sábado, 16 de julio de 2022

PRIMER CAPÍTULO DE "ESTÁS AQUÍ, CONMIGO."

 


   




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Era la segunda vez que el inspector Néstor Páramo intervenía en Sajará. Las dos, casualmente, en relación con un escritor. Resulta curioso, comidió, que una ciudad de tan reducidas dimensiones posea un número tan elevado de escritores y de artistas en general. Se ha informado sobre ello. Éste de hoy no es tan conocido como el que protagonizó el acaecimiento anterior, ni tan fuera de lo común las circunstancias que presenta. Sin embargo, posee características que hacen de él un caso bastante atípico, principalmente por cuanto se refiere a la personalidad de la supuesta víctima y, hasta que se demuestre lo contrario, personaje principal de este suceso. La primera de ellas y no menor es que, pese a su especialidad, los estudios teóricos sobre literatura e historia literaria, focalizados en particular sobre el período del siglo XVIII, en el ámbito español e hispanoamericano, no posee ninguna calificación académica; al parecer, jamás pisó una facultad, ni supo lo que era un aula ni una biblioteca universitaria, se trataba de un perfecto autodidacta. La segunda es que no ha concedido, en toda su vida, la menor entrevista. Para acercarse un mínimo al historial típico de cualquiera de sus congéneres, tendría que haber dado al menos unas cuantas conferencias en universidades nacionales o extranjeras, pero no es el caso. Indudablemente se trata de alguien que huye, huía para hablar con total propiedad, de todo trato social. Y lo hacía con una intransigencia rayana en el fanatismo, blindada porque, al parecer, no tenía fisuras. Sin embargo, desde la soledad de su despacho y mediante un trabajo intelectual hercúleo, ha logrado entrar y hacerse un sitio en el reducido círculo de la élite académica, hasta el punto de haber tenido que rechazar puestos en las universidades de mayor prestigio a nivel mundial.  

   Parece legítimo concluir que se trataba de un misántropo furioso, radical e intratable, se dijo Páramo para sí, mientras contemplaba distraídamente los arrozales que flanqueaban el trazo rectilíneo de la carretera y se extendían en ambas direcciones hasta donde la vista podía alcanzar. Esta consideración hay que hacerla, por supuesto, pero sin dejarse influenciar mucho por ella, pues puede colorear prematuramente la investigación con una determinada tonalidad y lanzarle sobre falsas pistas, desestimando otras. Es un elemento, sin duda importante, una pieza que es preciso recoger, analizar en todas sus facetas y desde todos los ángulos, mas luego ponerla en una bolsita de plástico, sellarla e incluirla en el proceso con todas las demás, en espera del balance definitivo.

   Aquí y allá, se veían tractores arando afanosamente la tierra. En el pasado, consideró el inspector, haría falta un auténtico ejército de peones, trabajando de sol a sol, para efectuar la entera labor productiva que requiere este entretenido cultivo de arroz. Sabía que era una labranza complicada, con varias fases a lo largo del año de una brega intensa, particularmente en los momentos de la plantación y la siega. Actualmente lo hacen las máquinas, pero antaño, los obreros agrícolas debían ganarse bien el poco pan que les daban de comer.

   Cuanto más marcadas aparezcan las apariencias, más cuidadoso ha de ser el detective con el protocolo, pues su trabajo, contrariamente a lo que suele pensar la gente en general, es una tarea de procedimiento. La más estricta rutina suele bastar, en la gran mayoría de los lances, para llegar a una solución satisfactoria. Ya sea para confirmar dichas apariencias, como de hecho ocurre las más de las veces, ya sea para infirmarlas. En cualquier caso, ese trabajo maquinal y tedioso, constituye la vida diaria del investigador policial.

   Ahora bien, sigue siendo importante efectuar esa labor de campo, a ser posible en vivo, con los hechos, así como con las emociones suscitadas por éstos, por decirlo de una manera gráfica, todavía flotando en el aire. El hierro se ha de batir cuando aún está caliente. Afortunadamente, en el momento en que le atribuyeron el caso, se encontraba culminando un servicio en Valencia, a pocos kilómetros del lugar de los hechos. Media hora escasa en coche.

   Según el informe preliminar que acaba de leer durante el trayecto, su labor del día va a quedar, casi con toda seguridad, reducida a esa tarea rutinaria y sin sorpresas. De modo que, esa misma tarde, probablemente se hallará de vuelta en Madrid.

   Consultó el reloj. El equipo científico debe llevar una hora, más o menos, trabajando en la escena. Se demorará un poco para ver si puede empezar su recado con algún dato concreto que pueda meterse entre las muelas.

   -Déjeme en el Ayuntamiento -le dijo al conductor, - tengo que visitar antes a un viejo amigo.

   Al policía municipal que se hallaba sentado en una silla de tijera en el cuerpo de guardia le espetó:

   -¿Está el señor alcalde?

   -Sí, señor. Dígame a quién debo anunciar.

   -Inspector Néstor Páramo.

   Y le mostró la placa.

   -El inspector Néstor Páramo quiere hablar con usted, señor alcalde.

   -Hágalo pasar. No, mejor yo bajo. Sé a lo que viene y lo que puede necesitar…

   Casi al instante lo vio bajar, sonriente, la gran escalinata de mármol que servía suntuosamente en el zaguán de la Casa Consistorial.  

   -Me alegro de verle, inspector. En poco tiempo se le han asignado dos casos en Sajará. Aunque esta vez no espere que apueste un garbanzo sobre la mayor o menor celeridad con que resolverá usted el caso. Al gato escaldado, con el agua tibia le basta…

   A don Carlos Alapont le brillaba un diente de oro cada vez que sonreía.

   -Es una lástima, la invitación en “La Marcelina” constituyó una experiencia gastronómica inolvidable.

   El alcalde sonrió de nuevo.

   -Además, en esta ocasión parece que lo tiene fácil. Según tengo entendido, se trata de un suicidio.

   -Nunca se ha de dar por sentado nada, en este oficio. A pesar de las apariencias, debe aplicarse el protocolo con todo rigor. A veces hay sorpresas… ¿Qué sabe usted del finado?

   El alcalde asintió, para eso había bajado principalmente, por ver si podía ayudar en algo. Con un signo de la mano le indicó la dirección que iban a tomar.

  -Venga, se lo explicaré por el camino. Hace un día espléndido, será agradable dar un pequeño paseo. Me hará bien desembarazarme, aunque sólo sea un instante, de informes y litigios; aparte de que no se precisa ir muy lejos. ¿Conoce la ubicación de la casa?

   -No, pero si tengo como cicerone al mismísimo alcalde, lo consideraré como un inmerecido honor.

   -Lo haré con mucho gusto. Además, como le decía, me conviene estirar las piernas. Vamos.

   Salieron del Ayuntamiento. En efecto, se trataba de un día primaveral resplandeciente. Caminar bajo el tibio sol en una ciudad pequeña, sin tráfico ni ruidos, era por cierto agradable a esa hora de la mañana.

   La Casa Consistorial de Sajará está situada en una plaza recoleta, en medio de la cual rezonga su perenne murmullo de chorros una fuente a la que se acercan las palomas a beber y los viejos a tomar el sol, sentados en la colaña de la pila. En el otro extremo se veía el austero frontón de la iglesia, así como su campanario, a cuyo reloj lanzó Páramo un vistazo fugaz.

   -La verdad -prosiguió don Carlos, - es que no sé prácticamente nada respecto al difunto. Las pocas veces, poquísimas para ser exacto, que he oído hablar de él, la mención de su nombre, si se trataba de una conversación privada, por supuesto, iba acompañada de la expresión: “rata de biblioteca”. Aunque en su caso, la biblioteca era su propia casa. Por lo que a mí respecta, no lo he visto jamás y eso que ambos hemos vivido toda nuestra vida en esta pequeña ciudad de provincias en la que todos, al menos de vista, se conocen. Tanto es así, que ni siquiera he tenido la ocasión de contemplar una sola fotografía suya. Parece ser que era un fanático de la discreción. Por el contrario, su familia sí fue, en tiempos pasados, de las más conocidas en Sajará. Se trata de una de las estirpes de mayor abolengo de la población, grandes terratenientes, hoy venidos a menos, como bastantes de entre ellos. La naranja y el arroz, cultivos esenciales de nuestro término municipal, ya no son tan rentables, ni mucho menos, particularmente el primero, como lo fueron antaño. Pero incluso durante los años de la decadencia siguieron conservando, me refiero a los de su especie globalmente, sus añejos privilegios sociales. Hablo de los primeros bancos en la iglesia, su relevancia en las procesiones, etc. La llegada de la democracia no cambió gran cosa en ese aspecto. Ahora bien, salvo error de mi parte, él constituye el fin del linaje. Me parece que no tiene descendencia. No hay, por lo tanto, herederos, al menos directos. Pero, en fin, no tome al pie de la letra lo que digo. Puede que me equivoque.

   El inspector cerró los ojos mientras asentía en un ademán con el cual quería significar que acordaba pleno crédito a las palabras del alcalde y que apreciaba su aportación a la causa.

   -¿Se conoce alguna rencilla o rivalidad con otra familia de la localidad?

   -Que yo sepa, no. Al menos de dominio público. Todas estas familias siempre han formado una piña para defender sus intereses frente a los asalariados. Indudablemente debieron existir diferencias entre ellos, a nivel personal, pero no solían trascender. Ellos vivían una existencia aparte, como en una bola de cristal, y no se ocupaban para nada de los demás. La suerte de los campesinos y demás profesiones y estratos sociales les traía sin cuidado. Se divertían entre ellos, organizando bailes y fiestas en este casino…

   Justamente pasaban por delante de la puerta del mencionado local, que el inspector ya conocía. Una catedral del ocio provinciano, con pinturas murales de cierta calidad, representando un bucolismo de sabor local con profusión de ramos, frutos y cornucopias, sillas y bancos acolchados y tapizados con gusto, buena madera en zócalos y moblaje, algún que otro cuadro circunscrito en marco dorado y mucho espacio interior, un ámbito de iglesia.

   -Establecían sus tertulias fijas en el que está situado al otro extremo de la plaza…

   El alcalde se volvió para señalárselo, pues desde allí se veía, justo a la derecha del campanario.

   -E incluso se casaban entre ellos. No se conoce ni un solo caso de matrimonio morganático en la población. El más absoluto e intransigente desprecio de clase fue una constante entre ellos, a lo largo de la historia. Me refiero también a la historia reciente de esta ciudad. A hoy mismo. Literalmente, las demás clases sociales no existían. Sólo sus apoderados trataban con ellas. Y, como le digo, así sigue sucediendo en nuestros días.

   -Algún viejo rencor, justamente de clase, quizás. Una antigua injusticia, un desprecio añejo…

   -No se puede excluir, desde luego. De su padre, en todo caso, no sería de extrañar. De él, en cambio, me parece más difícil, dado su retraimiento.

   El inspector asintió de nuevo. Esta vez con más parsimonia. Antes de imprimir otra dirección en el enfoque del asunto.

   -Si la situación económica se había vuelto apremiante para él, puede que haya tratado de escatimar al máximo en salarios o en otros conceptos, quiero decir más aún que sus antepasados, en un contexto social y político distinto, y, con tal actitud, creado roces…

   -Todo eso lo lleva, como le digo, su procurador. De ser así, sería éste quien habría concentrado la animadversión, pues al propietario nadie lo ve ni lo oye. Pero, en fin, nunca se sabe…

   Al doblar la primera esquina de la derecha, el alcalde, con la palma de la mano extendida, le indicó la ubicación de la casa en cuestión, cuya puerta no era visible desde esa perspectiva, pero don Carlos había encontrado un jalón inesperado que podía servir de referencia.

   -Mire, allí tiene al policía municipal de facción ante el domicilio del interfecto.

   -Pues muchas gracias por toda la información.

   El alcalde respondió a la amabilidad con una aurífera sonrisa.

   -Si puede, llámeme a mediodía. Comeremos juntos. No será “La Marcelina”, desde luego, pero tampoco desmerecerá mucho. En un registro un poco más rústico, quizá, pero sepa que en Sajará también se come muy bien. Y hasta tenemos platos propios.

   -De acuerdo. Lo haré con mucho gusto.

   El alcalde sonrió de nuevo, satisfecho.

   -Hasta dentro de un rato, pues.

  El inspector se despidió, provisionalmente, saludando con la mano.

   Ya iba a echar mano a su placa, cuando el policía le hizo signo de que no hacía falta.

   -Buenos días, inspector Páramo. No se moleste en identificarse, lo he reconocido de la otra vez que estuvo en el pueblo. Suba a la primera planta y, a mano derecha, encontrará el cadáver, así como al equipo científico que lleva una hora trabajando.

   También el equipo de turno lo reconoció.

   -Buenos días, inspector. Ahí tiene el cuerpo de alguien que, al parecer, no estaba muy interesado en prolongar su existencia.

   Páramo echó un vistazo en la dirección indicada.

   -No me extraña. Tiene una fisonomía, como mínimo, complicada. No debió alcanzar mucho éxito en las discotecas.

   El investigador forense se encogió de hombros.

   -Un tullido, en efecto.

   El cadáver reposaba, de bruces, contra una considerable mesa de despacho. Su mano derecha sostenía todavía el arma con la que, al parecer, se había quitado la vida. Su rostro, por el contrario, a pesar de los desperfectos y de la impronta de la muerte, parecía bastante agraciado.

   -Un tullido guapo, en todo caso.

   -Sí, para lo que debió servirle la belleza de la cara… Si lo demás está en un desacuerdo tan flagrante…

   -¿Está claro que se trata de un suicidio?

   -Aparentemente sí. Pero ya sabe, hay que ser siempre prudente, en espera de la conclusión del estudio.

   -¿Se han encontrado acaso huellas de otra persona?

   -Muchísimas.

   -¿Ah, sí? ¿Y se sabe de quién?

   -De la mujer de limpieza.

   -¡Claro!

   -Por cierto. Es ella quien descubrió el cadáver. Se encuentra en la cocina, junto con el Jefe de Policía.

   El inspector Páramo no podía apartar la vista de aquel cuerpo que confería a la escena una extrañeza cierta, palpable, que iba más allá de su deformidad; pero que, por mucho que se esforzara, no lograba identificar y diseccionar. Hay algo en este tipo que pone los pelos de punta, se dijo, y no sé qué diablos pueda ser. El oxímoron, quizá, la tremenda colisión de sensaciones opuestas que producen las dos mencionadas partes de su anatomía.

   -¿Y cómo puedo ir hasta allí?

   -El edificio es inmenso, es verdad. Y sombrío. Verá. Baje de nuevo al vestíbulo, avance recto, con cuidado, porque no se ve ni jota. Cuando llegue al obstáculo, tuerza a la derecha, allí hallará un pasillo, al final del cual está la cocina.

   -Muchas gracias. Después volveré, por si hay alguna novedad.

   -Perfecto.

   El ambiente era, en efecto, tétrico, o por lo menos lóbrego. Siempre lo es cuando hay un cadáver, desde luego, pero allí, la implacable ausencia de luz acentuaba esa impresión, qué duda cabe. Parece que, durante generaciones, no se hayan abierto las compuertas de la claridad aquí.

   Al final del trayecto indicado, encontró, adivinó más bien, una puerta. La empujó y penetró en una estancia bastante más halagüeña y acogedora. Una hilera de ventanas, de considerables dimensiones todas ellas, franqueaba el paso a la fulguración que concentraba el patio, la cual entraba a raudales y atraía, de improviso, la mirada hacia una vasta perspectiva de árboles frutales, el primero de ellos era una frondosa higuera, cuyas ramas llegaban a rozar los cristales.

   Allí se encontraba, en efecto, el Jefe de Policía, que también había tenido el gusto de conocer en su anterior paso por la población, acompañando a una joven que impactaba de inmediato por poseer una belleza insólita, por la perfección, armonía y proporción de todos sus trazos y también por lo inhabitual de su género en los países mediterráneos, antes al menos de la inmigración masiva proveniente de los países de Europa del Este y de Rusia. Demasiado hermosa, se dijo. Cuando surge en una posible escena de crimen una mujer tan flamante, tan rotundamente bella y atractiva, cambian todos los presupuestos.

   Se hallaba sosteniendo entre ambas manos, finas y delicadas, dotadas con dedos largos y elegantes, una taza que contenía un líquido humeante. Probablemente, barruntó el inspector, una tila o cualquier otra infusión calmante. Parecía, en efecto, todavía afectada por una fuerte conmoción, a pesar de que la causa de la misma debió manifestarse hacía más de dos horas. Podía muy bien encontrarse trabajando en el cine o en la moda y sin embargo era la mujer de la limpieza. Así es la perra vida que siempre tira para el lado equivocado y, en su ensalzar y en su rebajar, hace las más de las veces lo contrario de lo que debe.

   -Buenos días, inspector, - lo distrajo el Jefe de Policía. – Me alegro de verle de nuevo por aquí. Permítame que le presente a la señorita Lizavetta Voronin. Trabaja en la casa como empleada de la limpieza y es ella quien ha descubierto el cadáver esta mañana. Señorita Lizavetta, he aquí al inspector Néstor Páramo, quien va a dirigir la investigación.  

   Sólo entonces consiguió la muchacha salir de su pasmo. Orientó hacia el inspector sus inmensos ojos de un azul turquesa límpido, perturbador, y posó en él una mirada acuosa, al tiempo que brillante.

   -Encantada, inspector.

   -¿Me permite que le haga unas preguntas? Sólo las fórmulas de rigor en casos como éste…

   -Adelante. Responderé con mucho gusto. Si puedo hacerlo…

   Sabe rehacerse, no carece de aplomo la muchacha, constató el inspector.

   -Muy bien. ¿Hace mucho tiempo que ejerce usted este empleo?

   -¿En la casa, o en absoluto?

   Néstor Páramo sonrió esta vez.

   -Me refiero a esta casa, en efecto.

   -Hará unos tres meses.

   -No es mucho. ¿Sabe si, con anterioridad a usted, otra persona ejerció dicha función?

   -La señora Francisca.

   -¿Y tiene conocimiento de por qué cesó en ella?

   -Murió, de pulmonía. Era una mujer ya bastante mayor. De hecho, fue ella quien se encargó de contactarme. Primero, como sustituta; después me pidió que la reemplazara definitivamente.

   -¿Sabía que iba a morir, o sencillamente encontró la ocasión para retirarse?

   -Pienso que era lo primero.

   -¿Fue ella quien la introdujo en la casa?

   -No. Desde que cayó enferma, ya no se levantó de la cama. Me dio la llave y las consignas. Eso fue todo.

   -Supongo que el señor de la casa, al verificar el cambio, no pondría pegas…

   Esto lo dijo el inspector con total simplicidad. Aunque, después de formulada la frase, se arrepintió de no haberla construido de modo distinto. Ella, por su parte, no pareció captar malicia alguna. Su rostro, sin embargo, se ensombreció, como si hubiera pasado una nube entre el sol y sus ojos.

   -La verdad es que sí parecía contrariado…

   -¿No la recibió a usted bien? -replicó el inspector, ganado por una no fingida sorpresa. -

   Ella, tras reflexionar un instante, repuso:

   -Me recibió de manera extraña…

   -¿Puede precisar?

   -No quería que le viera.

   El inspector Néstor Páramo guardó silencio durante un momento. Entendía.  

   -Entonces no pudieron hablar, realmente.

   -Sí hablamos. Pero él permaneció todo el tiempo escondido.

   Ése fue el momento que ella eligió para dar un nuevo sorbo a la infusión, que antes parecía tener olvidada. El inspector prosiguió:

   -Sin embargo, en algún momento debió verle. Tras tres meses de trabajo en la casa, aunque sólo fuera por accidente, tuvieron que cruzarse en algún lugar. Lo contrario, parece poco probable…

   -Esta mañana lo he visto por primera vez.

   -Cuando ya estaba…

   -Muerto.

   Al ver al inspector pensativo, creyó oportuno aclarar:

   -En realidad sólo venía dos horas al día. Únicamente se me había asignado la cocina, pero sin preparar comida alguna, y el despacho, las dos piezas que más utilizaba el señor. Tengo entendido que hay otras, en fin, la mayoría de ellas, que no se utilizan jamás, por lo que no se limpian nunca. Como me parecía poco para dos horas, traté de engrosar el número de mis tareas, por ejemplo, subiendo leña al despacho, mientras duró el frío, o fregando el pasillo o los primeros tramos de la escalera. Durante ese tiempo, él se subía a una habitación de las muchas que hay en lo alto de la casa y trabajaba allí.

   -¿Cómo sabe usted que estaba precisamente en esa habitación? El caserón es inmenso.

   Nuevo sorbo de tisana.

   -Un día, mientras cruzaba el patio, cargada con la leña, percibí un movimiento, como una sombra que se movió en lo más alto, justo debajo del alero. Alcé los ojos y vi una ventana abierta, pero en su marco no había nadie. Presté atención a esa ventana, comprobando que, a veces, los postigos estaban cerrados, cuando no se había acordado, o no había tenido tiempo, de abrirlos. Mientras que otras se hallaban abiertos de par en par.

   Donde está el veneno, se halla también el contraveneno. Donde se instala la prohibición, se establece también la curiosidad, razonó el inspector.

   -Es usted de nacionalidad rusa, ¿no es así?

   -Así es, en efecto.

   -Aunque conserva un ligero acento, habla muy bien el español. ¿Vino usted muy joven?

   - Mis padres me trajeron cuando era una niña.

   -Eso lo explica todo. ¿Sería tan amable de conducirme a esa habitación?

   -Por supuesto.

   Apuró de un sorbo largo la tisana y se puso en pie. El inspector no quiso mirarla. Él no se consideraba bajo, pero ella debía superarlo en más de tres dedos. La siguió por una intrincada red de pasillos y escaleras, hasta que se paró ante una puerta que se hallaba entreabierta. La pieza ofrecía una tibia penumbra, pues la claridad del día penetraba por los resquicios de los postigos; pero al abrir éstos, una avalancha de sol irrumpió en la habitación. Se trataba de una buhardilla con las vigas de madera aparentes, las paredes se hallaban desnudas y no había allí otro mueble más que una mesa de madera y una silla de enea. Toda ella respiraba una austeridad espartana. Sobre la mesa podían verse, esparcidos, varios libros. El inspector, curioso, se acercó a leer sus títulos: “Historia de la literatura. El siglo XVIII” de Nigel Glendinning, “Historia y crítica de la literatura española. Ilustración y Neoclasicismo,” esta vez de Francisco Rico. Una antología de poemas de dicha época y finalmente una vieja edición de las “Noches lúgubres” de Cadalso. El inspector giró sobre sus talones y fue a asomarse a una de las ventanas. Desde allí podía contemplarse la campiña, parda en ese momento, hasta el límite con el mar.

   -La vista es magnífica. Y la claridad cegadora comparada con la del despacho. Debió trabajar muy a gusto aquí durante esas dos horas.

   -Eran las habitaciones destinadas al servicio, en épocas pasadas.

   -El tiempo trae, a veces, esas mudanzas. Por ejemplo, muchas de las comidas que antiguamente se consideraban de pobre, hoy en día constituyen las especialidades de los mejores restaurantes. Me consta que, a principios del pasado siglo, las mujeres huían del sol como de la peste, evitando a toda costa ponerse morenas, debía parecerles que eso era cosa de campesinas, mientras que ahora es todo lo contrario. Estas casas reflejan esa concepción, las damas en la parte baja, envueltas en las sombras, protegidas y confinadas tras visillos y postigos, las criadas aquí arriba, expuestas a la cara del sol.

   -Así era, al parecer.

   El inspector se asomó a la otra ventana, tratando de ver si se distinguía la cocina desde allí. Pero no se distinguía. Por el contrario, se apreciaba bien no sólo el patio, sino también el corral, las antiguas cuadras y otras dependencias que debían ser almacenes. En la primera planta se veía un agujero circular, lo que le permitió colegir que allí estaba situado el granero donde debía almacenarse el arroz. Una casa para gente con posibles, ciertamente.

   -Quizá eran un tanto exiguas estas habitaciones, pero yo no cambiaría una de éstas por ninguna de las que se encuentran abajo.

   -Sí, debió trabajar muy a gusto aquí -admitió ella. – Quizá la descubrió gracias a mí.

   -¿Cómo dice?

   -En fin, me refería a que la descubrió huyendo de mí.



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