIO JARDÍN





 Leer una novela propia, tras casi veinte años de haberla escrito, puede provocar una impresión curiosa, a medio camino entre la del autor y la del lector; el sujeto reconoce, los rememora como salidos de su conciencia, retazos de prosa y descubre otros, caídos por completo en el olvido. Ante sí tiene un paisaje encubierto a veces por densas pacas de niebla, deslumbrante bajo el sol en otras. Sin dejar de reconocer el texto como suyo, se decanta inexorablemente hacia una visión exterior que le obliga a plantearse una serie de preguntas. Entonces siente que el escritor de aquel tiempo comienza a trepar por su espalda para acabar instalándose sobre su hombro izquierdo y, desde allí, procede a responderlas.

   ¿Cuál es realmente el tema de la novela?

   Dos temas -le oí decir – me propuse desarrollar en la obra, los cuales podríamos denominar de este modo:

  1. El vértigo constante de una conciencia, incluso cuando se ocupa de temas insignificantes.
  2. La navegación sin gloria, la navegación de cabotaje, en la que no se pierde de vista la costa.

 Por cuanto se refiere al primero, la primera circunstancia que cabe precisar es que Guillermo Trilla es un nombre motivado, insinúa que su propietario está continuamente trillando, triturando la mies y separando el grano de la paja. Su conciencia muele constantemente su preocupación del momento. Numerosos aspectos de la misma le irritan: la pérdida de tiempo (un tiempo que le falta para la escritura y que también le roba su profesión), la hora tardía de la reunión, el mal tiempo atmosférico que se anuncia, el fracaso del proyecto también y después de todo. Forzosamente hay muchas vueltas atrás en el tiempo del discurso: analiza las circunstancias en las que se vio embarcado, prácticamente contra su voluntad, por no saber decir no, en la construcción de ese hermanamiento entre dos ciudades. El futuro también está en su punto de mira, pues hacia él apuntan sus planes personales, tiene un proyecto literario que desarrollar, unas viejas memorias que duermen en un cajón, unas anécdotas en su recuerdo y debe igualmente aprender a escribir. Y lo trabajan también el mundo de los sueños y los temores y las angustias personales, que tampoco controla. La actualidad del momento que no puede dejar de comentar y el mundo que le ha tocado vivir que no puede dejar de analizar. En suma, un vértigo producido por un vórtice que no acaba nunca de girar.

 El segundo de los temas lo expresa muy bien este proverbio: “Los hay que prefieren ser cabeza de ratón a cola de león.” Y también los hay que por nada del mundo se resignarían a ser cabeza este insignificante animal, prefiriendo pasar de incógnito por el escenario. Estamos en esa franja intermedia de personas, que lo mismo pueden deslizarse hacia lo uno como hacia lo otro. Trillado significa también demasiado usado, banalizado, por lo que ya no presenta novedad ni sorpresa alguna, ni interés. En cualquier caso, incluso para las cabezas de león, faltan las grandes causas de antaño, el sistema se ha ocupado concienzudamente, empleando todos los medios a su alcance, en borrarlas de la faz de la tierra y de ahí esa desconfianza profunda tan postmoderna. Este tema está en relación directa con el del compromiso social del individuo y suele ser fuente de no poca frustración. Además, nadie quiere pasar a la historia al modo del Señor Poubelle… Metido, mal que le pese, en una pequeña causa de esta naturaleza, el indeciso Guillermo Trilla se ve estorbado por una contradicción molesta y el resultado de su misión le produce un sabor agridulce: ha fracasado al tiempo que se ha liberado, pero no importa mucho, ni tenía la misión de Colón, ni la de Magallanes. Ahora bien, el lector deduce con ello que el mundo es un navío que hace agua por todas sus costuras y que, posiblemente, así no vaya a ninguna parte.

   ¿Cómo surgió la idea de esta novela?

   La fábula posee en ella una importancia muy secundaria con relación al discurso. Según ello, el origen habría que buscarlo más bien en mis reflexiones de aquella época respecto a la teoría y práctica de la novela, un tanto acicateadas, no forzadas porque mi interés por el género cabe retrotraerlo hasta la misma infancia, por las oposiciones que tuve a bien pasar unos años antes y recuerdo que en el programa figuraba el Quijote y también la novela hispanoamericana, ejemplificada particularmente con “Hijo de hombre” de Augusto Roa Bastos. Y recuerdo también que el enunciado de la disertación fue más o menos éste: ¿Hasta qué punto puede afirmarse con Milan Kundera que la novela es el género de la complicación? Sin embargo, aquello podría haber dado lugar a otra novela hasta cierto punto distinta por estar apoyada en una anécdota diferente. ¿Por qué precisamente “Navegación de cabotaje”? Pues porque el argumento fue, en gran parte, autobiográfico. La historia del hermanamiento de marras es cierta e hizo que entrara de nuevo en contacto con gentes con quienes compartí un compromiso político tan intenso como frustrante. Y en ese sentido, mi precipitado autoexilio en Francia se parecía mucho a una huida de conveniencia y algo vergonzante, con las contradicciones internas y un ligero sentimiento de culpabilidad que ello supuso. También por el final de opereta que tuvo la aventura, el cual casi resultaría cómico si no fuera porque no deja de ser un signo de nuestros tiempos y del estado en que se encuentra la política.

   ¿Cuáles eran tus influencias literarias o artísticas?

   Mi respuesta es simple, un escritor, particularmente un novelista, debe leerlo todo y dejarse impregnar por todo, sólo así se adensará su prosa. Cierto que esto es una hipérbole y una imposibilidad física. Con ello quiero decir que no debe hacer ascos ni a los géneros, ni a las épocas. Aplicando, por supuesto, su buen criterio, de ello depende su oficio. Cortázar dijo una vez que no entendía por qué la gente sigue hoy en día leyendo a Galdós. Yo no pienso de este modo. En mi opinión, un novelista que quiera escribir en español debe leer todo lo que pueda de Galdós, al menos sus novelas esenciales como “Misericordia”, “Tristana”, “Fortunata y Jacinta” y las de Torquemada y otras, hay mucha tela en Galdós, pero todo es preciso. Como hay que leer a Baroja, a Unamuno y a Valle Inclán, sobre todo a este último, porque todo en él es precioso. Ahora bien, es cierto que no hay que escribir como ellos, porque ha pasado mucha agua por el río.

   Para escribir en el siglo XXI, además de eso y de los grandes clásicos de todos los tiempos y de la Biblia que sigue siendo, desde el punto de vista literario, uno de los ríos más caudalosos de Occidente, y de las Mil y una noches y del Quijote, por supuesto, personalmente me apoyo en estos cuatro pilares: García Márquez, Umberto Eco, Borges y Marcel Proust. Sin desdeñar otros como Ítalo Calvino, de quien proviene la cita inicial de Navegación de cabotaje. El día 11 de septiembre del 2001 di por primera vez una clase de “prepa” literaria y comencé a trabajar “Crónica de una muerte anunciada”. Al llegar a casa, mi esposa me dijo: Pon la tele, que creo que ha ocurrido algo en los EEUU. No dejé de hacerlo durante 12 años, en parte porque, claro, cada año los alumnos eran distintos, pero también porque esa pequeña obrita es inagotable, cada lectura, incluso cada estudio que se hace de ella, aporta algo nuevo, un detalle significativo, una técnica nueva, una expresión feliz que había pasado inadvertida en las lecturas anteriores. He perdido la cuenta de las veces que he leído “El nombre de la rosa.” Por mucho que se lea “El Aleph”, su prodigiosa, impecable y eficacísima estética surtirá su efecto y cada vez nos sorprenderá indefectiblemente la gradación consagrada a Beatriz Viterbo y que culmina con el sintagma: “soy yo, soy Borges.” También recurro a menudo a la autosuficiente prosa de Proust que, como la de la segunda parte del Quijote, reincide en sí misma, se alimenta con su propia carne y acaba por hacer olvidar todo lo demás, argumento incluido.  

   Cela y Umbral han mostrado cómo se puede seguir utilizando la inagotable vena del barroco en la escritura actual. E Isabel Allende, en “La casa de los espíritus,” prueba que el mejor realismo mágico no tiene por qué reducirse a García Márquez.

   Por otra parte, la novela de nuestros días ha acabado pareciéndose mucho al ensayo, adoptando muchas de sus técnicas y recursos, por lo que conviene revisitar también a los grandes ensayistas como Montaigne.

   Sin olvidar otros géneros como la poesía. En mi caso, tuve el privilegio de tener como profesores de literatura en la Universidad de Valencia a los poetas Guillermo Carnero y Genaro Talens, ambos pertenecientes a la llamada generación de los “novísimos,” Castellet dixit. De entre los cuales uno de mis preferidos es Antonio Colinas, el poeta que busca nombrar el numen que se esconde en la tierra.

   ¿Cuáles serían, las costas a las que metafóricamente aludes?

   Esa navegación de cabotaje, la que no pierde de vista la costa, la que no utiliza ni conocimientos ni instrumentos sofisticados, simboliza el conformismo, la negación de la aventura y esas costas que sirven de imprescindible punto de referencia son la rutina, la seguridad cobarde del marinero inexperimentado, o limitado en sus conocimientos, que no cruzará jamás el océano y que, probablemente, ni siquiera se lo ha planteado. El drama de Guillermo Trilla es que encaja perfectamente dentro del molde que fabrica este tipo de personajes, aunque, a pesar de ser por completo consciente de ello, como los polos del mismo signo se repelen, no puede evitar que los otros, que pertenecen poco más o menos a la misma cuerda, le provoquen una cierta desdicha, como dice el narrador de Crónica le provocaba el coronel don Lázaro Aponte.

   ¿Qué tipo de público tenías pensado a la hora de escribir la obra?

   Cualquier escritor, con vocación exclusivamente literaria, dirige todos sus textos a su lector ideal, a quien coloca en un pedestal, por eso se lo pone tan difícil, porque lo cree capaz de realizar la descodificación que lo llevará al mismo producto que él ha concebido en un principio. Ese tipo de lector diestro y eficaz existe. El editor español que, según cuenta la leyenda, le rechazó a García Márquez “Cien años de soledad” lo aprendió a sus expensas y todavía, si vive, se estará mordiendo los dedos, pues esa cumbre de la literatura, esa Biblia de América latina como la calificó Carlos Fuentes, ha sido también, y lo sigue siendo, uno de los grandes best-sellers de nuestro tiempo. Digo esto, por supuesto, salvando las distancias.

   Y en tal punto, sin despedirse, dio un salto y se agarró a una rama baja del abedul, desde la que pasó a otra y luego a otra, hasta que se perdió en la niebla.



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PRIMER CAPÍTULO DE "ESTÁS AQUÍ, CONMIGO."

 


   




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Era la segunda vez que el inspector Néstor Páramo intervenía en Sajará. Las dos, casualmente, en relación con un escritor. Resulta curioso, comidió, que una ciudad de tan reducidas dimensiones posea un número tan elevado de escritores y de artistas en general. Se ha informado sobre ello. Éste de hoy no es tan conocido como el que protagonizó el acaecimiento anterior, ni tan fuera de lo común las circunstancias que presenta. Sin embargo, posee características que hacen de él un caso bastante atípico, principalmente por cuanto se refiere a la personalidad de la supuesta víctima y, hasta que se demuestre lo contrario, personaje principal de este suceso. La primera de ellas y no menor es que, pese a su especialidad, los estudios teóricos sobre literatura e historia literaria, focalizados en particular sobre el período del siglo XVIII, en el ámbito español e hispanoamericano, no posee ninguna calificación académica; al parecer, jamás pisó una facultad, ni supo lo que era un aula ni una biblioteca universitaria, se trataba de un perfecto autodidacta. La segunda es que no ha concedido, en toda su vida, la menor entrevista. Para acercarse un mínimo al historial típico de cualquiera de sus congéneres, tendría que haber dado al menos unas cuantas conferencias en universidades nacionales o extranjeras, pero no es el caso. Indudablemente se trata de alguien que huye, huía para hablar con total propiedad, de todo trato social. Y lo hacía con una intransigencia rayana en el fanatismo, blindada porque, al parecer, no tenía fisuras. Sin embargo, desde la soledad de su despacho y mediante un trabajo intelectual hercúleo, ha logrado entrar y hacerse un sitio en el reducido círculo de la élite académica, hasta el punto de haber tenido que rechazar puestos en las universidades de mayor prestigio a nivel mundial.  

   Parece legítimo concluir que se trataba de un misántropo furioso, radical e intratable, se dijo Páramo para sí, mientras contemplaba distraídamente los arrozales que flanqueaban el trazo rectilíneo de la carretera y se extendían en ambas direcciones hasta donde la vista podía alcanzar. Esta consideración hay que hacerla, por supuesto, pero sin dejarse influenciar mucho por ella, pues puede colorear prematuramente la investigación con una determinada tonalidad y lanzarle sobre falsas pistas, desestimando otras. Es un elemento, sin duda importante, una pieza que es preciso recoger, analizar en todas sus facetas y desde todos los ángulos, mas luego ponerla en una bolsita de plástico, sellarla e incluirla en el proceso con todas las demás, en espera del balance definitivo.

   Aquí y allá, se veían tractores arando afanosamente la tierra. En el pasado, consideró el inspector, haría falta un auténtico ejército de peones, trabajando de sol a sol, para efectuar la entera labor productiva que requiere este entretenido cultivo de arroz. Sabía que era una labranza complicada, con varias fases a lo largo del año de una brega intensa, particularmente en los momentos de la plantación y la siega. Actualmente lo hacen las máquinas, pero antaño, los obreros agrícolas debían ganarse bien el poco pan que les daban de comer.

   Cuanto más marcadas aparezcan las apariencias, más cuidadoso ha de ser el detective con el protocolo, pues su trabajo, contrariamente a lo que suele pensar la gente en general, es una tarea de procedimiento. La más estricta rutina suele bastar, en la gran mayoría de los lances, para llegar a una solución satisfactoria. Ya sea para confirmar dichas apariencias, como de hecho ocurre las más de las veces, ya sea para infirmarlas. En cualquier caso, ese trabajo maquinal y tedioso, constituye la vida diaria del investigador policial.

   Ahora bien, sigue siendo importante efectuar esa labor de campo, a ser posible en vivo, con los hechos, así como con las emociones suscitadas por éstos, por decirlo de una manera gráfica, todavía flotando en el aire. El hierro se ha de batir cuando aún está caliente. Afortunadamente, en el momento en que le atribuyeron el caso, se encontraba culminando un servicio en Valencia, a pocos kilómetros del lugar de los hechos. Media hora escasa en coche.

   Según el informe preliminar que acaba de leer durante el trayecto, su labor del día va a quedar, casi con toda seguridad, reducida a esa tarea rutinaria y sin sorpresas. De modo que, esa misma tarde, probablemente se hallará de vuelta en Madrid.

   Consultó el reloj. El equipo científico debe llevar una hora, más o menos, trabajando en la escena. Se demorará un poco para ver si puede empezar su recado con algún dato concreto que pueda meterse entre las muelas.

   -Déjeme en el Ayuntamiento -le dijo al conductor, - tengo que visitar antes a un viejo amigo.

   Al policía municipal que se hallaba sentado en una silla de tijera en el cuerpo de guardia le espetó:

   -¿Está el señor alcalde?

   -Sí, señor. Dígame a quién debo anunciar.

   -Inspector Néstor Páramo.

   Y le mostró la placa.

   -El inspector Néstor Páramo quiere hablar con usted, señor alcalde.

   -Hágalo pasar. No, mejor yo bajo. Sé a lo que viene y lo que puede necesitar…

   Casi al instante lo vio bajar, sonriente, la gran escalinata de mármol que servía suntuosamente en el zaguán de la Casa Consistorial.  

   -Me alegro de verle, inspector. En poco tiempo se le han asignado dos casos en Sajará. Aunque esta vez no espere que apueste un garbanzo sobre la mayor o menor celeridad con que resolverá usted el caso. Al gato escaldado, con el agua tibia le basta…

   A don Carlos Alapont le brillaba un diente de oro cada vez que sonreía.

   -Es una lástima, la invitación en “La Marcelina” constituyó una experiencia gastronómica inolvidable.

   El alcalde sonrió de nuevo.

   -Además, en esta ocasión parece que lo tiene fácil. Según tengo entendido, se trata de un suicidio.

   -Nunca se ha de dar por sentado nada, en este oficio. A pesar de las apariencias, debe aplicarse el protocolo con todo rigor. A veces hay sorpresas… ¿Qué sabe usted del finado?

   El alcalde asintió, para eso había bajado principalmente, por ver si podía ayudar en algo. Con un signo de la mano le indicó la dirección que iban a tomar.

  -Venga, se lo explicaré por el camino. Hace un día espléndido, será agradable dar un pequeño paseo. Me hará bien desembarazarme, aunque sólo sea un instante, de informes y litigios; aparte de que no se precisa ir muy lejos. ¿Conoce la ubicación de la casa?

   -No, pero si tengo como cicerone al mismísimo alcalde, lo consideraré como un inmerecido honor.

   -Lo haré con mucho gusto. Además, como le decía, me conviene estirar las piernas. Vamos.

   Salieron del Ayuntamiento. En efecto, se trataba de un día primaveral resplandeciente. Caminar bajo el tibio sol en una ciudad pequeña, sin tráfico ni ruidos, era por cierto agradable a esa hora de la mañana.

   La Casa Consistorial de Sajará está situada en una plaza recoleta, en medio de la cual rezonga su perenne murmullo de chorros una fuente a la que se acercan las palomas a beber y los viejos a tomar el sol, sentados en la colaña de la pila. En el otro extremo se veía el austero frontón de la iglesia, así como su campanario, a cuyo reloj lanzó Páramo un vistazo fugaz.

   -La verdad -prosiguió don Carlos, - es que no sé prácticamente nada respecto al difunto. Las pocas veces, poquísimas para ser exacto, que he oído hablar de él, la mención de su nombre, si se trataba de una conversación privada, por supuesto, iba acompañada de la expresión: “rata de biblioteca”. Aunque en su caso, la biblioteca era su propia casa. Por lo que a mí respecta, no lo he visto jamás y eso que ambos hemos vivido toda nuestra vida en esta pequeña ciudad de provincias en la que todos, al menos de vista, se conocen. Tanto es así, que ni siquiera he tenido la ocasión de contemplar una sola fotografía suya. Parece ser que era un fanático de la discreción. Por el contrario, su familia sí fue, en tiempos pasados, de las más conocidas en Sajará. Se trata de una de las estirpes de mayor abolengo de la población, grandes terratenientes, hoy venidos a menos, como bastantes de entre ellos. La naranja y el arroz, cultivos esenciales de nuestro término municipal, ya no son tan rentables, ni mucho menos, particularmente el primero, como lo fueron antaño. Pero incluso durante los años de la decadencia siguieron conservando, me refiero a los de su especie globalmente, sus añejos privilegios sociales. Hablo de los primeros bancos en la iglesia, su relevancia en las procesiones, etc. La llegada de la democracia no cambió gran cosa en ese aspecto. Ahora bien, salvo error de mi parte, él constituye el fin del linaje. Me parece que no tiene descendencia. No hay, por lo tanto, herederos, al menos directos. Pero, en fin, no tome al pie de la letra lo que digo. Puede que me equivoque.

   El inspector cerró los ojos mientras asentía en un ademán con el cual quería significar que acordaba pleno crédito a las palabras del alcalde y que apreciaba su aportación a la causa.

   -¿Se conoce alguna rencilla o rivalidad con otra familia de la localidad?

   -Que yo sepa, no. Al menos de dominio público. Todas estas familias siempre han formado una piña para defender sus intereses frente a los asalariados. Indudablemente debieron existir diferencias entre ellos, a nivel personal, pero no solían trascender. Ellos vivían una existencia aparte, como en una bola de cristal, y no se ocupaban para nada de los demás. La suerte de los campesinos y demás profesiones y estratos sociales les traía sin cuidado. Se divertían entre ellos, organizando bailes y fiestas en este casino…

   Justamente pasaban por delante de la puerta del mencionado local, que el inspector ya conocía. Una catedral del ocio provinciano, con pinturas murales de cierta calidad, representando un bucolismo de sabor local con profusión de ramos, frutos y cornucopias, sillas y bancos acolchados y tapizados con gusto, buena madera en zócalos y moblaje, algún que otro cuadro circunscrito en marco dorado y mucho espacio interior, un ámbito de iglesia.

   -Establecían sus tertulias fijas en el que está situado al otro extremo de la plaza…

   El alcalde se volvió para señalárselo, pues desde allí se veía, justo a la derecha del campanario.

   -E incluso se casaban entre ellos. No se conoce ni un solo caso de matrimonio morganático en la población. El más absoluto e intransigente desprecio de clase fue una constante entre ellos, a lo largo de la historia. Me refiero también a la historia reciente de esta ciudad. A hoy mismo. Literalmente, las demás clases sociales no existían. Sólo sus apoderados trataban con ellas. Y, como le digo, así sigue sucediendo en nuestros días.

   -Algún viejo rencor, justamente de clase, quizás. Una antigua injusticia, un desprecio añejo…

   -No se puede excluir, desde luego. De su padre, en todo caso, no sería de extrañar. De él, en cambio, me parece más difícil, dado su retraimiento.

   El inspector asintió de nuevo. Esta vez con más parsimonia. Antes de imprimir otra dirección en el enfoque del asunto.

   -Si la situación económica se había vuelto apremiante para él, puede que haya tratado de escatimar al máximo en salarios o en otros conceptos, quiero decir más aún que sus antepasados, en un contexto social y político distinto, y, con tal actitud, creado roces…

   -Todo eso lo lleva, como le digo, su procurador. De ser así, sería éste quien habría concentrado la animadversión, pues al propietario nadie lo ve ni lo oye. Pero, en fin, nunca se sabe…

   Al doblar la primera esquina de la derecha, el alcalde, con la palma de la mano extendida, le indicó la ubicación de la casa en cuestión, cuya puerta no era visible desde esa perspectiva, pero don Carlos había encontrado un jalón inesperado que podía servir de referencia.

   -Mire, allí tiene al policía municipal de facción ante el domicilio del interfecto.

   -Pues muchas gracias por toda la información.

   El alcalde respondió a la amabilidad con una aurífera sonrisa.

   -Si puede, llámeme a mediodía. Comeremos juntos. No será “La Marcelina”, desde luego, pero tampoco desmerecerá mucho. En un registro un poco más rústico, quizá, pero sepa que en Sajará también se come muy bien. Y hasta tenemos platos propios.

   -De acuerdo. Lo haré con mucho gusto.

   El alcalde sonrió de nuevo, satisfecho.

   -Hasta dentro de un rato, pues.

  El inspector se despidió, provisionalmente, saludando con la mano.

   Ya iba a echar mano a su placa, cuando el policía le hizo signo de que no hacía falta.

   -Buenos días, inspector Páramo. No se moleste en identificarse, lo he reconocido de la otra vez que estuvo en el pueblo. Suba a la primera planta y, a mano derecha, encontrará el cadáver, así como al equipo científico que lleva una hora trabajando.

   También el equipo de turno lo reconoció.

   -Buenos días, inspector. Ahí tiene el cuerpo de alguien que, al parecer, no estaba muy interesado en prolongar su existencia.

   Páramo echó un vistazo en la dirección indicada.

   -No me extraña. Tiene una fisonomía, como mínimo, complicada. No debió alcanzar mucho éxito en las discotecas.

   El investigador forense se encogió de hombros.

   -Un tullido, en efecto.

   El cadáver reposaba, de bruces, contra una considerable mesa de despacho. Su mano derecha sostenía todavía el arma con la que, al parecer, se había quitado la vida. Su rostro, por el contrario, a pesar de los desperfectos y de la impronta de la muerte, parecía bastante agraciado.

   -Un tullido guapo, en todo caso.

   -Sí, para lo que debió servirle la belleza de la cara… Si lo demás está en un desacuerdo tan flagrante…

   -¿Está claro que se trata de un suicidio?

   -Aparentemente sí. Pero ya sabe, hay que ser siempre prudente, en espera de la conclusión del estudio.

   -¿Se han encontrado acaso huellas de otra persona?

   -Muchísimas.

   -¿Ah, sí? ¿Y se sabe de quién?

   -De la mujer de limpieza.

   -¡Claro!

   -Por cierto. Es ella quien descubrió el cadáver. Se encuentra en la cocina, junto con el Jefe de Policía.

   El inspector Páramo no podía apartar la vista de aquel cuerpo que confería a la escena una extrañeza cierta, palpable, que iba más allá de su deformidad; pero que, por mucho que se esforzara, no lograba identificar y diseccionar. Hay algo en este tipo que pone los pelos de punta, se dijo, y no sé qué diablos pueda ser. El oxímoron, quizá, la tremenda colisión de sensaciones opuestas que producen las dos mencionadas partes de su anatomía.

   -¿Y cómo puedo ir hasta allí?

   -El edificio es inmenso, es verdad. Y sombrío. Verá. Baje de nuevo al vestíbulo, avance recto, con cuidado, porque no se ve ni jota. Cuando llegue al obstáculo, tuerza a la derecha, allí hallará un pasillo, al final del cual está la cocina.

   -Muchas gracias. Después volveré, por si hay alguna novedad.

   -Perfecto.

   El ambiente era, en efecto, tétrico, o por lo menos lóbrego. Siempre lo es cuando hay un cadáver, desde luego, pero allí, la implacable ausencia de luz acentuaba esa impresión, qué duda cabe. Parece que, durante generaciones, no se hayan abierto las compuertas de la claridad aquí.

   Al final del trayecto indicado, encontró, adivinó más bien, una puerta. La empujó y penetró en una estancia bastante más halagüeña y acogedora. Una hilera de ventanas, de considerables dimensiones todas ellas, franqueaba el paso a la fulguración que concentraba el patio, la cual entraba a raudales y atraía, de improviso, la mirada hacia una vasta perspectiva de árboles frutales, el primero de ellos era una frondosa higuera, cuyas ramas llegaban a rozar los cristales.

   Allí se encontraba, en efecto, el Jefe de Policía, que también había tenido el gusto de conocer en su anterior paso por la población, acompañando a una joven que impactaba de inmediato por poseer una belleza insólita, por la perfección, armonía y proporción de todos sus trazos y también por lo inhabitual de su género en los países mediterráneos, antes al menos de la inmigración masiva proveniente de los países de Europa del Este y de Rusia. Demasiado hermosa, se dijo. Cuando surge en una posible escena de crimen una mujer tan flamante, tan rotundamente bella y atractiva, cambian todos los presupuestos.

   Se hallaba sosteniendo entre ambas manos, finas y delicadas, dotadas con dedos largos y elegantes, una taza que contenía un líquido humeante. Probablemente, barruntó el inspector, una tila o cualquier otra infusión calmante. Parecía, en efecto, todavía afectada por una fuerte conmoción, a pesar de que la causa de la misma debió manifestarse hacía más de dos horas. Podía muy bien encontrarse trabajando en el cine o en la moda y sin embargo era la mujer de la limpieza. Así es la perra vida que siempre tira para el lado equivocado y, en su ensalzar y en su rebajar, hace las más de las veces lo contrario de lo que debe.

   -Buenos días, inspector, - lo distrajo el Jefe de Policía. – Me alegro de verle de nuevo por aquí. Permítame que le presente a la señorita Lizavetta Voronin. Trabaja en la casa como empleada de la limpieza y es ella quien ha descubierto el cadáver esta mañana. Señorita Lizavetta, he aquí al inspector Néstor Páramo, quien va a dirigir la investigación.  

   Sólo entonces consiguió la muchacha salir de su pasmo. Orientó hacia el inspector sus inmensos ojos de un azul turquesa límpido, perturbador, y posó en él una mirada acuosa, al tiempo que brillante.

   -Encantada, inspector.

   -¿Me permite que le haga unas preguntas? Sólo las fórmulas de rigor en casos como éste…

   -Adelante. Responderé con mucho gusto. Si puedo hacerlo…

   Sabe rehacerse, no carece de aplomo la muchacha, constató el inspector.

   -Muy bien. ¿Hace mucho tiempo que ejerce usted este empleo?

   -¿En la casa, o en absoluto?

   Néstor Páramo sonrió esta vez.

   -Me refiero a esta casa, en efecto.

   -Hará unos tres meses.

   -No es mucho. ¿Sabe si, con anterioridad a usted, otra persona ejerció dicha función?

   -La señora Francisca.

   -¿Y tiene conocimiento de por qué cesó en ella?

   -Murió, de pulmonía. Era una mujer ya bastante mayor. De hecho, fue ella quien se encargó de contactarme. Primero, como sustituta; después me pidió que la reemplazara definitivamente.

   -¿Sabía que iba a morir, o sencillamente encontró la ocasión para retirarse?

   -Pienso que era lo primero.

   -¿Fue ella quien la introdujo en la casa?

   -No. Desde que cayó enferma, ya no se levantó de la cama. Me dio la llave y las consignas. Eso fue todo.

   -Supongo que el señor de la casa, al verificar el cambio, no pondría pegas…

   Esto lo dijo el inspector con total simplicidad. Aunque, después de formulada la frase, se arrepintió de no haberla construido de modo distinto. Ella, por su parte, no pareció captar malicia alguna. Su rostro, sin embargo, se ensombreció, como si hubiera pasado una nube entre el sol y sus ojos.

   -La verdad es que sí parecía contrariado…

   -¿No la recibió a usted bien? -replicó el inspector, ganado por una no fingida sorpresa. -

   Ella, tras reflexionar un instante, repuso:

   -Me recibió de manera extraña…

   -¿Puede precisar?

   -No quería que le viera.

   El inspector Néstor Páramo guardó silencio durante un momento. Entendía.  

   -Entonces no pudieron hablar, realmente.

   -Sí hablamos. Pero él permaneció todo el tiempo escondido.

   Ése fue el momento que ella eligió para dar un nuevo sorbo a la infusión, que antes parecía tener olvidada. El inspector prosiguió:

   -Sin embargo, en algún momento debió verle. Tras tres meses de trabajo en la casa, aunque sólo fuera por accidente, tuvieron que cruzarse en algún lugar. Lo contrario, parece poco probable…

   -Esta mañana lo he visto por primera vez.

   -Cuando ya estaba…

   -Muerto.

   Al ver al inspector pensativo, creyó oportuno aclarar:

   -En realidad sólo venía dos horas al día. Únicamente se me había asignado la cocina, pero sin preparar comida alguna, y el despacho, las dos piezas que más utilizaba el señor. Tengo entendido que hay otras, en fin, la mayoría de ellas, que no se utilizan jamás, por lo que no se limpian nunca. Como me parecía poco para dos horas, traté de engrosar el número de mis tareas, por ejemplo, subiendo leña al despacho, mientras duró el frío, o fregando el pasillo o los primeros tramos de la escalera. Durante ese tiempo, él se subía a una habitación de las muchas que hay en lo alto de la casa y trabajaba allí.

   -¿Cómo sabe usted que estaba precisamente en esa habitación? El caserón es inmenso.

   Nuevo sorbo de tisana.

   -Un día, mientras cruzaba el patio, cargada con la leña, percibí un movimiento, como una sombra que se movió en lo más alto, justo debajo del alero. Alcé los ojos y vi una ventana abierta, pero en su marco no había nadie. Presté atención a esa ventana, comprobando que, a veces, los postigos estaban cerrados, cuando no se había acordado, o no había tenido tiempo, de abrirlos. Mientras que otras se hallaban abiertos de par en par.

   Donde está el veneno, se halla también el contraveneno. Donde se instala la prohibición, se establece también la curiosidad, razonó el inspector.

   -Es usted de nacionalidad rusa, ¿no es así?

   -Así es, en efecto.

   -Aunque conserva un ligero acento, habla muy bien el español. ¿Vino usted muy joven?

   - Mis padres me trajeron cuando era una niña.

   -Eso lo explica todo. ¿Sería tan amable de conducirme a esa habitación?

   -Por supuesto.

   Apuró de un sorbo largo la tisana y se puso en pie. El inspector no quiso mirarla. Él no se consideraba bajo, pero ella debía superarlo en más de tres dedos. La siguió por una intrincada red de pasillos y escaleras, hasta que se paró ante una puerta que se hallaba entreabierta. La pieza ofrecía una tibia penumbra, pues la claridad del día penetraba por los resquicios de los postigos; pero al abrir éstos, una avalancha de sol irrumpió en la habitación. Se trataba de una buhardilla con las vigas de madera aparentes, las paredes se hallaban desnudas y no había allí otro mueble más que una mesa de madera y una silla de enea. Toda ella respiraba una austeridad espartana. Sobre la mesa podían verse, esparcidos, varios libros. El inspector, curioso, se acercó a leer sus títulos: “Historia de la literatura. El siglo XVIII” de Nigel Glendinning, “Historia y crítica de la literatura española. Ilustración y Neoclasicismo,” esta vez de Francisco Rico. Una antología de poemas de dicha época y finalmente una vieja edición de las “Noches lúgubres” de Cadalso. El inspector giró sobre sus talones y fue a asomarse a una de las ventanas. Desde allí podía contemplarse la campiña, parda en ese momento, hasta el límite con el mar.

   -La vista es magnífica. Y la claridad cegadora comparada con la del despacho. Debió trabajar muy a gusto aquí durante esas dos horas.

   -Eran las habitaciones destinadas al servicio, en épocas pasadas.

   -El tiempo trae, a veces, esas mudanzas. Por ejemplo, muchas de las comidas que antiguamente se consideraban de pobre, hoy en día constituyen las especialidades de los mejores restaurantes. Me consta que, a principios del pasado siglo, las mujeres huían del sol como de la peste, evitando a toda costa ponerse morenas, debía parecerles que eso era cosa de campesinas, mientras que ahora es todo lo contrario. Estas casas reflejan esa concepción, las damas en la parte baja, envueltas en las sombras, protegidas y confinadas tras visillos y postigos, las criadas aquí arriba, expuestas a la cara del sol.

   -Así era, al parecer.

   El inspector se asomó a la otra ventana, tratando de ver si se distinguía la cocina desde allí. Pero no se distinguía. Por el contrario, se apreciaba bien no sólo el patio, sino también el corral, las antiguas cuadras y otras dependencias que debían ser almacenes. En la primera planta se veía un agujero circular, lo que le permitió colegir que allí estaba situado el granero donde debía almacenarse el arroz. Una casa para gente con posibles, ciertamente.

   -Quizá eran un tanto exiguas estas habitaciones, pero yo no cambiaría una de éstas por ninguna de las que se encuentran abajo.

   -Sí, debió trabajar muy a gusto aquí -admitió ella. – Quizá la descubrió gracias a mí.

   -¿Cómo dice?

   -En fin, me refería a que la descubrió huyendo de mí.



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SINOPSIS DE « ESTÁS AQUÍ, CONMIGO »



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 Un escritor, estudioso de la literatura del siglo XVIII, aparece muerto en su despacho. Es la empleada de la limpieza quien descubre el cadáver. El inspector Néstor Páramo se hace cargo del caso y acude al lugar de los hechos. Tras examinar la escena del crimen, porque crimen es, concluye, de conformidad con el equipo forense que lleva trabajando una hora, que todo apunta a un suicidio, aunque ello no es óbice, por supuesto, para que el proceso de investigación continúe como es de rigor.

   A través del inspector, vamos a descubrir las características más visibles de los dos personajes principales. En efecto, un primer vistazo al cadáver muestra una marcada deformidad física. Era un tullido. Seguidamente le presentan a una joven dotada de una extraordinaria belleza. Para su gran sorpresa, descubre que se trata de la mujer de la limpieza, de origen ruso, aunque lleva mucho tiempo viviendo en España.

   El drama ha ocurrido en un vetusto caserón propiedad del finado, situado en una pequeña ciudad de provincias denominada Sajará, enclavada no lejos del Mediterráneo. En esa mansión de otro tiempo contrastan dos espacios: uno de sombra y otro de luz; los cuales, a lo largo de la narración, se irán cargando de valor simbólico.

   El tiempo de la historia va a sufrir, en el discurso, una alteración. En efecto, va a producirse una vuelta atrás, o flashback, por lo que, tras lo que ya se ha referido, que es en esencia el primer capítulo, vemos que el muerto está vivo y nos refiere su biografía; la cual ocupará los capítulos segundo, tercero y cuarto. En ellos se evocarán asuntos antiguos y también los más recientes, los más cercanos y conectados con su muerte violenta. Tales acontecimientos nos revelarán que su principal problema no se cifraba, como era de esperar, en su deformidad física. Sino que se trataba de otra cosa: era portador de un mal de ojo fulminante, inmediato e irreparable. Pero claro, para un hombre culto, un estudioso, un especialista justamente de la Ilustración, ello era muy difícil de admitir. Y sin embargo los hechos estaban ahí, conformando una realidad contundente. Su mente se va a convertir en un oxímoron puro, rozando la paranoia.

   Ahora bien, hasta ahí el problema era eminentemente intelectual. La cosa cambia cuando inopinadamente esta joven rusa se presenta en su casa para sustituir a su vieja ama de llaves, víctima de una pulmonía. No puede dejar que ella lo vea, pues teme que su rechazo, provocado por la inevitable repugnancia suscitada por su físico, le haga, lo quiera él o no, daño. Lo cual constituiría, de inmediato, una sentencia de muerte para ella. La única manera de protegerla es impidiendo, a toda costa, cualquier contacto visual. Y en ese sentido, la acción se complica.

   El último capítulo representa un regreso al tiempo inicial, al del inspector Páramo, que no puede evitar albergar ciertas sospechas hacia Lizavetta, la joven y bella rusa. Sin embargo, irrumpe un notario en la historia y resuelve la situación. Pero el verdadero desenlace no está ahí, sino unas líneas más abajo, en el puro final.

   El punto de vista de la narración es alternativo. Entramos en el relato con el inspector Páramo, seguimos con el del tullido y terminamos con el de Lizavetta. Se privilegia el mostrar al contar. El diálogo, esencial en el presupuesto de la obra, suele tomar a su cargo la función de contar, cuando ésta es necesaria. A veces, este diálogo se reduce a monosílabos, lo que va preparando el terreno para la escena final.

   Se trata de un final abierto, hasta cierto punto. La inercia y la mecánica del relato tienden a condicionar fuertemente la respuesta del lector ante una pregunta que no puede soslayar. Aunque éste es libre, a fin de cuentas, de su reacción. Lo que no puede hacer es parar el mecanismo de la obra en la última línea. Lo quiera o no, su mente se verá obligada a la deconstrucción. Con lo que, a partir de ese momento, el protagonismo será suyo.

   Cuando se retrocede al origen del problema planteado por la complicada personalidad y morfología del personaje principal, se entra en el meollo de la cuestión, que se resuelve en la novela con una fuerte dimensión de crítica social. Se trata de un estado de cosas, basado en la propiedad de la tierra y en una jerarquía estricta, de casta, así como en un trasfondo ideológico particular, que no acaba de desaparecer en la provincia profunda.


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