martes, 1 de marzo de 2011

LA VOZ NARRATIVA


LA VOZ NARRATIVA




« Rasga los polvorientos velos de tu memoria y que discurra el sueño, y que sepamos todos de dónde brota el agua que sacia nuestra sed.” Antonio Colinas, Invocación a Hölderlin. I.



   La voz narrativa. La ocurrencia de que el propio autor de la ficción (porque, sea como fuere, se trata de ficción y no de otra cosa) se dirija al lector explicándole buenamente, o malamente, o sin explicárselo pero actuando en consecuencia, bueno, sí, yo, Fulano de tal, con DNI número tal, estuve allí y presencié los acontecimientos que voy a referir, resulta, ciertamente, poco frecuente, aunque no inédita, ni siquiera en la literatura contemporánea o, hilando más fino, en la postmoderna (en la que, por cierto, puede suceder todo y cualquier cosa). Un ejemplo nos lo aduce “Crónica de una muerte anunciada”, obra en la que el propio García Márquez aparece (como él mismo confiesa) en tanto que personaje testigo y testigo de los testigos, es decir, personaje que recoge los testimonios de otros personajes (y a veces el suyo propio) para así entregarlos al lector en una estructura en forma de noria en la que los principales personajes son los cangilones. Sin embargo, parece que García Márquez haya utilizado este recurso justamente para desprestigiar a este narrador testigo (al que bien se le puede aplicar el viejo adagio de “cuando veas las barbas de tu vecino afeitar, en este caso las vedijosas del narrador omnisciente, pon las tuyas a remojar”). Dejando aparte el hecho de que cuando se produjo el acontecimiento fundamental en la novela, el clímax dramático, me refiero por supuesto al asesinato de Santiago Nasar, nuestro ligero narrador testigo se hallaba durmiendo nada menos que en el “regazo apostólico de María Alejandrina Cervantes”, la dama de compañía del lugar, preciso es notar igualmente que éste tiene que recurrir al sumario, chapoteando en las aguas de la inundación para no conseguir rescatarlo del todo, y también, libreta en mano como ya se ha dicho, a los restantes testigos. Aún así, el autor insiste, a su manera, sobre el hecho de que 27 años después de que ocurrieran los hechos, y tal vez aunque sólo fueran 27 días, no hay manera de escribir una “crónica” absolutamente fidedigna de nada. La memoria de esos testigos falla, lo que les hace entrar en contradicción unos con otros. ¿Llovía o no llovía el día que mataron a Santiago Nasar? Los hay también que mienten, tal Victoria Guzmán, y sólo con el correr de los años se aclararán sus embustes. El secreto fundamental, el de quién fue el artífice “del perjuicio” de la protagonista, jamás lo conocerá ese narrador testigo, por muy autor que sea y, en consecuencia, mal podrá revelárselo al lector, quien necesita transformar el sistema en estructura y no se lo ponen nada fácil. “Ya no le des más vueltas, primo”, le dice al cabo Ángela y se llevará el secreto a la tumba. ¿Redunda esto en desdoro de la novela? En absoluto. La ignorancia del mencionado secreto ni quita ni pone nada a la intensidad de la obra. La cual nos transmite otro tipo de verdades, de una magnitud mucho más elevada que ese simple secreto de alcoba, aunque costara la vida de un hombre o tuviera algún tipo de relación con su muerte, sobre la naturaleza humana o de una determinada tipología social. Según ello, la exactitud y veracidad de los acontecimientos narrados no es un rasgo esencial en una buena novela. Elogio, pues, de discurso y menosprecio de fábula. Tal vez sea eso lo que ha derribado de su pedestal al narrador omnisciente y no su parecido con Dios y que Dios se halle desprestigiado en nuestra descreída sociedad moderna. La realidad, ese vasto universo repleto de detalles sin clasificar, ese inmenso arcón al que jamás podremos encontrarle su fondo, se revela menos importante que la particular manera que tiene una conciencia de percibirla. Y ello es así porque dicho proceso se revela similar, si bien no idéntico, al que tiene lugar continuamente en la conciencia de cada lector; el cual busca, es cierto, en la literatura, entre otras cosas, una experiencia vicaria, pero no la realidad, que es inasible, y que es también inagotable por infinita, sino de un modelo de percepción de la realidad, con el cual completar y afinar el propio. Ahora bien, este paradigma de narrador omnisciente no es el único que nos ofrece la narrativa tradicional. Esa voz reseca que crepita junto al lar donde arden los sarmientos del inmemorial folklore, los viejos cuentos de hadas y princesas, o esa otra del bardo épico que, de tanto recitar antiguos romances, los va modificando poco a poco, los va acendrando, son ambas voces anónimas que surgen de una sola boca, pero que expresan el sentir de toda una comunidad. Nos imaginamos a su propietario como un anciano enjuto, de barba y pelo canos, o como una sibila de pueblo, enlutada y enteca, con más años que la agricultura. Tanto el uno como la otra simbolizan la experiencia, la humana sabiduría, que es distinta a la omnisciencia, y acaso representen también a ese inconsciente colectivo del que habla Jung, asegurando que mora en el interior de cada uno de nosotros y que nos habla a través de sueños o de inspiraciones. Aunque si se prefiere otra suerte de autoridad, más consolidada por los siglos y los concilios, también se puede traer a colación al “maestro interior” de San Agustín, el Verbo, verdad increada que reside en el interior del hombre: “Nadie ve ser verdadero aquello que lee en el libro mismo o en el que escribe, sino más bien en sí mismo” (Epístola 19). Es una voz, en todo caso, que no solamente conoce la naturaleza humana como nadie, sino que además posee un vasto saber lingüístico y un inagotable repertorio léxico, actualmente en uso o no. Estamos ya, pues, ante una conciencia que filtra la realidad, si bien se trata de una conciencia colectiva, una supra conciencia, situada por encima de los hechos que presenta; los cuales, únicamente de manera remota pueden afectarle. Su modo de operar es, por lo tanto, distinto al de una conciencia individual inmersa en los acontecimientos, que es lo que quiere ser la conciencia del lector. Éste desea sentir, aunque sea de manera vicaria, el escalofrío de verse en el ojo del ciclón. Le interesan menos los modelos a imitar, los paradigmas de conducta susceptibles de restablecer el equilibrio social en momentos de crisis. Sus intereses son cada vez menos gregarios, pues ha vislumbrado una poterna de acceso a un vasto mundo interior. La voz narrativa, conforme han ido pasando los años, se ha ido metiendo en la conciencia de los personajes, o bien ha acabado cediéndoles meramente la tarea y la responsabilidad de narrar. Claro que, una vez tomada la decisión de adoptar el punto de vista de un personaje, ello implica un compromiso estructural que no puede romperse de cualquier manera, a menos que se haga mediante la aplicación de un plan, verbigracia, atribuir un narrador distinto a cada uno de los grandes tramos de la novela, o bien poner a los personajes principales en rueda e ir cediéndoles la palabra a lo largo de todo un capítulo, o simplemente meternos en la piel de un narrador único que ejerce su función de cabo a rabo de la novela. Esto último tiene sus ventajas y sus inconvenientes. Entre las primeras cabe destacar que no se rompe la ilusión de esa experiencia directa de la molienda de unos acontecimientos por parte de una conciencia única que es, durante el tiempo de la lectura, la del lector. Y si no lo es, bien lo parece. Todo lo que ocurre en la novela, le está aconteciendo a él, no a terceras personas interpuestas, como se percibe enseguida en la técnica de la rueda o noria. Cuando uno vive intensamente un suceso y se dice ¿quién me mandaría a mí meterme en este berenjenal?, no va saltando de conciencia en conciencia, contemplando una naranja desde todas las perspectivas posibles. Aunque a veces, en narraciones más reposadas, generalmente de una naturaleza más intelectual, lo dicho no impide que sea éste el procedimiento idóneo, aclare o enturbie más aún de lo que ya estaba el conocimiento que el lector vaya teniendo de los hechos, pero sí habrá penetrado en una buena media docena de caracteres, lo cual vale por decir otras tantas maneras de ver un objeto y, a través de él, el mundo. Entre los inconvenientes se halla la dificultad que experimenta un personaje, por muy protagonista que sea, para hallarse presente en todos los acontecimientos que mueven la trama, sobre todo aquellos que se urden a sus espaldas para perjudicarle, o en aquellos que avanzan por las ramas secundarias de la acción. Para sacar esto a la superficie de la narración habrá que recurrir a argucias, a la utilización, por ejemplo, de otros personajes que cuentan, que delatan o se delatan, que cambian de campo o de opinión. Queda también la posibilidad de encuadrar las intervenciones de dos narradores en el marco de la conversación. De lo que no parece que haya duda es de esa tendencia asumida por la novela a ir hundiéndose cada vez más en las arenas movedizas de la conciencia del narrador, sea cual sea su naturaleza o su número y, dicho sea de paso, a invadir un terreno que había sido el coto privado de la poesía, así que no hay que extrañarse si utiliza también algunos de sus recursos. El texto narrativo se va ajustando a esa “corriente de conciencia” que fluye a través de la mente de quien nos cuenta la historia o de quien nos presta sus instrumentos de percepción y digestión de la misma, pero que no solamente arrastra los pormenores de la fábula, sino también algunos que están relacionados con sus intereses privados o sus preocupaciones del momento, lo cual crea un discurso más complejo, entreverado de hilos de diversos colores, tupido. El término, “stream of consciousness”, fue acuñado por William James, psicólogo y hermano del novelista Henry James, con objeto de definir el flujo continuo de pensamiento y sensación, recuerdo y fantasía que mueve sin parar la rueda de ese molino de palabras que somos todos. Durante las primeras décadas del siglo XX, escritores como James Joyce, Dorothy Richardson y Virginia Woolf, dejaron el método completamente afianzado. Dos técnicas permiten la representación de esta corriente de conciencia. La primera de ellas es el “monólogo interior”, el cual, al emplear la primera persona gramatical, cae enseguida en lo más profundo del pozo y permite verbalizar, en tiempo real, es decir, a medida que se producen, esas sensaciones y elucubraciones del sujeto que va construyendo su mundo a través de sus sentidos, su palabra y su pensamiento, es decir, va generando un texto, participio pasado de texere, tejer, más enmarañado y espeso que nunca. La segunda es el “estilo indirecto libre” que utiliza la tercera persona y cuyo discurso brota de una instancia situada, por decirlo de alguna forma, justo encima de la conciencia del personaje sobre el que queda focalizada, conservando un acceso pleno a todo cuanto ocurre en su interior pero sin acordarle la responsabilidad de acuñar la voz narrativa. Esta “instancia” toma el lenguaje, en bruto, con las características personales de esa particular conciencia, observada en pleno trabajo y lo refleja sobre una pantalla en la que aparece como texto literario. Tal reflejo se supone que es susceptible de adquirir una tonalidad ligeramente distinta a la que poseía el original. O dicho de otro modo, todo reflejo implica la existencia de un espejo, en este caso otra conciencia con vocación de reflejar las impresiones que recibe, de transmitir en toda su pureza, a veces no es así, lo que ve, si bien, al permitir que dicha corriente de conciencia incida en su superficie, no podrá evitar que ésta arranque átomos, partículas, limo, de su propio ser y los deposite en la conciencia del lector a través del texto. Que esta supuesta “instancia” de la que surge el logos de estas obras tenga o no existencia real, o verosímil, o simplemente posible, constituye un problema metafísico, cuya resolución no entra dentro de las competencias ni de los cometidos de la literatura, que es arte y, por lo tanto, artificio. A la literatura no le corresponde resolver problemas, ni metafísicos ni de cualquier otra índole, sino, acaso, plantearlos. Dada la proximidad de su foco, ambas técnicas pueden combinarse. Es lo que hace Joyce en “Ulysses” para evitar la monotonía así como el riesgo de abrumar al lector con una avalancha de detalles triviales que surgen naturalmente de sus monólogos interiores, variando la estructura gramatical de su discurso, combinando el monólogo interior con el estilo indirecto libre y la descripción de la narrativa clásica. Como más tarde mezclará García Márquez, en el “Otoño del patriarca”, el estilo directo y el indirecto, sin prevenir en modo alguno al lector, porque es consciente de que se trata ya de un lector mayor de edad, que sabe dónde le aprieta el zapato. “......y así sacaban las tres bolas mantenidas en hielo durante varios días con los tres números del billete que él se había reservado, pero nunca pensamos que los niños podían contarlo, mi general, se nos había ocurrido tan tarde que no tuvieron otro recurso que esconderlos de tres en tres......” Dicha apertura no sólo responde a la oportunidad de prevenirse contra la monotonía de un discurso monolítico, sino sobre todo a una necesidad compulsiva de la novela. La cual, a diferencia de la épica tradicional, de la lírica e incluso de la prosa expositiva, que son monológicas, que imponen una única visión de su objeto, o del mundo, es dialógica o polifónica, según el término acuñado por el ruso Mikhail Bakhtin. La paradoja de la novela es que presenta un mundo repleto de voces distintas, pero una sola debe contarnos la historia. Con tal objeto, esa voz debe integrar las otras en el plano de su propio discurso sin destruirlo. La narrativa tradicional solventaba el problema alternando la voz del narrador con la de cada uno de los personajes. Quien dice voz, dice, evidentemente, estilo, una modalidad precisa de habla, por emplear el término de Saussure. La narrativa moderna, en cambio, suele recurrir a la técnica del estilo indirecto libre, la cual implica, como ya se ha visto, la existencia de esa “instancia” narrativa distinta del personaje, dotada de una cualidad mimética que, por cierto, puede ser explotada en beneficio de la ironía. El monólogo interior, por su parte, cuando alza la vista y ve otros personajes, tiene la posibilidad de transmitirnos, aunque sea indirectamente, y por lo tanto teniendo también a su disposición el impagable instrumento de la ironía, su sentir mediante el procedimiento de tornasolar fragmentos de su propio discurso con el color del estilo de dichos personajes. Es lo que Bakhtin denomina “discurso doblemente orientado” en el que el lenguaje describe una acción y al mismo tiempo imita un habla precisa, un estilo que define a un personaje distinto de la instancia narrativa, con lo que se abre la conquista de una visión diferente del mundo. En caso de que haya un desfase entre el estilo utilizado en ese momento de la narración y el tema tratado, puede muy bien crearse un efecto de parodia. En suma, la vocación de una novela no es la de afianzar una posición ideológica o moral, sino más bien crear un espacio virtual en el que el mayor número de ellas entre en contradicción y en el cual nada ni nadie debe estar al abrigo de la crítica. La característica de ese universo será la multiplicidad de centros, cada uno de los cuales sujetará una circunferencia con propiedades diversas. Por lo tanto, no se halla conformada por un lenguaje único sino por una armonización de una multitud de ellos. Y es, dicho sea de paso, el género que más conviene a la expresión en el marco de un sistema democrático. Según lo expuesto, asentar una voz narrativa equivale a colocar la piedra angular de un edificio complejo, macizo, pesado, de dimensiones considerables. Más aún, la forma particular de esa piedra angular determinará la estructura global del edificio entero, de la misma manera que el ADN de un ser vivo lo contiene en potencia y lo guía en su crecimiento. Para efectuar la decisión más acertada en este momento crucial de la construcción narrativa, el autor dispone de un catálogo de modelos para armar, que va desde lo más aproximado al narrador omnisciente, verbigracia un personaje, directa o indirectamente implicado en la acción, situado en el mismo plano que ella, pero que juega a ponerse en la piel de cada uno de los personajes, a fingir (verbo clave donde los haya, en la materia que nos ocupa) que conoce con toda exactitud sus reacciones íntimas y, puesto que cuenta una historia pasada cuyo desenlace conoce, puede legítimamente anticipar ese fin cuantas veces le venga en gana, hasta el mencionado monólogo interior que efectúa la autopsia a cuanto cadáver le cae entre las manos y se los lleva luego a enterrar en las catacumbas de su vasta conciencia, pasando por diversos grados de narradores testigo o actores más o menos implicados en la acción principal, más o menos al corriente de lo esencial, pero que sólo entregan lo que han percibido, ya sea a través de su propia voz en primera persona, ya sea a través de otra “entidad” en el estilo indirecto libre. El autor puede incluir, calculando siempre el equilibrio de fuerzas en presencia, uno o varios narradores, pero ellos no bastarán para formar ese grupo polifónico que debe ser la novela, por lo que tendrán que integrar, canalizar, otras muchas voces para que la novela dé realmente la impresión de ser un mundo, dentro o fuera del hombre. Ahora bien, de ese relativamente amplio catálogo de modelos, ¿cuál elegir? Si bien no existen recetas y por otra parte preciso es reconocer que la habilidad del escritor puede permitirle remontar cualquier corriente adversa, cualquier dificultad intrínseca al paradigma escogido (lo que parece ser admitido por todos es que ya no se puede escribir como en el siglo XIX, aunque sí aprender de los mejores de entre sus representantes, Galdós sin ir más lejos, en contra de lo que alguien ha dejado dicho con mayor facilidad que reflexión), también es verdad que ciertos tipos de novela ganan naturalidad con un tipo preciso de narrador, utilizando una técnica más bien que otra. Si tomamos la clasificación de la novela efectuada por Wolfgang Kayser, nos encontramos en ella con tres modalidades. Novela de acción o acontecimiento, caracterizada por una intriga concentrada, cuidadosamente definida y estructurada, empeñada sobre todo en el encadenamiento de situaciones. Novela de personaje, cuyo interés se centra en el estudio de una personalidad que ofrece unas características dignas de atención; es la ocasión de efectuar un detallado estudio psicológico y de ahí se suele derivar hacia el subjetivismo lírico de tono confidencial. Finalmente novela de espacio, donde prima la descripción de un ambiente histórico y de un entramado social concreto. Su objetivo es componer un cuadro de sociedad en un momento preciso. Pues bien, resulta obvio que si nos referimos al tipo primero, cuanto más se acerque el narrador al tipo omnisciente, sin caer de lleno en el paradigma puro por encontrarse éste bastante desacreditado no sin razón, utilizando para ello las triquiñuelas arriba sugeridas u otras, mayormente facilitará el proceso narrativo, podrá ir saltando de maquinación en maquinación, de fechoría en fechoría y de rama en rama y cuando le parezca unirá y atará y cuando lo juzgue oportuno desatará y liberará. O también tiene la posibilidad de utilizar un testigo instalado en la corriente principal de acción y dotado de un carácter más bien reservado para no abrumar con una sobrecarga de impresiones personales cada vez que una situación nueva se produzca. Las acciones secundarias las referirá de oídas, o tras un estudio posterior, o no las referirá y dejará que surjan. Quizá el paradigma más pertinente para ello sea el strong silent man de la novela norteamericana, acompañada de la técnica del estilo indirecto libre. Últimamente, siguiendo el magisterio de Eco y otros, se ha insistido en dar al lector un papel más activo en la creación del producto final. En fin, lo tenía ya antes que los semiólogos se sacaran de la manga la distinción entre texto y espacio textual, el segundo sería el ámbito del autor y se correspondería con lo comunicado y lo significado, mientras que el primero se referiría al sentido, habiendo tantos sentidos como lectores. Pero lo cierto es que la narrativa reciente busca abiertamente la colaboración del lector y las primeras víctimas de dicha colaboración son los signos convencionales de la escritura y una de las grandes beneficiadas es, por ejemplo, la elipsis. Un método para acordarle protagonismo al lector consistiría en el empleo del mencionado estilo indirecto libre combinado con la llamada técnica de “permanecer en la superficie” del comportamiento de los personajes. Este tipo de novela consiste esencialmente en descripción y diálogo, sin introspección en los caracteres, sin comentarios que lleven el sello autorial, sin verbos introductorios de discurso, escrita objetivamente en presente, acompañando a los personajes en su desplazamiento hacia un futuro ignorado. La responsabilidad de la interpretación quedará únicamente entre las manos del lector. Avanzando la novela por esta vía, la vieja alternancia entre el “mostrar” y el “contar” se está resolviendo en una clara preponderancia del primero, pues la técnica del estilo indirecto libre no es sino una fusión de la voz autorial con la voz del personaje. Por el contrario, en el caso del segundo de los tipos de novela según Kayser, es decir, la novela de personaje, parece natural utilizar el monólogo interior. O también el estilo imprecativo de la segunda persona. Y qué duda cabe que las novelas llamadas de espacio serán favorecidas con la presencia de varias voces narrativas cuyo único lazo de unión lo constituya el hecho de transitar y compartir el mencionado espacio. Sin olvidar que esas voces, al propio tiempo que vehiculizan otras voces, en última instancia quedan reducidas a una sola. A menos que sea, o acabe siendo, lo opuesto, como para Philip Roth, “Lo único que puedo decirte con toda certeza es que yo no tengo yo....Lo que sí tengo es toda una variedad de imitaciones, y no sólo de mi yo, sino también de un auténtico tropel de intérpretes interiorizados, una compañía estable de actores a los que puedo recurrir cada vez que necesito un yo, una cambiante reserva de obras y papeles que integran mi repertorio,” Philip Roth, La contravida. Gajes del oficio. Un error en este paso, si no es consciente y asumido y dotado de valor estructural, y entonces ya no es error sino o bien contumacia o bien clarividencia genial, puede ser fatal, no sólo para el resultado perseguido, sino para la propia ejecución de la obra.

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