Navegación de cabotaje






NAVEGACIÓN DE CABOTAJE.









È l’umore di chi la guarda che dà alla città di Zemrude la sua forma.

(Italo Calvino, « Le città invisibili », IV « Le città e gli occhi. »)









Martes, ni te cases ni te embarques. Salmodiando, jacarero, el trillado sonsonete, Guillermo Trilla apoyó los pies en el suelo, enfiló las zapatillas pero no se movió. El aleteo de una incógnita que no lograba despejar, ni siquiera ubicar en su contexto, agitaba molinetes por encima de su cabeza obligándole a permanecer inmóvil, indeciso, como tratando de recordar algo importante. Tal vez algo que hubiera soñado.

Comoquiera que no lograba encontrar un punto de apoyo en su memoria se irguió, dando su lengua al gato. A algún gato negro que debía merodear cerca de la casa, por supuesto. Nada que hacer, exclamó para sí, desalentado, exhumando enseguida la conocida frase de Freud : « Cuando el estado de sueño ha sido superado, la censura se restablece rápidamente en su pleno vigor y puede entonces destruir lo que le ha sido arrancado en el momento de su debilidad. » Siempre había tenido la sensación de no estar completamente solo dentro de sí mismo. Sin embargo, intuitivamente descartaba la eventualidad de que se tratara de algún sueño escabroso, por lo que ganaba la quimera de haber dejado pasar una premonición, algo así como un pedazo de papel arrugado, hecho una bola, que caía precipicio abajo conteniendo un mensaje hermético. Aunque en realidad nunca había tenido tales premoniciones, ni albergaba la menor idea de cómo descifrarlas. ¿O sí las había tenido, y descifrado, viéndose después forzado a olvidarlas como sucede con los sueños ? A propósito de este tema, estaba seguro de que Schopenhauer había escrito algo muy preciso en alguna parte, abonando la última hipótesis y se prometió buscarlo más tarde.

Abrió la ventana y tras ella los postigos para asomarse a un día con muy poco incentivo. El cielo apareció encapotado y bajo, el ambiente glacial. Buscó un fondo oscuro por ver si descubría algún copo furtivo, pero ni la más leve partícula se atrevía a turbar la quietud de una atmósfera en la que flotaba un mundo a la expectativa, un bosque de robles erizado de brazos desnudos e inmóviles, un jardín, un seto, alguna casa colgada del mazacote gris por una columna de humo blanco.

Bajó a desayunar escuchando las noticias y esta vez quedó consternado, congelado a pesar del nutrido fuego que ardía en la chimenea. Había caído la gota que desbordaba el vaso. Ya no era posible diferir más la constatación de unos hechos que saltaban a la vista. La guerra, convino, había sido siempre un jinete del Apocalipsis, mas ahora se presentaba ante la opinión pública sin rostro a causa de una incapacidad general para atribuirle un solo rasgo, ya sea humano o animal. Jinete aún, si se quiere, pero con pasamontañas. Y con ello andamos, según parece, por las calendas del siglo XXI, período en que la humanidad contaba expedir los primeros pasaportes de Utopía. ¡Vive Dios que hemos hecho progresos aleccionadores en estos últimos tiempos ! En lugar de habitar la Jerusalén celeste o poco menos, tal como habíamos previsto en nuestras locas elucubraciones, henchidas de vanidad, nos hallamos inmersos en el reino de Trapisonda. Muy lejos queda ya en la memoria de unos pocos, inopinadamente contrahecha, como las extravagantes quimeras que componen las nubes antes de ser descoyuntadas por el viento, la deplorable confianza en sí mismo del hombre que vivió allá por la segunda mitad del siglo XX. Tempus edax rerum.

Trilla se levantó y apagó el televisor, tan insoportables eran las imágenes que desfilaban en la pantalla. Ni en sus peores pesadillas hubiera podido imaginar tanto horror. Claro que era preciso reconocer que él había pecado de ingenuo como el que más, como casi todos los demás por otra parte, aunque unos con mayor intensidad y amplitud que otros y él era precisamente de los unos, sólo que sin hache, quienes también venían del norte e incluso habían tenido alguna vez su Atila, si bien no para enfrentarlo a un Teodosio II sino a una especie de Nerón con aviación y carros blindados, detalle que suele olvidarse con frecuencia a pesar de que no lo exima de nada, pero cuya misión no era la de asolar ni la de impedir el crecimiento normal de la hierba, buena o mala, ni siquiera la de hacer desaparecer todos los manuscritos de la antigüedad, sino que venían para construir nada menos que la panacea universal, un remedio santo para las inquietudes de los hombres y ya estaban ahí, además, ¿cómo es posible que casi nadie pudiera verlos ?

A pesar de todo, bien podía flagelarse con el cilicio de su propia ironía, que no por ello lo que acababa de ver en aquella caja de Pandora dejaba de ser inimaginable, inconcebible desde cualquiera de los positivismos en boga tan sólo un puñado de años atrás. El hombre del siglo XX no tenía punto de comparación con los bárbaros de los tiempos pretéritos. El homo sapiens había sido superado, los apretados compendios de cualidades morales que hoy saludamos cortésmente a lo largo de las calles configuran, por lo menos, al homo sapiens sapiens sapiens. De lo cual se desprende fácilmente que la existencia de millones de hombres pasados por el mundo en estos últimos tiempos, incluido él por supuesto, Guillermo Trilla, cuya vida tenía que seguir asumiendo, no ha servido para mejorarlo. Acaso sí para lanzarlo a una pesadilla sin precedentes.

Subió lentamente, desmedrado, a su despacho. No sabía en verdad qué decirse para remontar su ánimo abatido. Algo bueno debían tener los martes a pesar de la mala publicidad que se les suele achacar, al menos los martes que le han sido conferidos ese año escolar, terminó aduciendo en su fuero interno, como una concesión involuntaria a la trivialidad que siempre está al acecho tratando de colarse en la consciencia al igual que los gatos negros en la casa, y era que no debía ir al instituto sino hasta bien entrada la media tarde, para dar tan sólo dos clases ; la puerilidad de dicho propósito sirvió para afligirlo todavía más.

Tomó asiento ante su mesa de trabajo, sacó recado de escribir y se dispuso a continuar su tarea allí donde la había dejado el domingo (el lunes, el jueves y el viernes eran un paréntesis en la escritura, tal vez en la vida). Pero ¿cómo seguir escribiendo sin mencionar el nudo que aún tenía en el estómago? Hacerlo, en cambio, participaría acaso del mismo género de inutilidad que el de mezclar, cual solía hacerse cuarenta años atrás, las cosas de la literatura con la prédica de la panacea universal y del remedio santo. Dando pábulo, además, a quienes no dejarían de aducir, probablemente puestos en razón, el viejo reproche de que con buenas intenciones se hace mala literatura. Así pues, nos vemos abocados, mal que nos pese, a la antitética proposición de que si bien arte es selección, ello implica en ocasiones, especialmente por los tiempos que corren, omisiones macizas.

Aun consciente de que no era una solución duradera, se dejó rescatar una vez más por la frivolidad: « Sobre la conciencia –había oído decir- que me pongan todo el peso que quieran, pero sobre el hombro ni un cuarto de kilo », postergando de modo infame, cierto, una toma de posición lancinante, tal vez necesaria, aunque no estaba seguro.

Recordó de repente que aquella mañana se había propuesto rastrear una frase en Schopenhauer, por poco se le olvida, y barruntaba que la iba a encontrar en el volumen « Estética y metafísica ». Lo hojeó durante un rato hasta dar con la muela picada en el ensayo titulado: « Pensamientos referentes al intelecto ». Fue recorriendo con el dedo, muy despacio, un pasaje de este tenor: « El tiempo es esa organización de nuestro intelecto en virtud de la cual lo que concebimos como futuro no parece existir en la actualidad: ilusión que desaparece cuando el futuro se convierte en presente. En algunos sueños, en el sonambulismo clarividente y en la doble vista, esta forma ilusoria es momentáneamente anulada; entonces el futuro se representa como actual. Ello explica cómo las tentativas hechas a veces para hacer aparecer deliberadamente vanas, incluso en los detalles más fútiles, las predicciones de las personas dotadas de doble vista, han tenido que fracasar. Ya que estas personas han visto la cosa en la realidad misma que entonces existía ya, de igual modo que nosotros percibimos lo actual; a esta cosa le pertenece pues la misma inmutabilidad que al pasado. »

El tiempo no era por tanto para el filósofo germano, como lo fue para el latino Ovidio, “el devorador de todas las cosas.” O no lo será acaso cuando concluya la pieza que actualmente estamos representando con mayor o menor fortuna y dedicación.

Alzó los ojos hacia la ventana para contemplar unas nubes que ya estaban en otros cielos, sobre otros países, conformando símbolos distintos, igualmente enigmáticos, en la retina de otras gentes, supuesto que exista de verdad alguien fuera de ese mundo trapacero que parece creado en exclusiva para cada uno, donde los demás personajes dan la impresión de no tener otro objeto que el de servir de escarmiento ; una urraca sobrevolaba los rastrojos y se había posado ya en la rama más alta del abedul ; un coche circulaba simultáneamente por cada uno de los puntos de la carretera. El había escrito todas sus novelas o no había escrito ninguna; se hallaba en las playas doradas de Sajará, al tiempo que aplastaba sin ruido las hojas húmedas en los bosques umbríos de Normandía, bajo la charolada mirada del ciervo que escruta con calma los vericuetos de su huida; circundado de llamas prendidas por el sol radiante, reverberando en los arrozales anegados, y envuelto en espesas pacas de niebla, percibiendo el chapaleo de aves acuáticas sobre la superficie de lagos invisibles. Podía ver asimismo la conclusión del arduo trabajo de la agonía, gustando las aguas amargas de la muerte, y estaba vivo en tanto que sus cenizas perdían materia, hasta convertirse en aire sólo.

¿Pero qué diablos había estado soñando?





Ese martes por la tarde, al volver del instituto, se conectó de inmediato a Internet para enviarle a Claudine como fichero adjunto la lista de sus alumnos que debían pasar la prueba blanca de español oral, pues se había enterado que la necesitaba con urgencia, en orden a completar la redistribución de los examinandos, de tal modo que ninguno de ellos fuera evaluado por su propio profesor. Tarea que le pertenecía por derecho propio en su calidad de coordinadora del departamento. Son los gajes de la gloria. Dado que, por economía de tiempo y esfuerzo, tanto como de horas de sueño pues era éste un cónclave con marcada tendencia por la nictalopía, solían repartirse las convocatorias del Comité de Hermanamiento, añadió: « mañana voy yo a la reunión ». Mas luego, considerando que se trataba de la reunión preparatoria de la asamblea general, tecleó todavía una coda: « nos vemos el jueves, o mañana, si aún persistes en asistir ».

Mientras efectuaba las manipulaciones de desconexión de la red y del aparato, reflexionó a propósito del paso que se proponía dar al día siguiente. Apagó el flexo y su rostro quedó teñido por una luz índigo proveniente de la pantalla, que permaneció encendida durante unos segundos más.

Tres años de trabajo, afortunadamente discontinuo e irregular en cuanto a su intensidad, consumido en formalidades a veces superfluas cuyo exceso había llegado el momento de pagar con este aplazamiento sine die que tal vez no tarde en presentarse con su verdadero nombre, reuniones a horas intempestivas, recepciones para las que siempre le ha faltado vocación, gestiones diversas, traducciones orales y escritas que le hicieron perder un tiempo que él hubiera preferido emplear en su creación personal las segundas y los nervios las primeras, semanas enteras de poco dormir sembradas de comidas de trabajo y cenas de gala, exquisitas cierto, pero con notable perjuicio para el hígado y demás vísceras también personales, culminaban estrepitosamente en agua de borrajas.

Se levantó para dirigirse a la ventana, desde donde se puso a contemplar la inmensidad cerúlea, ligeramente enrojecida por el oeste y limpia esta vez en toda su pulida extensión del menor retazo de nube. Su mirada fue atraída poderosamente por las bolas brillantes de Venus y de Marte; mucho más arriba, siguiendo el arco de la eclíptica, lucía Júpiter, enigmático.

El breve episodio de nieve parecía haber concluido. La víspera había nevado abundantemente, si bien el suelo estaba demasiado caliente para que llegara a cuajar. El martes, mientras él se encontraba en el instituto, cayeron unos copos minúsculos espolvoreando el suelo pero desapareciendo poco tiempo después. Tan sólo los tejados quedaron blanqueados con una capa leve de alcorza.

No acertaba a determinar si en verdad se sentía aliviado o no por el advenimiento de un final semejante. Aliviado probablemente sí, pero no sin una pizca de decepción sobre su estado de ánimo. Es cierto que de no haberse malogrado el proyecto, hubiera sido menester transigir aún por mucho tiempo con aquellas esporádicas interrupciones en ese remanso de paz, esto último al menos en teoría, pues como dijo Unamuno, cuando se es padre de familia, más vale creer en Dios Padre, balizado por las horas de trabajo en el instituto, del que pese a todo conseguía retirar una porción, exigua pero suficiente, para la lectura y la escritura, prerrogativa que había defendido siempre con uñas y dientes frente a las múltiples intrusiones de toda índole. Además, se veía bruscamente liberado de un cierto tipo de vida social para el que ni se sentía preparado, ni albergaba en modo alguno el menor deseo de estarlo. Por otra parte, siempre hay una otra parte para destruir la felicidad, después de catorce años de ausencia, interrumpida tan sólo durante los breves períodos de vacaciones escolares, había llegado a comprender el alcance exacto del papel que desempeñaba Sajará en su vida, incluso desembarazándola de cierta idealidad fácil a la que propendemos con los años, poniendo en evidencia los aspectos negativos, las decepciones y los fiascos de una adolescencia y juventud agridulces, la verdad cruda es que Sajará, vislumbrada desde la lluviosa y turbia Normandía, vislumbrada desde cualquier parte, representaba con su tibia luminosidad el paraíso perdido en el que los ojos maravillados descubrían un mundo todavía no desprovisto de autenticidad, bajo un cielo invariablemente añil al que entonces, es cierto, prestaba poca atención pues era un bien profuso, una gracia gratis data, mundo hecho todavía para la vida y no para el progreso, extraviado para siempre tal vez con la promesa de otro paraíso interior y no solamente en esos lares. Pero en aras del recuerdo, Sajará es la Ítaca a la que no hay más remedio que regresar, si ya no para vivir, al menos para morir.

Sajará, esa ciudad de Occidente con nombre africano, de cultura latina y arqueología árabe junto a los fundamentos de las casas, la había conocido él más mora que nunca y más cristiana que el credo, ¿o debería decir católica ?, bajo el pesado sol del franquismo, envuelta en el marasmo agobiante y sempiterno del régimen, en el polvo levantado por los carros de antaño regresando incontables al anochecer, en el aire húmedo de los tremedales empujado por la brisa marina, salado aliento del mediterráneo azul radioso que brama en sus playas, siempre con sol, siempre enjoyeladas, esplendentes, bajo el sol. Sajará, hebra de la memoria, tejido del recuerdo.

Ahora, el aura fría que descendía libremente de Europa (¿quién lo hubiera dicho?) debía orear los rincones de su encallecida alma con un soplo nuevo y eso era bueno. España entera se hallaba necesitada de un cambio de viento que hiciera crujir las veletas oxidadas, al menos desde que Felipe II cerró las fronteras para evitar el comercio de caballos españoles con los protestantes franceses, comedores empedernidos del fruto prohibido podían ir perfectamente a pie. Por ello se sentía un poco culpable experimentando esa sensación de libertad que lo embargaba, considerando esos taeles tan bien pesados de tiempo que a regañadientes había concedido. Bien podía consagrar sin gran mengua, reconoció, unos cuantos ratos de asueto, después de todo así lo había hecho, en aras de un proyecto benéfico, sin lugar a dudas, para su ciudad natal. Si en el momento presente dicho proyecto se hundía en aguas profundas, o si estaba muerto y enterrado como en su último correo electrónico había escrito Vicente, ello no era, desde luego, responsabilidad suya. Hacía mucho tiempo que había leído « Vol de nuit » de Saint-Exupéry, fue el primer año de su llegada a Francia, mas la noción del deber, sin alardes de ninguna clase, el deber únicamente por el deber, que impregna la obra, que condujo al propio Saint-Exupéry a la muerte, acaso también en un vol de nuit, había dejado una huella indeleble en su carácter y en su comportamiento, por eso cuando en cierta ocasión Danielle le dio las gracias por haber acudido a efectuar una traducción oral, a pesar de la tirria incoercible que le dan las traducciones orales, repuso sencillamente : era mi deber. Si hubiera algo que él pudiera hacer todavía, lo haría.

¿Lo haría? Sí, a pesar suyo.

Le distrajo de sus cavilaciones el acre debate de blancas y negras, de bemoles y de posición de los dedos sobre las cuerdas que en la planta baja sostenía su hijo, desde lo alto de sus ocho años, con su madre. Decidió pues bajar a poner un poco de concordia, escuchando, de paso, el ensayo de un violín que ya empezaba a sonar a fuerza de altercados como ése, ad augusta per angusta.

Por la noche, cuando ya madre e hijo se hallaban sumidos en sueños filarmónicos, antes de hundirse también él en la lectura frente a la chimenea como solía hacer, puso un momento la televisión, no sin lanzar previamente una mirada furtiva hacia el reloj y adquirir la certeza de que el boletín de noticias había concluido, para informarse de las previsiones meteorológicas. La jornada siguiente iba a ser soleada, aunque fría, prometió el parte.

El miércoles es un día ligero para la docencia francesa. Escuelas primarias y colegios permanecen cerrados, así los pupilos pueden dedicar sus ingentes energías a otro tipo de actividades no incluidas en el programa, verbigracia aprender a tocar el violín, lúdicas o gimnásticas. Los institutos abren sus puertas sólo por las mañanas, lo cual hace intervenir a un número reducido de profesores. Además se estaba generalizando para estos últimos el horario de tres días, que no significaba en absoluto reducción del volumen de horas de trabajo, se trataba tan sólo de una redistribución distinta, más apelmazada, pero que a Guillermo, y a todos en general, convenía perfectamente. De este modo, a pesar de las horas suplementarias, disponía de bastante tiempo libre y de la jornada entera del miércoles, día de Mercurio, consagrado a la ciencia. Ello le permitía asimismo acostarse tarde los martes.

Esa noche, empero, no la durmió bien y durante los períodos de vigilia que alternaron con las caídas en las profundidades de los sueños, su pensamiento era confuso, se sentía decepcionado por el fracaso del proyecto de hermanamiento al tiempo que ligeramente irritado por aquella reunión del comité a una hora tan tardía, a las ocho y media de la noche, lo cual, traducido al horario y costumbres españolas equivaldría a decir a más de las doce. A tales horas casi se disponía él habitualmente a irse a la cama la víspera de un día laboral y a las diez en punto de la noche se apagaban todas las luces del pueblo, con lo cual, si por alguna razón peregrina había que salir, era preciso llevar consigo una linterna. Las noches son abismales en la campiña normanda, pero se ven todas las estrellas. Si no llueve, claro.

Mas por lo que se refiere a las reuniones del comité, no podía ser de otro modo pues algunos de sus miembros terminaban tarde de trabajar. Los integrantes del comité, o bien eran jubilados y éstos habían perdido la noción del tiempo, o bien era gente con muchas obligaciones, por lo que tenían justamente una noción del tiempo bastante aguda.

Por si fuera poco, le había venido la idea de un nuevo relato. Porque las ideas no se construyen, surgen enteras e independientes. Los relatos hay que construirlos pero no las ideas. O tal vez son las ideas las que construyen los relatos. En parte, no podía dormir porque no lograba aplazar el desarrollo de ese relato hasta el día siguiente. Se trataba de un hombre que no sabía que estaba muerto, pues el mundo que le rodeaba en vida no se distinguía en nada del que encontró más allá del tránsito. Pasó del uno al otro a través del sueño y no notó la diferencia. Tampoco él encontraba los límites entre el pensamiento lúcido y el abismo de lo inconsciente en el que repentinamente se hallaba sumido, avanzando casi a tientas por una oscuridad tan espesa que hubiera podido cortarse a rebanadas, resbalándose a causa del declive y yendo a caer sobre las zarzas, no muy lejos de los precipicios. Un vapor frío y pegajoso se adhería al cutis como un sudario. Desde el matorral percibían ya la vaharada profunda del bosque, cuando les alcanzó la primera ráfaga de lluvia que resonó como el reflujo del mar en la maleza y sobre las ramas de los pinos.

Se levantó pues somnoliento, aunque acicateado por la comezón de la escritura. Abrió los postigos para contemplar un cielo que azuleaba ya en el este, donde la magia lejana del lucero del alba, Venus distante, convocaba sirviéndose de sortilegios inapelables la presencia de un nuevo día sobre la inmensidad helada. Ese espacio infinito de un añil lavado e impoluto le recordó una colección de cromos que atesoraba cuando niño, su infancia se desarrolló ante un telón de fondo de carrera espacial, en la que solían verse astronautas revestidos de trajes albares recortando un cielo turquesa. Los niños del franquismo soñando con el ámbito inconmensurable, tratando de comprender aquello de « España, unidad de destino en lo universal », mientras en la Luna empezaba a hablarse inglés, al igual que en casi toda la Tierra, por cierto.

Bajó a desayunar en familia. Luego se entretuvo reponiendo la chimenea de leña antes de subir a encerrarse en su despacho. El mundo había amanecido cubierto de escarcha y la poca nieve que había caído el día anterior permanecía en los tejados. Abrió el cajón de la mesa, apartó con el pulgar unos cuantos folios y los puso sobre el tablero. Más bien fue en ese momento cuando estaba amaneciendo por lo que su estudio de paredes blancas se llenó de un sol rojizo.

Comenzó a escribir arrullado por el mucho piar de los gorriones y el zureo de palomas y tórtolas. Poco a poco, la luz que reverberaba desde los planos de los enjalbegados paneles se fue dorando hasta alcanzar una tonalidad de espiga en las maderas. Cuando dejó caer el bolígrafo sobre la mesa, la estancia entera refulgía con la cegadora luz de una capilla encalada, henchida de sol. La de la ermita de Sajará, con fondo de mar Mediterráneo, hervor de bicarbonato de cobre y espuma salada. Otro color laminado para siempre sobre el paisaje de la infancia, paisaje que fue exterior hecho interior por la querencia del recuerdo, que nos define más que el color de los ojos y que se hace sustancia del espíritu cuando es el color de los ojos.

Puso en marcha el ordenador y se conectó a Internet, mar virtual. Tenía, en efecto, un correo de Claudine. La recepción de las listas no era tan urgente, al fin y al cabo, como le habían dicho, pero le venía bien tenerlas. Asistiría a la reunión del Ayuntamiento, pues debía dar cuenta de una gestión que se le había encomendado. « Y de todos modos –añadió- tu asistencia dependerá del tiempo meteorológico, ¿no es así? ».

Tal vez sí, se dijo involuntariamente ilusionado. El espíritu es fuerte, pero la carne es débil.

Hubiera podido consultar el parte ipso facto a través de la red, pero estaba acostumbrado a hacerlo por televisión, sintonizando una cadena interactiva especializada, donde encontraría incluso las previsiones locales.

Nada nuevo, el programa seguía siendo sol y frío. Lo mismo para el día siguiente.

Se preguntó si acaso la información no había sido actualizada, pues su contenido permanecía invariable desde hacía algunos días, lo cual desde luego no era sino la confirmación de que las previsiones habían sido efectuadas correctamente. Pero la frase de Claudine retozaba demasiado alegremente en su cabeza. No obstante, de vuelta a su despacho, la cascada de luz que regolfaba en su interior lo disuadió de realizar más pesquisas.

Conviene asistir, reconoció, cuando uno va a presentar la dimisión. Aunque si se tratara de una auténtica alerta, de esas que califican de nivel cuatro sobre cuatro, quedaría justificado que le pidiera a Claudine, para quien la molestia no debía ser excesiva pues vive en la misma ciudad y parecía determinada a no faltar pese a cualquier eventualidad, que hablara por él y explicara las razones de su gesto. Pero no era por lo visto el caso, al menos de momento. Así que mejor haría en reflexionar sobre lo que iba a decir.

« En primer lugar, porque el objetivo esencial que me había propuesto era poner en contacto a los dos Ayuntamientos y a sus respectivos comités. Después de tres años de gestiones que se producen ya sin mi mediación, considero que este modesto objetivo ha sido alcanzado ampliamente. »

Este punto inicial constituía, reconoció, una pequeña concesión a la venganza, por lo que debía pronunciarlo usando de un tono neutro. Con los buenos entendedores, el retintín es un ensañamiento superfluo. Y el hecho, por otra parte, de que el mensaje viniera en una lengua extranjera, no justificaba en modo alguno la retención indefinida del mensajero. ¿Acaso alguien le hizo la más leve pregunta, que no fuera retórica por supuesto, a propósito de sus intenciones personales?

« En segundo, porque, según la información de que dispongo, proveniente de fuentes diversas, el nuevo equipo de gobierno municipal de Sajará, surgido de las últimas elecciones, no tiene la menor intención de concluir un hermanamiento con la ciudad de Vitraux. »

Ello zanjaba categóricamente la cuestión por circunstancias determinantes ajenas a su propia voluntad. Entonces tan sólo quedaba dar un aspecto honorable a esa fuga repentina:

« Finalmente porque, habiendo pedido tres modalidades distintas de traslado, considero más positivo, a la víspera de la asamblea general, no presentar mi candidatura a la reelección, permitiendo así que un nuevo miembro pase, sin más dilación, a desempeñar sus funciones y a cursar sus proyectos ».

De hecho, Claudine, que había sin duda adivinado sus intenciones a través de algún que otro comentario suelto, debía conducir esa misma noche, iniciática Claudine, peripatética mayéutica, a una alumna suya de BTS, postsecundaria, interesada en las lenguas y en los contactos internacionales, al círculo de poetas desaparecidos.

Tales explicaciones le parecieron suficientes. Presentaban un equilibrio entre razones personales y de fuerza mayor. Satisfecho, se sentó en una butaca que recibía, a través de la puerta cristalera, un cálido raudal de sol. Cerró los ojos.









En tiempos pretéritos no había descartado la posibilidad de adoptar un compromiso político, la verdad es que anduvo muy cerca de ponerlo por obra, pero ello había de ser en defensa de lo que pomposamente solía llamarse una gran causa, cuando todavía abundaban las grandes causas. Una causa cuyo objetivo no fuera otro que defender a los débiles y a los desheredados, por seguir utilizando un léxico de época, que incluyera las ideas de justicia e igualdad de oportunidades, que persiguiera una sociedad en la cual no hubiera más privilegio que el valor personal y la tenacidad de cada uno, sin opresores y oprimidos, sin destinos trazados desde la cuna por el azar de un nacimiento. Pero esa causa ya no existía, misteriosa desaparición de la causa persistiendo los efectos, había sido deglutida por los avatares de la historia o en virtud de ciertos juegos malabares, ¿quién sabe? Lo más probable es que por una combinación de ambos factores. La cuestión es que aquellos que honestamente se aprestaron un día a sostenerla se han quedado compuestos y sin novia, hoy no les queda pues sino languidecer en un mundo cuyos valores no comparten o dedicarse al esoterismo, como hacen algunos ; los más afortunados, tras apresurado reciclaje, a seguir tal vez la cotización de otros valores en bolsa, o a escribir, quizás, los más amargados, el testimonio cínico de quien podría contemplar impertérrito el hundimiento del universo, y a lo peor tienen que hacerlo tal y como están las cosas, dejarse llevar hasta la conclusión de una partida sabiéndola perdida de antemano, amenizando de cuando en cuando a la concurrencia con algún que otro comentario desencantado, procurando al menos que sea inteligente o, como poco, elegante, Petronios contemporáneos. Los dioses lo han querido de otra manera.

Por el contrario, entrar en política, esforzándose por vencer la innata timidez de hablar en público, perder horas de sueño y castigar el hígado con los más exquisitos manjares para promover el hermanamiento entre dos ciudades europeas, por muy loable que sea el propósito, no deja de resultar de difícil y complicada ejecución. Pero ya estaba hecho. Bueno, si finalmente el proyecto había fracasado, como queda dicho, no ha sido culpa suya. Ni se arrogaba el principio, ni se responsabilizaba del final. Únicamente se dolía sin verdadera pena de su falta de entusiasmo, que abarcaba, por cierto, bastantes más cosas que el dichoso hermanamiento.

Del principio no recordaba la ocasión exacta pero sí las palabras, porque en el principio siempre está el verbo, y el verbo en un instituto francés es el provisor, y por su mediación todas las cosas vinieron a la existencia : « Señor Trilla –le dijo-, usted que es español –afirmación axiomática contra la cual no cabía sino quedarse paralizado de entrada, luego dispuesto a aceptar lo que venga- y que tiene sin duda contactos en España, ¿podría ver si es posible encontrar empresas que aceptaran acoger a nuestros alumnos de BTS durante algunos meses ? Se trata de un cursillo obligatorio que debe realizarse en un país de habla hispana ». « Veré lo que puedo hacer –prometió.- »

Siempre es mejor tener malas relaciones con su verbo, porque así puede uno tener unas palabras con él y mandarlo a hacer gárgaras enseguida. Pero la situación contraria es bastante más enfadosa. Además, era inútil modificarla apresuradamente pues no hubiera parecido natural.

Vio, en efecto, lo que se podía hacer hablando, a su vuelta a Sajará, con el alcalde, don Rogelio Roig, con quien le unía una amistad que databa ya de muchos años, de aquellos precisamente en los que estuvo a punto de adquirir un compromiso político. Es decir, que remontaba a una fecha anterior a la invención del pedal, o así se lo parecía, tal era la cantidad de agua que había pasado por el río arrastrando objetos diversos, algunos de ellos de valor considerable. Lo recibió en su despacho de la alcaldía: « Por supuesto que es factible –repuso entusiasmado-. Además, lo vamos a arreglar de inmediato.” Luego añadió: “Mira Guillermo, ahora mismo estamos comprometidos en un proyecto de hermanamiento con una ciudad japonesa, que de momento podemos denominar como una especie de relación preferencial, la cual da plena satisfacción a ambas partes, excepto en un punto: nos resulta demasiado gravoso mantenerla. Ellos tienen dinero de sobra, por ello quisieran ir más lejos, lo que no es precisamente nuestro caso y no podemos pedir subvenciones a Bruselas puesto que son acordadas tan sólo en el caso de que las dos ciudades implicadas pertenezcan a la Unión. De modo y manera que vamos a tener que cancelar el contrato. Tú, que trabajas en Vitraux –otra constatación que no admitía réplica,- tal vez podrías encargarte de ver si cabe la posibilidad de iniciar contactos con esa ciudad…. » « Veré lo que puedo hacer –prometió también al otro verbo.- » Y se fueron a celebrarlo con un vermú en el bar España, esa unidad de destino hacia lo universal.

Y lo vio, ¿no lo iba a ver? Por supuesto que lo vio. De regreso a Vitraux, Claudine le dio el número de teléfono de Danielle, la presidenta del comité de hermanamiento local, de uno de cuyos hijos, mayéutica iniciática, oportunamente había sido profesora socrática, la cual tan sólo puso una objeción: « estamos al final de la legislatura, falta únicamente un mes para que se celebren las elecciones; en cuanto la nueva corporación quede constituida, lanzamos el caso. »

Pensó que iba a ser aquella la penúltima gestión. En su modesta opinión tan sólo quedaba entregarle a Danielle la dirección completa del Ayuntamiento de Sajará, número de teléfono, de fax, dirección electrónica y Santas Pascuas. Sonrió en la butaca de su ingenuidad de entonces. Ingenuidad que, por cierto, si no había perdido del todo era por falta de interés, él únicamente tenía un proyecto, una determinación. Lo demás era en su mayor parte un paisaje que desfilaba un instante a través de la ventanilla del tren.

Alargó la mano hacia un libro y se dispuso a leer hasta la hora de la comida, sumiéndose en una quietud turbada tan sólo por el recuerdo de su obligación de esa noche.









Por la tarde se permitió una breve siesta en la solana, mientras su hijo ensayaba con su violín la pieza que unas horas después debería interpretar con la orquesta en la escuela de música. Casi hacía hasta calor allí dentro. Afuera, las sombras recortaban todavía figuras de escarcha a unos metros apenas de él. Pero tras los cristales, en el soleado espacio interior, se generaba el calor adecuado para adormilarse en la hamaca, como él lo estaba haciendo muy bien, arrullado por las notas de violín.

Un día entre los días, en una reunión del equipo de español con el provisor, Claudine transmitió el aviso de Danielle por el cual se les comunicaba (¿a quién en realidad?) que iba a tener lugar una sesión del comité de hermanamiento, en la que se trataría, entre otras cosas, de la propuesta de Sajará.

-¡Ah! –exclamó el provisor-. A esa sesión debe asistir el señor Trilla.

Lo dijo como si tal sesión hubiera sido diseñada ex profeso para contener la presencia del señor Trilla, el hombre de la situación. Guillermo decidió apostar por la paciencia, mezclada sin duda a una cautela innata que hubiera hecho de él un buen diplomático. Todavía no se le había ocurrido pensar en la resignación.

Y el señor Trilla asistió a la junta. Vaya que asistió. Danielle tomó la palabra:

-Pienso, señor Trilla, que si usted se propone defender el proyecto de hermanamiento con Sajará, lo lógico es que integre el comité, presentando su candidatura en la próxima asamblea general.

El señor Trilla sintió las miradas desconocidas de todos los miembros conscriptos clavadas en él.¿Defender ha dicho ? Se asustó. Le pareció que Danielle había gritado de repente : « ¡Todos a sus puestos !¡Zafarrancho de combate ! », mas no pudo sino responder :

-Sí, por supuesto.

Claro que sí. Vaya que sí.

-Y de paso –prosiguió Danielle, cruelle- nos hará usted una presentación de la ciudad de Sajará.

Hablar en público y por si fuera poco en esa preciosa, y difícil, lengua de corte que es el francés. Ello era posiblemente superior a sus competencias, y a su naturaleza, y hasta a sus intereses…. que podían resumirse en una sola frase si es que a todos ellos les interesaban en lo más mínimo sus intereses : « que le dejaran tranquilo en su casa, leyendo y escribiendo, tal vez algún día haría algo en literatura, ¿qué tenía él que ver con asambleas generales en francés y reuniones de comités en sánscrito ? ». Pero se calló, en parte por no empezar ya hablando en público, en parte también por su amistad con Rogelio Roig, por no traicionar la confianza que el provisor había depositado en él, porque se acabaron los cuchillos que yacían tiritando bajo el polvo, ahora el profesor tiene que salir al mundo, dar la cara, dar, en todo caso, mucho más que sus clases, el cual verbo pretendía crear en su establecimiento una opción español lengua viva 1, lo que implicaba un intercambio fijo con un instituto español, que evidentemente sería facilitado en el caso de que llegara a ultimarse un hermanamiento. En parte porque, quieras que no, albergaba un leve sentimiento de culpa. Pensó en Sajará, mora y cristiana, ¿o tal vez debería decir católica ?, pero no europea en el moderno sentido de la palabra. De modo que se calló. Y quien calla, otorga.









Se levantó un tanto enfurruñado. Hubiera deseado subir a su despacho y trabajar todavía durante un buen rato. Pero se había quedado tan buena tarde. Las tardes buenas son en Normandía un bien precioso y tan raro que no es posible dejar de aprovecharlo sin mengua para el estado general de salud, así que decidió dar un paseo con la bicicleta, abrigándose bien por supuesto.

-¿Qué estás tocando, hijo ?

-La « Danza Macabra » de Saint Saens.

Un vientecillo parco le helaba las manos a pesar de los guantes de cuero. Seguidamente los pies comenzaron a sentir también la intensidad del frío. Sin embargo, era agradable después de todo hallarse bajo el sol, con todo el campo llano arriado de luz, curvando sus líneas cerca del horizonte.

El recorrido no solía reservarle sorpresas, pues era siempre el mismo. Y casi lo prefería así. Tras estallar el imprevisto de haberse venido a vivir a un país extranjero, había perdido el gusto por lo inaudito, como no fuera, evidentemente, el que puede surgir de los libros. Circunstancia que, a pesar de esa importante salvedad, no dejaba de inquietarle pues preparaba los cimientos de un conservadurismo visceral sin color político, que es el de la peor especie. Incluso le preocupaba lo que había de extraordinario e incontrolable en los sueños, por si acaso eran premonitorios. Apenas prestaba atención al paisaje, de sobra conocido. Se trataba más bien de un paseo hacia dentro, una rápida excursión introspectiva, al tiempo que gimnástica. Su yoga.

El flamante alcalde de Vitraux se llamaba nada menos que Jean-François Renan, hijo de resistente, ex-ministro del interior. Mientras los asistentes se acomodaban frente a las mesas del salón de plenos, cuya disposición trazaba una figura ovalada, y la prensa tomaba posiciones en el centro de la misma, Danielle quiso presentarle al alcalde.

-¿Cuántos habitantes tiene Sajará ?

-Veintisiete mil, aproximadamente.

El señor Renan no pudo evitar un ligero frunce de ceño. Vitraux tiene cincuenta mil.

Danielle pulsó el interruptor del micrófono y tomó la palabra. Citó el reglamento, expuso el objetivo de la asamblea general : renovar un tercio del comité anualmente, lo que no impedía, por supuesto, a los miembros salientes presentar de nuevo sus candidaturas, y con las mismas fue nombrando a los aspirantes y citando sus proyectos. Dejó al señor Trilla para el final.

-Como es de dominio público, Vitraux mantiene desde hace más de treinta años dos hermanamientos con sendas ciudades europeas. En el momento presente se nos propone concluir un tercero con una ciudad española. El señor Trilla, aquí presente, es el autor de dicho proyecto. Le cedo la palabra para que nos haga una breve presentación de Sajará.

Al igual que si hubiera recibido el Óscar al mejor imbécil, el flash de las cámaras comenzó a argentarle el rostro con varias sacudidas.

El señor Trilla, aquí presente, quería darse a todos los diablos, porque todavía no alcanzaba a comprender cómo había podido meterse él en un berenjenal semejante. Pero lo cierto es que estaba metido hasta el cogote y no había sino tener paciencia, pulsar el interruptor y largar el lastre de los datos aprendidos de memoria, procurando no hacer demasiado el ridículo con su francés mal aprendido. Así lo hizo, ingeniándoselas de paso para dejar caer en el momento adecuado que esos veintisiete mil habitantes, en verano, se convierten en ochenta mil.

Tras él, tomó la palabra el ex-ministro Jean-François Renan para realizar una defensa absoluta, sin fisuras ni remordimientos, del proyecto de hermanamiento con Sajará.

-Francia debe cuidar –afirmó- su dimensión mediterránea.

Mediterráneo, hervor de bicarbonato de cobre y espuma salada. Al este Jerusalén y al oeste Sajará. Trilla no osaba creer que fueran precisamente sus palabras las que hubieran disipado los escrúpulos suscitados, en un primer momento, por la diferencia de talla. En cualquier caso, el aval del alcalde debió ser determinante en la votación, a pesar de que hubo entretanto una curiosa intervención en la que su autor sugirió que, por razones históricas, si Vitraux debiera iniciar un hermanamiento con una ciudad española, ésta sería conveniente que perteneciera al antiguo reino de Navarra, « para mostrarles que no hemos olvidado ».

Cuando se leyó el resultado del escrutinio, Trilla apareció como el candidato más votado.









La vuelta fue algo más rápida pues tenía el viento, comedido, en la espalda, un rey hiperbóreo que bajaba despacio con su aliento helado, agitando levemente los incipientes trigos al paso de sus caballos. Esto tiene en común el viento con el destino, que cuando no se le oye es porque uno lo tiene justo en la espalda. El frío, a su vez, ganaba terreno conforme el sol iba perdiendo altura y en el ámbito yerto, que empezaba a teñirse de una luz anaranjada, los cuervos alzaban el vuelo lamentándose, gritando transidos de dolor por las dentelladas del aire.

Después de aquellos acontecimientos, sobrevino un período de calma chicha en Vitraux. No en Sajará, donde Rogelio preparaba todo con una celeridad tal vez excesiva, inapropiada. Se impacientó. Era preciso que Trilla insistiera en el Comité de hermanamiento sobre la necesidad de salir lo antes posible de ese recalmón, pues allá todo estaba listo para la firma del protocolo.

Lo cual no era una trivialidad, teniendo en cuenta que Sajará tuvo incluso que dotarse de un Comité de hermanamiento ex profeso. Pero, en aquel momento, las diversas asociaciones y particulares que lo componían se hallaban trabajando a pleno rendimiento, las subvenciones estaban solicitadas y obtenidas, el plan trazado y aprobado en sesión plenaria del Ayuntamiento ; con algunas abstenciones, mas sin oposición ninguna.

En Vitraux todo el mundo, incluida Danielle, parecía un poco aturdido por tanta precipitación.

-Estas cosas no se hacen así… -balbuceó-. Es preciso disponer de un poco de tiempo para reflexionar…. El Ayuntamiento no posee dotación presupuestaria….

Trilla, a pesar de todo, bailaba sobre un pie, pues el argumento del conocido artículo de Larra titulado “Vuelva usted mañana” se había invertido.

-Tampoco la poseía el de Sajará antes de solicitarla –dejó caer, sin conseguir matar por completo la expresión de un malvado contento que pugnaba por aflorar a su rostro.-

-Empecemos por poner en funcionamiento el intercambio entre los dos Institutos de enseñanza –contemporizó, un tanto confusa, Danielle- y según como vaya la cosa veremos…

Rogelio Roig, al teléfono, se subía por las paredes.

-¡Solicita una entrevista con la Sra. Diop !

No fue fácil obtener esa cita. Trilla tuvo que ir adrede varias veces al Ayuntamiento, dejar varios mensajes en el contestador automático de la azacanada regidora que al parecer se desuñaba trabajando para la cosa pública a diestro y siniestro, recabar incluso la intercesión de Danielle.

Al fin le fue acordada. Lo recibió correctamente en su despacho situado en el sótano.

Trilla tenía noticia del carácter más bien autoritario de la regidora de cultura, profesora también ella, de inglés, pero profesora de ésas de convicción y de vocación, de las que saben como tener a raya a los alumnos y no se traicionan jamás, empleándose en dicha labor con tenacidad y constancia. Al contrario de Trilla, que podía llegar a jugar con fuego, permitiéndose, a veces, bromear, incluso con las clases más difíciles. Mas la Sra. Diop era seria, muy seria y guapa. Sobre todo los latinos, y medio africanos, de Sajará eran, sin excepción, partidarios de esa doctrina.

-¡Ché –exclamaría en el futuro Rogelio después de haberla conocido, ya más tranquilo- mira que es guapa !

Guillermo decidió jugar el todo por el todo. A veces no es mal método aplicado a los que lo conocen muy bien y saben apreciarlo mejor que nadie por practicarlo ellos mismos todos los días.

-Si no quieren ustedes concluir este hermanamiento, no tienen más que decirlo. Pero, por favor, háganlo cuanto antes pues Sajará está siendo requerida de manera insistente por una ciudad italiana.

Lo cual no era del todo falso. El efecto, en todo caso, fue el perseguido. La Sra. Diop casi se vuelve blanca de la emoción. Y tal vez de la ira. No replicó.

-De no ser el caso –prosiguió Trilla- conviene acelerar la marcha, pues Rogelio Roig ha obtenido una subvención especialmente consecuente de parte de Bruselas, la cual, si no es empleada dentro de un plazo, que por cierto ya se está quedando corto, tendrá que ser devuelta.

A las pocas semanas, la Sra. Diop, acompañada por una delegación compuesta exclusivamente de miembros electos del consistorio, se hallaba en Sajará. Guillermo llamó al móvil de Rogelio para ver cómo iba la cosa y los encontró a todos en buena armonía, con un ánimo excelente que hasta se percibía por el auricular, sentados a la mesa de un restaurante dispuestos a partir un piñón, alrededor de una paella. Habló con ambos y todo parecía desenvolverse a pedir de boca. Rogelio le declaró en tono confidencial :

-¡Ché, mira que es guapa !

Alea iacta est.

A partir de dicha visita, el expediente se instruyó mucho mejor, aunque no con la celeridad que debía. Dilación que iba a pagarse cara, en su momento.











Antes de subir de nuevo al despacho hizo un alto ante los rescoldos del hogar. Acercó una mecedora y se dejó envolver como por un manto cálido, mientras los rayos del poniente enrojecían la madera de los muebles, resaltaban el ocre de los ladrillos que cerraban el lar, refulgían en los cristales verdosos del aparador. Los crepúsculos en Normandía poseen una tonalidad particular, una pátina azafranada como la que se aprecia por ejemplo en el óleo de Raoul Dufy : « Vieilles maisons sur le port du Havre ». Ello cuando se trata, por supuesto, de crepúsculos con sol ; si no, el mundo es como una pellada en el fondo de una artesa.

El calor que se abatió sobre la región durante la estancia de la primera delegación de Sajará fue memorable, preludio tal vez del verano canicular del año 2003, para el que Francia no estaba preparada, cobrándose por esta razón un elevado número de vidas humanas pues durante muchos días subieron en París las temperaturas más que en La Meca. Los sajaranos debieron pensar que el avión, en lugar de tomar dirección norte, había tomado la contraria. Pero aquello fue probablemente el año anterior, a mediados del mes de junio, y duró tan sólo una semana, justo el período de permanencia en Vitraux de la delegación, con la cual desapareció. Evidentemente se comentó en hartas ocasiones que eran ellos quienes habían traído todo ese calor, aunque coincidieron con la delegación alemana, pero ésta se hallaba libre de toda sospecha.

Guillermo, junto con Claudine, subió al autobús con los dos ediles encargados de la recepción oficial en el aeropuerto. Rogelio Roig sonreía con su diente de oro, mientras hablaba francés con desenvoltura. Venía acompañado de don Evaristo Sempere, concejal de un grupo situado en el extremo opuesto del espectro político con respecto al partido de Rogelio, es decir, a su sensibilidad ideológica, pues éste ya no se hallaba integrado en ningún partido, después del descalabro del suyo a nivel nacional. Lo curioso es que formaban parte del mismo equipo de gobierno municipal y se llevaban bien. Tanto mejor. Al final se había llegado a comprender en España que son los partidos de derecha los que hacen verdaderamente democráticos a los de izquierda y viceversa, por lo que se necesitan mutuamente. Vicente, director del instituto Joan Fuster y presidente del recién constituido comité de hermanamiento de Sajará, acudía con el pelo desteñido. Tanto mejor también. Unos meses antes, a la llegada de los alumnos del Lycée Aristide Briand de Vitraux a Sajará, lo llevaba teñido de naranja y éstos lo habían confundido con un bedel. Si lo que pretendía era dar una imagen distinta del país de la que en Europa todavía poseen los que no están al día, el éxito fue rotundo. Guillermo, que podía llegar a ser borde cuando se lo proponía, conocedor de la técnica militar de aprovechamiento del éxito, exhibió en diversas partes del instituto, junto con los demás aportes fotográficos del alumnado, una instantánea ampliada, que prendió cual chispa sobre reguero de pólvora, de un provisor español con el pelo color naranja, lo nunca visto, ni siquiera imaginado para exponer las cosas con absoluta y llana franqueza, en la cartesiana Francia, a cuya vida institucional, especialmente por cuanto se refiere a la función pública, casi siempre se le puede aplicar la frase final de « Adán Buenosayres » : « Solemne como pedo de inglés ». Ya estaba bien, razonó, de la España del duelo y de la cruz, hasta aquí hemos llegado. El resto de la delegación lo componían una o dos empleadas del Ayuntamiento y miembros de diversas asociaciones. La suerte estaba echada, otra vez.

Danielle los acogió en el hotel Mercure, donde iban a alojarse junto con la comisión de Alterwein. Allí les acordó una breve tregua para que pudieran instalarse. Luego dio la orden de asalto al Château de Trangis que fue tomado, todavía con sol, por las huestes teutonas, galas y hespéricas. Fastuoso marco en el que se produjo el primer ataque serio al hígado de todo ese buen pueblo cristiano : « salade Baltique au saumon fumé et bouquets frais ; sorbet à la pomme verte, arrosé de calvados ; pavé de cœur de rumsteak à la Charentaise et ses légumes ; salade normande au vinagre de cidre et ses toasts aux camembert grillés ; bacarra aux fruits rouges ; café. Calvados ».

El calor se hacía sofocante por momentos y los selectos caldos y licores que se vertían en las copas no contribuían en nada a paliar la situación. Los trajes de gala, aún menos. Nunca, en memoria de Guillermo, el trabajo de comer había dado impresión tan grande de fatiga en los comensales, a través de cuyos rostros corría el sudor a raudales como si en lugar de restaurarse estuvieran cavando huerto. A pesar de los exquisitos manjares que acudían a las mesas, los convidados no deseaban otra cosa sino que llegara al fin el brindis de los tres alcaldes en aras de los hermanamientos añejos y futuros, para salir al cabo de esa calera en busca del anhelado aire fresco, que luego no resultó tan fresco aunque sí libre.

Libre se creía Guillermo al día siguiente de toda intervención directa en el acto protocolario de la recepción oficial en el Ayuntamiento, que tuvo lugar en el Salón de Actos. Por poco se equivoca. Le salvaron únicamente los extraordinarios reflejos inducidos por su pánico inveterado a hablar en público, sobre todo en francés, lengua de corte. El se había deslizado hacia lo más espeso del público, por si las moscas. Pero Rogelio Roig le hizo signo de que se acercara. En ese momento hablaba el alcalde de Alterwein con una traductora al flanco. Guillermo le dijo en voz baja a Rogelio :

-Al francés es mejor que traduzca Claudine, pues lo hace a favor de querencia.

Renan, a su lado, tendía el oído.

Rogelio pareció admitir en silencio lo razonable de la proposición e hizo idéntico signo a Claudine, pero ésta se hacía la sueca sin serlo.

-Dile que venga.

Guillermo obedeció.

-El señor Roig te solicita.

-Puré –repuso ella, pues era éste el mayor taco que solía permitirse, sin que fuera tampoco un taco realmente.-

Rogelio Roig hablaba muy bien, pero era seguro que iba a olvidarse de la traducción. Por otra parte, traducir en vivo un discurso es la tarea de un profesional bien formado y requiere competencias específicas. En efecto, hizo un discurso excelente sobre la contribución francesa a la consolidación de las libertades y la democracia en el mundo, pero sólo se detuvo tres veces para que Claudine tradujera. Las tres veces que le vino a la memoria que posiblemente quienes le escuchaban no acababan de comprenderle o que su mirada se cruzó con la mirada aterrorizada de Claudine. Entonces sus ojos se detenían en los de ella y los de ella en los suyos, provocando en la asamblea de oyentes unos segundos de desasosiego. Luego Claudine se lanzaba como podía al proceloso mar de la traducción simultánea, o casi, tratando de agarrarse a las pocas tablas que flotaban todavía en su memoria. Cada vez que se quedaba enganchada mirando al techo donde no había sino la representación del primer matrimonio civil celebrado en el Ayuntamiento de Vitraux, pintado por un tal Charles Denet, sin saber a qué santo encomendarse, Guillermo pensaba que ella no se lo perdonaría jamás, si llegaba a saber quién la había metido de veras en semejante situación.

Finalizada la recepción en el Ayuntamiento y el consabido refrigerio, que Claudine ni siquiera probó, se trasladó la alegre comitiva al magnífico edificio gótico flamígero, antiguo obispado y hoy museo municipal, situado a las espaldas de la catedral, donde se efectuó una visita guiada a una exposición titulada « Des plaines à l’usine », en cuyas planicies planeó de nuevo sobre la cabeza de Trilla el fantasma de la traducción oral, aunque esta vez a favor de querencia, lo cual, si bien no le otorgaba esa suficiencia y naturalidad que debe poseer quien pretenda hablar en público pues en él era defecto de carácter, sí reducía al menos la posibilidad de ese blanco completo o, expresado inversamente en otra lengua pero con el mismo sentido, de ese blackout que tanto temía, que tanto había temido siempre, en francés, pues más difícil que hablar un nuevo idioma resulta poner en paralelo el genio de dos lenguas vivas. A ello había que sumar, él era perfectamente consciente, su escasa memoria de datos, no de sensaciones, de lo que únicamente pudo consolarse cuando leyó esta frase de Montaigne : « car il se voit par expérience plutôt au rebours que les mémoires excellentes se joignent volontiers aux jugements débiles » (Los ensayos, capítulo 9, Libro primero). Mas el remordimiento por la mala pasada que le había jugado a Claudine lo atenazaba y lo predisponía a aceptar el pago de su propio tributo, eso sí, en condiciones más equitativas, por lo que no se escabulló esta vez, dejándose pescar por Danielle quien lo situó junto a la guía.

Se trataba de unos cuadros contemporáneos a los de Monet, pero tan distintos…., relatando todos ellos escenas que tenían como marco los primeros momentos de la industrialización, en los que se veía por ejemplo a una campesina con sus cántaras de leche recién ordeñada, rodeada de frescos pastizales, cercas, chozas, árboles y vacas por todas partes, sobre fondo de fábricas de ladrillo fuliginoso y sucio, exhalando un humo negro desde lo alto de sus estirajadas chimeneas cubiertas de hollín, semejantes a brujas escuálidas remontando el vuelo con sus escobas chapadas de mugre. La geórgica privación contemplando por primera vez la fealdad del progreso. Y ello con una técnica pictórica que perseguía el realismo más absoluto, hasta el punto de que podría confundirse con la realidad misma ; una realidad, por cierto, fosilizada, como un trozo de tiempo detenido para siempre sobre la tela, como una ventana abierta al siglo XIX, tiempo muerto resucitado en color y en lozanía, no como en las falaces fotografías en blanco y negro que vendrían después. Se trataba de cuadros, reflexionó, mucho más filosóficos que artísticos, los cuales debían contemplarse como se lee a Marx o a Kant. El arte debe ser otra cosa, debe perseguir un objetivo con relación al cual la comprensión de la realidad no sea más que un primer paso, una formalidad indispensable ; mas el proceso quedará tan sólo culminado cuando esa realidad haya sido deformada por el prisma de un espíritu vivo, particular, aunque conserve la misma luz originaria, como sucede con el citado cuadro de Raoul Dufy que refleja el privativo resplandor de un atardecer normando, pero con una hechura distinta a la real. El artista será siempre un falso testimonio de lo que vea, por lo cual su oficio no implica necesariamente un compromiso.

Como si de una consecuencia lógica de dicha reflexión se tratara, su traducción resultó pasable, pero no del todo fiel, pues a la mencionada escasez de memoria de que adolecía se sumó la distracción subsiguiente a sus digresiones, y sensiblemente más breve, por lo que tuvo que encajar la sonrisa resentida de la meticulosa guía. Pero él no quedó del todo insatisfecho consigo mismo.









El manto de brasas que se extendía a lo largo de toda la superficie del lar conformaba una maqueta de infierno. Guillermo se puso a contemplar aquel paisaje incandescente en el cual cada ascua era un demonio que inflaba y desinflaba los carrillos para resollar, hacer visajes, siempre los mismos, intentar tal vez hablar, o incluso gritar, sin conseguirlo jamás, como podría suceder en un infierno donde no existiera el tiempo, y por ende tampoco las palabras, donde no importara el tiempo.

Un infierno sin palabras y sin tiempo para expiar la culpa por lo que no se ha dicho. Un infierno con un solo movimiento, siempre el mismo, para purgar la culpa por lo que no se ha hecho.

Guillermo Trilla lamentablemente se atormentaba con ese mal presagio, con esa mala metáfora de su propia vida que se le había ocurrido. Si el hombre tiene tal capacidad para imaginar lo peor, ¿qué podría ocurrir en la mente de un dios ?

Se aplicó las palmas de las manos sobre los ojos, como dos cataplasmas, y trató de pensar en otra cosa.









El autobús se adentró en un espeso bosque de hayas, poniéndose a navegar por el fosco brazaje de un mar de sombras sobre cuyo lecho se percibían, entre los erguidos troncos cenicientos, endriagos y leviatanes cubiertos de musgo, agitando sus brazos rotos. Sólo de cuando en cuando, un delgado rayo de sol conseguía abrirse camino dentro de aquel abismo y traspasarlo hasta el fondo. Los de Sajará miraban en silencio ese paisaje encantado como si temieran que de un momento a otro fuesen a aparecer islas ponzoñosas donde el agua y la fruta están envenenadas, islas del más allá donde hay gatos monstruosos y peces que surgen de los ríos y de los lagos para hablar a los viajeros.

Tras un cuarto de hora aproximadamente fondeó en un claro bañado por el sol intenso de aquellos días rutilantes. Danielle bajó la primera y se dirigió a la puerta practicada en una tapia terrosa con mojinete, esgrimiendo el recibo de las entradas que previamente había reservado. Don Evaristo Sempere, Juan, joven directivo de una cooperativa horto-frutícola, y Guillermo Trilla la seguían de cerca. Los demás se congregaron junto al autobús para dejarse quemar un poco por el sol que fugazmente habían temido no volver a ver nunca más.

En lo alto, los verdes ramajes rebosaban de currucas, paros y pinzones ; camachuelos y tarabillas ; jilgueros y papamoscas, celebrando como se debe, en recital conjunto, la franca y categórica eclosión de aquel verano y revelando al oído la invisible profundidad del bosque.

Mientras Danielle traspuso el umbral para dirigirse a la taquilla, Guillermo, que ya había visitado varias veces el lugar, les puso en antecedentes de manera sumaria :

-Mortemer fue una antigua abadía cisterciense, del siglo XII me parece, fundada por uno de los Duques de Normandía, o por uno de sus hijos. La visita incluye la explicación de una guía, así como animaciones, juegos de luz y de sonido. Algo pintoresco, en verdad.

El grupo se agolpaba ante la entrada envuelto en leve murmullo de conversaciones, tapiz sonoro tejido con hilos de diversos colores, cuando salió Danielle con una señorita al flanco, la cual sonreía tratando ya de conectar con el que iba a ser su auditorio. Pero fue Danielle quien habló :

-Vamos a pasar sin más formalidades al interior donde dará comienzo de inmediato la visita guiada. Los traductores, por favor, tengan la bondad de situarse junto a la guía.

Al ver que Guillermo no se movía para nada, más precisamente cabría decir que Guillermo procuró no mover ni un solo músculo en ese momento. Claudine avanzó con una sonrisa de resignación. La traductora de alemán, muy profesional como siempre, ocupaba ya su puesto.

La taquilla se encontraba en un cuarto lóbrego y angosto, donde sobre unos anaqueles rústicos estaban puestos a la venta libros ilustrados así como postales y alguna que otra figurilla u objeto típico de la región, como platos, escudillas y toda clase de recipientes, fabricados con una arcilla color marrón oscuro.

La guía empujó la puerta del fondo para acceder al parque, avanzó unos cuantos metros con objeto de dejar un espacio suficiente, se volvió e hizo frente al grupo :

-La abadía de Mortemer fue fundada en 1138 por Enrique I Beauclerc, cuarto hijo de Guillermo el Conquistador, siendo la mayor abadía normanda del siglo XII. Los monjes la habitaron hasta la Revolución, momento en que los cuatro últimos, a quienes se hizo pasar por explotadores del pueblo, fueron asesinados a sangre fría por la chusma en la misma bodega, después de haberlos perseguido por toda la propiedad. Desde entonces, mucha gente asegura haberlos visto haciendo incansablemente el trayecto que va de la bodega al palomar….

Vicente, sosteniendo con ambas manos un maletín de cuero que él mismo definía como el apéndice natural de su brazo, sonrió en cuanto oyó hablar de apariciones. También Rogelio Roig mostró, divertido, su diente de oro mientras vertía un comentario en el oído del alcalde alemán. La guía prosiguió impertérrita a pesar del rumor que habían desencadenado sus palabras :

-Por ahí comenzaremos precisamente la visita, luego avanzaremos hasta el viejo molino cuya rueda se conserva todavía intacta, pasaremos al edificio principal y sus dependencias, saldremos por la puerta que da a las ruinas de la iglesia abacial y finalmente podrán ustedes, si lo desean, realizar un paseo alrededor de los lagos, subidos en el remolque de un tractor.

Siguieron las traducciones y aquello tomaba aires de misa de campaña. Guillermo Trilla observó el parque bajo el sol, con el césped recién cortado, sin el gentío de los fines de semana. Consiguió distenderse considerando que su inapetencia de protagonismo tal vez fuera algo normal, después de todo, y que debía partir de una idea semejante a la del comptentu mundi, que sin duda tendría bien asimilada la mayor parte de los monjes que vivieron recluidos allí, en ese lugar ameno, por cierto, entregados a una apacible antivida, quizá menos mala de lo que siempre había creído. Excepto en tiempos de revolución, claro está.

La guía abrió de pronto la marcha hacia el palomar, hendiendo la pulpa de las reflexiones de Trilla. Se trataba de una torre maciza, con dos ventanas bajas y en el interior los huecos vacíos de los nidos excavados en el muro circular.

-El día que tocaba incluir pichón en el menú, se cerraban las portezuelas en lo alto mediante el mecanismo que ustedes pueden observar aquí y los monjes, subidos en escaleras, atrapaban cuantos querían.

Por un momento la escena apareció vívida en las mentes de todos. Se cerró con agorero estrépito de tablilla polvorienta el armadijo cruel y las aves revolotearon en un confuso aleteo, golpeándose contra el encalado muro y hasta contra los hábitos negros que las atrapaban a manotazos. Luego se desplomó de nuevo el silencio inerte de los edificios muertos.

La aceña se hallaba más allá del palomar, en la linde del bosque, donde un agua rumorosa hacía rodar para nada una gran rueda de madera descolorida. El estruendo que producía la corriente en su caída ahogaba las palabras de la guía, añadiendo sin duda incentivo a la traducción.

Decidió apoyarse en esa ocasión más en la vista que en el oído y prosiguió solo la inspección del molino. Mientras rememoraba aquella visita y pasaba revista a los utensilios que pudo entonces examinar, tuvo la impresión que otro recuerdo más antiguo quería emerger, así como un clavo saca a otro clavo.

Cuando quiso darse cuenta, ya el grupo enfilaba por un sendero que conducía hacia el edificio principal, una construcción masiva, cuadrangular, hecha con sílex y ladrillo rojo, en cuyo extremo se engastaba otro bastimento menor, de piedra, sin duda más antiguo.

La guía, una señorita de modales impecables, abrió un postigo y penetró la primera en una estancia fosca que más bien parecía caverna, donde brotaba una fuente de la roca viva.

-Atención al escalón.

Explicó con suficiencia la antigua creencia de que a través del poder mágico del agua se podía alcanzar la sabiduría del más allá, pues al emerger de la tierra está imbuida con poderes reveladores de especial intensidad. De modo que el agua, esencia de la vida, es también una potente fuente de sabiduría y de verdad, con cuya ocasión se puso a citar la Biblia en pasta. El caldero y la copa, conteniendo este fluido mágico, acarrean por sí mismos vigor espiritual.

Guillermo observó que muchos miembros de la comitiva comenzaban a chascar la lengua, acuciados probablemente por una sed repentina.

-Asociado con la sangre –ya nadie chascaba la lengua-, este simbolismo hace pensar en la leyenda del Santo Grial, el cual también está relacionado con la resurrección. Las fuentes estaban dedicadas en los tiempos del paganismo a la diosa Coventina, quien era representada llenando una jarra en un manantial. Más tarde, los devotos siguieron dejando durante muchos siglos ofrendas votivas a Coventina.

Les mostró una de ellas que sacó de un lugar impreciso, detrás de las telas de araña. Era una estatuilla de madera representando al propio peregrino.

-Una ofrenda traía prosperidad al donante, propiciándole la benevolencia de los dioses que residen en el agua.

Acto seguido pulsó un interruptor igualmente oculto por las tinieblas de los rincones y surgió la voz de una doncella pidiendo algo bastante más concreto al tiempo que práctico, un marido. A lo más tardar, en el plazo de un año.

Concluida la animación, la joven guía pasó sin decir palabra a un lóbrego corredor para adentrarse en la primera estancia, no mejor iluminada, por cierto.

-La abadía de Mortemer –prosiguió- está considerada como uno de los lugares más frecuentados por fantasmas de todo el territorio nacional….

Esto habría que discutirlo, comidió para sí Trilla.

-Además de los mencionados monjes asesinados durante la Revolución, es preciso hacer referencia a Mathilde, la Dama Blanca, ciertamente el espíritu más conocido entre los numerosos huéspedes que abriga este lugar impregnado de misterio y del que circulan por la comarca infinidad de historias de apariciones, contadas únicamente en el más absoluto secreto por los naturales, durante las largas veladas de invierno junto a la chimenea, pues muchos llegaron a enloquecer tras relatar a extraños este tipo de acontecimientos.

La comitiva ni siquiera chistaba, con sólo haber oído las palabras supuestamente indescifrables de la guía y únicamente se veía brillar de vez en cuando en la oscuridad el diente de oro de Rogelio Roig. Estaría bueno que, sin haber tenido la ocasión de mencionarlo, todos los presentes, alemanes y españoles, comprendieran el francés…. ¿a quién se le ha ocurrido siquiera la idea de preguntárselo…? en cuyo caso la traducción no llevaría camino de ser sino una pantomima inútil, aunque también difícil de remediar por otra parte, pues pecaría de indelicado, y hasta de impertinente, quien le espetara a uno de ellos : ¡a ver, usted !¿cuál es el punto exacto en que se encuentran sus conocimientos de francés ?¿qué ocurre con los complementos directos de persona ? Bueno, de todos modos, para qué calentarse la cabeza, si no traducía él….

-Mathilde, hija de Enrique I Beauclerc, fundador de esta abadía como queda dicho, nieta pues de Guillermo el Conquistador y casada con el emperador germánico Enrique V, contrajo, tras la muerte de éste, segundas nupcias con Godofredo Plantagenet y reinó sobre Inglaterra y Normandía. Benefactora de la abadía, donde residía a menudo, la Dama Blanca se aparece aún con mucha frecuencia en las espléndidas ruinas de Mortemer y alrededor de los estanques, las noches de luna llena. Cuenta la leyenda que fue emparedada aquí por su propio padre, quien le reprochaba una conducta demasiado ligera. Si ello fue así, no murió como consecuencia de estos hechos, ya que sobrevivió a su padre y todavía tuvo tiempo de poner toda Inglaterra a sangre y fuego, en una larga guerra civil conocida como período de la anarquía.

La razón estaba de su parte, concedió Guillermo, que algo se había interesado por esa familia de Guillermos, porque su padre, se acordó de repente, que había sido en efecto rey de Inglaterra y duque de Normandía, la nombró heredera en cuanto su único hijo varón, Guillermo, murió ahogado. Sin embargo, a la muerte de Enrique I, su sobrino Etienne, conde de Mortain, le arrebató el trono a Mathilde. Claro que ésta no se dio en absoluto por vencida y pasó el resto de su vida haciéndole la guerra a Etienne, una guerra implacable que abundará en vicisitudes extremas y durante la cual los ingleses tuvieron que consentir que unos extranjeros se disputaran como alimañas los despojos del reino, en su propio suelo. Un gran carácter, preciso es reconocerlo, el de esa mujer.

-Muchas personas afirman haber visto su espectro flotar sobre los vestigios, a varios metros del suelo, antes de diluirse en el paisaje….

« Sombra aérea, recitó trilladamente Trilla para sus adentros, que cuantas veces voy a tocarte te desvaneces…. »

-Pero atención, quien descubra a Mathilde llevando guantes negros morirá antes del año. Por el contrario, a quien la perciba con guantes blancos se le anuncia, en el mismo plazo, una boda o un nacimiento.

-El lema de estos parajes –le dijo a Vicente en un aparte, por decirle algo- parece ser : « lo que sea, pero razonablemente pronto y sin monsergas ».

Vicente sonrió como si hiciera tiempo que hubiera estado deseando hacerlo.

-No te burles –le reprochó éste en valenciano- perquè « a qui es burla, el dimoni li furga ».

En cuanto la sugerente guía acabó de hablar, pulsó de nuevo un interruptor y comenzaron a surgir luces que descubrían sucesivamente imágenes, dando una relevancia inusitada a lo que antes había permanecido en la penumbra, mientras diversas voces narraban historias de aparecidos, referentes todas ellas a la leyenda de la Dama Blanca. Por ejemplo hubo una, la de un visitante que se sintió observado y al volverse creyó desfallecer ante la visión de Mathilde, « cendal flotante de leve bruma », no muy lejos de él. O esta otra de un galán que bailó durante toda una noche con una moza de estos pagos : «¿ no es verdad, ángel de amor, que en esta apartada orilla, más pura la luna brilla… ?» Luna. Llena tal vez… Sin embargo, poco antes del amanecer, como notara que ella comenzaba a tener frío, la envolvió con su gabardina : « ¿no es verdad, gacela mía… » Agradecida, le señaló su casa antes de irse y le dio cita allí para el día siguiente : « … que están respirando amor ? ». Cuando por la tarde, después de un largo sueño, llamó a la puerta de la casa indicada, salió a abrir una anciana quien a las preguntas del joven enamorado respondió que la única hija que había tenido murió hacía muchos años. Que allá, sí, en ese cementerio que se veía ahí mismo, encontraría su tumba. El cielo se emplomó todo de repente, hasta parecía que quería anochecer de un momento a otro. Se llegó pues a ese lugar siniestro y sobre una de las sepulturas halló, en efecto, su gabardina.

Con la última de las historias cayó de nuevo sobre la desorientada comitiva una oscuridad casi completa. A tientas siguieron a la guía, que cuando quería se eclipsaba como por ensalmo. Tras unos minutos de confusión vinieron todos a parar a la cocina, donde la joven les aguardaba arreglándose el pelo. Junto a ella, al otro lado de una descomunal mesa, se hallaba el encapuchado maniquí de un monje negro que hizo una gran impresión en las señoras.

-Sólo le falta hablar –cuchichearon algunas.-

-Bueno, pues éste es el aspecto que solían ofrecer las cocinas de los monasterios, amplias, bien equipadas, con las despensas y alacenas colmadas de vituallas, un hogar vasto donde crepitaba un buen fuego, un horno y mucho trajín a todas horas del día.

-¡Como Dios manda !

Esta vez era Vicente quien ironizaba, haciendo verdadera la sentencia de raíz justamente monacal « haz lo que oyeres y no lo que vieres ».

Luego, la avisada cicerone entró alegremente en materia, emprendiéndola con una prolija descripción de cuanto utensilio de época halló expuesto.

Se alegró por Claudine, otra gran oportunidad para lucirse en la traducción.

La bodega donde fueron asesinados los monjes era la siguiente etapa. Cuando Trilla vio a la caracoleta versión de Virgilio que les había correspondido desaparecer por aquel umbral sin color ni luz, pues era negro como la hulla, y descender los primeros peldaños, tuvo esa sensación de hambre fatigada y pérdida de la noción del tiempo semejante a la de llevar leída, de un tirón, más de la mitad de « La Divina Comedia ».

-Oye, ¿no será ella la que se aparece sobrevolando las ruinas, agarrada a una liana ?

Juan se lanzó en su seguimiento, a pesar de la recancanilla de Trilla. Y así hicieron los demás.

Debajo hacía casi frío y no se veía ni torta. De pronto, en el fondo, es decir a una distancia considerable, se iluminó un lienzo en el que quedaban recortadas las figuras de los cuatro frailes. Seguidamente, la voz en off de un testigo comenzó a relatar su observación de 1993 . Esto es lo que le vino a suceder al buen hombre : Serían las dos de la madrugada cuando una inquietud desacostumbrada se apoderó de sus dos perros, entonces vio una procesión de monjes con cogulla a través de las ruinas del claustro entonando cánticos hasta alcanzar las de la iglesia. El tintineo intermitente de una campana puntuaba la aparición, mientras los perros que traía consigo gemían de espanto ante los monjes. En cuanto a él, experimentó una sensación compleja, incluso si un escalofrío le recorría todo el cuerpo, no podía sino percibir una impresión de paz que se desprendía de esta cohorte de servidores de Dios, rogando por la paz de sus asesinos.

La imagen del fondo fue desapareciendo mediante un lento fundido hasta que toda la dependencia quedó de nuevo sumida en la oscuridad total, tan sólo persistía el sonido de la campana, el cual encontró un eco confuso y lejano en la mente de Trilla. Finalmente el techo quedó iluminado por unas cuantas bombillas.

-Vamos a salir, pues, y visitar justamente esas ruinas, las del claustro y la iglesia abacial. Pero antes pasaremos por los pisos altos del edificio que fue adaptado, tras la Revolución, para la vida de familias particulares. Síganme.

Volvieron con eso a la cocina para tomar otra lóbrega escalera helicoidal que daba a un pasillo en el piso superior. A derecha e izquierda puertas cerradas, tras las que acechaba un silencio inquietante. Al cabo abrió una de ellas que daba a una vasta biblioteca. Los visitantes se pusieron a curiosear los muebles antiguos y los cuadros. Trilla observó sobre todo los lomos de los volúmenes, encuadernados en cartón o en piel, ladeando la cabeza para tratar de leer sus títulos.

-La abadía fue habitada hasta 1965, año que vio huir a su último ocupante quien, todas las noches, entre las once y las cinco de la madrugada, era testimonio de manifestaciones sobrenaturales. Ruidos de pasos en el piso de arriba, un cuadro que se encontraba la cara contra la pared, cuando ni siquiera estaba en el suelo…. Su última noche fue la más terrible. Unos golpes de una violencia extrema se dejaron oír por todas partes en la abadía y especialmente sobre la puerta cristalera, vecina a su habitación. Voces y gemidos de pesadilla parecían provenir de diversas estancias, a veces lejanas, de repente muy próximas. Resplandores fugaces destellaban inopinadamente en cualquier punto del edificio, dejándose ver, a través de las ventanas, el interior de las piezas iluminado por un fulgor pálido. Por supuesto, como siempre, tras una inspección no se había encontrado rastro de alma viviente en todo el recinto abacial. Al día siguiente abandonaba Mortemer para siempre.

Salir al exterior y contemplar el verde paisaje bañado en sol, escuchar de nuevo el trino de los pájaros y el murmullo del grupo de jubilados que aguardaba ante la puerta, respirar el aire libre, aromado con perfumes de flores y plantas silvestres, por tonto que parezca, supuso un alivio considerable después de tanto deambular por corredores siniestros que olían a humedad y salas tenebrosas cercadas por espesos muros construidos con bloques macizos de berroqueña.

De la iglesia y el claustro apenas quedaba nada, excepto una inmensa pedrera.

-Durante la Revolución, estas reliquias de la Edad Media hicieron función de cantera. Los particulares que deseaban edificar, venían aquí y compraban la piedra al peso.

Resulta difícil, consideró Trilla, afirmar categóricamente, que la Revolución francesa, o revolución burguesa, ha mejorado el mundo, probablemente sí, aunque ello presenta mucha materia de discusión. Pero también es verdad que cortó demasiado cuello inocente y derrocó demasiada estatua venerable y sillar antiguo, aparte de que perdió un tiempo precioso cambiando cosas que no iban a cambiar nada, como por ejemplo el nombre de los meses. Pamplinas de histéricos que pensaban poder hacer tabla rasa de todo, como si el mundo hubiera sido diseñado con cuatro brochazos y no fuera la acumulación de experiencia atesorada durante centenares de miles de generaciones la que le ha dado la forma que ahora mantiene. La revolución siguiente se hará con pistolas o sin ellas, si es que se hace algún día, pues no parece estar prevista en la agenda de las próximas semanas ni meses, pero « no puede haber revolución donde no hay consciencia ». Recordó la frase pero no su autor. Y la humanidad no puede permitirse perder ni una sola guija de la poca memoria histórica que le deja el tiempo, demoledor feroz de todas las cosas.

Cuando concluyó esta larga perorata, se vio obligado a admitir que estaba en verdad irritado ante tanta desolación.

Se consoló considerando que había allí, por lo menos, unas ruinas que constituían todavía el marco idóneo para la aparición de fantasmas. Tal vez él el primero, juzgando los tiempos pretéritos, como si hubiera algo tan cierto e indiscutible como el pasado.

Efectivamente, con tiros o sin ellos, la revolución no está prevista en el orden del día, así es que no hay prisa, no vale la pena prepararse, no vale la pena montar, como dicen los franceses, sobre sus cuatro caballos, si nada especial va a ocurrir. Vivimos unos tiempos en que ni se construyen catedrales, ni se derriban. Incluso esto es probable que alguien lo haya dicho antes. Poco importa, en definitiva. La situación no va a cambiar por unas frases de más o de menos ; no porque las diga o se las calle él o cualquier otro. Acaso el mundo sea comparable a aquella rueda de la aceña que sigue volteando para nada. Pero, eso sí, la literatura se redime con su propia virtud, la cual consiste precisamente en convertir lo banal e incluso lo inútil en un bien precioso y necesario, al igual que el rey Midas que convertía en oro cuanto tocaba. Aunque, bien pensado, las consecuencias podrían ser las mismas. No sería la primera vez que esto ocurre, si bien no es de su incumbencia.

De vuelta a Vitraux, Gaël, el conductor, mientras dirigía su submarino a través del piélago proceloso que rodea Mortemer, abadía de fondo oceánico, explicó con tono neutral, tratando de situarse en un término medio entre la credulidad y el escepticismo como corresponde a quien, sintiéndose de algún modo incluido en el ramo turístico, debe participar a unos visitantes extranjeros ciertas curiosidades locales sin sentirse forzosamente comprometido con la leyenda, a los ocupantes de los asientos cercanos cómo era numerosa la gente en la región que aseguraba haber visto a la Dama Blanca en las intersecciones de los caminos. Sugiriendo que si era verdad o fábula ellos lo sabrían, pero lo cierto es que tales historias circulaban con una profusión sorprendente. La mayor parte de ellas puede resumirse de este modo : en el corazón de la noche y de la tormenta, el testigo se encuentra absorto en la conducción de su automóvil, cuando una curiosa aparición surge en un recodo de la carretera, se trata de una mujer vestida con traje y chal de blancura inmaculada, refulgente al recibir la luz de los faros, haciendo auto-stop apoyada en un tronco o en un muro, semioculta por el follaje. Muchos son los que se compadecen de ella y la acogen en su vehículo. La dama se revela enseguida una compañera de viaje silenciosa en absoluto, su rostro enteramente cubierto por el chal. Toda tentativa de entablar conversación está abocada al fracaso. El conductor vuelve pues a la necesaria concentración que le reclama la carretera. En cuanto llega a su destino, no puede sino constatar la desaparición de la pasajera.

En los albergues de la región se cuenta que la Dama Blanca protege a los automovilistas que la recogen a bordo. Por cuanto se refiere a quienes la ignoran, su viaje prosigue por su cuenta y riesgo. Se dice también que algunos han sido internados en hospitales psiquiátricos sólo por relatar esta historia.

El señor Guillemot, sentado justo detrás de Gaël, asintió profundamente.

-Un amigo mío cuenta una historia parecida. Había estado tomando un par de cervezas, no más, con unos amigos en una taberna de Lyons la Forêt. Era hacia finales de octubre, un sábado por la noche. Con la música y las conversaciones no se daban cuenta de que afuera se estaba desatando una tempestad…

Cuando el amigo del señor Guillemot salió de la taberna, el viento soplaba siniestramente en los aleros.

-Entonces él poseía un viejo Renault « Ondine » rojo, de ésos que llaman el coche de la viuda porque tenía mucho motor para muy poca carrocería.

Notó que el ambiente se había enfriado sensiblemente durante el tiempo que había permanecido en el interior del local. En ese momento no llovía pero las calles estaban mojadas, chorreando todos los canalones e incluso se había formado un arroyuelo rumoroso junto a cada bordillo. Subió la cremallera de la cazadora hasta arriba y con las manos en los bolsillos fue en busca de su coche. Es verdad que era un modelo que respondía bien cuando se le apretaba un poco el acelerador.

Hacia las afueras de la población observó que los árboles se daban a una danza grotesca, con numerosas sacudidas y contorsiones prolongadas, perdiendo tontamente gran cantidad de sus preciosas hojas amarillentas que revoloteaban por todas partes, algunas de ellas venían a chocar contra el parabrisas, demorándose allí un instante como curioseando, para ser arrastradas de nuevo por la furia del viento.

De improviso, antes de alcanzar el bosque, cayó una ráfaga de lluvia tableteando sobre la chapa cual si se tratara de impactos producidos por una ametralladora. Sin embargo, en cuanto entró en el interior de la formidable barrera vegetal que seguía agitándose furiosamente por encima de su cabeza, notó que la presión variable ejercida por el viento sobre el vehículo y percibida por él especialmente en el volante, pero también de cuando en cuando en los bandazos del coche, aminoró. Entonces pisó el acelerador. Aquel par de cervezas lo había puesto en el punto exacto de la euforia libre de residuos, es decir sin asomo alguno de malestar. Antes de acostarse quería paladear una última emoción, la de la velocidad.

El motor rugía, cierto, a sus pies pero menos que otras veces, disimulado su bramido por el fragor de la ingente cantidad de ramas recibiendo el azote de la tormenta.

No obstante, al poco tiempo de conducir así, como dicen los franceses, a tumba abierta, por aquella carretera estrecha y plagada de curvas que cruza el bosque, se vio obligado a levantar el pie. En algún lugar había errado la dirección. Haciendo un esfuerzo, mandó a su memoria volver atrás unos instantes. En efecto, había sido en el dichoso cruce. Con lo bien que se conocía esa carretera y con la cantidad de veces que había pasado por esa encrucijada sin haber torcido jamás por allí. No, si la cosa tenía su guasa. Procuraba convencerse de que era a causa de la maldita lluvia, así como del flemático parabrisas del « Ondine », pero, curiosamente, no lo conseguía. El vago presentimiento de que no se trataba de ningún error, sino que era justamente en esa carretera en la que debía hallarse esa misma noche, oscura como boca de lobo, en ese preciso instante, comenzaba a ganarle.

En el colmo de la exasperación, aunque negándose todavía a dar la vuelta, por lo menos no hasta encontrar el sitio adecuado, y con la esperanza de descubrir un desvío que le permitiera reincorporarse al camino habitual, refunfuñando, hablando solo, increpando a las fuerzas telúricas desatadas, llegó a un recodo, en medio de una prolongada curva ; el débil foco de los faros se la mostró, nívea, fulgurante, saliendo de un bosque impenetrable con su largo vestido perlino pegado al cuerpo, luego inmóvil y transida en el borde de la carretera.

Sobrecogido, al tiempo que fascinado por la innegable belleza de las formas que fugazmente había vislumbrado, se detuvo unos cuantos metros más adelante.

Sin una palabra, abrió la portezuela y se sentó junto a él. Su presencia desplazó un aire que olía a hierbas silvestres.

Turbado en extremo, no se atrevió a mirarla mucho, así que arrancó el coche y se puso a conducir despacio, redoblando la atención en todos sus movimientos con objeto de evitar que su nerviosismo se hiciera demasiado patente.

Después de poner la directa, ya se aventuró a lanzarle alguna mirada furtiva. Su rostro aparecía sosegado como si fuera lo más normal del mundo pasearse a tales horas por el bosque en lo más crudo del temporal, indiferente con respecto a la inspección a que era sometido. Sus largos cabellos, negros y rizados, goteaban de lluvia, se pegaban a sus mejillas socavadas. La nariz era fina y derecha, los ojos grandes y negros se abrían a la percepción con una amplitud inusitada, los labios carnosos y bien dibujados parecían sellados por un conjuro que no lograba quitarles un ápice de su natural reposo. Todas las líneas conspiraban para formar una armonía perfecta.

Las manos, blancas y finas, reposaban sobre sus muslos donde el vestido mojado le hacía una segunda piel. Andaba descalza, sus pies y sus piernas desnudas aparecían salpicados de barro y de briznas de hierba.

Estaba empapada, sin embargo el frío y la humedad no daban la impresión de afectarla en lo más mínimo. Imperturbable, miraba la carretera como hubiera podido contemplar el vacío, dejándole total libertad para observarla

Esa misma abstracción de cuanto la rodeaba excluía categóricamente el diálogo. Así que él, renunciando a conocer los pormenores de la aventura que la había llevado a semejante situación, optó por tomárselo como un obsequio para los ojos que inopinadamente la noche le ofrecía.

Aquel vestido mojado, tal vez desgarrado en alguna costura, con sus piezas de gasa que el agua había hecho del todo transparentes, descubría más que ocultaba, invitaba a regalarse con la visión del alabe poderoso de los senos erguidos y palpitantes, de la línea arqueada y tensa de los muslos. Sin poder contenerse, bajó la mirada muy a su sabor hasta el vientre, cayendo al fin en el pubis, exhausta y rendida. Con todo, ella no hacía absolutamente nada para ocultar su desnudez.

El coche, cada vez más despacio, seguía dócilmente las curvas de la carretera, como hipnotizado, al igual que su conductor que no podía dejar de mirar a la pasajera en toda su extensión, abandonado ya todo pudor y todo disimulo, perdido el control sobre sus instintos. Ya iba a decirle algo, a ponerle la mano encima, acaso a proponerle su cálida hospitalidad. Deseaba oír su voz, rozar la tersura de su piel satinada, brillante.

Entonces ella alargó su mano posándola delicadamente sobre el brazo de él, con cuyo contacto se estremeció de pies a cabeza. Hasta el punto de verse forzado a detener el coche. Se hallaban ante el cruce en que unos minutos antes se había extraviado.

Por primera vez la desconocida lo consideró largamente, como si acabara de descubrirlo. Nunca olvidará esa mirada en la que, mezclado con el pavor, leyó el insufrible deseo hacia una belleza inhumana. Luego la vio bajarse en silencio.

Indeliberadamente arrancó el coche. En el espejo retrovisor había desaparecido ya. El asiento a su lado ni siquiera estaba húmedo.

Días más tarde volvió a la taberna de Lyons la Forêt, donde contó lo sucedido.

-Has encontrado a la Dama Blanca –le aseguró uno, con la aprobación tácita de los demás.-

Después de un prolongado silencio, otro se sintió obligado a dar una explicación más detallada :

-Su historia no es un secreto para nadie en esta región. Salió incluso en los periódicos –parecía querer disculparse.- Hará unos diez años fue atropellada en ese mismo cruce por un « Ondine » rojo. El tipo que lo hizo la dejó abandonada mientras ella se arrastraba sobre la cuneta. Los ocupantes de un coche que venía en dirección contraria se detuvieron para socorrerla. Demasiado tarde, estaba ya muerta.

-No has sido el primero –intervino en voz baja un tercero.- Se dice que espera a su verdugo.

Sin embargo el primero, más osado o más inconsciente, le espetó con voz estentórea :

-Bueno, ¿y qué me dices ? Parece ser que es realmente bella…..

Eso fue cuanto le sucedió al amigo del señor Guillemot.









Guillermo se levantó, puso un nuevo tronco sobre el manto de brasas y luego otro encima.. Dejó que el peso de su cuerpo le venciera, quedando su columna vertebral apoyada en toda su longitud sobre el respaldo de la mecedora, contemplando las vigas. Veintidós, recordó, ese número ; una cifra que parecía perseguirle como un cazador tenaz a quien no se siente hasta que uno no está perfectamente a tiro, ratio numerica ; como el día en que nació, por ejemplo, como tantos otros días que contaron…. más de la cuenta, o como ese mismo día, por cierto, en que él se encontraba cómodamente instalado ante el fuego, frente a aquella conseguida maqueta del infierno, miércoles, veintidós de enero.

Superstición, enfermedad de la mente, vade retro.

Y de repente se hizo la luz igual que una fiera ruge después del salto. En los intersticios que separan las vigas, en las paredes, mucho más blancas, unas enlutadas erinias comenzaron a ondular sus cuerpos en tanto que, sobre las piedras del lar, llamas espesas como caldo de olla antigua, llenando de un calor denso las sombras y los reflejos de la casa, daban asalto a la madera, pero lo daban sin prisa alguna, con método, con inteligencia, desechando posibilidades, encaramándose finalmente en todo lo alto. Danzando.

Se dejó entonces oír la voz profunda y parsimoniosa de un fuego viejo, alfaquí valetudinario ya en las cavernas paleolíticas, fuego que llevaba ardiendo muchos días con su crepitar de palabras secretas, dulces y terribles, suaves y amargas, llenas de majestad siempre, ganada con el conocimiento exacto de las llagas contenidas en la conciencia humana tras incontables noches de mortificada confidencia, serenas, pausadas, dotadas de la cadencia y el poderoso timbre de aquello que sabe resistirá al tenaz embate del tiempo, oficiando con su engranaje infinito de resurrección y muerte. Tal es su virtud fascinadora que por momentos aflora la impresión de que va a sernos revelado el sentido oculto de sus palabras de poder, el arcano que nos viene susurrando desde tiempos inmemoriales y que el cuerpo no entiende.













Para Guillermo Trilla, las elevadas temperaturas, que no dejaron de subir mientras duró el bureo, supusieron únicamente pérdida en bienes materiales, si no se cuentan las horas de sueño. Durante la visita a una destilería de calvados compró una botella cuya etiqueta, y precio, garantizaban los dieciséis años de su contenido. Estaba sellada con cera roja, pendiendo del gollete su tapón de corcho. Por la noche la dejó olvidada en el maletero y al día siguiente, mal dormido, seguramente con prisas, se fue con ella sin saberlo. Abandonó el coche en el estacionamiento del hotel para subir directamente al autobús, en el que ya se encontraba buena parte de la pajarera comitiva trilingüe, más que trilingüe políglota porque entre alemanes y españoles e incluso algunos franceses había que pasar por el inglés, que se disponía a salir para una nueva aventura a través de la apacible campiña normanda, sin sospechar siquiera, en el relativo frescor de la mañana, el agobio que les aguardaba, aún más intenso que el de los días precedentes.

Una de las actividades programadas para la jornada fue la visita a una granja al tiempo que fábrica de quesos. Vicente era el primer quesófobo que conocía e incluso de que tenía noticia. Una vez conoció a una chica a quien, según decía, el médico le había prohibido el queso porque le crecían demasiado los dientes, tal vez por mentirosa y no por una asimilación excesiva del calcio, pero a ella le gustaba. Vicente no soporta su presencia en el interior de un perímetro sanitario bastante dilatado.

Por cierto que aquél fue verano de mundiales y a Guillermo Trilla, que detestaba el fútbol tanto como Vicente los quesos, no se le borrará de la memoria la escena de entremés compuesta por las planas mayores de las delegaciones alemana y española, con sus respectivos alcaldes a la cabeza, él jamás le había sospechado esa pasión a Rogelio Roig, a lo largo de la dilatada avenida alfombrada de gravilla que conducía, en campo abierto y bajo un sol de injusticia como injusta era también su presencia en ese lugar, hasta la entrada de la fábrica en cuestión. Con los móviles pegados a la oreja, ambos corregidores escuchaban reteniendo la respiración, servidos en directo por sus correspondientes secretarios situados en ambos casos a más de mil kilómetros de allí, los comentarios que atañían a la fase final de los partidos en los que se hallaban implicadas las selecciones de uno y otro país. En los momentos álgidos, el alcalde afectado por la tensión, a veces eran los dos al mismo tiempo, se quedaba como clavado en el suelo con los ojos desorbitados, semejantes a los del halcón que se dispone a abalanzarse de un momento a otro sobre su presa, fijos en un punto cualquiera elegido al azar, mientras el otro alcalde aguardaba con deferencia, y con él todos los demás, pero sin conseguir separarse el móvil propio de la oreja, a que pasara el apuro y poder comentarlo en francés. Esperando, obviamente, ser correspondido de igual manera cuando le llegara su turno de angustia. Cosa que, por supuesto, no dejaba de suceder con una frecuencia exasperante.

La avenida, ganada de ese modo, se hizo interminable, pero coronar los tres peldaños que daban acceso a la fábrica de marras constituyó una experiencia delirante, memorable como para hacer una raya en la chimenea. Trilla creyó comprender que no los iban a subir nunca, pues su ascensión coincidió con los minutos finales de ambos partidos. Sin embargo se consoló pensando que había alguien que estaba sufriendo sin duda más que él, deseando superar cuanto antes la prueba despiadada a la que se le sometía. Miró a Vicente comprobando que tenía, en efecto, cara de querer rezar un responso ; como él, probablemente, pero por razones distintas.

Felizmente ninguna de las dos selecciones había perdido y la vida pudo continuar, entrando todos en la fábrica con un suspiro de alivio.

A decir verdad, todos los suspiros no eran de alivio.

Guillermo Trilla se preguntó muchas veces qué hubiera sido del ambiente de aquella tarde singular, ya de por sí bochornosa y pesada, embalsamados por ese olor intenso a leche agria, en el caso de que, por casualidad, hubieran tenido que enfrentarse las selecciones de Alemania y España, o una de ellas con la francesa. Y no se quejó más de las peripecias de aquel día.

Sí se quejó cuando, más allá de medianoche, regresaba a su casa conduciendo su automóvil a través de la dormida campiña normanda, al tiempo que descubría un ligero tufillo de calvados de la mejor calidad, el cual cobraba intensidad por momentos, haciéndole sufrir como suelen hacerlo todos los dolores, alternando las crisis agudas con momentos de gracia. Tan sólo le quedó una copa de consolación.









Sonriendo todavía por la lejana contrariedad, subió la escalera para instalarse en el despacho. Colocó el maletín sobre la mesa y lo abrió. Consultó el cuaderno de bitácora de sus clases, comprobando que todo estaba listo para el día siguiente. Después de tantos años de trabajo en esa monotonía erigida al rango de oficio, y eso que él no lo había convertido en aquella salmodia inacabable preconizada en todos los manuales y por todas las autoridades académicas de Francia y de Navarra con la que se producían la mayor parte de los profesores de lenguas, todo solía estar listo para el día siguiente, pues se prohibía terminantemente la relectura de una clase preparada e incluso algunas veces ni siquiera las preparaba, con objeto de dejar siempre las puertas abiertas a la improvisación, la suya, por razones de salud, y la de los alumnos. O les enseñaba a hablar como personas decentes, o no les enseñaba a hablar en absoluto. Tomó una novela y se puso a leer.

Avanzó unas diez páginas y la dejó a un lado. No estaba cansado, sin embargo tenía que repartir el menguado tiempo de esa tarde (ars longa, vita brevis) que las circunstancias le habían asignado, entre las diversas lenguas a las cuales le era dado acceder en lectura y que tal vez no llegue a aprender nunca verdaderamente, aunque la lectura se complete a menudo con el uso de la televisión por satélite, pues en su ejercicio falta la creación de enunciados. El aprendizaje de una lengua lógicamente debe guardar un equilibrio entre la recepción, de léxico, de estructuras, y la emisión de los mismos, como si las palabras, para existir, para perdurar, necesitaran como condición sine qua non de la unión con la cosa en el acto del habla y sólo nombrando la cosa nos apropiáramos de la palabra. Se diría que el lenguaje tiene vocación de incidir en la realidad, mas si acaso debe renunciar a ese privilegio, prefiere no venir a la existencia. Y un interés así de fuerte, inscrito en su propia naturaleza, no deja de ser sospechoso. Acaso el designio del verbo sea modificar siempre la realidad, recrearla a cada instante.

Lo cierto es que, en su caso, de no ser por la escritura en castellano, la primera lengua que se le ofreció en literatura y que amará justamente con un amor adolescente para el que no valdrán reflexiones ni escrúpulos, corría el riesgo de convertirse en una especie de Salvatore, ese personaje fragmentario e indefinible de « El nombre de la rosa », la admirada y tantas veces releída obra de Umberto Eco, que hablaba de esta guisa : « -¡Penitenciágite !¡Vide cuando draco venturus est a rodegarla el alma tuya !¡La mortz est super nos !¡Ruega que vinga lo papa santo a liberar nos a malo de tutte las peccata !… », chapurreador de todas las lenguas y maestro de ninguna. De hecho, durante los períodos en que no escribía, lejos del ámbito lingüístico en el que se había hecho, ciertamente complejo, disglósico, pero conocido y asimilado, había sentido el peligro de la disgregación. Un miedo atroz a dejar de existir por no saber hablar, acentuado si se quiere por el hecho de que son muy pocos los privilegiados, entre los cuales no se cuenta, que albergan la total seguridad de que, tras la muerte, se deja de existir definitivamente. Por eso, en parte, se aferró a la escritura.

Una vez afirmada esa actividad aglutinante, la lectura en otras lenguas pierde su peligro y puede ya rendir su fruto, el cual no es otro sino ese espíritu vivo que tantos problemas de traducción suele plantear y que es posible, mediante las operaciones adecuadas, adaptar a la propia lengua evitando por supuesto los barbarismos.

Se conectó pues a Internet para acceder a una de las múltiples páginas que ofrecen diccionarios y glosarios en línea de casi todos los idiomas hablados por esos mundos de Dios.

Cenó a la hora habitual, alrededor de las siete. Y cuando en circunstancias normales hubiera subido de nuevo al despacho para continuar con sus lecturas o estudios junto a la estufa, se puso el abrigo y la bufanda, atrapó una cartera de piel en la que había introducido unos cuantos folios y un bolígrafo, por si acaso, se despidió de mujer e hijo y salió de la casa.

En el exterior lo acogió una atmósfera glacial cuya densidad sintió sobre el cuerpo. Alzó los ojos y entre las despobladas ramas del bosque frontero contempló una bóveda celeste completamente despejada, luciendo todas sus galas nocturnas.

Lástima, convino una vez más, de haber caído una buena nevada, de ésas que forman heleros en plena llanura, la reunión hubiera podido ser incluso desplazada, aplazamiento que para él remitiría tal vez a las calendas griegas. Lo que más le incomodaba era que tenía que ir adrede a la ciudad. No era lo mismo enlazar el trabajo en el instituto con la reunión, como venía siendo moneda corriente, que tener que desplazarse a propósito. Pero el miércoles, día de Mercurio, era definitivamente mal día. Paciencia y barajar. Aunque ya lo sabía de sobra y esa certeza le ayudaba a vivir, se repitió que se trataba de la última convocatoria para él.

Los remordimientos le hicieron pensar en Danielle, hasta hace poco profesora de inglés, con responsabilidades en la Prefectura, donde tiene un despacho dedicado a la protección de la mujer, el cuidado de su padre enfermo e impedido le proporciona ocupaciones fijas durante la jornada y además dirige el comité de hermanamiento con la precisión y minucia de un mecanismo de relojería. Se preguntó cómo es posible desplegar tanta energía para otra cosa que no sea ganar una guerra o descubrir una vacuna. Esas personas deben poseer algún secreto que las hace tan diferentes, por ejemplo, a él, que deseaba que cayeran chuzos hasta tocar la luna tan sólo para poder justificar su ausencia a la última reunión del comité, como si le fuera la vida en ello. « Yo, si me esparzo así, me hundo », se dijo, mientras ponía en marcha el motor.

Al salir de la aldea, vislumbró hacia el rincón más oscuro del cielo malva unas cuantas nubes negras que rebasaban la línea del horizonte.









Aquella semana sofocante coincidió también con unas elecciones en Francia que dieron a la derecha un triunfo rotundo, se habló de espectacular marea política, lo cual puso a los ediles de un excelente humor. El mismo día de los comicios, una vez conocidos los resultados, se divulgó, durante una cena en el Palacio de Exposiciones, el rumor de que el alcalde de Vitraux se alzaba como el candidato favorito a la presidencia de la Asamblea Nacional, entonces el buen humor se convirtió en júbilo. Aquello no dejaría de producir consecuencias notables para la ciudad, aseguraban en todos los corros. De cualquier modo, ellos se fueron a celebrarlo poco después con el propio Jean-François Renan, para gran consternación de Danielle, pues en ningún punto del orden del día figuraba la cláusula : « festejar triunfo electoral y aspiraciones políticas del alcalde », y sí : « cena de gala en el Palacio de Exposiciones en honor de las delegaciones de Alterwein y de Sajará ». No volvieron hasta la madrugada a la terraza del hotel « Mercure », donde se habían reunido los que quedaban en liza, especialmente alemanes y españoles, alrededor de Danielle y los pocos miembros del comité que todavía permanecían en pie.

El calor seguía siendo agobiante a pesar de la hora e incluso los que venían de Sajará, ciudad española con nombre africano, se sentían asfixiados. Tal vez para olvidar el calor, o por efectos del licor sumados al calor, alguien pidió a Rogelio Roig que cantara « Granada ». Este no se hizo de rogar y no solamente la cantó sino que añadió, dirigiéndose a Mme Diop, edil responsable de cultura en el Ayuntamiento de Vitraux y originaria de Benin, África occidental, aquello de « pisa morena, pisa con garbo, que un relicario, que un relicario, me voy a hacer, con el trocito de mi capote que haya pisado, que haya pisado, tan lindo pie…. » (un aparte con objeto de explicarle el sentido habitual de la palabra capote en francés hubiera carecido sin duda de oportunidad) y otras que hicieron huir a Vicente como alma que lleva el diablo, pero que el resto de la asistencia aplaudió con rabia. Luego, al regreso de los celebrantes de ritos electorales, uno de los ediles que, por haber nacido en Argelia llamaban pie noir, en realidad se llamaba Benjamin, cantó con voz cavernosa una canción goliardesca, susceptible de hacer enrojecer de vergüenza a un nubio de la Legión Extranjera.

Cuando el improvisado gaudeamus tocó a su fin, ya bien avanzada la madrugada, y los últimos irreductibles condescendían en despedirse, apremiados sin duda por el imperativo, tenazmente olvidado hasta ese dichoso momento, de la hora temprana a la que deberían ponerse en pie al día siguiente, recuerdo siempre acibarado en mitad de la francachela, los unos para dirigirse al aeropuerto, los otros para acudir a sus obligaciones cotidianas, entre los cuales debía incluirse evidentemente al desvelado Trilla, Rogelio Roig y Evaristo Sempere lo invitaron a tomar algo fresco en el salón del hotel, con objeto de hacer un rápido balance de la visita. Ambos parecían muy satisfechos y de acuerdo en reconocer que la prolongada experiencia democrática de Vitraux, así como sus años de vida asociativa, constituían un vivero de ideas y de sugerencias que bien podían ser aplicadas a Sajará ; hubo sobre todo una que atrajo la atención de los dos y que debatieron ampliamente : la de la mancomunidad de municipios, que tan buenos frutos había dado aquí y que ellos habían podido contemplar con detenimiento durante una visita a las instalaciones de la ciudad efectuada esa misma mañana.

Al despedirse, Evaristo Sempere felicitó a Trilla porque, según dijo, había estado presente en todo momento.

Ya al volante de su coche sintió, también él una moderada satisfacción. Se encontró cansado, pero el esfuerzo valía la pena. Sí, aunque le cueste, se prometió, él estaría presente hasta el final, en todo aquello en que su actuación pudiera ser de alguna utilidad.









A medida que se iba acercando a Vitraux, el tráfico que venía en sentido contrario se hacía más intenso. Debía tratarse de las últimas oleadas de trabajadores que abandonaban la ciudad, pues al llegar al centro se encontró con que no había ni un alma por las calles. Aparcó el coche donde quiso, pues tenía para él prácticamente toda la plaza Charles de Gaulle. En el mismo instante en que paró el motor, notó un ligero dolor de garganta, como si hubiera sucumbido de repente en la debilidad y el malestar de un principio de gripe, y experimentó un deseo inmoderado de tomar un café bien caliente y bien cargado. Echó un vistazo al reloj de la magnífica atalaya de estilo gótico flamígero que tenía justo enfrente, comprobando que disponía de un cuarto de hora. En cuanto bajó del coche desfalleció un tanto más al sentir la agresión de un frío vivo, penetrante, lo que acabó de decidirle. Encaminó pues sus pasos hacia el Café des arts, atravesando el espacio inmóvil de una plaza en la que flotaba un silencio de panteón, pero pronto se dio cuenta de que estaba cerrado. Siguió adelante, algo tiene que permanecer abierto, pensó, no es tan tarde después de todo como para encontrarse frente a tanta desolación. Levantó el cuello del abrigo, ahuecó bien la bufanda estirándola ligeramente hacia arriba y avanzó a través de una ciudad fantasma.

Tuvo que llegar hasta Correos para encontrar lo que buscaba. Tal vez mejor aún de lo que buscaba, edificio de colombages, ventanales pintados con volutas de purpurina, techo sostenido por vigas aparentes de madera, luz tenue tornasolando en los numerosos objetos de cobre. En suma, un verdadero establecimiento normando.

A su paso por la barra pidió el café y, sin desabrocharse siquiera el abrigo, se sentó en una mesa del fondo.









La segunda delegación sajarana, encabezada esta vez por el primer teniente de alcalde Enrique Segura, vino como invitada de honor a una feria de productos regionales conocida con el nombre de « Fin de semana de los sabores » y aportó un regalo memorable para la ciudad de Vitraux, según un periódico local, que por cierto al cubrir la noticia se equivocó su articulista dando el hermanamiento entre Sajará y Vitraux como un hecho consumado, se trataba de una tonelada de paella que fue ofrecida gratuitamente a los visitantes. Para estar completamente seguros de obtener un resultado genuino, no solamente trajeron consigo a un excelente cocinero sajarano de abolengo, secundado por dos pinches de idéntica prosapia, sino también todos los ingredientes necesarios, incluida el agua.

Fue entonces cuando se disiparon las últimas reticencias e incluso la oposición, anterior mayoría hasta hacía muy poco, representada en el comité por el antiguo partidario de una indeterminada ciudad navarra, parecía convencida de la oportunidad de firmar lo antes posible un hermanamiento con Sajará, pues ésta había entrado finalmente en la vida pública de Vitraux.









Acudió el camarero con el café y la nota. Como había intuido, el líquido caliente y cremoso le hizo mucho bien ; hasta el dolor de garganta se disolvió a su paso, desapareciendo asimismo la sensación de resfriado incipiente. Se reclinó en el asiento y consultó su reloj. Disponía de siete minutos para no llegar tarde.









A pesar de todas las precauciones, la facienda de las paellas se salvó raspando de concluir en el más rotundo de los fracasos. Una prueba más de que el crimen perfecto no existe.

Guillermo llegó temprano al Palacio de Congresos, en cuya explanada se estaba levantando ya la tienda de lona donde se iba a instalar la improvisada cocina, puesto que la ley prohibía hacer fuego en el interior de ese edificio.

El vestíbulo empezaba a animarse con el trajín de algunos operarios que ultimaban detalles en las diferentes casetas de exposición. Se dirigió, como convenido, a la cafetería en la cual halló a los aventurados miembros de la expedición sajarana reunidos alrededor del Sr. Sánchez, ciudadano francés, director de la institución en que se encontraban. El cocinero hablaba con la seguridad sobrada de quien ha participado infinidad de veces en la misma batalla y tiene todos los imprevistos bajo control.

-¡Ché, qué guapa es !

-¿Quién ?

-La Sra. Diop, la concejala, ¡qué planta, qué ojos !

-Sí, sí que lo es, en verdad. ¿Ha venido el de la carne?

-Ha venido. Por cierto que la factura estaba escrita en español. La mujer del carnicero es española.

-Perfecto.

Trilla no las tenía todas consigo.

-Se está levantando viento. Malo.

-No pasa nada. En peores condiciones las he hecho. Una vez en medio de una tormenta, mi mujer y yo solos…. Tranquilo.

Enrique y José Segura parecían también muy seguros, claro, ambos.

-Señor Sánchez, hay una inquietud que me ronda y hasta que no le haga la pregunta no me sentiré sosegado, ¿se les comunicó a los empleados del gas el detalle de que los cabezales de los paelleros españoles no encajan con las bombonas francesas, por lo que había que instalar un adaptador o cambiar los cabezales ?

-Sí, descuide. Cambiaron los cabezales.

Trilla apuró el café mientras echaba una ojeada al exterior. La tienda estaba ya montada pero la lona se agitaba peligrosamente con el viento. Salvador, el cocinero, también lo había visto.

-Bien –dijo-, creo que podemos empezar a preparar el tinglado.

Todo el mundo puso manos a la obra, incluidos los ediles y miembros del comité de Vitraux, trasladando cajas como estibadores, bolsas y las garrafas de agua de Sajará.

Uno de los pinches se acercó a la hilera de bombonas de gas, echó mano a la primera y la levantó. La dejó caer. Luego hizo lo mismo con las siguientes.

-Aquí no hay gas ni para empezar.

Ya está el burro en la hierba, ponderó Trilla para sí. Salvador corrió a las bombonas para repetir la operación realizada por el pinche.

-¿Cómo quieren que haga una tonelada de paella con esta miseria de gas ?¡Mira que yo quería esperarme a que vinieran los del butano !¿Y dónde vamos a encontrar unas bombonas de gas hoy domingo ?

El Sr. Sánchez intervino.

-El supermercado de enfrente, Cora. No tardarán en abrirlo. Las compraremos allí.

La paz retornó a los espíritus durante un instante atormentados por la duda, con lo que se reanudaron los preparativos.

El viento agitaba la lona y penetraba por las costuras de la tienda. De vez en cuando le levantaba, impúdico, las faldas. El Sr. Philippon, miembro ilustre del comité local, tuvo la excelente idea de pisarlas con las ruedas de un coche.

Al rato, regresó el grupo expedicionario que había salido en busca de las botellas de gas llenas.

-¡Ah…! –exclamó, homérico, Salvador.- Aquí, dejad una aquí.

Tomó un cabezal y trató de encajarlo, sin acabar de conseguirlo. El público no respiraba. Tal vez no le encontraba la maña, por la falta de costumbre. Salvador debía ser de la misma opinión pues persistía, tratando de mantener la posición de los labios en una sonrisa de suficiencia. De repente su gozo cayó en un pozo, la sonrisa se le borró, mudando la color del rostro. ¡Ahí te quiero ver ! La entera concurrencia se quedó muda de espanto, contemplando sus esfuerzos inútiles.

-No entra –concluyó al fin, alzando unos ojos de ajusticiado inminente- ¡Mira que yo quería esperarme a que vinieran los tíos del butano !

El Sr. Sánchez pareció al fin ligeramente alterado.

-¿Cómo es posible, si me aseguraron que habían cambiado los cabezales ?

-Sí, pero si resulta que no ponen los que toca, es como si Juan y Manuela.

-Voy a llamarles.

Al rato volvió.

-Cierto que cambiaron los cabezales. Y pusieron unos que se adaptan únicamente al tipo de bombona que habían dejado.

-Pero si estaban casi vacías…. Si en ellas no había gas ni para rehogar las alas de un gorrión. Además, las hemos cambiado por éstas.

Por un momento, las miradas de todos los presentes quedaron concentradas en la nueva hilera de bombonas.

-Ya les he dicho –explicó el Sr. Sánchez- que vengan de inmediato a sacarnos de este atolladero.

Como descargo de la compañía es preciso decir que a los veinte minutos llegaba un técnico. Sin embargo, el operario encargado de traer el material se hizo esperar más, mucho más, pues venía de lejos. Tenían dos opciones, evidentemente, o bien aportar nuevas botellas, o bien instalar unos adaptadores universales. Se decidieron por la última. Para el caso era lo mismo pues ambas cosas, o botellas o adaptadores, había que ir a buscarlos al almacén que estaba situado Dios sabe dónde.

El público empezaba a acudir y el alcalde estaba al caer, mas todo seguía parado. Todo, excepto el viento que soplaba cada vez con más furia. Tanto porfió que acabó por descoser una de las costuras y se coló dentro, regolfando con saña en su primera vuelta como de reconocimiento. En la segunda empezó a llevarse por delante manteles, servilletas, platos y vasos de plástico, cubiertos de lo mismo, así como bolsas y cajas de cartón. Amenazando por las buenas con reventar el tenderete entero, o alzarlo por los aires y plantarlo en las mismas playas del desembarco, como no se reparara pronto la brecha.

Salvador, que veía volar todo su reino en mil pedazos, comenzó a gritar por despecho :

-¡Alma, ahí !¡Tira fuerte ! ¡A que no te llevas también los calderos y los paelleros y toda la fila de bombonas de gas !¡Que se hagan una paella en Madagascar !¡Y otra en Singapur !¡ Y otra en Vladivostok… !

De esta guisa iba repasando sus conocimientos geográficos.

Hubo que acudir primero que nada a sujetar las distintas piezas de la tienda, las cuales ondeaban como banderas, forcejeando de este modo con ellas hasta que llegaron unos operarios, cosieron de nuevo las costuras y afianzaron el resto.

Cuando se presentó el alcalde y presidente de la Asamblea Nacional, Jean-François Renan, junto con otro diputado por el departamento vecino y la nutrida comitiva oficial, la situación se hallaba todavía estancada. El Sr. Sánchez presentó sus excusas, habían tenido un problema técnico pero estaba en vías de solución. El Sr. Renan saludó a los presentes y se fue a inaugurar el “Fin de semana de los sabores“.

Al salir, después de haber pronunciado su discurso y visitado las distintas casetas, las paellas estaban todavía en su fase de sofrito, por lo que no pudo probarla. Uno de los miembros de su comitiva, un anciano muy respetado, tal vez un antiguo resistente, que ya había participado en los actos de recepción a la primera delegación, insistió en que se le sirviera una ración. Numerosos fueron los que, con toda cortesía, trataron de disuadirlo, pero fue en balde. El anciano, al ver que no podía comer el arroz crudo, quedó muy decepcionado.

A pesar de todo, cuando el grueso del público asistente empezó a salir, las primeras paellas estaban listas. Mientras unas eran servidas, las siguientes culminaban, de modo que el personal venido de Sajará al completo, excepto los dos que atendían la caseta, incluidos los concejales por supuesto, primer y segundo tenientes de alcalde, así como los integrantes del comité de Vitraux que se hallaban presentes en esa jornada de gloria, se pusieron a servir paella y vasos de vino sin parar y sin dar por ello abasto, durante varias horas.

Afortunadamente, fue en ese momento cuando llegó la prensa.









Le hubiera gustado prolongar algo más su estancia en ese establecimiento típicamente normando. Últimamente apenas salía. Resultaba incómodo coger el coche y hacer varias decenas de kilómetros tan sólo para tomar un café o una cerveza. Recordó los pocos establecimientos de este género que llegó a frecuentar cuando vivía en Le Havre, vigas viejas de madera oscura por todas partes, las paredes color crema, la luz tenue y ese brillo suave del metal dorado, muy frotado, cobre misterioso de lámpara maravillosa.

Con aquellas visiones lejanas de tiempos bastante menos boyantes, vino el fragor del océano, el bramido nocturno de la galerna que modulaba sus tonos sin cesar en los aleros de los tejados y agitaba la campanilla de un convento vecino, o el azote de la lluvia que también la hacía sonar, arrancándole notas intermitentes, melancólicas, lúgubres. Y en las sosegadas noches con niebla resonaban las sirenas de los cargos.

Las calles vacías de Vitraux le recordaban en ese momento las de Le Havre, concurridas durante el día, especialmente la suya en las horas punta, contaminada a profusión por los tubos de escape, pero solitarias y silenciosas en el corazón de la noche como las avenidas de un cementerio.

Miró a través de la ventana y le pareció que, de un momento a otro, iba a empezar a escuchar otra vez, como si de repente quedara borrado ese largo paréntesis temporal, el sonido de aquella campanilla fúnebre de las noches de lluvia, cerca del puerto de Le Havre.









Por la tarde se efectuó una excursión a Giverni con objeto de visitar la casa de Claude Monet y, si había tiempo, no lo hubo, el Museo Americano.

Los visitantes entran y salen por la tienda, desde donde se pasa al jardín, a través del cual se alcanza la puerta practicable en la actualidad. El sentido de la visita, guiada, se orienta en primer lugar hacia el salón, para acceder al cual hay que descender unos peldaños, luego se ve una gran fotografía del pintor en ese mismo lugar, sobre las planchas del parqué, erguido, central y señero, consciente de la revolución que implica su arte y el de las huestes que acaudilla. Nada ha cambiado, todo está igual, exactamente, en su sitio, cada cosa. Han pasado más de cien años, el mundo se ha venido varias veces a pique, el infierno ha hecho eclosión alrededor mostrando la intimidad de su flor ponzoñosa, ha pasado el tedio, también, con su capa de polvo sobre los retratos de los muertos y su penumbra. No allí. En ese salón, uno tiene la impresión de que hace tan sólo unos instantes el fotógrafo había culminado la ascensión de los peldaños, provocado el fogonazo de magnesio y, mientras el humo blanco ascendía aún hacia el techo, salía ya por el pasillo, tras musitar una breve despedida, hacia la puerta principal, cargado con su armatoste. Claude Monet, por su parte, dejando la máscara a un lado, sobre el sillón, volvía sin duda a sí mismo, pensando tal vez que sería incapaz de cambiar todos los siglos de gloria, vislumbrados en un vistazo fugaz a través del objetivo que le enfocaba, por un solo minuto ante su tela, con un pincel en la mano.

Guillermo se hallaba rodeado, al menos, de tres concejales conservadores venidos de Sajará, pero él, en ese preciso momento, de pie sobre las mismas tablas en las que se había dejado fotografiar Claude Monet, mirando hacia la balaustrada tras la cual estuvo posicionado el diafragma que tomó aquella instantánea, se sentía más conservador que ninguno de ellos. No antes, tan sólo un puñado de años atrás, cuando el mundo, a pesar de los pasos en falso (también la revolución burguesa, francesa, había tenido los suyos, su etapa del terror, significando, con todo, un avance en el devenir de la historia), parecía caminar hacia una mayor justicia social. Mas ahora el mundo no camina, se cae.

Sí, detener el tiempo, como en el salón de Claude Monet, como en el antiguo Egipto, trabajando en los somnolientos campos de los templos, o dentro de éstos revolviendo papiros o escribiéndolos, en las casas de vida o de muerte, en el peor de los casos en las pirámides, sin esperanza, pero también sin desesperanza, regidos por el Nilo que unas veces expande sus aguas para que los hombres descansen y otras las retira para que trabajen. Detener el tiempo, he aquí nuestro sueño imposible de hoy.

Mientras paseaban por los jardines de Claude Monet, ante los domesticados panoramas de setos, flores y árboles delante del bastimento, y los más silvestres del fondo, alrededor del lago o poza donde se encuentran los cañaverales de bambú y el famoso puente japonés, separados hoy por una carretera que hay que salvar empleando un subterráneo, esa tarde desapacible de otoño, José Segura y Guillermo Trilla vinieron poco a poco a focalizar la conversación sobre un libro publicado en Sajará que había atraído la atención de ambos. Se trataba de un trabajo de investigación histórica centrado en el siglo IV y en una zona geográfica precisa : el País valenciano. En dicho trabajo se menciona la ermita de Sajará, situada sobre un montículo que hasta principios del siglo XVII fue una isla. Dejó de serlo como consecuencia de un gran terremoto que hizo retroceder las aguas varios kilómetros. Según el autor, existía en la isla una gruta donde se enterraba a los notables desde, al menos, los tiempos de los romanos. José Segura exhumó el testimonio de un erudito local, conocido historiador de Sajará, el Padre Amado, quien aseguró haber penetrado en la mencionada gruta a principios de los años veinte, antes de que el avance de la cantera la hiciera desaparecer.

En un momento durante el cual se quedó rezagado contemplando el reflejo del cielo plomizo y de los sauces sobre la superficie del lago, Guillermo dio de nuevo realidad a ese paisaje radiante hecho de blancos y azules. En cierto modo, vio los cortejos fúnebres bogando en barcazas, alternando las salmodias y la llantina de las endecheras con el murmullo de los remos en su diálogo con el viento y el mar, prisionero entre lenguas de tierra, bajo todos los soles del año, ninguno de los cuales ignoraba por haberlos sentido en su piel, gustado en lo próximo y en lo distante, por haberlos guardado todos como un bien precioso en algún lugar más allá de la retina. No tenía más que alzar los ojos del ligero bationdeo zafre del agua hendida por la quilla, donde cabrilleaba la luz, para contemplar el perfil azulado, tan sabido, de las montañas del fondo, una línea que de repente sube para dibujar la cabeza con anteojera, incluso las orejas del animal, luego baja suavemente como gota de lluvia por el cuello, recorre todo el lomo para caer al final, más allá de las grupas, por la cola. Es el « cavall de Bernat », que lo sabe todo desde el principio y lo ha visto todo, impasible, quien enseñó a los sajaranos a labrar la tierra, a transportar las cosechas, a partir hacia países lejanos donde se hace la guerra si es preciso, pero también a volver siempre, con las alforjas llenas o vacías, para el último lance.

Luego, a la caída de la tarde, concluida la ceremonia del sepelio, el paisaje no era el mismo, pues la luz de la mañana había sido reemplazada por una luz distinta y el sonido era otro con el cambio de viento, la voz de los remos incidiendo en el agua tenía una modulación más grave, hablando ya de la noche, contando historias de aparecidos.

Al embarcadero se llegaba siempre con las antorchas encendidas.

El secreto para viajar en el tiempo es el dominio de la luz y de sus gradaciones, calando en un ámbito preciso.

Antes de salir de la antigua quinta, mientras los visitantes de Sajará elegían algunas láminas u objetos, Guillermo Trilla contemplaba reproducciones de los cuadros más conocidos del artista, pero no las quería comprar pues podía consultarlas cuando gustara en libros ilustrados que poseía y en la memoria de su ordenador, deteniéndose especialmente en las que representaban paisajes que él había vivido, a cualquier hora del día, más de un siglo después de su plasmación por el pintor, el puerto de Le Havre, el paseo y la playa de Sainte Adresse, « La pointe de la Hève à marée basse » un poco más allá, el océano sosteniendo la masa gris de las nubes en su lomo ondulante y poderoso. Pero era la luminosidad única de cada una de esas telas la que conectaba con un momento preciso de su existencia, produciendo una especie de transvase emotivo entre dos objetos que se corresponden, por ejemplo el blanco rodeado de gris que pende bajo algunos retazos de nubes y el de la espuma que cabalga sobre una ola que viene a romperse y a morir definitivamente sobre una arena que parece ceniza mojada, se corresponden con el blanco de la hoja virgen sobre la que una vez se disponía a escribir junto a la ventana, tanto uno como otro embotellan un instante precioso de vida con similar contenido, « por eso un cuadro, sólo porque fija para siempre el momento fugitivo y lo arranca así del tiempo nos da no lo individual, sino la idea, lo que dura a través de todo cambio. » (Shopenhauer, Estética y Metafísica). A pesar de que los barcos estén provistos de velas o desprendan enormes columnas de humo negro. Sin embargo, del mismo modo que el cero presupone todos los demás números, así entre los escollos de la mudanza y de la permanencia venimos a encallar en los bajíos de la lucubración sobre la muerte, naufragio que nos preserva acaso de una pena mayor o nos conduce sin saberlo a un desenlace afortunado como en los cuentos de las Mil y una noches, pues si hay que acordar algún crédito a Montaigne : « la premeditación de la muerte es premeditación de libertad. Quien ha aprendido a morir, ha desaprendido a servir ». Tal vez porque esa libertad de la que habla consista meramente en vivir la idea y otra cosa no sea la eternidad ; pero el maestro indiscutido es el tiempo, quien distribuye manzanas doradas para sustento de sus discípulos en tanto que les instruye. Esa es la sabiduría esencial del pincel de Monet : la transfiguración de una evanescente impresión en una imagen de eterna permanencia.

Guillermo Trilla devolvió las láminas a su casillero mientras consideraba que el arte pertenece al género de las praeparationes ad mortem.









Todavía hubo una tercera presencia oficial de Sajará. José Segura, segundo teniente de alcalde, quien ya había formado parte de la expedición anterior, vino con su esposa acompañando a un grupo de guitarristas, uno de ellos profesor retirado del conservatorio de Ginebra y natural de Sajará, para atender a una solicitud del Ayuntamiento de Vitraux, el cual había organizado un recital que debía reunir a virtuosos locales de dicho instrumento con los de las tres ciudades hermanadas o en vías de hermanamiento.

Al día siguiente del concierto, tras una visita a la catedral comentada por una empleada de la oficina de turismo y traducida por Guillermo al valenciano, se dirigieron al vecino museo donde el señor Renan, a la sazón ya presidente de la Asamblea Nacional francesa, debía inaugurar una exposición sobre la vida cotidiana durante la Edad Media. El alcalde solicitó, como era lógico, la presencia a su lado del invitado de honor, el edil sajarano, a quien poco después daría la palabra. La señora Diop, concejala de cultura, sugirió a Trilla que se colocara a su flanco para traducir.

Ya estábamos de nuevo en las andadas. Esta vez, se dijo, no hay escapatoria posible. La ocasión del temido tema oral había sido únicamente aplazada, no suprimida como había imaginado. Frente a él tenía al auditorio que podía esperarse en tales circunstancias, las cuales se presentaban bajo un cariz infinitamente más alarmante que en la coyuntura, con tanta habilidad soslayada, avenida en el Salón de Actos del Ayuntamiento, es decir a personajes relevantes de la política y de la cultura, no solamente a nivel local sino también regional e incluso nacional, entre los que figuraba, para colmo de males, el rector de la Academia, así como representantes de la prensa y la televisión. Esta vez no hay tío pásame el río, insistió a medio camino entre la pena y la ira. Y rebuscó inútilmente en el fondo de sus recuerdos por ver si hubo o no hubo una oportunidad en la que él hubiera podido bajarse del tren en marcha, sin tener que llegar forzosamente hasta el trance trágico en que se encontraba, copa de áloe y no de vino de graves, para él libación corriente a bordo.

José Segura hizo, también él, un discurso excelente, ni corto ni largo sino justo lo que debía decirse en ese momento preciso, la rama preparada para la rosa justa, pero evidentemente todo seguido.

Cuando Guillermo Trilla alargaba ya la mano, más muerto que vivo, hacia el micrófono de pie, con un torbellino de retazos de traducción volteando alrededor de su cabeza, otra mano se le adelantó. Era la mano salvadora del alcalde, Jean-François Renan, quien debió recordar la anterior delegación en Claudine y en este caso tomó la tarea a su cargo con un gesto de buen humor. Fue una traducción bastante libre, holgura que sólo un gran hombre de Estado podía tomarse la libertad de concederse ante tan elevadas personalidades, no por supuesto un opositor frente a su tribunal o un modesto miembro del comité de hermanamiento en idénticas circunstancias con respecto al primero, pero tampoco podía afirmarse que no hubiera dicho lo mismo con diferentes palabras. Conocía el español, de eso no hay duda.

Luego, al cruzarse con él en otra sala, notó Guillermo que lo miró con una sonrisa de complicidad, a la que correspondió con otra que reflejaba el más sincero agradecimiento.









Depositó unas cuantas monedas en el platillo y salió del café con parsimonia. Sólo cuando estuvo fuera apretó el paso. Para él eran todos los anuncios luminosos, todos los reclamos de los escaparates, teléfonos móviles, trajes, artículos de regalo y toda la acera, así como la totalidad del frío de la calle. No obstante, se sentía mejor después del café y ya no le molestaba tanto no hallarse en su casa leyendo, frente a la chimenea. Los hechos consumados poseen toda la fuerza abrumadora del destino, para algunos ; para otros, aún más. En cualquier caso no cabe sino consolarse, lo que suele ser igualmente duro para todos, judíos, moros y cristianos, y Guillermo a lo mejor era las tres cosas.

Al desembocar de nuevo en la plaza Charles de Gaulle y obtener una visión panorámica de la misma, le sobrecogió el espectáculo, no por insólito, después de tanta reunión tardía del comité conocía perfectamente aquel paisaje nocturno, las luces amarillentas del Teatro, las de neón blanco de la Mediateca, las del parque con la fuente color ciruela verdal, las doradas más brillantes de la fachada del Ayuntamiento y de la flamígera y gótica torre vigía, las rojas y verdes de bares y cafeterías, las rehilantes de las estrellas cuando las había, sino porque, en aquella ocasión, todo el alumbrado público del corazón de la ciudad lucía tan sólo para él, quien atravesó el ámbito cintilante en medio de un silencio íntimo, casi embarazoso, que se hizo solemne al ascender los peldaños de la imponente escalinata que daba acceso a la Casa Consistorial, bajo las tres arcadas conteniendo los símbolos republicanos tradicionales : la antorcha, los cuernos de la abundancia, la urna y el haz de varas del líctor.

Aún no había terminado de encaramarse cuando retumbaron las campanadas de los cuartos y de la media, con tanta gravedad que tuvo que decirse, dándose por aludido pues parecían dirigidas a él exclusivamente, « si sólo se trata de una reunión de rutina, aunque sea la última ».









Atravesó el vestíbulo desierto hasta llegar a la escalera de mármol que conducía a los sótanos donde se encontraba la cafetería, que no era tal sino una simple sala de reunión, nunca supo por qué la llamarían así, donde aguardaba Danielle y la mayor parte de los miembros del comité, si bien la sesión no había comenzado todavía.

Dio la vuelta completa a la mesa, un enorme ejemplar de una sola pieza que ocupaba casi toda la superficie de la estancia, para saludar a los asistentes, a donde fueres haz lo que vieres, y terminó por sentarse junto a Claudine. Danielle tomó la palabra enseguida, procediendo a la lectura de la parte del reglamento relativa a la exigencia de renovación anual de un tercio de los miembros del comité. Seguidamente leyó los nombres de los salientes entre los que se encontraba, en efecto, Guillermo Trilla. Hecho el cómputo, halló que no se alcanzaba el tercio con la adición de todos aquellos que culminaban su tercer año de mandato, últimamente el comité había aumentado el número de plazas, lo que era un buen signo, convino su presidenta, pero ello no era óbice para que en ese momento presentara un problema de tipo práctico. La situación precisaba pues de un voluntario, entre los que no habían llegado a término, para presentarse a la reelección con un año de antelación respecto a los demás. Claudine intervino :

-Si necesitas un nombre toma el mío.

A su derecha aparecía la alumna catecúmena que solicitaba presentar su candidatura. Danielle seguía debatiendo con el secretario y la tesorera. Entonces Guillermo pidió la palabra :

-Creo que ha llegado el momento de declarar aquello que he venido a decir esta noche: en la próxima asamblea general no he previsto presentar mi candidatura a la reelección.

El silencio que se hubiera producido sin duda alguna, Danielle se apresuró a cortarlo de raíz.

-Esto resuelve tal vez el problema, por disminución del número de componentes. Veamos qué dice la matemática.

Trilla juzgó providencial esta interrupción. « Si con esto basta -se dijo, como si estuviera preparando una receta médica, pesando cuidadosamente la dosis de los simples, tratando de interpretar al mismo tiempo el pensamiento ajeno, así como el alcance de sus palabras, para calcular la fuerza del remedio y su posología, farmacéutico hermenéutico-, no añadas nada más. Lo importante es el efecto cabal. Entretanto, dejemos hablar a la matemática ». Pero bien sabía que, de todos modos, tarde o temprano, o más temprano que tarde, tendría que dar explicaciones.

Así fue, evidentemente, no iban a dejarle marchar sin un descargo cualquiera, aunque ya debían sospechar algo, sólo una mínima parte desde luego, de lo que estaba sucediendo en Sajará. Guillermo tuvo la certeza de que su intuición se revelaba verdadera cuando Danielle echó mano a las carpetas que contenían los documentos relativos a los hermanamientos, la verde de West Stow, la amarilla de Alterwein y por fin, debajo de las otras dos, la roja de Sajará. La cosa no se iba a quedar pues ahí, pero tenía aún mucho tiempo por delante para hacer una estimación de lo que precisaba agregar exactamente, sin detalles superfluos que podrían revelarse, como poco, embarazosos en el caso de que, por milagro o por insistencia de las diversas partes implicadas, entre las que conviene incluir a la opinión pública, el proyecto de hermanamiento llegara a continuar su singladura, o su singadura, derivativo de singar, entre cuyas dos acepciones, la española y la cubana, no me comprometo, cedo al lector la responsabilidad, que no es poca, de la elección con referencia al contexto, en cualquier caso dura, adjetivo, menos probablemente verbo.









Guillermo conoció a don Jesús, el actual alcalde de Sajará, hacía mucho tiempo, cuando todavía se encontraba dotado de energía suficiente como para hacer tan largo viaje a fin de pasar los quince días de las vacaciones de Navidad en familia. Había contraído la gripe, a pesar de lo cual acudió al Ayuntamiento instado por Rogelio Roig con objeto de escuchar una petición, parece ser del propio alcalde, es decir de don Jesús, predecesor y sucesor de Rogelio, como éste lo fue, con el devenir de los flujos y reflujos electorales, ambas cosas, de aquél.

Subió la monumental escalera interior de mármol blanco con paso mal asegurado, como si estuviera borracho. Seguramente había tomado algún medicamento.

Se dirigió a la recepcionista y preguntó por Rogelio Roig, a la sazón teniente de alcalde. En eso pasaba él por allí y lo introdujo en un despacho intermedio entre el de la alcaldía, tal vez antesala del mismo, que conocía muy bien por haberlo frecuentado durante los mandatos anteriores de Rogelio, aunque él había entrado siempre por la puerta principal, sin necesidad de rodeos ni diversiones, pero ello era distinto pues en él recibía a un amigo y correligionario, y las oficinas anexas.

En la pieza aguardaban varias personas que le fueron presentadas enseguida, entablándose una conversación con manifiesto carácter provisional e improvisado, evidentemente en espera de la llegada del alcalde. Mas el tiempo pasaba y el alcalde no aparecía, a pesar de hallarse en la estancia contigua.

Pasado un lapso prudencial, la conversación comenzó a languidecer, probablemente a propósito, como resultado de una conspiración colectiva. Rogelio se levantó y llamó al despacho del alcalde. Al rato volvió :

-Que empecemos nosotros a abordar la cuestión, porque él está ocupado.

Entonces Rogelio mismo expuso el asunto. Se trataba de establecer un intercambio entre alumnos del Instituto de Sajará, quizás la mano de Vicente andara ya detrás de todo esto, y los del Instituto francés, en este caso de una población cercana a Vitraux pero mucho más modesta, en el que Guillermo trabajaba. Este aclaró que en realidad estaba afectado a un colegio y que tan sólo tenía unas cuantas horas suplementarias en el mencionado Instituto. Pero que de todos modos iba a transmitir la propuesta al provisor.

Rogelio, por su parte, añadió que Sajará acababa de dotarse de la infraestructura adecuada para acoger a una gran cantidad de jóvenes y convenía sacarle partido inmediatamente por estas y las otras razones, todas ellas, por supuesto, en beneficio del mocerío sajarano.

Como supo más tarde, el proyecto estaba concebido para que culminara también él en un hermanamiento.

A todo eso, el alcalde sin dejarse ver el pelo.

Uno de los presentes declaró, dirigiéndose a Trilla, en un tono que se pretendía consolador :

-No te preocupes. Si no quieren hacerlo a nivel de Instituto, lo hacemos a nivel de Universidad.

« Esta sí que es buena –exclamó para sí Guillermo, a pesar de la generosidad de la proposición- de rogados pasamos a rogadores. Es inaudito las vueltas que puede dar la vida en tan pocos minutos. » Y no sería la última vez que esto le iba a ocurrir. Lo cual, sumado a los efectos de la gripe y del medicamento, le emponzoñó un tanto el humor, aunque no permitió que el mal talante desmintiera sus buenas maneras.

Cuando ya estaba todo dicho y no quedaba sino levantarse para partir, apareció, despestañado, inmerso en el proceloso mar de sus innumerables cuitas, el atrafagado corregidor con un documento entre las yemas del índice y el pulgar. Tras un escueto « hola », para la entrega del cual no hacía falta lanzar una mirada siquiera a los presentes, atravesó el despacho sin dar muestras de querer adentrarse mucho más allá en el peligroso e inhóspito dominio de la efusividad. Cuando se desempeña un cargo público, conviene guardar las distancias con el pueblo. Bien es verdad que no se esperaban de él zalemas, ni reverencias, ni un frenético agitar de pañuelo, pero tras varias horas de plantón, aquel comportamiento no dejó de sorprender a todos. Y con las mismas hubiera desaparecido por la otra puerta, de no haber sido porque Rogelio lo atajó.

-Permíteme presentarte a Guillermo Trilla, el profesor de español con quien me habías pedido que te concertara una cita para esta tarde.

El alcalde, cual untuoso prelado que no pierde la calma ante las frívolas pullas de la plebe, transfirió el documento a los homólogos de los mencionados dedos para alargarle a Guillermo una mano fofa. La impresión que produjo en éste podría transcribirse a la perfección con una cita de García Márquez, hallada por él mismo en « Crónica de una muerte anunciada » : « recordaría siempre que el talante rechoncho del coronel Aponte le causaba una cierta desdicha ».

-He estado muy ocupado. Pero no hay duda de que Rogelio Roig habrá expuesto el asunto como conviene.

Aquello no progresó porque el provisor del Instituto, conociendo que quien se lo proponía no efectuaba un tiempo completo en su establecimiento y que por supuesto ningún otro profesor recogería el guante pues la posición del español en Francia es demasiado boyante para que nadie se tome molestias innecesarias, enterró el proyecto en el fondo de un cajón y ya no dijo esta boca es mía.









Guillermo Trilla, dado a las aliteraciones y a los juegos de palabras, ni reflexionía ni atendaba, esto lo aprendió de sus alumnos, en tanto que Danielle volteaba uno por uno todos los documentos de las carpetas.









El pasado otoño, ella le preguntó si iba a volver a Sajará pronto. Le repuso que no lo haría hasta el verano. « Cuando vayas, saluda a Rogelio de mi parte porque, aunque no compartimos las mismas ideas, reconozco que es un hombre de valía y a pesar de las diferencias lamento que haya quedado fuera de la política de manera tan brutal ». En realidad, cuando Danielle llegó a Sajará a principios del verano pasado, integrando la segunda delegación de Vitraux que acudía, también ella, con motivo de una feria de productos alimenticios, trayendo con ellos las aportaciones más típicas de la rancia tradición culinaria de Normandía, y que, por cierto, obtuvo un éxito rotundo, ya Rogelio les recibió como alcalde en funciones. Para él, las últimas elecciones municipales habían significado el colapso total, a pesar de haber contado siempre con un irreductible grupo de partidarios, o que lo parecía. Sin embargo, según clamaron éstos durante toda la legislatura y más aún al final, a medida que se acercaban los próximos comicios, Rogelio Roig había hecho un pacto con la derecha y eso era imperdonable. Para ese grupo de falsos irreductibles, muchos de los cuales habían vivido la guerra civil y la mayoría habían crecido durante el franquismo, el alcalde, con el solo propósito de volver a ser elegido, liviano Fausto de la libido política, había pactado con el diablo, por lo que merecía la condenación eterna. En vano se les habló del arte y la sutileza de los dogos venecianos, de la habilidad de los senadores durante la república romana, de los cardenales durante los cónclaves, modelos de prudencia y sabiduría, de que la política era una ciencia compleja y flexible. Ellos hicieron tanto caso de todos esos argumentos como de las nieves de antaño y Rogelio Roig asumió sin remisión en todos los mentideros el papel de traidor infame a la causa y baldón perpetuo de las izquierdas.

Durante la consabida estancia estival en Sajará había tenido una conversación con él. El padre de Guillermo concertó la cita y eligió el hogar de los jubilados a causa del aire acondicionado, pues sobrevino un verano más africano que nunca ; en realidad, durante unos meses, toda Europa se convirtió en una especie de África septentrional.

Serían las cuatro de la tarde, abandonaron el espacio protegido de la casa y se lanzaron a través de una atmósfera ardiente, pisando un suelo que parecía recalentado por debajo mediante enormes lenguas de fuego. Incluso los bancos de la avenida de acacias, protegidos por la sombra, estaban todos ociosos. Sajará parecía enterrada como una Comala española.

No eran los paisajes brumosos de un norte lejano, que para él habían sido sólo literatura hasta muy tarde, sino esas casas de Sajará a punto siempre de desmoronarse en una nube de polvo seco a causa de los calores de agosto, lo que le hacía pensar más en la muerte, cuya concepción, como suele ocurrir con las revelaciones esenciales, se halla condicionada por la reminiscencia de la percepción primera. Su escatología era color jalde de sol y esplendente. Sus misterios, las zonas de sombra espesa que se producen por sobra de luz. Fue en un día como éste, rememoró, tratando de penetrar por entre la calígine que parecía envolver su infancia. El aire abrasivo, el exceso de luz, la agresión del sol sobre los muros, le ayudaban con una eficacia inaudita a perfilar aquellos recuerdos antes hundidos en la ciénaga del olvido. Porfió con su madre para evitar la consabida siesta, logró bajar a la calle pensando que iba a encontrarse con todos sus compañeros de correrías, las cuales se iniciaban allí y solían terminar bastante lejos ; en lugar de eso se topó con un mundo silencioso y tórrido. También ese día sintió tal vez la primera lanzada de la soledad. Esa soledad estéril que hace daño si uno no está preparado para ella. Se quedó atónito y algo asustado, más tarde pensó que tal vez aquello fuera una buena lección de su madre, quien le dejó bajar sin discutir demasiado, pero no por ello volvió a subir, sino que se propuso ir hasta el final de la calle andando despacio y luego volver por la otra acera, a pesar de que la atrabilis amarilla del sol se cebaba en ella con rabia, albergando la esperanza de que, entretanto, otra alma inquieta y aventurera consiguiera al fin liberarse y viniera a reunirse con él para levantar juntos la bandera de la imaginación y el juego, frente a los bastiones infames de la siesta. Pero ya había completado casi su viaje de ida y vuelta sin que los gatos siquiera se llegaran a contemplar su incertidumbre. Todas las puertas y ventanas se hallaban cerradas a cal y canto. Esa fue la razón de que le sorprendiera aquella ventana abierta de par en par tras la reja. Mientras se acercaba hizo propósito de no mirar hacia el interior pues tuvo la certeza de que había alguien allí que estaba al acecho. Sin embargo, al llegar a la altura del hueco oscuro, una fuerza brutal atrajo su mirada, como si ésta estuviera compuesta de partículas metálicas que lanzaran sus ojos y dentro de aquella habitación hubiera un formidable campo magnético. En la penumbra vislumbró un ataúd cuyos extremos se hallaban apoyados en sendas sillas de enea, el interior del cual estaba forrado con terciopelo azul oscuro contrastando con el papel pintado del mismo color, pero mucho más claro, que cubría el muro del fondo. Dentro yacía el cadáver de un anciano. El mismo poder invencible que le había obligado a mirar, le forzó luego a observar detenidamente la tez lívida, los pómulos salientes, las mejillas excavadas y por afeitar, las manos de cartón piedra cruzadas por encima, el traje desajustado y sufrido del campesino, los zapatos grandes y polvorientos. Debió permanecer allí mucho tiempo fascinado por el espectáculo, su primer cuadro real de muerte, sin poder arrancarse de él. Aquella observación ineludible le hizo reparar en un brillo enigmático que surgía entre los párpados mal cerrados, remedo de la ojeada subrepticia de quien no ha renunciado a escudriñar una representación prohibida, y que, cual si fuera un diorama de feria, unas veces parecía animar el rostro con una sonrisa maliciosa, mientras que otras se convertía en una amenaza contenida bajo la máscara inerte, un violento anatema venido del otro mundo. De modo que no pudo dejar de preguntarse, agarrado a los barrotes, « ¿cómo me estará viendo, desde más allá de la muerte ? »









La discusión a propósito del sexo de los ángeles se eternizaba aquella noche en el círculo de los poetas desaparecidos. Aunque Claudine había vivido alguna experiencia semejante, afortunadamente con él las cosas nunca habían ido tan lejos. Y era preciso que fuera así justo en su última reunión…. Tuvo que forzarse para reprimir la tentación de mirar el reloj.









El hogar de los jubilados se hallaba dentro de los muros del antiguo hospital, que a su vez ya había heredado el edificio de un convento de franciscanos. Estaba situado en una plaza, al otro extremo de la avenida, plantada también de acacias, cuyos bancos a la sombra serían bastante codiciados tan sólo unas horas más tarde. En el centro rezongaba sola una fuente, removiendo una cantidad considerable de agua mareada, a fuerza de salir por los numerosos caños en todas direcciones.

El interior del local, por el contrario, se reveló decididamente pletórico a causa del aire acondicionado. En la primera sala, donde estaba la barra, se habían formado varios corros, de pie o sentados, en los que se discutía, con una animación sólo concebible en aquellos que habían logrado desembarazarse del sopor de aquella canícula cruel dentro de un recinto privilegiado, se fumaba y se tomaba café. La segunda sala, prohibida a los fumadores en pleno ejercicio de la actividad que les designa, se hallaba considerablemente menos concurrida.

Al rato llegó Rogelio Roig, mostrando sus dientes de oro en una amplia sonrisa. Les dio una mano ancha y robusta, de labrador. Se justificó enseguida, sin otros preámbulos :

-Una legislatura más con ellos, a pesar de la tan traída y llevada afinidad, más bien un mito en la historia de España, era inabordable, especialmente con don Jesús a la cabeza. Me hubiera costado una enfermedad .

Se detuvo un momento, concentrado en utilizar correctamente una cucharilla que se quedaba pequeña entre sus manos. Luego prosiguió :

- Aquello era afrontar de continuo una labor de zapa. Para muestra vale un botón, en el asunto de las llamadas « casitas de aperos », él sabía que ganaba votos diciendo : « Eso es cuestión de Rogelio Roig, que para algo es el concejal de urbanismo ». Pero la gente no sabía que la suerte de las « casitas de aperos » junto a la playa, algunas de ellas bastante lujosas, dependía de una decisión del alcalde, que había sido tomada ya en su debido momento, la cual, por una vez, era la correcta. Y como en ese particular, sucedía en todos. Aparte de ello, su actuación pública también posee una dimensión bastante más delicada. Uno de los miembros de su propio partido, excedido, dejó caer en cierta ocasión : « Es que sólo se preocupa por su propia profesión ». Su profesión es arquitecto. El sabía muy bien, cómo no lo iba a saber, que los terrenos situados detrás de la vía del tren iban a ser declarados zona urbanizable y ni corto ni perezoso se disponía a comprarlos, a título personal. Lo que no imaginaba es que el próximo alcalde iba a ser yo, bueno eso no se lo esperaba ni él ni nadie, y que tenía pensado adquirirlos para el Ayuntamiento.

En ese punto dejó escapar una risita traviesa, mientras contemplaba el fondo de la taza a la que hacía describir círculos para diluir el azúcar que pudiera quedar en el último sorbo de café. Tras apurarlo, explayó su regocijo en una sonrisa amplia y sincera. Era su estilo, pero todos sabían que lo que iba a decir se anunciaba con los auspicios de la mayor seriedad.

-Cuando la operación estuvo concluida tuvo la desfachatez de decirme : « ¿Sabrás tú acaso, tendrás tú la menor idea de cuánto dinero me has hecho perder en esto ? ». Ahora que es él de nuevo el alcalde, está tratando de anular el trato. Y lo conseguirá.









Le había llegado al fin el turno a la carpeta roja. En tanto que tiraba de los elásticos con inhabitual precaución, Danielle se limitó a preguntar dirigiéndose a Guillermo Trilla :

-Por lo que respecta Sajará, ¿en qué situación nos encontramos exactamente ?

-Nos encontramos en el peor de los escenarios posibles. En realidad, no son buenas noticias las que traigo esta noche. Según la información de que dispongo, proveniente de fuentes diversas, el nuevo equipo de gobierno municipal de Sajará, surgido de las últimas elecciones, no tiene la menor intención de concluir un hermanamiento con la ciudad de Vitraux.

Esta vez nadie impidió que el silencio tomara la sala como un banco de niebla cayendo sobre una umbría. Silencio que Trilla tradujo para sí mediante la más clásica de las preguntas : « ¿por qué ? » Se mordió el labio inferior y prosiguió :

-A decir verdad, la hipótesis que ahora se confirma la habíamos previsto, pero no nos atrevíamos a admitir que pudiera llegar a materializarse, precisamente porque no resulta fácil encontrar una explicación apta para ser presentada sin riesgo ante la opinión pública.

De hecho, las tentativas que la nueva corporación había cometido hasta el momento adolecían de un cierto temblor de confusión, bastante embarazoso para todos. El propio alcalde expresó sus reservas durante una asamblea del comité de hermanamiento, aduciendo la sutileza del acusado desequilibrio entre gastos e ingresos que había caracterizado al proyecto. Trilla, en cuanto lo supo, se admiró, ¿cómo puede un proyecto de hermanamiento producir ingresos ? En otra ocasión sugirieron que las razones de la inconveniencia procedían de la disconformidad entre la economía de base que caracteriza a ambas ciudades, Vitraux es fundamentalmente industrial mientras que Sajará es agrícola. El siempre había creído que aquello era miel sobre hojuelas. Trilla recordaba una frase referente al nuevo alcalde contenida en un correo electrónico temprano que le envió a Vicente : « Las leyes del carácter pueden llegar a ser tan exactas como las de la gravitación universal ».

-Lo que tenemos enfrente, o tal vez cabría decir a nuestras espaldas, es una causa perdida, pues el escollo que ha encontrado en su camino es insalvable. Se trata, como ya he dicho, del peor de los escenarios posibles : una cuestión personal.

« Si con esto basta –se dijo-, no añadas nada más. No te andes con dibujos, muchacho ». Y bastó. El señor Guillemot acudió al quite :

-Es una buena oportunidad la que se pierde, pues las ciudades catalanas del norte han dejado completamente de lado la cultura y la civilización española, que es la que a nosotros nos interesa. Los niños aprenden todas las materias en catalán desde la escuela primaria.

-En Sajará sucede lo mismo –admitió Trilla-, pero existe una mayor flexibilidad que nos hubiera permitido jugar con un más amplio margen de maniobra, dentro de la legalidad del bilingüismo.

Iba a argumentar que el bilingüismo, bien administrado, puede llegar a ser una riqueza, siempre dispuesta a desbordar en una u otra vertiente. Pero no lo hizo, pues ya no era su guerra. No lo era en el sentido de que no tenía que convencer a nadie.

-De cualquier modo –intervino Danielle- las ciudades del norte de España están todas hermanadas con las del sur de Francia.

Así es como la conversación, vórtice caprichoso, se fue alejando poco a poco de ese vértice sensible, para alivio de Guillermo Trilla. El conocimiento adquirido de la prudencia diplomática que tanto admiraba en el espíritu y las maneras francesas, le permitió colegir sin embargo que flotaba en el aire un aplazamiento tácito, dictado por un buen sentido fácilmente compartido, según el cual parecía evidente que, cuando él no estuviera presente, dispondrían de mejor ocasión, así como de todo el tiempo y la latitud, para discutir sin trabas y sin trazado previo, ancha es Castilla, a propósito de la iniciativa que más conviniera relativa al proyecto de un futuro hermanamiento con una ciudad española. Pero él estaba en paz con su alma.

A partir de ahí comenzó a sentirse cada vez más desvinculado y únicamente de tanto en tanto trataba de recuperar el hilo de la conversación para perderlo poco después. Con el paso de los minutos, podía percibir de manera tangible cómo incluso su voluntad se iba alejando progresivamente de los puntos del orden del día, sometidos en ese momento a arduo debate, si bien es verdad que nunca se había hallado en comunión plena con los mismos, ni en esa ocasión ni en las precedentes, debido a una abulia que él era el primero en lamentar puesto que le daba la desagradable sensación de ser un extranjero en su propio tiempo.

Durante la junta anterior, a la que no asistió, cada uno de los miembros había aceptado, aparentemente, el compromiso de contactar una asociación precisa con el fin de recabar su implicación en un encuentro que debía celebrarse próximamente en West Stow. Claudine solicitó permiso para intervenir en primer lugar, pues había tenido un día muy cargado y deseaba retirarse a una hora prudencial. Al serle acordado, dio cuenta del resultado de su gestión y con las mismas se marchó. Guillermo pensó por un momento en aprovechar dicha coyuntura para despedirse y salir con la misma corriente de aire que se la llevaba a ella, visto y no visto, pero desistió porque le pareció mezquino regatear sus últimos minutos de presencia absoluta en el comité. Luego fueron interviniendo los demás, haciendo gala todos sin excepción de una admirable pasión por la minucia, de ese arte tan francés que consiste en cortar un cabello en cuatro partes, hasta completar la vuelta de la mesa, procedimiento que Trilla, con pocas aptitudes para la oratoria, admira sin reservas cuando se trata del obstruccionismo parlamentario pero que no alcanza a entender en cualquier otra circunstancia. A la escritura se le otorga salvedad, por supuesto, pues el lector corta cuando le da la gana.

Tan sólo consiguió sacarles unos segundos de su implacable exposición el formidable empuje de una ráfaga de viento contra los cristales de las claraboyas, doblados de plástico opaco para impedir la visión de los transeúntes hacia el interior pues se abrían casi a ras de suelo, el cual sonó de un modo curioso, violento pero como acolchado. Había sido igual que un golpe tierno, dado con guante por un boxeador de la categoría de peso pesado.

Serían las once aproximadamente en todos los relojes de la civilizada Europa, cuando Danielle seguía descuartizando, con su bisturí de entomóloga, las razones o sinrazones que habían avanzado las distintas asociaciones para aceptar o rechazar su participación en la expedición a West Stow. Y Trilla no se atrevía a suputar hasta qué hora habría continuado la mencionada operación, eso lo consideró más tarde, de no haber sido interrumpida por un alguacil quien, tras pedir humildemente disculpas por la intromisión, anunció que afuera estaba haciendo un tiempo del diablo.

Del diablo, en Normandía, debía querer decir efectivamente de mil demonios, ni uno menos, a juzgar por la prisa que se daban todos, de repente, en recoger sus efectos, enfundar sus abrigos y darse los besos y apretones de manos de rigor, que ese día adolecían, sin embargo, de una ejecución ligeramente furtiva.

A la salida de la ciudad, Trilla orientó la proa del coche hacia el corazón negro de la tempestad. La nieve caía a trombas, ocultando todos los rasgos del mundo bajo una espesa capa de espuma de afeitar, dejándole un rostro liso e inexpresivo, alcanzando más que nunca el ideal platónico de mundo con superficie perfectamente lisa, sin ojos, ni orejas, ni cualquier otro órgano, “mundo fabricado de modo que pueda procurarse su alimento consumiéndose a sí mismo.” Avanzando a través del glaciar de la carretera, se confortó imaginando el fuego que debía estar ardiendo tras el cristal protector de su hogar, el volumen de “Los Ensayos” de Montaigne aguardándole en la repisa de la chimenea, el resplandor rojizo que revelaba los muebles del salón, oscilantes, cabeceando como balandros flotando en la oscuridad que surgía de los rincones. Como balandros en la oscuridad. Y se preguntó si habría alguna gloria en la navegación de cabotaje.









Acon, 25-10-2004.







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