jueves, 30 de abril de 2020

NACARADO ATARDECER Y OTROS RELATOS. NACARADO ATARDECER



NACARADO ATARDECER



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    Pierre Carlet de Chamblain, vestido de punta en blanco, esmoquin, impecable camisa almidonada con gemelos, zapatos de reluciente charol, gafas con montura de oro y gardenia en el ojal, contemplaba el crepúsculo invernal sobre la playa de Juan Les Pins desde el despacho de su lujosa mansión, situada en las delicadas lomas del Cap d´Antibes. Suave será la noche, se oyó murmurar. Abrió la ventana para inhalar la brisa fresca que le llegaba desde los batidos oros del mar, mezclada con el rosado perfume de la hirviente espuma que borbolleaba en la orilla, al tiempo que para escuchar el vespertino silbo de los mirlos, como solía hacer su padre cuando ocupaba ese mismo despacho del más austero estilo neoclásico, donde solía mandarles, a él y a su hermano Paul, efectuar, allí, junto al retrato de Marivaux, largas y consistentes traducciones del latín y del griego, bajo su estricta dirección y vigilancia, las cuales no solían concluir sino a la hora de cenar sonada. Tierna será la noche, dijo, y abrió una gaveta de la soberbia y cuidadísima mesa de caoba para extraer un bruñido revólver y una sola bala dorada, que introdujo en el tambor, volteándolo hasta colocarla delante del percutor, en posición de disparo.
   Tras lanzar una última mirada al encendido mar y al impecable jardín francés que rodeaba la mansión, a fin de llevarse al tártaro un postrer retazo de terrenal belleza, apoyó el cañón sobre la sien y rozó el gatillo con el dedo. Una vida entera de delicia y un segundo de dolor. Si me hubieran presentado ese pacto al principio, lo habría firmado de inmediato, sin cláusulas ni condiciones.
   Aspiró profundamente el algodonoso aire de su depurado mundo y concentró su atención en el dedo índice de su mano derecha.
   Cuando ya iba a darle la orden fatal, la puerta se abrió con formidable estrépito. Un rostro fosco, poblado con una barba hirsuta hizo su aparición en el umbral.
   Pierre, creyendo ser aquello un atraco, a punto estuvo de soltar una homérica carcajada. Mas había algo familiar en aquel semblante que lo retuvo.
   -¡Baja de inmediato ese arma! -ordenó el intempestivo y original sujeto.
   El así interpelado obedeció, más por curiosidad que por convencimiento.
   No sabría decir mediante qué detalle o gesto, pero el caso es que de repente lo reconoció. Habían sido gemelos, indistinguibles para un observador que no perteneciera al restringido círculo familiar. Sin embargo, ahora constituía una tarea ardua, incluso para él, identificar a Paul tras ese aspecto tan sumamente descuidado, andrajoso casi. Y, por si fuera poco, avejentado. Hacía veinticinco años, casi día por día, que no se veían. Fue justamente en la fecha del veinticinco cumpleaños de ambos, cuando Paul tomó sus bártulos y se fue para no volver más. Hasta ahora.
   -¡Paul! ¿Qué diablos haces tú aquí, en este preciso instante?
   -He venido a salvarte la vida.
   Pierre se quedó desconcertado. Evidentemente no había comunicado a nadie su decisión irrevocable de volarse la tapa de los sesos al final de esa precisa jornada.
   -Hay cosas que ni siquiera mi poderoso y prepotente hermano puede hacer.
   -No inviertas los papeles. El poderoso y prepotente siempre has sido tú. No hay sino mirar el entorno en el que te desenvuelves.
   -Depende para qué -repuso con cierto resentimiento Pierre. -Mi única habilidad se ha cifrado en atraer el dinero. En todo lo demás sobresalía Paul. Yo era quien se enamoraba como un novicio y Paul el que se llevaba a la señorita a la cama. Yo rompía o enredaba las cosas y Paul lo arreglaba todo con sus dedos sabios. Era tu labia la que convencía a la gente, cuando yo me debatía entre tartamudeos e incoherencias. Por otra parte, esta casa era también la tuya y la desechaste para irte en busca de aventuras por estos mundos de Dios.
   -Lo que he venido a hacer, puedo y debo hacerlo. Después me iré de nuevo por estos mundos de Dios. Porque la riqueza que se exhibe aquí me da náuseas, ya que ha sido la causa de todos mis males.
   -Pues si es así, me complace comunicarte que todo esto, y mucho más, lo vas a heredar tú dentro de unos días. Por cierto, a pesar de que hice cuanto estuvo a mi alcance para que ello no fuera así. Y hablando de Dios, mi arrogante hermano, sólo él podría salvarme la vida. Así que ata bien tus machos antes de adentrarte en un territorio que no conoces.
   -Pierre, no eres tú quien estás condenado. Soy yo. La enfermera invirtió las fichas.
   -¿Qué dices?
   Inexplicablemente se sintió invadido por lo que se asemejaba mucho a una oleada de vergüenza. Había preparado hasta el menor detalle su propio entierro y al final no era él el muerto.
   -Anda, baja el arma y retírale la munición -le sugirió con calma su hermano. – Te explicaré en detalle lo sucedido.
   Pierre Carlet de Chamblain tuvo la impresión de que el otro mundo no era sino una continuidad del precedente, pues le parecía imposible que, a esas alturas, no hubiera entrado ya en él. Afuera el día había declinado raudo y estaba comenzando a anochecer.
   -Recién cumplidos los cincuenta, ambos hemos coincidido en la idea de hacernos un chequeo médico. Tú probablemente sin razón alguna. Yo, con ella. En efecto, desde hace unos meses, mi salud se ha deteriorado a ojos vista. No lo lamento, ¿sabes? Cuando a uno la vida se empecina en tratarlo mal, llegado el momento de la partida, suele tomar casi con alivio el salvoconducto. Si alguna ventaja tiene el ser un desgraciado, ésa es. Uno de los pocos hábitos que conservé de mi anterior vida de rico, fue el de frecuentar la misma clínica a la que solíamos acudir toda la familia en tiempos más boyantes. Así, sucedió que, dos días más tarde que yo, te presentaste tú. La enfermera, según ella misma confesó, se equivocó de ficha y extrajo la mía. En ese momento, el doctor la llamó y tuvo que ausentarse unos instantes. Tú debiste darte cuenta del error, de modo que, a su vuelta, se lo hiciste notar. Ella se azoró, porque, claro, algo debía barruntarse sobre la extrañeza de nuestras relaciones y de nuestra respectiva posición social. La atendible discreción de la clínica había sido puesta en tela de juicio por culpa de su estúpido despiste.
   -Incluso me dio tiempo a anotar tu dirección y tu número de teléfono.
   -Fue tanta su turbación que, en lugar de guardar de inmediato mi ficha en su correspondiente archivo, sacó la tuya y se quedó con ambas sobre la mesa, acabando por trabucarlas las dos. Así, los resultados de tu examen fueron a parar a mi expediente y los del mío al tuyo.
   -Pero tú no debías estar muy convencido…
   -No, claro que no. El dictamen sugería que me hallaba fresco como una lechuga. Y yo sabía que ello no era así. Por lo tanto, insistí en que se me hiciera una exploración más detallada. La enfermera, que se hallaba presente, enrojeció hasta las orejas. Y coligió lo que debía ser. El doctor comprobó enseguida que su intuición era cierta.
   -Eso explica que hoy mi teléfono no parara de piar. Hasta que decidí desconectarlo para concentrarme en lo que debía hacer. Uno no se pega un tiro cada martes y cada jueves; por lo tanto, importa hacerlo bien, según las reglas del arte.
   -Confieso que, ante la ausencia de respuesta por tu parte, en un principio me di por satisfecho con su determinación de llamarte más tarde, considerando el hecho de que sin duda te hallabas ocupado en un asunto que no admitía demora ni interrupción. Una hora más tarde telefoneé por ver si habían conseguido comunicar contigo. La respuesta fue, por supuesto, negativa. No se me pasó por alto la posibilidad de que mi hermano, acostumbrado a llevar una vida entre algodones, con todas las comidas listas y servidas en su momento justo, ajeno a cualquier contrariedad, no podría soportar la perspectiva de una enfermedad fulminante y dolorosa como la que le habían diagnosticado. ¿Y qué me importaba a mí, a fin de cuentas, si te acometía la veleidad de volarte la tapa de los sesos? ¿Acaso, con todo el dinero que posees, y antes que tú tu padre, paraste mientes en contratar a un detective para averiguar qué había sido de mi vida, si me había convertido en un nabab o en un mendigo? No, el hijo pródigo había pedido, antes de partir, su parte en la herencia y con ello estaba pagado, tal como le haya tratado el destino, con su pan se lo coma. Y si no, que no se hubiera ido. ¿O no fue así?
   -Nuestro padre nunca volvió a mencionarte. Así que ignoro lo que pensaba del asunto. Por mi parte, confieso que llegué a odiarte a causa de la manifiesta preferencia que la vida había demostrado tener para contigo.
   -La balanza estaba equilibrada. La vida me favorecía a mí. En cambio, nuestros progenitores no juraban sino por su Pierre Carlet de Chamblain, el vivo retrato del hijo modelo. Mientras que el rebelde, la oveja negra, no merecía más que castigo sobre castigo y, hartos de presentar excusas ante la buena sociedad, al final no fue poco alivio que alzara velas para no regresar nunca más.
   -Debo confesar que nuestra existencia cobró, de repente, una bonanza y una serenidad hasta entonces insospechadas.
   -Sepulcros blanqueados que habéis sido todos, como esta misma casa, de un albor deslumbrante por fuera, pero que dentro no alberga sino el más podrido egoísmo, unos pechos en los que jamás se ha encontrado el menor atisbo de amor, sino el puro afán de lucro, el prurito de medrar. A nadie se le ocurrió pensar que acaso ese joven, con su comportamiento impredecible, no estaba sino mendigando un poco de atención.
   Pierre se preguntó por qué no sólo no sentía la menor irritación ante aquellas palabras tan duras, sino que misteriosamente le estaban entrando en el cuerpo como un bálsamo intensamente benéfico y reparador. Comprendió que ello era porque se trataba de la verdad que redime y también porque la estaba declarando el único ser que podía y debía proferirla, Paul Carlet de Chamblain, su hermano desechado y arrumbado en un rincón profundo de la conciencia familiar, como tabú.
   -Pero al final has venido. A pesar de todo…
   -He venido porque todos tenemos un hueso, como las aceitunas, que alberga lo que podemos denominar conciencia o remordimiento y que en algunas ocasiones corroe y duele. No cesando en su porfía hasta que no nos hace levantar y actuar. Conservé esta llave de la puerta trasera, como una reliquia de mis travesuras infantiles. Entré dispuesto a allanarme el camino hasta ti como fuera, pero enseguida comprendí que habías concedido el día libre a todo el personal. Lo cual no resultaba nada tranquilizador. Así que, mientras subía, eché un vistazo al salón y a las pérgolas sostenidas por columnas romanas, tal y como se me ofrecen a menudo en los sueños, pero no me detuve, porque sabía que si ibas a pegarte un tiro, te lo pegarías en este misterioso cuarto, forrado de libros encuadernados en costosas pieles, cuyo contenido nuestra imaginación infantil suponía versar sobre arcanos tenebrosos; de retratos, también, de todos nuestros antepasados y desde cuyas ventanas puede contemplarse uno de los más bellos paisajes de un mundo en que hasta la belleza está concebida para herir más al miserable y al desfavorecido y ensanchar al propio tiempo el corazón del pudiente y del privilegiado. Aquí estabas, en efecto, y, cual mensajero de los dioses, he podido anunciarte la buena nueva. Con ello, mi deber está cumplido. De modo que, si no te importa, me voy. Ah, aquí tienes la llave. Presumo que te va a ser más útil a ti.
    Paul depositó el mencionado objeto sobre una repisa de la biblioteca, que emitió un sonido de madera buena, y girando sobre sus talones dio media vuelta para irse.
   -¡Espera!
   -Espera a qué, hermano. ¿Acaso tienes algo que pueda interesarme? ¿Qué puede interesarle ya a un hombre que dejó, hace muchos años, de amar la vida y a quien han dado un plazo de sólo unas cuantas semanas para prolongar su miserable existencia? Hurga en tus bolsillos. Verás que no tienes nada.
   En efecto, para qué y en nombre de qué, hacía esperar a su hermano. Por un momento quedó perplejo y se vio a sí mismo como un hombre pobre, un indigente que no podía pagar a otro indigente el pequeño, a la vez que inmenso, favor que le había hecho. La moneda que hacía falta, él no la tenía. Por eso el primer sorprendido fue él al ver que su boca se abría y pronunciaba unas palabras que no había reflexionado previamente.
   -Sí puedo ofrecerte algo.
   -¿Qué?
   -La verdad que aún no conoces y que te reafirmará en tu opinión de que tus intuiciones eran ciertas y que, por lo tanto, tu opción fue válida. He aquí la confirmación. Cuando fui a esa especie de palomar hediondo en que vives y averigüé tu situación económica, juzgué que el destino había hecho contigo lo que debía, haciéndote pagar tu arrogancia, tu excesiva liberalidad y tu debilidad por el juego y los placeres. Por mi parte, no era quién para corregir sus designios. Así que no estaba dispuesto a mover un solo dedo para cambiar tu estado. Y entonces cayó ante mis pies una bomba en forma de cáncer de hígado en estado terminal. Entre dos embates de desesperación, se me hizo palmario el destino en que iban a incurrir todos mis bienes. Evidentemente iban a pasar a mi único heredero vivo, que eras tú. Aquello no era la buena solución. Le faltaba la justicia poética. Cada cual debe tener la retribución según sus actos. ¿Qué podía hacer? Apenas me quedaba tiempo para actuar. El método más rápido para acabar con una inmensa fortuna se me antojó que era el juego y tenía a mi disposición, a pocos kilómetros de distancia, los más reputados casinos del mundo. Empecé por Montecarlo. Aposté esta casa, como aperitivo. Y gané otra equivalente. Puse en el candelero la mitad de mi fortuna, no la totalidad de la misma, porque se me antojó que nadie me hubiera seguido, a pesar del aspecto de los jugadores. Entonces cayó sobre mí un auténtico chaparrón de dinero. Insistí y no hice sino triplicar la ganancia. Probé suerte o, mejor dicho, mala suerte, en Niza. En vano. El que ha nacido para ganar, cuando quiere perder, no puede. Volví a casa hecho un auténtico Craso y tiré la toalla.
   -Decirlo te honra. Que lo disfrutes con salud. Buenas noches.
   -No puedes irte. Si te vas, es que no has comprendido nada. ¿Por qué crees que ha sucedido todo esto? Los hermanos que la naturaleza misma erige el uno contra el otro, son las dos caras de la misma moneda. Donde va la una, va la otra. Símbolo del universo dual que funciona por oposición de contrarios. Nuestra moneda ha rodado y se detiene aquí. Has venido para salvarme de la primera muerte y has conseguido salvarnos, a los dos, de la segunda muerte, la única que debe ser temida. Ahora vamos a abrir tu habitación, que ha permanecido cerrada desde que te fuiste.




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NACARADO ATARDECER Y OTROS RELATOS - ALBOROTO EN LA ORDEN



 









ALBOROTO EN LA ORDEN

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   Llevaba varias horas vagando por aquel bosque de la tierna y húmeda Bretaña, sin encontrar camino o senda que diera un esbozo de sentido al espeso conglomerado de desorden vegetal, tan enmarañado y tupido, a trechos, que amenazaba con cerrarse del todo sobre él, al modo en que un tempestuoso mar cubre el frágil navío. Un cuarto menguante de gastado filo le permitía apenas adivinar los accidentes más inmediatos del entorno hostil, relapso en su objetivo de asimilarlo, deglutirlo, apropiarse por completo de él, diluido en su lobreguez mefítica. Por momentos, lo envolvía un retazo de niebla y entonces Lamson debía sacar la linterna, que había tomado la precaución de llevar en el bolsillo del abrigo, para poder distinguir dónde diablos  poner los pies. Era como caminar bajo el agua, por el lecho de un río cuyo caudal bajara turbio, limoso, y él sentía que a su alrededor nadaban seres nefastos, deletéreos, pero no podía verlos. El bosque guardaba un silencio encantado, la página virgen, aunque negra, en que un ruiseñor se había puesto a trazar los signos que contaban una historia de caballeros y dioses antiguos, sabida por todos y sin embargo escuchada con veneración.
   De pronto notó un ligero desnivel en el terreno, el cual iba aumentando perceptiblemente a medida que avanzaba. Una loma. Una colina tal vez, señera en medio de la inmensa floresta. Lo que buscaba se hallaba en la cima de un promontorio. Aceleró el paso. Sus botas se hundían en el deleznable humus formado por las hojas molificadas a causa de la lluvia, putrefactas y mezcladas con la tierra.
   El nictálope músico había silenciado de pronto su prodigiosa voz. Lamson se puso a escudriñar hacia arriba, por si acaso distinguía alguna luz entre el espeso follaje, sin éxito. Otro sentido corporal trataba de tomar el testigo. Comenzó a percibir un tenue rumor de pisadas, el de alguna rama al delatar el paso de un cuerpo. No estaba solo. En la noche cerrada del bosque pululaban otros seres de cuyas intenciones no podía esperarse nada bueno. Los crujidos y los chasquidos se producían cada vez más cerca. Pronto escuchó susurros entrecortados, malignos, dementes.
   Lamson sacó el revólver que llevaba en el otro bolsillo, pero lo guardó de inmediato al considerar la inutilidad de tal artefacto en las presentes circunstancias.
   Siguió ascendiendo, a pesar de que distinguía ya unos bultos negros avanzando en la misma dirección que él, a pocos pasos de distancia. Los ojos de tales criaturas destellaban con el brillo fosforescente de las luciérnagas.
   Cada vez más numerosos, habían terminado por constituir una nutrida procesión de endriagos y vestiglos, seres deformes en modos diversos, algunos de ellos sin cabeza. Lamson los enfocó con la linterna, por ver si ello los hacía huir.
   En efecto, en un primer momento retrocedieron, pero no se iban muy lejos. Luego volvían, se acercaban más aún, aunque le tenían un cierto respeto a la luz.
   Entre ellos figuraban también brujas espeluznantes, desdentadas, con el rostro cubierto de verrugas y manchas, junto a mujeres jóvenes, de extraordinaria belleza, si bien dotadas de una mirada aviesa y lúbrica.
   Distraído por el cada vez más tupido cortejo de seguidores, no había visto el resplandor, todavía leve, que surgía entre dos altos peñascos blanquecinos que se erigían como las jambas de una puerta inmensa, arrancada por el huracán.
   Dicha entrada aparecía bloqueada por multitud de esos siniestros pobladores del bosque.
   Lamson se abrió paso con la luz de su linterna.
   Superado el umbral, se alzaba una suerte de anfiteatro primitivo, tosco, con gradas talladas en la piedra, aprovechando un accidente favorable del terreno. Y en cuanto puso un pie en la esplanada que servía de proscenio, se elevó un clamor inmenso, vesánico, que parecía surgido de las entrañas mismas del infierno.
   En la parte opuesta se elevaba una pared de roca viva, cortada a pico, adherida a la cual se hallaba un pórtico de templo.
   Haciendo caso omiso al griterío proferido por aquel público de diablos, que aullaba cual si se hallara en pleno frenesí ante la bestialidad sanguinaria de un circo romano, no ya terrestre, sino del mismo averno, Lamson avanzó hacia la puerta del templo, pues era precisamente eso lo que había estado buscando entre las tinieblas de la noche.
   En el atrio le aguardaban dos jóvenes vestidas con mallas de plata, las cuales dieron media vuelta y se pusieron a andar delante de él, indicándole el camino.
   Primero atravesaron en diagonal una gran sala cuyo techo abovedado no alcanzaban a iluminar en su totalidad las numerosas antorchas que ardían en la parte baja de sus muros. Enseguida se internaron en un laberinto de corredores excavados en la roca, enlazándose unos con otros en intrincada maraña.
   Finalmente enfilaron un pasillo decorado a ambas partes por un mosaico en el que figuraban dioses en actitud danzante, cada uno de ellos vestido con ropas de color distinto al de los demás e iluminados con una lámpara tintada con la tonalidad correspondiente. El corredor era largo, rectilíneo, todo él decorado como queda dicho, al final del cual Lamson vislumbró unas puertas de bronce.
   Cada una de las mujeres tiró de una argolla y la puerta quedó abierta de par en par. Lamson transpuso el umbral, penetrando en una sala circular decorada igualmente con dioses pintados mediante colores brillantes, intensos, que luchaban en esta ocasión contra unos guerreros grises, que él supuso hombres, al modo en que Jacob pasó una noche entera peleando contra el ángel de Dios. El centro de la bóveda estaba ocupado por un fresco, en el que destacaba una inmensa rosa roja, cuyos pétalos parecían querer destilar, de un momento a otro, densas gotas de sangre.
   La puerta se cerró con un estertor bronco.
   En el extremo opuesto a la misma se alzaba un sitial sobre el cual resplandecía un trono de mármol. Cortado en la roca, un poyo agreste recorría todo el diámetro de la sala, en cuyo centro parecía flotar una mesa cubierta con mantel rojo y sobre ella un pebetero donde quemaba una variedad de incienso que exhalaba un perfume enervante, bajo cuyo efecto los colores pugnaban por adquirir una intensidad creciente.
   Lamson se puso a admirar el auténtico derroche de arte pictórico que caía sobre él como una cascada de agua brava, arrolladora y tonante.
   -¡Escucha, hombre, el veredicto del Soma!
   Lamson se volvió como movido por un resorte. En el trono se hallaba sentado un formidable anciano vestido de lino blanco, barbas y cabellera canas, casi amarillas cerca de la raíz y brillantes.
   Estupefacto, cayó de rodillas.
   -Las criaturas que has encontrado en el bosque, son tu progenie. Tú las has engendrado. Cada vez que un hombre imagina un semblante, una figura, un ente, inmediatamente entra en él un alma peregrina y se pone a trabajar en el mundo, para bien o para mal, según la idea o el sentimiento que le dio origen. Con temeraria precipitación, has aceptado la prueba fatídica antes de que el oro esté suficientemente puro, libre de toda ganga. No ha permanecido lo bastante en el crisol. Le falta acendramiento por efecto de los dos fuegos, rojo y azul, llamados sufrimiento y belleza. El trabajo del uno y la búsqueda de la otra transforman el vil metal con que el hombre ha sido conformado en el oro purísimo que ansían devorar los dioses. El sufrimiento y la belleza convierten el caos primigenio en orden y constituyen el único antídoto contra la perversión y la podredumbre del mundo. En pago a tu osadía, los dioses te otorgan confusión y tumulto, la maldición de Babel.

   Cinco hombres silenciosos velaban en una sala interior, desprovista de ventana o claraboya alguna, de una casona inmensa y maciza, que ocupaba casi una manzana entera de un barrio periférico de Londres. Se hallaban sentados ante una vasta mesa sin mantel, iluminada por un candelabro que ardía en su centro. De vez en cuando, uno de ellos se volvía para echar un vistazo en dirección a dos lechos donde yacían, enteramente vestidos, sin que faltara un solo detalle a una indumentaria de gran gala, sendos caballeros enfundados en un frac, complementado con alba camisa de seda, botones y gemelos de oro reluciendo a la luz de los candiles.
   William Pitchfork acabó impacientándose. Se puso en pie, dio cuatro zancadas hasta situarse entre ambos lechos y se aplicó a examinar de cerca los rostros de los yacientes. Tanto uno como otro respiraban profundamente, sin dar el menor signo de querer despertarse.
   Exasperado, se volvió hacia los otros.
   -Ha sido una imprudencia temeraria recurrir a la prueba del Soma. Particularmente en este caso.
   Pitchfork regresó con idéntica presteza a la mesa, agarró con ambas manos unos pergaminos enrollados y atados con una cinta carmesí. Tras esgrimirlos como si fueran bastones o cetros, los dejó caer de nuevo sobre la mesa.
   -He aquí las pruebas de que el Gran Maestre diputó a Lamson como responsable único de la Orden en su ausencia.
   Arthur Thompson se levantó a su vez, pero con más calma, antes de replicar en un tono conciliador que desmentían sus palabras:
   -Con anterioridad a Lamson, MacLeod había diputado a Duncan.
   -A quien revocó posteriormente, según consta en estos papeles auténticos -lo interrumpió Pitchfork.-
   -Cierto, tras personarse Lamson en París y haberlo convencido con sus tergiversaciones.
   -Es la decisión, en todo caso, y el criterio de MacLeod, el que queda patente en estas credenciales y debía haber sido respetado.
   Antes de que Thomson alcanzase a replicar, Thomas Haigh se decidió a intervenir.
   -La accesión de Lamson al poder en la Orden hubiera sido, sin lugar a dudas, fatal para la misma. Tal vez a muy corto plazo.
   -Espera -lo cortó Pitchfork – a que concluya la prueba del Soma, para emplear el pluscuamperfecto de subjuntivo. Por el momento ambos candidatos parecen reaccionar de idéntica manera.
   -La diferencia -terció John Hauptmann – no tardará en manifestarse.
   -¡Ah, sí! -replicó aquél- ¿Y cómo puedes estar tan seguro de ello?
   En eso Lamson lanzó un gemido y su cuerpo fue sacudido por un espasmo. Acudieron todos a congregarse en torno a su lecho.
   -La espada llameante -exclamó el todavía durmiente Lamson- ante la cual sucumbe la propia Muerte, no era otra que la profunda, persistente, conquistada percepción de la Belleza en el Arte.
   -¿Qué ha querido decir con ello? -prorrumpió Pitchfork.
   -Es el veredicto de los dioses – concluyó Thomas Haig. – Sobre todo si se tiene en cuenta que Duncan es un poeta reconocido.
   De repente Lamson abrió unos ojos como platos, de los que brotaba un terror incontrolado, y con voz cascada de viejo valetudinario exclamó:
   -Los herederos se presentan, ante el lecho de muerte del padre, para cobrar la herencia.
   Luego, con voz distinta, femenina esta vez:
   -Su nombre es Legión y confunde nuestras inteligencias con triquiñuelas.
   Todavía una tercera voz, también femenina, surgió de su boca para proferir obscenidades inconexas. Pero se fue debilitando hasta que por fin su cuerpo cayó de nuevo en un sopor profundo.
   -¿Qué significa todo esto? -Tonó por segunda vez William Pitchfork.
   Fue John Hauptmann quien aportó una explicación:
   -Los diferentes arquetipos se enfrentan para tomar el control de su personalidad.
   -Es triste -repuso aquél, – Vosotros sabíais lo que iba a suceder. Si no sobrevive, su muerte pesará sobre vuestras conciencias. Habréis cometido un asesinato.
   -Asesinato tal vez. Pero asesinato necesario, en nombre de una causa sagrada, de una razón sublime que no puede ser violada impunemente, so pena de poner en grave peligro la civilización.
   -Quizá convenga más bien hablar de suicidio -sugirió Duncan, que se había despertado y permanecía sentado en el lecho, pero con los pies apoyados ya en el suelo. – Él debía colegir que no estaba todavía preparado para ello.
   Todos se volvieron a mirarle.
   -¿Y tú, qué has visto? -Inquirió Edward Hall.
   -Estaba en mi casa de Dublín. Y he visto una rama combada como un arco, sobre la que se posó una tórtola. El ave parecía inquieta y no cesaba de moverse y cambiar de posición. Al cabo comprendí que en realidad estaba produciendo, repetidas veces, un paso de baile, semejante a los bailes celtas que había aprendido en mi juventud, pero inédito en su ejecución exacta. Así que decidí registrarlo en mi memoria. Seguidamente me dormí de nuevo. Cuando desperté, me hallé en una sala circular, rodeado de personajes vestidos al modo griego o romano, tan deslumbrantes todos que parecían tener un sol bajo la piel. Luego otro ser semejante a ellos, pero con el rostro cubierto por una máscara rosada y portando una antorcha encendida, gritó:
   -¡Que arranque la danza! ¡Nadie, ya sea dios u hombre, puede quedar exento de danza!
   Surgió entonces la música, proveniente sin duda de otras cámaras contiguas, y todos se pusieron a bailar según el paso que me había enseñado la tórtola. Así, también yo pude ejecutarlo, mezclándome con ellos. Notando que una extraña energía surgía en mí, incrementando la intensidad a medida que aumentaba la cadencia, convirtiéndose en una fuente inagotable, arrolladora, infinita, de poder creativo.
   Edward Hall giró sobre sus talones para dirigirse con paso firme hacia la mesa que ocupaba el centro de la sala. Tomó recado de escribir y, con trazos seguros, certeros, redactó el siguiente documento:
   “Los abajo firmantes: William Pitchfork, Arthur Thompson, Thomas Haigh, John Hauptmann y Edward Hall, certifican que, habiéndose presentado Maximilien Lamson en la sede de la Orden, portando autorizadas credenciales refrendadas por el Gran Maestre, Harry MacLeod, reclamando, mientras durara la ausencia de éste, la dirección y control de la misma, y habiéndose opuesto formalmente a ello Robert Duncan, actual depositario de dicha función en ausencia del Gran Maestre, alegando que las mencionadas credenciales habían sido obtenidas mediante un procedimiento irregular, derivó, por consiguiente, la situación en un conato de violencia que fue necesario atajar mediante la intervención activa de los presentes. Considerando la logia la gravedad de las circunstancias, así como el riesgo de escándalo público, y hallando a ambos personajes irreconciliables y firmes cada uno en su respectiva posición, decidió aplicar la prueba del Soma. Cosa que fue aceptada y aprobada de manera explícita por los dos contendientes. Habiéndose efectuado la misma, según el procedimiento ritual que estipulan los reglamentos de la Orden, declaramos vencedor a Robert Duncan, a quien, en consecuencia, confirmamos en el cargo que ya ocupaba previamente a la venida del citado Maximilien Lamson.
   Londres, 10 de abril de 1900.
   Para que conste en acta firmamos:   “
   Uno tras otro, se acercaron a la mesa y firmaron el papel. Éste es el relato verídico de cómo el poeta Robert Duncan conservó el control de la Orden durante diez años consecutivos, hasta que regresó el Gran Maestre, Harry MacLeod, quien se había trasladado a París con objeto de traducir unos manuscritos esotéricos de la más alta trascendencia.

  
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NACARADO ATARDECER Y OTROS RELATOS. DOS ALEGORÍAS, UNA DENTRO DE LA OTRA -














NACARADO ATARDECER Y OTROS RELATOS
DOS ALEGORÍAS, UNA DENTRO DE LA OTRA

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El inspector Néstor Páramo acababa de llegar, haría poco más de un cuarto de hora, al aeropuerto de Manises y ya estaba siendo trasladado por un coche patrulla de la policía municipal de Sajará al cementerio de dicha localidad. Se enfrentaba a un caso un tanto especial, aunque sólo fuera por las circunstancias inhabituales que lo envolvían. Había cadáver, sí; pero no se trataba de un asesinato. El problema no estaba ahí. El cuerpo se hallaba, grosso modo, donde debía estar, es decir, en el cementerio, pues había sido enterrado hacía ya unos cinco años, si bien fuera de su sepultura, fuera incluso del féretro destinado a contenerle por toda la eternidad. Así había sido encontrado esa misma mañana por el sepulturero.
Una exhumación ilegal. Esto no ocurre todos los días, cierto. Pero cuando acontece, suele aplicarse un procedimiento sumario y discreto. En el caso presente no procede, pues el finado en cuestión no es, o no fue, un individuo cualquiera, sino un escritor de renombre, Josep Ferrer.
En Madrid, Néstor Páramo no tuvo muchas oportunidades de oír hablar de esta figura de las letras catalanas, pero durante el trayecto había dispuesto de tiempo suficiente para documentarse, al menos someramente, sobre la cuestión. Cuando pisó tierra valenciana ya tenía asimilado que el terreno por el que se disponía a avanzar estaba minado, a causa de las implicaciones políticas que contenía el asunto. En efecto, Josep Ferrer era, en cierto modo, el padre del catalanismo moderno, el creador de la noción de países catalanes y el argumento principal de la inclusión del País valenciano en esa entidad política. Asunto susceptible de movilizar a tanta gente a favor como en contra.
El coche patrulla se detuvo a pocos metros de la puerta principal del cementerio municipal, bajo unos eucaliptus gigantescos.
-Por aquí, señor Inspector.
Los tres policías que le acompañaban se pusieron a avanzar con paso rápido por las silenciosas calles. Al doblar una esquina, se detuvieron.
-Allí es.
Se notaba que querían ahorrarse los detalles del espectáculo que, a lo lejos, se adivinaba.
Mientras se aproximaba al lugar de los hechos, efectuó un primer reconocimiento de la escena. La caseta era un bostezo oscuro y siniestro, posiblemente maloliente. Al pie de la misma, se hallaba el féretro que, aún a esa distancia, manifestaba un evidente deterioro. Unos pasos más allá se encontraba el cadáver, embutido en un traje oscuro. En esa zona trabajaban ya los del equipo científico. Como se temía, las autoridades civiles y judiciales no se habían andado con chiquitas.
Antes, a una distancia sanitaria, se había formado un grupo de cuatro personas. Una de ellas, al ver acercarse a Páramo, suponiendo de quien se trataba, se volvió enteramente hacia él, disponiéndose a recibirle.
-¿Inspector Páramo?
-Así es.
-Mi nombre es Carlos Alapont. Y soy el alcalde de esta ciudad. Permítame presentarle a estos señores. Ernest Brugat, heredero legal del difunto. Albert Mestres, albacea del mismo. Romualdo Mateu, encargado municipal de este cementerio. Fue él quien descubrió, a primera hora de esta mañana, el espectáculo que está usted contemplando.
Néstor Páramo había ido estrechando la mano a todos, a medida que eran nombrados. No se le había escapado el detalle que el heredero no usaba el mismo apellido que el finado. Pero habrá seguramente una explicación para ello.
-Antes que nada, caballeros, quisiera hacerles una pregunta con toda inocencia. Alguien de ustedes tiene la más ligera idea de cuál puede ser la motivación de los autores de este desacato. Quiero decir, si hay alguna, independientemente de la cuestión política.
Los aludidos se encogieron de hombros. Al final, Ernest Brugat respondió.
-Hay tanto fetichista por el mundo. Josep Ferrer era algo así como un santo laico. No me extrañaría que algún orate quisiera conservar un recuerdo suyo post mortem.
Néstor Páramo asintió.
-Concédanme unos instantes para explorar la escena y recabar las primeras impresiones del equipo científico.
-Faltaría más -repuso el alcalde. –
El grupo parecía bastante atareado. Aún así, uno de sus componentes se puso en pie para atender al inspector.
-¿Algún detalle comienza a emerger de lo que llevan examinado?
-De lo puramente científico todavía no. Habrá que esperar al resultado de los análisis. No obstante, observe el estado del cuerpo y compárelo con el del féretro.
-Ya me había percatado de ello.
Así es, saltaba a la vista. El cuerpo se hallaba totalmente descompuesto, como era de esperar, pero entero y como dejado de lado, para que no molestara. No resultaba ilegítimo suponer que lo habían extraído con sumo cuidado del ataúd y depositado a cierta distancia. Por el contrario, el féretro se hallaba muy deteriorado, había sido concienzudamente descuajaringado.
-Muchas gracias, doctor. En cuanto obtenga las primeras conclusiones, sírvase mandármelas por mail, se lo ruego.
-Descuide.
El inspector Páramo volvió sobre sus pasos para reunirse de nuevo con el primer grupo.
-El equipo científico está terminando ya su trabajo. Enseguida podrán disponer de los restos mortales. Supongo que habrán considerado la posibilidad de inhumarlos en otro lugar, después de lo que ha sucedido.
-Josep Ferrer se quedará aquí -replicó secamente el heredero. –
-Entendido. La decisión es suya.
El alcalde intervino.
-Como me ha pedido por teléfono, le he reservado, por un tiempo indefinido, una habitación en el único hotel de que dispone la ciudad. Si no se le ofrece nada más aquí, le puedo acompañar con mi coche.
-No, aquí nada más. Por cierto, hablando de teléfono, ¿serían tan amables de darme el suyo, por si acaso tuviera necesidad de consultarles algo, a medida que avance la investigación?
-Por supuesto, – acordó el alcalde en primer lugar y declinó el suyo. Los demás hicieron lo propio.
-Les estoy muy agradecido por su colaboración.
Heredero y albacea se quedaron para tomar las disposiciones que se imponían sobre el terreno. El alcalde y el inspector se pusieron a avanzar hacia la salida con el mismo paso raudo y decidido que le habían contagiado a Páramo los policías.
-La habitación no corre prisa, señor alcalde -dijo, cuando ya se hallaban a una distancia suficiente. – Antes me gustaría examinar el antiguo domicilio del finado. Tengo entendido que ahora pertenece al Ayuntamiento.
-Cierto. Razón por la cual primero habrá que pasar por el mismo para recoger las llaves, firmándole un recibo al secretario. Sus muros contienen varios tesoros artísticos e innumerables objetos de valor.
-No se le da una llave a cualquiera, ¿no es así?
-De momento, no se le ha dado a nadie.
-Si la información de que dispongo es correcta, el Ayuntamiento proyecta convertir la casa de Ferrer en un museo consagrado a su memoria.
-Así es. Para ello hemos comprado la casa contigua. En total, un espacio considerable en el que exponer su nutrida biblioteca, amén de las más de doscientas obras de arte que se hallaban en su poder y los numerosos objetos personales y fotografías. Contendrá salas de lectura, de proyección y hasta de conferencia.
La formalidad de la llave no duró mucho tiempo, acompañado como venía por el alcalde y presentando su placa. Así que pronto se hallaron ante un edificio modernista no carente de interés. Las casas aledañas eran tan grandes y suntuosas como la del escritor, aunque carecían de su vocación artística.
-¿Sabe usted si la adquirió el propio escritor o si pertenecía ya a la familia?
-Se trata de la casa familiar desde hace varias generaciones. La fecha exacta de su adquisición o de su construcción no se la puedo decir sin consultar los archivos. Pero sí puedo garantizarle que, al menos, dos generaciones de Ferrer la han habitado.
Una hornacina conteniendo un santo y situada a nivel de la primera planta llamó la atención de Néstor Páramo.
-Lo poco que he leído sobre Josep Ferrer y ello, lo confieso, desde que se me asignó el caso, no me permite imaginar al escritor como alguien particularmente creyente. La ironía que, al parecer, caracterizaba sus textos, de corte volteriano, anuncia más bien un ateo que otra cosa y un hombre de sensibilidad izquierdista.
Alapont sonrió, mostrando un diente de oro.
-Ateo lo ignoro. Pero izquierdista, le aseguro que no lo fue. Ni siquiera en sus últimos años, cuando se relacionó con mucha gente de izquierdas. De hecho, en su juventud era un camisa azul, activo en actos y desfiles. Más tarde, durante su etapa universitaria, ocupó cargos en organizaciones falangistas y escribió en “Claustro”, publicación oficial de la SEU, o sindicato universitario de Falange, y en el diario Levante, que entonces pertenecía a la red de periódicos del Movimiento Nacional. Casi me atrevería a decir que no podía ser de otro modo, pues su padre fue un conocido dirigente carlista y primer alcalde franquista de la ciudad, de comunión diaria e imaginero de profesión, aparte de propietario, cosa que en Sajará es casi sinónimo, salvo raras excepciones, de católico ultramontano.
Néstor Páramo seguía con la mirada fija en el objeto que había sacado a relucir, de manera tan fecunda, el historial político de los Ferrer, padre e hijo. Como padre e hijo representaba, de hecho, el santo de la hornacina.
-Si la calle se llama de San José, supongo que la talla es la del mismo santo.
-Así es -repuso Alapont, un tanto incómodo con tanta hagiografía, pues él, eso sí lo sabía Páramo, era un alcalde de izquierdas, probablemente ateo, cuanto menos anticlerical.
-Y si Josep Ferrer, padre, era de profesión imaginero, no resulta descabellado imaginar que la talla fuera obra suya.
-Tal vez. Era imaginero y profesor de dibujo… Pero pasemos adentro.
El alcalde cruzó la calle sin esperar más e introdujo la llave en la cerradura, que crujió de manera noble y se abrió el postigo. Encendió las luces.
-Esto es inmenso. Ya verá.
Alapont parecía satisfecho de la adquisición, como si la hubiera hecho para él, con su propio dinero. Néstor Páramo se puso a examinar de inmediato las distintas piezas. Sin embargo, desde el primer momento, saltó a la vista un detalle que no hizo falta siquiera comentar. Muchos muros habían sido picados y se podían ver montones de escombros por todas partes. El desván, por su parte, estaba casi destrozado y las vigas de madera, e incluso, en parte, las tejas, se hallaban aparentes.
-No sabía que habían comenzado las obras -acabó declarando el alcalde. – Efectuaré las correspondientes indagaciones.
-No haga nada -repuso Páramo. – Observe esto. La puerta ha sido forzada.
El inspector abrió la mencionada puerta que daba a una terraza, como incrustada entre los tejados de las casas vecinas.
-Es evidente que primero han estado buscando aquí. Y en desesperación de causa han decidido examinar el féretro, no dudando en destrozar una cosa y otra.
El alcalde, don Carlos Alapont, reflexionaba. Comprendía.
-¿Qué pueden buscar? ¿Un título de propiedad? ¿Un documento comprometedor?
-Tal vez…
El inspector parecía profundamente sumido en una cogitación que lo aislaba del espacio y del tiempo. Alapont respetó su silencio y echó una mirada distraída a través de los tejados.
-¿Sabe? -habló al cabo Páramo. – Desde antes de entrar en esta casa, he estado pensando que no solamente era la morada del hijo, también lo era la del padre. Sobre el hijo hay mucho escrito y desde luego habrá que investigarlo. Del padre, en cambio, se sabe menos. O yo sé menos. Y le confieso que me ha intrigado cuanto acaba de referirme sobre éste. Al concluir la guerra, hubo en toda España una fuerte represión. Imagino que, en ese sentido, Sajará no constituyó una excepción.
-Desde luego que no -repuso enseguida el alcalde. – Hubo multitud de asesinatos. Pero me consta que Josep Ferrer hizo cuanto pudo para contener tales desmanes. Desgraciadamente, fracasó.
-¿Cómo lo sabe? ¿Se ha escrito sobre el asunto?
-No. Están los archivos, pero se muestran muy lacónicos al respecto. Yo sé algo, porque mi padre me lo contó. Sin embargo, la información de que disponía relativa a esos días, a esas horas en realidad, de transición de un régimen a otro, es escasa. Él mismo acabó siendo objeto de dicha represión, sufriendo prisión durante cierto tiempo, razón por la cual, mientras durara la primera incertidumbre, tenía interés, como tantos otros, en permanecer discreto, en hacerse invisible.
El inspector Néstor Páramo pareció dudar en hacer la pregunta, mas al cabo la hizo.
-Su padre… ¿Vive todavía?
-No. Murió hace diez años.
-¿Queda algún testigo que participara directamente en los hechos?
-Que yo sepa, no.
Sin embargo, ahora era el alcalde quien comedía, como tratando de sacar a flote una idea que, al principio, sólo entreveía bajo la superficie del agua.
-Testigo directo no lo hay… Pero conozco a alguien que está escribiendo una novela en la cual forzosamente tiene que tocar el tema. Se llama José Colliure, un amigo mío. Sé que para escribirla se apoya en las memorias de su abuelo, también José Colliure. Por cierto, el padre se llama igualmente José Colliure, pero me consta que en aquella época era todavía muy joven y esa etapa de su vida la paso en Riera, una población cercana.
Páramo sonrió.
-Un nombre popular en estas tierras, el de José.
-Lo es en toda España, pero particularmente aquí, en Valencia, la tierra de las fallas, que se queman justamente el día de San José. Pero verá… Lo que sí me dijo mi padre es que José Colliure se encargó del orden público en Sajará durante esas horas, tensísimas, de la transición.
-¿Quién era en realidad ese José Colliure?
-José Colliure era un vecino de Sajará que se casó en Riera. Cuando estalló la guerra, se fue a vivir a dicho pueblo con su familia. Allí, el comité revolucionario lo encarceló, porque debía considerarlo sospechoso, y le montó varios procesos. En resumidas cuentas, el tal Colliure pasó toda la guerra encarcelado o en arresto domiciliario. Al terminar la contienda, no sé por qué razón, tuvo que asumir la mencionada función y, acto seguido, fue nombrado primer alcalde franquista de aquella población.
-Interesante. Ya tenemos a dos primeros alcaldes franquistas. Y los dos se llamaban José.
-Luego, tras abandonar la alcaldía, se convirtió en notorio opositor al régimen. El cual no le condenó, porque las principales jerarquías locales eran todos amigos suyos; sin embargo, se le sancionó con un ostracismo, social y económico, tácito, si bien férreo.
-Curioso. Y dígame, señor alcalde, ¿sería posible concertar una entrevista con José Colliure, nieto?
-¡Por supuesto!
Sin pensarlo dos veces, Carlos Alapont extrajo el móvil del bolsillo de atrás de su pantalón vaquero y lanzó la llamada.
-Pepe, ¿qué tal? Soy Carlos. Verás, tengo un amigo aquí a quien le gustaría hablar contigo de tu abuelo. ¿Te importaría venir al casino? Tomamos un café y charlamos un rato, ¿te parece? Perfecto. Ah, me dijiste que poseías sus memorias. ¿Tendrías inconveniente en traerlas? Estupendo. Hasta ahora pues.
Se trataba de un casino, también de construcción modernista, con un empaque de catedral, donde resplandecían unas bóvedas pintadas con motivos regionales, campesinos luciendo trajes típicos en medio de naranjos y cornucopias.
Tomaron asiento junto a unos amplios ventanales, en bancos tapizados de rojo. Las mesas eran sólidas y antiguas, bien barnizadas. Todo ello expresión de un lujo provinciano, aunque consistente.
A tales horas, no había más que ellos en esa suerte de templo silencioso del ocio soñoliento, periférico y paisano.
El tal José Colliure no tardó en presentarse. Se trataba de un individuo confortablemente instalado en la cincuentena, quien, al llegar, depositó sobre la mesa un cuaderno de tapas duras, de color crema y negro, con un rectángulo rojo en el centro, donde podía leerse: “Borrador”.
Carlos Alapont, sonriente y, desplegando una actitud sinceramente festiva, efectuó la presentación. Se notaba que eran dos viejos amigos.
-José Colliure. Inspector Néstor Páramo.
-Encantado -respondieron ambos a la par.
Alapont se encaró con Colliure.
-¿Te has enterado de lo que ha ocurrido esta mañana en el cementerio?
-No. No sé nada.
-La tumba de Josep Ferrer ha sido profanada.
-¡Vaya! -replicó Colliure, evidentemente sorprendido. –
Mas enseguida esbozó una leve sonrisa.
-¡Y se ha encontrado de inmediato que mi abuelo es el responsable!
El alcalde sonrió, a su vez, pero más ampliamente, haciendo relucir varios de sus dientes de oro. También sonrió el inspector Páramo.
-Habrá que verificar en qué estado se encuentra la sepultura de tu abuelo…. Hablando en serio, tu abuelo se ocupó del orden público en Sajará durante esas horas de vacío de poder entre los dos regímenes, ¿no es así?
-Eso es cierto. Sí.
-¿Cómo es que fue justamente él el encargado de hacerlo?
-Cuando la cosa tocaba a su fin, vinieron a buscarle a Riera. Un coche paró en la plaza, repleta de gente. De él bajaron un comandante y un sargento, de la guardia civil. Con ellos venía Antonio Gallego, conocido abogado de Sajará e íntimo amigo de mi abuelo. Nada más apearse, Gallego se acercó al primer grupo que le venía a mano y aparentemente les lanzó a los integrantes una pregunta. Uno de ellos, con un gesto, señaló a mi abuelo. El primer pensamiento que le pasó por la mente fue el de echarse a correr, pues a esas alturas ya no estaba dispuesto a que lo engancharan de nuevo. Sin embargo, la presencia de su amigo Antonio debió acabar por tranquilizarlo, así que permitió que se le acercaran. Entonces le expusieron lo que deseaban de él. El comandante del puesto tenía pensado irse, pues obviamente temía las represalias de los vencedores, y buscaba a alguien que lo reemplazara, alguien a quien los franquistas no harían ningún daño. Era sólo cuestión de horas. Mi abuelo comprendió que, por un imperativo moral, debía recoger el guante y aceptó, aunque recomendó al militar que, si no tenía las manos manchadas de sangre, se quedara y entregara el puesto de comandante a comandante, cosa que éste hizo, pero refugiado en el cuartel, sin actuar directamente para nada.
El inspector Páramo, viendo terminada la exposición, intervino.
-¿Y qué pasó después? ¿Cómo llevó a cabo su misión?
José Colliure puso la mano derecha sobre el cuaderno.
-En realidad dice poco en sus memorias. Probablemente porque cuando las escribió se hallaba incómodo con este asunto, pues desde hacía mucho se había pasado al otro bando.
-¿Cómo se explica semejante acto, en pleno auge del franquismo? -inquirió Páramo.
-A su vuelta a Riera, se encontró con que un teniente del ejército de ocupación le estaba aguardando en el despacho de la alcaldía. Éste prácticamente le obligó a aceptar el cargo de alcalde puesto que, tras haber interrogado a ciertos individuos, había llegado a la conclusión de que era la persona idónea. Para exponerlo con la mayor brevedad posible, digamos que, en el ejercicio de su función, no tardó en toparse con la corrupción del nuevo régimen. Además, tuvo un encontronazo muy fuerte con el cacique de la provincia, al querer aplicar algunos de los veintisiete puntos de la doctrina de José Antonio con objeto de paliar el paro endémico de Riera, dando tierras en arriendo, a lo que aquél se opuso férreamente. Pero el gobernador civil, Planas de Tovar, apoyó a su alcalde. En fin, a los nueve meses de ejercicio, aprovechando una ausencia de Tovar, consiguieron arrancarle del cargo. Ya había visto lo suficiente.
-Dice que hay poco sobre su breve responsabilidad de orden público, ¿sería tan amble de permitirme que leyera los fragmentos que hablan de ello? -propuso el inspector.
-Naturalmente.
José Colliure abrió el cuaderno y comenzó a pasar unas hojas amarillentas.
-Aquí lo tiene.
Y señaló con el dedo índice el lugar donde tenía que comenzar la lectura. El inspector Páramo se sumió de inmediato en ella con una no disimulada voracidad.
Los otros dos continuaron la conversación en un tono más bajo, para no molestar al lector.
-Entiendo que el interés se focaliza en el único momento en que mi abuelo y el padre de Ferrer tuvieron alguna relación. Este último estaba encargado de constituir los Ayuntamientos de todos los pueblos de la comarca. Con tal objeto, a mediados del mes de abril, mandó llamar a mi abuelo. Cuando éste entró en su despacho, se encontró con que había allí otro de Riera. A ambos les encomendó que confeccionaran, por separado, una lista de las personas más aptas para formar el consistorio de dicha población. Mi abuelo no se incluyó en la lista y tampoco incluyó al otro.
-¿No sabes si volvieron a verse?
-En otra ocasión, que yo sepa. El nombramiento del teniente, mi abuelo lo consideraba provisional. El consistorio definitivo, como convenido, tenía que nombrarlo Ferrer. Sin embargo, ya pasaba de dos meses desde que había terminado la guerra y el acta no llegaba. Mi abuelo, harto de esperar y horrorizado, pues día y noche se presentaban en el Ayuntamiento cargos civiles y coroneles recorriendo su demarcación y dando órdenes terribles, se personó en el domicilio de Ferrer para pedirle cuentas. Ambos hombres, con el sistema nervioso desquiciado por una situación en constante estado de presión máxima, tuvieron un altercado morrocotudo. Ferrer le exigió que se hiciera cargo él de Riera, mientras fuera necesario, pues la situación de Sajará era crítica y en cualquier momento se le podía escapar de las manos, como de hecho así sucedió, llegando a decir, ante las alegaciones de Colliure, que ¡ojalá Riera hubiera sido arrasada por los rojos! A lo que mi abuelo replicó que ¿por qué Riera y no Sajará? El pueblo de Riera permanece tranquilo, dentro de lo que cabe, mientras que Sajará, tú mismo lo estás diciendo. Total, que no solucionó nada y tuvo que seguir capeando el temporal. Nunca lo mencionó, pero me da la impresión de que no los tenía en mucha estima. Ni al padre, ni al hijo.
-¿Al hijo tampoco?
-La única vez que lo oí mencionarlo fue cuando contó que también tuvo una rebatiña con él, esta vez por escrito. Parece ser que Ferrer, en algún artículo, o en alguno de sus libros, no sé muy bien, recomendó al viajero que no se detuviera en Sajará, que pasara de largo, pues allí no había nada que ver. Eso podía haberlo dicho él mismo, pero en boca de otro lo enfadó. Yo creo que la animadversión le venía de otra parte. Pienso que el franquismo había aprendido mucho durante su etapa de la quinta columna.
En eso, el inspector Néstor Páramo concluyó su lectura y cerró el cuaderno. Sin embargo, no dijo nada enseguida. Permaneció mudo durante varios minutos. Al cabo, le alargó el cuaderno a Colliure.
-Le agradezco infinitamente que se haya tomado la molestia en traerlo.
Y añadió enigmáticamente:
-Me ha sido de una gran utilidad.
Dieron el último sorbo al café y Néstor Páramo se puso en pie, dando por terminada la entrevista. Salieron los tres del casino y fueron caminando lentamente hasta el vecino Ayuntamiento. Allí se despidió Colliure.
-¿Cuándo empiezan las obras? -quiso saber el inspector.
-El lunes.
-¿Este lunes próximo?
-Sí, dentro de tres días exactamente. ¿Por qué?
-Porque me había figurado que tardaría un poco más en resolver este caso.
-¿Quiere usted decir que antes del lunes estará resuelto?
-Sin duda alguna.
-Si cumple usted su palabra, señor inspector, no solamente me compraré un sombrero para poder quitármelo en su presencia, sino que, además, le invitaré a una comida en la Marcelina.
-Entonces le aconsejo que tome la disposición hoy mismo, o mañana por la mañana a lo más tardar, pues presumo que las tiendas permanecen cerradas en Sajará durante el fin de semana.
-Descuide, que así lo haré.
-Ahora, permítame un último favor. Necesito saber el nombre del Jefe de Policía que ocupaba el cargo en marzo de 1939. Después, necesito hacer una nueva comprobación en la casa de Ferrer.
-Eso es muy fácil de obtener. Venga conmigo.
Esa misma noche, el inspector Néstor Páramo, el alcalde, Carlos Alapont, y el actual jefe de la policía municipal se hallaban al acecho, amparados en la oscuridad de un rincón del desván de la casa de Ferrer. Hablaban en susurros.
-Puede que no vengan hoy -confesó el inspector. – La pasada noche debió ser un tanto agitada para ellos. No obstante, parece razonable que evitemos tomar riesgos. El tiempo se les acaba. Vendrán antes del lunes.
-Vamos a ver -intervino el jefe de la policía, – ¿cómo sabe usted que no encontraron en el féretro de Ferrer lo que andaban buscando?
-Lo sé -replicó, categórico, Páramo.
La conversación, de todos modos, se interrumpió, porque oyeron el rumor de un leve murmullo. Alguien estaba hablando en voz baja al otro lado de la puerta que daba a la terraza. Seguidamente los goznes chirriaron y se abrió, dejando entrar el haz de luz de una linterna.
El inspector dejó que los intrusos avanzaran unos cuantos pasos hacia el interior, antes de declamar con voz potente:
-¡Llegó el momento de la anagnórisis!
Entonces accionó el interruptor de la luz, poniendo en evidencia, en el centro de la pieza, a tres encapuchados. Los cuales, tras permanecer durante un instante petrificados, se revolvieron raudos con la intención de ganar de un salto la puerta y tomar las de Villadiego. Pero no llegaron ni a moverse del sitio, pues por esa misma puerta entraron dos policías municipales con las pistolas desenfundadas.
-Señor Andrés Lapuebla, tenga la bondad de quitarse el pasamontaña, pues ya no le sirve de nada -prosiguió el inspector. –
Se oyó un murmullo de sorpresa, dado que en esas ciudades pequeñas todo el mundo se conoce.
El aludido obedeció.
-¿Cómo me ha identificado justamente a mí?
-Su abuelo ocupó el cargo de jefe de la policía local al término de la guerra civil, ¿no es así?
El tal Andrés Lapuebla guardó silencio.
Un breve paso por el juzgado me permitió comprobar que usted es el único nieto que queda con vida.
Los otros dos siguieron el ejemplo y descubrieron sus rostros.
-¡Señores Brugat y Mestres! ¡Esto sí que es una auténtica sorpresa!
-No hablaré si no es en presencia de mi abogado.
-Yo lo haré por usted. Con toda evidencia, tras la muerte de Ferrer, el señor Lapuebla se puso en contacto con ustedes, les planteó la cuestión y llegaron a un acuerdo. Sin embargo, lo que buscaban, no solamente no lo habían visto jamás, sino que, si en verdad existía, se hallaba en esta casa, que ya no les pertenecía, pues era para entonces propiedad del Ayuntamiento. Ahora bien, desde que éste anunció que su proyecto de convertir la casa en museo se iba a realizar en breve, comprendieron que no había tiempo que perder. El señor Andrés Lapuebla vive en la calle paralela. Por encima de los tejados se puede llegar hasta aquí perfectamente. Destrozaron la casa buscando. ¿Qué más da? Un trabajo menos para los albañiles. Como no aparecía y las obras comienzan el lunes, se reunieron en cónclave. A alguien debió ocurrírsele que aquello no era posible, a menos que Ferrer se llevara el secreto a la tumba. Literalmente hablando. Dado que el asunto merecía la pena y no tan sólo por el aspecto crematístico, decidieron desenterrar el cadáver. Por desgracia, tampoco allí encontraron nada, a pesar de haber arrancado el doble fondo del ataúd y después de haber dejado éste prácticamente destrozado. No quedaba más que la casa y sólo tres días para hacerlo.
Los tres se encerraron en un hermético mutismo. Y quien calla, otorga. Néstor Páramo prosiguió:
-Tengan la bondad de acompañarme. Les mostraré lo que andaban buscando.
Y con las mismas se echó a andar en dirección a la escalera. Los demás, una vez salidos de su perplejidad, lo siguieron. Los policías, todavía empuñando las pistolas, cerraban la comitiva. El inspector, por su parte, mientras bajaba los peldaños, seguía hablando:
-El enigma era una alegoría dentro de otra alegoría. El padre, José. El hijo, José. La calle, la de San José. ¿Y el santo de la hornacina? Adivinen el nombre del santo que se halla encerrado dentro de la hornacina.
En ese momento, la voz del heredero prorrumpió en una sonora blasfemia.
-San José, por supuesto. Su error fue no comprender, o haber olvidado, que esta casa no sólo fue la casa del hijo, sino también la del padre. Y el padre era imaginero de oficio. El pasado no hay que olvidarlo jamás, aunque nos pese.
Néstor Páramo abrió el postigo, dejando la talla a la vista de todos.
-He aquí una de sus obras. Y si no lo fuera del todo, indudablemente la trabajó para practicar un hueco en el interior y adjudicarle un sistema de abertura mediante una palanquita oculta en la base. Hemos llegado a la primera alegoría. San José, patrón de todos los trabajadores. De todos sin excepción, ya fueren tirios o troyanos. Lo único que importa es el trabajo bien hecho. Era demasiado bello para no ser verdadero. Los neoplatónicos aseguraban que lo bello es siempre bueno y verdadero.
Entonces, flexionando las rodillas, tanteó en la base de la talla. Se produjo un crujido y ésta se abrió de golpe.
-Y ahora, la segunda alegoría. “La alegoría de la República” pintada por Alfredo Santacana. El cuadro que, tan afanosa como infructuosamente, han estado buscando durante los últimos años.
El inspector mostró la tela, doblada en varios pliegues. Seguidamente, como si transportara un cáliz repleto de hostias consagradas, fue en busca de la gran mesa del comedor, donde la desplegó por completo. Allí estaba la obra de Santacana que se había dado por perdida, destruida por los enemigos acérrimos de la república y cuyo valor actual, económico y simbólico, era inmenso.
Pero los que habían intentado torpemente rescatarla del más allá, del mundo de ultratumba, habían cometido actos ilegales y tendrían que rendir cuentas a la justicia, de modo que tuvieron que salir de la casa custodiados por la policía.
Tan sólo se quedaron el alcalde y el inspector, contemplando aquella misteriosa mujer, tocada con el gorro frigio, posando de nuevo, después de un largo sueño, al lado de la bandera republicana.
Pero Carlos Alapont guardaba todavía una pregunta en el zurrón y se decidió a plantearla.
-He comprendido cómo llegó a descubrir dónde se escondía la tela. Lo que no alcanzo a entender es cómo sabía que se trataba de una tela. Y más precisamente de ésta.
Páramo sonrió. Dejó de contemplar a la mujer de la pintura y dirigió la mirada hacia Alapont.
-Eso se lo debo a usted, señor alcalde. Y también a Colliure. En las memorias del viejo José Colliure está escrito que cuando llegó al Ayuntamiento, tras mostrar las credenciales que le había entregado el comandante del puesto, el entonces jefe de la policía le dio novedades, comunicándole que el cuadro que presidía el salón de sesiones, el cual representaba a la República, había desaparecido. Colliure notó en él, así como en los demás policías que le rodeaban, una cierta incomodidad al hablar de ese asunto, que desapareció al abordar otros. Colliure decidió pasar por alto esta circunstancia, al menos por el momento. Tenía otras preocupaciones y otros problemas, mucho más acuciantes, que abordar. Desde luego, el valor del cuadro no era el mismo entonces que ahora. A Santacana ya se le consideraba un pintor reconocido, pero no en la misma medida que ahora. De lo demás no dice nada. Ahora bien, convendrá conmigo en que no es difícil de imaginar. El jefe de policía no podía ignorar lo que había ocurrido con el cuadro. El pintor, temeroso por la suerte de su obra, acudió a plantearle la cuestión al alcalde republicano; éste, conocedor de quién le iba a reemplazar en el cargo, otro artista, concibió el plan más seguro para proteger la obra. Si Ferrer aceptaba, nadie iba a efectuar perquisiciones en su casa buscándola, ni siquiera sospecharían que se hallaba allí, en el hogar del alcalde de los vencedores. Los tres hombres se reunieron en el salón de sesiones, hablaron y se pusieron de acuerdo. Descolgaron el cuadro y le quitaron la tela. La plegaron tal y como la hemos descubierto esta noche. Así, Ferrer, escondida bajo la chaqueta, la llevó a su casa antes que los nacionales entraran en Sajará. Eso, el jefe de la policía no lo podía ignorar. Nada nos impide incluso imaginar que, intrigado por la presencia de personajes tan dispares, entre ellos el propio autor de la obra, se hubiera acercado sigilosamente a la puerta del salón de sesiones y llegara a alcanzar retazos consecuentes de su conversación.
-Con toda evidencia, algo por el estilo debió ocurrir -admitió el alcalde. – He dado la orden que dos policías de guardia acudan aquí para pasar la noche custodiando la valiosa obra de arte. Mañana se tomarán las disposiciones pertinentes.
-Excelente idea. Ah, he buscado en internet el restaurante “La Marcelina”. Promete ser un auténtico templo de la cocina regional.
-Uno de los más antiguos y reputados de Valencia. Por cierto, como mañana es todavía sábado, le aconsejo que se compre un sombrero, para no desentonar con el mío.

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FRAGMENTO DE DÍAS DE PAREDÓN Y PAN NEGRO - CRÓNICAS DE SAJARÁ



DÍAS DE PAREDÓN Y PAN NEGRO es la continuación de LA ACRÓPOLIS DE LOS PANTANOS , ambas pertenecientes a la serie de novelas titulada CRÓNICAS DE SAJARÁ.

    La acción arranca durante los días que precedieron al golpe de Estado del 18 de julio de 1936 y concluye a los 9 meses de terminada la guerra; transcurre en un pueblo de la provincia de Valencia y refleja la situación en la retaguardia republicana, durante las dos primeras partes, y presenta finalmente, en la tercera, los hechos que se produjeron en ese mismo pueblo al terminar la contienda.

   El fragmento seleccionado pertenece a ese inicio de posguerra.

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   Otro asunto al que Colliure tuvo que atender durante los dos primeros meses de su actuación fue la devolución de las tierras expropiadas durante la guerra por el Comité. A medida que los propietarios de éstas se iban presentando en el Ayuntamiento, el alcalde les solicitaba que las cedieran en arriendo para repartirlas entre los cabezas de familia que no tenían ningún medio de vida. De este modo, consiguió 350 hanegadas de arrozal y 97 de huerta. Estos propietarios solían poner una sola condición:

   -No me mandes a casa ningún rojo.

   También algunos, conociendo la situación económica en que se hallaba Colliure, sugerían:

   -Trabájalas tú, Pepe.

  Tanto insistieron, que Colliure arrendó dos hanegadas de huerta.

   Numerosos fueron los propietarios de Riera para los cuales el trámite se redujo a una simple firma, pues en realidad nunca dejaron de trabajar sus propias tierras. En tales casos, Colliure experimentaba cierta dificultad en contener su sonrisa ante la presencia de estos católicos comunistas que, si no otra cosa, sí supieron encontrar la vía de en medio para conservarse, sin grandes pérdidas, durante un período turbio. No le costó mucho adivinar quién estaba detrás de todo eso.

   En resumidas cuentas, en mayo pudo iniciarse normalmente la plantación del arroz con arreglo, eso sí, a nuevos presupuestos.

   Dicho cereal abundaba en la población, pero escaseaba el trigo. Los ocho mil kilos de harina que se encontraban en los almacenes de la colectividad duraron poco. Era preciso conseguir harina donde fuera.

   Comenzó por pedirla al Comandante Militar de Sajará, a la sazón un tal Cervera. Éste replicó, escéptico y reacio:

   -¿No se ha cosechado trigo en Riera?

   -Se ha cosechado, es cierto, pero pertenece a los cosecheros y no debo…

   -¿Cómo que no? Recoja ese trigo y delo al pueblo.

   Colliure no las tenía todas consigo.

   -Ordénelo por escrito y estaré más tranquilo.

   El comandante mandó a un escribiente que extendiera esa orden, la cual firmó y estampilló con el sello de la comandancia.

   Orden en mano, el alcalde recogió el trigo que todos entregaban a la fuerza. Hubo sin embargo uno que dijo:

   -De eso nada. Ni hablar. Yo no lo entrego. Tú no puedes quitar el pan de mis hijos por la orden de un señor, aunque sea comandante.

   Colliure no contestó enseguida, sino que se quedó comidiendo un momento.

   -Puede que tengas razón y esto sea una ilegalidad. No obstante, mañana me informaré bien en Valencia, en el Sindicato Nacional del Trigo.

   La prudencia, en este caso, no se reveló mala provisión, pues cuando refirió el asunto en el mencionado departamento, el jefe del mismo le habló en términos muy agrios. No obstante, al mostrarle la orden de la comandancia, la recogió y se quedó con ella. Al día siguiente, Colliure devolvió el trigo a las familias que lo habían entregado.

   El problema de la harina, sin embargo, era acuciante y urgía traerla, de la manera que fuese, a Riera. Colliure hizo averiguaciones.

   En la Sección Agronómica de Valencia se racionaba a los pueblos de la provincia. Mas quien no la pedía, se quedaba sin ella. Era menester hallarse al corriente de ello. Colliure pidió el racionamiento de Riera y le entregaron una orden para cargarlo en la fábrica de Mompó, en Játiva. Mandó, pues, un camión grande, capaz de cargar hasta diez mil kilos. Ocurrió, sin embargo, que la harina no estaba en dicha fábrica y el camión volvió de vacío.

   De nuevo fue a la Sección Agronómica y contó lo sucedido, percibiendo allí una reacción un tanto anormal que le hizo concebir ciertas sospechas. Le cambiaron, no obstante, aquella orden por otra para que cargara en la fábrica de Ferrer, en Sajará.

   La casualidad hizo que Colliure, debiendo realizar otras gestiones, no regresó enseguida al pueblo, sino que se quedó en Valencia esperando a que, por la tarde, abrieran otras oficinas; así el travieso azar quiso que viera al jefe de la Agronómica entrar en el restaurante “El Rosado”, uno de los más caros de la ciudad, acompañado de una joven particularmente hermosa. Colliure decidió entrar también él en aquella ocasión, aunque le costara la torta un pan.

   Cuando la pareja abandonó el local, de la manera más natural que pudo, trató de sonsacar al camarero.

   -Bonita joven, ¿no? ¿Será la hija de este señor tan importante?

   El mozo se reveló más locuaz incluso de lo que Colliure hubiera podido esperar. Le contó cómo el individuo en cuestión solía desayunar, comer y cenar allí todos los días, excepto sábados y domingos, acompañado siempre de la bonita muchacha que ambos acababan de ver. Colliure calculó que el gasto ascendía a unas quinientas pesetas diarias, en aquella época. No creyó probable que aquel capital saliera de un sueldo, por elevada que fuera la asignación de su cargo.

   Al no encontrar el cupo en la fábrica de Ferrer, volvió el día siguiente a la Agronómica y, dirigiéndose al empleado de la recepción que ya le había atendido en las otras ocasiones, le explicó que tampoco en Sajará estaba el cupo de Riera.

   -Ah, y dígale también al jefe que, a la salud de este pueblo, él no comerá más en “El Rosado” con su querida.

   -¿Qué quiere usted decir con estas palabras?

   -Usted dígaselo así al jefe, que él ya lo entenderá.

   Y, sin aguardar respuesta, salió del edificio. Abajo, en la acera, se encendió un cigarrillo y se lo fumó entero. Luego subió de nuevo.

   La antesala se hallaba llena de alcaldes y delegados de Abastos. Uno de ellos, alarmado al ver regresar a Colliure, se acercó a él y le dijo:

   -¡Márchate, Pepe! Que el tío ha salido detrás de ti pistola en mano…

   -Pues no ha ido muy lejos, porque yo estaba abajo, fumándome un cigarro.

   -Te meterán en la cárcel.

   Pero el aludido hizo caso omiso de la advertencia y entró en la oficina de recepción. El empleado no daba crédito a sus ojos.

   -Pregúntele al jefe por el cupo de Riera -sugirió Colliure. –

   Éste se le quedó un rato mirando, sin soltar prenda. Al fin entró en el despacho de su superior. Tardó un cuarto de hora en salir. Mas lo hizo con una nueva orden para cargar en la fábrica Galindo, en Valencia. Colliure dejó la vieja sobre el mostrador y dijo:

   -Arriba España -pero con una pizca de sorna y una media sonrisa sarcástica en los labios.

   Ya sabía que en Valencia sí encontraría la harina en esa ocasión. Al día siguiente mandó el camión y vino cargado.

   En Abastos ocurría algo parecido con la carne viva. Pero también allí se las arregló para que no le faltara ningún racionamiento al pueblo.


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FRAGMENTO DE "EL MISTERIOSO CANDOR DE LOS TRENES".




“Estoy más cerca de ti que tu vena yugular.” Qaf-16, Sura Qaf Verso-16. Corán.

EL MISTERIOSO CANDOR DE LOS TRENES

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                                                                 I

Mientras escuchaba las primeras impresiones del forense, el inspector Néstor Páramo efectuaba un reconocimiento preliminar de la escena del crimen, con sus dos principales protagonistas todavía de cuerpo presente. El doble asesinato había tenido lugar la noche anterior, visiblemente durante el transcurso de una cena íntima, cuyos refinados ingredientes se hallaban dispuestos aún sobre una vasta mesa, emplazada al aire libre, en medio de la inmensa terraza superior de la mansión. El deslumbrante mantel que la cubría tremolaba suavemente por efecto de la leve brisa matutina. Las víctimas eran marido y mujer, ambos en la flor de la vida. Según las apariencias, se habían envenenado mutuamente, mediante sustancias distintas y difíciles de procurar, detalle que parece excluir el suicidio por acuerdo mutuo, para el que bastaba con una de ellas, pero que plantea la ardua cuestión contenida en la problemática simultaneidad de ejecución en que concluyeron dos procesos delictivos visiblemente distintos, preparados con sumo cuidado, durante un lapso sin duda considerable. La elección del mismo “modus operandi” también constituye una sorprendente coincidencia.
Suele suceder que cuando una persona desea eliminar a otra, particularmente en el seno de la institución matrimonial, la inversa es también más que probable, incluso me atrevería a decir que harto frecuente, pero claro, ocurre las más veces que las intenciones de uno de los dos no llegan a conocerse jamás, porque fue el otro quien se adelantó en los hechos.
La ausencia de vida aún no había conseguido apagar esa irradiación de luz y frescura que exhala la juventud. El empaque que debieron poseer causaría sin duda sensación cuando entrarían juntos en un local.
– ¿Alguna pregunta?
– Por el momento es suficiente. En cuanto haya cumplimentado la autopsia, le quedaría muy agradecido se sirviese enviarme una copia del informe completo con toda urgencia.
El forense hizo un gesto de asentimiento antes de retirarse.
El inspector se desabrochó el botón de la americana, apoyó los codos en la balaustrada y se puso a contemplar el mar desde aquella atalaya privilegiada. Luego, con ademán distraído, extrajo su móvil del bolsillo interior y escribió dos palabras: “Luna roja”.
Por internet circulaban centenares de imágenes del fenómeno astronómico ocurrido la noche anterior.
He aquí el espectáculo que contemplaron sus ojos mientras el veneno los hacía rodar hacia el abismo de la muerte. Una medalla incandescente en un cielo de tafetán.
Páramo se mordió el labio inferior antes de esbozar una sonrisa resignada. La humana tendencia al mito podría ser nefasta para la carrera de un policía. Como siempre, detrás de este drama, hay una historia que reconstruir con el procedimiento de rigor. En eso precisamente consiste su trabajo. Entre los muchos hilos que se ofrecen al razonador, éste debe escoger el bueno e ir tirando de él.
Lo que el inspector Páramo no podía imaginar en ese momento es que el hilo de marras pudiera llevar atada en su cabo una carga tan consecuente.

                                           II


    Cuando, a los trece años, le comuniqué por primera vez a mi padre, profesor de literatura en la Facultad de Filosofía y Letras de Buenos Aires, mi intención de ser policía, éste no pudo sino responder con la pregunta por excelencia, “¿por qué?”.
-Sí. ¿Por qué diablos policía? Cuando yo tengo en casa todos los libros y apuntes que hacen falta para hacer una buena carrera literaria. A lo mejor hasta llegarías a ser alumno mío y, si te portaras bien, podría incluso adjudicarte excelentes notas.
-Quiero ser policía -argumenté con el aplomo de quien ha tomado ya una decisión firme de por vida- porque quiero escribir novelas de crímenes, como las de Conan Doyle.
Mi progenitor sacudió la cabeza mientras doblaba el periódico.
-Nunca debí dejar a tu alcance esa magnífica edición anotada de la Universidad de Oxford.
En tal caso debió apartar también de mi camino los Edgar Allan Poe, los Dashiell Hammett, los Agatha Christie, los Dickens, los Simenon, etc., que engrosaban la nutrida bibliografía que poseía en el género.
-Ahora, el mal está hecho -prosiguió-. Por otra parte, no conozco a ninguno de los grandes escritores del ramo que hayan sido, al propio tiempo, policías. Sé que Galdós solía acompañar a los comisarios e inspectores de Madrid en su labor de campo para familiarizarse con los procedimientos, pero eso es todo. Son dos oficios distintos, pimpollo. Y desempeñar dos oficios es siempre como tener dos sombreros y una sola cabeza, lo que plantea un conflicto permanente. He aquí el sentido del viejo proverbio latino: “No se puede servir a dos amos a la vez”.
Con el tiempo, considero que mi viejo movía sobrada razón. No he llegado a la excelencia ni en un dominio, ni en el otro. Pero ¡qué carajo! No se puede decir que me haya aburrido mucho en este bajo mundo, el cual, además de sórdido, resulta tedioso para la inmensa mayoría. Y, mejor o peor, he dejado constancia, a uso de curiosos, de cosas que realmente han ocurrido. Menos da una piedra.
Así pues, sin más tardar, y sin despilfarro de florituras retóricas, como tal vez hubiera deseado mi padre, paso a narrar el desarrollo de esas historias que presencié con estos ojos que se ha de comer la tierra.
Cuando ingresé en el cuerpo en calidad de ayudante, se me adjudicó al equipo del inspector Esteban Mendoza.
Esteban Mendoza podía pasar sin esfuerzo por la viva estampa del gaucho en traje de civil, del pastor de la pampa que, por necesidades del oficio, tuvo que enfundarse, como buenamente pudo, en una indumentaria presentable para poder patear las aceras de Buenos Aires sin llamar demasiado la atención. Sus enormes mostachos negro de humo y la endrina capa pigmentaria de su piel confirmaban al observador en tal opinión. Sin embargo, la realidad era otra, ya que Mendoza pertenecía a una de las familias aristocráticas de mayor abolengo y más antiguamente arraigadas en la ciudad del Plata, cuya historia se confunde con la de la nación de tan imbricadas que se encuentran ambas. Intelectualmente era cultivado y brillante, razonador al tiempo que intuitivo, cualidades que hacían resaltar las tablas que poseía en el oficio, el perfecto dominio de los protocolos y procedimientos de una investigación bien llevada, que él solía aproximar hasta los linderos de lo artístico, pero que, consciente de su leyenda, se empeñaba en encubrir con objeto de extraviar a los incautos que se dejan influenciar por las primeras impresiones y desarmarlos en el momento oportuno con una deducción o una reacción fulgurante y definitiva.
No obstante, en la época en que integré su elenco de detectives, Mendoza daba la impresión de hallarse completamente desorientado, con la mente embotada o enmarañada ante un sinfín de hipótesis. Se enfrentaba a un adversario que no cometía errores y parecía disponer de una fascinación sin límites, operativa incluso después de una intensa campaña de prevención difundida a través de todos los medios de comunicación de la zona; la cual, por cierto, conociendo las supuestas dotes literarias que ya figuraban en mi historial, me encargó a mí, encareciéndome la importancia de contar únicamente lo que contribuyera a poner sobre aviso a la gente femenina, sin que filtrara algún dato susceptible de alertar, o instruir al habilísimo asesino, ante la posibilidad de ciertas maniobras policiales. En efecto, me encargué de aleccionar a los periodistas para que difundieran la idea de que el individuo en cuestión era, sin duda alguna, un tipo de ésos a los que se les permitiría comulgar sin confesión. Alguien que debía reunir en su fisonomía los rasgos de una marcada seducción viril, combinados con una aparente inocencia angelical. Muy probablemente se trataba de un hombre muy joven, casi un adolescente. Aquello se acercaba mucho a un retrato robot.
Y sin embargo Mendoza parecía condenado a asistir, impotente, una y otra vez, al levantamiento de cadáveres de mujeres, atrozmente mutilados.
Me estoy refiriendo al caso conocido como del asesino de la estación de Retiro, que levantó, por largo tiempo, una mala racha para la policía bonaerense y más precisamente para el inspector Esteban Mendoza, a quien tan sólo su inamovible reputación dentro del cuerpo salvó de ser relevado en la investigación, pero tuvo que soportar presiones indecibles por parte de la jerarquía e incluso provenientes de la cúspide política del país.
III
Lucrecia Setembri, como todas y cada una de las mujeres que residían en las inmediaciones de la estación de Retiro, particularmente las jóvenes, vivía en un estado de permanente zozobra. El asesino estaba allí, bebiendo mate en la terraza de algún café, o tal vez tomando el sol sentado en el banco de un parque, o discutiendo con la portera de un edificio burgués, comprando el periódico en un quiosco, haciendo cola para entrar en un cine o caminando hacia casa con un pan bajo el brazo. En fin, que podía ser cualquiera.
Lucrecia sumaba el agravante de tener que salir de casa, o regresar a ella, durante las horas nocturnas, en función de los turnos de trabajo establecidos por la empresa en que trabajaba como técnico de laboratorio. Lo cual, aunque ella lo ignoraba, no tenía la menor relevancia, pues la mayoría de las víctimas habían sido seducidas durante las horas centrales del día.
El origen de su obsesión por Mario Aventino se debió a una pura casualidad. Aquella noche descendieron ambos del mismo tren y Lucrecia no pudo reprimir la necesidad de lanzar una rápida ojeada hacia los hombres que caminaban detrás de ella. Inevitablemente atrajo su atención la esbelta figura de Aventino. Como es lógico, volvió a mirar al frente y se dirigió, a buen paso, hacia la salida de la estación.
En el vestíbulo de la misma, entre la multitud de pasos, distinguió unos que resonaban con una intensidad particular, justo detrás de ella.
Ya en la calle, apretó todavía más el paso. Si hubiera pasado en ese momento un taxi, le hubiera hecho una señal al conductor para tomarlo. Pero curiosamente no se vislumbraba ninguno en ese lugar tan céntrico.
Por más que se apresurara, el tableteo de los pasos la seguía de cerca.
Entonces, amparada por el gentío, que era todavía numeroso, decidió detenerse bruscamente ante el escaparate de una tienda que resultó ser de lencería femenina, lo que la incomodó un tanto.
El individuo en cuestión siguió su camino.
Lucrecia aguardó un par de minutos, antes de cruzar a la otra acera. Luego tomó un atajo que la conduciría, incluso con mayor celeridad que empleando su itinerario habitual, cierto, más concurrido, hasta su domicilio.
Aminoró el paso mientras consideraba la posibilidad de haber reaccionado de manera desproporcionada ante unas circunstancias que, bien mirado, no tenían nada de excepcional. Un hombre viaja en el mismo tren, desciende en la misma estación y camina detrás de ella, sencillamente porque ella acelera tanto el paso que no le deja pasar delante. Cuando al fin lo hace, el sujeto sigue su camino sin mirar atrás. La explicación es simple, una mínima parte del trayecto es común a ambos.
Lucrecia se preguntó hasta cuándo iba a durar aquella sicosis. ¿Cómo era posible que la policía no fuera capaz de detener a un asesino que reincidía con tanta frecuencia y en un perímetro tan reducido, que nunca iba mucho más allá de las meras inmediaciones de la estación de Retiro?
Un tanto avergonzada de su miedo, decididamente prematuro, respiró hondo y trató de serenarse.
Lo había logrado cuando emergió en la avenida principal en la que, no mucho más lejos, se encontraba su domicilio. El corazón le dio un vuelco al escuchar un tableteo familiar de pasos que le venía a la zaga.
Sin poder reprimir el gesto, se volvió para mirar atrás. En efecto, allí estaba el tipo que la seguía desde la estación de Retiro. Sólo que no debía ser la primera vez y ya conocía su domicilio, así que había continuado sin detenerse, seguro de que iban a encontrarse en el mismo punto, ante la puerta de la escalera que conducía a su apartamento.
En un arrebato irreflexivo, cruzó la calle mucho antes del paso de peatones. Afortunadamente se produjo un concierto de claxon, con multitud y variedad de timbres, pero ningún accidente.
Una vez en la otra acera, olvidándose de todo disimulo, corrió lo más y mejor que pudo hasta franquear el umbral de la puerta de entrada a la escalera.
La puerta no cierra, recordó con desesperación.
No se hallaba el ascensor abajo y tampoco podía perder tiempo esperando a que bajara. Decidió afrontar, con zapatos de tacón alto, los peldaños de tres pisos; pero un asesino andaba pisándole los talones, así que no se lo pensó dos veces. Error fatal, comidió para sí, desesperada. Un hombre, con zapato plano, corre más. Y allí ya no podía ampararse en la multitud que pululaba por las calles.
Sus más negros presagios se confirmaron cuando oyó que la puerta se abría de nuevo y que de la manga de un abrigo sobradamente conocido surgía una mano recia, huesuda, que se agarraba a la barandilla para aumentar el empuje dado al cuerpo con las extremidades inferiores.
Todavía le quedaba un piso por subir. El escándalo que producían sus talones al golpear los peldaños de la escalera se asemejaba mucho al de la ráfaga de una ametralladora.
Ya sin resuello, llegó al rellano del tercero. Revolvió en el interior de su bolso para extraer las llaves, que se mostraban renuentes a aparecer. Cuando ya se disponía a volcar el entero contenido en el suelo, se dignaron a mostrarse.
Introducir la llave apropiada en la cerradura constituyó, en su estado, un trabajo arduo. Tras numerosos intentos fallidos, lo consiguió. Los pasos de su perseguidor sonaban ya en el último tiro de la escalera.
El mecanismo del cerrojo volteó con un acorde solemne de crujidos y la puerta se abrió. Lucrecia se coló como una corriente de aire, logrando, no sin trabajo, cerrarla desde el interior.
Dejó caer su espalda sobre el tablero de la misma. Le faltaba la respiración y el corazón amenazaba con salírsele por la boca.
Donato, su prometido, que la estaba aguardando, como de costumbre, antes de regresar a su propio apartamento, donde vivía con su abuela, corrió, alarmado, al recibidor, para ver qué era aquello.
Lucrecia lo miró con unos ojos que destellaban relámpagos de terror puro. Pero no podía hablar.
Donato la agarró por los hombros y la sacudió.
-¿Qué pasa?
Haciendo un esfuerzo por dominar su azoramiento, alcanzó a musitar:
-Un hombre. Me ha seguido desde la estación hasta la misma puerta.
-¿La de abajo o la de arriba?
-La de arriba.
Donato hizo un gesto para apartarla a un lado, pero ella se resistió.
-¡No!
-¿Cómo que no?
Y la asió de un brazo para quitarla de delante de la puerta, que abrió y salió corriendo, escaleras abajo.
Lucrecia cerró de inmediato y aplicó su ojo a la mirilla. Arriba, se dijo, quizá haya continuado hacia arriba y esté todavía allí.
Al cabo de unos minutos, Donato regresó.
-No he visto a nadie.
Lucrecia dudó un instante, pero al fin expresó su temor.
-Es posible que haya seguido hacia arriba.
Donato asintió y corrió en esa dirección. Lucrecia se quedó sola en el rellano, aunque, sintiendo que el pánico la invadía, corrió a encerrarse de nuevo. Como antes, aplicó el ojo a la mirilla y aguardó, procurando registrar el menor sonido proveniente del exterior. La luz se apagó, pero volvió a encenderse casi de inmediato.
Los minutos se estiraban cual si fueran de goma. A punto estuvo de telefonear a la policía, pero su mente quedó fascinada y paralizada por la visión del rellano, iluminado por una tétrica luz amarillenta, como una flor de cementerio.
Al cabo, regresó Donato.
-Tampoco hay nadie arriba.
-No es posible. No ha tenido tiempo de abandonar el edificio.
-Pues será un fantasma. Porque al bajar, no he notado que nadie me precediera. Y arriba no hay donde esconderse.
-Quizá haya tenido la suerte de encontrarse con el ascensor al alcance de la mano.
-No estaba el ascensor en la planta baja.
-Pues no lo entiendo.
-En cualquier caso, se fue. Ya no está aquí.
Lucrecia le agarró con las dos manos el rostro.
-No te vayas, por favor, esta noche. Tengo demasiado miedo para quedarme sola.
-Tranquilízate. Aquí estás a salvo. La puerta es blindada. Si tuvieran que derribarla, despertarían a toda la finca. Mi abuela está chapada a la antigua, sería demasiado complicado tener que darle explicaciones.
Lucrecia asintió.
-Espera al menos un rato. Tómate un café mientras ceno. Luego me iré a dormir y mañana será otro día.
IV
El rumor sordo de la afanosa Buenos Aires dio el último empujón a Donato Seifert que lo echó fuera definitivamente del apacible sueño. Levantó la persiana para comprobar que el rosicler de la aurora se hallaba ya o, mejor dicho, todavía, en un rincón del cielo. Disponía de tiempo sobrado para honrar la primera cita del día. Muy bien, eso significaba un desayuno tranquilo, reforzado por un café en la confitería de la esquina, leyendo algo más que los titulares del periódico.
Agarró el móvil, comprobando que no tenía llamadas. Perfecto. Miró la hora exacta y vio que ya podía telefonear a Lucrecia. Lo hizo.
-¿Qué tal pasaste la noche?
-Muy bien. Estaba agotada y olvidé pronto el incidente. Me acosté y me quedé dormida al instante.
-Magnífico. Pues eso es todo lo que quería saber.
-Lo olvidé, anoche – precisó. – Pero ahora, al despertarme, no puedo parar de pensar en ello. Cada vez estoy más segura de que es él. ¿Quién si no haría una cosa así?
-¿Él? ¿Quién?
-¡El asesino de Retiro!
-Vamos a ver, mientras estés rodeada de gente, en la calle, estás a salvo. ¿No es verdad?
-Pues sí…
-Si te volviera a seguir, no subas sola la escalera. Me llamas y yo bajo. ¿Vale?
-Me parece correcto.
-Pues hasta la noche. Que pases un buen día. Un beso.
-Igualmente. Besos.
Se puso el batín y, tras lavarse la cara, pasó a la cocina, donde su abuela Matilde le había preparado el desayuno y le estaba aguardando para despacharlo juntos.
-Buenos días, amor. ¿Qué tal dormiste?
-Muy bien. ¿Y vos?
-Regular. Ya ves, hoy no tenés tu Goya. No lo encontré en la cremería. Me dijeron que es el primer problema de abastecimiento registrado desde hace más de diez años.
-¿Qué más da, abuela, un queso que otro? El Romanito también está muy sabroso.
-Ya, pero el Goya es tu preferido. Sólo Dios sabe lo que serías capaz de hacer por un pedazo de Goya.
Donato sonrió.
-¿Qué proyectos tenés para hoy?
-A las diez, cita en el notario. Una venta consistente. ¿Por qué?
-No. Por nada.
-¿Cómo que por nada? Por algo lo habrás dicho.
-Me hubiera gustado no ir sola. Pero vos no podés….
-Ir, ¿dónde?
-Me han dicho que quieren comunicarme algo importante.
-¿Quiénes?
-La organización.
– ¿Las madres?
-Las abuelas ya, Donato.
Una lágrima resbaló, de repente, por la agrietada mejilla de la anciana.
-Vamos abuela, sé que la cosa tiene su trascendencia. Pero hace veinticinco años que mis padres desaparecieron. Están muertos los dos, de eso no cabe la menor duda. No digo que no vayas, desde luego, pero ya ha pasado un tiempo más que suficiente para no tomarlo a la tremenda.
-Comprendo tu insensibilidad, porque no los has conocido. Pero para mí eran mis hijos. Recuerdo como si fuera ayer la última vez que los vi. Se iban los dos juntos al ginecólogo, por segunda vez desde que supieron que Lucía estaba embarazada. Meses más tarde, como un favor especialísimo, que acordaron a tu abuelo amigos suyos bien situados, nos permitieron ir a recogerte a un hospital al que te habían trasladado desde una maternidad clandestina. Cosa que no es poco de agradecer, sabiendo como sabemos ahora que los niños nacidos en tales condiciones eran destinados, casi sin excepción, a parejas pudientes que no podían tener hijos.
-Lo sé, abuela. Lo sé. Si pudiera ir con vos, lo haría.
-Comprendo -aseguró Matilde, secándose los ojos. – Ah, no olvides que esta tarde tenés cita en el dentista. A las cuatro.
-No lo olvidaré, abuela.
V
Durante aquellos días me pregunté si no hubiera hecho mejor en callarme lo de mi afición a la literatura, pues extraoficialmente se me había nombrado secretario del equipo. El inspector Mendoza juzgó que era conveniente, por el momento, mantener un control sobre los datos que iban aflorando de la investigación, de modo que no filtraran fuera del círculo de detectives y funcionarios que se ocupaban directamente del asunto. Los asesinatos en serie son como un pastel gigante, alrededor del cual zumban sin cesar, cual moscones, nubes de periodistas. La prensa se muestra siempre ávida de estas cosas, en grado incluso superior al que suscitan la política, la corrupción y hasta el fútbol. Evidentemente se ha creado una sicosis colectiva y los periódicos y demás medios de comunicación saben que aumentarla significa incrementar los beneficios. Por lo tanto, serían capaces de cualquier cosa con objeto de obtener la más insignificante migaja. Sin embargo, no hay que olvidar que el asesino es un lector y un oyente como todos los demás. Sobradamente conocido es el hecho de que los delincuentes, en especial los asesinos en serie, suelen seguir con gran minucia los avances de la investigación a través de la única fuente que se halla a su disposición y que, entre los efectos de una buena parte de ellos, se han encontrado recortes de periódico que trazan las etapas fundamentales de la evolución de los casos. Por eso hay que medir mucho lo que se entrega a la prensa. Y también hay veces en que conviene embaucarla, por el bien de la causa.
Lamentablemente, los datos significativos que arrojaba la investigación eran muy pocos, por no decir ninguno. Eso sí, el volumen de los informes, de los que yo tenía que hacer una ficha extrayendo lo esencial, era copiosísimo, ya que los detectives estaban realizando una labor de campo excepcionalmente exhaustiva, de la que yo, por cierto, me hallaba exento como consecuencia de mi intensa actividad como amanuense, no menospreciando la aportación de ningún testigo, interrogando a todo el mundo, por poca relación que tuviera con el caso, y siguiendo con absoluto rigor, hasta el final, cualquiera de las pistas que se abrían ante ellos, incluso las más inverosímiles, porque, a veces, la realidad es inverosímil, al contrario de la literatura. Semejante exceso de actividad generaba todos los días un corpus verbal hipertrófico, del que yo debía extraer lo básico, teniendo al propio tiempo mucho cuidado de no olvidar ese detalle, ese átomo cuya fisión nuclear podría ser susceptible de iluminar el caso en toda su amplitud.
Con el paso de los días, llegué a tomarle gusto a la tarea, pues se trataba, al fin y al cabo, de escritura, de poner el pétalo justo, en la flor precisa y ésta en la rama adecuada, sin desvirtuar el conjunto.
Una tarde, el subinspector José Vicente Comín interrumpió mi concentración.
-El patrón llama a sus tropas a una reunión de urgencia. Parece ser que tenemos sospechoso.
Sin aguardar respuesta, desapareció por el pasillo. Un nombre se iba a destacar por encima del vastísimo repertorio de personajes que engrosaba la población de esa novela que se estaba escribiendo sola. Seguramente habría hecho su ficha como la de todos los demás, sin ver en ella nada digno de mención. Un personaje corriente y moliente, que, de repente, podría revelarse el sádico sicópata, autor del asesinato y posterior mutilación de ocho mujeres, todas ellas dotadas de una belleza percuciente.
Cerré la tapa del ordenador, así como la puerta de mi despacho, con llave, y volé a la sala de reunión.
El inspector Mendoza parecía recogerse en la cabecera de la mesa como un torero minutos antes de la corrida.
-Ya estamos todos los que nos encontramos en casa. Los demás vendrán en cuanto puedan. -Precisó el subinspector Comín.
Wolf, el otro subinspector, encendió el videoproyector.
Un rostro desconocido apareció en pantalla. Se trataba de un hombre fichado ya por la policía, porque era en realidad su ficha lo que estaban viendo. Podía leerse perfectamente el nombre, Ceferino Conrado Linares, de nacionalidad peruana y cirujano de profesión. Lo cual tenía la ventaja de explicar la precisión con que habían sido extirpados los órganos genitales de todas las víctimas. Wolf precisó, sin embargo:
-Sus títulos de medicina son altamente sospechosos. Ha sido acusado de robo de material médico en diversos hospitales y de ejercicio ilegal de la medicina. Su relación con nuestro caso es que, en el mismo solar en que apareció el cadáver de la última víctima, a pocos pasos, se ha encontrado una gorra conteniendo uno de sus cabellos. Es, en principio, el culpable ideal, pero hay que explicar la inepcia de haber dejado tras de sí ese rastro tan evidente. Cierto, es posible que con la precipitación de querer descargar del coche y abandonar lo más rápidamente posible el cuerpo, en plena oscuridad, hubiera perdido la gorra, sin notarla en falta enseguida, pero no deja de ser extraño que no fuera de inmediato a recuperarla. Sobre todo, teniendo en cuenta que estamos ante alguien que no comete errores. En los siete crímenes anteriores no se le ha registrado ninguno.
-A veces -terció el inspector, – el destino juega malas pasadas. Un portador habitual de sombrero llega a olvidarse de él, como se olvida del ruido de la catarata quien vive junto a ella.
-Al llegar a casa y mirarse al espejo, la echaría en falta. Todavía quedaba noche más que suficiente para volver a recuperarla.
-Sea cual fuere la emoción que esos tipos sienten al cometer tales actos, probablemente le embargaba todavía. Así que no sería de extrañar que no se hubiera percatado de la ausencia de la gorra encima de su cabeza, acostándose, por lo tanto, sin ella y no descubriendo su pérdida hasta el día siguiente o incluso hasta un tiempo más largo.
El argumento de Mendoza dejó pensativo y silencioso a Wolf.
-Sin embargo, -prosiguió aquél- no creo que sea éste nuestro hombre.
El detective Cassini quiso saber la razón de tan perentorio descarte.
-Su físico no es el del empleo. Ceferino Conrado Linares no es un hombre bien parecido. Admito que no se le puede calificar terminantemente de feo, pero no es el tipo de hombre por el que una mujer pondría su vida en peligro. Porque, a estas alturas, de esto se trata. Cuando atrapemos a esa rata, veremos que tiene el aspecto de Rodolfo Valentino.
Esther, la sicóloga del grupo, abundó en esa opinión.
-Las ocho víctimas, eran rubias despampanantes. La que menos, medía uno setenta de altura. Sus otras medidas se acercaban mucho al ideal absoluto que la mayoría de hombres se hace del summum de la seducción femenina. No obstante, todas ellas aceptaron llevarlo a su propia casa, o a una habitación de hotel, que ellas mismas pagaron. Excepto la última, que tuvo a bien entregarse en el habitáculo de un coche.
-Bueno -objetó Cassini- eso de la seducción también tiene sus misterios. Yo tampoco he comprendido nunca cómo un amigo mío, que era, y es, más feo que pegarle a un padre con un calcetín sudado, se lleva a todas las tías de calle, como quiere y cuando quiere.
-Lo vamos a investigar -concluyó Mendoza. – Por supuesto que lo vamos a investigar. Entre otras razones porque no tenemos nada más a lo que hincar el diente. Pero ya veréis como no es él.
VI
Al bajar del tren en Retiro, Lucrecia se volvió hasta tres veces para ver si el hombre del abrigo talar la seguía. No quiso hacerlo más para no llamar la atención. No obstante, antes de abandonar el andén, no pudo resistir la tentación y se giró. Allí estaba el tipo, entre los más rezagados, caminando tieso como el palo de una bandera.
Esta vez, se dijo, invertiremos los papeles. El seguidor será seguido.
Se detuvo en el quiosco para comprar el periódico mediante un billete que requería aguardar el cambio. Luego curioseó, sin el menor interés, la prensa sensacionalista, dándole sedal largo. Por fin, extrajo el teléfono de su bolso con objeto de llamar a Donato, como habían convenido.
-Muy bien, -aprobó éste. – Síguelo a distancia, que yo os espero abajo. Veremos qué hace.
Lucrecia no tuvo ninguna dificultad en hacerlo, ya que la elevada estatura del sujeto le permitía controlar, incluso a considerable distancia, su figura rectangular, bien tallada, una buena parte de la cual sobresalía por encima de las cabezas de los transeúntes. Todos los medios de comunicación habían insistido en prevenir a las mujeres que debían transitar por el perímetro de riesgo. Se trata de un hombre bien parecido.
Ni una sola vez se dio la vuelta para comprobar si ella lo seguía. Ni falta que le hacía, desde luego.
Lucrecia sintió curiosidad por ver cómo miraba a las mujeres que encontraba a su paso. Así que apresuró el paso para acercarse más a él. No dejó de sorprenderse a sí misma al constatar que, en el fuego de la acción, era capaz de comportarse con absoluta sangre fría. Otra cosa es cuando el peligro se agazapa en la oscuridad. Una amenaza, vista, lo es menos.
Pronto quedó decepcionada porque, no es que el hombre del abrigo no mirara a las mujeres de una manera especial, es que ni siquiera parecía notar su presencia. Daba la impresión de ser un robot, a quien hubieran programado para llegar a un destino y nada podía interferir en su misión.
Un tipo duro de pelar, sin lugar a duda. De repente la invadió cierta inquietud por Donato. A pesar de que ambos hombres debían poseer, aproximadamente, el mismo gálibo. Quizá el de Donato sea algo inferior, aunque no mucho. Lo cierto es que, con anterioridad, nunca se había preocupado por él en ese sentido, pero ahora se preguntaba si acaso corrían el riesgo de enfrentarse los dos por su culpa. En fin, no es normal que un hombre la siga de esta manera, hasta la propia puerta de su apartamento.
Volvió a una distancia más prudencial, manteniéndola hasta que llegaron a las inmediaciones de su domicilio. Como previsto, allí se encontraba Donato, fingiendo que aguardaba a alguien o algo.
Lucrecia le hizo señas, como indicándole que el tipo en cuestión era ese mismo que caminaba unos cincuenta pasos delante de ella.
Donato lo dejó pasar y se coló tras él, casi pisándole los talones, en la escalera.
Comenzó una espera que, a los pocos segundos, Lucrecia la juzgaba ya insoportable.
Extrajo de nuevo el móvil de su bolso y buscó el número de la policía, para tenerlo preparado en caso de necesidad.
Transcurrieron cinco minutos antes de que, sin poder contener su ansiedad, fuera a abrir la puerta de la escalera. El silencio negro que reinaba en su interior la rechazó hacia afuera como si hubiera recibido su cuerpo un formidable chorro de aire comprimido. El latigazo de un escalofrío la recorrió de punta a punta, por lo que tuvo que apoyar la espalda en la pared para no caerse redonda.
Respiró hondo, en un intento desesperado por recuperar el control sobre sí misma. Sus manos escarbaron, frenéticas, en el interior del bolso, en busca del móvil.
Cuando ya se disponía a pulsar el botón de llamada, salió Donato. Venía sonriente. Lucrecia lo miró incrédula.
-Vive arriba. Justo en el piso de arriba.


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