lunes, 3 de mayo de 2010

LA HORA DE LEVIATÁN-TERCERA PARTE












                                                       LA HORA DE LEVIATÁN




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TERCERA PARTE I Me desperté poco antes del mediodía. “Se le llama una forma sin forma, una imagen sin imagen. Se le llama vago, indeterminado. Si uno va delante de él, no le ve la cara; si le sigue, no le ve la espalda. Es observando el Tao de los tiempos antiguos como se puede gobernar las existencias de hoy en día. Si el hombre alcanza a conocer el origen de las cosas antiguas, se dice que mantiene el hilo del Tao.” Si el cuerpo no trabaja, no necesita respirar demasiado; entonces la vida alrededor se va poniendo de relieve, se va intensificando hasta que uno lo mira todo, lo escucha todo, pero no existe, se ha convertido en un trozo de madera que sirve para cualquier cosa, en un trapo que cuelga de un clavo, en un reflejo que una capa de polvo empaña. Sale al jardín, se echa al pie de la higuera y se confunde con sus raíces, la hierba recubre enseguida su cuerpo, su piel se reseca y, a poco, se confunde con la tierra. El ogro hembra que vive al lado atruena la casa y hace tambalearse los muros con sus bramidos. El ogro macho que vive con ella replica con gruñidos no menos bestiales que los de su consorte. Del otro lado, cae en cascada un caudaloso silencio de telarañas y de salas vacías. Yo soy una minúscula bola de luz que habita el centro de una materia inerte, una masa en hibernación. ¿Vive alguien ahí? Un escritor, trabaja por la noche y duerme durante el día. Los gorriones arman un revoltijo de mil demonios en el tejado, luego se derraman como un racimo alado por los aleros y continúan su querella entre las hojas de papel de lija de la higuera. ¿Es un escritor conocido? ¿Y yo qué voy a saber, si no conozco a ninguno? En el congelador hay una barra de pan. Lo pongo a descongelar en el microondas. Luego lo corto y lo inserto en la tostadora, lo rocío con aceite y sal. Me doy con él un verdadero banquete crujiente y vuelvo a la cama. Duermo hasta las seis de la tarde. Salgo por la parte trasera de la casa y allí, donde nadie me ve, me pongo a leer hasta que anochece. Cuando todo el mundo se mete en las viviendas para cenar, salgo, me compro un bocadillo y un agua mineral, me lo como en la playa, escuchando el latín del mar, recreándome en la larga cadencia de sus frases, recibiendo noticias de los más lejanos rincones del imperio. Ayer, hoy y mañana, todo se confunde en una sola reminiscencia, en un solo soplo de brisa lunar, en el afilado rejón de plata de una estrella solitaria. Y vuelvo a casa, mientras todo el mundo mira la tele. Leo en mi despacho hasta la madrugada. Así, durante tres días. Tres días para bajar a la nada, olvidar en sus aposentos el nombre que a uno le han puesto y regresar a la superficie del mundo, regenerado. No obstante, tras ese paréntesis razonable, fue preciso retomar las riendas de la situación, aunque de otra manera ya. Celebré, en el más absoluto secreto, al abrigo de los pesados sillares del monasterio templario que había adquirido unos meses atrás, las anunciadas reuniones, pues lo más urgente era, con toda evidencia, poner al día las cuentas de la empresa; seguidamente, encauzarla desde el punto de vista financiero y en ese aspecto la conversación con Ruano confirmó su verdadera relevancia de providencial inspiración. Mis consejeros entendieron pronto el lenguaje en que les hablaba y abundaron en ideas y recursos. Esa noche quedaron fundadas las bases de una nueva era para nosotros. Una compleja e inconmensurable maquinaria de fabricar dinero se puso en marcha casi de inmediato, porque en nuestros días no admitimos plazos, pues ya hemos olvidado los rudimentos y los socorros de la espera, lo que no funciona en el acto, es desechado por obsoleto, por eso el circuito del dinero ya no contempla la fabricación de bienes sino que, como el Ouroboros, la serpiente que se muerde la cola, tiene que revertirse enseguida en más dinero, para enroscarse de nuevo en la siguiente espiral y así sucesivamente, hasta acabar en la sequedad estéril de un borujo de papeles sin valor, porque ése es el signo de nuestros tiempos. Eso no podía durar indefinidamente, claro, pero para nosotros, en ese preciso momento, era como lluvia de mayo para medrar y tomar con la mayor celeridad posible las posiciones que requería nuestra ambición y el nuevo peso específico que habíamos adquirido en los últimos días. Tomadas estas provisiones, no me quedaba sino atender a un cabo suelto que pendía de la urdidera. Con tal propósito fui un día a la atalaya, a la hora en que suele desayunar el personal que vive allí. Mefiboshet, ayudado de los demás, sirvió la mesa en la terraza y nos sentamos todos, en buena hermandad, al frescor de la mañana. Nuestro prioste parecía, sin embargo, un poco mosqueado. ¿Qué te pasa, Juan? ¡Juan, Juan, aquí el único que me llama Juan eres tú! Los demás que si Mefiboshet por aquí, que si Mefiboshet por allá, que si Mefiboshet esto, que si Mefiboshet aquello, tanto es así que hasta la chica rusa cree que me llamo Mefiboshet. ¡A saber qué quiere decir Mefiboshet en su infernal idioma! Como no dejen de llamarme así, un día de estos les pongo ácido sulfúrico en el desayuno. Si hubiera sido un hombre honesto, le habría confesado la responsabilidad abrumadora que me incumbía en ello. Dunia me recriminó mi obcecada ausencia desde que habíamos llegado. Le repliqué que era, cuanto menos, prudente, si no necesario, mostrarse discreto, al menos al principio, pero prometí que, más tarde, la llevaría a visitar los lugares de interés en los alrededores. Luego, en un aparte con Nicolai, le comenté que, si se encontraba demasiado al estrecho en una sola habitación con su hermana, no tenía más que decirlo y mandaría que se les comprara un buen apartamento para los dos. Me repuso que era muy amable de mi parte y me lo agradecía, pero con el dinero que poseía tras el primer reparto de beneficios, bien podía adquirirlo él mismo. No, deja más bien ese dinero reposar tranquilo por el momento, yo encontraré el modo de efectuar una transacción discreta, vosotros no tenéis más que consultar las ofertas de los periódicos y elegir, eventualmente visitar, el resto lo haremos de otra manera. Quiero que sea, no obstante, un apartamento soberbio. Al fin y al cabo, si Dunia está aquí, es por culpa nuestra. Lo menos que podemos hacer es acogerla del mejor modo posible. Entendido. Luego busqué a Milos. Ven, tienes que ponerme al corriente sobre ciertos asuntos. Entramos en el despacho y nos instalamos cómodamente en los sillones. Dime, ¿dónde nos encontramos exactamente en relación al caso del príncipe Moshin? Todo está dispuesto para que nos lancemos al asalto, si verdaderamente crees que nos interesa hacerlo. ¿Por qué no nos iba a interesar, si el asunto está, como pareces insinuar, a punto de caramelo? No sé, me da la impresión de que llevamos una velocidad de vértigo, pienso si no sería más sensato, acaso, afianzar primero nuestras posiciones, dejar que la inmensa polvareda que hemos levantado caiga y podamos entonces ver más claro. Ese asunto está en otro campo y el viento sopla en la dirección opuesta. Pero los movimientos….tú mismo has dicho que hay que ser discreto. Cierto, hay que ser discreto, mas no por ello hay que dejar malograrse las oportunidades, cada fruto tiene su día para cogerlo, ni más ni menos. Es que esto me huele a asunto de Estado y dos asuntos de Estado en el mismo mes, me parece excesivo. Explícame primero el punto exacto en que nos encontramos y luego veremos. El príncipe Moshin trata con unos caballeros ingleses a través de un intermediario que obedece al nombre de Gedeón Pacheco, a mi modo de ver se está fraguando un contrato de venta de armas a una escala formidable, difícil de predecir por el momento. ¿Y qué necesidad tiene ese miembro de la familia real de pasar a través de este Gedeón Pacheco para firmar un contrato de venta de armas a su país? Acabaría antes convocando a los mencionados caballeros ingleses, que supongo no son sino altos cargos de la empresa que fabrica las armas, en un despacho del ministerio de la guerra, discutiendo las condiciones, luego las aceptaría o las rechazaría y santas pascuas. Eso que acabas de decir es una ingenuidad. Debes saber que no se firma ningún contrato con ese país, el cual no constituye, por otra parte, una excepción, a no ser, si acaso, en cuanto a las proporciones que se manejan, sin que se paguen suculentas comisiones. Convendrás conmigo en que la discusión de tales pormenores es un asunto privado, en el cual, aunque sólo sea por delicadeza, no debe implicarse a ninguna institución oficial. Una vez estas cuestiones discutidas y precisadas con todo detalle las modalidades de pago, facturas hinchadas, servicios que jamás serán prestados, etc.….entonces ya se puede pasar por el ministerio de la guerra y hasta por el propio palacio real si se tercia. En fin, por el momento no tenemos más que suposiciones, nada concreto; a pesar de todo, yo pondría la mano en el fuego para afirmar que se trata de eso. La empresa, probablemente británica, o quizá americana, que está detrás de esto la desconocemos, así como el tipo de armas en cuestión. El círculo que protege a todos estos personajes es un anillo de hierro, sin ninguna fisura, excepto, tal vez, una. Dicho resquicio se llama, presumo, Victoria de la Mata. Así es. ¿Qué más habéis averiguado de ella? Antes de que os fuerais, advertimos que frecuentaba una especie de gimnasio entreverado con escuela de danza, enteramente consagrado al bello sexo. El caso es que no acudía a él ni una sola mujer que tuviera la menor necesidad de hacer ejercicio alguno. Sí, claro, hay que conservarse… Pero todas mujeres de bandera, es así como decís los españoles ¿no? Bellísimas en todo caso, sin una sola excepción. Solicitamos pues la colaboración de una joven de nuestra entera confianza y la enviamos allí. Primero que nada, le revisaron todos los papeles, como si fuera un control policial. Hasta le pidieron documentos de justificación de domicilio. Ella prometió que los traería sin falta la próxima vez. Luego la hicieron pasar al despacho del gerente, que fue quien la admitió personalmente. Durante las primeras semanas, no hubo sino gimnasia y danza, todo perfectamente normal. A partir de ahí, la danza se iba haciendo cada vez más sensual y comenzaron a impartirse cursos de cómo caminar por una pasarela, cómo se efectúan bailes de seducción. Las chicas aceptaron esto como una evolución natural de la formación. Finalmente la convocaron al despacho del gerente y éste le reveló la verdadera naturaleza del establecimiento. Se trataba, en efecto, de una escuela de formación de mujeres de compañía de altísimo lujo, para atender a clientes realmente especiales que pagaban cantidades fabulosas por servicios de un refinamiento inhabitual. Lo que solicitaban era verdaderas geishas occidentales. Todo el mundo sabe que por esta ciudad pasan políticos del más alto rango, incluso jefes de Estado, así como los hombres más ricos del planeta. No tendría que intervenir a menudo, pero con lo poco que lo hiciera podría considerarse rica a la vuelta de un año. Aparte de que dominaría el arte de la seducción a un nivel tan elevado que llegaría a convertirse para ella en una magia infalible que pondría el universo entero a sus pies. Ella, siguiendo las instrucciones que le habíamos dado, repuso que le dieran veinticuatro horas para pensarlo. Dimitri Tchourbanov, que tal era la gracia del gerente, admitió este plazo considerándolo una reacción razonable en una muchacha a la que se le pedía renunciara a la honestidad de una vez por todas. Inmediatamente le pagamos a la chica un largo viaje de placer mientras tomábamos las disposiciones necesarias para asegurarnos de que no volverían a inquietarla. E hicimos bien pues, vencido el intervalo convenido, fueron a buscarla infructuosamente a su propia casa. En realidad, no tuvimos que hacer nada más pues, como te dije, Evgueni se esfumó de repente junto con sus lugartenientes, entre los que figuraba el propio Tchourbanov. Éste dejó a cargo de la agencia “El ánfora”, a uno de sus subalternos, a quien nosotros supimos convencer enseguida de que, privado de protección, le convenía llegar a un acuerdo mediante el cual se comprometía a pagarnos un tributo y a acceder con toda libertad a la información que ellos poseen sobre sus clientes, prometiendo utilizarla con discreción. Eventualmente se nos permitiría recurrir a las chicas para obtener complementos de la misma. Supongo que no intervendrías personalmente en tales negociaciones. Por supuesto que no, envié a algunos de mis hombres con los que no necesito tener un trato directo. De modo que ahora Verónica de la Mata trabaja para nosotros. Exacto. No logro entender cómo una mujer rica, rica de cuna e incluso de solar noble, tome esa clase de riesgos por dinero. A mi modo de ver no solamente es por dinero. No me digas que cuando se la cepilló el enano barrigón, que tuvieron que ponerle un escabel para llegar a la altura requerida, ella disfrutó con ello. Pienso que sí, tengo la convicción de que algunas mujeres son capaces de encontrarle morbo a cualquier situación; muy pocos hombres para una aventura, digamos, rápida, aceptarían una oponente que no tuviera algún tipo de atractivo, en mayor o menor grado. Las mujeres, en cambio, acuerdan un elevado precio al acto mismo de la entrega y no me estoy refiriendo únicamente al precio en metálico. Algunas damas de la mejor sociedad se entregan a camioneros, en la cuneta misma de las carreteras, sin tomar apenas la precaución de ocultarse tras los primeros arbustos, sólo porque esa escena tiene el formidable morbo del escándalo. Nada que ver con el polvo rutinario que le da en la cama el marido con las luces apagadas y el gorro de dormir bien encasquetado. Cuanto más morganática sea la entrega, mejor. Hemos seguido un poco a Verónica, no es que salga de una cama para entrar en otra, pero durante el mes que habéis estado fuera, lo mismo la ha obtenido un ejecutivo de la categoría de su marido, tal vez de su círculo íntimo, que un fontanero obeso que vino a reparar una cañería. Y no sé si no se lo pasó mejor con el segundo que con el primero, con el cual estuvo simplemente “profesional.” Imagino que también debe excitarles la imaginación, me refiero a esas damas de compañía, pues ella lo es, las cantidades realmente exorbitantes que ciertos magnates pagan por pasar unas horas con ellas, supongo que su autoestima crece y que Dios me perdone pero adivino que muchas de ellas no pueden pasarse de una dosis frecuente de dicha droga. Con el dinero que ganan se ofrecen caprichos caros, lencería de lo más fino, joyas sin pasarse pues no pueden llamar la atención del marido y poca cosa más. Por lo general, el capital que obtienen duerme a pierna suelta en una cuenta de ahorro. Ninguna de ellas lo necesita para vivir. He estado revisando los ficheros, el noventa por ciento pertenece a la clase alta. El diez por ciento restante, enteramente a la clase media. Verónica de la Mata disfraza algunas aportaciones personales a la economía familiar con donaciones de su padre, sabiendo que entre los dos hombres jamás girará la conversación en torno al tema crematístico, no al menos en lo concerniente a los gastos domésticos. Así, el matrimonio lleva un tren de vida fastuoso. Necesitamos que colabore con nosotros en este asunto. Si el dinero no puede ser un argumento definitivo para con ella, ¿a qué otro podríamos recurrir? Mi opinión es que ese argumento debería contener una mezcla de ambos temas, a saber, dinero y morbo. ¿Tienes algún plan? Sí, lo llevo pensando algún tiempo. Verás, hay que poner sobre el tapete una cantidad suculenta, eso por descontado. Pero luego conviene proceder de un modo que excite su imaginación, a la par que implique la perennidad de esa fuente, a la vez de recursos y de cierta clase de placer. He aquí mi plan, el actual gerente de la agencia “El ánfora” la convoca a su despacho y le dice con toda claridad que gente situada muy por encima de él, manejando hilos que le mueven personalmente, la ha elegido para una misión especial cuyo contenido él mismo ignora. Sólo se lo explicarán a ella de viva voz si acepta ciertos requisitos para que pueda tener lugar dicha cita sin que la personalidad de sus interlocutores quede revelada. Entonces viene el aspecto rocambolesco de la cosa, al tiempo que necesario, por cierto. La condición es que un coche vendrá a recogerla, de noche, al estacionamiento interior de la agencia. Antes de subir al mismo deberá consentir que se le venden los ojos y seguidamente viajará acostada en el asiento trasero. Debe saber también que la persona o personas con quienes se entrevistará llevarán el rostro cubierto por una máscara. Cuando se le haga la proposición, todavía estará a tiempo de rechazarla, prometiendo, eso sí, no divulgarla, especialmente al principal interesado en ello. Ese encuentro podría tener lugar en el mismo escenario que el de Ruano. Por cierto, tu yugoslavo aprendió en poco tiempo a hablar un español impecable. También Leviatán lo maneja con una pulcritud que envidiarían muchos labriegos de la vieja Castilla y no parece ser oriundo de ningún país hispánico. Leviatán es cosmopolita y políglota por necesidad de su oficio. La verdad es que yo te entrego una adaptación bastante personal de las prestaciones lingüísticas de Milos y de los otros. Aunque hay que reconocer que han hecho notables progresos desde que, antes de irme a Rusia, cumplí mi amenaza de imponerles un profesor, que luego resultó ser profesora, de castellano; la cual viene regularmente a la atalaya dos veces por semana. En fin, le dije a Milos que estaba de acuerdo. Y que lo haríamos así. Podía ponerlo en marcha de inmediato. Se levantó con parsimonia del butacón, como si le dolieran los huesos, y salió del despacho. A los pocos minutos le imité. No había nadie en la terraza. Tomé asiento en el columpio. Se anunciaba uno de esos días de septiembre que son un estallido permanente de luz, en una atmósfera diáfana. El sol todavía no había comenzado a calentar. Cerré los ojos para absorber a gusto los nuevos datos que se hallaban en la antesala de mi mente. Sentí la presencia de alguien y los abrí. Era Mefiboshet con los periódicos. Se lo agradecí. Tomé distraídamente el primero de ellos y me puse a hojearlo. Una nueva sombra sobre el papel me indicó que alguien pasaba por delante de mí. Alcé los ojos y resulta que era Dunia. Nicolai se ha ido para un asunto importante, me ha dicho. Tal vez no regrese para comer. Intuí que Verónica de la Mata tenía algo que ver con esa defección de Nicolai. Todavía nos quedan algunos días de verano, eso si aquí no es verano todo el año. Podríamos ir a bañarnos a la playa. No era una buena idea presentarse en la playa con una mujer así, para alguien que trata de pasar desapercibido. Tal vez no a la playa de aquí, por precaución, pero sí podemos ir a una cala discreta, sólo frecuentada por extranjeros que tienen sus casas colgando del acantilado. Allí hay un magnífico restaurante, al que sólo acuden ellos, con una espléndida vista sobre el mar. Dunia desplegó una sonrisa increíble en cuanto a su perfección. A decir verdad, yo mismo no podría haber imaginado un mejor modo de emplear el día en espera de acontecimientos. Pero primero tengo que pasar por algún sitio para comprarme un traje de baño, replicó. Tomé las llaves del deportivo y le dije a Mefiboshet que no nos esperaran para comer. No la llevé, desde luego, a cualquier sitio para comprarle el bañador. La vendedora pontificó, de buenas a primeras, una mujer así, está hecha para lucirse. De modo que sugirió enseguida modelos atrevidos para que se los probara. Dunia sonreía de verse así, pero no se hallaba en absoluto cohibida. Mi opinión es que no era en absoluto consciente del efecto que causaba. Al final declaró que todo aquello le parecía demasiado atrevido y que no se imaginaba ataviada de ese modo en la playa, a la vista de todos. Le repliqué que, al lugar al que íbamos, un bañador así aparecería como algo más bien discreto, pues la mayor parte de las mujeres bajan con una sola y menguada pieza, las otras, a la última moda, es decir con lencería, y algunas totalmente desnudas. ¿Es eso posible? Ya lo verás con tus propios ojos. Dunia rió y la vendedora se maravilló. Pero chica, ¿de dónde vienes tú? Y nos reímos los tres. Coge varios de los que más te gusten. Sáquele luego alguno más discreto, por si algún día vamos a la piscina de Acción Católica. Dunia no desmerecía con ninguno. Me preguntó cuál prefería para llevárselo puesto. Elegí uno con el que sus caderas aparecían surcadas tan sólo por un finísimo hilo transversal. Con su mirada pareció hacerme comprender que era un sinvergüenza, pero sin enfadarse. Y, lo mejor de todo, accedió. Porque no es una playa concurrida, dijo. A mi vez, saboreé con delectación la conclusión que se imponía, a saber, a mí, al menos, me era dado contemplar esa visión sublime. Tras bajar por una carretera que semejaba una escalera de caracol, llegamos a un reducido aparcadero en el que no habría más de tres o cuatro vehículos, ninguno de ellos precisamente corriente. La minúscula playa de guijarros, sin estar concurrida, estaba al menos poblada. Sugerí a Dunia que subiéramos primero al restaurante para reservar una mesa, pues nunca se sabe. Y, al mismo tiempo, podríamos dejar allí las llaves del coche para sentirnos más libres. Entonces tendremos que quitarnos la ropa ahora y dejarla en el coche. Bueno, si quieres, aunque aquí nadie roba la ropa. Un deportivo como este no sé, pero no la ropa, desde luego. Claro, dijo, y empezó a desabrocharse los vaqueros. Yo hice lo propio, pero no pude evitar espiar con el rabillo del ojo su sensual maniobra. Nos dejamos una camisa encima. Para alcanzar el restaurante, había que ascender una larga y pronunciada escalera de piedra. Al cabo de la misma apareció una terraza reverberante de sol, provista de mesas y sombrillas. El comedor daba la impresión de estar colgado sobre el azul y la vista se desplegaba hasta una distancia inusitada. Le pregunté si quería tomar algo y me repuso que no, que estaba ansiosa por bañarse en ese mar. Rehicimos lo andado, atravesamos el aparcadero, más allá del cual se hallaba la recoleta playa de guijarros. El paraje formaba, en efecto, una acogedora cala. ¿Ves –le recordé- cómo baja la gente a bañarse? Ya veo, ya…. Era exactamente como yo había vaticinado. Sin embargo, a pesar de que iba vestida con hábito de monja de clausura, en comparación con las demás, todo el mundo miraba a Dunia admirativamente. Una vez más se apoderó de mí, mediante un osado golpe de mano, la idea de que era posible empezar todo de nuevo, nacer una segunda vez, ver este mar, que es el único mar que me interesa al fin y al cabo, con la visión deslumbradora, casi dolorosa por efecto de esa belleza prístina de tierra nueva y cielo nuevo que me dieron aquellos ojos recién estrenados de la infancia. Durante un instante regresó esa sensación aguda de los días brillantes, demoledores, turbadores, de antaño, que le dejaban a uno el cuerpo magnetizado, aturdido como un ciego por ver más de la cuenta. Dejamos zapatos y camisas entre las peladillas enharinadas y nos pusimos a imitar el albatros de Baudelaire, avanzando desmañada y penosamente por la cubierta, pero luego, en cuanto tocó el agua, se convirtió en un cisne majestuoso. Se lanzó hacia la inmensidad líquida, ora nadando por la superficie, ora explorando el fondo. Cuando sólo veía su cara, parecía una niña feliz, quizá un poco frágil. Quiso ir hasta la boca de la herradura y ver lo que había más allá. Le dije que muy bien y me puse a nadar a su lado. Cortaba el agua sin esfuerzo, con movimientos precisos y bien sincronizados. Sentí una vaga inquietud al contemplar aquella muñeca fina y delicada entre los brazos del mar, dotado en ese momento de una fuerza tranquila pero inconmensurable. Llegamos a un tramo que daba acceso al mar abierto, donde la corriente se intensificó sensiblemente. Durante un tiempo nos quedamos estancados, sin avanzar ni retroceder. A pesar de todo, era una sensación agradable, el masaje del agua viva a lo largo de todo el cuerpo. Creo que mi compañera se recreaba también en dicha percepción. De repente aceleró la cadencia y se puso a avanzar, lenta pero francamente. La imité. Durante no menos de diez minutos estuvimos midiendo nuestras fuerzas con las que nos enviaba el mar, la naturaleza. Al fin logramos imponernos, doblamos la esquina y fuimos a caer sobre una minúscula playa, protegida, no obstante, por una hilera de rocas del tamaño de una persona. Dunia salió la primera, agarrándose a ellas y desplazándose con precaución para evitar una caída o un golpe sobre las resbaladizas aristas sumergidas. Yo la contemplaba flotando todavía. Cuando me tocó a mí trepar, comencé por posar mis pies sobre una roca plana y me erguí. El agua me llegaba al pecho. Alcé los ojos y la espléndida silueta de sirena que encontraron me lanzó un mazazo que me dolió en todo el cuerpo; por otra parte, el prodigioso contacto con el agua del mar sublevó mi sangre de un modo tan contundente que no me atreví a moverme siquiera, quedándome como una estatua desnuda a la que la marea descendente amenaza con descubrir. ¿No subes? Dudé un instante, e incluso creo que enrojecí. Sin embargo, permanecer inmóvil hubiera sido revelarlo todo con la misma claridad. Después de todo, tal vez el efecto no fuera en realidad tan manifiesto como creía y acaso pasara desapercibido. La imité en su recorrido, me agarré a las mismas rocas que ella, un tanto inquieto porque notaba el efecto de su atenta mirada. Cuando noté que mis pies se hallaban definitivamente afianzados en la orilla, alcé de nuevo los ojos. Sonreía con un fulgor entre irónico y divertido. Supe entonces que la reacción que me había puesto todo tenso como una maroma de barco, en modo alguno le había pasado desapercibida. Me ruboricé sin remedio hasta las orejas. Dunia avanzó hacia mí como en un sueño, posó sus manos sobre mis hombros y suavemente empujó hasta que sentí apoyada la espalda contra la roca. Recibí su cuerpo a lo largo de todo el mío y el contacto de su boca abrasó mi médula espinal y luego las entrañas. El deseo, en ciernes durante tantos días, estalló sin remedio, mis manos se aferraron a sus ansiadas formas y sin saber cómo ni cómo no, a poco habíamos formado ya un solo latido y un solo cuerpo. Así son las cosas y así se abren camino. No vayas a creer que, porque te haya hecho el amor, te he perdonado el hecho de que, por tu culpa, me halle enamorada por primera vez y que ello sea de un gánster. ¿Cuánto tiempo llevas haciendo esta vida? Seis meses. Se maravilló. ¿Sólo? Sí. ¿Y antes? Un empleado de oficina. ¿Casado? Casado. ¿Y dónde está ahora tu mujer? Lo ignoro. ¿Os habéis divorciado? No. ¿Cómo fue que te metiste en esto? Eran igual que ovejas sin pastor. ¿Piensas dejarlo alguna vez? Cuando todo esté encauzado, le pasaré el testigo a Milos. Quizá todavía sea posible que no hayamos cometido los tres la locura de nuestras vidas. Quizá. Y es verdad que, en ese momento, hablando con Dunia, lo daba por hecho. Ahora vamos a comer, pues con tanto ejercicio se me ha abierto el apetito. Diciendo esto, se lanzó al agua. La corriente nos dio alas para el camino inverso, entramos en la ensenada como dos bajeles con las velas desplegadas, cruzamos transversalmente el espacio interior de la herradura, de una tirada, hasta llegar a la playa. Creo que, en esa excursión a nado, no solamente la conocí bíblicamente, sino que se me apareció como una chica vigorosa, fuerte, decidida. Estaba encantado. Ascendimos la pina escalera acicateados por el hambre y la sed. Nos instalamos en nuestra mesa para dos, rodeados de alemanes y de ingleses tostados como bantúes al final del verano. ¿Qué me aconsejas? La paella marinera, la hacen excelente aquí, a fuego de leña. El camarero tomaba nota. Y un vino blanco de la tierra. Mientras llegaba el pedido, consumimos un Martini, también blanco, con cubitos. Pensé que había tantas cosas que mostrarle a Dunia, tantos lugares que visitar, en la costa, en el interior, tantos platos típicos que hacerle probar en el sitio mismo en que nacieron. Tan sólo con esta región, había mil días de felicidad. Y luego teníamos el mundo, que no es moco de pavo. Fue tal la despreocupación de ese día, que olvidé todo, los dolores antiguos y los modernos, mis planes, mis temores, mis frustraciones, mis remordimientos y mi orgullo; si alguna vez me había apretado el zapato en algún sitio, lo había olvidado. Era, en efecto, como si hubiera bebido un buen trago de agua de Leteo y la encontraba fresca, embriagadora. Bromeamos juntos sobre todas las experiencias que habíamos compartido, sobre los personajes que habíamos conocido, desde el primer ministro hasta su tía Anastasia. También sentimos un escalofrío ante el recuerdo de los muertos, pero se nos pasó pronto. No era ése un momento para pensar en los muertos. Tampoco nos detuvimos mucho en la evocación de la datcha. Aunque sí en el viaje que emprendimos con la pavorosa huída. Le conté asimismo nuestras aventuras en Moscú antes de que apareciera ella. Y finalmente la pura verdad de todo. Cuando quisimos darnos cuenta estábamos solos, con la excepción de los camareros. Pedimos la cuenta y volvimos a bajar a la playa. Tomamos el sol y nos bañamos, sin preocuparnos por las llaves del coche ni por la ropa. Cuando la tarde comenzó a declinar, nos vestimos y nos fuimos a pasear por una playa anónima. Había un mercadillo donde compramos infinidad de cosas. Las dejamos en el maletero del coche y la emprendimos con el paseo marítimo, con los farallones del puerto, el pueblo de pescadores, en fin, con todo lo que había que ver allí sólo porque lo veíamos juntos, razón por la cual se hallaba revestido por una pátina especial y no había que desperdiciar ni una sola perspectiva, ni una sola escena. Más por respetar las conveniencias que por otra cosa, regresamos a la atalaya a la hora de cenar. Decidimos no manifestar por el momento el lazo que nos unía. Pero nuestros ojos debían poseer un brillo extraño que lo delataba todo. Nicolai, acercándose discretamente a nosotros, nos comentó. Ahora, tal vez sea más conveniente que seáis vosotros quienes busquéis un piso. Le repliqué que también él podía hacerlo, si así lo deseaba. Repuso que no, que allí le daban la comida hecha, de calidad, además, y la ropa lavada. Le apañaba esa situación, de momento. Perspicaz, tu hermano, le dije a Dunia cuando éste se hubo alejado. Él tenía la ventaja de haber sido prevenido, contestó. También Milos se acercó en cuanto me vio solo. Verónica de la Mata acepta reunirse contigo. La cita tendrá lugar mañana. Así que, al día siguiente, anochecido ya, me hallaba en el palacio arzobispal, convertido de nuevo en el hermano negro de la risa fija. Había mandado que trajeran más candelabros. Quería una atmósfera menos lúgubre que la utilizada para recibir a Ruano. La luz y el fuego debían dominar ligeramente sobre las tinieblas. Al fin y al cabo era una mujer y no hacía falta abrumarle tanto el espíritu. El espíritu de Verónica de la Mata se hallaría más bien en una situación, hasta cierto punto, familiar pues la nobleza española tiene los ojos avezados, desde la más tierna infancia, a la luz temblorosa de las candelas, a la penumbra y a los recovecos oscuros de las iglesias y monasterios. Se trata de encontrar para ella un equilibrio entre una emoción que no llegue al susto, portadora quizá de reminiscencias, y el respeto, indirectamente ligado al que los venerables padres le habrían impuesto durante las ceremonias sagradas a las que pronto fue iniciada y a las que nunca ha dejado de asistir. La máscara de la risa es otra cosa. Veremos de qué tipo de estofa de mujer está hecha Verónica de la Mata. La máscara de la risa. Mientras me paseaba con ella en la mano por aquella vasta sala iluminada con profusión de cirios como para una misa de réquiem, me pregunté cómo sería realmente por dentro un hombre con una sonrisa indeleble impresa en los labios, pero ello no siendo la consecuencia de una suerte de defecto de nacimiento o de accidental herida, sino por voluntad propia, como resultado de una inquebrantable decisión. Y, sobre todo, cómo sería percibido por los demás. Los acontecimientos de toda índole sucediéndose ante sus ojos y él deslizándose invariablemente entre ellos con su sonrisa inalterable. El alma de un hombre así, sólo puede ser insuflada por el Diablo, o ser el Diablo mismo. Un perenne desafío a la obra de Dios que impone altibajos de fortuna, mudanza. Ciertamente no habría seriedad que pudiera igualar esta risa. Un hombre así, dirían quienes estuviesen bajo su férula, es capaz de cualquier cosa. Sin embargo, la única utilidad que le veo es la de mandar. Mandar haciendo el sacrificio de su propia vida. Mandar, sobre todo, una asociación secreta, pues las grandes masas no podrían soportar por mucho tiempo semejante dosis de terror. Tener trato tan sólo con un escogido grupo de adeptos bien templados. Tienes ideas de César de las tinieblas, es decir, de César Borja, de Papa Negro. Desde que tuve los primeros efluvios de ti, me di cuenta de lo bien fundado del juicio de quienes me pagan. Un año más y te hubieras convertido en el piñón libre más peligroso del mundo. Una pesadilla para sus Señores legítimos, en el supuesto de que éstos dejen alguna vez prosperar en suelo fértil una semilla de cedro, lo cual resulta poco probable. Por sus obras los conoceréis. Y, al día siguiente, cuello rebanado. Había prometido a Dunia que dejaría esa vida a la menor ocasión. Sí, hay muchos sabios que se caen de la torre por el espejismo de una mujer. Sin embargo, el ojo del cedro, el que dirige el crecimiento de la planta, no va a dejar de subir por amor a la tierra. Las más de las veces se llega a un compromiso y acepta acariciarla y nutrirse de ella tan sólo por el intermedio de las raíces. El amor es más fuerte que la muerte, dice el texto sagrado. Pero al destino se le suele representar con los atributos de un dios. ¿Y el libre albedrío? El libre albedrío es una parida de Trento, ¿acaso tu meditación sobre la máscara de la risa no era una meditación sobre el poder? El poder, sí, me dije mientras acariciaba su superficie lisa, de alabastro, cuando se paladean sus mieles, se pierde el gusto por los otros manjares. Enfrente, Dunia, pesaba tanto en la balanza como todo eso; los mil días de felicidad, como preludio a toda una nueva vida. Una vida nueva, de inmersión en el eterno femenino, ¿por qué no? ¿Qué tiene de malo el eterno femenino? Sin hacer mal a nadie, sin hacer tampoco el bien. Que cada palo sostenga su vela y a quien Dios se la da, San Pedro se la bendiga. La máscara de la risa no estaba aún sobre mi faz, sino entre mis manos, burlándose de mí, de mis dudas, de mi personalidad escindida, de mi poco fuste. Pero no quise tomármelo a mal a causa del servicio que me iba a prestar. Lo que escuece siempre cura y nunca hace mal contemplar su propia imagen tomada desde el ángulo más propicio a la derrisión. Por eso, los príncipes de raza no practican el culto a la personalidad, ésa es la obsesión de los advenedizos; ellos contratan bufones para que les imiten de la manera más ácida posible. Y si caen en desgracia y no pueden permitirse tales dispendios, lo hacen ellos mismos. Por el momento disponía de una moratoria y de un postrer asunto. Tras el cual legaría a Milos si no un imperio, sí un emporio. No lo rechazaría. ¿Y la propia Dunia, me dije entonces, cómo reaccionará ella cuando se vea entronizada reina de este Reino de Tiniebla? Paciencia y barajar; las decisiones se toman maduras, como la fruta, si no, pueden hacer daño. Percibí una cierta agitación en el patio. Se oían pasos precipitados y alguna voz atenuada. Cuatro benedictinos con cogulla se dirigieron con paso vivo hacia la poterna que daba acceso al garaje. La señora de la Mata había llegado, sin duda alguna. II Ocupé mi sitial y ajusté la máscara. Los vapores lúgubres de las anteriores ideas me tenían todavía un tanto abatido. La puerta se abrió tras un prolongado chirrido de goznes. Una deslumbrante Verónica de la Mata apareció entre los cuatro encapuchados. Había optado por la seducción, era su baza y ella lo sabía de memoria. Llevaba un vestido pastel, con cinturón, que le cubría apenas la franja central del cuerpo, marcándole demasiado bien las formas. Por arriba destacaban, casi descubiertos, unos senos turgentes y unos hombros esbeltos sólo envueltos por la melena negra. Por abajo, la tela se detenía igualmente pronto, desvelando la práctica totalidad de unos muslos potentes, unas piernas doradas, largas y bien torneadas, fijadas al suelo mediante unos zapatos plateados, de tacón de aguja. Hice una seña a los cluniacenses para que le quitaran la venda y luego otra para que nos dejaran solos, no era aquella una visión apropiada para sus castos ojos. Aguardé hasta que la puerta se hubo cerrado de nuevo. Indicándole con la palma de mi mano la silla que le habían preparado, le rogué que tomara asiento. Los frailes traían una cuerda, al descubrir la silla pensé que me iban a atar a ella. No lo considero necesario. En lugar de sentarse, avanzó directamente hacia mí. Tal vez no haya tomado la decisión correcta, debería saber que las mujeres somos curiosas, ¿y si le arrancara la máscara para contemplar su rostro y ver si es usted tan feo como el fantasma de la ópera? Su rostro se acercó tanto al mío que apenas los separaba un palmo de distancia. Una poderosa fragancia de mujer me dejó narcotizado. No moví ni un músculo para impedir su acercamiento. Recapacite un instante antes de hacerlo, pues si consumara el acto, me vería obligado a determinar que no saliera nunca más de estos muros. A lo mejor no es una mala idea, entregada día y noche a los sementales de esa hermandad que me ha traído. A la larga acabaría por cansarse, presumo. Quizá. A través de los agujeros de la máscara, la veía como una serpiente cascabel alzada sobre una parte de su cuerpo, pronta a lanzar el ataque. Las pupilas de sus ojos se clavaban sobre las mías como dardos envenenados. Dio media vuelta y fue a sentarse en su silla, cruzándose de piernas y con mirada todavía retadora. Por cierto, esos religiosos que me han conducido a su presencia tenían la mano un tanto laica y larga, para haber hecho voto de castidad. Hablaré con ellos para que el incidente no se repita durante el trayecto de vuelta. No vale la pena que se tome la molestia, no me han hecho ningún mal. Dígame, ¿en qué puedo servirle? Le he pedido que venga para proponerle un trato. En principio sólo puedo explicárselo con parábolas. ¿Me ha traído aquí, acaso, para leerme el evangelio? Digamos que en el interior de una fortaleza inexpugnable va a sellarse, en breve, un pacto, algo así como un fabuloso acuerdo de venta de armas que debe ser negociado entre una empresa de occidente y un gobierno, pongamos por caso…oriental. Bueno, no es precisamente una materia relacionada con una obra pía, tal como, en principio, podían sugerir sus hábitos. El interés esencial de este asunto consiste en que los representantes de ese gobierno oriental no están dispuestos a dar el visto bueno al plan si no es a cambio de voluminosas, y cuando digo voluminosas estoy poniendo el adjetivo en los labios de gente que ya de por sí es inmensamente rica, comisiones. ¿Y mi papel en este esquema? Usted será la doncella que introducirá de las riendas el caballo de Troya en el interior del recinto, como un regalo que no puede ser rechazado. ¿Y quién le asegura a usted que se me abrirán a mí precisamente las puertas del reducto amurallado, cuando es sabido que las fiestas con las doncellas suelen hacerse antes o después, no durante, las firmas de los convenios? Su misión consistirá únicamente en depositar el caballo de Troya, no en asistir a las sesiones. Pero el caballo de Troya debe ser depositado en el lugar mismo en que vayan a transcurrir las negociaciones. Eso déjenoslo de nuestra cuenta, tenemos un plan; permítame únicamente asegurarle que ello es factible, aunque también es verdad que la empresa no carece de peligro. ¿Y qué obtendré a cambio? Una parte suculenta del dinero que pensamos extorsionarles. ¿Qué cantidad exactamente? En el actual estado de cosas no podemos hablar de cantidades precisas, pues ignoramos el volumen exacto del negocio, pero le aseguro que será una cifra por la que valdrá la pena tomar cierto riesgo, siempre razonable, por supuesto. El dinero no me conmueve, necesito más detalles. No puedo dárselos mientras no obtenga su compromiso formal. Y yo no puedo comprometerme sin conocer con toda exactitud las cláusulas del contrato. Está bien, hablar de la fortaleza inexpugnable es una manera metafórica de hablar, en realidad se trata de aproximarse a una de las partes y eso, nos consta, usted ya lo ha hecho en varias ocasiones. Por decirlo de otra manera, las puertas del castillo se abren y se cierran como usted quiera y en el momento que usted quiera. El caballo de Troya en cuestión es una réplica exacta del móvil que suele usar determinado personaje; por cierto, ésa sería su primera labor, proporcionarnos tal información. Se trata de un modelo exclusivo de Nokia, en oro macizo, puesto que el personaje al que se está refiriendo no es otro que el príncipe Moshin. Ha dado usted en el clavo. Esto complica levemente la operación, pero no la hace imposible. Explíquese. Cuando no podemos dar el cambiazo, tenemos un plan alternativo, que consiste en robar el aparato, ponerlo entre las manos de nuestros técnicos, quienes le introducen un dispositivo mediante el cual obtenemos los mismos efectos que con la opción precedente y no lo puede detectar más que el ojo atento de un experto, tras haber desmontado el móvil, por supuesto. La operación dura unos diez minutos. Tal vez algunos más con un aparato sofisticado como sin duda lo es el del príncipe. Lo siento, pero no puedo aceptar. ¿Sería tan amable de explicarme sus razones? Es imposible sustraerle el móvil y entregárselo a sus técnicos, el cerco de vigilancia establecido en torno al príncipe Moshin es demasiado estrecho. Escuche, la acción tendrá lugar en su propia casa, nuestros técnicos se esconderán una hora antes en el sótano, el cual puede maquillarse durante los días precedentes con objeto de que nadie pueda encontrarles si los guardias del príncipe deciden efectuar una inspección previa. A una señal suya que puede establecerse fácilmente, un agente nuestro subirá hasta su habitación, poco importa el trayecto que tenga que realizar, existen soluciones. Ahora es usted quien no quiere entender la situación, su guardia personal no le abandona jamás, tal vez cuando esté con sus mujeres legítimas consienta en contentarse con vigilar puertas y ventanas, pero no en mi caso, yo no soy más que una prostituta que él paga con su dinero; eso sí, una prostituta de mucho lujo. Una aristócrata del reino de Ifrancha, según él, nada menos. ¿Quiere usted decir que cuando….? Cuando se me está pasando por la piedra, de todos los modos que se le antoja, hay siempre alrededor un corro de cuatro o cinco mamelucos que no pierden miga. Cuando se trata de sus propias esposas, sabido es que no las quieren mostrar sino cubiertas de velos, hasta el punto de que sólo se las conoce por ésta o aquella cualidad de los ojos. Sin embargo, la aristócrata de Ifrancha es una cosa muy distinta. No es inhabitual que invite a sus amigos para que asistan a los asaltos y se ha dado el caso de que les permita participar en ellos, unos por delante, los otros por detrás, los unos por arriba, los otros por abajo. Está sumamente orgulloso de su aristócrata de Ifrancha. Ella pertenece a la altiva casta de quienes los desterraron de Al-Ándalus. Es una manera de desquitarse de la afrenta mal olvidada y eso a mí me excita lo indecible, no solamente porque se ponen furiosos como macacos representando la pantomima, sino porque a una mujer, que es toda ella el puro concepto de la entrega, le gusta humillarse cuando practica el sexo, y qué manera más profunda de entregarse que cuando se humilla, no solamente a sí misma, sino a toda su estirpe al propio tiempo. Bueno, debo admitir que esto lo complica aún más. Concédame al menos que, si encontramos un plan viable, podremos contar con su colaboración. No cuente conmigo, es demasiado peligroso y, mientras no se demuestre lo contrario, imposible. Considere que cuando hay tanto dinero en juego, el ingenio se aguza. Ya le he dicho que el dinero no me interesa. Hágalo por la aventura entonces…. Prefiero ver una película de Indiana Jones. Hablando de películas, permítame que veamos juntos unas escenas. Abrí la gaveta de un escritorio que se hallaba junto a mí y tomé un mando a distancia. Pulsé un botón y comenzó a desplegarse una pantalla. Luego apreté otro y ésta se llenó de vida. La primera secuencia reprodujo la hazaña del príncipe con el escabel. La segunda contenía los embates, más serios, de Nicolai. Sólo eran extractos, por lo que la sesión no duró mucho. De nuevo pulsé los mismos botones, se apagó el aparato y se enrolló la pantalla. Verónica ni se inmutó, antes al contrario, esbozó la más sensual de sus sonrisas. Se levantó, sin ocuparse de su falda que se le había subido tanto que a punto estaba de mostrar otras prendas más íntimas y avanzó de nuevo hacia mí. Se asomó, curiosa, una vez más, a los agujeros tras los cuales me ocultaba. Luego fue bajando lentamente hasta quedar arrodillada en el suelo. Pero su rostro miraba hacia arriba, con una complicada mezcla de arrogancia y malicia. He aquí la esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra. Así, se quedó allí, como esperando una orden. Bien, te pondremos al corriente en cuanto hayamos perfilado un plan mejor acabado. Eso es todo, por el momento. Puedes irte. ¿Tan pronto? Sí, todo está hablado. Sin más, me dirigí a la puerta. Antes de abrirla, me volví hacia ella y esperé a que se pusiera en pie. Se bajó la falda con un exagerado contoneo de caderas. Abrí pues y los cuatro encapuchados entraron. Ha sido un placer conversar con usted. El gusto es mío. Bajó los ojos y echó a andar custodiada por las cuatro moles negras. Una noche agitada y mal dormida sobrevino. Apenas amaneció, me puse bajo la ducha durante un largo rato, esperando lavar sus efectos. A la hora del desayuno, me encontraba en la atalaya, esperando a que sus pobladores fueran emergiendo uno a uno. Les anuncié que, tras levantar los manteles, iríamos todos al despacho para una reunión plenaria. Dije esto porque, cuando se hablaba de reunión plenaria, todos, hasta el propio Mefiboshet debían asistir a ella, aunque éste solía solicitar pronto permiso para abandonarla con cualquier excusa doméstica. Así, me aseguré la presencia de Dunia. Referí someramente el contenido de mi entrevista la noche anterior con Verónica de la Mata y solicité la colaboración de todos para afinar el plan, según los nuevos datos que incidían en él. Que reflexionaran y no dudaran en exponerme sus conclusiones. Por otra parte, puesto que Evgueni no está, seremos nosotros quienes compremos el complejo “Las torcaces”. Milos, da las órdenes oportunas a nuestros consejeros económicos y jurídicos. Otra cosa, ¿dónde nos hallamos en el asunto del palacio del marqués de las Tejas? Pigmalión ha firmado la licencia, como él mismo había anunciado. Perfecto, manda a alguien a Madrid; quiero todos los detalles referentes a esa licencia. Concentrémonos ahora en la personalidad de Gedeón Pacheco, porque bien pudiera ser que nos conviniera cambiar de estrategia y tratar de penetrar en el reducto a través de él. No será tampoco tarea fácil, repuso Milos. Gedeón Pacheco es el hombre de las cavernas que aparenta ser, no usa móvil, ni ordenador, tan sólo la cabeza donde almacena, según parece, una cantidad ingente de datos. ¿Vive solo? Con su mujer, pero ésta apenas sale de la casa que poseen hacia el final de la playa; pienso que está enferma y desde luego no interviene para nada en los asuntos del marido, me pregunto si siquiera tiene conocimiento de ellos. Imagino que nuestro Gedeón está siendo sometido a una vigilancia férrea. Sí, claro. ¿Y ha dado algo de sí tal provisión? De momento nada. Se ha reunido dos veces más con el príncipe Moshin, en condiciones similares a la primera, en la misma casa de campo. Las precauciones que toman son tales, que nos es imposible saber de qué tratan. Luego va a Madrid, se reúne con dos gentleman, en su lujosa habitación de hotel, donde, por cierto, desentona como el pan de centeno en la mesa de un arzobispo. Después salen a pasear por Madrid, hacen turismo, visitan museos, cenan opíparamente y cada mochuelo a su olivo. ¿Cuál es el olivo de los gentleman? Otro hotel caro de la capital. ¿Habéis intentado poner micrófonos en las habitaciones? Las tres están intervenidas, por supuesto. Y registradas cuidadosamente. Pero jamás hablan de negocios en ellas, ni siquiera en las mesas de los restaurantes, ni de los bares. Tan sólo en bancos públicos, envueltos en el ruido del tráfico más denso de la capital. Así que, por el momento, no hemos sacado nada en claro. Es un viejo zorro, ese Gedeón Pacheco; que no se le deje ni a sol ni a sombra. Vuk, ponte en contacto con Felipe y averiguad lo que podáis sobre los modelos exclusivos que Nokia hace para los grandes de este mundo, qué material contienen, las funcionalidades y, sobre todo, cómo se desmontan, si tienen algún tipo de mecanismo de protección, en fin, todo lo que os permita no quedaos pasmados cuando os lo pongan entre las manos, si alguna vez esto llega a suceder. Es todo por el momento. Cada cual vacó a sus obligaciones, que no eran pocas. Dunia, ¿te apetece una nueva sesión de playa? Afortunadamente tengo ahora una colección de trajes de baño para elegir. Fuimos a otra cala, tan discreta como la anterior. Comimos en un restaurante de tierras adentro y visitamos una ciudad amurallada. Regresamos a la atalaya para cenar, pues estaba un tanto ansioso, por todo en general. Sabía que habíamos entrado otra vez en un período de acción, la cosa no podía pararse ahí, los añafiles que convocan al combate sonaban sin parar en mis oídos. Todo va bien, me tranquilizó Milos. Sin embargo hay una novedad. Verónica de la Mata solicita verte de nuevo. He arreglado una cita para esta noche, según idéntico procedimiento. Vale, asegúrate de que nadie sigue al coche que la lleva a palacio. Descuida. Verónica llegó arrebatadora, como en la ocasión anterior. Con un vestido distinto, eso sí. Tenía un plan, que me expuso. Su marido partía al día siguiente para un largo viaje, el propio príncipe Moshin, usando de sus influencias, había arreglado el expediente con las altas esferas de la empresa. No era la primera vez que el abnegado ejecutivo era propulsado, como un satélite en órbita alrededor del mundo, por la misma mano. Nuestros hombres podrían ir enseguida para inspeccionar el terreno y efectuar los trabajos que se impusieran para disimular su presencia en el sótano. Ella retrasaría la cita con el príncipe hasta que todo estuviera dispuesto. La ventaja, explicó, es que si la cosa no sale bien, tal vez no lleguen a enterarse y podamos inventar otro subterfugio. Estuve de acuerdo con ella y lanzamos la operación. Entró Verónica en su despejado salón, seguida del príncipe y su séquito. Hoy quiero ofrecerte, Mulana, a ti y a tus bravos, un regalo entrañable. ¿Qué clase de obsequio desea ofrecer la gacela del rebaño del rey? Un espectáculo de los que no se ven en los palacios de oriente, ni aun cuando la noche se halla en la mitad de su carrera y sólo quedan en pie los insomnes más perversos. ¡Habla pues, ye princesa de las bellas! Es un deseo íntimo que va a hacer mis delicias tanto como las tuyas y refrescará los ojos de tus mamelucos. ¡Dime, oh Luna en su catorceavo día! Un espectáculo, quiero ofreceros esta noche un espectáculo que culminará en un número dotado de una fuerza telúrica. El príncipe Moshin experimentaba dificultades en contener su respiración. Dime, excelencia, ¿no te gustaría ver a tu yegua de Ifrancha cabalgada por un verdadero Pegaso, por el ariete descomunal de tu palafrenero? ¿Mi palafrenero? Tu cochero, Mulai, tu chófer, el más humilde de tus servidores. He notado que cada vez que aparezco en su presencia, se exalta. Y no hay semental que posea un bulto semejante al de él. Desearía tenerlo dentro y que tú y tus arrocavas lo vierais y gozarais con semejante fantasía. Jamás he visto una zorra con la mitad del frenesí que abrasa tu ingle. Por eso me quieres bien. Es verdad, pero has de saber que el sib que posee mi cochero es ciclópeo. Le puedo pagar las putas más refinadas del mundo, pero no sirven, son demasiado delgadas, demasiado sutiles; es preciso ir a lugares especiales, sólo allí se encuentran mujeres de su talla. Y aún así las hace sufrir lo indecible y hay que pagarles siempre el triple; mis ojos han visto todo eso. Pues bien, esta noche van a ver maravillas, mi señor. Pero antes de que lo hagas subir, necesito estar preparada, para lo cual requiero la colaboración de todos. Dispón a tu antojo de nuestras personas, soberana del fuego. Y la soberana del fuego dispuso, ordenó y mandó. Y todos los demás, sin excepción, obedecieron como cadáveres. El programa, con todos sus efectos especiales, había sido preparado de antemano y consistía en una mezcla de pase de modelos, en el que Verónica exhibió una verdadera colección de la más atrevida lencería, danza y, por supuesto, música. La artista había colocado a los espectadores sentados en fila y, de vez en cuando, cual pájaro audaz, se iba posando en el palo de uno y de otro, cual ave del paraíso. Luego alzaba el vuelo como una tórtola y continuaba la función. También, con sus idas y venidas, la guardia de proximidad del príncipe Moshin, así como el propio infante, se iba encontrando cada vez más ligera de ropa. Cuando los hubo despojado por completo, pasó a una fase más emocional, la cual consistió en tocamientos cada vez más osados. Finalmente llegó la fase de penetración, pero la paloma seguía sin demorarse mucho en cada palo, de modo que la exaltación se convirtiera en frenesí. Ahora, Mulana, ya puedes llamar al chófer. El príncipe hizo un gesto a uno de sus alfiles y éste tomó su móvil y conminó al interfecto para que subiera. No hubo que esperar mucho pues el coche, por razones de discreción, había sido aparcado en el garaje mismo de la casa, o dicho de otro modo, en el interior. En el instante en que el infeliz hizo su entrada en el salón, parecía que había ingurgitado varias botellas de alcohol puro. Sus ojos eran como platos y no parpadeaba. No es que no hubiera imaginado lo que había venido a hacer su señor en esa casa. Pero de ahí a verlo y percibir a toda la guardia al completo como Alá los trajo al mundo, ciertamente, había un trecho. Tampoco oía, se le hablaba y no obedecía, ni siquiera a la voz del príncipe. Verónica tuvo que cogerlo de la mano, como a un niño, sentarlo en el sofá, secarle el sudor con un pañuelo, hablarle primero como una madre, luego, poco a poco, como una novia. Hasta que notó que el cipote comenzaba a subir como de costumbre, como cada vez que la veía acercarse o alejarse del coche, o subir en el asiento de atrás y desplegar sus infinitas piernas que le ponían a hervir el cerebro como si fuera una calcinada roca del desierto. Llegó el momento, Mulai, de pasar a mi alcoba, para superar este trance necesito un mínimo de confort. Tomó de nuevo de la mano al incrédulo palafrenero, que aún no había comprendido lo que le esperaba, y se dirigió hacia su habitación, seguida, como convenido, por el entero tropel de hombres enardecidos hasta el frenesí, hechizados y olvidados hasta de su propio nombre. Dio orden de encender todas las luces, de abrir todas las puertas del armario ropero y de orientar todos los espejos hacia la cama. Entonces comenzó a ocuparse del pobre diablo que, al cabo, llegaba a entender algo de lo que se esperaba de él. Mientras tanto, Moussa atravesaba descalzo el salón, directamente hacia la chaqueta del prócer cuya ubicación exacta había reparado a través de la pantalla, pues, evidentemente, las cámaras de televisión no se habían retirado todavía, a pesar de que la dueña de la casa estaba al corriente de su existencia. Ouissen y Vuk se hallaban cada uno tras una jamba de la puerta, armados con fusiles de asalto, por si acaso las cosas se torcían de mala manera. Felipe tardó catorce minutos exactos en operar el artefacto. Cuando los demás lo recibieron entre sus manos, estaban todos sudando la gota gorda. No sabían que, dos horas y media más tarde, todavía no había salido ni un alma de la habitación de Verónica de la Mata. La tensión que nos había mantenido en vilo durante los tres días que duraron los preparativos, nos pasó factura de una manera fulgurante. Apenas pude mantenerme en pie el tiempo necesario para aguardar la llegada de los protagonistas de ese golpe de mano fabuloso y felicitarles. Ellos estaban, cómo no, orgullosos, pero la extraordinaria zozobra que habían vivido les había dejado agotados, con los ojos vidriosos. Les dije que a dormir, que mañana sería otro día. Y no me equivoqué, el día siguiente fue otro día, pero de los de órdago. Ocurrieron sucesos de la máxima importancia que, pese a haberlos previsto, no dejaron de sorprendernos. Sobre todo porque ocurrían en pleno remolino de impaciencia ante los prometedores resultados de la operación de la víspera. A pesar del cansancio, dormí mal, a trechos. Pero, dado que me levanté tarde, alguna compensación se produjo. Tomé una ducha que me devolvió un espíritu en condiciones aceptables. Renuncié, a causa de la hora, al desayuno en la atalaya, aunque deduje que ellos se habrían levantado tan tarde como yo. Me preparé una cosa simple que me sentó de maravilla. Acaso el tratable sol de aquella clara mañana de finales de septiembre contribuyera algo a ello. Salí un minuto a respirar el aire fresco del jardín, el cual rebosaba de trinos de los más variados tonos. Hasta que tronó el vozarrón de la serranilla en la casa de al lado y salieron todas las especies despavoridas. Me vestí y salí a la calle, con un ánimo que califiqué de renovado. La ciudad parecía como un río cuyas aguas vuelven, poco a poco, a su cauce, recuperando su serenidad y su transparencia, la mayor parte de los turistas se había ido o bien aprovechaba las últimas horas de sol en las playas, lejos de las tiendas del centro, los niños estaban en los colegios y los adultos en sus puestos de trabajo. Tan sólo las amas de casa a la antigua se afanaban por las calles, los jubilados se recreaban al sol, en los bancos, bajo las acacias, algún que otro ordenanza flemático o pasante de pluma distraído vagaba sin demasiada convicción por la zona peatonal. De repente me quedé parado sin saber al principio por qué. Tan sólo en un segundo momento, al recapacitar sobre mi situación, supe que había visto, en los periódicos expuestos a la entrada de un quiosco, la foto de alguien conocido. Volví rápidamente sobre mis pasos. Y entonces me di de bruces con la noticia del día. Oí que dentro del quiosco la estaban comentando. Más aún, descubrí retrospectivamente, al reunir retazos dispersos de frases a las que aisladamente no había acordado importancia, que en todas las terrazas de los bares donde había hombres almorzando, no se hablaba de otra cosa. Incluso los diarios de tirada nacional la traían en primera página. Ruano había sido detenido. Aparecía esposado, escoltado por guardias civiles, junto a grandes titulares que hablaban del mayor caso de corrupción urbanística jamás desvelado en el país. Compré el periódico y sin leerlo me dirigí con paso rápido hacia la atalaya. Estaban todos terminando de desayunar en la terraza. Reunión extraordinaria, dije. Y, por toda explicación, deposité el ejemplar sobre la mesa. Quiero que nuestros agentes de Madrid se pongan de inmediato en contacto con Pigmalión, si es necesario que pasen primero a través de Elena Castañeda, y le muestren una copia de la grabación en la que se le ve con esta última, en paños más que menores y diciendo por añadidura cochinadas, proclamando sin ambages su implicación en el mayor caso de corrupción urbanística que se ha conocido jamás en este católico país. Si es ésa la imagen pública que desea ofrecer a partir de ahora, no tiene sino que rechazarnos una sola de las licencias que en adelante le presentemos a la firma y entonces nosotros enviaremos la grabación a todas las televisiones públicas y privadas del ruedo ibérico y parte de las del extranjero, así como las más sugerentes instantáneas, acompañadas de los mejores momentos del diálogo, a toda la prensa sensacionalista de la nación. Que se le recuerde, igualmente, que no le pedimos nada que no haya hecho ya y probarlo es tan fácil como beberse uno un vaso de agua. Ítem quiero un estudio en el que aparezcan censados todos los palacios de Madrid cuyas condiciones de conservación sean semejantes a las que presenta el de las Tejas. Una vez asegurados del buen sentido de Pigmalión, empezaremos por comprar media docena de ellos. Debemos actuar rápido, Milos, dales consignas precisas en ese sentido a tus hombres. Pigmalión debe recibir ese mazazo cuando aún no se haya recuperado de la onda expansiva de la tremenda explosión que acaba de producirse. Así verá mejor la conexión entre ambas cosas. Luego podremos ocuparnos de las andanzas de nuestro príncipe Moshin. Milos salió un instante a efectuar las correspondientes llamadas. Entretanto, Vuk me anunciaba que el dispositivo introducido en el móvil de aquél funcionaba a la perfección. Durante la mañana, tanto Moussa como Ouissene, habían estado escuchando y tan sólo habían captado conversaciones domésticas. Gedeón Pacheco tomaba el sol en su jardín y bebía refrescos de soda, con una pajita. En bañador parecía un verdadero oso. Nuestros hombres lo vigilan de cerca, también vigilan al príncipe aunque más discretamente y de algo más lejos. En cualquier caso, en cuanto se produzca el primer movimiento, se pondrá en marcha el dispositivo de alerta. Bueno, pues no queda sino esperar. Podemos salir a la terraza. Juan, tráenos todos los periódicos que puedas, tanto los de tirada local como nacional. El resto de la mañana transcurrió apaciblemente, leyendo en corro la prensa y comentando los aspectos más interesantes. Le pedí a Mefiboshet que confeccionara, en atención a Dunia, algo genuinamente típico, por ejemplo un buen arroz al horno, si tenía los ingredientes. Repuso que los tenía, pero no había tiempo que perder y diciendo eso ya se afanaba en los preparativos. Poco antes de sentarnos a la mesa, sonó el móvil de Milos. La entrevista con Pigmalión había transcurrido de modo satisfactorio. Era éste un hombre tranquilo, que sabía dónde le apretaba el zapato. Los días siguientes fueron de una gran tirantez, parecía que un gigante invisible los cogía de las puntas y los estiraba. Y sin embargo, no ocurría prácticamente nada. Gedeón Pacheco, seguía en la hamaca de su jardín, hojeando libros, bebiendo refrescos de soda, bajo la sombrilla, con su impasible esposa al lado. El príncipe Moshin, chapaleando en la piscina de los niños, cubierto por una nube de hijos y nietos. A veces salía de su mansión, por una pacotilla o un capricho de una de sus mujeres, pero regresaba pronto. Traté en vano de sosegarme. Algo tramaba toda esta buena gente, mas la conclusión de sus manejos no tenía por qué ser para el día siguiente, ni tampoco para dentro de un mes. Estabas acostumbrado a que los acontecimientos se sucedieran a una velocidad de vértigo y el más breve parón te daba la desagradable impresión de un pinchazo. Es cierto, semejante desaceleración tenía un sabor poco grato; cuanto más que consideraba ese asunto como la última gran prueba antes de alcanzar un tramo superior, en el que se impondría, al fin, una velocidad de crucero. Iluso, parece mentira que no fueras consciente de que estabas a punto de entrar en una zona de la que nadie sale con vida; quiero decir, nadie que haya entrado sin permiso en ella. Confiaba en mi gente, que estaba cada vez mejor avezada al tipo de actividad que desempeñaba, mejor adaptada al terreno y mucho mejor armada y pertrechada en general. Además, Milos debía partir pronto a su país, en cuanto las cosas se estabilizaran un poco, para reclutar, entrenar y especializar una segunda oleada de personal; para lo cual ya habíamos enviado los fondos necesarios y éstos no eran moco de pavo, había lo suficiente como para hacer puntilla. Ni siquiera ahora has comprendido con quién te jugabas las pesetas. Sí, por supuesto, intuí que se trataba de un negocio de Estado a Estado, de modo que había que esperar, los asuntos de Estado suelen ser más lentos que los privados. No había que esperar, es evidente que había que abandonar, aunque de nada sirve decírtelo ahora. Justamente cuando ya me estaba convenciendo de ello, va y mira por dónde, las aguas vuelven a agitarse otra vez. Gedeón Pacheco se quitó los pantalones cortos y la camisa floreada, se cambió, incluso se puso una chaqueta azul. No creas que se arregló mucho, después de todo. En fin….no había gran cosa que hacer en ese sentido. Se despidió de la estatua de su consorte y subió a la ruina que, milagrosamente, conducía. Al mismo tiempo, el príncipe Moshin abandonó su quinta, con toda su escolta personal tras él. Nos pusimos en alerta, nuestros hombres comenzaron a seguir a uno y a otro. De repente di la orden de que se abandonara la persecución. Si se dirigían a donde suponíamos, miel sobre hojuelas; si no, poco íbamos a adelantar observándolos de lejos. No quise tomar el riesgo de malograr esa ocasión. Esta vez tenía mi alfil dentro de la fortaleza, poco importaba dónde se hallara esa fortaleza. Fuimos a buscar el amparo de los espesos muros del palacio arzobispal. Allí teníamos preparado el material para seguir de una manera inteligente el encuentro. Entramos en la sala de siempre. En cuyo centro habían dispuesto bancos y pupitres, de los de colegio antiguo. No sé de dónde habrían sacado aquellos armatostes. Frente a ellos, dos grandes pantallas. Vuk y Felipe se activaron pronto. Ambas pantallas estaban conectadas a sendos ordenadores. En la pantalla de la derecha aparecieron imágenes de paisajes. O, más bien, de un solo paisaje visto desde numerosos puntos. El cursor seleccionaba uno de ellos y entonces éste ocupaba la mayor parte de la superficie de la pantalla. Le había dicho a Felipe que no escatimara en medios, que colocara allí el material más sofisticado, que fuera a comprarlo donde hiciera falta. Eso antes de irme a Moscú. La zona más inmediata se hallaba sometida a una vigilancia continua, por lo que las cámaras se encontraban lejos de la casa, pero todas ellas estaban dotadas de un zoom potentísimo. La disposición del entorno en forma de caldera, con esa especie de aprisco en medio, sobre una colina, facilitaba las cosas. Aún así hubo que instalarlo todo durante la noche, a causa de la frecuencia de las patrullas de vigilancia. La otra pantalla tenía como objeto ofrecernos información complementaria a medida que los datos interesantes fueran apareciendo en la conversación. Para ello, todo el personal de la agencia estaba en sus puestos. Felipe había pinchado la cámara que presentaba un panorama de la entrada a la propiedad. Nuestras previsiones se revelaron certeras. El primero en llegar fue Gedeón Pacheco. Un par de mercenarios salieron de sus escondites disimulados entre la vegetación y fueron a abrirle la verja. El vehículo inició seguidamente la ascensión hasta un aparcamiento protegido del sol por un techo de cañizo y disimulado por una colonia de chumberas, junto a los cimientos ya de la casa. Le siguieron en breve los dos lujosos automóviles en los que venía el príncipe con su escolta. Felipe pulsó una tecla en su ordenador y unos potentes altavoces nos trajeron sus voces como si éstas se produjeran dentro de nuestras cabezas. Sólo entendimos el gorjeo de los jilgueros y el rumor de sus pasos, pues hablaban en árabe. Ouissen y Moussa se hallaban en la agencia, por si había que acceder a paquetes de información en dicha lengua. Gedeón y el príncipe se saludaron en castellano. Felipe nos los mostraba a través de otra cámara. La casa ofrecía un aspecto austero, edificada en mampostería antigua. La cal que recubría sus muros se descascarillaba y en algunas partes había desaparecido por completo. Sin embargo, en la explanada que se apreciaba en su parte anterior había una piscina mediana. En el otro extremo, bajo una frondosa higuera, una mesa de cemento, recubierta con azulejos. Los dos hombres fueron a sentarse allí, mientras la guardia personal del príncipe se instaló en una corpulenta mesa de madera que se hallaba más al fondo, junto al lateral de la edificación y debajo de un algarrobo. No tenían por qué vigilar pues esta labor había sido encomendada a otros que poco a poco iban descubriendo nuestras cámaras, hábilmente manejadas por Felipe. Un sujeto en mangas de camisa y pantalón vaquero se les acercó con una bandeja que contenía vasos y botellas. Efectuó el servicio y luego regresó al interior de la casa. Gedeón y el príncipe tenían iniciada una conversación que trataba con soltura y suficiencia de mística andalusí, mencionaban nombres propios de sufíes y sadilíes que habían vivido en la región o eran originarios de ella, las técnicas que usaban, con las particularidades de cada escuela y hasta de cada individuo, para obtener la iluminación. Gedeón Pacheco citaba con frecuencia a Asín Palacios, el príncipe nombraba autores arábigos. Y así, en términos inesperadamente eruditos, pero no sin cierta animación, transcurría la charla. Gedeón podía, incluso, remontarse hasta los orígenes griegos, pisando fuerte en el terreno de la alquimia y el hermetismo helénicos. Ahí el príncipe ya no le seguía. Le escuchaba cortésmente y, en cuanto podía, regresaba al período medieval. Ni la menor alusión al precio de la pólvora ni a la cotización de las balas. Pero debo confesar que, a pesar de todo, la plática que sostenían no carecía de interés. Gedeón, seguidamente, probó más abajo. Inició el tema de la influencia de la mística musulmana sobre los iluminados castellanos del siglo XVI y XVII. Ahí también le cedió el príncipe todo el campo. Y Gedeón campeaba como gran vencedor de la disputa. En eso comenzaron a dejarse oír las aspas de un helicóptero, primero tenuemente, pero aumentando con rapidez de intensidad. III Nuestros contertulios dejaron, de repente, la mística a un lado. Felipe fue probando diversas cámaras hasta que una de ellas nos mostró el aparato aproximándose. Sin embargo, cuando comenzó a sobrevolar la caldera, el abanico de las posibilidades fue mayor y se divirtió presentándonos el helicóptero desde varios ángulos. Al cabo se posó en un campo de heno, al pie de la colina central. Las aspas disminuyeron progresivamente la intensidad de su giro. Dos pasajeros bajaron. Éste es Tachul-l-Habazlán, mi agente, comentó el príncipe. El agente en cuestión y quien debía ser su secretario venían los dos demasiado bien vestidos para una jornada campestre. Salieron con precaución de la hierba que les llegaba hasta la mitad de la pantorrilla, alcanzaron el camino polvoriento e iniciaron la ascensión. Los motores se pararon al fin. Sin embargo, no tardó en oírse el batir de nuevas aspas. En efecto, Felipe nos mostró la llegada de un nuevo aparato. Entretanto, la pantalla de la izquierda se animó presentando un texto. Tachu-l-Habazlán. Es actualmente uno de los británicos más ricos. Si bien el modo en que acumuló su fortuna, estimada en cien millones de libras esterlinas, es algo difícil de elucidar. Nació en Siria, en 1939. Hacia finales de los 60 emigró a Gran Bretaña con objeto de ayudar a su hermano a llevar un kebab en el oeste de Londres. Allí, por casualidad, se hizo amigo de los jóvenes príncipes saudíes Moshin y Kurachán. Hacia 1980 era ya persona grata para la familia real saudí. Se le hizo intervenir en al-Yamamah desde el primer momento, aunque su papel se mantuvo secreto al principio. Posee igualmente empresas de construcción en Arabia Saudita que se beneficiaron a fondo con el fabuloso contrato. Un detalle interesante es que empleó a Mark Taillefer como eslabón para conectar con su madre. Tras el acuerdo al-Yamamah, una sospechosa compañía panameña compró una mansión urbana de todo lujo y la puso a disposición de Mark Taillefer. Investigaciones posteriores ligaron esta compañía y esta gestión precisa a Tachu-l-Habazlán. Otra mansión similar le fue otorgada a Sir John Silver, jefe ejecutivo de PAES. Durante el mandato de Taillefer, Habazlán donó al partido conservador al menos trescientas cincuenta mil libras. Pero cuando los laboristas llegaron al poder, se convirtió en el confidente de Cristian Peefferkorn. Esto se produjo a través de Thomas Raven a quien había conocido durante el contrato al-Yamamah, cuando éste era el jefe de los consejeros de asuntos exteriores de Gertrude Taillefer. Raven es también consejero de la PAES, así como el hermano de Jonathan Raven, jefe de personal del nuevo primer ministro laborista. Tras al-Yamamah, mandó edificar en el norte de Oxford, no lejos del domicilio de Moshin, una villa comparable a las construcciones coloniales del siglo XVIII. Posee también casas en Mayfair, París, Marbella y Mónaco. Es el propietario de una ganadería de caballos de carreras, un Matisse, un Picasso, amén de un colegio universitario en Oxford llamado “the Hazbalán Business School” en el que ofrece “un conocimiento práctico de….creación de riqueza.” El segundo helicóptero tomó tierra. Ah, Sir John Silver con sus dos mediadores. Sin aguardar a que el remolino de las aspas disminuyera en intensidad, un hombre alto y atlético echó pie a tierra. La corbata roja y los faldones de la chaqueta se le alzaban por efecto de las corrientes de aire. Enriscó los ojos hacia la montaraz casa y comenzó a caminar hacia ella con grandes zancadas. Los dos mediadores, los mismos con que Gedeón solía encontrarse en Madrid, se esforzaban por seguirle. La pantalla de la izquierda parpadeó levemente antes de presentar la siguiente nota. John Silver. Nacido en 1942. Accedió a la cima de PAES porque era percibido como un buen vendedor de armas. Aseguró para la empresa el mayor contrato de armas en toda la historia de Gran Bretaña, al-Yamamah. Él fue el arquitecto del mismo y también quien inició los contactos con los saudís, por lo que fue recompensado con un elevado salario. Ha sido descrito como un “infatigable hombre de negocios del Lancashire con una ilimitada energía y un toque de representante en apariencia que le daba un aspecto simpático y abordable.” En 1990 fue nombrado ejecutivo jefe y en 1998 presidente de PAES. Tanto Tachu-l-Habazlán como Abdu-l-Uadud pusieron a su disposición casas de lujo en el centro de Londres. Un tercer aparato se aproximaba ya al improvisado helipuerto. Su pasajero no descendió hasta que las aspas no se hubieron detenido del todo. Era un tipo larguirucho, provecto, con muy poca superficie poblada de pelo en lo alto de la cocorota y donde lo había, era ralo y blanquecino. Viajaba solo, con un pequeño maletín. He aquí a nuestro querido Abdu-l-Uadud, enviado de mi cuñado Abu-Mohammed. No bajará hasta que no se paren del todo las aspas, por temor a que se le desordene el pelo. Y aún así, se lo peinará con las manos, como los gatos. Tal vez se las haya humedecido previamente con saliva, pero eso es solamente una suposición. Abdu-l-Uadud. Nacido en 1944 en Líbano, en el seno de una próspera familia de comerciantes. Emigró a Riad al estallar la guerra civil, en 1975, y se dedicó a construir residencias para los empleados de compañías como PAES, las cuales pagaban a tal efecto comisiones a los príncipes saudíes. Más adelante se trasladó a Londres, donde comenzó a operar como responsable de negocios para el patrón de las fuerzas aéreas sauditas, príncipe Abu-Mohammed-l-Kaslá, yerno del príncipe Mahmud, actual heredero de la Corona. Actuaba a través de una compañía británica de mantenimiento, la cual fabrica componentes para PAES. En 1995 regresó al Líbano donde invirtió grandes capitales. Los intereses de Uadud en Gran Breteña incluyen una compañía con un capital de doscientos millones de libras esterlinas, aunque su nombre no aparece en el registro, en gran parte compuesto por una lista de compañías anónimas domiciliadas en Jersey y en Gibraltar. Un inversor registrado es el general Ahmed Kurachán, un antiguo jefe de las fuerzas aéreas saudíes. Posee asimismo grandes bloques de oficinas en Londres y también es uno de los mayores inversores de la compañía saudí que dirige el aeropuerto situado junto a los cuarteles generales de PAES. Invirtió igualmente en la mayor compañía aérea británica que cubre las rutas hacia Oriente Medio, en la cual trabaja también Thomas Raven, antiguo consejero de asuntos exteriores de Gertrude Taillefer, implicada de cerca en el contrato al-Yamamah. Un lujoso ático en Roseberry Court, Marfair, fue puesto a disposición de Sir John Silver, presidente de PAES por Kalmar, una compañía exterior perteneciente a Uadud. Otro apartamento similar de la vecindad le fue otorgado al propio Uadud por parte de Tachu-l-Habazlán. Abu-Mohammed-l-Kaslá. Yerno del príncipe Mahmud. Controla las fuerzas aéreas sauditas. Además de una de las partes del león derivadas del contrato al-Yamamah, se le solía asignar una cantidad menor, aunque pintoresca, con objeto de que le sirviera para endulzar sus visitas al oeste, e incluía extravagantes vacaciones, coches de un lujo difícilmente concebible, avionetas a su disposición a cualquier hora, fastuosas compras y rubias despampanantes para ciertas salidas discretas o fiestas muy privadas. Príncipe Mahmud. Heredero del Reino. Ha sido descrito por un embajador británico como “teniendo un interés corrupto en todos los contratos.” Un cuarto helicóptero buscaba ya su sitio para aterrizar sobre el campo de hierba. Otros dos elegantes gentleman ingleses descendieron, un tanto envarados dentro de sus impecables trajes, sobre el rústico terreno. Ambos lucían un rostro arrebolado, que denunciaba su no muy lejana llegada de un país brumoso. Moshin, que ya había recibido con la habitual cortesía oriental a los primeros llegados, comentó en inglés, Sir Thomas Raven y Sir Oswald Wyndham han venido juntos, podemos comenzar enseguida. Diciendo esto, indicaba a sus huéspedes el interior de la casa. Sir Oswald Wyndham. Nació en 1939, creció en Bermondsey, en el sur de Londres. Entró en una gran compañía de armamento, encargándose, junto con John Silver, preferentemente de los clientes saudíes. Hacia 1985 era director de marketing en PAES. Luego cambió a la cabeza de KESO, la gubernamental compañía de venta de armas, desde donde siguió ocupándose de los sauditas. Fue su secreto telegrama, escrito en enero de 1986 desde Riad, el que indicó que el montante de las comisiones que debían ser pagadas por al-Yamamah superaba los seiscientos millones de libras esterlinas. La afortunada imagen que utilizó Wyndham para persuadir a la familia real saudí de la conveniencia de comprar armas fue la siguiente, “ustedes han tenido siempre mucho calor, pero muy poca modestia.” Cuando dejó la empresa gubernamental, volvió a la venta privada de armas, encabezando la fábrica de tanques “Knitter” y otras empresas relacionadas con el armamento. Escribió una nota, publicada en el “Guardian” en la cual exponía el modo en que discutió con ministros y agentes de diversas compañías la manera de “ahogar” a un dirigente saudita que habría contrariado la voluntad real. En 1995, llegó al ministerio de defensa conservador como colaborador directo del titular. Sir Thomas Raven. Ha sido durante muchos años un amigo de PAES. A mediados de los 80, cuando era el jefe de los consejeros en política exterior de Gertrude Taillefer, ayudó a sellar el contrato al-Yamamah. Después se convirtió en consejero a sueldo del presidente de PAES. Nacido en 1941, hijo de un oficial del ejército del aire, entró en el Ministerio de Asuntos Exteriores en 1963, donde ascendió rápidamente en el escalafón. En 1983 se convirtió en uno de los más seguros y fieles consejeros de Taillefer, en cuanto se refiere a política exterior. Suele ser pintado como una eminencia gris, debajo siempre de las faldas de la primera ministra mientras ella se entrevistaba con los dignatarios extranjeros y se hallaba, por supuesto, a su diestra cuando ésta negoció al-Yamamah. Tras la caída de Taillefer, sus días estaban contados, así que dejó Dowing Street en 1991 y, a partir de ahí, fue acumulando empleos en el sector privado, llegando a ser consejero de dos firmas, director de otras doce y pagado regularmente por diez más. Actualmente es consejero político del presidente de PAES. Pertenece al círculo de amigos íntimos de Tachu-l-Habazlán, el fijador, el verdadero corazón de al-Yamamah. Se conocieron durante el contrato original de 1980. En 2001, Habazlán lo hizo presidente de una de sus compañías. No obstante, la primera vez que entró a formar parte de la administración de una compañía de Habazlán fue en 1994, ayudando también a éste a dirigir su controvertida escuela de comercio. Su hermano menor, Jonathan, fue el jefe de personal del nuevo primer ministro laborista, cuando los sauditas hicieron presión sobre Downing Street para hacer cesar las investigaciones del “Serious Fraud Office”. Consta que, en ese momento, agentes sauditas se pusieron en contacto con Thomas Raven para manifestarle su cólera. Éste negará siempre haberse dirigido de inmediato a su hermano Jonathan. Su hijo Hugh encabeza el departamento encargado de la política de seguridad en el Ministerio de Asuntos Exteriores, hasta el cual parece que llegan los hilos de la implicación en al-Yamamah y otros contratos firmados por PAES. Fue ennoblecido de por vida en el año 2000, tomando el nombre de Lord Raven de Bayswater. Una vez culminadas las fórmulas de cortesía que suelen imponerse en tales casos, formando un nutrido y elegante cortejo, en el que únicamente desentonaba un tanto el pintoresco Gedeón Pacheco, entraron en el caserón y cerraron puertas y ventanas a cal y canto, aunque por lo que se refiere a estas últimas dejaron al menos los postigos abiertos para que les entrara algo de luz, si bien ésta debía ser poca pues no eran numerosas las ventanas. Felipe buscó en vano un ángulo que nos permitiera obtener un plano, siquiera parcial de la reunión. Tuvimos que conformarnos con seguir las evoluciones de tres o cuatro tipos, en mangas de camisa, que se pusieron a preparar una enorme paella a fuego de leña. En cambio, lo que se decía dentro lo oíamos con una nitidez realmente fascinante, hasta el punto de que, si se producía el crujido de una silla o si alguien dejaba caer un bolígrafo sobre la mesa o hacía chascar los pernos de un maletín, tal ruido insignificante nos llegaba con una limpieza y una definición bastante mayores, sin duda alguna, a como lo hubiéramos captado de encontrarnos en la propia sala. A continuación asistimos a la lectura completa, sin que faltara una sola cláusula, del documento destinado a pasar por debajo de la mesa en que debía firmarse el protocolo oficial concerniente a la producción y entrega por la sociedad británica PAES de un número determinado de aviones de caza “Eurofighter” a la Arabia Saudita. No se pasó por alto el menor dato preciso, y precioso, pactado en las negociaciones previas. Se mencionó la cantidad exacta a la que ascendía el volumen global de las comisiones ocultas y, además, a quién estaba destinada cada libra de dicho montante, desde las partidas más grandes a las más reducidas, así como el modo en que se iban a disimular cada una de ellas, que si ésta bajo el epígrafe de “support services”, o bien “servicios de marketing”, que si la otra mediante facturas hinchadas a subcontratistas locales, a empresas de construcción y mantenimiento de instalaciones, etc.…. Incluso se destinó un dos por ciento para los funcionarios civiles de uno y otro gobierno que debían ultimar el contrato definitivo. Se trazó el recorrido completo de ciertas “cajas negras” que permitirían el tránsito a través de cuentas bancarias suizas de sobornos considerables a beneficiarios sauditas y también la manera de alcanzar directamente algunas cuentas domiciliadas en el Banco de Inglaterra. En resumen, el precio básico de los aviones fue hinchado en un treinta y dos por ciento para permitir satisfacer los intereses de todos y cada uno de los implicados. Lo mismo se hizo con las demás partidas referentes a mantenimiento y construcción de bases locales, pues cada aspecto de al-Yamamah contenía corrupción. El documento estaba listo para la firma. Alguien iba nombrando a los representantes de cada una de las partes y éstos hacían correr el bolígrafo sobre el papel. Cumplimentado este requisito indispensable, todos salieron al sol, donde les esperaba una buena paella. Por lo menos vista de lejos lo parecía. De modo que fueron a sentarse bajo la higuera y allí comieron y bebieron y platicaron a su sabor. Gedeón Pacheco había querido que estuviera presente la tradicional bota, así que la tomó, la tentó un poco mientras pergeñaba un discursito teórico y seguidamente pasó a hacer una demostración práctica coronada por el éxito. Fue aplaudido con fervor. A pesar de la bota, dijo, no es un vino de campesinos, sino que se trata de una reserva de solera. ¿Quién se atreve? Sir Oswald Wyndham recogió el guante. Nada más alzar la bota, ya se había manchado la impecable camisa blanca de rojo. Los demás se burlaron de él como colegiales. Pero nuestro Lord británico, algo picado, exigió que, puesto habían sido lo bastante como para zumbarse, que demostrara cada uno de lo que es capaz. Y diciendo esto, dejó la bota entre las manos de John Silver. El cual se levantó teatralmente, puso un pie en Francia y el otro en Portugal, levantó la bota y el resultado fue el mismo. Risa general y sofoco del inglés. De esta guisa fueron pasando todos y no hubo uno solo que no se pusiera la camisa perdida de grandes manchas de rojo. Pero, cuando la víctima era otro, todos reían con ganas. También en la mesa del fondo, aunque más circunspecta, la guardia comía paella. E incluso se pensó en bajar una ración a los pilotos. Varias patrullas de hombres vestidos como cazadores, armados de escopetas, pasaron junto a nuestras cámaras. Pero Felipe nos tranquilizó. No hay cuidado, están muy bien disimuladas. El vino y la paella puso a nuestros hombres de negocios de excelente humor y mientras ellos contaban chistes verdes, la tarde iba madurando, se iba dorando. Había llegado el momento de despedirse. Efusivos apretones de mano, hasta besos hubo, quizá entre mortales enemigos, quién sabe; allá, en las cortes orientales, la lucha por el poder siempre ha sido implacable, inclusive en el seno de las propias familias reinantes. Pero todavía no se trataba de eso. Ese día habían hecho un pingüe negocio y tenían motivos para estar satisfechos. Bajaron formando un solo grupo, en animada conversación. Aunque nosotros ya no supimos de qué trataba, pues el príncipe Moshin y Gedeón Pacheco se quedaron arriba y ya se dirigían a sus coches. Poco después, las corpulentas libélulas de metal comenzaron a girar sus élitros y, una tras otra, alzaron el vuelo y se fueron bordoneando, al tiempo que los negros automóviles del príncipe, así como la carraca de Gedeón Pacheco, aceleraban en dirección a la verja, levantando una gran polvareda. Luego toda la caldera quedó en paz, o casi. Las pantallas se apagaron y comenzaron a enrollarse. En la Arabia Inaudita, o Arabia Feliz, me dije, las cosas son probablemente de otra manera, pero aquí, en Occidente, yo me sé de una parte al menos que no debe tener el menor interés en que esto se divulgue. Tal y como están las cosas, el mero hecho de ver a estas personalidades reunidas constituye ya un escándalo. La osadía de pretender desafiar a esa “parte”, no merece ser calificada de error, sino directamente de locura. Porque supongo que sabrás que esos fantoches que viste no son sino títeres de otros personajes más encumbrados, los cuales manejan los hilos que mueven a éstos desde el corazón de la más espesa tiniebla. ¿A quién, si no, en su sano juicio se le ocurriría semejante barbaridad? Sano o enfermo, obtuve lo que quería. El dinero…papel moneda….viruta, humo, una entelequia, ¿qué es eso cuando uno va a perder la vida? Un poco de dinero, cambia todo; un poco más y la vida merece ser vivida; pásate una pizca y entra el vicio en ella. Cuando llueve sobre mojado, nada se altera, llega el tedio, el cáncer del hastío. Ello sin mencionar la circunstancia de que, después de todo, tuviste suerte y tardamos en encontrarte, porque si no, ni siquiera dinero hubieras obtenido. Ahora, es cierto, llegamos un poco tarde. Ese dinero ha sido despachado aquí y allá y más allá. Se ha evaporado. Aprendiste bien la lección en cabeza ajena, la de quienes cayeron en desgracia ante tus ojos atentos. Pero todavía no es tarde para quien está dotado de perspicacia. De un modo u otro, siempre habrá quien conozca el modo de recuperar todo eso y, de paso, todo lo demás. IV Los días que siguieron fueron días alciónicos. Encontré un apartamento dúplex en la cima de una de esas torres construidas, por la avidez de unos y la incuria de otros, al borde mismo del mar, hundiendo los pies en la arena. Dichas torres puede que sean espantosas e incluso grotescas vistas del exterior, pero ese apartamento era agradable, todo revestido de madera en su interior, como un barco que navegara en la cresta de una ola producida por un tsunami. La vista era magnífica. Hacia el este, los trasatlánticos no navegaban por la línea del horizonte, sino que presentaban todavía un buen campo de azur tras ellos. Hacia el oeste, los amplios ventanales se llenaban todas las tardes de los ocres del ocaso, como las encendidas vidrieras de las catedrales, fabricadas con tinturas alquímicas. Durante el día, ríos de luz entraban por sus cuatro costados. Allí me instalé pues con Dunia. Por la mañana, nos levantábamos temprano, desayunábamos en la terraza contemplando el sol naciente sobre la sosegada cernada del mar. Enseguida bajábamos a cruzar la ensenada de la playa a nado. Nuestros cuerpos se pusieron, en poco tiempo, brillantes y tersos, estabilizándose en un color canela, apropiado para regresar caminando sobre la arena mojada de la orilla, sin establecer mucho contraste con ella. Comprábamos el periódico y lo leíamos en la terraza de un bar, mientras nos tomábamos una cerveza. Luego subíamos, leíamos un rato más y nos dedicábamos a cocinar nuestros propios platos. La tarde era un período más aleatorio, según el humor, o bien nos quedábamos en el apartamento y, tras una breve siesta, seguíamos leyendo tranquilamente un buen libro, o veíamos una película, o bien cogíamos el coche y nos dedicábamos a visitar lugares y pueblos del interior. A veces, nos dejábamos caer por la atalaya. Una vida fácil, aunque no excesivamente llamativa. Entretanto, aquí, en mi antigua vivienda, dejé conectada en mi despacho, mediante un programador, la lámpara de mi mesa de trabajo, de manera que permaneciera encendida durante la mayor parte de la noche, casi hasta los aledaños del amanecer. De ese modo, el escritor trabajaba durante sus horas habituales, mientras que su cuerpo astral llevaba una existencia paralela. La vida, en suma, de una especie dentro de un ecosistema en el que se ha extinguido su depredador. Pero ello no debía durar mucho. Ah, tuvimos un buen mes de paraíso terrenal. Después vino la espada de fuego. Es verdad, llegó un día en que el cielo se puso tan oscuro que parecía lo habían recubierto con una lona negra. La tempestad vino desde el mar, acompañada de abundante aparato eléctrico. Los rayos se mordían la cola los unos a los otros y el estruendo hacía temblar el edificio. Luego, como obedeciendo a un solo golpe de batuta, una pesada cortina de lluvia se abatió sobre el mundo. La luz se fue enseguida. “Y el quinto (ángel) ha vertido su cáliz sobre el trono de la bestia salvaje. Y su reino se ha entenebrecido y se mordían la lengua de dolor…” Al cabo de una hora, la lluvia, lejos de amainar, arreciaba cada vez más. Desde lo alto de la torre no se veía ni el mar, ni la tierra firme; antes parecía que nos halláramos flotando a la deriva sobre unas aguas agitadas, torrenciales, y unas olas, de agua y de vapor, fueran a estrellarse continuamente sobre los cristales. Aquello estaba adquiriendo las proporciones de una situación de emergencia e intuitivamente supe que tales circunstancias debían encontrarme a la cabeza de mi ejército. Le dije a Dunia que nos convenía ir a la atalaya, allí estábamos demasiado aislados. Si se producía una inundación, mejor sería encontrarse en el centro de la ciudad. Bajamos, pues, las escaleras a pie y éramos los únicos en hacerlo. En todo el edificio no se percibía ni el menor indicio de vida. Al llegar al aparcamiento del subsuelo, nuestros pies se hundieron en el agua hasta los tobillos. No había más coche que el nuestro. Tuve que abrir manualmente la puerta del garaje, con una llave. Caía tanta agua, que era difícil ver la calle y luego más difícil aún percibir los bordes de la carretera que conducía hasta la ciudad, era como si echaran cubos sin parar sobre el parabrisas. Hubo momentos en los que fue necesario detenerse, pues no se veía absolutamente nada. Con todo, llegamos a la atalaya. Preferí no dejar el coche en el interior del aparcamiento. Un coche patrulla pasó conminando a la gente a permanecer en sus casas hasta nueva orden. Detalle que parecía superfluo pues no se veía ni un alma. Tuvimos que llegar hasta el encumbrado ático andando. Allí se encontraba el equipo al completo, pero distendido, con buen humor. Hasta que llegue aquí, comentó Ouissene. Nos facilitaron una muda porque estábamos empapados y no habíamos hecho sino cruzar la calle. El único que parecía un poco inquieto era Mefiboshet. Está lloviendo más que el día que enterraron a Zafra, esto acabará en riada, fijo. Ha hecho demasiado calor este verano y ahora vamos a pagar las consecuencias. Por fortuna o por industria, tanto allí como en la agencia inmobiliaria, en previsión de un apagón en el momento menos oportuno, mandé instalar placas solares que alimentaban una batería capaz de proporcionarnos una autonomía de varios días. Conectamos los ordenadores y también la radio. Pudimos recargar nuestros móviles. La atalaya seguía siendo la atalaya. La alcaldesa, Marisol Herrera, habló a través de las ondas. Puse el televisor, en la cadena local, y efectivamente, también allí estaban retransmitiendo su alocución. Aparecía envejecida, con ojeras, titubeante. Confirmó el peligro inmediato de fuertes inundaciones y repitió las consignas que daban los coches patrulla por las calles. Era la viva imagen de una mujer desbordada por los acontecimientos, pues aquellas circunstancias extraordinarias caían en el peor momento. Tras la detención de Ruano, comenzó a ser investigada por la justicia y a esas alturas ya la tenía prácticamente acorralada, la prensa la acosaba sin darle un minuto de respiro y, en las altas esferas, su futuro político estaba sentenciado. Mefiboshet tronó. Esta gentuza no sabe ni dónde tiene la mano derecha, seguro que no tienen ni puñetera idea de lo que hay que hacer en estos casos. Yo también lo pensé, sabía de buena tinta que la alcaldesa era una incompetente y estaba rodeada de una cáfila de mampolones, que no se habían ocupado más que de enriquecerse personalmente, a costa de los intereses del pueblo. Y según tu opinión, Juan, ¿qué debe hacerse en estos casos? Pues todo el mundo sabe que hay que hacer un boquete con dinamita en la orilla del río, para que una buena parte del agua que lleva vaya a parar a la albufera y de allí al mar y no nos caiga sobre la cabeza. No era, en verdad, una idea descabellada. Me puse delante de un ordenador. Llené la pantalla con un mapa físico de la región. Lo imprimí. Localicé el recorrido del río. Tomé nota de las principales ciudades que se hallaban en sus orillas. Lancé una búsqueda que se reveló fructuosa. Tenía ante mí la red de web cams de toda la región, pero me interesaban las poblaciones que estaban en la cuenca del río. Las fui pinchando una a una y en todas ellas se veía lo mismo, una barrera impenetrable de lluvia que no dejaba percibir nada más que sombras. Volví a buscar otro mapa que me permitiera delimitar la zona cercana del río. Lo imprimí. Convoqué a todos en el despacho. Juan tiene razón, el consistorio no hará nada en absoluto para evitar la catástrofe que se nos viene encima. Puse el mapa sobre la mesa. Con un lápiz marqué una cruz en un punto del trazado del río. Aquí pondremos una carga de dinamita. Luego el lápiz cayó sobre la carretera nacional. Aquí otra. Será preciso colocar hombres a un lado y a otro para que detengan el tráfico y emplazar un todo terreno aquí y otro aquí por si acaso viniera la guardia civil, pero en ese caso les dejaríamos un cartel previniéndoles de lo que va a ocurrir. Finalmente aquí otra, en la vía del tren, por lo que habrá que prevenir igualmente a la RENFE. A ver….son las cinco de la tarde. A las siete en punto deberán volar las tres cargas. Un cuarto de hora antes, se avisará a la RENFE. Cinco minutos antes, se cortará el tráfico en la carretera. Yo me ocuparé del río, tú, Milos, de la carretera y tú, Vuk, de la vía de ferrocarril. Sin más pérdida de tiempo, vayamos al depósito a recoger la munición. Milos tomó el móvil y dio la orden de preparar las tres cargas. Seguidamente hizo varias copias del mapa en el que figuraban las cruces, efectuó otra llamada y nos dijo que le aguardáramos en el depósito de municiones. Eran las seis y cuarto cuando alcanzábamos nuestra posición en la orilla del río. Por la radio del coche nos enteramos de que la situación era crítica y se esperaba que, de un momento a otro, las aguas se desbordaran por encima de la ciudad y entraran en ella como un tropel de elefantes en un poblado. Habló un geólogo asegurando que su fuerza iba a ser demoledora, arrolladora, aconsejando a los habitantes que se refugiaran en las partes más elevadas de los edificios. Los testimonios que recogían los periodistas, al azar de las calles, traducían un pánico generalizado. Nuestros expertos eligieron el lugar más adecuado para poner la carga y dejaron todo listo. A las siete en punto, uno de ellos apretó un botón y se produjo una explosión sorda, que hizo temblar la tierra y nos pusimos a correr a través de los naranjos en busca de los coches para salir con ellos de estampida. El terreno que pisábamos se iba a convertir, en breves instantes, en el nuevo cauce del rio, por el que iba a transitar el empuje bestial de unas aguas tan enfurecidas como una hueste del infierno. Cuando regresamos a la ciudad, llovía menos y ésta se hallaba como aplastada por un silencio de mausoleo, pero intacta. Los vehículos en los que viajábamos se dispersaron. El mío me dejó a unas cuantas manzanas de la atalaya. Llegamos todos en un pañuelo, dentro de un período de cinco minutos más o menos. Quienes hablaban por la radio todavía no se habían enterado de nada, se limitaban a constatar que el nivel del río estaba bajando inexplicablemente. Tan sólo dos horas más tarde, cuando nosotros nos hallábamos cenando en la terraza, los periodistas de la televisión comenzaron a hacerse eco de los rumores que corrían, según los cuales se habría desviado, mediante cargas de dinamita, una parte del caudal del río hacia el mar. Y todas las televisiones locales, nacionales e internacionales, se hallaban en el hall del Ayuntamiento esperando poder entrevistar a la alcaldesa. Pero ésta no acababa nunca de salir de su despacho. Al cabo hizo su aparición y una nube de micrófonos de todos los colores y ostentando toda clase de siglas la cercó por todos lados. Admitió que, tras haberse reunido con su gabinete de crisis y con un grupo de expertos, había tomado, mediante un intenso aunque reflexivo debate, la decisión que se imponía, a saber, colocar tres cargas explosivas, una en la orilla del río, otra en la carretera nacional y, finalmente, una tercera en la vía férrea, adoptando las debidas precauciones con objeto de cortar tanto el tráfico viario como el ferroviario y aseguró que los propietarios de los terrenos de cultivo devastados por las aguas serían correctamente indemnizados por el Ayuntamiento, incluidos los pertenecientes a términos municipales vecinos. Tales palabras fueron recibidas en la atalaya por una estentórea carcajada general. Entre unas cosas y otras, reinaba un ambiente de fin de guerra, cuando en realidad se trataba tan sólo de una tregua. Aún no habíamos terminado de comer cuando cayó una nueva tromba de agua, tan repentina y violentamente como la anterior. A pesar del toldo, nos mojamos todos quitando la mesa en un santiamén. Esa vez ya no paró en toda la noche. Nicolai nos cedió su habitación y él se fue a dormir al sofá del salón. Si es que alguien consiguió dormir algo con el fragor de la lluvia. Al amanecer estábamos desayunando todos en la cocina, con la radio puesta. La catástrofe se había consumado de todos modos, aunque, al decir de los expertos, lo peor se había evitado, puesto que la ciudad había sido inundada por la aportación de las torrenteras y barrancas, así como por el extraordinario volumen de precipitación caído sobre ella misma; por el contrario, de haberse desbordado el río, dado el empuje que llevaban sus aguas, reforzado por la ligera pendiente que existe entre éste y la población, las consecuencias hubieran alcanzado una proporción realmente dramática. Mefiboshet nos preguntó si habíamos mirado a través de la ventana. Lo hicimos. Un agua de color terroso alcanzaba la altura de un primer piso. La guardia civil y los bomberos se desplazaban por las calles, convertidas en canales, mediante lanchas neumáticas. La ciudad entera estaba asignada a domicilio. Afortunadamente tenemos provisiones para un mes, aseguró Mefiboshet. ¿Tanto se va a prolongar esta situación? No creo, una semana como mucho. Probablemente dos o tres días. A los dos días, en efecto, el agua se había drenado, pero dejó una capa gelatinosa de barro de un metro de espesor que lo cubría todo, incluido garajes, plantas bajas y algún entresuelo. La alcaldesa, Marisol Herrera, habló de nuevo por la radio y la televisión para pedir la formación de brigadas populares, con objeto de que colaboraran con los servicios municipales, absolutamente insuficientes para afrontar la situación. Unas horas más tarde se anunció también la intervención del ejército. Di orden de que nuestros hombres se presentaran como voluntarios, a título individual, sin manifestar el menor indicio de cohesión o de jerarquización entre ellos. Nosotros, los integrantes de la cúpula, daríamos el ejemplo enrolándonos en las mencionadas brigadas. V La explanada del Ayuntamiento se llenó de sujetos de toda condición y edad, con polainas e impermeable y un humor más bien taciturno y sentencioso. No llovía, pero el cielo seguía gris y unas nubes aceradas como acorazados surcaban sus aguas, amenazando con encallar en los edificios más altos. Aquí y allá, confundidos entre la multitud anónima, percibía el rostro conocido de alguno de nuestros hombres. Dentro de la casa consistorial reinaba un silencio lóbrego. Llegaron al cabo empleados municipales que nos pertrecharon con palas y azadas, formaron cuadrillas, les adjudicaron un cabo y las despacharon hacia diversos sectores. A Ouissene y a mí nos tocó un barrio popular del oeste de la ciudad. Bajamos del camión y nos enfrentamos a la tarea más urgente, abrir un camino a través del barrizal uniforme que cubría la calle. Dado que la maquinaria pesada era totalmente insuficiente, en muchos lugares tuvo que hacerse esta tarea utilizando procedimientos prehistóricos. La gente nos contemplaba en silencio, con la esperanza cansada de la población civil que asiste a la entrada del ejército liberador. Poco a poco, se fueron animando y comenzaron a bajar, armados con herramientas propias. Unas horas más tarde, éramos una armada de hormigas aplicada a una tarea ingente. Penetramos al fin en las viviendas. El espectáculo era desolador, la inmensidad de la labor pegaba al cuerpo una sensación semejante al estado depresivo que confería una pesadez mayor a los músculos. El barro era como una lepra marrón que lo cubría todo. Trabajamos sin descanso durante el día entero y a la mañana siguiente volvimos al tajo. Limpiamos pisos, apartamos muebles para ponerlos a secar, lo que ya no tenía remedio lo sacamos a la calle, la confusión era enorme y el cansancio comenzó a hacer estragos. Hombres, mujeres y niños parecíamos espectros sin refugio y sin objeto. Sin embargo, nada se detuvo. La capacidad de los pueblos para soportar catástrofes, guerras y calamidades de todo tipo es inmensa, inagotable. El temple escondido bajo aquel ropaje de carne que le plantaba cara a la adversidad, me mantuvo en pie, impidiendo que me desmoronara sobre el lodo, ayudándome a reconquistar el equilibrio y vencer la náusea. Entonces comenzó a propagarse el rumor de que venía una nueva riada. Otros, en cambio, aseguraban que habían ido a ver el río y su nivel estaba bajo. Reanudamos pues el trabajo, pero un cierto desasosiego se sumó a la fatiga. La sospecha de que nuestro afán era hacer para deshacer limaba las pocas fuerzas que nos quedaban. De repente alguien clamó que una ola gigantesca corría campo a través, más veloz que un caballo. La multitud se puso a gritar y a precipitarse en todas direcciones, el caos fue indescriptible. Los que conservaban un residuo de serenidad, conminaban a subir de inmediato a los tejados. En poco tiempo las calles se vaciaron. Dejamos que ascendieran primero las mujeres, ancianos y niños. Seguidamente nos lanzamos a través de las cajas de las escaleras y cada peldaño era una garantía suplementaria de vida. Se oyó el bramido de un oso malherido atronar el aire, luego el golpear de un sinfín de objetos contra las paredes y finalmente el horrísono regüeldo del agua ascendiendo por el hueco de la escalera. Parecía que el mar se nos había caído encima. La gente gritaba, histérica, y ascendía frenéticamente en la semioscuridad. De hecho, el nivel del agua dio un tremendo tirón, dejándonos atrás, sumergidos en un líquido sucio y espeso. Por suerte se detuvo un par de metros más arriba. Tan sólo unos cuantos hombres y una mujer joven nos habíamos dejado atrapar por ella. Entre Ouissene y yo sacamos a la superficie a dos tipos que habían recibido seguramente un golpe y estaban como aturdidos, revelándose incapaces de nadar. Llegados a la azotea, nos precipitamos, como lo habían hecho ya los demás, hacia la baranda, para ver lo que sucedía abajo. De nuevo las calles se habían convertido en torrentes tumultuosos, bravíos. Nos hallábamos en un edificio de cinco plantas y el nivel del agua había superado la segunda. Desde la otra parte de la terraza el espectáculo era todavía más aparatoso, allí donde antes había una avenida que desembocaba en una plaza, entonces se veía un auténtico brazo de mar, arrastrando troncos del tamaño de una barcaza y toda clase de objetos, muebles, vigas, colchones. Todas las fincas se hallaban coronadas por una multitud que se agitaba y voceaba. De lejos, parecía de alegría. Pero cuando nos percatamos de que, a nuestro alrededor, las mujeres lloraban y se tiraban del pelo, los hombres maldecían y los niños se hallaban completamente pasmados, penetramos el verdadero sentido de lo que estaba sucediendo en todos los edificios y en todos los balcones. Nadie parecía comprender lo sucedido, máxime cuando el sol pugnaba por abrirse camino entre las nubes, como para ver, también él, el desastre en que se hallaba sumido el mundo. La explicación de lo ocurrido era, como supimos más tarde, que se había roto el pantano y se había volcado todo su contenido de golpe. Una colosal ola se formó, la cual se dirigió al mar por el camino más recto, ignorando el cauce del río, llevándose todo a su paso, las viviendas de los vivos y también las de los muertos. Cadáveres recientes y añejos quedaron esparcidos en buena hermandad y puestos a secar entre desperdicios, en medio de un abominable campo de batalla. Pero ello formaba parte del capítulo de visiones dantescas que se nos había reservado para después. Sí, había llegado para ti el instante del heroísmo. Uno de tus más graves errores. Ouissene me señaló algo tras de mí. Miré en la dirección indicada y se me apareció un niño de no más de cinco años, encaramado a lo que parecía ser un pesado aparador, acercándose a toda velocidad. En medio de lo que había sido la plaza, se cruzaban dos corrientes, por lo que se había formado una suerte de espina dorsal que la recorría casi de punta a punta. Todo cuanto llegaba allí se hundía y no reaparecía hasta cincuenta o sesenta metros más allá. El chaval, con su improvisada embarcación iba directo hacia esa línea, imposible de evitar por otra parte, pero previamente tenía que cruzar por delante de donde estábamos nosotros. Antes de que Ouissene pudiera reaccionar, salté sobre el pretil apoyándome en un palo de tender. Cuando éste se recuperó de la sorpresa, avanzó un paso hacia mí, pero con un gesto tajante de la mano lo dejé de nuevo clavado en el suelo. Se hizo un silencio en la azotea que yo percibí como de fin de mundo. Aguardé un instante a que el chaval se acercara un poco más y me lancé al vacío, como desde un trampolín. Tardé una eternidad en caer. Todavía conservo la película a cámara lenta de los balcones cuajados de macetas con geranios que iba rebasando cabeza abajo, del estupor, en todos sus matices, que reflejaban los diversos rostros que encontré a mi paso y que me vieron recorrer mi camino vertical. Recuerdo que mi mayor temor consistía en que, a pocos palmos de la superficie, viajara un tronco, o una viga de madera, o cualquier otro objeto de los que arrastraba la corriente, y me estrellara contra él. Me recibió una inmensa fuerza fría que parecía ocupada en otra cosa, por lo que ni siquiera me percibió. Salí a la superficie casi al instante y nadé con todas mis fuerzas hacia el armario. La velocidad alcanzada era tal que sentí vértigo, o quizá el vértigo provenía al notar la potencia portentosa de las aguas que me envolvían. Sin embargo, avanzaba en línea recta hacia mi objetivo, ayudado por los vectores de fuerzas en presencia. Una vez agarrado al mueble, me fui acercando al chaval, quien me contemplaba en silencio. No parecía asustado, sino que daba la impresión de mirarlo todo como si contemplara una incomprensible pelea entre adultos. Sus dos ojos negros me consideraban serenamente. Yo diría que fue él quien me calmó a mí y no al contrario. Me puse a su lado. Mira, vamos a hundirnos durante un momento, como en los parques acuáticos, ¿vale? Pero luego salimos, ¿eh? No te preocupes si es un poco largo. Ven, agárrate fuerte a mí. Así, muy bien. Ahora, cuando yo te diga, coges todo el aire que puedas. Busqué a tientas un asidero sólido. Todavía no. Ahora, así, como yo. El universo entero se puso a dar tumbos como una rueda a la deriva, las nebulosas y las galaxias también, cual nubes de burbujas agonizantes. Pero la única gota de calor, el único átomo de luz viva que refulgía aún en esa bola fría de materia inerte, la llevaba yo entre mis brazos y por nada del mundo iba a permitir que me fuera arrebatada. El aparador pasó por encima de nosotros, nosotros por encima de él. Así diez o doce veces. Pero el milagro al fin se produjo, bajo un cielo nuevo y una tierra nueva, rebosante de sol. La corriente se mantuvo intensa hasta que llegamos a mar abierto. Luego, paulatinamente, disminuyó. La costa no quedaba excesivamente lejos. El armario se puso a navegar paralelamente a ella. Al cabo, me decidí a ayudarlo a encallar. Salimos a la playa y nos sentamos en la arena. Entonces me di cuenta de que una zodiac de la guardia civil nos había seguido y estaba poniendo proa hacia nosotros. Vienen a por ti, le dije, para llevarte a casa. A lo mejor nos vemos un día de estos, añadí. Él me contempló con su serenidad inalterable, pero sin responder. Bueno, adiós. Cuando ya me había alejado unos pasos me llamó. Oye. ¿Sí? Gracias. De nada. Y me fui con una sensación extraña, mezcla de varios compuestos entre los que destacaban dos, primero que me parecía huir más que irme, segundo, que entre él y yo había una diferencia de edad, pero no precisamente a mi favor. Llegado a lo alto de las dunas, me volví un instante. Los agentes conversaban ya con el niño. Uno de ellos esbozó un movimiento hacia mí. Otro, que parecía tener más autoridad, con un gesto se lo impidió. Bajé del otro lado de la duna y me perdí entre los naranjales. Durante dos días más no se pudo entrar en la ciudad, así que me enrolé de nuevo en una de esas brigadas que en ese momento estaban dedicadas a atender sólo las urgencias y dormí en un cobertizo habilitado para acoger a los que se habían quedado sin techo. Cuando al fin pude subir a la atalaya, supe que se me había dado por muerto, o les faltaba ya poco para hacerlo. Ouissene pudo llegar antes que yo y relató lo que había acontecido. Entonces supusieron que mi tardanza era, cuanto menos, signo de mal agüero. Yo únicamente quería tomar una buena ducha y echarme a dormir. Lo hice durante dieciséis horas cabales. Todas y cada una de ellas repletas de fantasmas y de pesadillas, todas como una sola manzana podrida en la que bullen los gusanos, en la que pululan los cadáveres más diversos, desde los de la película de Moscú, hasta los de la víspera, medio enterrados en el fango, asaeteados por los cañaverales, colgados de los árboles como trapos sucios puestos a secar. Y arrastrándose entre los escombros y el pus, surgía por todas partes el joven esbirro ruso, bramando y llamando a su madre. Me desperté con la garganta ronca de tanto gritar algo yo también, aunque nunca supe qué. Dunia estaba sobre mí, para evitar que hiciera un destrozo con todo lo que se encontraba a mi alrededor y trataba de calmarme. Tardé todavía unos segundos en comprender el significado de la nueva imagen que estaba viendo, sólo entonces mis nervios cedieron. Dunia no me habló, pero sus ojos operaron el milagro de reconciliarme con la vida. Me abracé a ella, pero no como a mi mujer, sino como a la única tabla de mi naufragio. No tardé mucho en recuperarme. Descorrí las cortinas y el sol me cegó. ¿Qué día estamos hoy? Hoy es uno de noviembre, repuso Dunia. Todo ha pasado ya, ¿verdad? Sí, Dunia, lo peor ha pasado. ¿De veras que lo creíste? Sí, bajo ese espléndido sol de noviembre no se podía pensar otra cosa. Salimos para desayunar en la terraza. El aire era límpido y diáfano como el cristal. Hasta el más diminuto detalle que alcanzaba la vista, allá en las cumbres de las montañas, se percibía con toda nitidez. Sobre el mar se veían puntitos blancos, dispersos. Eran los veleros del Club Náutico, como si nada hubiera pasado. Más al fondo, cruzaban los trasatlánticos de recreo. En la terraza todos los rostros aparecían exultantes, como si la Jerusalén celeste hubiera descendido ya y estuviéramos viviendo en ella. Pues no era aún tiempo de vagar, ya que las últimas plagas no se habían cumplido todavía. Es cierto, quedaba la postrera. La más terrible. Así es, la más terrible. Algunos hombres comenzaron a decir que había llegado Leviatán a la ciudad. ¿Quién es Leviatán? Nadie supo decírmelo. Sólo que habían escuchado la noticia de labios temblorosos y ojos huidizos. Le dije a Milos, manda a tus hombres que abran bien los oídos, que investiguen discretamente. La información que recibimos fue contradictoria. Para unos, Leviatán era un gurú, que devoraba niños durante el transcurso de ceremonias satánicas. Para otros era un antiguo mercenario que venía a traficar con armas. Los había que aseguraban saber de buena tinta que Leviatán era un asesino a sueldo infalible, el cual solía ser contratado para eliminar a los grandes de este mundo, cuando éstos comenzaban a importunar a otros igualmente grandes. Los hubo, en fin, quienes aseguraron que Leviatán no era sino un rumor propalado por alguien que pretendía asustarnos. Les pedí que siguieran indagando, que accedieran a los ficheros de los aeropuertos, de las compañías marítimas, del Club náutico, que revisaran los registros de propiedad, que patrullaran sin descanso las calles y que prestaran oído a lo que se decía en los bajos fondos. Al cabo, todos coincidieron en decir que Leviatán había venido a segar cabezas, en especial la que sobresalía. “Y otro ángel salió del templo gritando con voz de trueno a quien estaba sentado sobre la nube: Coloca tu hoz y siega, ya que la hora de segar ha llegado, pues la mies de la tierra está madura.” Dispuse que testaferros míos compraran todos los apartamentos que se hallaban en los dos pisos anteriores al ocupado por la atalaya. Que se instalaran en ellos hombres armados hasta los dientes y que, día y noche, montaran la guardia. Di instrucciones para que se adaptaran, según un modelo general que describí, apartamentos de nuestra propiedad para albergar entrevistas secretas. También di consignas precisas sobre las obras que debían hacerse en esta misma casa, por si acaso alguna vez me veía en la necesidad de habitarla de nuevo. Y yo me fui a vivir con Dunia a la torre del mar, sin ninguna protección, pero también sin ningún contacto con ellos. Salvo los que tendrían lugar en dichos apartamentos, según un ritmo y una rotación que previamente definí. Ahora puedo revelarlo, los numeramos del uno al doce y aprendimos la lista de memoria. El primero y el último martes de cada mes, nos daríamos cita en uno de ellos para tratar los asuntos corrientes. El mes siguiente cambiaríamos de piso, según el orden secreto establecido en la lista. Si acaso ocurría un incidente en un apartamento, no volveríamos a él, sino que aguardaríamos al mes siguiente, en el lugar convenido. Dado que, sobre todo yo, comencé a hallar el agua del mar algo fría, sustituimos las travesías a nado por el footing de playa. Y por la tarde continuamos con nuestras visitas de tierras adentro. A veces, hacíamos una escapada más larga, a la que podíamos consagrar varios días sin ningún remordimiento. Al fin y al cabo, los grandes asuntos parecían haber tocado su fin, todos ellos. Y en todo caso, por muy acuciante que fuera el problema, lo convenido era respetar escrupulosamente el calendario de citas establecido. Si urgencia había, ya la resolverían ellos, que no estaban mancos. Además, por otra parte no me había desembarazado de la posibilidad, o el sueño, de abandonarlo todo de una vez por todas. Realmente, sin que ello alcanzara proporciones patológicas, me hallaba escindido en dos por cuanto se refiere a este aspecto. Dos reflexiones me eximían de tomar una determinación que adivinaba cruenta. La primera de ellas era que, a todas luces, el momento todavía no había llegado, pues las circunstancias, aunque se hallaban en un punto muerto, o precisamente por eso, no eran las más propicias. La segunda es que no se toma una decisión así a la ligera. Esas cosas, que revisten tal gravedad, requieren una larga maduración, “la mucha especulación nunca carece de buen fruto “ diría la madre Celestina. De modo que, reconfortado por ambas consideraciones, decidí poner la cuestión en el congelador. Quedaba, sin embargo, pendiente el interrogante planteado por la presencia de ese tal Leviatán en la ciudad. Cuando trataba de evaluar racionalmente el peligro real que esto suponía, encontraba que la discreción observada hasta entonces, la distancia tomada en todo momento con respecto a la organización, la falta de vínculos establecidos con ella, pues mi nombre no figuraba en ningún documento, los bienes pertenecían a la “sociedad” y habían sido adquiridos por testaferros, el ascendiente que poseía, el cual daba cohesión y sentido al conjunto, era puramente tácito, todo ello dificultaba el establecimiento de cualquier tipo de relación que pudiera conducir hasta mí. Este tipo de razonamiento me tranquilizaba, cuando estaba en posesión de mi lucidez. Mas cuando caía en el sueño, la doble hilera de dientes del monstruo Leviatán me producía escalofríos de terror y me despertaba sobresaltado y con fiebre. Había veces que venía desde el mar y las aguas se hundían tumultuosas en su garganta como en un abismo, el cielo era ya la cavidad de su paladar abatiéndose sobre la torre y oscureciéndola con una noche vaporosa y caliente. Otras, surgía de los pozos y de las simas de la tierra, en forma de tentáculos viscosos que invadían, husmeando, silbando como serpientes, el garaje del subsuelo y comenzaban a ascender las escaleras y a trepar por el hueco del ascensor y las fachadas, hasta alcanzar el ático, como los filamentos de una gigantesca planta carnívora. Dunia me ponía en la frente paños mojados con agua fría y me daba a beber la medicina de sus dos ojos turquesa. Me preparaba el café y me obligaba a correr con ella, hasta que recobraba mi sano juicio. Después, al regresar al apartamento, se ponía frente al ordenador y organizaba un viaje. Nunca imaginé que fueras tan frágil, me confesó. Pero se notaba que la complacía cuidarme. Era como una madre severa, aunque sin descuidar el menor detalle ni el menor gesto de la magia ceremonial de la curación. Y para que no soñara más contigo, especie de aborto del infierno, me hacía el amor como una reina. Ya te advertí que pusieras un poco más de atención en la elección de tu léxico, pues podías perder algo más que la vida, pero por lo visto los hay que no creen sino en los actos, aun sabiendo que el universo fue creado por la palabra; es lo que yo siempre he dicho, hombres de poca fe, aunque no falta mucho para que lleguemos a la hora de la verdad; así, conviene que vayas concluyendo, pimpollo. Mientras tanto, yo comienzo a considerar el delicado problema consistente en determinar en qué salsa voy a comerte. Acabé por convencerme de que podía y debía serenarme. Ciertamente opté desde el primer momento por poner mi materia primordial en el crisol y no en el fondo del atanor, a la temperatura del estiércol de caballo, como tal vez hubiera debido, pues soy hijo de mi tiempo y he perdido el gusto por la espera, ya lo sabes. Un poco tarde para hacerte esa reflexión. Mas he aquí que la obra ha sido culminada en todas sus fases. Sonó la flauta por casualidad. Probablemente por casualidad, sí, poniendo en peligro mi vida y la de los otros, pero ¿qué se le va a hacer?, no se nace sabiendo, sino con la facultad de aprender, en el mejor de los casos, y cuando Manrique comparaba nuestras vidas a los ríos, se refería también a la propiedad asignada a sus aguas de ir siempre hacia delante, jamás hacia atrás. El agua del mar se comporta de manera distinta, basta con observar lo que sucede en las playas, las olas entran y salen de la arena, luego vuelven a entrar y vuelven a salir, así desde que el mundo es mundo. El agua es siempre la misma en cada lugar, lo que viaja es el movimiento, la manifestación de su trascendencia. El mar es la eternidad, un tiempo único, un movimiento único que se repite hasta la saciedad en todas sus partes pero en el que no hay sucesión. Sin embargo, arrastrados por trancas y barrancas, todavía no hemos entrado en él y lo que está hecho, hecho está, sin que quepa la posibilidad de volver atrás para rectificar nada. Cuanto más que, a pesar de todo, tampoco había salido tan mal. Eres incorregible. Observa que anteriormente era un individuo sujeto a la materia vil, a las leyes de la necesidad abominable, aplastado bajo la terrible maldición del “ganarás el pan con el sudor de tu frente” y la de “un litro de trigo por un denario y tres litros de cebada por un denario; y el aceite de oliva y el vino, ni tocarlos.” En una palabra, era un modesto oficinista; malcasado, por añadidura. Ahora poseo un oro más puro que el vidrio transparente, el tiempo. Todo el tiempo que quiera, desde que sale este magnífico sol rojo que suele salir por estos pagos, sobre las doradas mantillas del mediterráneo, hasta que se pone por detrás de las montañas azules del oeste, dejando en la sombra pueblos blancos, dispuestos para un sueño inmaculado, cubiertos por un sudario resplandeciente bajo la luna y todo el silencio de la sierra dormida es para que se lo beban mis ojos, a través de los prismáticos. Debes conceder que el plomo, o el mercurio, ha sido transformado en oro. Sí, es cierto que debo aún apartar las últimas impurezas que quedan en el fondo del crisol y emplear lo bueno para fines elevados, como marcan los preceptos. Pero antes quiero asimilar bien la luz de este mundo, beberme su agua que ha recogido los rumores de la piedra, aspirar el aire impregnado de todos los perfumes del monte y de la vega, incorporar a mi cuerpo la tierra y los misterios de sus profundidades y llevarlo todo en mi nueva sangre. VI Dunia debió entender sin duda que nos hallábamos en una situación transitoria y que más valía posponer ciertas conversaciones. Acaso, en su fuero interno, se diría que más valía también aplazar ciertos razonamientos. Manifestó, en cambio, su deseo de visitar Toledo, tal vez nos distraiga su aura de misterio medieval. No se hable más, repuse, seducido por la idea. Así que tomamos el montante, ligero, y para la ciudad imperial que nos encaminamos. Durante el viaje de regreso de Moscú, habíamos quemado las etapas con ansiedad; si no rebasamos nunca la velocidad máxima autorizada, ello fue por precaución, aunque íbamos con la aguja del contador continuamente sobre ella. El viaje a Toledo, en cambio, lo hicimos paseando; siempre me parecía que corríamos demasiado, que no llegaba a embeberme lo suficiente del severo paisaje castellano, por el que, en el fondo, me hubiera gustado transitar a lomo de caballo o de rucio, como la emblemática pareja de nuestra literatura entre los renglones de la obra imperecedera, en medio de la rastrojera inmensa, dorada y parda, moteada de sotos, en la que serpentean caminos sobre los alcores, derramándose en los llanos donde surgen las ventas en la lejanía como lajas medio enterradas, para concluir en ellas la etapa, charlando sosegadamente con el ventero, cuando las nubes se arrebolan en el poniente. Diría a todos los huéspedes que llevo conmigo a una princesa rusa, que huyó de su país perseguida por malandrines villanos, para ir en pos de su hermano, ilustre afiliado a la andante caballería, causando con mi peregrino relato, así como con la sin par belleza de mi princesa, la admiración y el pasmo de propios y extraños. Ya de por sí habíamos dejado de lado el camino real, para adoptar un itinerario sinuoso, entre caprichoso y aleccionador. A veces andábamos molestando, con nuestra asadura, a los modernos manchegos que ya han olvidado las acémilas y las carretas de la muerte y pugnaban por adelantar a los importunos tras los cambios de rasante. Dunia se reía ante mi indiferencia inhumana a su cólera y a sus bocinazos. También ella iba revelando poco a poco sus cualidades menos visibles, su calma imperturbable, su humor constante y proclive a la risa serena de mujer colmada por sus propios jugos, y un temple, justamente, de espada toledana. Todo ello comenzaba a revelarse para mí como una inmensa esponja que absorbía enteramente mi ansiedad, la cual no era de poco bulto en ese momento. Aunque probablemente a ti te traigan sin cuidado estas sensiblerías. Oh, no, ¿qué opinión te has formado de mí? Leviatán tiene también su corazón de carne sin hueso, aunque en él predomine el cerebro, junto con el hígado y los riñones, pero habla con llaneza, como tú lo sientas, muchacho. Comprendo que, en tu situación, te haga bien hablar. Está bien, pues Dunia había elegido para la ocasión colores otoñales, una chaqueta con motivos de hojarasca sobre tierra húmeda, unos pantalones igualmente color castaña terminados en botas camperas, un suéter crema fino y escotado, con un parco enrejado de hilo dorado cercando el busto, unos pendientes verdes con colgantes, el pelo recogido, una pulsera a base de bolas de una especie de tierra acerada y, por coquetería más que por cuestiones meteorológicas, unos guantes de piel marrón. Yo, que físicamente no podía ni siquiera soñar encontrarme a la altura de mi compañera, no tuve más remedio que escoger, dentro de un estilo informal, por supuesto, los géneros más caros de las mejores marcas. Digan lo que digan, las leyes de la compensación siguen en vigor. En el fondo era una manera de advertir, a quien abrigara propósitos malévolos, que, a pesar de mi apariencia menor, tal vez guardara un as en la manga. Era noche cerrada cuando entramos en Toledo. Dunia consultó el itinerario, fue indicándome las direcciones; a veces las callejuelas eran tan estrechas que apenas cabía el coche entre el encintado de ambas aceras. El alumbrado exhalaba una luz tenue y en la penumbra las vestiduras de los jóvenes podían parecer extravagantes. Hasta me pareció ver brillar el acero toledano al revuelo de una capa. Cuando más extraviado me hallaba en medio de aquel intrincado laberinto, Dunia me previno que a la derecha, tras esa esquina de ahí, entraremos en la calle donde se encuentra el hotel. La doblamos y, en efecto, nos dimos de manos a boca con nuestra posada, un viejo caserón del siglo XVI transformado en hotel de lujo. El entorno en el cual nos habíamos infiltrado con nocturnidad tenía tanto carácter que no podía sino generar lo esencial de la conversación mantenida durante la cena que tomamos en el propio hotel. Dunia no solamente sabía cosas referentes al antiquísimo enclave, no en balde había hecho estudios hispánicos en su país, sino que planteó cuestiones para cuya respuesta tuve que agotar los ralos conocimientos que obraban en mi poder acerca de las luces y las sombras de dicha ciudad. Le prometí que buscaríamos bibliografía y que profundizaríamos, los dos, en la materia. Y con las mismas salimos a dar un paseo al azar, sin preocuparnos demasiado por el itinerario de vuelta. Las calles y las plazas no estaban muy concurridas, en parte por la hora, en parte porque no nos encontrábamos en el período álgido del turismo. A pesar de lo cual, en los bares y terrazas se percibía cierta animación cosmopolita. Le pregunté si deseaba tomar una copa y me repuso que, si no me importaba, prefería caminar. Yo era de la misma opinión. La noche se presentaba tibia y suave, teniendo en cuenta que nos hallábamos ya hacia mediados de otoño. Recorrimos detenidamente el barrio del Zocodover, la plaza, así como las callejas adyacentes, sombrías y desiertas, donde, bajo los arcos mudéjares, el empedrado conserva el rumor de los cascos de las caballerías y el traqueteo de las carretas. Mi compañera pretendía investigar cada rincón, bebérselo todo con los ojos. Me confesó que en la facultad había asistido a un interesante seminario, impartido por un ilustre medievalista, focalizado precisamente en el Toledo del milenio. De vez en cuando formulaba preguntas a las que yo respondía como buenamente podía. En cuanto a mí, tenía la impresión de mostrarle, no un país, el mío, sino un museo al aire libre. Albergaba la sensación de que si hubiera venido a Toledo muchos años antes, por poner un ejemplo, digamos, cuando niño, con mis padres, habría evocado sin duda el Toledo medieval, el de las tres religiones que aparecía ya bien definido en el volumen ilustrado de historia que me había regalado mi abuelo, el Toledo de Alfonso VI y de la Escuela de Traductores, una ciudad inmersa en las profundidades de la historia. Pero una historia que llegaría sin interrupción hasta mi presente, el que podía contemplar con mis propios ojos que se ha de comer la tierra, y lo incluiría, ciertamente, como algo inacabado, como una materia sobre la que podría aplicarse la mano, incluso a lo largo de las generaciones futuras, y modelarla. En cambio, lo que yo percibía en ese momento era una fractura, una especie de cordón sanitario, que me separaba de esa historia viva. Los anales conservan errores, cierto, algunos de ellos sangrientos, insoportables; no obstante, la impresión que tuve en esa ocasión, paseando por la noche toledana, fue de que algo mucho más grave había ocurrido, algo así como si, hacia finales del siglo veinte, se hubiera producido una formidable explosión con las proporciones de un verdadero cataclismo y estuviéramos todos todavía volando por los aires. El posadero debió darte un mal vino. Era excelente el vino que tomamos en el hotel. En tal caso, abusarías de él. Y yo que no creía capaz, a Leviatán, del menor sentido del humor. Para que veas que no hay que juzgar a la gente por el hábito que usa. Acaso sería Dunia quien me causara esa sensación de ingravidez. ¿Por qué no? Cualquiera podría comprenderlo. En la intimidad podía dar la impresión, a veces, de ser una niña frágil. Ante el mundo, posee la prestancia distinguida de una princesa extranjera que, tras unos pocos pasos en su tierra de adopción, ya se ha vuelto consubstancial a la misma, dejándose en el acto, con la mayor naturalidad, aclamar como una reina indígena. Los pocos transeúntes que deambulaban todavía por las calles la miraban, muchas veces sin recato. Ella debía notarlo, pero en mi opinión lo atribuía a algún tipo de excentricidad, de cuyo estudio no tenía tiempo de ocuparse en ese momento. Ya estamos en lo de siempre, claro, como es rubia y tiene los ojos azules, pues ya nos hallamos en presencia de la mujer angelical. Háblale de ello a un sueco y verás lo que te dice. Ella no pertenece, según creo, a ese tipo de mujeres que son plenamente conscientes del lancinante abismo de deseo que suscitan, de la infernal sala de torturas en la que tanto San Antonio de todas las latitudes se precipita con sólo haberlas vislumbrado una sola vez. Y era precisamente esa impresión, que había albergado desde el primer instante, la que propiciaba en mí la certeza de que podría servirla a cambio de nada, justamente como se sirve a una reina, es decir, sólo por ser lo que es. Desde luego que eres un tipo en verdad curioso; cualquiera, en tu situación, procuraría escamotear ante mi mirada la presencia de esa bella muchacha y tú me hablas de ella en esos términos….A no ser que pretendas presentármela como una frígida a la que no vale la pena violar…. Descuida, te hablo así de ella porque, a ratos, me da la impresión de estar hablando sólo para mí mismo. Pues presta atención a lo que dices, puesto que la vida no es precisamente un juego, aunque, la verdad, en esta ocasión no has hecho mal alguno, Leviatán no tiene tiempo que perder en ese tipo de entretenimiento y ya he consagrado demasiado a tu caso, ni siquiera sé si al final voy a entretenerme torturándote antes de acabar contigo. Si es así, tanto mejor… No te hagas ilusiones, todavía no hay nada decidido…. En la ciudad ya sólo velaba la piedra cuando regresamos al hotel. El vestíbulo se hallaba profusamente iluminado pero desierto. El recepcionista debía haberse ausentado momentáneamente por cualquier cosa. Del salón, cuya puerta estaba a la sazón abierta, provenía un leve murmullo de conversación. Para alcanzar el ascensor, debíamos pasar ante el umbral. Mecánicamente eché un vistazo hacia el interior. Unos cuantos matrimonios de edad provecta charlaban animadamente, sentados en los tersos sofás de cuero, en medio de los cuales se podía ver una mesilla baja sobre la que se demoraban algunas copas y botellines vacíos. Un hombre canoso y enjuto, vestido de punta en blanco, intervenía en un tono no exento de ese dominio solemne de la dicción propio de catedráticos y magistrados confirmados, pero que delataba, a pesar de ello, una pizca de inquietud. Antes de que entre el público, debemos verificar, personal y escrupulosamente, que no se ha dejado ningún indicio a la vista que pueda proporcionar la más remota indicación de lo que es aquello, pues no cabe duda de que acudirán especialistas. Y entonces se calló demasiado repentinamente al vernos cruzar el vano de la puerta. Noté que el silencio que habíamos sembrado a nuestro paso era anormalmente profundo. No le hice el menor comentario a Dunia pero intuí que hubiera sido preferible llegar un momento antes o un momento después al hotel. Esa noche tuve un curioso sueño. Dije a unos desconocidos, pero que aparentemente se hallaban bajo mis órdenes, paradojas del mundo onírico, vamos a sacar a la bestia. Con tal propósito, entramos en una pocilga y uno de ellos hábilmente enganchó una correa al collar de un enorme puerco. El animal comenzó a dar unos terribles gruñidos y a tirar ferozmente del cabestro, arremetiendo contra mí, pues me hallaba justo en el trazado de su embestida. Entretanto, los otros trataban de sujetarlo con todas sus fuerzas desde atrás, mediante la correa o agarrándolo de donde podían. La bestia consiguió engullir mis dos pies, incongruentemente desnudos, aunque no lograba cerrar las mandíbulas pues los otros, al tirar de la correa, lo impedían, por lo que se encolerizaba cada vez más y se debatía con mayor furia. En cuanto a mí, me hallaba en una posición absolutamente inverosímil, desafiando las leyes de la gravedad; los pies, metidos en el fondo de aquellas amenazadoras fauces, como hundidos en una bolsa semejante a una tripa rebosante de grasa y saliva calientes, chapoteaban frenéticamente y resbalaban, permitiéndome, eso es lo más anómalo, avanzar, a pesar de todo. En mi huída, no dejaba de ser consciente de que, a la menor flojera o descuido de mis hombres, el animal acabaría por cerrar los maxilares, terminados en una compacta hilera de afilados colmillos como de nácar cortante, y cercenar de un solo golpe mis extremidades inferiores como si estuvieran hechas de mantequilla y pasta de cacahuete. Sin comentarios. VII Al día siguiente, un sol benefactor, más que nunca padre de los mortales, resplandecía sobre la Jerusalén parda de occidente. Nos levantamos con sus primeros rayos y, a buena hora, nos hallábamos ya en un comedor bien expuesto, tomando nuestro buen desayuno, cuando se presentó, como por casualidad, el caballero de las canas y de la exuberancia verbal, acompañado de su esposa. La verdad es que me había estado barruntando que aquello iba a suceder, tanto que incluso venía preparado para dicha entrevista. Porque estaba claro que no iba a dejar de producirse. Nuestro sexagenario dandi exhalaba, ya de buena mañana, un aire distinguido, lucía un traje negro, cuello Mahón, cortado, por supuesto, de mano de sastre, camisa blanca, curiosamente sin corbata, lo que le colgaba al pecho una esquela de seductor otoñado. La mata de pelo cana, abundante, ligeramente dorada en la base, cegaba al absorber la luz de los ventanales y contrastaba con fuerza sobre el paño negro de la chaqueta. Su acompañante exhibía un vestido igualmente negro que se adivinaba ajustado al cuerpo, pero cubierto por una elegante rebeca roja, dotada de un solo botón en el cuello, lo cual le daba un vago aspecto de capa. La impresión que tuve fue que, realmente, quería ocultar una figura excesivamente lozana y esbelta para su edad, pues ella dejaba de algún modo la sensación de ser algo mayor que su consorte, aunque su rostro poseía unos rasgos extraordinariamente bien definidos, lo que delataba una prodigiosa belleza en sus años de juventud y de madurez. Dado que la noche anterior, en esa dichosa frase que, ya sin lugar a dudas, no tendría que haber oído jamás, capté una sospecha de acento francés en un español por lo demás perfecto, me dije, esta pareja ha ido granando lenta y suavemente, lejos del mundanal ruido, en algún castillo del Loira. Así que todo va a suceder en el ámbito de la fineza más absoluta, me dije, porque algo va a suceder, de eso no me cabía la menor duda. La sonrisa con la que nos obsequió al fingir descubrirnos confirmó mis sospechas. Si hubiera sabido que era médico, me hubiera sorprendido menos la facilidad con que nos abordó. Los médicos son todos unos vendedores de tapices, quizá porque conocen la naturaleza humana mejor aún que los filósofos y los literatos y saben de buena tinta que no hay nada nuevo bajo el sol. El caso es que esa labia que Dios les ha dado, esa charla de dominico en misión apostólica, parece siempre desinteresada, son las secretarias quienes pasan factura a la salida; así, a los diez minutos de su entrada en escena, ya nos hallábamos imbricados en animada conversación, en el transcurso de la cual se las apañó para obsequiar a mi compañera con, al menos, tres cumplidos bien trovados que parecían contar con el beneplácito entusiasta de la suya. Dunia agradeció ligeramente ruborizada. También salí de dicha plática ampliamente ilustrado sobre su profesión, no solamente integraba la prole de Galeno, sino que, además, era profesor numerario de la universidad de Montpellier, así como sobre la conferencia anual a propósito de la geriatría que acepta con gusto dar en Toledo, pues es un enamorado de la ciudad y de su historia. Él, a cambio, obtuvo bien poca cosa de mí, como es natural. No éramos sino unos turistas que veníamos por primera vez a la urbe milenaria y la descubríamos maravillados. Eso sí, puesto que había tenido toda la noche para anticiparme a las sutilezas de tal encuentro, conseguí aparentar, creo, sencillez y espontaneidad, esperando con ello borrar la suposición de que hubiera llegado a oír la frase de marras. O si acaso la había oído, demostrar que ésta había resbalado por mi cuerpo sin que le fuera acordada la menor importancia. Algo así como si la hubiera entendido, palabra por palabra, pero sin comprenderla en su globalidad, o al menos sin percibir su verdadero alcance. Y en cierto modo así era en realidad, pues su verdadero alcance todavía no lo poseía; si bien, descontextualizada como estaba, no podía dejar de ser inquietante. Y él debía ser consciente de que así la percibiría yo, en caso de haberla oído. Y ésas teníamos, ambos. Por cierto, mi nombre es Nicolás y el de mi esposa Per. ¿Per? En verdad que es original, nunca antes lo había oído. Bueno, es una abreviación personal de Pernelle, un viejo nombre francés. Razón por la cual, con objeto de quitarle a mi querida esposa ese sabor rancio de vieja Francia, la llamamos Per. Como todos los maridos, Nicolás sólo sabe hacer cumplidos a las otras mujeres, repuso la aludida, sin perder la sonrisa ni la compostura. A imitación suya, nos limitamos a declinar nuestros nombres y, al concluir nuestro desayuno, nos despedimos alegando que teníamos todo Toledo por descubrir. En efecto, compramos en un quiosco una guía turística y nos dejamos llevar por sus sugestiones. Comenzamos con una buena ración de gótico en la Catedral, luego nos propusimos ver las dos sinagogas de Toledo, la de Santa María La Blanca, primero, donde compré un ejemplar del “Zohar”, después la del Tránsito, con su museo. Para terminar la mañana, hicimos unas fotos poniendo al Tajo como telón de fondo. Di por zanjado el asunto con Nicolás, pues realmente tuve el convencimiento de haber estado a la altura de las circunstancias; de modo que no me había entregado a medias a ese paseo por la antigua capital del Reino, bajo un tibio sol otoñal. Comimos bajo el signo de Babel, envueltos en un rumor formado por todas las lenguas del mundo, en el primer restaurante que nos vino a la mano. Dunia me pidió consejo y le repuse que gustara la perdiz castellana. Lo hicimos ambos, por cierto. Nos las prepararon asadas a la brasa. Hacia las tres nos lanzamos a un paseo digestivo que culminó en el Alcázar. Lo visitamos con el auxilio de una guía, esta vez de carne y hueso. A la salida, nos quedamos un rato sentados en el pretil de la explanada, contemplando, alternativamente, el paisaje pardo de la castellana tierra y, a nuestras espaldas, la imponente nave de piedra que lo surcaba. Dunia me explicó que había estudiado algo en el instituto la guerra civil española y la recordaba como una confrontación particularmente atroz. Le repuse que fue una tremenda explosión de odio durante demasiado tiempo contenido, a la que respondió una no menos formidable explosión de desprecio. El pueblo español se vio en la obligación de demostrar, una última vez, lo mejor y lo peor de sí mismo; los caballeros de las Navas de Tolosa tomaron por la postrera ocasión las espadas y los nietos del dos de mayo se metieron de nuevo entre las patas de los caballos para destriparlos con sus facas y cada vez que se hallaban en la coyuntura de ganar una plaza, tanto unos como otros, fusilaban a lo más claro de sus habitantes. Entonces fue una guerra de caballeros contra plebeyos, todos emborrachados por la sangre. No exactamente, si las viejas élites recibieron un cierto apoyo popular, que hizo tanto daño o más a la República que la aviación alemana o las tropas italianas, fue a causa del mayor prestidigitador de la historia de la política española, su verdadero líder fascista, José Antonio Primo de Rivera, el cual proporcionó a los nacionales la necesaria cortina de humo, tejida con pensamiento social, que tan bien supo aprovechar, aunque no compartir, Franco, dejando al mismo tiempo que el enemigo fusilara a su rival en Alicante, sin aceptar a cambio los tratos que le proponía. Recién terminada la guerra, todo equívoco se disipó rápidamente y de los famosos veintisiete puntos ni hablar del peluquín, o hablar muy poco. Imagino que los españoles de hoy contemplaréis tal episodio con una alternancia de orgullo y vergüenza. Pienso que, cuando al fin se disipó la niebla de la propaganda de uno y otro bando, ése fue el sentir de la mayor parte de ellos. En caso de que hubieras tenido que vivir ese tiempo en el que parece que todo el mundo debía tomar partido por uno u otro bando, ¿de qué lado te hubieras puesto? “Siempre hay que estar del lado del muerto”, se me ocurrió responder, porque me vino esta reminiscencia de uno de los personajes de García Márquez. Tal vez, añadí, tratando de salvar esta respuesta poco meditada en acorde con el tema sobre el que era requerido, porque es él, en cualquier caso, el más libre. ¿Se luchó verdaderamente por la libertad aquí? En el fondo creo que sí, sólo que cada uno tenía su particular noción de la misma. Nosotros, es decir, nuestros padres, la generación que nos precede sobre todo, y en líneas generales desde tiempo inmemorial en Rusia, hemos vivido sin libertad, o eso es lo que se dice; es posible que nos haya faltado y nos falte todavía esa experiencia esencial. ¿Tú crees que la libertad es la piedra angular de un régimen político? Bueno, en fin, en un plano hacen falta, no uno, sino dos ejes, el eje de las abscisas y el eje de las ordenadas, para situar un punto, si vinieran a faltar los datos de uno de ellos, sería imposible tal operación; así pues, en política, los dos ejes son la libertad y el sentido del deber. Sonrió. No te ofendas por lo que voy a decirte, si lo hago es porque verdaderamente me preocupa pues concierne el mundo en el que ambos vamos a vivir, pero dime, ¿quién es libre aquí en occidente y, sobre todo, quién tiene un sentido del deber que no sea doméstico, privado? Algunos dicen que su sentido del deber se orienta hacia la creación de riqueza. ¿Pero qué riqueza? Convendrás en que se trata de la suya, sobre todo. A los demás, lo que les ha creado es una jornada trepidante, intensa, de sol a sol, a cambio de la supervivencia únicamente. Sí, claro, también ha creado una cantidad enorme de productos que, muchas veces, no se pueden vender. Más aún, lo que hoy en día se crea y lo que, en el fondo, importa crear, es dinero, un dinero virtual que, a lo mejor, ni siquiera se materializa en ninguna parte pues no existe fuera de unos cálculos equivocados. Si digo esto es porque me cuesta integrarme en mi nueva vida. Nosotros, por ejemplo, ¿qué valor tenemos en el eje de las abscisas y qué otro en el de las ordenadas? Convendría saberlo, amor, porque no podemos dejarnos flotar indefinidamente en el ámbito de la pura contingencia. Yo quiero estar contigo, para eso he venido en el fondo, pero quiero estar contigo con un fin, ¿entiendes?, en pos de un sentido. Y eso tenemos que decidirlo entre los dos. Porque desde mi punto de vista de recién llegada mira cómo veo tu plano. Por cuanto se refiere al sentido del deber, imagino que se trata de una cuestión ardua, pues en la moralidad hay grados, positivos y negativos, y en este aspecto pienso que todos los países son fríos y, el que más y el que menos, tiene que aprender a hacer componendas con las circunstancias. Eso no cambia. Sin embargo, hay umbrales que no deben sobrepasarse si uno quiere que la convivencia con su propia conciencia tenga alguna posibilidad de realizarse de manera duradera. Así lo pienso. En cuanto a la libertad se refiere, no hemos parado de huir ni un solo minuto hasta hoy, que hemos escuchado lo que no debíamos y temes que Nicolás haga investigaciones sobre ti. Mi opinión es que lo de Nicolás podemos darlo por zanjado, pues nos hemos comportado los dos con tal naturalidad que debe haber llegado a la conclusión de que, o bien no lo oímos, o bien no le acordamos la suficiente importancia, al fin y al cabo es una frase ciertamente enigmática pero poco comprometedora; sin la mención de las circunstancias, con un poco de imaginación, y no dudo que Nicolás la tenga, se le puede dar la vuelta como un guante. Debe haber comprendido que agarrarse a ella es como decidir agarrarse a un clavo ardiendo en un muro donde no hay nada más. Su primera impresión fue que, para él, claro, que conoce todo respecto a las circunstancias que la envuelven, la frase era absolutamente reveladora; pero en cuanto se habrá puesto de veras en nuestro lugar, se habrá dado cuenta, en efecto, de que la cosa no resulta tan evidente y el menor trabajo psicológico le habrá llevado a la conclusión de que habremos enterrado el asunto a los pocos minutos. Tenemos otros gatos que fustigar. ¿Y qué crees tú que será lo que ese Nicolás se lleve entre manos? No tengo la menor idea, aunque ello no augura nada bueno; no obstante, tenemos tantas cuestiones a las que hacer frente, que no pienso ocuparme de ello en lo más mínimo y esa determinación he procurado referírsela a Nicolás sin palabras, la cual, pienso, ha comprendido pues no tiene un pelo de tonto, me parece. Por lo que se refiere a todo lo demás, debo confesarte que me hallo en la posición del aprendiz de mago que ha desencadenado fuerzas y reacciones en cadena que no controla bien y mi opinión es que, justamente, para salir del atolladero, hay que montarse primero sobre ese hipogrifo y dominarlo, sólo entonces estaremos en condiciones de decidir. Es el eterno combate de la humanidad, cada cual debe hacerlo en su terreno y no hay modo de rehuir el enfrentamiento. Para lo cual necesitaré, en efecto, tu ayuda. No sé qué tienes, me dijo sonriendo, que nadie puede negarte su colaboración. Lo que tengo es mucha suerte; al fin, una suerte increíble. Con esa buena disposición, entramos en una cafetería, precedidos por un chaval que pidió permiso para depositar en un rincón de la barra unas octavillas publicitarias. Al pasar por allí, tomé una. Llevaba por título “Vistita comentada a la Cueva de Hércules”. Pensé que podría ser la ocasión de una excursión a las afueras de Toledo y, una vez instalados ante la mesa, se la mostré a Dunia. La leímos juntos y supe qué era la “Cueva de Hércules”, de la cual nunca antes había oído hablar y también que no sería necesario salir de la ciudad para visitarla, pues se hallaba en el corazón de la misma. La oportunidad era doblemente aleccionadora pues, según rezaba la esquela, era la primera vez que se abrían al público. Convinimos en que podría tratarse de una visita interesante y acordamos efectuarla sin demora. Por lo que se refiere a ese mismo día no había ya posibilidad, de modo que tuvimos que aguardar hasta el siguiente. Nos pusimos pues a callejear dejando que el fuego de la tarde se consumiera en una luz de espiga primero, para asentarse después en reflejo más dorado y más maduro, resolviéndose al cabo en un rojo de ascua sobre los tejados. Tan sólo la ausencia total de prisa nos diferenciaba de los demás turistas y nos acercaba a los residentes. Vagamos al azar fundiéndonos progresivamente en el crisol que recogía la quintaesencia de lo castellano, cuyas líneas puras, prestadas por el paisaje a la arquitectura, de trazado limpio y austero, siempre despertaron en mí una fascinación íntima, evocando un reposo geométrico que siempre acaba por dar sazonado fruto en la meditación. Un mundo en que la sencillez, a fuerza de acendramiento, producía destellos de luz viva. Un mundo, acaso, para vivir con Dunia la existencia inmarcesible de dos estatuas de carne. También esa noche cenamos fuera del hotel y regresamos tarde. Ni en el salón, ni en los pasillos, nos topamos con alma viviente. En el viejo caserón que nos servía de posada y en la ciudad entera, se desgranaba como un rumor de río el sueño de la piedra. Al día siguiente, a la hora del desayuno, entramos en un comedor bastante concurrido. Pero ni rastro de Nicolás ni de Per. Tanto mejor. Tomamos la colación y nos dirigimos sin pérdida de tiempo al lugar indicado por el folleto, calle San Ginés. Ante la puerta de lo que parecía una antigua casa particular, se había formado ya un nutrido grupo. Entramos en el bastimento, a cuyo fosco interior les llevó a los ojos un cierto tiempo para habituarse, con objeto de comprar las entradas. Echamos un vistazo a los libros y demás objetos que allí se exponían para la venta y seguidamente volvimos a salir a la luz del sol. A la hora convenida, una guía se acercó al grupo y tomó la palabra. Se presentó como una arqueóloga y comenzó allí mismo su visita comentada, mencionando la desaparecida iglesia de San Ginés, desde la cual, así como desde alguna casa vecina, se accedía en los tiempos pasados a la llamada Cueva de Hércules. En el siglo XIX, el templo fue desacralizado y demolido. Seguidamente, sobre su solar, fueron levantados los edificios que veíamos. Nos rogó que la siguiéramos dentro de la casa. Atravesamos el zaguán oscuro en el que ya habíamos estado antes, luego enfilamos un corto pasillo hasta desembocar en un patio interior, donde otro empleado nos tomó las entradas. Alrededor de nosotros se podía contemplar un auténtico palimpsesto mural, unas zonas estaban construidas con sillares, otras con ladrillo macizo y otras aún revocadas recientemente, dejando ver en algunos puntos un tipo de ladrillo relativamente moderno. Me llamó la atención la presencia de ciertos motivos labrados sobre el material más antiguo, conchas de Santiago y cruces de San Andrés. Vi una especie de abrigo, como un hueco excavado en la piedra, donde se hallaban, al fondo, unas grandes tinajas, en una de las cuales se distinguía una mujer pintada. A continuación nos encontramos ante la entrada de la gruta, la cual se mostraba iluminada por bombillas peladas. Nuestra guía penetró con decisión a través de aquellas fauces de piedra polvorienta y negruzca. Doblamos varios recodos hasta enlazar con unas escaleras de madera nueva, instaladas para permitir un cómodo acceso a los subterráneos. La iluminación era allí más profusa, abundantes focos revelaban los grandes bloques de granito de que estaban constituidos los ciclópeos muros, así como, arriba, las vigas y el encofrado de madera colocados para impedir el derrumbamiento del techo. Una vez pusimos pie sobre piso de tierra, nos hallamos en un corredor de elevados muros. Dinteles y pilares, dignos del laberinto de Creta, franqueaban, a trechos, entradas a derecha e izquierda. A veces, dichas entradas aparecían tapiadas; incluso, en varias ocasiones vimos grandes arcos apuntados que habían sido cegados muy recientemente. Tomamos una de esas entradas cuyo cargadero casi rozábamos con la cabeza y avanzamos a través de otro largo pasillo, el cual terminaba en una bifurcación. No era la única. Doblamos otros recodos aún, descendimos varios paños de escaleras, esta vez de piedra, cada uno de los cuales desembocaba en un nuevo túnel cada vez más húmedo y estrecho. Al final, cuando ya habíamos perdido todo sentido de la orientación, nos vimos en una gran sala abovedada. Ese lugar, amplio y de excelentes propiedades acústicas, fue el elegido por nuestra guía para darnos una sucinta conferencia sobre el enclave histórico en que nos hallábamos. Se trata de un sistema de canalización de aguas, dijo, construido en época romana, destinado a traerlas desde el Tajo, en volumen suficiente como para abastecer satisfactoriamente la entera ciudad de Toledo. A partir de ahí, ha nacido la leyenda de las Cuevas de Hércules, según la cual, dicho personaje mitológico habría venido a nuestra ciudad, lo que no tendría nada de particular pues, a lo largo de su trabajosa vida, se recorrió todo el mundo entonces conocido, reinando el no menos mítico Túbal, nieto de Noé, y habría construido con sus propias manos una red de galerías subterráneas, enlazando salas, en las cuales comenzaría a enseñar las ciencias ocultas y donde, a lo largo de los siglos, los iniciados transmitirían tales conocimientos a los elegidos. Así, Toledo alcanzó, durante la época medieval, reputación de universidad del ocultismo. También se relacionan estos antros con el tema de la pérdida de España. Según lo que constituye otro tramo de la misma leyenda, la monarquía visigoda habría salido garante del profundo secreto contenido en estos lugares. Cada uno de los reyes godos, no solamente se habría comprometido a no profanar personalmente dicho secreto, sino que, además, con objeto de preservarlo convenientemente, debía añadir un candado a la puerta de la torre que daba acceso a la sala en que dicho misterio se hallaba encerrado. El rey don Rodrigo, necesitado de dinero para sufragar la guerra contra los vascones y haciendo caso omiso de los encarecidos ruegos de sus consejeros, hizo saltar los veinticuatro candados de los reyes que le precedieron y lo violó. Según algunas relaciones, había en el interior unas grandes estatuas que se pusieron enseguida a dar mazazos en el suelo, con objeto de asustar a los profanadores, y el rey pudo leer una inscripción en el primer dintel que se le ofrecía mediante la cual se prevenía al intruso que hubiera osado desobedecer el precepto y llegar hasta ese umbral, que continuar adelante significaba ir al encuentro de la muerte. Nada de eso amedrentó al intrépido monarca, quien prosiguió resueltamente, avanzando a través de varias salas. Se dice que la primera era toda ella blanca como una perla gigante que hubiera sido perforada y tallada, la segunda negra de azabache y de muerte, la tercera verde como la esmeralda, finalmente la postrera era roja cual rubí o río de sangre derramada. Aún tuvo que descender con su séquito, a partir de allí, a través de escaleras y galerías hasta llegar a una estancia donde sólo había un gran arcón en medio. Mandó arrancar el último candado, levantó la tapa y extrajo una tela en la que aparecían pintados unos jinetes y soldados árabes, bien armados y bien pertrechados. En el lienzo se podía leer esta inscripción, “Cuando este paño fuere extendido y aparecieren estas figuras, hombres que andarán así vestidos conquistarán España y se harán de ella señores.” Sólo entonces el rey paró mientes en que tal vez había ido demasiado lejos. Años más tarde, mientras agonizaba en medio de esos mismos soldados, tuvo la absoluta certeza de que así había sido. También se cuenta que, en el siglo XVI, el cardenal Silíceo mandó explorar la Cueva y los expedicionarios salieron de las entrañas de la tierra tan espantados por las visiones fantasmagóricas que allí se habían producido, que el prelado mandó las tapiaran definitivamente para que nadie más perturbara el reposo del inquietante mundo con el que se habían topado. He aquí la leyenda, aunque la arqueología sólo puede presentar a nuestros contemporáneos esta magnífica obra hidráulica de la época romana. ¿Y qué son todos estos pasadizos y salas que acabamos de recorrer? –preguntó uno. Los necesarios para conducir obreros a cualquier punto de la instalación, en caso de que ésta necesitara ser reparada o limpiada. ¿Y qué significan los pasadizos cegados? ¿Por qué no los abren? Las partes que ofrecen grave peligro de derrumbamiento han sido, evidentemente, tapiadas. La respuesta no carecía de fundamento. Sin embargo, tenía la desagradable sensación de haberme quedado como en ayunas. Observé el rostro del tipo que había hablado y me pareció que reflejaba la misma impresión. Una lógica, que yo mismo no tenía inconveniente en tachar de espuria, me constreñía, como a expensas mías, a combinar el elemento al que se estaba haciendo alusión, y todas las circunstancias aferentes, con la dichosa frase de Nicolás que, resultaba absolutamente palmario, jamás tendría que haber oído. “Antes de que entre el público, debemos verificar escrupulosamente que no se ha dejado ningún indicio a la vista.” Era la frase y era el tono en que había sido dicha. Quise, no obstante, convencerme de que todo cuanto se ofrecía a mi alrededor poco tenía que ver con un congreso de medicina. A menos que….no se trate de una medicina antigua, de la, digamos, predecesora de la medicina…y de la química. Recordé que los colores por los que se manifestaba la Gran Obra eran precisamente y por ese mismo orden el blanco, el negro, el verde y el rojo. Apenas formulada la idea, la deseché por inconsecuente y peregrina. Posiblemente Nicolás se refería a otra cosa, en otro sitio. Era su problema. Claro que, si se trataba de algo banal, ¿por qué inquietarse tanto? Y si no lo era, ¿por qué no cabría la posibilidad de que estuviera relacionado con la supuesta universidad del ocultismo, la cual tal vez siguiera en activo, o acaso albergara en sus enterradas aulas símbolos o manuscritos o cualquier otro tipo de secreto que convendría no fuera desvelado bajo ningún concepto? Deseché con resolución la idea, pero al propio tiempo que lo hacía experimenté como una debilidad repentina, ribeteada por una ligera náusea. Traté de recuperar la serenidad mediante un esfuerzo por volver al equilibrio anterior. Respiré varias veces profundamente, repitiéndome que yo no era de los que se dejan llevar con facilidad por el pánico y sí de los que, con fuerza de voluntad, hacen entrar en razón a un cuerpo demasiado impresionable, quizás. Sí, era cuestión de fuerza de voluntad; con ella, la náusea se domina, la conciencia no se escapa. Esa especie de cisterna romana en que nos encontrábamos, se hallaba abundantemente iluminada por numerosos focos. Sin poderlo evitar comencé a interesarme por las caras de los visitantes que nos rodeaban. Todos rostros herméticos. Más que caras, me pareció ver máscaras alumbradas por una luz artificial, por no decir irreal. El tipo que había formulado la pregunta, definitivamente no parecía demasiado satisfecho con la respuesta recibida, puesto que, tras acordarse unos momentos de reflexión, procedió al lanzamiento de una verdadera batería de ellas, cual si de un organillo de Stalin se tratara. ¿Por qué no se publican los resultados de las excavaciones? ¿Un plano, al menos, de la supuesta red hidráulica? ¿Por qué no se nombra una comisión de expertos que integre miembros independientes, extraídos de la comunidad científica internacional? ¿Qué impulsa a las autoridades municipales a diferir sine die todo proyecto de excavación transparente, todo intento de esclarecer las cosas? La guía intentó desplegar una respuesta única. Y mientras se preparaba para hacerlo, noté que se le habían tensado todos los músculos de la cara. Su rostro aparecía cortante, duro. También mi sistema nervioso se puso tirante como el cordaje de un barco. La fecha en que se iniciaron las actuales excavaciones, argumentó la guía, es todavía demasiado reciente para que se puedan establecer y publicar conclusiones que, de otro modo, resultarían precipitadas. Por cuanto se refiere al equipo de arqueólogos que trabaja en ella, pertenece, efectivamente, a la comunidad científica internacional. Internacional puede…-interrumpió el otro-, pero ¿qué me dice en cuanto a su independencia? Sólo puedo responderle que, dada la precariedad del estado en que se encuentran las galerías y los túneles, no se le puede acordar el permiso de entrada y menos aún el de participación en los trabajos a cualquiera, por competente que sea en el dominio en cuestión, únicamente debe trabajar aquí, fuera de esta zona consolidada, personal altamente cualificado y perfectamente integrado en un equipo que reúne las más variadas competencias, entre las cuales, las que se refieren a la seguridad no se hallan, como usted comprenderá, relegadas a un segundo plano. Los rostros de los demás visitantes seguían con gran atención la disputa, casi con una atención que podría calificarse de excesiva, como si algo de una importancia capital estuviera en juego, si bien con una expresión indescifrable, igual que si estuvieran hechos de cartón piedra. De repente, me atreví al fin a poner en palabras la idea que me venía atormentando desde hacía rato, la cual me impresionó tanto como si acabara de descubrirla. ¿Y si Nicolás hubiera decidido organizar esta expedición a las entrañas de la tierra con un grupo formado por individuos de su entera confianza, acaso pertenecientes todos a una misma secta, excepto tres, a los que se desea eliminar, por cierto, ya sea porque voluntariamente han metido sus narices en un asunto que no les concernía, ya sea porque, sin querer, habían oído lo inaudible y se habían hallado, en el momento preciso, en el lugar exacto en el que, bajo ningún concepto, tendrían que haberse hallado? La perspectiva de quedarme emparedado para siempre en una de esas lóbregas galerías me produjo un escalofrío que me recorrió de pies a cabeza. Decidí hacer, por si acaso, un gesto de impaciencia ante la excesiva insistencia del curioso odioso. Tal vez ello abogara por nuestra causa. Algo discreto, desde luego, pero que no podía pasar desapercibido a alguien, por ejemplo, que tuviera la misión de observar con detenimiento cada una de nuestras reacciones. Evitando enseguida, con igual ahínco, averiguar si ese alguien lo recogía. Claro que, dadas las circunstancias, las posibles circunstancias quiero decir, todo dependía también de la actitud del entrometido de marras, tal vez un investigador serio y metódico que hubiera llegado a entrever, con ayuda de una prueba material, la verdad oculta en esas profundidades; pero que, en todo caso, parecía algo dulce de sal para captar lo que podía estar sucediendo a su alrededor. Y a mí, en cambio, me parecía cada vez más evidente. El sujeto en cuestión parecía meditar como si estuviera ordenando meticulosamente sus argumentos antes de pasar de nuevo al ataque. Bajo las bóvedas de aquella especie de cripta se produjo un silencio de mausoleo. Y cualquiera hubiera jurado que la causa no era otra que una densa expectación. Le lancé al interfecto una mirada que se quería distraída, pero que en el fondo iba cargada con el deseo angustioso y la súplica apremiante de que cerrara la boca a cal y canto y no la abriera por nada del mundo. La atmósfera estaba tan cargada de espera, que, en un momento dado, tuve la certeza de que había más gente aguardando. Una auténtica multitud detrás de los recientes tabiques que daban sin duda a otras salas, posiblemente más grandes aún que aquella en la que nos encontrábamos, y tras las tiernas paredillas todavía húmedas que cubrían las bocas de oscuros y largos túneles. La impaciencia que nos envolvía era demasiado densa como para pretender que la creaba únicamente el exiguo grupo que se hallaba, visible, ante mis ojos. El investigador, autodidacta sin duda, pobre diablo que ni siquiera ha conocido el infierno, alzó una mirada de charol, bajo unas tupidas cejas negras; parecía que iba a replicar al fin, a sacar del buche la palabra justa que pusiera el dedo en la llaga, un segundo antes de que el mundo saltara por los aires como una bola de cristal que estalla como consecuencia de una vibración insoportable, pero las pupilas de plomo acabaron pesándole demasiado y no dijo nada. Cuando la guía comprendió que no hablaría, dijo bueno, si no hay más preguntas, concluimos con ello la visita. Emergí a la luz del día como levitando, igual que si todo mi cuerpo estuviera hecho de papel lívido, arrebatado, sin embargo, por el mismo gozo incontenible con que debió salir Lázaro de la tumba, a cuya lobreguez había gustado, convencido de que era para siempre. Un sudor frío, por cierto, debía perlar ligeramente mi frente. Y quizás algo más que la frente. Dunia lo notó y no supe disimular, turbado como estaba. No pude sino contarle la verdad de mi aprensión. No fue una buena idea venir a Toledo en este preciso momento, repuso. Será mejor que volvamos a casa cuanto antes. Fuimos directos al hotel, recogimos prestamente nuestras cosas, pagamos la factura y nos salimos de la ciudad con un inexpresable deje de huida. Acaso de derrota. ¡Qué desperdicio de oportunidad! ¿Qué quieres decir con ello? No, nada…. Sigue. Pues regresamos a la vida plácida y sosegada de antes, al saludable ejercicio matutino a lo largo de la playa, al aperitivo, a la confección de recetas caseras, a las siestas, a las lecturas en el balcón, a las tardes eternas escuchando la respiración del mar, la muerte del día, la resurrección del día, los rumores y los gozos del amor. Pero es verdad, había como una herrumbre de derrota en el paladar, que llevaba camino de despuntar en un mal presagio. En fin, llevábamos esa vida de una pareja de clase media alta que ha decidido tomarse un año sabático, o bien que ha aprendido a dirigir sus negocios a distancia, a través de la nueva tecnología. Y ello en un lugar propicio, donde no éramos, ni mucho menos, los únicos que vivían así. Antes al contrario, el derroche más flagrante, acompañado de la ociosidad más palmaria, constituían la norma en aquellos parajes, incluso en invierno. Según eso, puede decirse que nos desenvolvíamos de manera discreta en nuestro ámbito. El mal estaba ya hecho. Dicen que por la caridad entra la peste. Leviatán se encontraba ya, en efecto, en la ciudad, desde el mismo día de las inundaciones. De un humor de mil demonios, por cierto, pues tuvimos que abandonar por pies la mansión que nos habían prestado, dejando allí todo nuestro material. Apenas si nos alcanzó el tiempo para llegar a los coches y salir zumbando, antes de que irrumpiera una ola de lodo y no dejara visible más que el techo. Pero también dicen que no hay mal que por bien no venga. Cuando vi en los titulares de los periódicos: “Niño salvado de las aguas por un ángel caído del cielo” “Dicho ángel ha declinado la notoriedad por razones que se desconocen, etc.…,” entonces me dije ya tengo a mi hombre, aquí no hay otro, no puede haber otro, capaz de hacer una cosa semejante y de comportarse de esa manera tan altruista y desprendida. ¿Cómo iba a haber alguien así en esta nueva Babilonia? Hice que me trajeran al niño en cuestión y lo interrogué. Un chaval circunspecto, en verdad. También lancé a mis hombres, disfrazados de periodistas, para que interrogaran a derecha e izquierda por todo el barrio. Supe algunas cosas, suficientes para recoger los primeros hilos. Paralelamente investigué otro hecho que desde un principio me pareció sospechoso. En cuanto llego a un sitio que no conozco, lo primero que hago es leer los periódicos. Y, si puedo, también los atrasados. Entre líneas, capté algunos detalles que excitaron mi curiosidad. Acerqué más mi oído a determinados focos, utilizando mis contactos, y tuve la confirmación de que las autoridades municipales no habían ordenado la voladura del margen del río, ni la de la carretera, ni la de la de la vía férrea. Y si admitieron públicamente la responsabilidad de estos hechos, ello obedecía a dos razones, primero porque era lo que ellos mismos tendrían que haber hecho si hubieran tenido dos dedos de frente y un mínimo de agallas, segundo porque no admitirlo habría dejado en la opinión pública una impresión de desorden bastante embarazosa para el gobierno municipal y una gran pregunta en el aire. Hice pues mis propias investigaciones, las cuales me fueron conduciendo, poco a poco, hacia lo que tú llamas la atalaya. VIII ¿Por qué, entonces, a Mefiboshet, el insignificante hijo patojo del rey Saúl? No representaba el menor peligro para nadie, ni era una pieza clave en nuestra organización, ni conocía más detalles sobre ella que cualquier otro. Antes al contrario, se le podía erigir como símbolo de una vida tan intranscendente como plácida, que muchos harían mal en desdeñar. Era el mismísimo sentarse a la sombra de la parra y de la higuera para ver pasar unas horas que sólo se distinguen entre ellas por detalles nimios de luz o de color. Yo lo saqué de sus cavilaciones en la plaza de las palomas, de su afición por las partidas de petanca, de sus conversaciones tranquilas bajo las acacias, sin saber que ello había de ser para ponerlo entre las manos expertas de Leviatán. Se trataba sin duda el más inocente de todos. Oh, tal vez por eso… Y también porque, cuando uno pretende asaltar una fortaleza, lo primero es atacar el estómago de sus defensores. Miserable destino para el hijo del Ungido, del rey, Señor y esclavo a la vez, vivía en un mundo que ya no le correspondía, aunque en otro tiempo le habrían pertenecido todos los derechos; sin embargo, jamás había ambicionado involución alguna. Muchas de las cosas que poseíamos estaban a su nombre y, a pesar de ello, nos servía con toda humildad. Antes de tomar ese partido esperé, por supuesto, a ver si aparecías tú mismo. Leviatán no cuenta las horas, ni los días, sino que teje su tela y aguarda. Mas comprendí que ese primer momento de confusión tras nuestra llegada, la riada, la pérdida de material, la instalación en un nuevo cuartel general, te habían dado tiempo suficiente para ponerte en guardia y tomar ciertas precauciones. Las precauciones estaban tomadas desde mucho tiempo atrás, desde antes incluso de que supiera que Leviatán existe en el mundo, porque siempre hay un Leviatán para cada cual, poco importa cómo se le llame, indefectiblemente acaba asomando sus fauces en el momento culminante de cada aventura digna de este nombre. Por mi parte, decidí aumentar un poco la presión sobre ti. Después de todo, ya sabía cómo tratar a mi ángel benefactor de pobres y niños. Verás por qué jamás hay que mostrar piedad; cuando se tiene vocación de mandar, es preciso saber ser Señor de horca y de cuchillo. Si así lo hicieres, mandarás tú, y tus hijos tras de ti, hasta la séptima generación. Bueno, en el caso tuyo ya es demasiado tarde, por supuesto. Tu lugarteniente, por cierto, aguantó bien el tiro, no se movió. Vino cuando correspondía, es un militar y conoce el sentido y el valor de la disciplina. Sí, fue a entrevistarse contigo en aquel apartamento amañado. Y nosotros tras él, como no podía ser menos. Te diré lo que hizo. Lo primero que hizo fue pulsar un botón disimulado bajo una llave de la luz. Enseguida me mostró fotografías de lo que habíais hecho a Mefiboshet, por lo que pagarás un precio muy alto, Leviatán, una tarifa a la altura de tus merecimientos. ¿Bromeas? Aseguró que no se habían cometido errores, que todo el dispositivo de vigilancia había estado activado durante toda la noche, cada hombre en su puesto, todos ellos se hallaban en el apartamento y nadie había oído el menor ruido. ¿Es eso un cumplido? Es una simple constatación. Un trabajo de príncipes del asesinato, dirás, desollar a un hombre y dejarlo, todavía vivo, colgado de los pies de una lámpara, sin que se enteren los que duermen en las habitaciones contiguas, a pesar de hallarse en estado de máxima alerta, no está al alcance de todo el mundo. Un trabajo también de príncipes de la propaganda. Sin embargo, lo que ocurrió en ese otro apartamento con malicias me humilló profundamente, hasta el tuétano de los huesos. Sabía que el encuentro era contigo. Tomé todas las precauciones que se imponen, puse hombres en el garaje, en la escalera, en ambos extremos de la calle. Luego subí con un puñado de mis agentes más selectos. Hicimos saltar la puerta, nos precipitamos en el interior y nos encontramos mirándonos como pasmarotes en un apartamento totalmente vacío. Lo más hiriente es que Milos debía tener la seguridad absoluta de que le íbamos a seguir y a pesar de ello no renunció a la entrevista, pues se hallaría igualmente convencido de poder darnos el esquinazo. Nunca antes Leviatán había pasado por una tal afrenta. Dejé un par de hombres en el piso, buscando cualquier resquicio entre las paredes. Ordené a otros dos que bajaran por la escalera. Yo lo hice por el ascensor. En el hall de entrada me dijeron que nadie había pasado por allí. En el garaje nadie había visto un alma viviente durante los últimos diez minutos. Telefoneé a los de la calle y tampoco habían percibido nada anormal. A medida que iba intuyendo lo que en verdad había pasado, me iba subiendo un veneno caliente por las venas, tanto es así, que si hubiera mordido a un hombre, lo habría matado en el acto. Teníais un ascensor oculto, que comunicaba, no con el aparcamiento de esa finca, sino con el de la finca vecina, cuya salida, en lugar de dar a la calle por donde habíais entrado, daba a la avenida de la parte posterior. En efecto, lo primero que hizo Milos al entrar fue, como te dije, pulsar el botón de ese ascensor secreto y dejarlo preparado, pues era evidente que le habíais seguido, no había otra explicación al asesinato de Mefiboshet, más que desencadenar un movimiento que les condujera hasta ti, razonó Milos. Entonces una estantería del despacho se abrió en dos, dejando ver el interior del ascensor. Uno tiene la obligación de aprender de la experiencia, ¿no es así? Al pulsar el botón de bajada, la estantería se cierra automáticamente, como en la datcha de Tarasov. Ah, esa estancia en la datcha de Tarasov resultó altamente instructiva. Y no fue ése el único lugar en el que mandé construir una astucia semejante. Encontramos el dispositivo, de todos modos. Pero demasiado tarde. Cierto, ya os habíais confundido con el tráfico de la avenida. Jamás me habían humillado de ese modo. La sangre se me subió a los ojos y lo veía todo rojo. Procuré no mirar a mis hombres y me encaré con el primer coche que me vino a la mano. Cuando sentí que comenzaba a aplacarme, el vehículo tenía toda la carrocería abollada y no le quedaba ni un solo cristal. Imaginé tu decepción, Leviatán, por eso supe que desearías ocuparte personalmente de mi caso. Siempre me ocupo personalmente de mis cadáveres. Al menos de los que me encomiendan, por eso me pagan, por el don de la infalibilidad que saben pertinentemente que poseo, como el Papa en sus asuntos, así yo en los míos; y también por el sello único e intransferible que dejo en la materia, garantía de autenticidad, lo cual no es inocuo. Jamás delego, esa es la primera condición que se me impone, pues mis clientes no aceptan errores, ni yo tampoco. Durante el trayecto, di a Milos las consignas que imponía la urgencia, aunque en realidad todo lo tenía previsto desde hacía algún tiempo. Desde el principio supe que me vería obligado a tomar medidas de última instancia, que no habría más remedio que efectuar la operación del cirujano de hierro. ¿Qué quieres decir con “desde el principio”? Intuitivamente, desde que comprendí que mi actividad acabaría forzosamente disgustando a gente muy bien situada, sobre todo a ella, pero especialmente desde que oí tu nombre, Leviatán, aún sin haberlo escuchado nombrar antes, me preparé para este encuentro. Bueno, intuitivamente en el verdadero principio; a partir de un cierto momento con perfecto uso de razón. Eso es lo que pensaba yo también. Le dije por la misma ocasión a Milos que me enviara a Nicolai para que se quedara con su hermana. Milos me dejó junto a mi automóvil. Fui entonces a la torre del mar, para despedirme de Dunia. Le dije que debía hacerlo. Ellos sólo me quieren a mí, vosotros no corréis ningún peligro. ¿No es posible luchar con ellos de otro modo? No, son demasiado expertos; realmente, no me dejan otra alternativa. Cuando llegó Nicolai, le mostré dónde guardaba las armas y las municiones, por si acaso. Y me fui. Caminé hasta la parada del autobús. El día se mostraba nublado y ventoso. El invierno se hallaba a las puertas. Me apeé a unas cuantas manzanas de mi antigua vivienda. Entonces, por primera vez, diste señales de vida. Sí, llamé a Milos utilizando mi móvil, ¿no te sorprendió que lo hiciera, cuando acababa de entrevistarme con él? En absoluto, no esperaba otra cosa de ti. Es más, tenía la certeza de que lo harías en breve, antes de que nos decidiéramos a utilizar a Dunia como “argumento.” Y no era cuestión de mandar un anuncio a los periódicos para decir, aquí estoy, me rindo. Claro. Bastaba con esa llamada para ponernos sobre la pista, eso no podías ignorarlo. Y para que desecharais la idea de utilizar a Dunia como “argumento,” es cierto. La desechamos, en efecto, de momento, en espera de obtener resultados, sobre todo porque tenía igualmente el convencimiento de que no habrías cometido la torpeza de decirle dónde ibas con toda exactitud. No, no lo hice, por supuesto. Así, nos pusimos a escudriñar el barrio con ojos de relojero, a tender el oído en cada tienda, en cada bar, a lo largo de las callejas y en los parques, para saber qué se decían entre sí los niños y los ancianos y las amas de casa en las panaderías y los adolescentes que fuman porros de noche en los portales. Y nos adaptamos tan bien a la vida de esas gentes en unas cuantas horas que luego pudimos hacer preguntas sin despertar sospechas. Y conocimos que nos las estábamos viendo con un pez sigiloso y escurridizo, un pez de aguas profundas. Yo soñaba con unos tentáculos que escarbaban por entre la hojarasca del jardín, tanteaban los cimientos de la casa, se enredaban en ellos. En las habitaciones vecinas susurrabas, abriendo los mil pliegues de tu cólera. Y me despertaba al amanecer viendo tu rostro, el tuyo propio, el que tienes ahora mismo, en la penumbra de los rincones. “¿Quién es el que sabe apaciguar, poco a poco, la turbación de su corazón, dejándolo reposar? ¿Quién es el que sabe nacer, poco a poco, a la vida espiritual, mediante una calma prolongada? El que conserva este Tao, no desea estar lleno. Y porque no está lleno de sí mismo, asume sus defectos y no pretende que se le juzgue perfecto.” Te encontrabas haciendo tus ejercicios espirituales…vaya. Pues es una lástima que no hayas alcanzado la perfección, para poder medirte con Leviatán en condiciones de igualdad. En fin…y nosotros con la ansiedad de encontrarte… ¡Qué falta de consideración! No podía excluir que fuera a ocurrir lo peor. No podía excluir….desde luego que tienes una manera curiosa de expresarte…. Me consagré, en efecto, a lecturas edificantes, hasta altas horas de la madrugada; entre otras cosas, para no introducir mudanza en mi costumbre. ¿Cómo puede uno seguir aprendiendo, cuando sabe que a la mañana siguiente va a morir? Es ése el único apetito que no se sacia jamás, ni aún en la hora postrera; quizás haya en ello un indicio sobre el que conviene meditar. Oh, sí, meditemos, no tenemos otra cosa que hacer, todavía es noche cerrada, el gallo aún no ha cantado; la labor de los sabios debe hacerse a esta hora secreta. Llevas razón, Leviatán, la noche nos aveza a la muerte, para que no nos sorprendan sus sombras. Es preciso haber muerto en vida, para resucitar después de la muerte. Toma una hogaza, dibuja una cruz con un cuchillo, dos partes son anatema, ofrenda, las otras dos son alimento. Así debe ser el trabajo del filósofo, en perfecta armonía con la naturaleza. Leviatán es la Naturaleza misma, el subconsciente de Dios, cuando tiene una presa ante sus fauces, el destino se la ha puesto ¿y quién podrá contrariar al destino? Aquel cuyo nombre constituye la doble respuesta al enigma de la esfinge. No estoy de humor para acertijos; en todo caso, no eres tú ése. ¿Quién sabe? La piedra que los constructores desecharon, vino a ser la piedra angular. No en este caso. Al tiempo… Sabía que te tenía atrapado en mi red de hierro, tan sólo debía cuidarme bien de que cierta tórtola que vivía junto al mar no alzara el vuelo. El resto era como un divertido aunque ocioso exordio, una ceremonia preliminar que tú me imponías como quien solicita un último deseo y no se le niega el postrer deseo a un condenado a muerte, siempre y cuando sea razonable. Oh, tampoco estoy hecho con tan mala disposición como para no aceptar un juego tan inocente. Tenía que buscarte, claro, ocupar a mis hombres; los hombres de mano, ¿sabes?, nunca deben permanecer ociosos mientras las cabezas pensantes cumplen con su función. Aunque no albergaba la menor duda de que serías tú mismo quien se presentaría a mí para solicitar el anzuelo y ponerlo sobre tus propias agallas. ¿O acaso me equivocaba? Ya ves que no, Leviatán. De repente vino el frío. Un frío inhabitual para estas tierras. Las montañas del interior se veían, en el horizonte occidental, cubiertas de nieve, exhalando una blancura de sudario. Tan sólo disponía de un radiador que me veía obligado a transportar de acá para allá en mis desplazamientos. Afortunadamente, en un rincón del jardín, cubierta por una lona, descubrí una regular carga de leña de olivo, gentileza del vestiglo que, por cierto, tendré que pagarle un día de éstos, y pude encender la vieja chimenea. La lluvia fría convertía el cristal de las ventanas en cuadriculadas galaxias de estrellas brillantes y vapor, lo que me permitía sentarme junto a ellas para leer bajo la esmerilada claridad que tamizaban, sin temor a ser abatido por el disparo de un francotirador emboscado en los edificios vecinos. La atmósfera, teñida invariablemente por el mismo fulgor pálido y gris, daba uniformidad a las horas, hasta que una de ellas ennegrecía rápidamente y, en poco tiempo, se derrumbaba la noche. Entonces cenaba cualquier cosa y me instalaba ante los rescoldos del hogar, para seguir con mis lecturas mientras aguardaba tu llegada, que sabía inminente. Para serte sincero, te diré que, así como sostengo que tu vida entera fue un auténtico desastre, un caos absolutamente desprovisto de todo sentido, en especial durante el transcurso de los últimos meses, en los cuales, a la par que pisaste el acelerador de la máquina con una incuestionable falta de responsabilidad, perdiste de manera irremisible e irreversible el control de tus actos, su mesura y su alcance; en cambio, por cuanto se refiere a la cuidadosa y esmerada preparación de tu muerte, te doy sin reservas mi entusiasta aprobación, pues considero que hiciste un trabajo encomiable. No lo sabes tú bien, todavía… De nada sirve vivir con virtud, si no se muere correctamente y viceversa; aunque, si hubiera que elegir entre una u otra eventualidad, morir con virtud tras una vida disipada o vivir de cualquier manera y arreglarlo todo en el último instante, y en ello mi pensamiento no constituye una excepción pues está contenido en el dogma de la religión que profesamos, sería preferible la segunda a la primera. En efecto, no es inocente que la doctrina de la Iglesia, así como la de cualquier otra religión, acuerde tanta importancia al momento preciso, culminante, de la muerte, pues en él todo está, por última vez y de modo definitivo, puesto sobre el tapete; no en balde los libros más vendidos durante las épocas de mayor devoción, verbigracia el otoño medieval, llevaron el cautivador título de “Ars moriendi”. En ello no tengo más remedio que mostrarme enteramente de acuerdo contigo, Leviatán; lo que distingue al hombre de la bestia es el conocimiento de la propia muerte, el saberse mortal, el haber formulado, cada cual a su manera pero respetando siempre su lógica implacable, el conocido silogismo que reza como sigue “todo hombre es mortal, Zenón es un hombre, Zenón es mortal.” La muerte de un hombre es el eje sobre el que pivota el universo. En ese último punto excedes el ámbito de la razón, eso que dices es una aporía. En modo alguno, cada hombre que siente y piensa es el universo entero y todas las nebulosas giran en torno a él. Pamplinas. Más aún, el universo en bloque ha sido creado ex profeso para asistir al desenlace que inexorablemente va a producirse aquí y ahora, esta misma noche; me refiero al enfrentamiento decisivo, definitivo, entre la fuerza ciega e inconmensurable de Leviatán y la claridad y la inteligencia del hombre cabal, ni más ni menos. ¡Albricias! Pues por fortuna has dicho que es el enfrentamiento definitivo, ya que en éste tengo la absoluta convicción de que voy a salir triunfador sin mácula. Leviatán trabaja metódicamente la materia, pero se le escapan las sutilezas de la muerte, los hilos que la unen a la vida, la relación hipostática entre ambas. Hablas como si la conocieras en todos sus pormenores, igual que si los hubieras aprendido en la escuela primaria. La muerte es energía…. ¡Vaya por Dios…! La materia libera su ingente energía en una explosión formidable…. ¿Ah, sí? ¿Y luego dónde va a parar tamaña energía? Acaso vuelva a transformarse en materia, hasta que el péndulo se rompa de puro viejo; alguien ha dicho que, de lo que hay, no debe perderse ni una gota. No te creo una sola palabra. Y sin embargo, lo creas o no, el momento de esa descomunal liberación de energía se acerca con paso seguro. Si fuera el caso, lo malo es que no podríamos seguir intercambiando impresiones, lo que me ahorraría tener que darte la razón. Eso nunca se sabe. Pues sí, leía…. Y sólo después de haber leído un buen trote, sentía vibrar el tono correcto para escribir mis mensajes cifrados, mediante los cuales seguía gobernando mi institución. ¿Cómo? ¿Mantuviste correspondencia con tus hombres durante estos días de cerco, bajo las barbas de Leviatán? Así hice, en efecto. ¡Por los dos cuernos requemados de Satanás y qué callado te lo tenías! ¿Cómo pudiste hacerlo, si se puede saber? Mediante un cifrado sencillo que podría denominarse la rosa de los vientos. La clave estaba en la fecha, si por ejemplo era once de cualquier cosa, la letra k reemplazaba la a y la l la b, así sucesivamente. Un juego de niños. Sí, pero ¿dónde diablos se encontraba el buzón? En una polvorienta caja de herramientas, dentro de la cabaña que se halla en el fondo del jardín. Durante la noche escribía en un trozo de papel que doblaba bien y me guardaba en el bolsillo, a la mañana siguiente lo depositaba en el lugar indicado y recogía la respuesta a la misiva del día anterior. ¿Y en qué momento tuvo lugar el último intercambio? Esta mañana. Según eso, esta misma noche, mientras nosotros estábamos aquí conversando, ¿ha venido el mensajero? Tal vez…. ¿Y por qué me cuentas todo esto? Porque sé que no te vas a servir de ello. Ah, bueno…. ¿Y cómo estás tan seguro que no lo haré? Me consta que no podrás…. Eso lo veremos….en su debido momento. Es decir, si todavía tengo humor para ello…. ¿Es Leviatán un hombre de humor cambiante? En absoluto. De todos modos, cuando alguien se halla tan estrechamente cercado que se ve reducido a comunicar con el engranaje de su máquina a través de mensajes cifrados, está claro que a lo único que puede alcanzar es a solventar los asuntos corrientes, pero carece de la capacidad operativa necesaria para organizar una contraofensiva de gran envergadura. Considera, Leviatán, que el jardín de las Hespérides es un huerto de piedra y, junto a su puerta y vigilando los altos tapiales, siempre hay una serpiente antigua. Uno cree que ha hecho mucho ya encontrando lo que busca, como la aguja de plata en este vasto pajar de mundo, ha tenido que recorrer para ello tantos parajes inhóspitos, hacer frente a tantas emboscadas, volver atrás en incontables ocasiones por haber errado el camino, y sin embargo, fatalmente, tiene que enfrentarse al dragón en última instancia. Pero eso ya es sabido. Lo pone en todos los libros. Tu llegada, por tanto, era previsible desde que el tren comenzó a tomar el empaque y la velocidad que lleva, como lo es la posición de los astros en el cielo en cualquier punto del pasado o del futuro, como lo es el comportamiento de la mies en el campo, como cada acto de la Naturaleza que vuelve siempre, a intervalos regulares, al mismo punto, el punto de partida, porque estamos hablando de una rueda que no para jamás. Indefectiblemente, cuando la tierra se encuentra al fin cubierta de oro en toda su extensión, el hombre debe tomar la hoz y segar de sol a sol, durante semanas. Es preciso pasar por esa prueba culminante, decisiva, en la que uno debe invertir las pocas fuerzas que le restan y jugárselas a cara o cruz. El sol caerá perpendicularmente desde lo más alto, justo desde lo más alto, sobre su occipucio, el ámbito entero, bañado de luz cenital, se estrechará comprimiendo sus líneas, apretujando su frente arrugada, crispada por el esfuerzo, brillante de sudor; la bóveda del cielo, con sus grandes bloques de zafiro, se desplomará encima de sus hombros. Cada segundo del día lo situará en la frontera del desfallecimiento, en el límite de la consciencia, pero tendrá que llegar, una tras otra, hasta la última espiga, la que cierra todas las encrucijadas, situada en una esquina remota del campo. Sólo entonces lloverá sobre él el maná del cielo, la bendición, el pan supersubstancial. Así ha sido desde el principio de los tiempos y así será hasta que deje de girar la rueda. Leviatán es una figura impuesta y, en cierto modo, necesaria. El mal es lo que hace fuerte al bien. Hablas como si hubieras creado una institución benéfica. Todavía no sé muy bien lo que he creado, no he tenido tiempo de decidirlo, aunque por lo pronto puedo asegurar que no será una estructura maléfica, de naturaleza perversa, dañina o cruel en sus efectos; a lo sumo, en el peor de los casos, será una empresa humana, tal vez muy humana si no hay más remedio, pero mientras yo viva no caerá en la perfidia. En tu delirio has olvidado que estamos hablando de una mafia. Bueno, ¿y qué? Posiblemente no sepas que la mafia siciliana fue creada para proteger a la gente humilde de los abusos de la nobleza local. Y mira en qué ha acabado, metiendo las manos hasta los codos en la prostitución, el tráfico de drogas y el de armas. Eso porque el hombre es un rey Midas al revés, todo lo que toca lo convierte en podredumbre. ¿Y no eres tú, acaso, un hombre? ¿O piensas que, en ti, el hombre ha sido superado? No. ¿Entonces? El hombre necesita hacer cosas, está en su naturaleza. Si consigue mantener las riendas de su creación y conducirla en la dirección correcta mientras le alcance la vida, ya habrá cumplido con creces; lo demás no depende de la voluntad, sino que es la parte del destino. Más allá de la muerte, ni los más grandes han conseguido evitar las derivaciones de su obra. En cualquier caso, el problema no está en la presencia de una mafia de más o de menos; la verdadera cuestión está en las parcelas de poder. Y no me refiero al poder de los políticos, sino al que se encuentra agazapado detrás de los políticos; no al de las logias, sino al que se encuentra en la trastienda de las logias, más allá de los famosos tres grados que casi nadie supera y hay treinta y tres. No sé qué tiene esto que ver conmigo, hay poderes jerarquizados, verbigracia el poder estatal, regional o el municipal y los hay paralelos, como el poder privado, el poder de las asociaciones, etc.…. Todos los cuales pueden coexistir como si de diferentes religiones se tratara. Eso es una ingenuidad, poder no hay más que uno, dividido en parcelas; y el problema es que todas las parcelas están atribuidas desde antiguo. ¿De manera hereditaria? En cierto modo, sí. Vaya por Dios. Poseen el saber y se lo transmiten a través de una iniciación, digamos, endogámica. Lo cual es justo y necesario, por cierto; aparte de que, desde que el mundo es mundo, unas veces mejor y otras peor, siempre ha funcionado así, sin hundirse jamás del todo, por lo que no hay razón para cambiar de sistema y sí muchas presunciones para colegir que, de otro modo, la sociedad se precipitaría en el caos y la anarquía, redundando en daño generalizado. Mira, aquí tienes lo que estás diciendo, expresado en plata. “Summum jus, summa injuria.” “Sans doute l´égalité des biens est juste, mais ne pouvant faire qu´il soit force d´obéir à la justice, on a fait qu´il soit juste d´obéir à la force. Ne pouvant fortifier la justice, on a justifié la force, afin que la justice el la force fussent ensemble et que la paix fût, qui est le souverain bien. » Así es, en efecto ; hay quien considera a Pascal un verdadero iniciado de la vía seca. Ya estás viendo, por el intermedio de su autoridad, que el derecho no te ampara en tu pretensión a turbar ese orden natural. Posiblemente hubo excepciones, hijos de carpinteros que abrieron una fructífera besana en el lomo de una era. Si te refieres a Jesús de Galilea, escrito está, pertenece a la estirpe de David, que es la de Adán. Todos venimos de Adán. No, unos vienen de Adán y otros del mono. Jamás había oído una cosa semejante. No todas las verdades son buenas para todos los oídos. Mientras el hombre tenga voluntad y palabra, podrá hacer saltar todo por los aires, hasta los marmóreos pensamientos de Pascal, escritos en los muros de un mausoleo. No sólo el mausoleo de Pascal sino los mausoleos griegos y romanos siguen en pie, así como las cavernas en las que se comunicaban y se siguen comunicando los misterios de Eleusis, o las enseñanzas de Hércules, como has podido comprobar en las galerías subterráneas de Toledo, y es así desde Buenos Aires hasta París y Provins, la intuición de excelentes escritores contemporáneos lo confirma. Sea como fuere, es tarde para hacer marcha atrás, las calderas están repletas de carbón ardiente, la descomunal fuerza del vapor se proyecta imparable contra las paredes de las cámaras para expandirlas, los cigüeñales se agitan y tabletean hasta hacerse casi invisibles, la máquina está lanzada a tumba abierta sobre los raíles. Entonces explotará. Pues que explote. Abreviemos. Sí, abreviemos. Unos días más tarde, como previsto, efectuaste la segunda llamada y ésa fue la definitiva. Nuestros contactos en el seno de la policía nos dieron el lugar exacto en que se había producido. Así que ya teníamos la casa y ya teníamos al individuo. La primera vez que te vi me llevé una decepción. ¿Qué esperabas encontrar, al rey de bastos? Me había imaginado a alguien con…más empaque…no sé. Pero en fin, un gato que perdone la vida a las ratas escuálidas y tiñosas, por lástima, no sirve para gato, eso supongo que lo entiendes. Por supuesto, como tampoco serviría un gato que temiera a las grandes y orondas. Es verdad, un gato es un gato y punto. Por cierto, hablando de gatos, aprovechaste una de mis ausencias para mandar a tus hombres aquí dentro, mientras que tú permaneciste en la retaguardia, por si acaso había gato encerrado. ¿Cómo puedes saber tú eso? Dejé mis oídos conectados en el interior; unos oídos tan sofisticados que captan el chiquichaque de las termitas comiéndose las vigas. De manera que la respiración y todo lo que susurraron tus esbirros quedó grabado. ¿Nos está escuchando alguien, ahora? No sé, tal vez sí, tal vez no…. Resulta divertido. ¿Eran ésas las famosas obras que mandaste hacer antes de poder habitar de nuevo la casa? Oh, eso constituye sólo una parte. Te voy a mostrar el resto. ¡No te muevas de la cama! Muy bien, muy bien. Sólo pretendía mostrarte un vídeo. Mandé a mis hombres que lo filmaran todo. Pásame el mando de la tele, para que los tuyos aprendan a efectuar un registro como se debe. Tú, ¡dale el mando! Gracias. Deja que te explique antes las imágenes que vas a ver. La casa estaba ya provista de un subsuelo cuando la compré. Mis hombres no han visto nada de eso. Justamente. Lo mejor del trabajo de mis albañiles especializados consistió en disimular con tal habilidad la entrada al viejo sótano que ni siquiera tus hombres fueron capaces de descubrirla. ¿Y qué sorpresa puedes guardarnos en ese pequeño sótano, si se puede saber? No es una pieza muy amplia, es cierto, y dentro no hay gran cosa, varias cajas de herramientas, un sillón desgarrado que no quise tirar, una mecedora que me propuse reparar, bombillas y fusibles de repuesto…. Y una carga explosiva calculada para hacer volar por los aires la casa entera, sin que llegue a afectar demasiado a los vecinos, protegidos por los espesos muros de ambos lados. Oh, tendrán un despertar un tanto brusco, a pesar de que están los dos un poco sordos, pero eso es todo. Sus vidas no corren peligro. Ah, y esto que tengo en la mano parece un mando corriente de televisión, pero no lo es. O sí lo es, lo que pasa es que ha sufrido una transformación substancial. ¿Ves este botón rojo sobre el que tengo apoyado el dedo? Acciona el detonador de la mencionada carga. ¿Te vas a sacrificar por tu organización? La organización es lo de menos, ¿acaso no estaban mis días contados? Pues si lo estaban, me voy contento a pudrir malvas; pero, eso sí, Leviatán se viene detrás de mí, a ver si, de este modo, me entierran contigo, que sabes de todo. Bueno…no nos pongamos solemnes y maravillosos…. ¡Eh, vosotros, quietos ahí, no os mováis! ¡Quietos he dicho! Vamos, Leviatán, otórgate el derecho de ser grande hasta el último minuto. Hay instantes en los que uno debe mostrarse generoso. Trata de comprender. Ellos no me interesan…pueden irse. Mejor así, al fin y al cabo. No solamente es mejor, sino que también es necesario, el gran cachalote blanco siempre caza solo y si hubieras tenido más afición a los libros sabrías que el último duelo, el definitivo, opone, invariablemente, a los contrarios, a los irreductibles Ahab y Moby Dick. Ahora que estamos solos, tenemos más latitud para llegar a un acuerdo… Ya no tenemos nada de qué discutir, hemos hablado demasiado esta noche, hacía tiempo que no hablaba tanto y se me ha puesto la garganta ronca, además, dentro de poco comenzará a clarear. Quién hubiera dicho que este día que se avecina no me estuviera reservado; no, no lo puedo creer, no cuando se tienen estas manos con las que he derribado caballos. Si mueves un solo músculo de la cara, todo se habrá consumado. Más bien prepárate a morir dignamente, recuerda que tal vez alguien nos esté escuchando, o nos escuchará algún día. Escúchame tú…te puedo ofrecer garantías…. No le des ya más vueltas, la hora ha llegado, Leviatán. Pon tu espíritu entre las dos palmas y disponte a morir.


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