“Estoy más cerca de ti que tu vena yugular.” Qaf-16, Sura Qaf Verso-16. Corán.
EL MISTERIOSO CANDOR DE LOS TRENES
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I
Mientras escuchaba las primeras
impresiones del forense, el inspector Néstor Páramo efectuaba un
reconocimiento preliminar de la escena del crimen, con sus dos
principales protagonistas todavía de cuerpo presente. El doble asesinato
había tenido lugar la noche anterior, visiblemente durante el
transcurso de una cena íntima, cuyos refinados ingredientes se hallaban
dispuestos aún sobre una vasta mesa, emplazada al aire libre, en medio
de la inmensa terraza superior de la mansión. El deslumbrante mantel que
la cubría tremolaba suavemente por efecto de la leve brisa matutina.
Las víctimas eran marido y mujer, ambos en la flor de la vida. Según las
apariencias, se habían envenenado mutuamente, mediante sustancias
distintas y difíciles de procurar, detalle que parece excluir el
suicidio por acuerdo mutuo, para el que bastaba con una de ellas, pero
que plantea la ardua cuestión contenida en la problemática simultaneidad
de ejecución en que concluyeron dos procesos delictivos visiblemente
distintos, preparados con sumo cuidado, durante un lapso sin duda
considerable. La elección del mismo “modus operandi” también constituye
una sorprendente coincidencia.
Suele suceder que cuando una persona
desea eliminar a otra, particularmente en el seno de la institución
matrimonial, la inversa es también más que probable, incluso me
atrevería a decir que harto frecuente, pero claro, ocurre las más veces
que las intenciones de uno de los dos no llegan a conocerse jamás,
porque fue el otro quien se adelantó en los hechos.
La ausencia de vida aún no había
conseguido apagar esa irradiación de luz y frescura que exhala la
juventud. El empaque que debieron poseer causaría sin duda sensación
cuando entrarían juntos en un local.
– ¿Alguna pregunta?
– Por el momento es suficiente. En cuanto
haya cumplimentado la autopsia, le quedaría muy agradecido se sirviese
enviarme una copia del informe completo con toda urgencia.
El forense hizo un gesto de asentimiento antes de retirarse.
El inspector se desabrochó el botón de la
americana, apoyó los codos en la balaustrada y se puso a contemplar el
mar desde aquella atalaya privilegiada. Luego, con ademán distraído,
extrajo su móvil del bolsillo interior y escribió dos palabras: “Luna
roja”.
Por internet circulaban centenares de imágenes del fenómeno astronómico ocurrido la noche anterior.
He aquí el espectáculo que contemplaron
sus ojos mientras el veneno los hacía rodar hacia el abismo de la
muerte. Una medalla incandescente en un cielo de tafetán.
Páramo se mordió el labio inferior antes
de esbozar una sonrisa resignada. La humana tendencia al mito podría ser
nefasta para la carrera de un policía. Como siempre, detrás de este
drama, hay una historia que reconstruir con el procedimiento de rigor.
En eso precisamente consiste su trabajo. Entre los muchos hilos que se
ofrecen al razonador, éste debe escoger el bueno e ir tirando de él.
Lo que el inspector Páramo no podía
imaginar en ese momento es que el hilo de marras pudiera llevar atada en
su cabo una carga tan consecuente.
II
Cuando, a los trece
años, le comuniqué por primera vez a mi padre, profesor de literatura en
la Facultad de Filosofía y Letras de Buenos Aires, mi intención de ser
policía, éste no pudo sino responder con la pregunta por excelencia,
“¿por qué?”.
-Sí. ¿Por qué diablos policía? Cuando yo
tengo en casa todos los libros y apuntes que hacen falta para hacer una
buena carrera literaria. A lo mejor hasta llegarías a ser alumno mío y,
si te portaras bien, podría incluso adjudicarte excelentes notas.
-Quiero ser policía -argumenté con el
aplomo de quien ha tomado ya una decisión firme de por vida- porque
quiero escribir novelas de crímenes, como las de Conan Doyle.
Mi progenitor sacudió la cabeza mientras doblaba el periódico.
-Nunca debí dejar a tu alcance esa magnífica edición anotada de la Universidad de Oxford.
En tal caso debió apartar también de mi
camino los Edgar Allan Poe, los Dashiell Hammett, los Agatha Christie,
los Dickens, los Simenon, etc., que engrosaban la nutrida bibliografía
que poseía en el género.
-Ahora, el mal está hecho -prosiguió-.
Por otra parte, no conozco a ninguno de los grandes escritores del ramo
que hayan sido, al propio tiempo, policías. Sé que Galdós solía
acompañar a los comisarios e inspectores de Madrid en su labor de campo
para familiarizarse con los procedimientos, pero eso es todo. Son dos
oficios distintos, pimpollo. Y desempeñar dos oficios es siempre como
tener dos sombreros y una sola cabeza, lo que plantea un conflicto
permanente. He aquí el sentido del viejo proverbio latino: “No se puede
servir a dos amos a la vez”.
Con el tiempo, considero que mi viejo
movía sobrada razón. No he llegado a la excelencia ni en un dominio, ni
en el otro. Pero ¡qué carajo! No se puede decir que me haya aburrido
mucho en este bajo mundo, el cual, además de sórdido, resulta tedioso
para la inmensa mayoría. Y, mejor o peor, he dejado constancia, a uso de
curiosos, de cosas que realmente han ocurrido. Menos da una piedra.
Así pues, sin más tardar, y sin
despilfarro de florituras retóricas, como tal vez hubiera deseado mi
padre, paso a narrar el desarrollo de esas historias que presencié con
estos ojos que se ha de comer la tierra.
Cuando ingresé en el cuerpo en calidad de ayudante, se me adjudicó al equipo del inspector Esteban Mendoza.
Esteban Mendoza podía pasar sin esfuerzo
por la viva estampa del gaucho en traje de civil, del pastor de la pampa
que, por necesidades del oficio, tuvo que enfundarse, como buenamente
pudo, en una indumentaria presentable para poder patear las aceras de
Buenos Aires sin llamar demasiado la atención. Sus enormes mostachos
negro de humo y la endrina capa pigmentaria de su piel confirmaban al
observador en tal opinión. Sin embargo, la realidad era otra, ya que
Mendoza pertenecía a una de las familias aristocráticas de mayor
abolengo y más antiguamente arraigadas en la ciudad del Plata, cuya
historia se confunde con la de la nación de tan imbricadas que se
encuentran ambas. Intelectualmente era cultivado y brillante, razonador
al tiempo que intuitivo, cualidades que hacían resaltar las tablas que
poseía en el oficio, el perfecto dominio de los protocolos y
procedimientos de una investigación bien llevada, que él solía aproximar
hasta los linderos de lo artístico, pero que, consciente de su leyenda,
se empeñaba en encubrir con objeto de extraviar a los incautos que se
dejan influenciar por las primeras impresiones y desarmarlos en el
momento oportuno con una deducción o una reacción fulgurante y
definitiva.
No obstante, en la época en que integré
su elenco de detectives, Mendoza daba la impresión de hallarse
completamente desorientado, con la mente embotada o enmarañada ante un
sinfín de hipótesis. Se enfrentaba a un adversario que no cometía
errores y parecía disponer de una fascinación sin límites, operativa
incluso después de una intensa campaña de prevención difundida a través
de todos los medios de comunicación de la zona; la cual, por cierto,
conociendo las supuestas dotes literarias que ya figuraban en mi
historial, me encargó a mí, encareciéndome la importancia de contar
únicamente lo que contribuyera a poner sobre aviso a la gente femenina,
sin que filtrara algún dato susceptible de alertar, o instruir al
habilísimo asesino, ante la posibilidad de ciertas maniobras policiales.
En efecto, me encargué de aleccionar a los periodistas para que
difundieran la idea de que el individuo en cuestión era, sin duda
alguna, un tipo de ésos a los que se les permitiría comulgar sin
confesión. Alguien que debía reunir en su fisonomía los rasgos de una
marcada seducción viril, combinados con una aparente inocencia
angelical. Muy probablemente se trataba de un hombre muy joven, casi un
adolescente. Aquello se acercaba mucho a un retrato robot.
Y sin embargo Mendoza parecía condenado a
asistir, impotente, una y otra vez, al levantamiento de cadáveres de
mujeres, atrozmente mutilados.
Me estoy refiriendo al caso conocido como
del asesino de la estación de Retiro, que levantó, por largo tiempo,
una mala racha para la policía bonaerense y más precisamente para el
inspector Esteban Mendoza, a quien tan sólo su inamovible reputación
dentro del cuerpo salvó de ser relevado en la investigación, pero tuvo
que soportar presiones indecibles por parte de la jerarquía e incluso
provenientes de la cúspide política del país.
III
Lucrecia Setembri, como todas y cada una
de las mujeres que residían en las inmediaciones de la estación de
Retiro, particularmente las jóvenes, vivía en un estado de permanente
zozobra. El asesino estaba allí, bebiendo mate en la terraza de algún
café, o tal vez tomando el sol sentado en el banco de un parque, o
discutiendo con la portera de un edificio burgués, comprando el
periódico en un quiosco, haciendo cola para entrar en un cine o
caminando hacia casa con un pan bajo el brazo. En fin, que podía ser
cualquiera.
Lucrecia sumaba el agravante de tener que
salir de casa, o regresar a ella, durante las horas nocturnas, en
función de los turnos de trabajo establecidos por la empresa en que
trabajaba como técnico de laboratorio. Lo cual, aunque ella lo ignoraba,
no tenía la menor relevancia, pues la mayoría de las víctimas habían
sido seducidas durante las horas centrales del día.
El origen de su obsesión por Mario
Aventino se debió a una pura casualidad. Aquella noche descendieron
ambos del mismo tren y Lucrecia no pudo reprimir la necesidad de lanzar
una rápida ojeada hacia los hombres que caminaban detrás de ella.
Inevitablemente atrajo su atención la esbelta figura de Aventino. Como
es lógico, volvió a mirar al frente y se dirigió, a buen paso, hacia la
salida de la estación.
En el vestíbulo de la misma, entre la
multitud de pasos, distinguió unos que resonaban con una intensidad
particular, justo detrás de ella.
Ya en la calle, apretó todavía más el
paso. Si hubiera pasado en ese momento un taxi, le hubiera hecho una
señal al conductor para tomarlo. Pero curiosamente no se vislumbraba
ninguno en ese lugar tan céntrico.
Por más que se apresurara, el tableteo de los pasos la seguía de cerca.
Entonces, amparada por el gentío, que era
todavía numeroso, decidió detenerse bruscamente ante el escaparate de
una tienda que resultó ser de lencería femenina, lo que la incomodó un
tanto.
El individuo en cuestión siguió su camino.
Lucrecia aguardó un par de minutos, antes
de cruzar a la otra acera. Luego tomó un atajo que la conduciría,
incluso con mayor celeridad que empleando su itinerario habitual,
cierto, más concurrido, hasta su domicilio.
Aminoró el paso mientras consideraba la
posibilidad de haber reaccionado de manera desproporcionada ante unas
circunstancias que, bien mirado, no tenían nada de excepcional. Un
hombre viaja en el mismo tren, desciende en la misma estación y camina
detrás de ella, sencillamente porque ella acelera tanto el paso que no
le deja pasar delante. Cuando al fin lo hace, el sujeto sigue su camino
sin mirar atrás. La explicación es simple, una mínima parte del trayecto
es común a ambos.
Lucrecia se preguntó hasta cuándo iba a
durar aquella sicosis. ¿Cómo era posible que la policía no fuera capaz
de detener a un asesino que reincidía con tanta frecuencia y en un
perímetro tan reducido, que nunca iba mucho más allá de las meras
inmediaciones de la estación de Retiro?
Un tanto avergonzada de su miedo, decididamente prematuro, respiró hondo y trató de serenarse.
Lo había logrado cuando emergió en la
avenida principal en la que, no mucho más lejos, se encontraba su
domicilio. El corazón le dio un vuelco al escuchar un tableteo familiar
de pasos que le venía a la zaga.
Sin poder reprimir el gesto, se volvió
para mirar atrás. En efecto, allí estaba el tipo que la seguía desde la
estación de Retiro. Sólo que no debía ser la primera vez y ya conocía su
domicilio, así que había continuado sin detenerse, seguro de que iban a
encontrarse en el mismo punto, ante la puerta de la escalera que
conducía a su apartamento.
En un arrebato irreflexivo, cruzó la
calle mucho antes del paso de peatones. Afortunadamente se produjo un
concierto de claxon, con multitud y variedad de timbres, pero ningún
accidente.
Una vez en la otra acera, olvidándose de
todo disimulo, corrió lo más y mejor que pudo hasta franquear el umbral
de la puerta de entrada a la escalera.
La puerta no cierra, recordó con desesperación.
No se hallaba el ascensor abajo y tampoco
podía perder tiempo esperando a que bajara. Decidió afrontar, con
zapatos de tacón alto, los peldaños de tres pisos; pero un asesino
andaba pisándole los talones, así que no se lo pensó dos veces. Error
fatal, comidió para sí, desesperada. Un hombre, con zapato plano, corre
más. Y allí ya no podía ampararse en la multitud que pululaba por las
calles.
Sus más negros presagios se confirmaron
cuando oyó que la puerta se abría de nuevo y que de la manga de un
abrigo sobradamente conocido surgía una mano recia, huesuda, que se
agarraba a la barandilla para aumentar el empuje dado al cuerpo con las
extremidades inferiores.
Todavía le quedaba un piso por subir. El
escándalo que producían sus talones al golpear los peldaños de la
escalera se asemejaba mucho al de la ráfaga de una ametralladora.
Ya sin resuello, llegó al rellano del
tercero. Revolvió en el interior de su bolso para extraer las llaves,
que se mostraban renuentes a aparecer. Cuando ya se disponía a volcar el
entero contenido en el suelo, se dignaron a mostrarse.
Introducir la llave apropiada en la
cerradura constituyó, en su estado, un trabajo arduo. Tras numerosos
intentos fallidos, lo consiguió. Los pasos de su perseguidor sonaban ya
en el último tiro de la escalera.
El mecanismo del cerrojo volteó con un
acorde solemne de crujidos y la puerta se abrió. Lucrecia se coló como
una corriente de aire, logrando, no sin trabajo, cerrarla desde el
interior.
Dejó caer su espalda sobre el tablero de la misma. Le faltaba la respiración y el corazón amenazaba con salírsele por la boca.
Donato, su prometido, que la estaba
aguardando, como de costumbre, antes de regresar a su propio
apartamento, donde vivía con su abuela, corrió, alarmado, al recibidor,
para ver qué era aquello.
Lucrecia lo miró con unos ojos que destellaban relámpagos de terror puro. Pero no podía hablar.
Donato la agarró por los hombros y la sacudió.
-¿Qué pasa?
Haciendo un esfuerzo por dominar su azoramiento, alcanzó a musitar:
-Un hombre. Me ha seguido desde la estación hasta la misma puerta.
-¿La de abajo o la de arriba?
-La de arriba.
Donato hizo un gesto para apartarla a un lado, pero ella se resistió.
-¡No!
-¿Cómo que no?
Y la asió de un brazo para quitarla de delante de la puerta, que abrió y salió corriendo, escaleras abajo.
Lucrecia cerró de inmediato y aplicó su
ojo a la mirilla. Arriba, se dijo, quizá haya continuado hacia arriba y
esté todavía allí.
Al cabo de unos minutos, Donato regresó.
-No he visto a nadie.
Lucrecia dudó un instante, pero al fin expresó su temor.
-Es posible que haya seguido hacia arriba.
Donato asintió y corrió en esa dirección.
Lucrecia se quedó sola en el rellano, aunque, sintiendo que el pánico
la invadía, corrió a encerrarse de nuevo. Como antes, aplicó el ojo a la
mirilla y aguardó, procurando registrar el menor sonido proveniente del
exterior. La luz se apagó, pero volvió a encenderse casi de inmediato.
Los minutos se estiraban cual si fueran
de goma. A punto estuvo de telefonear a la policía, pero su mente quedó
fascinada y paralizada por la visión del rellano, iluminado por una
tétrica luz amarillenta, como una flor de cementerio.
Al cabo, regresó Donato.
-Tampoco hay nadie arriba.
-No es posible. No ha tenido tiempo de abandonar el edificio.
-Pues será un fantasma. Porque al bajar, no he notado que nadie me precediera. Y arriba no hay donde esconderse.
-Quizá haya tenido la suerte de encontrarse con el ascensor al alcance de la mano.
-No estaba el ascensor en la planta baja.
-Pues no lo entiendo.
-En cualquier caso, se fue. Ya no está aquí.
Lucrecia le agarró con las dos manos el rostro.
-No te vayas, por favor, esta noche. Tengo demasiado miedo para quedarme sola.
-Tranquilízate. Aquí estás a salvo. La
puerta es blindada. Si tuvieran que derribarla, despertarían a toda la
finca. Mi abuela está chapada a la antigua, sería demasiado complicado
tener que darle explicaciones.
Lucrecia asintió.
-Espera al menos un rato. Tómate un café mientras ceno. Luego me iré a dormir y mañana será otro día.
IV
El rumor sordo de la afanosa Buenos Aires
dio el último empujón a Donato Seifert que lo echó fuera
definitivamente del apacible sueño. Levantó la persiana para comprobar
que el rosicler de la aurora se hallaba ya o, mejor dicho, todavía, en
un rincón del cielo. Disponía de tiempo sobrado para honrar la primera
cita del día. Muy bien, eso significaba un desayuno tranquilo, reforzado
por un café en la confitería de la esquina, leyendo algo más que los
titulares del periódico.
Agarró el móvil, comprobando que no tenía
llamadas. Perfecto. Miró la hora exacta y vio que ya podía telefonear a
Lucrecia. Lo hizo.
-¿Qué tal pasaste la noche?
-Muy bien. Estaba agotada y olvidé pronto el incidente. Me acosté y me quedé dormida al instante.
-Magnífico. Pues eso es todo lo que quería saber.
-Lo olvidé, anoche – precisó. – Pero
ahora, al despertarme, no puedo parar de pensar en ello. Cada vez estoy
más segura de que es él. ¿Quién si no haría una cosa así?
-¿Él? ¿Quién?
-¡El asesino de Retiro!
-Vamos a ver, mientras estés rodeada de gente, en la calle, estás a salvo. ¿No es verdad?
-Pues sí…
-Si te volviera a seguir, no subas sola la escalera. Me llamas y yo bajo. ¿Vale?
-Me parece correcto.
-Pues hasta la noche. Que pases un buen día. Un beso.
-Igualmente. Besos.
Se puso el batín y, tras lavarse la cara,
pasó a la cocina, donde su abuela Matilde le había preparado el
desayuno y le estaba aguardando para despacharlo juntos.
-Buenos días, amor. ¿Qué tal dormiste?
-Muy bien. ¿Y vos?
-Regular. Ya ves, hoy no tenés tu Goya.
No lo encontré en la cremería. Me dijeron que es el primer problema de
abastecimiento registrado desde hace más de diez años.
-¿Qué más da, abuela, un queso que otro? El Romanito también está muy sabroso.
-Ya, pero el Goya es tu preferido. Sólo Dios sabe lo que serías capaz de hacer por un pedazo de Goya.
Donato sonrió.
-¿Qué proyectos tenés para hoy?
-A las diez, cita en el notario. Una venta consistente. ¿Por qué?
-No. Por nada.
-¿Cómo que por nada? Por algo lo habrás dicho.
-Me hubiera gustado no ir sola. Pero vos no podés….
-Ir, ¿dónde?
-Me han dicho que quieren comunicarme algo importante.
-¿Quiénes?
-La organización.
– ¿Las madres?
-Las abuelas ya, Donato.
Una lágrima resbaló, de repente, por la agrietada mejilla de la anciana.
-Vamos abuela, sé que la cosa tiene su
trascendencia. Pero hace veinticinco años que mis padres desaparecieron.
Están muertos los dos, de eso no cabe la menor duda. No digo que no
vayas, desde luego, pero ya ha pasado un tiempo más que suficiente para
no tomarlo a la tremenda.
-Comprendo tu insensibilidad, porque no
los has conocido. Pero para mí eran mis hijos. Recuerdo como si fuera
ayer la última vez que los vi. Se iban los dos juntos al ginecólogo, por
segunda vez desde que supieron que Lucía estaba embarazada. Meses más
tarde, como un favor especialísimo, que acordaron a tu abuelo amigos
suyos bien situados, nos permitieron ir a recogerte a un hospital al que
te habían trasladado desde una maternidad clandestina. Cosa que no es
poco de agradecer, sabiendo como sabemos ahora que los niños nacidos en
tales condiciones eran destinados, casi sin excepción, a parejas
pudientes que no podían tener hijos.
-Lo sé, abuela. Lo sé. Si pudiera ir con vos, lo haría.
-Comprendo -aseguró Matilde, secándose los ojos. – Ah, no olvides que esta tarde tenés cita en el dentista. A las cuatro.
-No lo olvidaré, abuela.
V
Durante aquellos días me pregunté si no
hubiera hecho mejor en callarme lo de mi afición a la literatura, pues
extraoficialmente se me había nombrado secretario del equipo. El
inspector Mendoza juzgó que era conveniente, por el momento, mantener un
control sobre los datos que iban aflorando de la investigación, de modo
que no filtraran fuera del círculo de detectives y funcionarios que se
ocupaban directamente del asunto. Los asesinatos en serie son como un
pastel gigante, alrededor del cual zumban sin cesar, cual moscones,
nubes de periodistas. La prensa se muestra siempre ávida de estas cosas,
en grado incluso superior al que suscitan la política, la corrupción y
hasta el fútbol. Evidentemente se ha creado una sicosis colectiva y los
periódicos y demás medios de comunicación saben que aumentarla significa
incrementar los beneficios. Por lo tanto, serían capaces de cualquier
cosa con objeto de obtener la más insignificante migaja. Sin embargo, no
hay que olvidar que el asesino es un lector y un oyente como todos los
demás. Sobradamente conocido es el hecho de que los delincuentes, en
especial los asesinos en serie, suelen seguir con gran minucia los
avances de la investigación a través de la única fuente que se halla a
su disposición y que, entre los efectos de una buena parte de ellos, se
han encontrado recortes de periódico que trazan las etapas fundamentales
de la evolución de los casos. Por eso hay que medir mucho lo que se
entrega a la prensa. Y también hay veces en que conviene embaucarla, por
el bien de la causa.
Lamentablemente, los datos significativos
que arrojaba la investigación eran muy pocos, por no decir ninguno. Eso
sí, el volumen de los informes, de los que yo tenía que hacer una ficha
extrayendo lo esencial, era copiosísimo, ya que los detectives estaban
realizando una labor de campo excepcionalmente exhaustiva, de la que yo,
por cierto, me hallaba exento como consecuencia de mi intensa actividad
como amanuense, no menospreciando la aportación de ningún testigo,
interrogando a todo el mundo, por poca relación que tuviera con el caso,
y siguiendo con absoluto rigor, hasta el final, cualquiera de las
pistas que se abrían ante ellos, incluso las más inverosímiles, porque, a
veces, la realidad es inverosímil, al contrario de la literatura.
Semejante exceso de actividad generaba todos los días un corpus verbal
hipertrófico, del que yo debía extraer lo básico, teniendo al propio
tiempo mucho cuidado de no olvidar ese detalle, ese átomo cuya fisión
nuclear podría ser susceptible de iluminar el caso en toda su amplitud.
Con el paso de los días, llegué a tomarle
gusto a la tarea, pues se trataba, al fin y al cabo, de escritura, de
poner el pétalo justo, en la flor precisa y ésta en la rama adecuada,
sin desvirtuar el conjunto.
Una tarde, el subinspector José Vicente Comín interrumpió mi concentración.
-El patrón llama a sus tropas a una reunión de urgencia. Parece ser que tenemos sospechoso.
Sin aguardar respuesta, desapareció por
el pasillo. Un nombre se iba a destacar por encima del vastísimo
repertorio de personajes que engrosaba la población de esa novela que se
estaba escribiendo sola. Seguramente habría hecho su ficha como la de
todos los demás, sin ver en ella nada digno de mención. Un personaje
corriente y moliente, que, de repente, podría revelarse el sádico
sicópata, autor del asesinato y posterior mutilación de ocho mujeres,
todas ellas dotadas de una belleza percuciente.
Cerré la tapa del ordenador, así como la puerta de mi despacho, con llave, y volé a la sala de reunión.
El inspector Mendoza parecía recogerse en la cabecera de la mesa como un torero minutos antes de la corrida.
-Ya estamos todos los que nos encontramos en casa. Los demás vendrán en cuanto puedan. -Precisó el subinspector Comín.
Wolf, el otro subinspector, encendió el videoproyector.
Un rostro desconocido apareció en
pantalla. Se trataba de un hombre fichado ya por la policía, porque era
en realidad su ficha lo que estaban viendo. Podía leerse perfectamente
el nombre, Ceferino Conrado Linares, de nacionalidad peruana y cirujano
de profesión. Lo cual tenía la ventaja de explicar la precisión con que
habían sido extirpados los órganos genitales de todas las víctimas. Wolf
precisó, sin embargo:
-Sus títulos de medicina son altamente
sospechosos. Ha sido acusado de robo de material médico en diversos
hospitales y de ejercicio ilegal de la medicina. Su relación con nuestro
caso es que, en el mismo solar en que apareció el cadáver de la última
víctima, a pocos pasos, se ha encontrado una gorra conteniendo uno de
sus cabellos. Es, en principio, el culpable ideal, pero hay que explicar
la inepcia de haber dejado tras de sí ese rastro tan evidente. Cierto,
es posible que con la precipitación de querer descargar del coche y
abandonar lo más rápidamente posible el cuerpo, en plena oscuridad,
hubiera perdido la gorra, sin notarla en falta enseguida, pero no deja
de ser extraño que no fuera de inmediato a recuperarla. Sobre todo,
teniendo en cuenta que estamos ante alguien que no comete errores. En
los siete crímenes anteriores no se le ha registrado ninguno.
-A veces -terció el inspector, – el
destino juega malas pasadas. Un portador habitual de sombrero llega a
olvidarse de él, como se olvida del ruido de la catarata quien vive
junto a ella.
-Al llegar a casa y mirarse al espejo, la echaría en falta. Todavía quedaba noche más que suficiente para volver a recuperarla.
-Sea cual fuere la emoción que esos tipos
sienten al cometer tales actos, probablemente le embargaba todavía. Así
que no sería de extrañar que no se hubiera percatado de la ausencia de
la gorra encima de su cabeza, acostándose, por lo tanto, sin ella y no
descubriendo su pérdida hasta el día siguiente o incluso hasta un tiempo
más largo.
El argumento de Mendoza dejó pensativo y silencioso a Wolf.
-Sin embargo, -prosiguió aquél- no creo que sea éste nuestro hombre.
El detective Cassini quiso saber la razón de tan perentorio descarte.
-Su físico no es el del empleo. Ceferino
Conrado Linares no es un hombre bien parecido. Admito que no se le puede
calificar terminantemente de feo, pero no es el tipo de hombre por el
que una mujer pondría su vida en peligro. Porque, a estas alturas, de
esto se trata. Cuando atrapemos a esa rata, veremos que tiene el aspecto
de Rodolfo Valentino.
Esther, la sicóloga del grupo, abundó en esa opinión.
-Las ocho víctimas, eran rubias
despampanantes. La que menos, medía uno setenta de altura. Sus otras
medidas se acercaban mucho al ideal absoluto que la mayoría de hombres
se hace del summum de la seducción femenina. No obstante, todas ellas
aceptaron llevarlo a su propia casa, o a una habitación de hotel, que
ellas mismas pagaron. Excepto la última, que tuvo a bien entregarse en
el habitáculo de un coche.
-Bueno -objetó Cassini- eso de la
seducción también tiene sus misterios. Yo tampoco he comprendido nunca
cómo un amigo mío, que era, y es, más feo que pegarle a un padre con un
calcetín sudado, se lleva a todas las tías de calle, como quiere y
cuando quiere.
-Lo vamos a investigar -concluyó Mendoza.
– Por supuesto que lo vamos a investigar. Entre otras razones porque no
tenemos nada más a lo que hincar el diente. Pero ya veréis como no es
él.
VI
Al bajar del tren en Retiro, Lucrecia se
volvió hasta tres veces para ver si el hombre del abrigo talar la
seguía. No quiso hacerlo más para no llamar la atención. No obstante,
antes de abandonar el andén, no pudo resistir la tentación y se giró.
Allí estaba el tipo, entre los más rezagados, caminando tieso como el
palo de una bandera.
Esta vez, se dijo, invertiremos los papeles. El seguidor será seguido.
Se detuvo en el quiosco para comprar el
periódico mediante un billete que requería aguardar el cambio. Luego
curioseó, sin el menor interés, la prensa sensacionalista, dándole sedal
largo. Por fin, extrajo el teléfono de su bolso con objeto de llamar a
Donato, como habían convenido.
-Muy bien, -aprobó éste. – Síguelo a distancia, que yo os espero abajo. Veremos qué hace.
Lucrecia no tuvo ninguna dificultad en
hacerlo, ya que la elevada estatura del sujeto le permitía controlar,
incluso a considerable distancia, su figura rectangular, bien tallada,
una buena parte de la cual sobresalía por encima de las cabezas de los
transeúntes. Todos los medios de comunicación habían insistido en
prevenir a las mujeres que debían transitar por el perímetro de riesgo.
Se trata de un hombre bien parecido.
Ni una sola vez se dio la vuelta para comprobar si ella lo seguía. Ni falta que le hacía, desde luego.
Lucrecia sintió curiosidad por ver cómo
miraba a las mujeres que encontraba a su paso. Así que apresuró el paso
para acercarse más a él. No dejó de sorprenderse a sí misma al constatar
que, en el fuego de la acción, era capaz de comportarse con absoluta
sangre fría. Otra cosa es cuando el peligro se agazapa en la oscuridad.
Una amenaza, vista, lo es menos.
Pronto quedó decepcionada porque, no es
que el hombre del abrigo no mirara a las mujeres de una manera especial,
es que ni siquiera parecía notar su presencia. Daba la impresión de ser
un robot, a quien hubieran programado para llegar a un destino y nada
podía interferir en su misión.
Un tipo duro de pelar, sin lugar a duda.
De repente la invadió cierta inquietud por Donato. A pesar de que ambos
hombres debían poseer, aproximadamente, el mismo gálibo. Quizá el de
Donato sea algo inferior, aunque no mucho. Lo cierto es que, con
anterioridad, nunca se había preocupado por él en ese sentido, pero
ahora se preguntaba si acaso corrían el riesgo de enfrentarse los dos
por su culpa. En fin, no es normal que un hombre la siga de esta manera,
hasta la propia puerta de su apartamento.
Volvió a una distancia más prudencial,
manteniéndola hasta que llegaron a las inmediaciones de su domicilio.
Como previsto, allí se encontraba Donato, fingiendo que aguardaba a
alguien o algo.
Lucrecia le hizo señas, como indicándole
que el tipo en cuestión era ese mismo que caminaba unos cincuenta pasos
delante de ella.
Donato lo dejó pasar y se coló tras él, casi pisándole los talones, en la escalera.
Comenzó una espera que, a los pocos segundos, Lucrecia la juzgaba ya insoportable.
Extrajo de nuevo el móvil de su bolso y buscó el número de la policía, para tenerlo preparado en caso de necesidad.
Transcurrieron cinco minutos antes de
que, sin poder contener su ansiedad, fuera a abrir la puerta de la
escalera. El silencio negro que reinaba en su interior la rechazó hacia
afuera como si hubiera recibido su cuerpo un formidable chorro de aire
comprimido. El latigazo de un escalofrío la recorrió de punta a punta,
por lo que tuvo que apoyar la espalda en la pared para no caerse
redonda.
Respiró hondo, en un intento desesperado
por recuperar el control sobre sí misma. Sus manos escarbaron,
frenéticas, en el interior del bolso, en busca del móvil.
Cuando ya se disponía a pulsar el botón de llamada, salió Donato. Venía sonriente. Lucrecia lo miró incrédula.
-Vive arriba. Justo en el piso de arriba.
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