lunes, 3 de mayo de 2010








LA HORA DE LEVIATÁN. JOSÉ ALEMANY 



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     “Nous courons sans souci dans le précipice après que nous avons mis quelque chose devant nous pour nous empêcher de le voir” (Pascal, Pensées) 


 PRIMERA PARTE  Los días de las grandes transformaciones pueden reconocerse desde que uno salta de la cama, o antes. Son días de marasmo. Por su parte, los días sencillamente impertinentes se anuncian también de inmediato, aunque de otra manera, cada movimiento termina en un tropiezo, los instrumentos rehúsan su cometido, las llaves se ponen del revés a propósito y hacen cuanto se halla en su poder para no entrar en las cerraduras, luego les cuesta dar las vueltas o incluso se rompen y hasta se puede iniciar por esa vía una larga concatenación de dificultades que acaban por poner los nervios de punta, pero ahí termina todo, esos días suelen saldarse sin consecuencias graves. Eso existe. Hay días repelentes, así. Los primeros son harina de otro costal. Los días que traen cataclismos, individuales o colectivos, son días de una quietud insalubre, el aire aparece como más denso a causa de los presagios diluidos que mantiene, los colores se ven a través de él con una intensidad mayor y los cuerpos se hallan invadidos por la serenidad que hace falta para afrontar esos formidables trastornos en sus destinos. Fue pues con cierta ecuanimidad y con paso uniforme como me dirigía al banco, tras verificar, eso sí, una por una, cada cifra, al igual que la fecha. Curiosamente, la única inquietud que albergaba era la de haberme equivocado en alguna de ellas y hacer el ridículo ante los empleados de la sucursal. Mentiría si no admitiera que me puse a hacer planes pero ello es casi un acto reflejo. Me dejé llevar a la elección de un modelo de coche, del tipo de casa que mandaría construir, cosas así. No obstante, cuando me hallé ante el director del establecimiento bancario ya tenía tomada la decisión. Deseo permanecer en el más absoluto anonimato. El hombre comprobó las cifras meticulosamente una segunda vez. La expresión de su rostro era de incomprensión profunda. Resultaba evidente que para él mi actitud no cuadraba con el significado de aquella papeleta. Alzó los ojos y me miró como si acabara de salir de un coche que hubiera dado numerosas vueltas de campana antes de estrellarse contra un muro de hormigón y, por todo comentario, le pidiera un papel de fumar para enrollarme un pitillo, mientras aguardaba la llegada de los atestados. Luego se puso a hacer llamadas, a rellenar formularios para que yo los firmara. Al final, tras una hora completa de formalidades, me dio una tarjeta mágica, inagotable. Con ella en el bolsillo me bastaba. Por el momento, claro. Pasé de un banco a otro, es decir, entonces necesitaba un banco que sirviera para sentarse. Elegí uno a la sombra, en una plaza recoleta, con niños jugando a perseguir una bandada de colipavas, vigilados por abuelas haciendo calceta. El porvenir se veía, ciertamente, de otro modo, desde aquella soleada mañana de primavera. Era como cuando uno se quita una camiseta interior demasiado estrecha. Se acerca el verano, se utilizan prendas más ligeras, más anchas. De repente una sensación de desahogo, de frescor. Había desaparecido esa angustia leve, esa espina que muchas veces parece no estar ahí pero que únicamente había sido olvidada unas horas, tal vez días, de la aprensión a que algún fin de mes las cosas hayan ido tan mal que no queden fondos, ni crédito, para pagar los gastos fijos. Por fortuna aquello pertenecía a un pasado que percibía como anormalmente alejado. En cambio, debía parar mientes en esa intuición, todavía mal verbalizada, por la cual no me hallaba corriendo a toda prisa hacia mi mujer, luego hacia mis amigos y enemigos, para comunicarles la grata noticia, a saber, que haría falta una notable imaginación para conseguir gastar mediante una sola vida todo el dinero que me había caído encima, así, sin comérmelo ni bebérmelo. Acababa de firmar lo que puede denominarse el acta de nacimiento de un rico y había tomado la determinación de sellar ese documento y quitarlo de la vista de todo el mundo, renunciando con ello, de modo provisional por supuesto, a la comodidad de hacer uso abiertamente de la recién adquirida riqueza. Sin cuya precaución, la actitud de mi entorno hacia mí habría sufrido un reajuste que consideraba prematuro. Mientras tanto, bajo mi epidermis de no haber roto nunca un plato, alentaba una bomba de hidrógeno. Mi piel había sido siempre como un estuche, poroso por la cara exterior, liso e impermeable por la cara interna. Asimilaba las provocaciones del mundo, pero muy pocas veces reaccionaba, o si lo hacía, era de manera muy atenuada. Poseía una mezcla de timidez, ya sin complejo de inferioridad, y de misantropía inamovible, aunque poco patente. Todo el ejercicio físico que hacía para canalizar mi angustia, me daba músculos, no fuerza. Posiblemente mis relaciones interpretaban como apocamiento lo que era apatía. No obstante, que Dios les pille confesados porque aquel día todo iba a cambiar. Una fuerza descomunal e inexplicable que brotaba desde profundidades insospechadas tomó posesión de mí como una melodía endiablada Esta vez habrá para todos, me dije, cada cual tomará según sus merecimientos. Sentado en el banco, experimenté algo así como una entrada en trance. La plaza se había convertido en un barco cabeceando ligeramente de proa, navegando en mar gruesa. Comprendí que había llegado el momento de tomarle las riendas a ese caballo de la acción y conquistar medio mundo, poner el mundo entero, si es preciso, a fuego y a sangre, para bien o para mal. Me sentía capaz tanto de lo uno como de lo otro, lo que no dejó de asustarme, pero la perplejidad sólo duró un segundo. Me hallaba tan bien allí, sentado en ese banco de piedra, viendo las colipavas, blanquísimas, los niños y las abuelas al sol, el mundo rodando plácidamente junto a las demás esferas, que no podía albergar de manera duradera ningún temor. Me levanté al cabo. Las calles eran lo que no habían sido nunca, un laberinto infinito de posibilidades y yo iba mirando a derecha e izquierda para ver cuál era el primer hilo del que me placería tirar. Mi mujer, por ejemplo, consideré, si fuera a decirle que la fortuna nos acaba de abrumar con un peso enorme, se pondría de inmediato en guardia contra mí, tomaría precauciones, incluso puede que dejara de engañarme con ese botarate. Pero yo no quiero que deje de engañarme, yo únicamente quiero saber si me engaña o me ha engañado con él o con cualquier otro. Especialmente con él. En el momento presente, ella no espera de mí ninguna reacción espectacular, me cree todavía prisionero de mi horario de trabajo, sin ningún medio para averiguar, encerrado entre las cuatro paredes de mi oficina, lo que ocurre en el mundo durante un fragmento preciso, fijo, bien determinado públicamente, de tiempo. Las circunstancias, empero, habían cambiado y ella no debía saberlo. Me sorprendí al verme en mi barrio sin que la memoria hubiera registrado el menor detalle del trayecto. Lo que me devolvió a mí fue una voz que llegaba a tocar en mi interior un punto de máxima irritabilidad. Alcé los ojos. Un grupo de jóvenes se hallaba todavía a una distancia considerable. Sin embargo, de entre ellos, surgía un vozarrón perfectamente capacitado para transmitir la extrema penuria intelectual de su propietario a cualquier punto de la calle. Dejé de oír el zumbido de los coches, desapareció el murmullo de la ciudad, el sol se puso más amarillo y me invadió una serenidad y una ligereza de espíritu que sólo aportan ciertos puntos ubicados en los aledaños de la intoxicación alcohólica. Al mismo tiempo era como si llevara a mi lado una bolsa de plástico que se iba inflando y adquiriendo un peso enorme hasta caer en un barranco, queriendo arrastrarme a mí detrás, atrayéndome en dirección a la banda de cutres con una fuerza irresistible. Que me diga algo el alipáparo ese, algo personal, que me provoque, que lo haga. Lo hizo cuando ya casi parecía que me iba a dejar pasar de largo. Tú, cara de culo, dame un cigarro. Afortunadamente, porque si no, hubiera desarrollado una cirrosis. Me detuve en seco, mis ojos buscaron con incontrolable avidez los de ese desgraciado y mis pies me lo acercaron hasta que su jeta se encontró a una distancia ligeramente inferior a la envergadura de mi brazo. No tengo cigarros, pero tengo un puro que tú no te lo has fumado nunca. ¿Sí? Sí. Pues dámelo. Mis pies estaban bien afirmados en el suelo, me concentré en mi estómago, luego en mis riñones y finalmente dejé que todo mi cuerpo se lanzara detrás de mi puño, de modo que la inercia casi me hace caer hacia delante. Toma puro. Recuperé el equilibrio, di un paso atrás, junté mis puños por abajo, combé mis hombros acumulando fuerza y lo mandé todo a rodar hacia arriba llevándome por delante las mandíbulas de los dos figurantes que lo flanqueaban. Después de ello, les incrusté profusamente los pies en el hígado y en la cara a los tres y con las mismas me fui, sin que ninguno de los demás integrantes del rebaño borreguil dijera esta boca es mía. Al llegar a la esquina, me volví. Se había formado un corro de curiosos alrededor de los heridos, pero nadie miraba en mi dirección, ni en esa acera, ni en la opuesta. Durante la comida, sostuve una animada conversación con mi mujer. Me bailaba intra muros la idea de preguntarle bueno ¿y qué tal el gilipollas de tu amante? Yo, que soy tan comedido. Pero me retuve, claro. Ya salpicaremos con los remos a su debido momento. Después de la siesta, en el momento en que, tras el ejercicio del amor, se quedó frita, me puse delante del ordenador. Consulté unas cuantas páginas, escribí en un trozo de papel dos o tres direcciones y, rico de esa nueva información, tomé el montante y salí de casa. Al tipo que me atendió le expliqué en cuatro palabras y con toda franqueza el asunto que me traía entre manos. Hablamos de ello como si estuviéramos negociando el alquiler de un piso. Eso me gustó. En realidad de eso se trataba, del piso, por lo menos como una primera instancia. Me preguntó si podía facilitarles el acceso durante unas horas. Le repuse que me las arreglaría. De regreso a casa, le anuncié a mi mujer que, puesto que se avecinaba Pascua de Resurrección, nos iríamos unos días a Europa Central. Proposición que ella acogió favorablemente, si bien no sin cierta sorpresa por lo precipitado de la decisión. Por toda respuesta, le mostré los billetes. A la vuelta, tenía instalado en el apartamento un sofisticado sistema de escucha que se ponía en funcionamiento únicamente cuando se producía un ruido y cuyas grabaciones podía escuchar a través de un ordenador mediante una clave secreta, o bien llamando por teléfono a un número determinado. Durante una semana no hice más que escuchar el chasquido de la puerta al cerrarse, casi inmediatamente después de mi salida, y el crujido de la cerradura al abrirse, poco antes de mi llegada. Si algo se produce, no parece que vaya a ser en casa, concluyó mi guía espiritual. Con la palabra todavía en la boca, salió del despacho un momento y regresó con unas cuantas cajas de cartón que empezó a abrir. De una de ellas sacó un teléfono móvil. Parece un teléfono móvil cualquiera, claro que con muchas funciones, un regalo ideal. Cierto que lo parecía, en efecto. De hecho lo es, se comporta como un teléfono móvil normal. No obstante, tiene una función secreta. Llamando con otro aparato a un número convenido, el teléfono no reacciona visiblemente en modo alguno, pero transmite a los oídos interesados todo ruido que se produzca a su alrededor. Destapó otra caja y sacó lo que tenía el aspecto de un pequeño imán. Coloque esto en el coche de su mujer y con esta pantalla, mediante la técnica GPS, podrá ver a dónde se dirige. Esa vez dimos en el clavo. Abrí un cajón de mi escritorio y puse en el fondo la pantalla. Cuando vi que el coche se detenía, aguardé cinco minutos y compuse el número indicado. En efecto, reconocí las voces de ambos. Esperé un instante y comenzaron a hacer el amor. Era todo lo que quería saber. A mi regreso de la oficina, le diría que esa noche la dormiría todavía en casa, pero que al día siguiente me iría para siempre. Mi trayecto de vuelta me hacía pasar por una de las calles más comerciales de la ciudad. Ese día se había instalado en la acera un joven mendigo que tocaba el violín. Llamaban la atención sus ojos azules clarísimos y su larga cabellera rubia. En ese momento se hallaba interpretando el doctor Zivago. Pasé de largo casi sin mirarle, en aplicación de mis principios progresistas acerca de la mendicidad en la vía pública. La melodía, sin embargo, me condujo rápidamente a un estado de narcosis, sin pérdida de lucidez, más bien todo lo contrario, pam, pam, pa pam, pa, pa, pa, pa, pa, pa pam…. Esa misma fuerza que había invadido mi cuerpo el día en que me convertí, por la gracia de Dios, en un hombre inmensamente rico, crecía en progresión geométrica y me estaba dejando en un estado de embriaguez peligroso, en una posición que se hallaba por encima del bien y del mal, mis pies no tocaban el suelo, mis oídos no me devolvían el menor sonido, todo a mi alrededor iba quedando cada vez más velado por una cortina de sombra, mientras que las luces de las tiendas brillaban como estrellas. Quieto, aquí hay algo, no vayas a cerrar los ojos ante los signos, cuando se despliegan ante ti. Me detuve ante el escaparate de una librería fingiendo interesarme por los volúmenes expuestos, pero en realidad mi mente estaba ya tejiendo a sus anchas el complot. Hay que probarlo todo, dijo él una vez, adoptando ese aire del macho al que no le importa besar los labios de otro hombre, sabiendo que su virilidad está muy por encima de semejante pacotilla. Lo dijo mirándome a mí y yo le repuse que no lo creía necesario. Pero ahora soy yo el maestro de ceremonias, el que explora nuevos caminos, el tentador. Lo único que podía perder era el tiempo, puesto que la pérdida económica iba a ser insignificante para mi nuevo y vasto bolsillo. Volví pues sobre mis pasos. No debió transcurrir mucho tiempo entre mi ida y mi vuelta porque el joven seguía interpretando la misma pieza cuando me planté como una estatua delante de él, sólo nos separaba el sombrero donde se ponen las monedas. Imperturbable, interpretó la melodía hasta el final. Luego bajó el arco y el violín. Aguardó en silencio. Saqué un billete que resultó ser de cien euros y lo deposité en el sombrero. Ni siquiera me dio las gracias. Erguido, me contemplaba con severidad, como si en lugar de un billete de banco le hubiera entregado un billete de desafío, cuyo contenido no ignoraba. ¿Quieres más? ¿Cuánto? Tres mil. ¿Qué debo hacer? Tres mil sólo por escucharme. Luego veremos. Lentamente se puso a guardar el violín y el arco dentro del estuche, recogió el sombrero, retiró las monedas y el único billete. Quedó a la expectativa. Eché a andar. ¿Cómo te llamas? Nicolai. Muy bien, Nicolai, tú no has venido de la lejana Rusia para andarte con chiquitas, desde luego que no. Tocas bien el violín, pero el arte, por lo menos en occidente, hay que tocarlo con un poco de mano izquierda, de lo contrario uno no saca ni para pipas y tiene que enviar a hacer gárgaras el arte para consagrarse a otra actividad más clemente. En cuanto divisé el primer cajero automático, saqué tres mil euros y se los entregué sin mirarlos. Los recibió con una altivez desafiante que se resolvió en gesto de derrota y resignación al guardarlos en el bolsillo de su chaqueta. De regreso a casa, no pude evitar mostrarme un tanto deprimido. Traté, no obstante, de tomar las riendas de mis emociones. El atractivo de estas cosas radica sobre todo en el efecto de sorpresa. Al día siguiente vestí de punta en blanco a Nicolai en la tienda más cara de la ciudad, le compré un coche y le di las instrucciones para alcanzar los primeros objetivos. Y como quiera que dichos objetivos se iban cumpliendo puntualmente, para gran sorpresa mía, todo hay que decirlo, pero ahí estaba el viejo proverbio castellano para paliar ese tipo de pasmo, dime de qué presumes y te diré de qué careces, decidí alquilar un ático y encargué a los de la agencia que lo rellenaran con el material de grabación audiovisual más sofisticado que tuvieran en los almacenes. También les pedí que averiguaran a quién pertenecía el chalet de la montaña al que acudían mi mujer y su amante. No tuve que aguardar mucho, quién lo hubiera dicho. Una semana después del lanzamiento del plan, tenía en mi poder un CD bastante curioso. El modo en que iba a cursar dicho expediente lo había concebido desde el primer momento, desde que me quedé parado ante el escaparate de la librería. Grabé pues su contenido en el ordenador, utilicé una de esas direcciones electrónicas gratuitas que se crea uno mismo con nombre falso y, ni corto ni perezoso, lo mandé a todos los empleados de la fábrica, desde los ejecutivos del sancta sanctorum hasta los encargados de la carga y descarga de camiones en el patio, incluida la suya y la mía, por supuesto. Pero lo hice de modo que no pudiera leerlo antes de llegar a la oficina. La venganza es un placer del que ni siquiera los dioses han querido prescindir, provoca una satisfacción intensa y duradera. Cada cual considera como única justicia verdadera la suya propia y cuando consigue concatenar una serie de acciones que den como resultado último el cumplimiento de la misma, relacionada, por supuesto, con una sensación de poder, de dominio del entorno y de los infelices que han osado oponerse a ella, que han pretendido hacernos daño, entonces conoce una exultación inenarrable, que es preciso prohibir, por cierto, como cualquier otro placer desmesurado. Pero la maldad debe ser castigada, humillada, especialmente la que es dirigida contra nosotros. Lo único que me restaba por hacer era no perderme ni uno solo de los detalles que prometía aquel día resplandeciente, en un mundo que rebosaba sol y perfumes y cantos de pájaro. Atendiendo a los cuales, debo confesar que nunca he presenciado una metamorfosis comparable en un ser humano. Entró como un pavo real, cual solía hacerlo, y salió como una mariquita, silbada por la dotación en pleno de la descarga. La noticia había corrido como la pólvora. Antes de que él lo supiera, todo el mundo a su alrededor estaba al corriente. Yo adopté, de puertas afuera, como tantos otros, la actitud consistente en un mutismo cariacontecido. Sin embargo, en mi fuero interno, la gran preocupación era que no se desbordara una carcajada homérica que se iba inflando peligrosamente a medida que pasaban las horas. Hubo otros, menos discretos, que provocaron algunas fricciones por aquello de me has mirado de una manera rara, hoy no me gusta en absoluto tu sonrisa y ¿tendré yo monos en la cara o qué? Así hasta que el mismo que le prestara su chalet en la montaña para sus proezas de macho, le sugirió que consultara su correo electrónico. Cuando lo hizo, se le coló en el cuerpo la pestilencia de un mal aire que le adscribió la propia palidez de un cólico hepático. Noté que de repente le había crecido la barba y se le habían hundido las mejillas. Salió precipitadamente, sin mirar a nadie, tambaleándose y tropezando con todo, como un borracho, o peor, como alguien a quien han inoculado el veneno de la muerte, para ya no volver más. Tras su paso se arremolinaba el mismo tufo con sabor a musgo que esparcen los coches fúnebres. Mientras presenciaba esa retirada atroz, no pude evitar un breve escalofrío. Pero se lo merecía, me apresuré a musitar para el cuello de mi camisa. A los dos días nos enteramos de que, al llegar a casa, se había colgado de una lámpara. Entonces ya pude decirle a mi mujer que la dejaba para siempre. No protestó. En su mirada podía leerse con toda claridad la interrogación ¿has sido tú, verdad? Con la mía procuré responder ¿quién iba a ser si no? Pero nada de eso fue dicho con palabras. Di media vuelta y sin coger ni una sola prenda me fui. En la fábrica, todos cuantos se hubieran sentido avergonzados de hablarle el día en que se divulgó el mensaje con el fichero audiovisual, e incluso quienes hicieron comentarios sicalípticos a sus expensas, una vez conocida la noticia de su dramática desaparición, encontraron que había sido víctima de un depravado complot, los complots siempre son depravados cuando no los urde uno mismo, y si bien no pudieron santificar la imagen de quien habían visto, con la nitidez que otorga la tecnología de punta en el dominio de la captación y reproducción de imágenes y sonidos, gemir de placer por obra y gracia de un ruso largo como un día sin pan que le daba tremendos empellones por detrás, al menos la beatificaron. El finado había sido en vida un pretencioso, pero tampoco carecía de cualidades. En fin, la pregunta que estaba en los labios de todos era ¿quién habría sido el cabrón capaz de hacer una cosa semejante? En cuanto se agotan las posibilidades de una víctima, hay que pasar a la siguiente, de inmediato, sin pérdida de tiempo. Y si se encuentra una relación de causalidad entre ambas, miel sobre hojuelas. El pueblo siempre será el mismo, desde el civilizado pueblo romano, ronco de tanto pedir sangre en las arenas de los circos, hasta los zafios obreros de hoy, orgullosos de que la televisión transmita a la ciudad y al mundo los berridos que profusamente dan en los estadios de fútbol, pasando por los espectadores de los autos de fe, bien provistos de aloja y toda suerte de vituallas, la historia rebosa de ejemplos. El vulgo necesita chivos expiatorios en quienes castigar las faltas que no ha osado cometer. Resulta sorprendente cómo las palabras, muchas veces, transportan un agua que el oyente ha bebido ya. Ello puede percibirse muy bien cuando, bajo determinadas circunstancias, las injurias más viles e hirientes pueden transformarse en calurosos y halagadores cumplidos. Lo que pude disfrutar de mi anonimato durante aquellos días, también es difícil expresarlo con palabras. Pues bien, en ese clima de agitación colectiva dentro de la fábrica, el individuo que les había prestado el chalet comenzó a mirarme con una insistencia que no era en absoluto de mi agrado, porque me hacía imaginar cosas y yo detesto imaginar cierto tipo de cosas que me pueden llevar muy lejos. Claro que por aquel entonces ya me hallaba en situación de mandar el empleo y a todos los demás empleados y jefes y otras hierbas a hacer gárgaras, mas no sin atraer poderosamente la atención sobre mí y correr el riesgo de que no solamente ese tipo sino otros establecieran una concatenación entre ambos hechos. Presumí que mi acto contravenía en algún punto el código civil, si bien ignoraba cuáles podían ser las consecuencias. Sea como fuere, acto legal o ilegal, inmoral o de restablecimiento natural de la justicia, lo cierto es que había culminado en muerte de hombre y ello nunca deja de impregnar la piel del responsable, directo o indirecto y por muy respaldado que esté por la legislación vigente, verbigracia un verdugo, de un brillo malsano, como si se tratara de la piel de una serpiente o de un sapo. Así pues opté por la prudencia. Decidí continuar durante algún tiempo en la fábrica. En cuanto a él, debía hacerle comprender sin ambigüedad que su interés se centraba sobre todo en mantener la boca cerrada Desde la habitación del hotel, me puse a observar las bandas de extranjeros que pululaban alrededor de la estación de autobuses. Compré unos buenos prismáticos y los acerqué a una distancia confortable para un estudio sistemático. Vivían del chantaje que les hacían a los automovilistas, temerosos de dejar sus vehículos flamantes rodeados por gente de semejante calaña, curiosa confirmación de la creencia popular de que donde está el veneno se halla igualmente el antídoto, también, cuando la ocasión se presentaba, de pequeños y discretos robos a viajeros desorientados que llegaban por primera vez a la ciudad. Ellos mismos se encontraban posiblemente examinando aún los parajes contiguos al punto en que habían echado el ancla, pues todavía no llevaban trazas de hallarse incrustados en el tejido de la sociedad local, de buenos o de malos modos. Temían a la policía, entre otras cosas porque no debían tener la documentación en regla. Sin embargo, parecían comportarse en función de una cierta organización que, poco a poco, fue revelando su naturaleza casi militar, la cual podía observarse mediante la regularidad de los relevos en las diferentes actividades, la eficaz transmisión de las consignas y también porque, tras unos pocos días de examen, quedó patente una cierta jerarquía entre ellos. El que irradiaba más carisma era un tipo con toda probabilidad eslavo, de talla media, o quizá un tanto inferior a la media, seguido, cual sombra crepuscular, por un magrebí inmenso. Cuando me consideré preparado, cogí el coche y enfilé la calle objeto de mi estudio, aminoré la marcha, puse el intermitente izquierdo a fin de manifestar mi deseo de aparcar. Enseguida surgió de entre la fila de vehículos un joven berberisco para indicarme con solicitud ambigua la plaza libre que, por derecho propio, me correspondía. Una vez estacionado el vehículo a la sombra de unos árboles, cogí “El idiota” de Dostoievski y me apeé. El moro no estaba allí pasando un calor de María Santísima para sentirse como en su casa, el moro sabía que yo sabía que no lo necesitaba a él en absoluto para estacionarme en ese lugar, puesto que estaba libre a mi llegada. No obstante, el moro tenía todo el aspecto de albergar el profundo deseo de que le diera una moneda, no por nada, eso era evidente para ambos, y en ese aspecto se hallaba justamente la madre del cordero, sino tan sólo porque él era un moro que acababa de usar de su innegable prerrogativa de cruzar el estrecho, de plantarse en Europa y de exigir techo y sustento, para empezar, como preámbulo indispensable y fastidioso a los coches y mansiones de lujo, en otras palabras, el oro y el moro, pero yo no tenía por qué pagar por los sueños de los otros, por muy legítimos que fueran, acaso también porque, si no se la daba, tal vez a mi regreso me encontrara con el coche rayado o el cristal roto o los neumáticos pinchados o con cualquier otra lindeza semejante, la imaginación de uno y otro podía empezar ya a trabajar en ese sentido. Sí, la imaginación puesta a contribución en un asunto tan marcado por el lucro más primario, ahí estaba tal vez el lado absolutamente genial de la cosa. Había, en realidad, pocos factores en presencia sobre los que efectuar una inversión, tal vez uno solo, lo que él y yo podíamos imaginar. Puesto que todo estaba previsto, le di su moneda con desprendimiento, pero no me fui hacia el interior de la estación de autobuses como sin duda había imaginado, sino que me senté en un banco público situado a muy pocos metros, a la sombra también. Será pronto todavía para que llegue el autobús que espera, debió decirse el magrebí. Abrí el volumen, dejé la señal entre la última página y la tapa posterior y me puse a leer, realmente. El moro se aburría. ¿Qué lees? El idiota. Se quedó un tanto perplejo. A lo mejor hasta creyó que le había contestado mal para que me dejara tranquilo, pero no dijo nada, dio la impresión de olvidarse de mí. Lo mismo hice yo a propósito de él. Un idiota que lee El idiota, un pavo paseándose por las calles en el día de Navidad, un cordero entre los lobos, cuando éstos se den cuenta se les meterá en una muela. A no ser que venga pronto el autobús. La tiene clara, como no le llegue pronto su autobús. En fin, con su pan se lo coma, yo no estoy aquí para ocuparme de corderos, ni de pavos, ni de idiotas, sino para atender mi negocio y cuidarme yo mismo de los lobos. Hablando de lobos, se acercó uno y le dio un bocadillo y una cerveza de litro. Se puso el primero entre las piernas y las apretó para sujetarlo. Luego intentó desenroscar el tapón de la botella sin conseguirlo. Quise permanecer imperturbable, tratando de enfrascarme en la lectura, pero acabé sufriendo tanto o más que él por su aparente fracaso. Al final, derrotado, se vino con la empecinada botella hacia mí. Estuve a punto de aconsejarle que, en ciertos ambientes, resulta preferible pasar un poco de sed, en espera del momento oportuno, antes que descubrir uno su debilidad. ¿Puedes abrirla? Tengo las manos sudadas. Yo sí que no podía permitirme mostrar debilidad, tanto más cuanto que aquellos a los que estaba aguardando ya se habían instalado en el banco contiguo y observaban la escena, de modo que opté por auxiliar a la fuerza con un poco de industria. Saqué un pañuelo de papel, envolví el tapón, lo agarré con todas mis fuerzas, procurando, eso sí, que no se notara, e imprimí con la muñeca un giro tan violento que lo hizo crujir como si le hubieran arrancado a alguien una muela. Le alargué una botella totalmente vencida y consintiendo en entregarle hasta la última gota de su contenido. Le impresioné tanto que me propuso beber yo el primero. Decliné cortésmente el ofrecimiento. La operación, como dije, no había pasado desapercibida en el banco vecino, sino más bien al contrario, había sido seguida con la máxima atención. No obstante, a mí lo único que me interesaba era la lectura de mi autor favorito, o al menos eso quería dar a entender. ¿Qué lees? Alcé los ojos y vi la mole formidable de un inmenso pedazo de magrebí. A su lado se hallaba el hombre que había estado esperando, el cual no le llegaba más arriba del pecho. El idiota y le miré de hito en hito. Alargó una manaza entre cuyos dedos morcillones la obra maestra de Dostoievski parecía uno de esos libros en miniatura que venden en las ferias. Le dejé hacer, impasible. No está en español. Formuló esta observación como si el hecho de no encontrarse el libro en el idioma esperado fuera una prueba determinante contra mí. En sus ojos color miel había un reproche altivo. Se trata de una versión francesa del ruso, lengua en que se escribió el original. Su seguridad pareció tambalearse levemente. ¿No eres tú español? Sí, lo soy. ¿Y lees el francés? Claro, de lo contrario hubiera sido completamente estúpido comprarme el libro en esa lengua. Volvió a hundirse en la lectura, pero esta vez con una concentración extrema. Yo también aprendí el francés ¿sabes? Cuando era pequeño, en la escuela. Este argumento pareció reconciliarle una brizna conmigo. Se puso a silabear con mucho esfuerzo el texto, como un niño enorme. Sonreí sin ironía alguna. Al contrario, mi sonrisa tenía la vocación de ser una recompensa sincera a su aplicación. Pero en cuanto se relajó su atención le pedí que me devolviera el libro. Desapareció enseguida la expresión de agotamiento y beatitud que había quedado impresa en su rostro. ¿Por qué? Porque es mío. Esta vez fui yo quien alargué la mano y lo cogí suavemente de entre las suyas, sin dejar de obsequiarle con la misma sonrisa. En esa ocasión era él quien me dejaba hacer, con toda probabilidad porque estaba dudando entre aplastarme ya como un mosquito contra el suelo o aguardar todavía un poco a ver qué partido se me podía sacar de otro modo, algo así como quien se pregunta ante un pedazo de carne asada con qué salsa se la comerá. Pero su acompañante le tiró suavemente de la manga. Vamos. Claro, pensó que esa seguridad no podía tenerla por mí mismo. Debía esconder un as en la manga. Era un policía y estaban siendo observados por una brigada de ellos armados hasta los dientes. El magrebí comprendió enseguida las razones de su jefe, porque no se es jefe por nada y normalmente suelen estar en lo cierto, así que su mole obedeció tambaleándose más que nunca, tal vez dándome a entender que si se había acercado a mí y me había hablado de esa manera era sólo porque estaba algo borracho. Yo, en cambio, sabía muy bien que no había bebido nada, ni siquiera agua. Que lo que más deseaban ambos en ese momento era un interminable trago de agua fresca. Venid conmigo. Me levanté. Ellos estaban, los dos, convertidos en estatuas de sal, viéndose esposados, camino ya de su país de origen. No tengáis miedo, seguidme. Y eché a andar. La paliza debió ser morrocotuda. Sólo de imaginarla me dan escalofríos por todo el cuerpo, pues la consecuencia fue un mes entero de ausencia en el trabajo y una mirada de gato escaldado a su regreso; en un principio ante todo el mundo, después únicamente ante mí. Era, al mismo tiempo, la mirada de aquél que ignora por completo de dónde le viene la pedrada y a la vez tiene la más absoluta seguridad de ello. No obstante, no me hallaba en absoluto inclinado a ayudarle en lo más mínimo a resolver la paradoja. Le legué con encomiable generosidad ese bien intelectual y me desentendí plenamente de él. El personaje no daba tampoco para más. Bien, heme de nuevo sentado en un banco de la plaza de las colipavas, teniendo por momentos la sensación de que toda ella era un barco cabeceando de proa, rumbo a otros mares. Probablemente del sur, a juzgar por el calor que hacía. Consideré cuán rápidamente se había cumplido mi venganza. Tan fulgurante había sido el proceso, que no me dio tiempo para evolucionar mentalmente. Porque, a decir verdad, apenas hube alcanzado mi propósito, comencé a sentir que todo había sido una lamentable pérdida de tiempo, una rémora, un residuo de una vida anterior que duró un momento, después de operada la transfiguración, pero que, para entonces, ya se había disuelto en el ambiente sin dejar rastro. Cuán lejos me encontraba, sin embargo, en aquél entonces, de comprender el alcance de mi error. Qué poco sospechaba la importancia de tal acto, aparentemente poco menos que inocuo, así como del engranaje, para mí todavía invisible, de causas y efectos que acababa de poner en marcha. Ahora bien sé que con aquella venganza gratuita había puesto la piedra angular del edificio que, con el tiempo, se derrumbaría sobre mi cabeza. Pon bien la primera piedra, porque como no se ponga bien esa primera piedra, el edificio entero caerá sobre la testa de su autor. La primera causa, prefigura la dirección del último efecto. A pesar de ello, no dejaba de maravillarme la facilidad con que había planeado y alcanzado mis objetivos. Acababa de descubrir en mí una cierta capacidad para crear realidad, así como los utensilios con lo que ello puede llevarse a cabo. Cierto que no dejé de preguntarme para qué diablos podía servirme cambiar de realidad, si la que se presentaba resulta que al final me convenía por sí misma. ¿Quién lo hubiera dicho? Y fue entonces cuando me respondí que para entretenerme, acaso para divertirme. Si bien, dado que por aquellas fechas todavía no había llegado a aburrirme de mi nueva situación, olvidé pronto semejante asociación de ideas. Si esa plaza me hacía pensar en un barco, el barco tenía su marinero, un tipo orondo, congestivo, de buen natural, a quien una cojera blanda le imponía al andar un movimiento ondulante y lento como el de una babosa. Lo bauticé enseguida con el nombre de Mefiboshet, el hijo patojo del rey Saúl. Ya David debía llevar años sentado en el trono, concluí, pues Mefiboshet frisaba la cincuentena. Supuse que le habrían permitido conservar tres o cuatro pertenencias de su padre para que no se hallara en la más absoluta miseria, lo suficiente como para satisfacer, por sus propios medios, las necesidades más elementales, ya que al fin y al cabo descendía de un Ungido. Y acto seguido todo el mundo en el reino debió olvidarse de él, pues no representaba el menor peligro. Mefiboshet se pasaba las horas muertas en la plaza de las palomas, observando el juego de petanca como si fuera el Roland Garros, conversando parsimoniosamente con cualquiera, o simplemente sumido en gran meditación, tal vez recordando los serrallos reales que había espiado durante su niñez. Para mí, Mefiboshet se puso a representar una vida tan insignificante como tranquila que, pensándolo bien, no carecía de atractivo y tampoco estaba al alcance de cualquiera en plena sociedad neocapitalista. Encarnaba el opuesto perfecto a su padre Saúl, era el mismísimo sentarse a la sombra de la parra y de la higuera para ver pasar unas horas que sólo se distinguen entre ellas por detalles nimios de luz o de color, el ala de una paloma sorprendida en una posición nunca vista, una hormiga acarreando un grano de trigo; al cabo, una ligera variación de temperatura. Mefiboshet siempre estaba allí para erigirse como símbolo de un cierto estilo de vida, para facilitar con su presencia una eficaz meditación sobre el mismo, siempre que a uno le venga en gana reflexionar a propósito de las cosas verdaderamente importantes de este mundo. II Tendido en la tumbona, observaba ya sin demasiado interés los manejos de los extranjeros en la calle de enfrente, los prismáticos al alcance de la mano, pero sin utilizarlos apenas. Allí estaban, encaramados como gallináceos a los respaldos de los bancos de madera, escuchando con reverencia los secreteos de Milos que recorría los distintos grupos, seguido indefectiblemente por su descomunal mameluco, dando órdenes acaso. Pensé que no volvería a tener necesidad de ellos, pero me confortaba el hecho de que estuvieran ahí, como quien dice disponibles ante cualquier eventualidad, como enlazados a mi cuenta bancaria. A veces alzaba la cabeza para comprobar que la tierra se los había tragado a todos de repente y es que la policía se había puesto a patrullar la calle o iba a hacerlo de un momento a otro. Vida de forajido, salpimentada por la emoción y la contingencia. Yo, por el contrario, dejaba vagar despreocupadamente mi mirada en otra dirección, hacia lo alto, hacia esos bloques de lujosos apartamentos cubiertos de hiedra y flores, de ficus y de geranios, como prismas verticales, como jardines colgantes de una nueva Babilonia. E iba asimilando poco a poco la idea de que en ese mundo donde lo vegetal y lo digital se entrelazaban me aguardaba una nueva vida, hecha con una calculada y bien pesada mezcla de ocio, aventuras y cierta búsqueda por el momento vaga, con un objeto todavía sin determinar, si bien seguro de que no tardaría en aparecer, para fundirme con él y así dar al fin sentido a mi vida, para galopar sobre él como a lomos de un centauro y alcanzar parajes fabulosos, poblados por criaturas de una renovada mitología y sobrecargados de riquezas sin tasa. Sí, así sucede siempre, ignorando que cuando se entra en una espiral, sólo se puede salir por el otro extremo. Cuanto más intensamente se pretenda a la perfección, más poderosa resulta la apelación a un mal proporcionado. Cada cual encierra en sus entrañas el germen de su propio Leviatán y lo alimenta con su soberbia. Me dejé caer en el respaldo y cerré los ojos. Gradualmente, petatillo, gradualmente. Ahora ya sabes que es posible y antes ni siquiera se te habría ocurrido imaginarlo. La paciencia que debes observar por poco tiempo forma parte ya de tu nueva vida. La paciencia es la artesana de las construcciones más sólidas y el tributo que se le paga te es devuelto siempre al céntuplo. No obstante, algo se puede gastar en una sociedad de consumo sin levantar sospechas. Habían transcurrido varias semanas desde el gran avatar y todavía no me había permitido la más mínima compensación por toda una vida de restricciones, exceptuando, claro está, la desafortunada dispensa a favor de la venganza. Levántate de la hamaca, pingajo. No vayas a aburrirte, teniendo un Potosí a tus pies. Mientras atravesaba en diagonal el parque contiguo al hotel, para tomar la avenida que conduce al centro de la ciudad, bajo un auténtico diluvio de destellos, encontré que me urgía comprar las gafas de sol más caras que pudiera encontrar en el mercado y si me sentaban bien, tanto mejor. Luego, con ese delicado par de filtros de luz ante mis dos ojos, noté que el mundo me irritaba un poco menos. Cuando sea verdaderamente rico, no en potencia sino en acto, tal vez me reconcilie con él. La indumentaria ahora, veamos. Por lo pronto, debía tratarse de algo informal, por supuesto, pero, eso sí, elegido entre lo más costoso y exquisito del catálogo de las mejores marcas. Detalles nimios, cierto, pero con ellos ya no era lo mismo. No exactamente. Envuelto en esa tela fresca y crujiente, montado en esos zapatos rechinantes, uno se siente nuevo como un adolescente que se estrena en la vida. Tras el cambio de piel, me fui deslizando por las calles con una conciencia más ligera, vaciada de todo, excepto de lo esencial, de aquello que sirve para conservar una identidad. Fui a parar, o fui a buscar, no sé muy bien, al banco de la plaza de las palomas como quien llega a una sala de espera y me puse a soñar despierto. Seis meses me impuse como plazo antes de comenzar de veras mi nueva existencia. Calculé que, tras esa razonable moratoria, el asunto habría perdido una gran parte de la sensibilidad que aún llevaba adherida; en nuestros días el mundo va muy deprisa, lo que hace una semana apareció en los titulares de todos los periódicos, de los diarios hablados de radio y televisión, hoy está olvidado. Incluso mi mujer habrá comenzado a abordar su biografía con arreglo a otros presupuestos. Convenía, sin embargo, ir tomando algunas decisiones. Tal vez fuera pertinente cambiar de ciudad. O mejor todavía, empezar por gustarlas todas, incluidas las del extranjero, y decidir después. En esas y otras comediciones me hallaba cuando noté que alguien se disponía a sentarse a mi derecha. Alcé los ojos y vi que era Milos. Luego me sorprendió menos que otro cuerpo, mucho más voluminoso, se posara a mi izquierda. ¿Te gusta esta placita, verdad? Yo también vengo algunas veces ¿sabes? Hay niños y viejos y a mí me encantan los niños y los viejos. Los de edades intermedias menos, porque con ellos tengo que hacer los negocios. Ya sabes que con los negocios hay que ser duro, si no quieres que te coman como si fueras un boquerón. Ah, pero los niños a mí me relajan y los viejos también. Sobre todo que aquí da gusto oírlos hablar, porque se pueden escuchar muchas lenguas. A veces la mía. Pero cuando se ponen a hablar todos juntos, lo hacen en un español perfecto. ¿No te has fijado? Sí. Yo no puedo distinguirlos de los verdaderos españoles ¿y tú? Tampoco. Y es que lo aprenden en la escuela, con los otros niños españoles. Pero no olvidan la lengua de su país, que también la hablan muy bien. Da gusto venir aquí y escuchar todas esas hablas diferentes y, de repente, como si un director de orquesta levantara una batuta, todo el mundo se pone a hablar un español que a mí me da mucha envidia porque, después de cinco años, todavía no consigo deshacerme de este acento del demonio. Lo único que se me ocurre contestarte es que cabe desearles un mundo menos cruel que el presente, en el que no sólo se comprendan, sino que además se entiendan. No lo tendrán. Del hombre sólo se puede esperar ideas, como el cristianismo, el comunismo, pero no que las cumpla después. Eso es otra cosa…. Una cosa es predicar y otra repartir trigo ¿eh? ¿Qué? Digo que estoy de acuerdo contigo. Me refiero a la justicia social, porque en cuanto se trata del beneficio propio, cualquier idea, por insensata que sea, la concebirá y la llevará a cabo. Eso ha producido a veces buenos resultados. A veces buenos, a veces malos, en la mayor parte de las ocasiones buenos y malos a la vez. Ése es el hombre, así somos todos a la primera oportunidad y así serán estos chavales a los que ahora, en la tierna edad, parece que sólo les falten las alas de las palomas para ser ángeles. Ángeles los hay buenos y malos. Sólo los ángeles pueden ser buenos o malos, nosotros no. Aquí, en vuestro país, las leyes son lo suficientemente ambiguas como para que pueda manifestarse sin agobios la verdadera naturaleza humana, mixta en su substancia y también en sus actos; claro que debe guardar un equilibrio, los errores se pagan, por eso mismo no hay que cometerlos. No tienes más que fijarte en la nueva Babilonia, una nación gobernada por la mafia. Al menos no hay hipocresía; en el país del que yo vengo, en cambio, todo era oficialmente perfecto. En éste, por el contrario, comenzamos a desconfiar de todo lo que no está viciado, pues no hay término medio. Lo hubo, por ejemplo, en la antigua Roma, donde prevalecía el concepto de la virtud. Léete la historia de Roma (y la de Grecia), no los tratados de sus filósofos. Eso es como haber leído a Marx y a Engels e incluso a Lenin, sin haber vivido en la Unión Soviética o en cualquier otro país de su antigua órbita. En occidente la solución consiste en saber crearse una vida privada. Justo, tú lo has dicho; y la tuya, tu vida privada, no deja de ser interesante y misteriosa. ¿Sí? Pues sí….hay algunos puntos que no llego a entender. ¿Y te interesan? El gusano de la curiosidad, se mete en todos los cuerpos. Yo no pretendo ocultar que soy un hombre curioso, al contrario, he aprendido a prestar atención a mi entorno y no estoy arrepentido de ello, lo que se cosecha es siempre superior a las molestias que se invierten. Por ejemplo, en tu caso me sorprende mucho que un simple empleado pueda permitirse el placer de la venganza, privilegio de los ricos o de los poderosos. Y a ti ese capricho te ha costado bastante caro, según he llegado a saber….. Me guardé mucho de pedirle confirmación pero comprendí que no se refería únicamente a la paliza que ellos mismos entregaron y, por supuesto, cobraron. Puesto que entramos en ese terreno, o mejor dicho, quieres que yo entre, he de decirte que también a mí se me abren algunos interrogantes respecto a tu persona. ¿Ah, sí? Sí. ¿Puedo saber cuáles? No comprendo cómo un simple esbirro, que vive del robo y la extorsión y a veces de la concusión, pueda permitirse pensar tanto. Una actividad mental tan intensa no suele convenir a ese particular negocio. Al levantarme, les di la espalda durante unos segundos. Estábamos en la plaza de las palomas, rodeados de niños y ancianas tomando el sol. A Milos le gustan tanto los unos como las otras, en la paz de esta plaza recoleta. Tal vez le recuerde algún lugar semejante de su país natal, también a orillas del mediterráneo. Podía concederme ese desplante. Me volví, sin embargo, hacia ellos. Los encontré a ambos todavía sentados, distendidos, con la sonrisa apacible de dos inmigrantes que vienen a conversar con sus madres y ver jugar a sus hijos, después de una dura jornada de trabajo. Hice mutis y los dejé, al parecer muy a su sabor, como si nunca hubieran roto un plato. Demasiado listo, ese Milos, para ir suelto por ahí, al mando de una tropilla clandestina. Debía mudarme a toda prisa al otro extremo de la ciudad. Era preciso encontrar un domicilio provisional lejos del hotel y olvidarme por un tiempo de la plaza de las palomas. Durante mis horas de ocio, me dediqué pues a buscar activamente una vivienda. No podía sino tratarse de algo modesto, acorde con mi situación aparente. Pronto encontré lo que me convenía, una casa áspera, más bien estrecha, y algo desvencijada, con un jardín de proporciones medianas en un estado de absoluta incuria, abarcado por una gruesa cerca de mampuesto que parecía tan vieja como la muralla del poblado en que vivió Matusalén y situada en un barrio de las afueras. La amueblé someramente antes de sentar mis reales en ella, conservando lo poco que habían dejado, tal vez por pereza, o por urgencia, o por vejez o por muerte repentina, sus antiguos propietarios, a saber, una alacena y un armario ropero rechonchos y nervudos, comidos de carcoma, una tinaja conteniendo un universo sin crear, una palangana con su trípode de patas salomónicas, un tenebroso retrato de una santa, probablemente Santa Teresa de Ávila, y una mesa de nogal y hierro forjado. Lo demás lo dejé como estaba, respeté la pintura añil desconchada del desván y de ciertas habitaciones y el enjalbegado de las demás piezas. Únicamente di una capa de cierto barniz especial a las vigas para protegerlas de la corca. A mi regreso de la oficina, abría bien los ojos por ver si alguien me seguía y alternaba, por precaución, los itinerarios. Me encerré en ella con el propósito de no salir más que para ir al trabajo. En la fábrica los ánimos se habían calmado, ya nadie hablaba de lo sucedido. Las heridas, donde las hubo, se habían curado y las pieles se hallaban regeneradas y restablecidas. Resulta curioso, pero esa rutina que tanto había detestado ya no me pesaba, tal vez porque me estaba despidiendo de ella, porque ya tenía un plazo, no muy largo, marcado y también porque sabía que ya no me iba a embrutecer más, que, en adelante, viviría para mí, para satisfacer mi propio afán, al fin. Más te hubiera valido, después de todo, quedarte quietecito en tu fábrica, si no estabas seguro de disponer del valor suficiente para enfrentarte a los monstruos que te aprestabas a invocar. En mi nuevo domicilio, con ayuda del ordenador, construía periplos imaginarios, visitaba con antelación los lugares que me atraían, tomaba notas para no perderme ninguna de las curiosidades más notables durante mis inminentes viajes. En realidad, me había escapado ya, mi mente deambulaba sin trabas a lo largo y ancho de este mundo. Me las prometía muy felices. Ah, pero un día, al despertarme, antes incluso de abrir los ojos, noté que no me encontraba solo en mi habitación. Con precaución, alcé un poco los párpados hasta procurarme una mínima raja, a través de la cual percibí a Milos, sentado en la misma cama, como si velara a un enfermo, observándome atentamente. No llevaba armas, exceptuando a Ouissene, que se hallaba de pie, a mi izquierda. Tarde o temprano tenía que manifestarme, así que lo hice sin demora, lo más naturalmente que pude. ¿A qué debo el honor de una visita tan temprana? Por toda respuesta, se limitó a levantarse y pasar al salón. Lo seguí. Allí estaba Moussa, tendido en el sofá, cubierto hasta el cuello por una manta. Herida de bala, en el hombro. La policía llegó antes de lo esperado. A buen entendedor…. Comprendí enseguida lo que se esperaba de mí, así que di media vuelta, me vestí y me dispuse a salir. ¿Qué vas a hacer? Traer a un médico, ¿no es eso lo que pretendéis de mí? También habríamos podido traerlo nosotros. Tal vez no en las mismas condiciones…. Eso es justo lo que esperaba oír. Abrí una puerta. Instaladlo en esta cama. Sentí una inesperada fruición, pues era la primera orden que les daba. Poco tiempo después regresé con un bien remunerado doctor, quien se circunscribió al estricto desempeño de su trabajo, sin la menor pregunta. Mientras tanto, Milos me consideraba como un cirujano la porción de anatomía en la que se dispone a practicar una incisión. Vagamente había comprendido que mi capacidad adquisitiva era considerable, puede que no la hubiera evaluado en su real alcance, ignorando, por supuesto, cuanto se refiere al detalle, mas resultaba evidente que había calado en lo esencial. En esos ojos que no se perdían ni uno solo de mis movimientos, noté cómo se iba condensando un veredicto que me concernía. Milos se hallaba tan sumido en sus cavilaciones, que sus funciones vitales parecían reducirse a la sola actividad de seguirme con esas dos gotas de brea que refulgían en el centro de sus ojos. Lo que debe estimarse es si, a pesar de las apariencias, la cantidad que se le puede extorsionar es, sí o no, infinitamente inferior a la contenida en su cuenta bancaria, en cuyo caso, la estrategia a seguir sería mucho más compleja. Conocía que no era una decisión fácil la que le correspondía a Milos. Yo, en cambio, lo tenía muy claro, si se me ofrecía la menor oportunidad de escapar e irme a vivir al sur de la Patagonia, la tomaba sin pestañear; en caso contrario, no había sino aguardar a que cayera la sentencia. Y si es así, ¿cómo es que vive de manera tan frugal? Milos se torturaba. Ouissene, en cambio, se había dado en cuerpo y alma a la observación del trabajo del médico sobre el hombro de Moussa. Yo, para intentar zafarme de aquella mirada inquisitiva y ponderativa, tanto más fija e insistente cuanto que su propietario se había olvidado probablemente de ella, fingí interesarme también por la operación. Podías sentirte satisfecho, los monstruos que se disponían a devorarte, tú mismo los habías invocado. En efecto, los errores siempre se pagan; yo puse la trampa y me las arreglé solo para caer en ella. Ahora, con tu pan te lo comas, muchacho. De cuando en cuando, el gigante, contento de haber encontrado a alguien con quien compartir momentáneamente su interés por la ciencia, se volvía hacia mí y me obsequiaba con una sonrisa admirativa. Milos lo llamó para un aparte. Luego salió de la casa. Durante un segundo, se pintó en el rostro de Ouissene un gesto de desconfianza, mas enseguida se puso de nuevo a observar por encima del hombro del doctor su delicado trabajo con la misma embobada atención que antes y con una sonrisa meliflua, cuyo objeto era invitarme a reincidir en el interrumpido escudriñamiento de las asépticas manipulaciones del galeno. No obstante, conocí que en ese momento su actividad principal era vigilarme. Milos no tardó en regresar. Se le notaba más distendido. Podía palparse la evidencia de que había tomado una decisión. Los hombres somos siempre patéticos cuando nos hallamos paralizados por un dilema y de repente integramos de nuevo la humanidad en cuanto tomamos una decisión, aunque sea errada. Milos ofrecía el aspecto de quien se cura in promptu de un estreñimiento prolongado y mirarlo a la cara ya no producía esa sensación de agobio que comunicaba hacía tan sólo unos minutos. Entretanto, el doctor había concluido su intervención y al tiempo que iba metiendo dentro de una bolsa de plástico frascos vacíos, así como algodones empapados en sangre, lavando y guardando utensilios, se puso a darme instrucciones sobre cómo administrarle los cuidados necesarios al herido. Volvería al día siguiente para supervisar. En el momento en que salía, se cruzó con Vuk, llamado sin duda por Milos. Me hice a un lado para dejarle entrar y cerré la puerta. Heme aquí encerrado, por vez primera, en mi propio domicilio con mis secuestradores, como un calamar listo para ser guisado con su propia tinta, y para colmo uno de ellos presentando una herida de bala. Algunos parecen considerar mi casa como un molino, en el que todo el mundo tiene derecho a entrar y salir a placer. No podía dejar de pensar en que, afuera, la policía estaría buscándolos activamente. Considerándolo bien, mi interés no consistía en que los encontrara conmigo, pues ellos conocían cierto secreto que me concernía. Veamos pues cómo juega sus cartas este Milos. No debe ser mal jugador, Milos. Hasta es posible que se haya entrenado en un decorado que me resulte familiar. No resultaba descabellado imaginarlo en la taberna de un pueblo blanco de pescadores, como los de aquí, con fondo zafirino de mediterráneo y mucha luz reverberando por todas las paredes encaladas, algún vaso de tintorro, alguna que otra copa de cristal grueso conteniendo algún tipo de licor fuerte semejante a la cazalla o a la absenta de estos pagos, las inevitables tacitas de loza para el café, con sus platitos y cucharillas, sobre una tosca mesa de madera, rodeada de sillas de enea, todo más basto que el pan de centeno, igual que en este país hace cuarenta años, y mucho humo de cigarrillo y muchas voces alternando con silencios profundos que dejan oír la resaca, para las jugadas de interés. Presumo que llegaremos a entendernos, dije para mis adentros. No hay de qué maravillarse, que un diablo se parece a otro. Pero a ti no te habrían faltado, más adelante, ocasiones para desertar, si realmente no te hubiera venido en gana ser el comandante de una legión de ellos, como éste era el caso, debes admitirlo; así que no pongas pretextos. ¿Para qué los iba a poner? Bien sé que no es momento para subterfugios. Entonces, ¿a qué viene la mención de esa pretendida ósmosis entre tú y Milos? Me hace el efecto que piensas que utilizo el sobado argumento de las malas compañías. Verá usted, señor, yo no soy malo, mas a fuerza de protegerme contra las insidias de los malvados me veo en esta tan poco airosa postura. Puedes desechar tal idea, ¿de qué me serviría justificarme? ¿Acaso no me hallo ante ti como el miserable pescador ante el genio de las mil y una noches que le está diciendo, sin gran derroche de amabilidad aunque con innegable cortesía, elige tu muerte? Como fácilmente puedes adivinar, a estas alturas me importa una nuez agujereada y podrida lo que se te ocurra pensar de mí. Sin embargo, mientras hablamos vivimos, ¿no es así? Tal vez te agrade saber cómo fue que llegamos a tocarte las narices de modo tan inconveniente. Oh, tocarme las narices sólo hasta cierto punto… Milos estaba ciertamente decidido a no dejarme partir de rositas. Eso lo supe desde que llegó Vuk para reforzar la vigilancia y Ouissene me miró de aquella peculiar manera. Todo lo que fuera forzar la situación, habría debilitado mi posición ante ellos. O acaso contribuía también a conformar mi actitud un tanto condescendiente, es verdad, una inconfesada aspiración a dirigir aquella estructura humana que había visto funcionar como el mecanismo de un reloj, aunque con objetivos mediocres, pero yo sabría tener otras miras. El razonamiento que había empujado a Milos hacia la determinación de mantenerme bajo custodia, podía traducirse en términos de poder; si estaba atento, ésa podía ser mi baza. Y, para ser sincero, no me desagradaba el juego. Esa sinceridad ya me va gustando más; detesto las argucias, sobre todo en los momentos decisivos. El inmenso capital que poseía tan sólo me acordaba un dominio limitado sobre un camarero o el botones de un hotel, durante sus horas laborables. Sin embargo, tener a mi disposición a un ejército privado de hombres determinados, eso era harina de otro costal. Claro que una maquinaria de tal envergadura requiere ser alimentada, mas yo comenzaba a tener una vaga idea de cómo hacerlo. No obstante, le tocaba mover ficha a Milos y presumí que dicho movimiento iba a efectuarse en breve puesto que Moussa dormía al fin un sueño enfebrecido. Más preciado es, razoné, el don que se otorga sin que el propio interesado haya tenido que requerirlo, sino que más bien ha sido rogado para que tenga la amabilidad de aceptarlo, así que me limité a ofrecerles una copa de excelente jerez a cada uno, prometiéndome no descoser la boca el primero bajo ningún concepto. Nuestro problema consiste en que vemos la sociedad sobre la que operamos desde fuera. Eso es lo que llamamos en castellano dar palos de ciego. Una imagen bastante apropiada, debo reconocerlo. Y si de repente se os proporcionara, como llovido del cielo, un punto de vista interior ¿qué estrategia aplicaríais? Pienso que ese nuevo punto de vista aclararía considerablemente nuestra mirada. Fue el momento que eligió Milos para observar con detenimiento, ante la luz que entraba por la ventana, el color del líquido contenido en la copa. La oferta había sido suficientemente clara, podía aceptarla con condiciones. Vamos a empezar por definir la situación. He oído decir que definir la situación consiste en explicar, de la manera más concisa posible, lo que uno espera de los demás y lo que los demás pueden esperar de él. Hagámoslo así. Perfecto. Vosotros podéis esperar de mí, no solamente el mencionado punto de vista interno, sino también la estrategia que no habéis sabido mencionar, así como el capital que permitirá financiar las primeras etapas. Por mi parte exijo mantener una cierta distancia. La comunicación que mantendremos, en caso de llegar a un acuerdo, se efectuará del modo más discreto posible y según modalidades que precisaré a su debido momento. Milos se incorporó en el sillón, dio el último sorbo al contenido de la copa y abrió mucho los ojos, como si todo cuanto iba a escuchar tuviera que hacerlo con ellos. Veamos en qué consiste esa estrategia. Imposible resistirse a la tentación de incrementar unos grados el suspense, lo que hice muy bien dando un sorbo al magnífico jerez que había adquirido recientemente y paladeándolo con toda parsimonia. Eso era ya una pequeña parcela de poder. Tú debes conocer sin duda el sabor de esos detalles en apariencia nimios. No lo sabes muy bien todavía hasta qué punto puedo ser un consumado maestro del suspense. Si quiero, puedo hacerle perder a un hombre, sin tocarlo, únicamente conversando con él, dos kilos y medio de su propio peso en tan sólo dos horas y media. Mis hombres están de testigo, que han llegado a pesarlos antes y después de la comparecencia. Soy de la opinión que una parte considerable de los descalabros y fechorías cometidos en este mundo deben estar aguardando todavía la justicia divina, dada la incapacidad de la humana para administrar el justo castigo. Mi propuesta consiste en crear una tercera vía de justicia, la nuestra, que tendrá como objeto suplir las faltas de la segunda y aliviar los tribunales de ambas, sobre todo de la segunda, que sabemos se hallan bastante congestionados, no los de la primera, que sólo deben tratar los asuntos de máxima urgencia, aplazando los otros al día del Juicio Final, para ser despachados en veinticuatro horas, según parece. La cual justicia nuestra producirá únicamente penas de naturaleza pecuniaria. Asimismo cobraremos un porcentaje por los secretos de aquellos a quienes el parné abre más fácilmente las puertas del vicio, con lo cual construiremos también nuestra propia fiscalidad. Hoy en día, todo ese caudal de materia fecal pasa por las cloacas que conducen las ondas electromagnéticas. Se trata de acceder subrepticiamente a ese canal de información. Para ello dispongo ya de algunas ideas, si bien convendría obtener la colaboración de un conocido mío quien aportaría el material necesario y sugerencias suplementarias. Adelántanos algunas de esas ideas de tu propia cosecha. Bien, mi trabajo consistiría en seleccionar y señalar las presas más apetitosas. Luego necesitamos soldados que las observen de cerca hasta determinar el modelo exacto de teléfono móvil que utilizan. ¿Contamos con buenos carteristas? Los tenemos excelentes, formados en la escuela del hambre, la más cara de matrícula. Perfecto, uno de ellos se encargará de robarle al sujeto el móvil, otro le devolverá un teléfono aparentemente idéntico, con la carta SIM del anterior para que no eche en falta sus direcciones y todo el mundo pueda seguir llamándole, pero con una particularidad singular, a saber, que un tercero, llamando a un número determinado, puede escuchar cualquier ruido que se produzca alrededor de dicho aparato, esté encendido o apagado, incluidas, por supuesto, las comunicaciones que establezca en la intimidad. Existen igualmente programas que, introducidos con nocturnidad y alevosía en un ordenador, éste, al conectarse a Internet, transmitirá, sin que ningún antivirus sea capaz de detectar dicha actividad puesto que previamente se le han dado instrucciones para que la ignore, cualquiera de las operaciones efectuadas, lo que incluye toda clase de ficheros elaborados y almacenados, así como las páginas net visitadas y las claves introducidas para ello, a un banco de datos al que accederemos mediante un código secreto. Alguien colectará y acumulará la información relevante de modo que pueda ser utilizada convenientemente en el momento oportuno. Necesitaremos una empresa tapadera, que albergará unas oficinas y una trastienda. Ouissene escuchaba con una media sonrisa bajo el bigote que no le comprometía a nada, Vuck se limitaba a ofrecer el aspecto de una concentración profunda. Ambos habían aprendido sin duda a no dar su opinión antes de haber escuchado y comprendido la del jefe. En cuanto a Milos, se había quedado erguido en el sillón, dando la impresión de que se iba a levantar de un momento a otro, pero no lo hacía. Su mirada se había quedado clavada en mí, pero ahora estaba seguro de que ya no me veía. ¿Existirán todos esos artilugios? Últimamente, entre la guerra y la mala vida, hemos estado poco atentos a las innovaciones tecnológicas. ¿De cuántos hombres dispones? La elección de la segunda persona no era inocua, tenía como objeto tranquilizarle. El mando de las fuerzas en presencia lo conservaría él, por supuesto. Lo que me guardé de explicarle es que él mismo, sin apenas darse cuenta, no tendría más remedio que acabar obedeciéndome a mí, o al menos seguir mis indicaciones. ¿Qué? Ah…pues de unos cincuenta. Bien, les vamos a pagar ahora mismo un sueldo, modesto al principio, pero que se irá incrementando a medida que vaya arraigando y tomando cuerpo la cosa, nuestra…. Cuando haya beneficios, los distribuiremos racionalmente en función de las responsabilidades y los méritos, pero a cada uno le corresponderá su parte. Ésta es, en líneas generales, mi propuesta. Si la aceptáis, salgo de inmediato a hacer las primeras gestiones, así como las primeras adquisiciones. En caso contrario, os cedo la casa hasta que Moussa se haya restablecido y luego me dejáis en paz de una vez por todas. Milos necesitó tan sólo unos segundos para responder. Está claro que aceptamos. Es lo que suponía. Perfecto, ahora debo ausentarme unas horas. El siempre tan precavido jefe de los bandidos se había quedado tan aturdido esta vez que me dejó marchar solo. Todavía estaba a tiempo de echarlo todo a rodar en beneficio de mi entereza moral, la cual ofrecía, bien es verdad, alguna que otra mancha, pero el hueso no había sido aún alcanzado por el mal, creo. Ante mí se abría la posibilidad de coger un taxi hasta una ciudad vecina y desde allí tomar el primer avión que pillara, poco importaba su destino, Buenos Aires o Las Vegas. En caso de que fuera ésa la elección correcta, debía darme prisa, pues Milos no tardaría en comprender su error y consecuentemente era previsible que enviara a alguien con la misión de seguirme la pista, acaso con la orden de enviarme a pudrir malvas si se hiciera patente mi decisión de embaucarles. Tal vez lo haya hecho ya. Lancé una mirada oblicua al centro de la calle y vi que se acercaba, en efecto, un taxi libre. El corazón comenzó a golpear como un palote sobre el parche de un atabal de guerra. No, reflexiona un poco antes. Estás solo. La riqueza, sin poderla compartir con nadie, sin que sea útil a nadie más que a ti, es muy capaz de ir perdiendo brillo hasta extinguirse por completo su actual fascinación, pudiendo conducirte, mediante tres jugadas maestras, a una rutina distinta, cierto, pero no menos penosa o a una existencia errática pero no menos estéril. Un hombre, cualquiera que sea su condición social, está hecho para planear batallas y combatirlas. Sin ese tipo de vida, se marchita y pronto, tras cuatro pedos que le salgan de través, se va al guano. Por el contrario, en el fragor y al calor de la lucha, puede levantar cabeza tras los descalabros más contundentes y resistir como el más tenaz de los microbios, a los que se les borra de la faz de la tierra un año y reaparecen al siguiente con mayor virulencia. Bien es verdad que podría haberme lanzado en cualquier otro proyecto más o menos legal, pero no se me ocurría ninguno con tanto morbo como ése. Ninguno, al menos, que pudiera catapultarme, de manera tan directa, hacia las altas plataformas donde el hombre libera esa innata fruición que experimenta con el usufructo del poder. Y además, la ocasión estaba ahí, más calva que una rodilla. Me detuve fingiendo elegir un periódico y con el rabillo del ojo percibí a Vuk doblando precipitadamente la esquina. Lo compré pues. Él, entretanto, tuvo que colocarse torpemente ante un escaparate. La elección estaba hecha. Ya mucho más resuelto, y haciendo caso omiso del confuso Vuk, encaminé mis pasos hacia la oficina de mi antiguo director espiritual. Me recibió enseguida en su soleado despacho del primer piso, sin ventanas puesto que todo el panel que daba a la calle era un inmenso y único cristal. Parecía sorprendido de tenerme allí otra vez. Este tío, ¿habrá encontrado una nueva mujer de quien sospechar? En esta ocasión no vengo como cliente, sino con una proposición de negocios. Ah. Y entrelazó los dedos de ambas manos como si se dispusiera a rezar. Le expuse mi plan orientando la argumentación de un modo que me permitiera mencionar el volumen de capital que me disponía a invertir sin la menor dilación. Palideció. La actitud oratoria se le descomponía y recomponía sin cesar, convirtiéndose al cabo en una plegaria bastante torpe. Los ojos, muy abiertos, decían claramente ¿pero qué impertinencia es ésa, hacerme una propuesta tan atractiva que no la puedo rechazar por nada del mundo? Pasando por alto su reacción, sugerí que no solamente tendríamos acceso al material más sofisticado que pudiera encontrarse en el mercado, sino que además cabría la posibilidad de montar un laboratorio propio donde adaptar a nuestros fines los diferentes componentes e incluso ¿quién sabe? fabricar algunos de ellos. Mencioné asimismo los medios humanos que se hallaban a nuestra disposición. Pausa y silencio asumido comprensivamente por ambas partes. Siempre me he visto caminando de puntillas sobre ese trazo finísimo que separa la legalidad de la ilegalidad, pero aceptar esta propuesta sería inclinarme francamente del lado de la segunda. No podemos sino coincidir en la adecuada formulación de dicho juicio. Me lanzó una mirada que, en esgrima, constituiría un movimiento del estoque destinado a parar. Circunspecto, desvié la mía hacia la calle sin prestar atención al denso tráfico que fluía sin el menor ruido. Se levantó y se puso a pasear activamente de un extremo al otro de la estancia. Acepto, pero primero vamos a definir con precisión los filtros que permitirán aislar, en caso de necesidad, mi empresa de la vuestra. Correcto, también yo he hecho lo propio con ellos. Al principio mis empleados intervendrán puntualmente, pero desde mañana mismo quiero aprendices en mi taller con objeto de que, tras un plazo razonable, sean ellos los que hagan el trabajo sucio. Una decisión juiciosa, los forajidos, al fin y al cabo, son ellos. Tu plan tiene, no obstante, un inconveniente y es que hay una cantidad enorme de marcas y modelos de móviles circulando por estos mundos de Dios, aunque es cierto que sólo una veintena de ellos acaparan la mayor parte del mercado. Ello nos obligaría a desplazarnos con un auténtico almacén sobre ruedas para estar completamente seguros de tener el aparato que nos hace falta en cualquier situación. Pero hay una manera de solventar este problema, en caso de que no dispongamos en ese momento del modelo adecuado, la solución de recambio sería devolverle al individuo su propio teléfono intervenido según el mismo principio que el de los aparatos espías clásicos, aunque muy miniaturizado. Se trata de una tecnología cara, pero, con relación al objetivo que perseguimos, aportaría, a mi parecer, un buen rendimiento, con una garantía razonable. Una furgoneta con un compartimiento sin ventanas, bien iluminado y bien pertrechado, constituiría un buen taller móvil. La intervención, en sí, no suele durar más de diez minutos. Un par de conexiones, una soldadura y listo. El cuerpo implantado es realmente minúsculo y únicamente un técnico con un buen grado de especialización sería capaz de detectarlo, lo cual no es probable que suceda, pues un móvil averiado suele ser reemplazado sin contemplaciones por la propia compañía y su destino inmediato es el cubo de la basura. Salí de la oficina de mi mentor pensando que bien merecía una pausa y un café. Con tal propósito, entré en un establecimiento lujoso y elegí una mesa junto a la ventana. Recordé que, aunque seguía vistiendo informalmente, cuantas prendas llevaba encima eran de primera calidad, lo que me hizo sentir confortablemente instalado, en el lugar adecuado. Y con tal convicción, abrí el periódico mediante un gesto seguro. Fui directamente a las páginas de anuncios comerciales y al poco tiempo había encontrado un local con las dimensiones adecuadas, situado en un barrio popular, si bien no muy alejado del centro de la ciudad. Entonces se me planteó un pequeño problema. Necesitaba a un hombre de trapo. No podía poner ese local a mi nombre y tampoco podía presentar como adquiridor a un extranjero sin recursos y probablemente sin los papeles de residencia en regla. Tampoco podía volverme hacia mi vida anterior, que estaba zanjada y cerrada con siete sellos. Sin embargo, me vino la impresión de que la solución no se encontraba lejos, la sentía revolotear alrededor de mi cabeza, la tenía en la punta de la lengua. ¿Quién diablos podría ser ese hombre de paja que yo conozco, sin duda, que tengo al alcance de la mano si doy crédito a mi intuición? Un error de mi sexto sentido, tuve que admitir. Pero de repente pronuncié, victorioso, su nombre, arrastrando muy despacio las fricativas. Me ffffi bossss het. El hijo cojo del rey Saúl. Ni hecho a propósito para desempeñar tal papel. Y con ello, las principales piezas del artefacto económico estaban ensambladas. No tardaría en circular por sus tubos el calor y los líquidos. La vida. En realidad, fue un monstruo que crecía solo, casi sin cuidados, o más bien adelantando a éstos las etapas de su crecimiento. Mas no es cierto que saliera de la nada. Donde no hay, nada se saca. Ya tienes pues la explicación que me pediste. Lo demás, puede fácilmente deducirse de estas premisas. ¿O quieres más? Quiero más, por supuesto, y no tengo ninguna prisa. Pensé que un hombre con tus ocupaciones prescindiría del detalle. El detalle es como el grano de sal, sigue; tú mismo lo has dicho, mientras hablamos, vivimos. Está bien, tampoco yo tengo la menor prisa. Pero diles a tus hombres que no sonrían tanto, la muerte nunca debe tomarse a la ligera, no le gustan los mequetrefes que se chancean en su presencia. El que se ría una vez más sale de esta casa por el agujero del retrete, hecho picadillo. III Cuando Milos, Vuk y Ouissene pusieron sus plantas en el local, comprendieron que no les estaba contando el cuento de la villa Villón, sino que hablaba muy en serio y por eso mis palabras se habían traducido en un acto bien orientado hacia el propósito establecido. Esto es la oficina inmobiliaria, equipada con dos ordenadores y todo el material necesario para que funcione realmente. Falta el personal. Pienso que con dos hombres será suficiente. Luego abrí una puerta que daba a una sala bastante más vasta, en la cual se desplegaban dos hileras de mesas con sendos ordenadores, dejando un pasillo en medio, por el que me puse a avanzar. Les mostré una puerta que caía a mano derecha. Es el locutorio. Al fondo todavía figuraba una tercera puerta que daba acceso a un despacho bien pertrechado. Les invité a tomar asiento. Bien, el material, y no sólo me refiero al contenido en este enclave, está listo para ser operativo. Únicamente queda pendiente la tarea de elegir el hombre apropiado para el puesto preciso. Necesitamos por lo tanto una lista de todo el personal donde figure la vida y milagros de cada uno. A ello seguirá, imagino, una fase de formación. Creo disponer de un puñado de hombres a quienes su estancia en el ejército les ha dado la capacidad requerida para poner en funcionamiento al menos una parte de este dispositivo. Otros, mediante un pequeño reciclaje, estarían listos en breve. Vosotros dos, encargaos de esa lista. Vuk y Ouissene salieron del despacho. Esto sólo es el cerebro, también hay que preparar los músculos. Eso déjalo de mi cuenta. Por supuesto que lo dejo de tu cuenta, pero cuando digo preparar me refiero a preparar bien y para ello hay igualmente presupuesto. Entiendo. Tú dirigirás todo desde otro lugar, una atalaya que os mostraré después. Entonces mi papel es mandar. Cosa que se te da muy bien, según he podido comprobar. Tengo alguna experiencia en dicha actividad, pero si mi papel es mandar, ¿cuál es el tuyo? El mío es crear realidad, para que todos nos desenvolvamos en ella. Al rato volvieron Vuk y Ouissene con una larga lista en la que figuraban, entre otras lindezas, dos ingenieros en telecomunicaciones, varios expertos en informática, así como electricistas y gente que acreditaba haber trabajado en algún momento en las oficinas del ejército. ¡Pero bueno, será posible! Y toda esta gente, ¿cómo es que no encuentra un empleo conveniente en su país? Nuestro país está en perdición. Y nos hicimos una idea equivocada de éste. Decretamos los nombramientos ipso facto y mandamos buscar a los interesados para que tomaran de inmediato posesión de sus cargos y empezaran a ejercer sus funciones. Así se hizo, con lo que, en breve, algunos ordenadores mostraban ya paisajes exóticos, llenos de colorido. La agencia inmobiliaria abrió sus puertas. Aquello era como un parpadeo, antes de que la criatura despertara por completo a la vida. Hombres y máquinas iniciaban una danza que terminaría por acordar sus cuerpos y sus espíritus en una armonía que trascendería a ambos. A eso del mediodía abandonamos el local, que ya se encontraba entre las manos y bajo la responsabilidad de otro. Pasamos a recoger a un Moussa prácticamente restablecido y de ahí nos dirigimos a un conocido restaurante de la playa. El sol cegaba, las reverberaciones de los edificios ulceraban unas retinas sensibles por la prolongada lectura de documentos diversos y variados; una masa informe, viscosa, de pieles humanas pululaba sobre la franja de arena que limitaba con el agua y la brisa marina traía cálidas vaharadas de fresa y coco. Mucho había que celebrar por todo lo alto, así que comenzamos por unas ostras y un excelente vino blanco del terreno, muy frío. Milos parecía recuperado de su estupor inicial y se encontraba de un excelente humor. Había comprendido sin duda las posibilidades inmensas de nuestro negocio, así como la impecable factura del mismo. Los demás le dirigían por momentos miradas cargadas de interrogantes, pero si el jefe estaba contento, ellos también, qué caray. Y hubo motivos en tal ocasión para semejante alacridad, de entre los cuales baste mencionar el efecto benéfico que operó en aquellos cuerpos, una semana antes tendidos como bacalaos puestos a secar ante la estación de autobuses, la selección de exquisitos y refinados platos, los añejos caldos y licores, los variados dulces y frutas, el café, del que todos tomaron varias tazas. Vuk y Ouissene encendieron sendos habanos que exhalaban un humo denso como pacas de algodón. Pondría la mano en el fuego para afirmar que, sólo por esa comida, admitía cada uno de ellos en su fuero interno que su expedición a occidente había sido un auténtico éxito. Como quiera que Vuk y Ouissene comenzaran a competir en la formación de anillos de humo, discutiendo animadamente sobre su perfección y frecuencia, atrayendo la curiosidad de los demás comensales, Milos decidió centrar la conversación. Esta mañana me hablaste de una aletilla…. ¿Yo? Sí hombre, dijiste una aletilla desde la que se puede dirigir todo. Una atalaya, que es un lugar elevado desde donde las aves rapaces acechan el terreno circundante, a la espera de una eventual presa. Esto me recuerda una decisión ya tomada. Y es que todo el personal de la oficina tendrá una hora diaria de castellano, de lunes a viernes. Y vosotros también, en la atalaya. No tardaré en ocuparme de esto. Entonces les hablé de Nicolai y de Mefiboshet, quienes ya les aguardaban allí. Respecto al primero, mencioné sus cualidades sin especificar el cometido que le asigné en determinada ocasión. Puede ser útil para cierto tipo de misiones, dije evasivamente. Por lo que se refiere a Mefiboshet, les revelé que era, al mismo tiempo, el criado y el dueño de todo. Se encargaría de hacer las compras, cocinar, tener limpio y ordenado el apartamento; el cual estaba, por cierto, a su nombre, así como el local que acabábamos de visitar y probablemente otras propiedades que sin duda adquiriríamos en el futuro. Elegí esa nota de optimismo para hacer una seña al camarero y pedirle la cuenta. Acto seguido les conduje al soberbio ático que adquirí en el centro de la ciudad sólo para ellos y también para las reuniones en la cumbre. Suspenderé de empleo y sueldo a todo aquél que, en lugar de ático, me diga viático o hepático. ¿Qué es exactamente un ático? Se informó, prudente, Vuk. El último piso, ¿ves? Y pulsé el número 15. Una voz en off comenzó a describir el proceso: cerrando puertas, subiendo, abriendo puertas. Un auténtico tormento para aquél que viva en ese edificio durante los próximos veinticinco años, debiendo coger el ascensor tres veces al día. Llamé al timbre de la puerta y abrió Mefiboshet, tras él aparecía Nicolai, erguido. Procedí a las presentaciones. Mefiboshet saludó y dio un paso atrás, Nicolai no. Les hice pasar adelante. Ofrecí la mejor habitación a Milos, a los demás les correspondieron cuartos similares. El apartamento estaba perfectamente iluminado y ventilado; además de las habitaciones necesarias, disponía de tres baños, una amplia cocina, un salón de buenas proporciones, un holgado despacho y una vasta terraza equipada con toldo, mesa y sillas de madera donde les invité a sentarse. Caballeros, están en su casa. Juan (Mefiboshet) ¿puedes traernos unos refrescos? El aludido enumeró las diferentes posibilidades. Registrado el pedido, se fue navegando como lo haría un velero que tuviera que cabecear con las olas. Nos vamos a tomar unos días, vosotros para instalaros y descansar, yo para confeccionar una primera lista de objetivos. He aquí pues la torre desde la que vas a mover tus piezas, Milos; procurad ser discretos. Por el momento, nadie os va a prestar mucha atención, pero a medida que vayamos avanzando por el camino trazado, cada vez más gente estará interesada en seguir la pista que conduzca hasta vosotros. Debéis reflexionar sobre eso y ser cuidadosos. Aunque de momento no haga falta, convendría diseñar un modelo prudente y eficaz para la transmisión de consignas. Seguís trabajando para un ejército, sólo que éste es secreto. Mefiboshet trajo las bebidas. En verdad se estaba bien allí, con la inmensidad añil del mar a un lado, las montañas, también azules, al otro y, a los pies del coloso que nos sostenía, el casco antiguo, terroso, pardo, de la ciudad. Pero, en cuanto apuré el contenido del vaso, me despedí, dejando que el grupo se reajustara en el seno de ese habitáculo de lujo. Volví a casa caminando despacio, con la impresión de haber recuperado mi libertad así como mi intimidad, esforzándome igualmente por obtener la convicción de que si al propio tiempo había tomado una vía de crápula, ello se debía tan sólo a la fuerza de los acontecimientos que me arrastraba en esa dirección. Sin embargo, bastaba con que me dijera vete ahora, tu fortuna está prácticamente intacta, no te perseguirán, creen que has invertido demasiado, que les has dado todas las claves y todos los medios, para comprender que tal persuasión era vana. Ya te dije que, una vez se ha entrado en una espiral, sólo se puede salir por el otro extremo. Sin embargo, resulta extraordinario cómo un hombre sin cualidades, sin nacimiento, sin haber gustado antes ni al dinero ni al poder, haya sabido establecer tan pronto y desde un punto de vista teórico la diferencia entre uno y otro. Hay muchos hombres agazapados dentro de un hombre, aguardando a que sople una brisa determinada, a la temperatura justa, esperando a que salga un sol preciso o una luna con su particular paraselene, impreso desde antiguo en su mente. En verdad, el Leviatán está dentro de ti mismo y, a veces, sale al exterior para que sepas de qué pasta está hecho el horror. Más te hubiera valido quedarte quieto, antes de invocar fuerzas que no conoces, porque ahora llega el espanto y el crujir de dientes. Durante aquellos días, era un desconocido para mí mismo. Ahora, el desconocido es el que fui antes del gran avatar. Y ese intruso no venía preguntando, sino que albergaba los sueños más descabellados, se adivinaba en la sombra dirigiendo a hombres armados para poner la ciudad a sus pies, para saber todo sobre ella e influir en las decisiones que se hayan de tomar en cualquiera de sus instancias, con la finalidad de adquirir mediante cada una de ellas nuevas parcelas de poder. Tu discurso me resulta tan familiar que sólo de oírlo me da náuseas. Si lo deseas, interrumpimos la narración aquí, puesto que no te aporta nada. Sigue contando, hay un aspecto desconcertante en tu historia, justamente el que borraba con una contumacia insufrible todos los caminos que hubieran debido conducir hasta ti. Quiero resarcirme con tu voz de una espera tan larga, de tantas maniobras y gestiones infructuosas, de tanta bilis malgastada. Sólo así lograré expulsar la exasperación que todavía me corroe las entrañas. Puede que hayas vivido todo esto como una humillación. Todo lo doy por bien empleado, cuando se alcanza un fin satisfactorio. El fin siempre es el mismo, para todos los sujetos y para todos los asuntos, únicamente cambian los medios. Pues examinemos los medios, en tanto llega el fin. Pasé por una librería y cargué con lo más conspicuo de la prensa local, recado para escribir y un verdadero saco de libros, elegidos entre las aportaciones indiscutibles a la alta literatura universal. En verano sobre todo, siempre había andado por casa con un buen libro en la mano, rémora sin duda de mi alejado paso por la universidad, pero en ese momento intuí que debía modular mi voz para que me sirviera de herramienta esencial de trabajo. Las órdenes pasan por la palabra y si uno quiere ser bien obedecido, debe aprender primero a hablar claro. Para ello hay que beber en los grandes autores. Cada autor ha ido reajustando y adaptando miles de ritmos ajenos, elegidos al dictado de su gusto y de su intuición, hasta construir su propia música, la personal melodía con la que plasma las percepciones únicas de su espíritu. Su voz es, al propio tiempo, original e imitada, personal y colectiva; es el resultado irrepetible de una síntesis cuya responsabilidad tan sólo a él le incumbe. Con el andar del tiempo y las vicisitudes que introdujo, ese tono intransferible de mi voz llegó a constituir mi firma más segura, la estampilla característica que avalaba cabalmente cualquier documento que saliera de mi mano, tanto si estaba redactado en clave como si no, y quien lo recibía ponía en ejecución de inmediato su contenido. Sobre la solemne mesa de nogal puse una hoja en blanco, donde fui alineando nombres de personas. La lista comenzó siendo el producto de mis conocimientos de la sociedad local, luego siguió alimentándose con la lectura de los periódicos. Los primeros nombres que se me ocurrió poner en ella fueron los de los directivos y principales accionistas de mi antigua empresa, así como los de los miembros del Consistorio municipal. Añadí conocidos empresarios, algún que otro notable que calza puntos por estos parajes, un par de abogados que habían alcanzado cierta notoriedad y con ello consideré que había materia suficiente como para que la maquinaria hiciera su rodaje. Pasé por la oficina y deposité la lista. Luego volví a casa para enfrascarme de nuevo en el estudio de los clásicos. A pesar de que el jardín estaba descuidado, baste decir que crecían más ortigas que flores, pero no hay desperdicio, en caso de sitio, buena es una sopa de ortigas, encontré un buen lugar para colocar una tumbona y ponerme a leer confortablemente, a la sombra de una higuera. Las casas de ambos lados poseían vastos terrenos, cerrados por espesos muros de mampostería antigua, así que los pocos ruidos que generaban me llegaban muy atenuados. Por la mañana sí se producía un rumor lejano e ininterrumpido, pero no provenía del vecindario, sino de un diseminado coro de hormigoneras que gruñían y eructaban haciendo rodar sus bocas groseras, prácticamente en todas las calles de la ciudad. Por la tarde, tras el marasmo de la siesta, comenzaban a chillar las golondrinas, revoloteando alrededor de sus nidos, casi del mismo color que la desconchada y terrosa fachada. Al anochecer silbaban los mirlos, después de entrar como negros obuses en la espesura de la higuera, mientras los gorriones libraban tremendas rencillas en el tejado y en los árboles más copudos que poblaban con cierta profusión la zona. Todo ese tráfago no conseguía hacer la menor mella en mi concentración, tan sólo alcanzaba a percibirlo cuando deliberadamente interrumpía la lectura, colocaba el marca páginas y cerraba los ojos unos instantes. Poco a poco me iba invadiendo una sensación de plenitud que no recordaba haber poseído desde mis tiempos de estudiante cuando, presionado por el programa de la facultad, empalmaba los días con las noches sentado a la mesa de ese festín de palabras. De hecho, desenrollé un gran prolongador que había encontrado por casualidad en el trastero y pude enchufar una lámpara en medio del jardín para poder continuar mi actividad al fresco, después de anochecido, hasta altas horas de la madrugada. La tregua duró tres días cabales y al cuarto sonó el móvil. Vuk. Que pasara por la oficina. Al llegar, me encontré con que el empleado de la inmobiliaria atendía ya a unos clientes. Hizo un gesto para que entrara por la otra puerta sin más formalidades, lo cual hice con la mayor diligencia y presteza que pude. Mientras avanzaba por el pasillo dejado entre las mesas, noté que, si bien no todos los ordenadores tenían delante a su correspondiente servidor humano, los que lo poseían habían establecido con él una relación osmótica, tensa, concentrada y silenciosa. Ni siquiera levantaron la cabeza para enterarse de quién llegaba. La mirilla de la puerta del locutorio dejaba ver luz en el interior. Vuk se hallaba en el despacho del fondo, junto con el técnico que habían dejado como responsable del enclave, un sujeto con orejas de soplillo y dos grandes incisivos que le daban un característico aspecto de lepórido. Fue el primero en percibir mi presencia, pero se quedó mirándome de hito en hito sin decir palabra. Luego noté que Vuk tenía sus rizos rojos ceñidos por unos auriculares. En cuanto me vio, se los quitó con un solo movimiento rápido. Un par de casos de adulterio parece que se van perfilando, pero nos intriga sobre todo esta conversación que estaba escuchando de nuevo. Tras haberles seguido la pista a varios concejales, ayer conseguimos intervenirle el móvil al de Cultura. Esta mañana teníamos pues el primer micrófono dentro del Ayuntamiento. El concejal en cuestión habla con un funcionario y éste, a su vez, mantiene una conversación en su presencia, a través de otro teléfono, probablemente uno fijo, con una tercera persona. Me tendió los auriculares. Se oían distintamente pasos, el chasquido de un picaporte, el crujido de una puerta que se cierra. ¿Qué pasa? ¿Qué pasa? Pues pasa que esto va a acabar como el rosario de la aurora. Eso es lo que pasa. Mira, otra factura. Y no es una bagatela. Ochocientos cincuenta y cinco mil euros. Adivina esta vez en concepto de qué. Champán y vinos franceses. Se gastó la friolera de ochocientos cincuenta y cinco mil euros nada menos que en champán y vinos franceses. Pero no creas que hay para parar un tren. Echa un vistazo. Trescientas cincuenta botellas a dos mil euros cada una. El resto es por el estilo. Cargó todo a la cuenta del Ayuntamiento. Nos va a perder. Te digo que nos va a perder. No tiene control. Éste es el peor. Peor incluso que el Pajuel, el que empezó todo el cacao. ¿Y ahora qué hago yo con este toro? Pues mira, llámale y díselo. A ver él qué dispone…. Que lo escuche yo también. Pausa. Pitido. ¿Juanjo? Oye Juanjo, mira, acaba de llegar una factura de ochocientos cincuenta y cinco mil ciento cuarenta y cinco euros en concepto de vinos y champán a la atención de Juan José Ruano. ¿Qué hago? Pues lo incluyes en gastos de protocolo y santas pascuas. Pero Juanjo… ¿no te das cuenta de que eso es inverosímil….botellas de vino a dos mil euros…en gastos de protocolo? ¿A quién hemos invitado, al rey de Jauja y a todo su cortejo? Mira, Serafín, no me toques los cojones, que he tenido un día muy puto. Lo cargas en gastos de protocolo y aquí paz y allá gloria. En caso de que surgieran problemas, ya me encargaría yo de solucionarlos a su debido momento. Zumbido. Vuk también cortó la grabación. Deja de lado todo lo demás. Convoca gabinete de crisis en la atalaya. ¿Y Milos? Está en el teatro de operaciones. Que venga. Quiero decir, que vaya. Yo me encamino ya hacia allí. Mefiboshet, al abrirme la puerta, adivinó enseguida que se había declarado el estado de emergencia, levantó mucho las cejas y dio un paso atrás con las blandas suelas de sus zapatillas para dejarme pasar. ¿Hay alguien en casa? Nicolai. Está en su habitación. Llámale. A medida que vayan llegando los demás, los vas dirigiendo al despacho. Apenas cinco minutos después, el comité en pleno se hallaba alrededor de la mesa de juntas. ¿Quién diablos es ese Juan José Ruano? Vuk respondió. Lo están averiguando. Les he dicho que, en cuanto sepan algo, me llamen de inmediato. A ver, pásame a Bugs Bunny. Vuk apretó unas cuantas teclas y me entregó el aparato. ¿Se sabe ya algo de Juan José Ruano? Se trata de un asesor de urbanismo. ¿Un asesor de urbanismo? ¿Y se permite hablar así a un funcionario de plantilla? No figura con ningún otro cargo. Utilicen otros canales, quiero un informe completo de todo lo que se pueda saber en este preciso momento de la vida y milagros de ese Juan José Ruano. Colgué. Bien, no vamos a esperar hasta mañana para lanzar la ofensiva. Esta misma noche no hay sino allanar con todo sigilo las moradas del Juan José Ruano de marras, del concejal de urbanismo, de la teniente de alcalde y de la propia alcaldesa, para ver hasta dónde remonta el chanchullo. Felipe, ¿disponemos del material y el tiempo necesario? Con respecto al material, la respuesta es afirmativa; por lo que se refiere al tiempo, ya dije que sólo necesito un cuarto de hora, como mucho, y un ayudante para efectuar las operaciones requeridas. Así que, en lo tocante a este último aspecto, no me corresponde responder a mí. Milos… Habitualmente efectuamos un reconocimiento previo del terreno y eso suele llevar varios días. Pero si movilizo a todos mis hombres… Vamos a ver… Son las once. A las once de la noche podemos tener recolectada y tratada la información requerida para alcanzar el estado operativo. De todos modos, si no hubiera suficientes garantías, siempre se podría tomar, a las once de la noche, la decisión de aplazar el ataque. Al fin y al cabo, una dilación de unos cuantos días, tal vez no suponga un cambio substancial en el resultado y sí en las probabilidades de alcanzarlo con éxito. Tres días y lo tendría todo atado y bien atado. Prefiero hacerlo cuanto antes, porque esos ochocientos cincuenta mil euros son susceptibles de crear, ahora mismo, en estos precisos instantes, un cierto revuelo intra muros, por lo que considero conveniente desplegar de inmediato nuestros oídos para saber hasta dónde llega la marea. Aparte de que ese Serafín, quien quiera que sea, mueve algo de razón. Cuando alguien se gasta ochocientos cincuenta mil euros en botellas de vino, a dos mil euros la pieza, es porque comienza a perder los estribos. Y nosotros necesitamos hacerles pasar a todos por taquilla antes que intervenga la Policía Judicial. En una segunda fase vamos a tener que apañar los ordenadores del Ayuntamiento, por lo menos los que se encuentran en determinados despachos, para cotejo o complemento de información. ¿Es factible eso, Milos? Tal vez… En cualquier caso es una operación de envergadura que requiere madurar un buen plan. Felipe intervino. Aparte del dispositivo que transmite todas las actividades de un ordenador, o de una red de ellos, existen modelos de llaves USB que aspiran en pocos minutos, con sólo ponerlas en posición, el contenido de un disco duro. Perfecto, ya tenemos trazada una vía, reflexionemos todos en esa dirección a partir de mañana. Por el momento tenemos un buen puchero en el fuego, no hay que perder ni un segundo. Por mi parte, permaneceré en la atalaya hasta que nos volvamos a reunir, a las once en punto. Salieron todos con cierta precipitación, excepto Nicolai, quien se dirigió cachazudamente a su habitación. Al poco rato, comenzó a sonar su violín. Juan, tráeme un zumo de naranja con hielo y luego bajas a comprar la prensa. Salí a la terraza, hacía ya mucho calor y de repente noté que tenía una sed de extraviado en el desierto. Apenas si tuve paciencia para dejar que los hielos enfriaran un poco el líquido. Fui a sentarme en un balancín, debajo del toldo, donde me quedé transpuesto hasta que regresó Mefiboshet con los periódicos. Otro zumo de naranja, Juan, por favor, con mucho hielo. Instalado ante la mesa, comencé la lectura. Pasé rápidamente las primeras páginas y me detuve en la información relativa a la urbe, la cual venía encabezada con una entrevista a Pilar Cencillo, primera teniente de alcalde, “un año después de la moción de censura, puede afirmarse que he ganado mi litigio contra el PSOE, la ciudad tiene lo que no había tenido desde hace mucho, un Ayuntamiento digno y presentable, limpio de polvo y paja. Si para ello tuve que perder mi carné del partido, lo doy por bien empleado…” Alguien ha venido a traer esto. El sigiloso Mefiboshet estaba rodeando ya la mesa con una carpeta en la mano. Unos cuantos cabeceos más del velero en que parecía navegar y el viento acabó empujándolo hasta mi lado. Entregó la carpeta, levando anclas de inmediato. En el interior de la misma había unas cuantas fotografías de Juan José Ruano publicadas por la prensa con sus correspondientes artículos; entre ellas, me llamó la atención una en la que aparecía cenando con Javier Huertas, antiguo alcalde, conocidísimo de todos los medios de comunicación por razones diversas y variadas, quien le introdujo, según pude leer en el cuerpo del artículo aferente, en el Ayuntamiento. Más abajo se le califica de “consejero influyente en materia de urbanismo” y se revelan sus orígenes humildes, es decir, obrero de la construcción en paro, situación en la que se encontraba cuando se levantó ante su cabeza la mano providencial de Huertas para bendecirle. El alcalde siguiente, en cambio, lo destituyó, pero al progresar la moción de censura que llevó a Marisol Herrera a la alcaldía, el equipo de ésta lo rescató. En resumidas cuentas, controló desde su llegada en 1992, con sólo una breve interrupción, Planeamiento Urbano, la sociedad municipal que gestiona el suelo. Esta vez, la presencia de Mefiboshet fue anunciada por unos tintineos de cristal y de loza. Acudía con una bandeja cargada de platos y cubiertos. No sé cuántos vendrán a comer hoy. Me temo que sólo nos encontremos los tres. Ya me imaginaba yo que esto iba a ocurrir, según se han ido todos, como alma que lleva el diablo, a las once de la mañana. Por eso he dejado para mañana el arroz al horno que iba a preparar. Lo he reemplazado por un sencillo filete con patatas y un huevo frito, lo que se puede hacer a medida que vayan llegando, si llegan…. Perfecto, llama a Nicolai y empecemos a comer. Tras el café, hice una larga siesta en una tumbona. La noche será larga, me dije. Desperté a las seis. La terraza permanecía desierta. Recogí los periódicos y tomé asiento en el balancín, dispuesto a leer esta vez todas las secciones de todos ellos. Anocheció y no había venido nadie, únicamente se oía el violín de Nicolai. A eso de las nueve y media, apareció Mefiboshet con la misma bandeja cargada de cubiertos. Cenamos. A las diez y media, le pedí a Nicolai que interpretara “El doctor Zivago”. A las once en punto, se presentó el comité en bloque. Con la mirada interrogué a Milos. Todo está listo. Pero, si no hay inconveniente, saldremos de aquí dentro de una hora. Es verano y la gente suele acostarse bastante más tarde. Luego hay que darles tiempo para entrar en el sueño profundo. Muy bien, tenéis la posibilidad de cenar antes. Vuk, Ouissene y Moussa salieron los primeros. Milos, Felipe y yo mismo aguardamos cinco minutos antes de bajar a la calle. Felipe se dirigió a una furgoneta en la que se anunciaba con grandes caracteres azules, amén de algún que otro símbolo característico por añadidura, una empresa de construcción y subió por la puerta trasera. Milos hizo un gesto para indicarme el Mercedes que se hallaba aparcado justo detrás. ¿Es un coche robado? Naturalmente, la furgoneta sólo tiene la matrícula falsa y el maquillaje, claro. Pero la furgoneta tiene dentro cosas que no se improvisan, aparte de que no hay que perderla por nada del mundo. Una vez instalado ante el volante, se puso una especie de tapón en la oreja y una pinza metálica en el cuello de la camisa. Felipe nos ha equipado con un material de alta tecnología, así todo resulta más fácil. La furgoneta arrancó y nosotros detrás. Atravesamos una ciudad todavía bastante animada. Sin embargo, a medida que nos internábamos en la periferia, los transeúntes se iban haciendo más raros, aunque no infrecuentes. Nos detuvimos en un barrio residencial. Milos habló. Unidad de control en posición. Durante diez minutos nada ocurrió. Al fin vi que alguien bajaba por la acera opuesta. Vestía informalmente, podía ser cualquiera, por ejemplo un joven que regresara de la discoteca o de un local de moda. Eso es lo que acabé creyendo, tras un instante de duda. Sin embargo, se detuvo ante una valla que le llegaba a nivel del pecho, a partir de ahí continuaba con unos barrotes metálicos hasta una altura de unos dos metros, detrás se hallaba una barrera de tuyas que la sobrepasaba de unos cincuenta centímetros. El joven sólo permaneció unos segundos parado, luego siguió avanzando, cruzó la calle por delante de la furgoneta, entregó algo al conductor, pasó junto a nosotros sin mirar y por el espejo retrovisor vi que dobló la primera esquina. Diez minutos más tarde, hacía el recorrido inverso, recogía algo de manos del conductor de la furgoneta, cruzaba la calle, permanecía dos segundos ante la valla reforzada con tuyas y seguía adelante su camino. La furgoneta arrancó de nuevo y nosotros detrás. El segundo asalto se desarrolló de manera similar. La tercera mansión objeto de nuestro escrutinio aparecía cercada por un muro mucho más alto y espeso, que corría durante un buen trecho a lo largo de la acera. Esta vez, cuando el sujeto encargado de acercarse por el lado opuesto de la calle se detuvo ante el tapial, una figura negra como un pegote de alquitrán se inclinó desde lo alto para entregarle algo. Visto y no visto. Se trata de la casa de Juan José Ruano, me susurró Milos. Dispone de un parque de cinco mil metros cuadrados aproximadamente, una piscina de dimensiones olímpicas y un helipuerto. Pues…. qué no ha pasado este tío de obrero en paro a multimillonario en cuestión de doce años, que se dice pronto. De repente Milos se irguió, en el silencio de la noche pude escuchar la vibración de una vocecita metálica que salía de su oreja izquierda. Un coche patrulla se dispone a entrar en la calle. Simultáneamente, la furgoneta y el Mercedes salieron sin prisas, dimos la vuelta a la manzana y al enfilar de nuevo la calle divisamos la luz azul desapareciendo a lo lejos, tras doblar una esquina. Aparcamos en el mismo sitio que antes y la operación continuó. El asalto a la cuarta casa se desarrolló sin incidentes. A partir de ahí, la furgoneta y el Mercedes tomaron caminos distintos. Nosotros regresamos a la atalaya. En el portal nos aguardaba un tipo al que no había visto hasta entonces. Milos le entregó las llaves del coche. Mientras subíamos en el ascensor, me mostró un SMS en el que aparecía únicamente la cifra uno. Es el cuarto uno que recibo, lo que significa que las cuatro intervenciones han finalizado sin problemas. Mefiboshet se levantó al oírnos entrar. Prepáranos dos vasos de güisqui con mucho hielo, tenemos algo que celebrar. Regresé a casa despacio, distraídamente. La ciudad apuraba los restos de su noche, como si de los postreros tragos de una borrachera de desespero se tratara. Los últimos taxis de la vigilia se cruzaban con los primeros de la mañana. Grupos de jóvenes turistas vociferaban en todas las lenguas un malestar profundo, bien arraigado, siempre el mismo; la mayoría de ellos volvían bebidos, algunos francamente borrachos, las prostitutas se les ofrecían, les incitaban a tantear la mercancía con la que comerciaban por si ello les ayudaba a decidirse, exhibiéndose al propio tiempo ante los coches desorientados. En las cespederas y entre los arbustos de los parques yacían cuerpos oscuros, anonadados por las drogas duras. Pensé que vivimos tiempos febriles, incluso en los rescoldos de la noche se respira aún un perfume de ansiedad, un humo gris que exhalan las cenizas tras la última combustión de nuestras ilusiones marchitas. Pero poco después, de cristal en cristal, esquivando las moles grises de los rascacielos, siempre viene una luz nueva para recomponerlo todo, para que pueda dar comienzo, desde el mismo momento en que empiezan a rutilar los pétalos cuajados de rocío en las escasas islas de vegetación, un nuevo ciclo de veinticuatro horas. Es el soplo que regenera la esperanza, Leviatán, en el momento mismo de su muerte. Pamplinas, se trata tan sólo de la ley del péndulo, que obliga a recorrer una distancia simétrica en dirección al otro polo. Y ello únicamente para entrar de lleno, con renovada fuerza, en el alucinado horror que nos aguarda siempre en la desolada atmósfera de tiniebla. Así, las generaciones caminan sucesivamente hacia su particular hecatombe; sin embargo, a ti no te habitaba la ansiedad, sino la fuerza. Un empuje que ni tú mismo comprendías, aunque estabas decidido a no desperdiciar ni una sola de sus migas. Mas ¿qué era tu fuerza, sino una gota de aceite en un mar de agua salada? Si fuerza era, se trataba de una fuerza prestada, pues no la había conocido antes. Siembra en invierno y nada logrará atravesar la dura capa de tierra helada; no obstante, a su debido tiempo, la semilla germinará, saldrá la planta y se hará fuerte. Por mi parte, conozco muy bien el nombre de esa semilla que llevabas dentro. Con las primeras luces del alba, abrí la cancela de mi jardín. Los gorriones, pardillos, herreruelos y mirlos se encontraban ya muy atareados en los múltiples asuntos de la república plumífera. Un gato, al notar mi presencia, dejó de jugar con su presa y se la llevó entre las fauces a un rincón tranquilo, más allá del muro del fondo. El frescor de la mañana, la mesa y las sillas de plástico, el rumor de las hojas de la higuera, movidas suavemente por el aura matinal, invitaban al trabajo. Pero el peso de tantas y tan largas horas rebosantes de tensión, bien pobladas de acontecimientos inciertos, se desplomó repentinamente sobre mi cuerpo. Esa casa sencilla, vetusta, desconchada, constituía, a mi parecer, un lugar ameno. Hay casas suntuosas, con jardines frondosos y bien cuidados, que no lo son. Parece que ello dependa, en verdad, del genio que habite el lugar. No debería necesitar más que eso, un lugar ameno, un rebujo de pan. Estoy seguro que no necesitaría más, a no ser por esa fuerza que se ha apoderado de mí como si fuera un viento que soplara con ímpetu invencible cuando se propone encauzarme en determinada dirección y luego amaina para que pueda contemplar el mar y la costa como lo haría el capitán de un navío ajeno, que ha recibido por adelantado el porte de una mercancía que no le pertenece. Aun así, fuera de las necesidades de la guerra, no alimento ningún odio capital. Si hacemos una excepción del eslabón perdido de tu antiguo barrio… ¡Ah! Ese era lo que los franceses llaman une tête à claque. Y a la media hora lo tenía olvidado. Lo nuevo, lo insólito, era la energía que me poseía; fue ella la que derribó con su onda expansiva al mequetrefe ése. En cambio, yo tengo que tener mucho cuidado con los tête à claque, se me quedan sus cráneos pegados en las manos. Como puedes ver, las ventanas de mi casa no tienen ni maderas, ni cortinas, ni siquiera visillos, así que, al rato de estar en la cama, se llenó la habitación de sol. Traté de dormirme pero, a pesar del cansancio, no lo conseguí enseguida. Tuve la impresión de hallarme dentro de un crisol, reverberando luz y destellando resplandores de fuego, con lo que mi materia se estaba refundiendo para conformar un hombre nuevo, ante el cual se abría una vida flamante. El hombre viejo había sido un error, o mejor, una serie de equivocaciones, ninguna de ellas grave, ninguna de ellas determinante, pero sí la suma. Disponía de un ejército cuyo jefe me obedecía como un cadáver y yo les había dado un camino a seguir que nos llevaría lejos y ni siquiera me vería obligado a molestar demasiado a la gente honrada; con la cantidad de deshonestos que hay, tan sólo en esta ciudad, basta para sacar sacos y sacos de oro. Además, mi conciencia comenzaba a acomodarse, porque todo el mundo conoce el pronóstico que reserva el dicho popular a quien roba a un ladrón. IV A las once en punto, el móvil se convirtió en una criatura que tiraba insistentemente de mí desde otro mundo. Me costó un gran esfuerzo volver a esta habitación llena del sol de la realidad. Hacía calor, me desperté empapado en sudor. Era Vuk. Las alondras han cantado temprano hoy. Deberías venir. Tomé una ducha, un vaso de leche fría y a las once y media cabales entraba en la oficina. La actividad era febril y yo apenas me había espabilado. Dirigí mis pasos hacia el tugurio del fondo. Allí, junto con Vuk, me aguardaban Milos, Ouissene, Felipe y Moussa, así como el responsable de ese almacén, cuyo nombre todavía no conocía o no recordaba, por lo que no tenía más remedio que llamarlo, para mi fuero interno, Bugs Bunny. Sentimos haberte despertado, pero hay novedades y es preciso analizarlas. Fue Vuk quien entró en casa de Ruano, que te cuente él cómo transcurrió su visita. Intervinimos el ordenador familiar e hicimos una copia del contenido de su disco duro. El examen del mismo que hemos realizado esta mañana no ha revelado nada de particular. Luego entramos en su habitación, junto a la mesilla de noche reposaba un maletín de cuero. Lo tomamos y fuimos al cuarto contiguo para inspeccionarlo. Contenía diez teléfonos Nokia idénticos, nada menos, sólo que cada uno de ellos de color distinto. Probablemente reserva un solo teléfono para un tipo de actividad bien precisa. De modo que ha elaborado una cuidadosa taxonomía de su vida profesional. Todo hace pensar que le asiste una lucidez despampanante, terció Felipe. Lo seguro es que se trata de alguien que sabe dónde le aprieta el zapato. Depositamos el maletín en su sitio e intervinimos únicamente el móvil que se hallaba sobre la mesilla de noche, pues cabía esperar que fuera el de las llamadas más personales e íntimas. Sin embargo, pienso que a través de ese móvil podremos escuchar las llamadas que haga con todos los demás, al menos la parte que le corresponda del diálogo, porque en mi opinión no se separa del maletín ni para mear. En todo caso, el parte de los agentes que lo han seguido durante toda la mañana confirma las previsiones de Vuk. No hay duda de que nos hallamos ante un tipo que maneja muchos hilos. El maletín, por su parte, no para de piar con melodías distintas. ¿Habéis grabado algo? Muchísimo, aunque la mayor parte constituye para nosotros un gallomatías inextricable. Bravo por lo de inextricable, pero por lo demás se dice galimatías. Gracias, galimatías pues. Por el momento es difícil entenderle, ha conseguido crear un código lleno de connotaciones, una verdadera entelequia, a la que sólo tienen acceso los muy habituados a su trato, al tiempo que bien metidos en los negocios que se llevan entre manos. De todos modos, quisiera escuchar algunas de esas grabaciones. Claro, pero primero te hemos preparado una que se entiende a la perfección. La hemos grabado de dos fuentes diferentes. Lo que quiere decir que la alcaldesa, Marisol Herrera, se hallaba igualmente presente. Ouissene me pasó los auriculares. Se podía percibir hasta el crujir de unos zapatos nuevos y por supuesto un taconeo firme y decidido sobre el enlosado. Accionó una manivela y la conversación que afloró por un instante se extinguió como un candil en plena corriente de aire. De nuevo pasos en medio de un silencio perfecto. Leve chirrido de una silla. Bueno Irineo ¿y qué diablos te pasa ahora? ¿No estás contento con lo que te toca? ¿Acaso no fuiste tú mismo quien pediste la adjudicación directa de la grúa municipal y seguidamente, de común acuerdo, fijamos el precio? ¿No es verdad que se te acordó casi de inmediato, tras unos trámites legales acelerados, si bien necesarios? Entonces ¿qué coño te pasa ahora, Irineo? Dímelo a mí. Irineo tenía voz de bajo profundo y hablaba lentamente. Mira, Juan, tú y yo siempre nos hemos entendido sin necesidad de muchas palabras ¿de qué me serviría emplear subterfugios para disfrazarte mi idea? Así que te voy a hablar en lenguaje llano. Sé que gano dinero gracias a vosotros, pero tampoco se me escapa que vosotros percibís unos beneficios ilícitos a mi costa. Habiéndome elegido para este menester, habéis cometido prevaricación y aceptando mis dádivas cohecho. Puestas así las cosas, examinemos juntos lo que ocurriría si todo esto saliera a la luz ¿quién perdería más en ello? Estoy convencido de que vosotros ocultáis mucho más condumio que yo y si me envías un par de tus esbirros para que me dejen seco, me da igual. Estoy solo, he vivido cincuenta años, que no es moco de pavo, y en los que me quedan, no creo que añada ningún placer digno de interés a los que ya me he acordado. Sé que ganáis el dinero a sacos. Yo no pretendo tanto, pero tampoco me contento con sacar tan sólo mis modestos beneficios, por pingües que sean comparados con los que debería recibir, lo reconozco, quiero más. Haz una propuesta y la estudiaremos ahora mismo. Pero hazla bien de una vez por todas, porque te advierto que será la última. Sugiero reducir mi aportación inicial a la mitad. De los dos coches prometidos a Marisol, ya entregué el primero. Nos quedaremos ahí. Los demás quedan condonados. Por cuanto se refiere al capital estipulado, me devolveréis, por lo tanto, la mitad del dinero que os di. Jamás devuelvo los caudales que ya han entrado en mi caja. No lo sufre Santa Rita. Entregarás el segundo coche a Marisol, porque lo prometido es deuda. A cambio de ello, te resarciremos del modo que sigue. En primer lugar, aprobaremos nuevas tasas de retirada de vehículos de la vía pública. ¿No es así, Marisol? Ya son de por sí bastante elevadas, Juanjo….la ciudadanía pondrá el grito en el cielo. Mientras lo ponga en el cielo y no en la tierra, miel sobre hojuelas….ya ha ocurrido que otros lo pongan en el cielo…. ¡Que se llenen todos los días las iglesias como para la misa del gallo, si quieren que el Cielo les oiga, me da igual! Además, la mayor parte de los habitantes de esta ciudad puede permitirse pagar más por esa infracción… Se les nota en el descaro con que dejan el coche en doble fila, o en lugar indebido, para cenar en un restaurante del centro o para echar un polvo con la amante…. A los que les duele rascarse el bolsillo, toman más precauciones. Segundo, vamos a diseñar un concurso con objeto de adjudicar el renting de los vehículos del Ayuntamiento, el cual te va a caer como un guante. Sólo faltará poner tu pomposo nombre, Irineo, en el papel. Y para que el pacto que vamos a sellar sea eterno y no me vengas ya más a tocar los huevos, pongo sobre el tapete dos pisos de construcción reciente. ¿Qué me dices a eso, Irineo? Que siempre sabes salirte con la tuya sin desembolsar un duro, pero da gusto hacer negocios contigo. A partir de ahora seré una tumba. Considera igualmente que resulta mucho más ventajoso para ti ser una tumba que no estar en una de ellas. Ha sido un placer conversar contigo, Juan, como de costumbre. Nada, Irineo, el placer es mío. Los negocios son los negocios, ya lo sabes, y se discuten con la seriedad que requieren, ni más ni menos, pero a los amigos se les invitará en breve a una partida de caza en mi finca de Extremadura. Si todavía me consideras uno de ellos, aceptaré con gusto. Pues claro que sí, Irineo, faltaría más…. Venga, ya nos vemos otro rato…. La puerta se cierra con suavidad. El picaporte cruje, solemne, como todos los picaportes de todos los Ayuntamientos. Si no fuera porque tenemos en este preciso instante un formidable puchero en el fuego, vería éste de qué pan se hacen las migas en mi pueblo. Pero ya le mostraré yo, vaya que le mostraré, a su debido momento…. En fin, vayamos a lo nuestro. La cosa se va concretando y entramos en la fase final de la negociación. Hoy sale Alberto para ultimar con altos cargos de la inmobiliaria Lemos lo que será la posición definitiva de la empresa y el modus operandi a aplicar en este trámite. El propio Juan Lemos Torquemada se hallará presente en dicha reunión. Según parece, Alberto aparecerá como el único adquiridor de todo el complejo “Las torcaces” y será él quien pague nominalmente la correspondiente licencia para la promoción. Seguidamente, en un plazo muy breve, venderá todas las parcelas a la Inmobiliaria Lemos. Hacen bien en ser prudentes, la loma de las torcaces es una zona sensible por su valor paisajístico e incluso ecológico. Ni siquiera Javier Huertas se atrevió a tocarla. Cuando le hablaban de ella, daba largas. En el momento en que se la vean cubierta hasta los mismos acantilados por ciento veinticuatro viviendas, amén de los locales comerciales y aparcamientos previstos, habrá pasacalle, te lo digo yo. Actualmente ya sólo se puede contemplar el mar desde lo alto de los rascacielos que lo ciñen de muy cerca, pero al menos si uno alza los ojos hacia ambos lados de la playa, todavía ve algo de naturaleza. Tú sabes muy bien, Joaquín, pues fuiste su colaborador íntimo, que “El Pajuel” tenía pocos escrúpulos, habría acabado hincándole el diente a la loma. Lo que pasa es que antes había otros filones tan suculentos o más y que presentaban un riesgo menor. Claro que, a fuerza de irlos agotando, ahora resulta que cada vez va quedando menos donde elegir. Dime, Juanjo, ¿has percibido algún indicio de que van a consentir en aceptarnos esos doscientos mil euros de comisión? Tranquila Marisol, tú no te apures, deja la negociación de mi cuenta. Sé perfectamente lo que se puede pedir en cada caso y según de quién se trate. La inmobiliaria Lemos es una de las más solventes de toda Andalucía. Puedes dar por sentado que, después del tira y afloja, dispondremos de doscientos mil euros limpios de polvo y paja. Mañana mismo me reúno con Alberto y presumo que ya sabremos a qué atenernos. Serafín, ¿hiciste lo que te mandé ayer? Sí, maestro, ochocientos cincuenta y cinco mil ciento cuarenta y cinco euros en concepto de vinos y champán franceses, incluidos en gastos de protocolo. Perfecto, observa las reacciones de cada cual y al menor signo de sorpresa me avisas, que yo sé cómo hablar a la gente. A mandar, maestro…. Carlos, me preparas todo lo referente a Irineo. Quiero que se tramite de urgencia. Hay que taparle cuanto antes la boca a ese animal, de lo contrario es muy capaz de jugarnos una mala pasada. Es más terco que un aragonés, sin serlo. Y ahora podéis dejarme solo, tengo un montón de trabajo. Ahí terminaba la grabación. Me quité los auriculares y se los entregué a Ouissene. La totalidad de las conversaciones mantenidas por Ruano durante la mañana, se encuentran archivadas en este CD. Muy bien, las escucharé más tarde. Pero ahora, evidentemente, nos interesa grabar la anunciada entrevista con ese Alberto. Además, quiero que le sigáis, de lejos y con mucha discreción, desde que se levante de la cama hasta que se produzca dicho encuentro. Se ve más claro que la luz que no es ésta la primera operación de este tipo que realiza. Sabiendo que Javier Huertas lo puso en 1992 al cargo de Planeamiento Urbanístico, la sociedad municipal que gestiona el suelo, y acordándole no más de un año de aprendizaje, porque el tío es listo, de eso no cabe duda, digamos que lleva diez años haciendo chanchullos. El dinero negro obtenido durante ese período considerable de tiempo, forzosamente debe ser blanqueado y gestionado desde un punto preciso que debemos determinar. No es su casa, como ya hemos podido comprobar. Tal vez sea su despacho del Ayuntamiento, aunque lo dudo. Sin embargo, habrá que ir pensando en organizar un asalto sigiloso a la Casa consistorial, registrando cuidadosamente ciertos despachos sensibles, particularmente el suyo, por supuesto. Cabe esperar que encontremos, al menos, huellas de esas operaciones ilícitas. Por lo demás, habrá que ser paciente y no perder de vista ni un minuto a nuestro personaje, porque nos está resultando una mina de sorpresas. Eso me lleva a pensar que no estaría de más instalar en cada uno de sus coches un dispositivo GPS hábilmente camuflado y sobre todo en su helicóptero. ¿Para qué querrá el tipo un helicóptero? No creo que sea para ir de cante y baile por los tablaos y las bodeguillas de toda Andalucía, o al menos no tan sólo para ello…. En cuanto a mañana, no quiero tomar riesgos innecesarios. La grabación de la entrevista parece asegurada. Dais las órdenes oportunas para que lo sigan de lejos y al menor indicio de que sospecha algo, abandonáis la operación. En cambio, si todo va bien, que se proceda al seguimiento de ese Alberto. Me gustaría saber quién es. Bueno, que alguien me traiga algo de comer. Voy a escuchar las grabaciones restantes. Debo reconoceros, tanto al uno como al otro, una cierta habilidad para mandar a vuestros hombres. No hay de qué maravillarse, ya te lo dije, pues un diablo bien se parece a los otros de su misma legión, pero éste lo hacía con la propia naturalidad con que se bebería un vaso de agua y no sin una puntita de frialdad. Él te llevaba años de ventaja, mas como no se tenga ese rasgo enseguida, no se logra jamás; lo que uno ha de ser, lo lleva en la sangre desde el primer día. En verdad, no se podía sacar nada en claro del lenguaje sibilino que empleaba Ruano en sus comunicaciones telefónicas y aquella mañana, por cierto, casi no hizo otra cosa más que darle a la hebra utilizando su maldita jerigonza del diablo y que me aspen si no pasaban diez buenos minutos, muy a menudo, sin que lograra entender palabra. Había desarrollado junto con sus colaboradores lo que puede llamarse un sistema semántico global, a fuerza de compartir con ellos ciertas, digamos, unidades culturales. Sin esa superficie común de significado y sin un conocimiento profundo del contexto, un tercero, verbigracia yo mismo y no digamos nada de mis exóticos colaboradores, bien podía quedarse in albis. Razón por la cual, me dije, tendré que ocuparme de revisar todas las conversaciones. Afortunadamente, ni siquiera sospechaba que también se le podía oír con el móvil en reposo, dormitando en el fondo de su bolsillo, así, de vez en cuando, se le podía oír platicar en un lenguaje menos poético y más referencial. Moussa llegó con un arroz al horno que no estaba nada mal. Lo he comprado justo en la panadería de enfrente, cada día venden un plato distinto de comida casera. Práctico ¿no? Lo utilizan nuestros empleados cuando no tienen tiempo para ir al restaurante. Me halagó que mis empleados fueran corrientemente a comer a un restaurante durante las pausas del mediodía. Recordé la primera vez que vi a Moussa, mientras estaba de servicio en la calle, interesándose por el aparcamiento público sin que nadie se lo hubiera pedido, y pasó alguien distribuyendo bocadillos. Se notaba que estaban organizados militarmente y que disponían de una intendencia, la cual seguía por lo visto en vigor, alcanzando a la entera red del organismo, sólo que, por aquel entonces, ya muy mejorada. Bastaba con financiarla regularmente. Ocúpate pues de que siempre haya dinero líquido en la caja y que alguien lleve la contabilidad. ¿Sabes si se han recogido grabaciones de los otros teléfonos intervenidos? Claro. Ahí están. Cada CD lleva una etiqueta con el nombre de la persona escuchada. Y en el locutorio se encuentran las mismas etiquetas junto a los auriculares para seguirlos en directo. Gracias, pero de momento hay bastante material con las conversaciones seleccionadas. En cuanto terminé de comer, la emprendí con el CD de Marisol Herrera. Una conversación con su hijo, que estudia en un colegio mayor de Madrid. Tres parloteos superficiales, acaso en exceso, con amigas, uno con la doncella que se ocupa de la casa en su ausencia, otro con su marido, aunque por el tono y el contenido más parecía un viejo asociado. En verdad, hay matrimonios hoy en día que más parecen sociedades limitadas. Serafín entró un par de veces con documentos que requerían su firma, la cual otorgó sin muchas contemplaciones, casi de oficio. Nada, la alcaldesa daba la impresión de aburrirse y yo, dicho sea de paso, también, con ella. Pasé al siguiente. Francisco Pineda Buiza, concejal de Cultura. Ruido de loza, de vidrio y de cubiertos. Murmullo confuso de fondo. Debía estar almorzando en algún bar. Aquí están las entradas para la ópera de esta noche. Tenéis el palco que reserva la municipalidad para las autoridades. Uno de los mejores. Muchas gracias, Paco. Para algo tiene que servir haber hecho la totalidad de los estudios secundarios con el concejal de Cultura. Es verdad, las chuletas de física y química que uno intercambia debajo de los bancos crean una complicidad que dura toda la vida. Nada más cierto. Además, te diré en mi descargo que mi mujer me comunicó a última hora la buena nueva de que sus padres vendrían a cenar y que después tal vez convendría llevarlos a la ópera. Lo que no se detuvo a considerar, antes de concertarlo con ellos, es que a los señores marqueses del Colloto no se les puede sentar de cualquier manera en el patio de butacas y que tal vez los palcos estuvieran ya ocupados. No te vayas a quejar, muchos quisieran tales quebraderos de cabeza por una mujer como la tuya, guapa y, por añadidura, de sangre azul. Amén de un considerable patrimonio como dote y como promesa. Alguien, antes de mí, se ha lamentado ya de que pudiera llover sobre el mar. No me quejo, debo reconocer que es raro que me dé preocupaciones de este tipo, o de cualquier otro, antes al contrario, se ocupa a la perfección de los asuntos domésticos, tanto en mi ausencia como en mi presencia, para aliviarme, si puede, y eso da una cierta tranquilidad de espíritu. Sin embargo, por eso que dices del patrimonio, es cierto que mis suegros nos pusieron casa con todo el servicio requerido, pero el tren de vida lo facilito yo, exclusivamente. Bueno, ven que ocupas una envidiable posición en tu empresa, que no es una firma desconocida en el ámbito internacional…. Cierto, pero una finca, entre la infinidad de fincas que poseen a lo largo y ancho de toda Andalucía, no me vendría mal para invitar de vez en cuando a mis amigos y colegas a una partida de caza… En cambio, si algún día tu cuñado se estampa con alguno de sus coches, lo cual no resulta descabellado, a juzgar por el modo en que suele conducir, e incluso diría que conducirse, entonces puede que acabes siendo tú el flamante marqués de Colloto. No casaría bien el título con mi actual empleo. Por supuesto que no, ¡qué cosas tienes!, te verías en la obligación de presentar la dimisión, el decoro es el decoro y más en este país, pero no para ir a inscribirte en el paro, sino para llevar el mismo tipo de vida que tu suegro, ahí es nada. Me aburriría, el que llevo en la actualidad me conviene perfectamente. Desde luego que cada vez que se produce una unión entre la burguesía y la aristocracia se efectúa un matrimonio morganático, un auténtico aborto; deberían prohibir ese tipo de enlaces. No profieras disparates, ¿habrá alguien más inútil que mi cuñado, o incluso que mi suegro? Dime, si eres capaz, ¿qué utilidad social puede haber en ellos? La misma que en las obras de arte, ellos son las obras vivas del ars vivendi. Joder, ¿y qué justifica la existencia de ese tipo de arte, si nadie puede imitarlo, o solamente unos pocos? ¿También para ti el arte es imitación de la naturaleza? Veo que sigues siendo el mismo vendedor de tapices de siempre. Dejé los auriculares sobre la mesa y salí a la sala común. Al primero que me vino a mano le pedí que viera si quedaban entradas libres para la ópera de esa noche y en caso afirmativo que reservara dos, teniendo buen cuidado de que no fueran contiguas. A los pocos minutos llamó el empleado en cuestión a la puerta. Ya está hecho. Pues ahora pasa inmediatamente a recogerlas. Te espero. Tomé el móvil. ¿Mefiboshet? Dile a Nicolai que se vista de punta en blanco. Esta noche vamos a la ópera. Seguí escuchando las grabaciones hasta que regresó el empleado con las entradas. De camino a la atalaya, me detuve para equiparme en la tienda de más lujo de la ciudad, exclusivamente para caballeros. Me propuse elegir el traje más fresco que me ofrecieran, a condición de que tuviera que pagar por él una fortuna. ¿A quién se le ocurre representar una ópera en pleno verano? Decidí, igualmente, que en adelante me interesaría más por las distintas especies de linos y sedas y en general de todos los tejidos que convienen a todas las épocas. Hasta el vestir es una ciencia que posee sus taxonomías. Sin descuidar una información rigurosa sobre los diferentes cueros para zapatos. Encontré a Nicolai ensayando, como de costumbre. El arte por el arte, en su caso, no cabe duda, al menos de momento. Hice un signo a Mefiboshet para que lo llamara y me instalé en la terraza. Allí corría una sospecha de brisa marina y comenzaba a estarse bien. El interpelado acudió, silencioso, a sentarse ante mí, sin siquiera saludar. Mefiboshet le seguía, pero permaneció en pie, aguardando por ver si se me ofrecía algo. Le pedí dos zumos de naranja con mucho hielo. Nicolai me contempló con una ironía distante y un tanto elevada con relación a mi posición. Mirada que interpreté de esta manera, mándame al carajo si quieres, me importa un bledo, pero yo no soy tu esclavo, tenlo presente, sino un ser ostensiblemente superior a ti, un artista. Uno de esos adeptos del ars vivendi, posiblemente. Así que cuidado con lo que vas a pedir. Una vez pasa, por las circunstancias que ya conoces, pero ahora mi situación es otra. Esa mirada, se la sostuve con otra que podía traducirse más o menos del modo que sigue, si tu situación es otra, ello es gracias a mí, así que ándate con cuidado. Luego me detuve un punto en las mismísimas bolitas de las pupilas para que él lo entendiera así, ¡ojo al Cristo, que es de plata! Y con ello di por definida la situación en sus aspectos esenciales. De ahora en adelante, serás un príncipe ruso. Nadie se lo va a creer, por supuesto, ni siquiera sé si existen todavía los príncipes rusos, pero a ti que no te saquen de ahí. Un príncipe ruso del lugar que se te ocurra de la vasta y santa Rusia. Cogerás un deportivo, el Porche, procurarás no aparcarlo lejos del teatro y entrarás en la sala un minuto antes de que dé comienzo la representación. Yo me encontraré ya allí, pero no trates de buscarme con la mirada. En el entreacto, te estaré aguardando en el bar. Te acercarás un segundo para recibir la consigna. Mefiboshet nos puso delante de cada uno sendos vasos de zumo de naranja. Hoy cenaremos pronto, Juan. Tomé el mío de un solo trago, sin dejar de observar las reacciones principescas de mi ilustre colaborador y ya sin decir esta boca es mía. Luego me retiré al despacho para leer hasta la hora de cenar. Todo el equipo directivo se hallaba presente para la colación. Mientras ponía rumbo hacia la mesa transportando una fuente humeante, Mefiboshet anunció con un énfasis no exento de orgullo que ese día el plato principal sería lengua de buey con salsa picante. Cuando lo probé, conocí cuán acertada había sido mi decisión al haberle elegido para la tarea que desempeñaba. Para todas las que desempeñaba, por cierto. Distribuyó el contenido entre los diferentes comensales y se sentó en silencio. Durante un par de minutos, cada cual parecía estar haciéndose su propia opinión respecto al guiso. Milos fue el primero en hablar. ¿Tienes algún plan? Por el momento mi plan consiste en hacer las averiguaciones que sean menester para tratar de calibrar el volumen de los negocios que maneja el personaje, las redes que ha establecido y con quiénes, cómo se las arregla para blanquear el capital así obtenido y aventurar una estimación de su patrimonio. Sólo así podremos ajustar convenientemente el precio de nuestro silencio. El cual será elevado, imagino, dado el tren de vida que lleva nuestro amigo Ruano. Aún así, presumo que ninguno de vosotros alcanza a soñar siquiera la cifra a que mi intuición me está conduciendo. Tengo la impresión de que nos hallamos ante un verdadero padrino. Y otra de mis sospechas es que, en diez años de presencia en el Ayuntamiento, ha arrastrado tras de sí a un número considerable de gente que intervendrá también en el prorrateo, pues les sería fatal que los trapos sucios de Ruano vinieran a ser expuestos en la plaza pública, ya que muchos pueden llevar una señal bordada. Habrá que tener entonces una animada conversación con cada uno de ellos…. No, basta con hacer jaque al rey. El refinamiento en la eficacia se halla en la parquedad de los movimientos. Ruano se encargará de ejercer la suficiente presión sobre sus asociados. Por el momento nos hallamos en una fase de acoso, que debe ser al propio tiempo una oportunidad para conocer bien a la presa, la munición la pondremos en función de la talla de la misma. Juan, tienes un auténtico talento culinario. Especialmente para todo lo que sea guiso o comida casera. Harías un excelente cillerero y cocinero de monasterio. Tras el café, me retiré al despacho con objeto de vestirme con mis recién adquiridas galas. Mi aparición los dejó suspensos a todos. Milos me miró con un brillo ristolero en sus ojos de hurón. ¿Una cita galante para esta noche tan cargada de estrellas? Nada de eso, Nicolai y yo vamos a la ópera. Sólo entonces Nicolai se levantó de la mesa, no sin cierta sorna, y fue a cambiarse. Me abstuve de aguardar a que saliera, encaminé solo mis pasos hacia el teatro dando un saludable paseo. Atravesé, con la mayor lentitud de que fui capaz, el parque central, donde flotaba un denso aroma de jazmín y galán de noche. Antes de salir de él, tomé asiento un instante en un banco de madera para limpiar con un pañuelo los zapatos, empañados por una ligera capa de polvo. El hijo que saca porte señor de padre labriego, si presta un poco de atención, cumple en todos los salones. Alcé los ojos. El cielo entrelazaba ya sus vetas de azul y sus vetas de ocre. La tarde estaba demasiado madura como para no dejarse impregnar de su sazonada y bella serenidad. Desde allí se veía el edificio iluminado del teatro, una construcción reciente que imitaba el estilo neoclásico, algo habitual en estas ciudades mediterráneas de nuevo cuño que han fundamentado su prosperidad en un turismo selecto, datando de un tiempo todavía no muy alejado en que esta urbe tuvo que dotarse de la ornamentación, el lujo y las infraestructuras requeridas para acoger, durante los tres meses del verano, a la flor y nata de los veraneantes, a las más vastas fortunas del ámbito europeo, a las estrellas más brillantes del cine, las finanzas y la política internacional. Hoy, tras los años de la pantomima vulgar que caracterizó la administración megalómana de Huertas, apenas queda nada de todo aquel paraíso de la riqueza y la belleza. Sí, de ese ars vivendi que sólo sirve para ser imitado por unos pocos y proporcionar recetas para los sueños de la mayoría; pero que, al propio tiempo, convertía el terreno urbanizable de este municipio en uno de los más caros de todo el país y parte del extranjero, hinchando con ello, de manera más que conveniente, las arcas del Ayuntamiento. En la actualidad, los residentes más conspicuos pertenecen a un rango cuyo refinamiento, no su opulencia ni su numerario, es cierto, declina unos cuantos grados respecto al anterior y sus nombres hay que buscarlos en el listado de los más célebres traficantes de armas y de los padrinos de las mafias rusa e italiana de la droga, a menudo enfrentadas a tiros por una fracción del abominable pastel de su comercio. Mezclados entre ellos, todavía se deslizan algunas de las figuras más opacas de la política internacional. Eché el pañuelo en la papelera y, mientras aguardaba la luz verde del semáforo, contemplé el enorme cartel de tela que se desplegaba en el frontispicio. “L´elisir d´amore” de Gaetano Donizetti. Sin que pudiera hablarse de tumulto, había una cierta animación en la acera de enfrente. Brillantes y suntuosos coches se detenían un instante, el chófer abría, diestra y prontamente, las portezuelas de los autos para que enseguida se produjera una eclosión de largas y exquisitas telas envolviendo delicadas formas femeninas, junto al poliedro negro, cuadrangular, del esmoquin. En las escaleras y en el atrio se conversaba en todos los idiomas. Entré en una sala de oro, refulgiendo con mil fuegos como un relicario de catedral flanqueado de cirios. Al fondo, un telón de paño negro, con estrellas, iluminado ya por dos focos cruzados. En el cielo de mediodía, un lustro gigantesco, artificial astro para un mundo barroco, consagrado al arte y a la invocación del gusto por la estética. Avancé, tratando de orientarme, sobre un suelo escarlata que absorbía la excrecencia ruidosa de mis pasos. Con el refinado murmullo de un discreteo, la asistencia comenzaba a instalarse. Encontré mi luneta en el primer tercio del patio de butacas. El empleado tuvo buen sentido al efectuar la reserva. Poseía un ángulo de visión satisfactorio, tanto hacia los primeros palcos de la derecha como de la izquierda. Consulté mi reloj. Faltaban diez minutos para que diera comienzo la representación. Contra todo pronóstico, pues nunca pensé que el verano fuera una estación propicia para la ópera y menos aún durante esa sofocante canícula que nos había tocado vivir, la sala se estaba llenando a buen ritmo. También se observaba movimiento en los estratos superiores. El primer palco de la derecha fue ocupado por dos matrimonios de cuadragenarios. En cuestión de pocos instantes, se fueron poblando todos los demás, excepto el primero de la izquierda. En ninguno de ellos me pareció encontrar lo que esperaba. Ya empezaba a volverme discretamente hacia atrás cuando vislumbré un movimiento en el palco vacío. Enrisqué los ojos justo a tiempo para ver cómo, tras la cortinilla que acababa de descorrerse, entraba una dama de una gran distinción, desprendiendo algún que otro fogonazo diamantino, tras ella un caballero provecto, aunque muy erguido. Seguidamente hizo su aparición una joven de una belleza punzante. Llevaba un vestido escotado que dejaba a la vista unos hombros de una desusada esbeltez, morenos y bien torneados; el cuello enhiesto, grácil; los trazos del rostro firmes, marcados. Traía, como a una fiesta, unos ojos inmensos que modificaron enseguida el tinte y el grado de iluminación de la atmósfera. Finalmente entró un hombre en la edad lozana, bien bastido, con un cutis atezado muy probablemente por la práctica asidua de variados deportes al aire libre. Observé sin sorpresa que muchas miradas confluían en ese punto. Nadie permanecía ya en pie. Un minuto más y se descorrería el telón. Eché un rápido vistazo hacia los impasibles cortinajes que cubrían la entrada. Como no se presente el insolente ese, me amargué, lo pongo de patitas en la calle. Pero con los mismísimos harapos que traía cuando lo encontré. Se va a enterar de lo que vale un peine. Vaya que se si se va a enterar. En eso entró, felizmente. Bajo la luz de las candilejas, su cabellera aparecía más dorada que nunca. A medida que avanzaba por el pasillo central, las cabezas se iban volviendo hacia él. Pero ese desconocido sólo miraba al frente, ni siquiera daba la impresión de buscar el número de su butaca. Llegó hasta unas cuantas filas más allá de la mía; luego, sin dudarlo, se internó hacia la izquierda para tomar asiento en la tercera luneta. Su vasta espalda sobresalía un palmo sobre las otras espaldas. Impertérrito, dirigió su mirada añil hacia el telón que se abría en ese preciso instante y no la apartó hasta el final del acto. Alcé los ojos hacia el primer palco de la izquierda. La joven estaba ya de perfil. Pero de repente acordó una leve inclinación a su rostro y una ojeada, capaz de fulminar un caballo en pleno galope, refulgió como una centella al caer sobre el desprevenido Nicolai. En el entreacto, como acordado, me dirigí al bar. El serenísimo príncipe me siguió y se colocó un instante a mi lado. El objetivo se encuentra en el primer palco de la izquierda. Ya se iba de nuevo cuando me asaltó una duda. No vaya a ser que se produzca una embarazosa confusión. Nicolai. Se volvió y apoyó ambas manos en la barra, a mi lado. Ya me dirás si no es ésta una mujer de rompe y rasga. Sin mover un músculo de la cara, se fue. Le dejé ir, sintiéndome más aliviado al deshacerme de ese escrúpulo, y con las mismas regresé a casa. Eran las ocho de la mañana en punto cuando entraba en la oficina inmobiliaria. En la trastienda se hallaban Milos y Moussa, en el locutorio Bugs Bunny y otros dos hombres. ¿Se ha levantado ya Ruano? Sí, no tardará en salir de casa. Todo el dispositivo está a punto. Perfecto. Había una cafetera expreso en un rincón y Moussa me propuso un café. Acepté, porque de lo que se trataba era de esperar y quien espera desespera menos si tiene las manos ocupadas en algo. Por eso muchos fuman, creo, porque en general todos nos pasamos la vida esperando algo, o más bien muchas cosas que están siempre en relación con lo mismo. Cierto, el hombre es siempre un ser patético, sean o no fundadas sus aspiraciones; aunque viviera en un paraíso, no habría nada que hacer en ese sentido, seguiría siendo una entidad trágica. Las únicas aspiraciones realmente fundadas son las que se refieren a la muerte, tan sólo en esa materia dejan de ser ridículos y vanos los deseos. ¿Quién podría aspirar a la muerte? Si es una gracia gratis data… En cierta ocasión un periodista le preguntó a un escritor, ya viejo y ciego, ¿espera usted algo todavía de la vida? Ahora ya lo único que espero es morirme. Y ese deseo no resultaba en absoluto ridículo ni vano justamente porque su cumplimiento era ineluctable. Pero él estaba viejo y ciego, como dices. Hay muchas maneras de estar viejo y ciego, a cualquier edad. Lo que ocurre es que muy pocos son conscientes de ello. Y en caso de serlo ¿puede uno desear verdaderamente la muerte? Cuando un ciego ha perdido la esperanza de ver la luz, o la ilusión por ver, encuentra que ese deseo es ciertamente legítimo; sin embargo, por un quítame allá esas pajas, claro, no se puede administrar la muerte, ni a sí mismo, ni a los demás. La muerte es el recurso último, para cuando lo esencial está en juego y hay veces en que lo está. Yo la he administrado infinidad de ocasiones y de las más variadas maneras, si bien no sería capaz de volver un arma contra mí, acaso porque tengo un cometido, y si no lo hago yo mismo ¿quién podría hacerlo? Porque escrito está “¿puedes tú abatir a Leviatán con un anzuelo, o con una cuerda mantener baja su lengua? ¿Puedes tú poner un junco en sus narices, o con una espina puedes tú perforar su quijada?” Yo no soy el censor de nadie, tan sólo un átomo de pensamiento a la deriva que espera, sin embargo, caer en el sitio adecuado y todavía no merezco las alabanzas de aquél que todo lo puede. ¿Acaso crees que algún día llegarás a ser digno de que pose un instante su mirada sobre ti? ¿Y tú, deseas todavía que siga con mi historia? Habla, de todos modos. Leviatán es de este mundo. Cuando Ruano salió de su casa, mis hombres lo siguieron hasta el barrio de Miramar. Allí se detuvo su coche ante la verja de una mansión, rodeada por una considerable superficie de terreno arbolado. Las puertas se abrieron automáticamente para dejarle paso. Poco tiempo después, llegó otro coche y el enrejado se separó de nuevo. Al recibir esa información, todos los presentes nos pusimos los auriculares. En cuanto se oyó el leve chasquido de un picaporte, Bugs Bunny puso la grabadora en funcionamiento. Pasa, Alberto, ¿qué tal? Muy bien ¿y tú? De maravilla, ¿cómo salió todo? Pues muy bien, como previsto. Si no hacía falta venir aquí, bastaba con que nos hubiéramos visto en cualquier cafetería y te habría dicho sí o no. Pero tú ya sabías que iba a ser que sí. La propuesta era de todo punto razonable. Lo sé, lo sé, pero ya me conoces, tengo el gusto por el detalle y prefiero hablar en un recinto protegido, aquí sé que no hay micrófonos, ni ningún dispositivo de escucha. Y si lo que quieres es un café, pues nada, bajamos a la cocina y te preparo uno. No, no te molestes. Pero si no es ninguna molestia, a mí también me apetece. Venga, a la cocina y no se hable más. A la cocina se ha dicho, pues. ¿Cuál es el monto exacto de la comisión? Les dije, en el momento oportuno, que había recibido órdenes tuyas de no bajar de quinientos mil. Ellos replicaron entonces que cuatrocientos ochenta y ocho mil era su última palabra. Acepté enseguida, aunque simulando consternación y un montón de dudas. Correcto. Me dio la impresión, sin embargo, de que el problema no estaba en el dinero. Negociaron porque cualquier trujamán que se precie debe negociar. Entonces, en tu opinión, ¿dónde estaba el problema? Pues parece que había uno…. Torquemada se mostró escéptico y reservado durante toda la reunión, aunque ya te digo, acordaba en todo. Me refiero a su actitud, la cual ya sabes que en él resulta más decisiva que sus propias palabras. Y al final hizo una alusión vaga al guiñol que no paran de montar los mequetrefes del Ayuntamiento. Y es verdad, Juanjo, son unos payasos del copón. Podrías hacer valer tu peso para que dejaran de hacer el gilipolla durante algún tiempo, aunque sólo fuera durante unas semanas, ahora. Hoy en día no hay un solo Ayuntamiento en todo el territorio nacional que no se haya convertido en un gallinero. Tal vez, pero en éste se cacarea demasiado y parece que sea yo quien te abra los ojos, cuando sabes que no es así. Tú no puedes ignorar el berenjenal en el que nos pueden meter en cualquier momento si continúan con su maldita zambra, esos diablos. Es verdad, aunque tampoco hay que sacar las cosas de madre. Les pegaré un toque. Pero Juanjo, joder, un toque…. ¡pero si España entera tiene los ojos puestos en ese dichoso Consistorio! Te lo digo yo, los empresarios comienzan a mostrarse recelosos. Por el momento toman precauciones, si bien siguen invirtiendo. Sin embargo, llegará el día en que ni por ésas. Nuestro término municipal se convertirá en anatema. Eso por lo que se refiere a ellos, ahora piensa un poco en mí. El riesgo que tomo es enorme, dadas las circunstancias. Se te paga bien por ello, es tu trabajo. Seguro que habrás sacado una buena tajada en esta operación. ¿Y de qué me va a servir si me veo entre rejas? Son los gajes del oficio, pagaremos un buen abogado entre todos. Considera que nuestros negocios están muy imbricados, probablemente ese abogado nos tendría que defender a los dos. Tomo infinitas precauciones, pero en el fondo sé que tienes razón. Algo habrá que hacer para detener ese espectáculo lamentable. Ya lo intenté en una ocasión y no dio resultado, para la segunda tal vez no haya más remedio que cambiar el procedimiento. El que la lleva, la entiende, Juanjo; de lo que no hay duda es de la urgencia en acabar con ello. Lo pensaré, Alberto; te prometo que reflexionaré a propósito de este asunto. El café era, desde luego, excelente, algo fuerte, es verdad, pero suntuoso. No sé cómo puedes tomártelo sin azúcar. Considero que un poco de ascetismo es necesario para exorcizar males mayores. Para mí, si el café ha de dejar de ser un placer, no vale la pena. En fin, te dejo, Juanjo. Tengo que hacer todavía unas gestiones. Vale, este trato también habrá que celebrarlo de alguna manera, pensaré igualmente en ello. Excelente idea, llámame cuando lo tengas más claro. Te acompaño. No te preocupes, conozco el camino. Deposité los auriculares sobre la mesa. ¡Menudo chalán! Por lo pronto se va a meter casi trescientos mil euros en el bolsillo y de los doscientos mil que restan, seguro que se lleva la parte del león. Vale, ya sabemos cómo ese santo opera sus milagros. Cuando uno ha vivido desde siempre en esta ciudad y recuerda cuál era su aspecto hace quince años, no le es muy difícil estimar el dinero que ha podido reportar a algunos el Potosí del urbanismo. En un principio, se les otorgó a los Ayuntamientos la facultad de recalificar el terreno para financiar sus gastos de una manera autónoma, pero ello fue como echar un buen pedazo de carne fresca y sanguinolenta en medio de una manada de lobos. El resultado es éste que tenemos ahora, únicamente desde la atalaya puede contemplarse un retazo azul de mediterráneo. Y ahora, por lo visto, le toca el turno a la loma de las torcaces. Da igual vivir en un sitio que en otro, toda la infancia de uno está enterrada ya bajo una corteza de cemento, cortada por vallas y autopistas. En fin, el caso es que aquí, desde la sociedad municipal denominada Planeamiento Urbanístico, un hombre solo ha dirigido todo ese fenomenal pillaje y ha sabido sacar, de eso no cabe la menor duda, la mayor tajada. De la cual, lo que se ve, las casas, los coches, el helicóptero, etc.….son sólo la punta del iceberg. Todo ese dinero que obtiene por ese procedimiento es negro y lo blanquea en empresas, que a su vez producen más beneficios. A ver, si no, para qué sirve la famosa cartera con los diez móviles. Quiero que se controle cada uno de sus movimientos, para ello hay que instalar un sistema GPS en todos sus coches, incluso en el helicóptero. Sobre todo en el helicóptero, pero habrá que tener en cuenta que es un aparato al que se le hacen muchas revisiones, debéis pensar en un buen escondite. Felipe os proporcionará el material y los consejos. Por otra parte, nos será de una gran ayuda acceder a los ordenadores del Ayuntamiento. Estamos estudiando un plan. El edificio tiene un punto vulnerable. Ouissene y yo, disfrazados de empleados de la compañía telefónica, subimos con nuestras escaleras y nuestras cajas de herramientas a lo alto de la finca contigua y hemos instalado el punto de apoyo necesario para tender un cable hasta una pequeña terraza que se encuentra en medio de un mar rizado de tejas, donde hay una puerta que conduce ciertamente al interior. Durante las horas de apertura, con disimulo, habrá que estudiar el sistema de alarmas. De acuerdo, perfeccionad el plan y cuando esté listo, me avisáis. Hoy iré a comer a la atalaya, a ver qué nos ha preparado de bueno Mefiboshet. Sentí un gran alivio al respirar la luz de la calle; noté que, de repente, me encontraba liberado de toda la tensión que había oprimido mi pecho durante los días precedentes. Compré un periódico y me lo leí entero sentado, al fin, en un banco de la plaza de las palomas, bajo la sombra de una acacia. Allí dejé transcurrir indolentemente lo que restaba de la mañana. Mefiboshet había preparado gallo al vino y todos nos sentamos a la mesa con un excelente humor, especialmente Ouissene que pareció por fin decidido a hacer grandes cumplidos al talento culinario de nuestro improvisado cocinero. Vuk llegó justo a tiempo. Se llama Alberto Collado Sancho, tras él nos hemos pasado la mañana de bar en bar, pero no toma sino café y una sola cerveza a la hora del aperitivo, ha hablado con un río de gente. Y luego se ha ido a su casa. Vive en la calle Gustavo Adolfo Bécquer, número 19. Un poeta, sin duda, nuestro amigo Collado Sancho. ¿Y tú, Nicolai, qué averiguaste? Se llama Verónica de la Mata Arzón, según reza la placa del timbre, esposa de Luís de la Encina Sobrado. La pareja vive en un castillo, situado en la Avenida General Sanjurjo, número cuarenta y uno. V El asalto al Ayuntamiento duró un par de horas aproximadamente, las que ocupan el cuesco de la noche. Quise presenciar la operación y Milos me permitió que lo acompañara durante el transcurso de la misma. Cuando sonó levemente su móvil, apenas tuvimos tiempo para alzar los ojos al cielo y entrever cuatro arañas negras cruzando la calle por todo lo alto. Nos dirigimos hacia la parte delantera de la Casa Consistorial y nos instalamos en un coche aparcado en una posición estratégica, desde la cual se divisaba el cuerpo de guardia. Una ciudad como la nuestra nunca se aletarga completamente y menos en verano, pero los movimientos que producen dejan entre ellos intervalos prolongados de quietud. Basta con adaptarse a ese ritmo, decía Milos, con controlarlo y aprovechar los huecos. Imaginando lo que podía estar ocurriendo en el interior de ese edificio oficial, tras la fachada profusamente iluminada, el tiempo pasó rápido hasta que volvió a sonar el móvil. A su vez, Milos, lanzó una llamada perdida. Dos hombres pasaron junto a nuestro vehículo, caminando tranquilamente. Luego se separaron y fueron a colocarse en ambos extremos de la plaza. La puerta cristalera que daba acceso al amplio balcón se abrió y un instante después pareció cerrarse sola. Milos apretó una tecla y una silueta, negra como un tizón, saltaba la baranda, se descolgaba, se agarraba a una monumental reja, bajaba, daba un salto y andando sin prisas se dirigía a un coche que le aguardaba no lejos de allí. Milos observaba a los dos hombres que vigilaban las entradas de la plaza, si ambos estaban de cara, apretaba la tecla. Si uno de ellos nos daba la espalda, aguardaba a que pasara el inoportuno. Cuando el último asaltante puso el pie en el suelo, sin precipitación alguna, todos abandonamos el campo de operaciones. Mañana, algunos empleados encontrarán algunas anomalías, pero las atribuirán a descuidos o bien las callarán para no ser tachados de negligencia. Sabía que en la trastienda había un hombre en vela delante de cada ordenador, aguardando la llegada de toda esa información. Puse mi despertador a las nueve para poder estar allí a eso de las diez. La verdad es que no dormí mucho, a pesar de la fatiga; no por otra cosa, sino por el frenesí de la caza. La pieza volaba alerta hacia la rama del árbol, pero sin sospechar que yo iba siguiendo su sombra que se arrastraba por el suelo y alzaba ya el cañón de mi fusil, apuntando en dirección al lugar por donde no tardaría en aparecer. Afortunadamente para ti, no eres el justo por excelencia. De lo contrario, habrías caído antes entre nuestras garras. ¿Qué quieres decir con ello? Nada hay más atroz e implacable que la cólera del justo cuando encuentra una brecha en nuestras previsiones, nada más visible también. Él mismo reza a Dios de esta manera: “el cetro de la maldad no se quedará sobre el lote de los justos, para que los justos no avancen su mano hacia ninguna injusticia.” Sin embargo, conviene que el equilibrio en vigor alcance hasta el final de los tiempos. Por esa razón el mal ha sido dotado de una inteligencia superior que nos permite pronosticar. Así, el pecho ardiente del justo no es más que una manteca donde hincar una bala. Leviatán no es sólo la fuerza bruta, pero tú tampoco puedes vanagloriarte de la razón moral. Poco me entretuve, debo reconocerlo, en buscar y analizar escrúpulos morales; sin embargo, intuía vagamente que trataba de apoderarme de un dinero robado y que ese robo era, por así decirlo, irreversible. Cierto, pero aún así. Al entrar en la trastienda, percibí una densa expectación llenando el ámbito de la sala como si fuera la vieja atmósfera del tabaco que poblaba los bares de antaño. No había ni un solo asiento vacío. Cada servidor se hallaba absorto en la contemplación de su respectiva máquina que echaba humo. Milos alzó unos ojos inquietos hacia mí en cuanto me vio entrar en el despacho. Ruano está volando en su helicóptero. Supongo que no hemos tenido tiempo de instalar el dispositivo GPS. No, pero sabemos por la conversación mantenida con el piloto que se dirige hacia Madrid. Bien, ordena que tomen nota de cada referencia de lugar que se haga en las sucesivas conversaciones. Me dirigí hacia el ordenador del despacho y abrí Google Earth, Madrid, España. ¿Quieres un café? Vale, gracias. Milos se distendía, tomaba confianza y yo favorecía ese movimiento. Me puse a preparar un café expreso, bien cargado. ¿Y respecto al material que trajimos esta madrugada? Pues contiene una gran cantidad de información que hay que tratar y organizar. Trabajando a marchas forzadas, les llevará varios días confeccionar un informe completo. Sin embargo, según mis hombres, van apareciendo indicios claros de prevaricación y cohecho, así como de malversación de caudales públicos. ¿Azúcar? Sí, un terrón. El contenido de ese informe no me va a sorprender en absoluto, pero no carecerá de importancia presentarle a Ruano, en su debido momento, una relación bien trabada de sus tretas, para que calcule el efecto que pueden producir esos documentos en manos de la policía o de la prensa, o acaso de ambas. Por otra parte, resultaría conveniente averiguar cómo ha logrado blanquear ese capital y hasta qué punto ha salido airoso en su reproducción. Así como quiénes y cuántos son sus colaboradores en una y otra fase. Esto último nos ayudará a estimar la cantidad que nos reservaremos como pago de nuestro silencio. No quiero sospechar siquiera que baile en su pupila una bien disimulada sonrisa de picardía, que quiera decir ¿eso es todo? Pues sí que eres tú pardillo. Con que pardillo ¿eh? Sí que la llevas tú clara si piensas eso. Déjame que te ajuste bien las cuentas y verás. Pronto has adquirido un orgullo y una susceptibilidad profesional. Nunca he apreciado que me tomen por un papanatas. Quizá antes haya tenido alguna vez que mirar hacia otro lado mientras no podía ver bien, pero ahora tengo los medios y la fuerza para atar bien los machos e ir hasta el fondo de todas las cuestiones, por arduas que sean. Los asuntos domésticos y los públicos requieren tratamientos distintos; en lo que se refiere a estos últimos, uno no tiene más remedio que ir hasta el fondo de todas las cuestiones, de lo contrario está perdido. Existen casos, sin embargo, en los que uno gira en redondo para examinar bien lo que tiene alrededor y se da cuenta de que ambos aspectos se hallan indisociablemente unidos. ¿Es el tuyo? Mi vida doméstica se ha reducido a acontecimientos puramente subjetivos que quizá no resistan ante el ímpetu de la formidable corriente que me arrastra. ¿Te asusta? No, me intriga; el miedo nunca aplica un remedio consecuente. Cierto, lo primero que paraliza el miedo es la razón. Por eso quienes asumen grandes responsabilidades deben aprender a dominarlo y sólo los mejores lo consiguen, a condición de haberlo experimentado con intensidad. Si crees que no vas a tener el valor suficiente, más te vale quedarte quieto, muchacho, y no emprender nada que esté más allá de tus medios, porque aullarás de horror y no tendrás sosiego. Es la ley del péndulo. Cuando uno pretende alzarse como un titán durante el día, despierta al coloso que vive en la noche. Así, todo tiende hacia el conflicto, hacia el enfrentamiento de fuerzas con polaridad opuesta y de esa suerte de lucha, o bien se sale muerto o malparado. Sin embargo, habrías respondido con más juicio si hubieras dicho me inquieta, en lugar de me intriga, porque en ese momento ya sabías que una fuerza superior a la de tu voluntad te empujaba hacia la debacle, justo en el mejor momento de tu vida. ¡Lástima de desperdicio, con lo necesitadas que están las fábricas de probos empleados como tú! Considera cuán poco razonable es el hombre y cuán alto es el precio de la libertad, que tan sólo unos pocos conseguirán alcanzar, los que acierten a pasar entre las patas de Leviatán y luego sean capaces de decir puedo contar mis huesos. Hace falta encontrarse, como nos encontramos, en el umbral de la muerte, para reconocer que la vanidad es el más seductor de los fantasmas que vislumbra el hombre, quizá porque cree que cuando la haya henchido bien, todo lo demás le será dado por añadidura. El peso de la vanidad es igual al peso de la totalidad de los vicios, por eso para soportarlo se precisa la conjunción de todas las virtudes. Alejandro comenzó a comprenderlo cuando fue a ver a Diógenes y le dijo Diógenes ¿qué puedo hacer por ti? Quítate de mi sol. Si no fuera Alejandro, quisiera ser Diógenes. Ése empezaba a comprender algo. En el umbral de la muerte, sin embargo, uno siempre lamenta no haber sido Diógenes. En el umbral de la muerte es demasiado tarde y es bueno que sea así porque de todo tiene que haber en la viña del Señor. Pero no entiendo por qué hablas en plural cuando declaras que estamos en el umbral de la muerte. En el umbral de la parca estás tú y yo soy el genio que te apremia a elegir una especie de muerte. ¿Acaso Leviatán comparte los secretos del Padre para saber el día y la hora? Sé que Leviatán no será destruido mientras dure la obra del Padre, pues es él su piedra angular. “Él es el comienzo de las vías de Dios…las montañas producen para él su fruto”. Leviatán, no Natanael, camina al sol. Termina pues tu historia, si es verdad que el fin de los tiempos se aproxima y con él saldremos de dudas. Llegó Bugs Bunny para advertirnos que Ruano había subido a un taxi en el mismo helipuerto y como dirección había dado sencillamente la plaza Manuel Becerra. Vale, pues en cuanto baje, reloj en mano, que cronometren el paseo. Milos se puso unos auriculares sobre su cabello pajizo. Yo me fui a la ventana para contemplar la espalda blanca de los edificios vecinos reverberando al sol y hacia abajo una calle cualquiera, bastante tranquila por cierto, sumida en la sombra. Por un instante me lancinó esa quietud, el anonimato de un callejón sin salida por el que podría emerger a la claridad del día y dirigirme a una ocupación banal. En eso quizás tengas razón, Leviatán; me refiero a tu elogio de la áurea mediocridad. Pero esa sensación se desvaneció enseguida, pues necesitaba lanzarme hacia delante, construir en mi mente las escenas que íbamos a vivir todos dentro de unos días, prever cada detalle, adelantarme a cada imprevisto. Cuando digo construir en mi mente, me estoy refiriendo a la visualización de esas escenas, igual que en una proyección privada, como consecuencia de la elaboración abstracta del plan. Yo las cosas tengo que verlas para creerlas, aunque me basta con emplear los ojos de la imaginación. Tomé ciertas decisiones, confeccioné el decorado hasta en su más mínimo detalle y comencé a conversar ya con Ruano en el batán de mi cabeza. Mis hombres son soldados que combaten fuera de su tierra, han vagado de acá para allá durante mucho tiempo y en esas idas y venidas por valles y montañas, por desiertos y florestas ponzoñosas, a veces envueltas en nieblas letales, irrespirables, al frío y al calor, han perdido ciertos puntos de referencia, ya no saben muy bien si van hacia el norte o hacia el sur, han perdido la moral. Si se les dice mata, sus ojos de muñeca no parpadearán ni una sola vez. Han venido para regresar a sus casas y a sus pueblos con un botín y estamos en guerra. Siempre lo hemos estado, Ruano, tú lo sabes muy bien. La guerra es el estado natural para la gran mayoría de los hombres; no saben evolucionar, no han aprendido a transfigurarse, a avanzar sin provocar el dolor en sus semejantes e incluso en ellos mismos. Cierran los ojos y se ven como lobos rompiendo y rasgando con sus caninos afilados y babeantes y se sienten poseídos por un furor arrebatado e incontrolable. Quieren su botín para construirse en su pueblo, más allá de este mismo mar nuestro, una casa solariega, rodeada de naranjales inmensos que lleguen hasta las playas todavía vírgenes y limpias de la otra orilla, para acabar sus existencias como venerables patriarcas de su estirpe ¿Con qué derecho les vamos a quebrar ese sueño? ¿Acaso no es un sueño eminentemente humano y con el que se han levantado imperios? Mejor que lo obtengan de ese dinero sucio que supura de nuestras propias llagas y cuyo origen ya no hace mal a nadie puesto que el mal está ya hecho y cuya sustracción no será tan gravosa para las manos que tan fácilmente han sabido amasarlo y siguen amasándolo. Durante un tiempo considerable, te he estado pesando y te he estado midiendo. La cantidad que te voy a exigir es una cantidad razonable, su número es para ti un número de hombre. Considera detenidamente el precio que se le ha fijado a tu vida y mientras tanto háblame de cualquier cosa, pues no tengo ninguna prisa. Me volví y vi que Milos estaba literalmente reloj en mano. Aguardé. Diez minutos exactos. Dato que Bugs Bunny confirmó de inmediato. Fui ante la pantalla. Esto nos da una circunferencia de un diámetro considerable. Imagino que ha llegado a algún despacho ¿no? Y ha intercambiado un breve saludo con una secretaria antes de encerrarse detrás de una puerta. A ver, déjame los auriculares. Silencio absoluto. Traté de concentrarme más aún en la escucha y percibí el sonido del teclado de un ordenador. Presumo que no había ido hasta Madrid sólo para escribir en ese ordenador, o para acceder a la información que contenía. Por supuesto que no era ése el único propósito. Sin embargo, a esas alturas, no era un detalle deleznable constatar que poseía un despacho en la capital. La verdadera razón del viaje la descubrimos algo más tarde, cuando entró en una pieza distinta, probablemente algo más vasta pues contenía el murmullo de numerosas voces. Tras el estudio detallado de la grabación, identificamos, además de la suya, diez voces diferentes. Aquello era una suerte de consejo de sabios, en el que se trató del estado de salud de multitud de empresas, enlazadas entre sí por cordones umbilicales escondidos, a través de los cuales se operaban transfusiones de dinero en función de las necesidades del momento. Incluso se sentaron las bases para la creación de nuevos negocios. El detalle de menor interés no fue en absoluto descubrir que el moderador de dicho consejo y el que, para decirlo con palabras llanas pero ciertamente eficaces, cortaba el bacalao, no era otro que Ruano. Ya tenías pues montado tu caso con todas sus piezas bien ensambladas. Había llegado el momento de actuar. No tan deprisa. Antes quería conocer cada detalle de esas empresas receptoras del dinero sucio que obtenía Ruano en el Ayuntamiento. El informe que pretendía presentarle debía contener un texto tan bien trabado como la propia realidad. En suma, todo iba a estar atado y bien atado. Lanzaste pues tus tropas al asalto de esa ciudadela financiera como ya hiciste con el Ayuntamiento. En efecto, en esa reunión se leyeron documentos oficiales que contenían datos precisos, a pesar de que los principales se cubrían con el consabido etc.… empleado más por el fastidio de las repeticiones inútiles que por otra cosa. Mas tirando de los hilos seguros que iban apareciendo, conocimos el emplazamiento exacto en que tenía lugar ese conciliábulo antes incluso de que concluyera. Se trataba del gabinete jurídico Galíndez Lastarria. Ese detalle y otros muchos, de no haberlos averiguado en ese momento, nos los iban a servir en bandeja, de todos modos, durante el transcurso de la curiosísima entrevista que mantuvo Ruano unas horas más tarde. Terminado el cónclave, Nicolás Galíndez y Jorge Lastarria, socios y abogados de Ruano, fueron a comer con él a un restaurante de lujo donde se les trató como si fueran de casa. Los camareros se dirigían a ellos con una sabia mezcla de deferencia y familiaridad que no cuestionaba lo esencial de la relación entre servidor y servido, pero que distendía la atmósfera y creaba confianza en ambas partes, utilizando sus nombres de pila. No se oían más voces a su alrededor, lo que permite presumir que se hallaban en un compartimiento privado. Sólo los vinos que se consumieron allí costaban ya una fortuna. Las lenguas se desataron rápidamente y pronto quedó claro el cometido exacto del gabinete jurídico Galíndez-Lastarria, el cual no se limitaba a diseñar, estructurar y gestionar las sociedades tapadera de Ruano, así como asumir su defensa, sino que además había desarrollado una red de espionaje interior en la que se hallaban atrapados sin saberlo los ocho miembros restantes del consorcio. Ambos abogados se aplicaron con desenvoltura a la tarea de sacar los trapos sucios de aquéllos y para ello abundaron en comentarios procaces e incluso sicalípticos a veces, pero de momento ninguno de esos ocho sabios parecía querer arrimar el ascua a su sartén. Tanto mejor, concluyó Ruano. Tanto mejor…. Bueno, preparad el camino porque se acerca una nueva inyección de dinero. Tras ello, regresaron al gabinete, donde nuestro personaje se encerró en su despacho durante una hora más o menos. Luego bajó a la calle, tomó un taxi y dio como dirección una nueva plaza madrileña, Alonso Martínez. De nuevo se le escuchó andar entre el tráfico durante otros diez minutos aproximadamente. Llamó a un timbre, dio su nombre, le abrieron. Ascensor. Hola, Ramiro ¿qué tal va eso? Regular, estos calores me dan siempre jaqueca y los fríos reuma, así que no me quejo. Nada, la vejez no sufre un instante que se la olvide, como si quisiera decirte a cada paso: recuerda que en cualquier momento te doy el leñazo y acabamos. Déjate de filosofías a duro el kilo hombre, lo que tienes que hacer es venirte ya a la playa y consentir que todo esto cueza solo durante un tiempo. Sí, claro, como todos los veranos, así se hundieran los cimientos del mundo que yo iría por lo menos un par de semanas; mi familia al completo está allá. Únicamente me queda ultimar unas cuantas cosillas mañana y pasado me encuentro ya debajo de la sombrilla. Perfecto, he adquirido últimamente unos vinos y quiero que los pruebes… Con mucho gusto, pero si tú pones el néctar rojo, yo pondré la ambrosía… Quedamos así, pues. En fin, hoy el menú es el rancho habitual. Te he preparado unas cuantas grabaciones para que las escuches ahora mismo, si tienes tiempo. Dos de ellas son de Nicolás Galíndez con sendos directores de sucursales bancarias, una de Alfredo Kloss con Gonzalo Requejo, otras dos de Juan Lemos con las cuales se confirma que el asunto que lleváis entre manos va por buen camino y finalmente una selección de llamadas pinchadas en el Ayuntamiento para que veas hasta qué punto es un gallinero donde urge poner un poco de orden, porque si no lo haces te perderá. No eres el primero en decírmelo. En cambio aquí, en Madrid, mientras no pares de poner leña en el fuego, mientras los tengas a todos ocupados creando empresas, ampliando las ya existentes y sacando por todas partes dinero a sacos, a nadie le vendrá la idea de convertirse en cabeza de ratón, cuando se es cola de león. Si acaso, recomendarles o más bien recordarles a Nicolás y a Jorge que nada importante debe pasar por los hilos del teléfono. Tienen las puertas abiertas en todos los bancos, entran en cualquiera de ellos como en un molino, pues que lo lleven todo atado y bien atado cuando se desplacen personalmente y si hay un olvido, que vuelvan. Por el momento todo está tranquilo, como en una balsa de aceite. De los diez oídos que tengo, nueve están orientados hacia el interior. Me refiero al interior de las fuerzas de seguridad. Y por el momento no he detectado ninguna señal alarmante. Pero si continúan montando el cirio allá abajo, no tardará en descubrirse el pastel y aún no estamos preparados para borrar todas las huellas, todavía hay que descalificar y revender buena parte de los terrenos comprados por Yard, en la que figuramos como accionistas principales, junto con Kloss y Requejo Toro. En cuanto a mí, me preocupa terminar en la cárcel mi carrera de comisario ejemplar, de presidente de una renombrada compañía a nivel nacional. Algunos iniciados me consideran incluso como el héroe de las tinieblas durante aquel veintitrés de febrero en que estuvo sobre el tapete la supervivencia de la democracia española. La de veces que he contado esa batallita a mi círculo íntimo de familiares y amigos, de cómo los llevamos de cabeza trastocándoles las comunicaciones y confundiendo los télex. Yo fui quien informó a mi jefe de aquella época que Armada estaba en el ajo. Todo eso para que ahora me vean esposado por mis antiguos colegas y conducido camino de Alcalá Meco o de cualquier otra prisión española. Es cierto que esa medalla no fue únicamente honorífica, pues mi ascensión fue fulgurante y mi nombre apareció en el escándalo de los sobresueldos procedentes de los fondos reservados. Pero eso no llega a desdorar el hecho de que ese día, entre el Rey y yo, salvamos la Constitución. No pases cuidado, Ramiro, tú mantén como hasta ahora el oído bien aguzado, que ya me encargo yo de acelerar el proceso en buena y debida forma, así como de darles un buen toque a los politicastros de allá abajo. Sacudiremos un poco esa jaula de grillos, a ver qué pasa…. Seguidamente, cuando las minas del Potosí se hayan agotado, cortaremos todas las amarras y navegaremos con viento fresco hacia otros mares, con una inmensa flota de navíos. Así sea. Lo será, Ramiro, lo será. Al menos yo lo espero, por lo menos mientras viva. Después de mí, el diluvio, pero sin que yo lo vea. En fin, ahí tienes el CD completo y las grabaciones seleccionadas listas para su audición. Gracias Ramiro, y sonríe, que estamos haciendo un excelente trabajo. Cierto, un verdadero trabajo de ingeniería financiera. Lástima que apoyada en fundamentos ilegales, pero cada cual hace como puede, Ramiro, con los medios que tiene a su disposición y tanto tú como yo hemos debido empezar de cero. Que Dios nos pille confesados. Ruano permaneció solo durante una veintena de minutos en aquella habitación. No se oía absolutamente nada excepto, de cuando en cuando, el correr de un bolígrafo sobre una hoja de papel. Se hallaba, sin duda, como yo mismo, con los auriculares puestos. Luego se despidió de Ramiro, que se encontraba en una habitación contigua y bajó a la calle. Tomó un taxi, desde el cual llamó al piloto para prevenirle de su inmediata llegada. Di por finalizada la escucha. Vuk me estaba aguardando con un informe en la mano. Hemos hecho averiguaciones a propósito de Alberto Collado Sancho, el hombre que se entrevistó con Ruano en su casa del barrio de Miramar. Parece ser que se trata de uno de sus principales testaferros, recibe el dinero que pagan las inmobiliarias a cambio de la obtención de promociones y lo ingresa en la caja B de Ruano. Todo indica que está tramitando una licencia para la inmobiliaria Lemos de ciento veinticuatro viviendas, locales comerciales, aparcamientos y trasteros. El proyecto es adquirir parcelas para venderlas, en un plazo muy breve, a la inmobiliaria Lemos, que luego se hará con la propiedad final de todas las parcelas de esa unidad de planteamiento, con lo que se constituirá en beneficiaria última de los aprovechamientos urbanísticos adquiridos por Collado. El hombre con quien trata todo esto en nombre de Ruano se llama Juan Lemos Torquemada, propietario de dicha inmobiliaria. Perfecto, procurad hacerme una lista de todas las inmobiliarias y constructoras que hacen tratos con Ruano, así como de todos aquellos susceptibles de ejercer como testaferros del mismo. Vale, seguiremos en esa dirección. Me sentía cansado, demolido. No había comido a mediodía y mis nervios llevaban un tiempo considerable en permanente tensión. Probablemente a causa de la fatiga, volvió a desplomarse sobre mí el deseo vehemente de abandonarlo todo, ¿pero cómo podía yo verme metido en semejante pandemónium?, de irme a un lugar muy alejado, donde olvidar mi vida presente y la anterior, olvidarme del mundo, darle la espalda, apurar el tiempo en soledad; el cual deseo debía tener su origen, en efecto, en una debilidad nerviosa. Tenía los medios para hacerlo. Te faltaba, en cambio, la filosofía, te faltaba la sabiduría y la fuerza. Pobres criaturas humanas, como barquitos de papel en medio siempre de una tempestad. Y desfallecía de hambre, por añadidura, así que decidí ir a cenar a la atalaya. Sin embargo, aún era pronto. Pensé que un paseo por la playa, recogiendo el plácido sol poniente, me haría el mayor bien. Encaminé pues mis pasos en esa dirección. Cuando ya se veía el mar, percibí la esquina de la avenida General Sanjurjo. Sin pensarlo dos veces, enfilé por esa vía. Daría un pequeño rodeo, sólo por curiosidad. La calle entera debió ser construida a principios del siglo pasado, para erigir las mansiones de los primeros veraneantes acaudalados que llegaron antes de que el turismo se convirtiera en una industria orientada hacia las masas. Por esa misma época debieron plantarse los hoy inmensos plátanos de sombra, constituyendo dos filas paralelas, recorriendo ambas aceras. A mi derecha se alzaban edificios compactos, cuyas plantas bajas se hallaban ocupadas, en su mayoría, por restaurantes y cafés. A mi izquierda, se sucedían casonas y palacetes con sus respectivos jardines, delimitados por verjas de hierro forjado dobladas de setos espesos. A medida que avanzaba, me iba fijando en los números que aparecían sobre los pilares que sostenían las pesadas puertas de hierro. Llegando al cuarenta y dos, me encontré ante una casa solariega, con un vasto y umbrío jardín. Justo enfrente, al otro lado de la ancha calle, divisé la terraza de un café. Tomé asiento en una silla de aluminio y pedí una cerveza. El alto ramaje de los plátanos de sombra confería al paraje un ámbito de catedral. Las escasas conversaciones de las mesas vecinas sonaban como un murmullo cansino que no restaba majestad a la tarde. Mi vista se dejaba seducir por las distancias largas, se detenía en la contemplación del mirlo que se hallaba al otro extremo de la bóveda vegetal, luego pasó a las letras rojas sobre fondo blanco que anunciaban una panadería más allá de la primera esquina. El oído también buscaba ecos lejanos y encontraba materia en el zureo de algunas palomas invisibles, en las bullas esporádicas de bandadas de gorriones y en el zumbido de algún que otro coche que iba o volvía del mar. He ahí el peor instinto del hombre, el que le impulsa a ver más allá de lo que alcanza su vista, a tratar de captar los rumores que no le estaban destinados. Ella no tenía por qué llegar en ese momento, en todo caso yo no esperaba que lo hiciera, sólo pasé por satisfacer una curiosidad mínima, pero llegó. Un deportivo sigiloso aminoró la marcha, la sedosa cabellera castaña que lo conducía dejó de ondear al viento para recuperar la eurítmica disposición de rizos con que debió salir de la peluquería, un intrincado arabesco de volutas posándose sobre unos altos hombros de ébano. La luz ámbar característica se puso a parpadear mientras se abría la puerta del garaje. El deportivo se hundió por ese vano como si hubiera caído en un pozo. Inmediatamente se cerraron sus fauces. Intuí que ella poseía el sésamo de otras muchas puertas. Mis ojos pidieron fondo de nuevo y quedaron un instante prendidos de las letras rojas de la panadería, de ahí bajaron un grado atraídos por la llegada de otro coche que se detuvo a la entrada de la calle. Del vehículo bajó un tipo alto, de lejos destacaba su larga melena negra. El coche arrancó mientras que el sujeto se puso a caminar hacia la terraza del bar. Lo observé distraídamente, sólo porque había caído en mi ángulo de visión. Llevaba gafas, con cristales de un espesor considerable y algo raro percibí en su mirada. El tío no paró de andar hasta que se sentó en la mesa libre que había justo al lado de la que yo ocupaba. Obviamente tuve que dejar de observarlo bastante antes de que tomara asiento. Sin embargo, en cuanto lo hizo, reanudé mi inspección. Se trataba, en efecto, de un original. Lo tenía de perfil, así que podía estudiarlo con toda comodidad. Una mano huesuda bajó hasta el bolsillo de una chaqueta color huevo, no muy limpia por cierto, del que extrajo un pirulí, le quitó el envoltorio de papel de plástico, lo depositó en el cenicero y se puso a chupar con delectación. Al acercarse el camarero, cuando le miró a la cara para pedirle un café, descubrí lo que tenía de raro en la mirada y era un estrabismo bastante pronunciado. Pero albergaba todavía la sensación de que había otra irregularidad en su rostro, lo cual me obligó a observarle mejor. No tardé en descubrir un antiguo corte que partía del hoyuelo del mentón y le atravesaba toda la mejilla. Volví al bolsillo que se abría en un ancho bostezo repleto de golosinas. En cuanto aterrizó el café sobre su mesa, pagó el importe de la consumición hurgando en un monedero muy sobado y dando la cantidad exacta. Por mi parte, empezaba ya a aburrirme; un tipo curioso, cierto, pero nada interesante, el pirulí y las golosinas le quitaban la leyenda a los dos cortes que lucía en ambas mejillas. Seguro que se los había hecho en un accidente banal. Todavía era temprano para ir a la atalaya; sin embargo, con el sol cayendo ya sobre el horizonte, sería agradable caminar, como había previsto, a lo largo del paseo marítimo. Barrí sin éxito la terraza con la mirada en busca del camarero. En eso me llamó la atención un gesto extraño de mi vecino. De repente, tras haber tomado su tiempo en remover cuidadosamente el café, se lo tragó de un sorbo mientras lanzaba una mirada subrepticia por encima de la taza hacia la otra acera. Verónica de la Mata acababa de salir por un portillo del jardín, ligeramente vestida, como para ir a la playa, exhibiendo un cuerpo esbelto, elástico, maravillosamente bien torneado y de proporciones considerables. Gracias todas que explicaban, por extenso y por intenso, con harta comodidad el vistazo bizcorneta del melenas, mas no así aquel café apurado sumariamente de un solo sorbo. A pesar de ello, no dejó de sorprenderme que se levantara con un movimiento que pretendía a la naturalidad sin renunciar por ello a la rapidez. También yo me esforcé por actuar con espontánea desenvoltura. Me ayudó el hecho incontestable de que hacía ya rato que aguardaba el regreso del camarero. Afortunadamente apareció en ese preciso momento. Sin dudarlo, lo llamé con un gesto franco. Pagué, le rogué que se quedara con la vuelta y, exagerando un tanto la parsimonia de los pocos movimientos que me restaban por hacer, me largué, si no con viento fresco, porque seguía haciendo un calor bochornoso, sí con buen aire. Así, separados unos de otros por intervalos de cincuenta metros, avanzamos los tres hacia la playa. Verónica parecía caminar levitando, como alzada en vilo por la densidad de las miradas que la perseguían. El melenas, por el contrario, surgía como el payaso al que todo el mundo se ha acostumbrado y yo esperaba ser considerado como un transeúnte más sin un objetivo preciso, tratando de disimular la fascinación que ejercían sobre mí quienes me precedían por la acera. Un pretendiente no es posible, no da la talla, eso es evidente. Se trata sin lugar a dudas de un detective, contratado con toda probabilidad por el marido. Basta con verla, una mujer así es el objeto del deseo de cualquiera. Es el único modo de mantener el espíritu en reposo, de esa situación poseo alguna experiencia, y cuando se dispone del dinero suficiente…. En fin…. No obstante, recordé la conversación que éste tuvo con el concejal de cultura durante la cual mencionó la probidad que le atribuía a su mujer en la gestión de los asuntos domésticos durante sus ausencias. Cuando se tienen dudas, uno evita ese tipo de discurso, por si acaso…. O tal vez hable con conocimiento de causa. En resumidas cuentas, Verónica de la Mata estaba siendo espiada y eso era bueno saberlo. También resultaría interesante averiguar por qué y acaso subsidiariamente por quién…. Es decir, por si las moscas…. Llegando al final de la pasarela, hecha con planchas de madera, esa Venus marina de Chassériau, se despojó de su calzado y al caminar sobre la arena adquiría una languidez aún mayor. Se quitó el chal transparente que cubría sus hombros y un cuerpo rotundo emergió sobre el acero pavonado e inmenso del mar. La morbidez que exhalaba poseía una dimensión ciertamente excesiva. Lo mismo que en la mayoría resulta normal, en las excepciones se pasa de la raya enseguida y a aquella figura, ornamentada de manera semejante a las otras, no se la podía mirar sin sentir una turbación profunda que hacía apartar la mirada. El melenas, en cambio, con un pie sobre la barandilla de cemento, se la comía con los ojos sin dejar de chupar deleitosamente su pirulí. Al alzar los brazos para atar sus cabellos, se hizo una brasa absorbiendo toda la luz del poniente. Luego su cuerpo se fue hundiendo en ese lapislázuli líquido hasta las caderas. Tras un leve titubeo que la embelleció aún más, haciéndola más real, se abandonó al agua y echó a nadar. No directamente hacia el fondo, sino derivando un tanto hacia la izquierda. Adiviné enseguida lo que iba a suceder y retrocedí a la acera opuesta. No quería que el bizcuerno melenudo registrara una segunda vez mi imagen con las dos líneas secantes proyectadas por sus dos ojos atravesados, que parecían de nácar, como las bolas de billar. En efecto, sin dejar de chupar el caramelo rojo, se puso a seguir desde tierra la grácil embarcación de carne que se hacía a la mar. Aguardé a que se alejara unos cincuenta metros y reanudamos la singular procesión. Nadaba sin prisas, pero con movimientos bien coordinados y regulares que se revelaban de una gran eficacia, alzando bien sus largos brazos mientras que sus pies batían el agua sin descanso, como un verdadero motor de barca. Nos hizo dar una buena caminata, al bisojo greñudo y chupón y a mí con él, pues nos recorrimos la ensenada de cuerno a cuerno, unos dos kilómetros, y luego la vuelta. El sol había caído ya cuando regresamos al punto de partida, pero los ocres del cielo iluminaban aún la playa. Verónica de la Mata recogió sus pertenencias, tomó una rápida ducha y se encaminó hacia su casa, seguida por la endrina y un tanto grasienta pelambrera y por mí mismo, como es natural. Llegados allí, ella entró por donde había salido y al saco de huesos con melena de churretes de asfalto lo estaba aguardando el mismo coche que lo había depositado, negro también como la boca de un pozo y reluciendo como unos zapatos de charol; el cual, en cuanto acogió sus flacas posaderas en el asiento trasero, arrancó con la flema de un pelícano. Para ir a la atalaya tuve que recorrer por tercera vez seguida una buena parte del trayecto hecho en seguimiento de la nadadora. Llegué como flotando y con buen apetito. Nada más abrir Mefiboshet la puerta, le espeté a bocajarro ¿qué has hecho hoy de cena, Juan? Rabo de toro. ¡Joder! En la terraza se hallaba la comunidad al completo, incluso Nicolai, aunque sentado unos metros más allá, junto al parapeto, entre la partida de cartas que se estaba desarrollando alrededor de la mesa y una nebulosa de luces terminada en cuerno, más allá del cual se encontraba el mar negro. Me devolvieron todos el saludo, alegre y distraídamente. Los jugadores aguardaban la vuelta de Mefiboshet, que venía siguiéndome con todas las velas desplegadas, con objeto de terminar la partida. Una vez más recordé que estaba descuidando la educación de estos muchachotes, en apariencia con buen fondo. Habían vivido todos circunstancias difíciles, lo cual les había obligado a utilizar ciertos expedientes y por cuanto se refiere a los que han hecho la guerra, ¿quién sabe qué actos cargarán sobre sus conciencias? Pero ya se sabe, el que esté libre de pecado…. En cuanto haya un poco de calma y los acontecimientos entren en un cauce más uniforme, me ocuparé de poner un poco de orden y amueblar, con los más elementales principios que constituyen la cultura occidental, estas calabazonas buñoleras, especialmente por lo que se refiere a las nociones básicas de lengua castellana, porque hay que ver la algarabía que han inventado para entenderse, un conglomerado lingüístico cuya masa proviene del español, es cierto, pero con un nutrido aporte árabe, ruso y serbio. Tomé una silla y me senté junto a Nicolai, que parecía de buen humor, circunstancia rarísima en él. Le había concedido un merecido reposo a su violín y se hallaba siguiendo con una media sonrisa de beatitud los avatares de la partida. Del crepúsculo sólo quedaba una sospecha de carmín hacia el oeste. ¿Has intentado de nuevo seguir a Verónica de la Mata? No. ¿Y por qué no? Esperaba órdenes. Abstente por el momento. Se puso serio, pero no respondió. Le debía una explicación. Alguien más la está siguiendo y primero nos tenemos que ocupar de él. Entendido. Terminada la partida, Milos tomó a su vez una silla y se sentó junto a mí. Los acontecimientos se suceden como impulsados por un huracán del Caribe. Cierto, pero aún nos queda una última gestión antes de ejecutar la maniobra definitiva, para la cual, por cierto, hay que ir preparando ya un plan, no vaya a ser que tengamos que llevarla a cabo precipitadamente. Debes escoger al mejor de tus hombres y no escatimar en material, para una intervención que debe tener lugar en Madrid, sobre un local ciertamente protegido con los postreros adelantos en materia de seguridad. No podemos permitir que le llegue a la presa el menor viento de nuestra presencia, sería una lástima que esto ocurriera en la fase final del acercamiento. Mi mejor hombre lo tienes ahí mismo. Señaló a Vuk. En cuanto al material, sería conveniente tener una conversación con Felipe, explicándole bien lo que pretendemos hacer. Y para poder hablar con conocimiento de causa, te propongo enviar a uno de mis hombres hacia la capital, a fin de que reconozca el terreno y nos proporcione fotografías del objetivo. Una razonable diligencia. Que salga mañana, a primera hora. Milos asintió con un movimiento casi imperceptible de la cabeza y de los párpados. Se levantó y abandonó la terraza durante unos minutos. Regresó al tiempo que lo hacía Mefiboshet con una gran bandeja de carne negra impregnada de salsa, salpicada de hierbas. Ouissene cerraba el cortejo llevando dos botellas de rioja gran reserva en las manos y una ancha sonrisa de satisfacción en medio de su cara. VI Supiste dar con las ceremonias que crean el lazo imperceptible con la tierra. Te faltó el lazo con el cielo. Mi historia no está terminada. Si lo hubieras hecho, Leviatán no habría podido destruirte. Leviatán todavía no me ha destruido. Y tu homérica carcajada no será sino la postrera corona mortuoria sobre tu tumba. No es bueno que el hombre, sacado del suelo, se engría hasta el punto de no reconocer lo inevitable cuando lo tiene enrollado en el propio cuello y no hay sino tirar de ambos extremos para estrangularlo. Para hacer al hombre, sacado del suelo, ha sido preciso reunir toda la ciencia desperdigada por el universo. El dinero acude a quien lo desprecia y la muerte huye de quien la solicita, pero ello no es sino la música y la danza de la más exquisita de las veladas, a la que únicamente acuden invitados de mérito, mas la fiesta al fin termina y se vienen abajo las colgaduras y las oriflamas. Para las almas sensibles, la velada se estima atendiendo a su término. Sigue hablando, miserable, pues mientras hables, vivirás; pero procura no exasperarme mucho, porque la paciencia no es en verdad don del que puedan preciarse los nacidos bajo el signo del fuego. Cuando cogimos el tren para Madrid, íbamos mejor pertrechados de lo que habíamos previsto. Además del informe detallado de nuestro batidor, en el que figuraban los datos que un especialista espera encontrar, disponíamos de planos en los que constaba la estructura interna del edificio, con las bocas y canales de aeración, así como el dispositivo eléctrico y de alarma, entre otros elementos que no resultaban inocuos por lo que se refiere a nuestras intenciones. Tratándose de un edificio reciente, Felipe supuso acertadamente que las diversas fases por las que había pasado el proyecto de su construcción no podían sino dejar huellas en Internet, las cuales eran susceptibles de ser recuperadas por la mano de un experto. Todo ello fue inoculado en la memoria de un ordenador portátil y constituyó, durante el trayecto, el objeto de una reconcentrada atención por parte de Vuk. Todos parecíamos dinámicos ejecutivos en viaje de negocios, provistos de nuestros maletines de cuero y nuestros teléfonos móviles repletos de juegos y otras chorradas, incluso Ouissene, a quien fue menester hacerle varios trajes cortados a medida por no encontrar ninguno de su talla en los comercios. Milos se pasó la totalidad del viaje recostado en el respaldo, con los ojos cerrados, pero absolutamente despierto. Yo sabía muy bien lo que estaba tramando. En una conversación anterior, le había comunicado los detalles esenciales de la operación siguiente, el último y decisivo movimiento de nuestras tropas. Milos estaba revisando, corrigiendo y adaptando el plan. Cerré los ojos. Durante toda mi vida había sido un paquete depositado en el vagón de un tren de mercancías. La vida, esa máquina infernal que te lleva por donde le da la gana, resoplando y echando vapor y jalando en una dirección por la que tú no quisieras ir tal vez pero no hay tío pásame el río, porque sólo eres un paquete sucio, mal atado, olvidado en el fondo de un vagón que corre traqueteando y perforando montañas y atravesando valles, ríos y llanuras a una velocidad de vértigo, hacia una ciudad cuyos asuntos te importan un rábano medio comido de babosas. Te hicieron creer en unos valores que no eran los suyos, insinuándote que tras el éxito se hallaba la libertad y tú te tragaste las lecciones, aprendiste las disciplinas, superaste los obstáculos, fuiste a los momentos decisivos con un grito de guerra cauterizando tu garganta. Hubo veces en que los humillaste, probaste que la sangre puede arder más que la gasolina y explotar más y mejor que la nitroglicerina. Sin embargo, cuanto más lejos ibas, más te hundías en el marasmo, en el lodo hediondo y cada vez más espeso que se extendía delante de ti. En el momento presente, me decía, te has convertido en el gran maestro de la necesidad, tan sólo porque un golpe fortuito de timón te ha puesto al abrigo de ella, más allá de sus tentáculos viscosos; y tus potencias, antes dormidas sobre el polvo, encadenadas al muro infame, oprimidas por grilletes ya fríos, giran ahora sueltas y espantadas de su propia fuerza. Si te hallas en este tren moderno, silencioso, dotado de cuantas comodidades podías desear para desplazarte de un punto a otro sin entrar por ello en un paréntesis ocioso y extenuante, ello es la consecuencia de una concatenación de causas y efectos que tú has desatado y que constituyen tu proyecto, por el que te vas a batir con uñas y dientes, porque lo que está en juego es tu libertad, que únicamente existe cuando se la ejerce y que de nada sirve poseerla en potencia, como una pura virtualidad expuesta en el museo del hombre. Aparte de eso, si fracasa este primer intento, perderán confianza tus hombres y se volverán contra ti. Milos no es precisamente un monaguillo de parroquia rural. De momento juzga que he llevado bien la iniciativa y que todo esto tiene fuste; de hecho, no he cesado ni un solo día de sorprenderles. Bastante trabajo han tenido con seguirme y adaptarse sin tregua. Sin embargo, si algún día quedara de manifiesto que mis ideas no tienen concretización posible, o que ellos mismos podrían llevarlas a cabo mejor, entonces no se conformarían con el modesto sueldo que les pago. No están aquí para eso. La situación presente sólo puede ser transitoria. Afortunadamente, no han hecho, en lo que me concierne, las averiguaciones que yo estoy haciendo con respecto a Ruano e ignoran por ello lo lejos que podrían ir si decidieran aplicarme el mismo tratamiento que pensamos administrarle a él. Claro que Milos ha estado en el ejército y ha hecho la guerra. Quizá conozca métodos mucho más directos y eficaces para saber las cosas que le importan. No hay más remedio que hacer de modo que todo este asunto cuaje, de una manera o de otra. Estás atrapado y no hay más puerta de salida que el éxito. Hace falta poner toda la carne en el asador, abrir bien los ojos y aguzar el chirumen. Nada menos que eso. Vivir es luchar y en la pelea de nada sirve la inteligencia serena sin el coraje y viceversa; la victoria estaba contenida en el grito de guerra que inauguró la batalla. Ni más, ni menos. Moussa echó mano a su maletín de cuero con una figura repujada en un ángulo que consistía en una parábola en el interior de la cual se veía una doble m plasmada en caracteres góticos y extrajo unos folios grapados que contenían la partitura del fragmento que debía interpretar. Tan sólo Moussa acompañaría a Vuk en su expedición al corazón del laberinto vertical que era la fortaleza objeto de nuestro ataque, los demás coordinaríamos tanto la entrada como la salida de los asaltantes. Durante la operación, el papel que se nos había asignado era el desarrollo de la fuerza bruta en caso de que todo saliera mal. Dicho de otro modo, si el sistema de alarma, así en su aspecto humano como electrónico, señalara la presencia de los intrusos, Vuk y Moussa debían encontrar la vía más rápida hasta un coche, con el motor en marcha, desembarazada de obstáculos y, en la medida de lo posible, protegida. Una furgoneta con explosivos, armas automáticas y demás efectos de combate había recorrido durante la noche el camino hacia la capital. Un sol tibio, envuelto en algodones rosa, trataba discretamente de amanecer sobre el desolado paisaje. Todavía nos hallábamos perforando las montañas que dan acceso a la meseta castellana. La mayoría de los pasajeros viajaba con los ojos entrecerrados, tratando de conciliar el sueño. Venus lucía como un maravilloso pentáculo de plata alargando sus brazos en sutilísimos rayos benéficos. Ouissene dormitaba y mucho me temía que de un momento a otro comenzara a roncar, con los ronquidos de ogro que debe dar Ouissene. Imaginé que los ronquidos de Ouissene podrían incluso molestar al maquinista. Por fortuna no lo hizo. Todo va muy deprisa, entramos por una caverna y salimos por otra. Vivimos mil vidas de troglodita en una hora. Nuestras ideas y nuestros cálculos corren a la par e incluso lanzamos gastadores a cualquier parte del mundo a través de la red para ver con antelación lo que nos aguarda en el futuro e ir amoldándolo a nuestras intenciones. Los designios que hace doscientos años tardaban décadas en realizarse y requerían una clase de paciencia capaz de extenderse en el tiempo sin perder un solo gramo de su peso inicial, en nuestros días, a los dos meses, si no han cuajado, pueden contarse como un fracaso y es lícito pasar a otra cosa. Estos caminos tortuosos y polvorientos que se retuercen hasta el infinito bajo todos los soles del inmenso abalorio de las horas y de los días, que piden ser recorridos a lomo de rucio y de rocín, como antaño lo hicieron las imperecederas conciencias cervantinas de los andantes amo y mozo, enzarzadas en castellana plática, durante meses, el tren los hilvana en un suspiro. Nuestra generación será la última en haber soñado aventuras en tierras lejanas escuchando el rumor del agua al entrar en la alberca, bajo el murmullo áspero de las hojas de la higuera agitadas por la leve brisa de la tarde. Así es como probablemente habrá imaginado el dormidor Ouissene, en su blanco y desportillado pueblo de las montañas de Cabilia, los avatares de su vida en la otra orilla del mar, muy hacia el norte, envuelto en el tráfago industrial y profusamente urbano de occidente, ese río revuelto ideal para el ojo certero de un buen pescador. Allá, dormitando como ahora a la sombra espesa de su alfolí, escuchando el cacareo y la trifulca de las gallinas, los ladridos de sus perros intercambiando cortesías y sutilezas con los de sus vecinos, los chillidos de su innumerable grey, el canto de la perdiz llegándole desde las resecas rastrojeras a un tiro de piedra de su casa, debió prometerse enterrar sus escrúpulos en cualquier rincón, bajo aquel techo de cañas y paja. Aunque tal vez no llegara a imaginarse llevando con ese garbo tan postizo un traje como ése, tan costoso y hecho a la medida, pero así son las cosas, es decir, así son las vías del Señor, imprevisibles. Nicolai permaneció taciturno, con un rostro infranqueable durante todo el viaje. Tal vez por respeto a la actividad mental que parecíamos desplegar la mayoría. Preferí que viniera, pues me daba la espina que ese asunto de Verónica de la Mata se lo había tomado demasiado en serio; pero yo, por el momento, prefería no tocar ese hilo, algo andaba barruntando en ello que me inquietaba al tiempo que me atraía y no quería dar un paso en falso. Ese asunto me lo reservaba para más tarde, cuando mi cabeza estuviera más fría y más serena. Al llegar a Madrid, en cuanto nos apeamos del vagón climatizado, nos pareció entrar en un atanor que llevara ardiendo durante la mitad de una vida de alquimista. El cielo volcaba un auténtico magma de índigo sobre la ciudad y me imaginé que ese azul era la base de una gigantesca llama que ascendía progresivamente hacia el amarillo y el rojo y que el pavimento y los edificios no eran sino la materia que alimentaba la combustión. Aún no habíamos salido de la estación, a Ouissene le resbalaban ya sobre el detallado y ancho mapa de su cara gotas como limones. Hace tiempo de ponerse una chilaba de verano, dijo, resoplando, pero sin dejar de sonreír. Con celeridad, dirigí mis pasos hacia la parada de taxis. Tuvimos que dividirnos y coger dos de ellos. Dije que íbamos a la mismísima Puerta del Sol y al decirlo creí que se me abrasaba la boca. En el habitáculo del automóvil recuperamos por poco tiempo una nueva burbuja de frescor. Rehecho el grupo, nos pusimos a buscar un restaurante. No tardamos en encontrar uno a mi gusto y nos colamos de rondón, dejando a nuestras espaldas esa brasca llena de metal fundiéndose. La penumbra interior fue un colirio para los ojos. Se nos atribuyó una vasta mesa situada en un ángulo cuyos muros se hallaban forrados por un tejido color pastel y unos bodegones iluminados por lámparas de zinc. Nos acomodamos con notable alivio. Un camarero vino enseguida a retirar los cubiertos sobrantes. Un segundo acudió de inmediato para proponernos tapas y vinos, seguido de un tercero que tomó nota de los diferentes platos y caldos que debían sucederse. Percibí, a poco de empezar el ágape, que nuestros amigos musulmanes habían decidido no oponer la menor objeción a la dieta del país que les acogía, al menos mientras durara su estancia en él, aplicando al pie de la letra el castellano proverbio de “a donde fueres, haz lo que vieres”. No lejos, sobre una repisa, se alineaba una gran variedad de botellas de vino con elegantes etiquetas perfectamente legibles. Por mi parte, tras los entrantes, pedí mi buen bacalao a la vizcaína, lo cual constituyó un gran acierto, en mi opinión. A pesar de la relativa intimidad que gozábamos, respetamos, como convenido, el precepto de no soltar ni una palabra relativa al asunto que nos traía a la Villa y Corte. No por ello dejó de ser animada la conversación. Observé que era un grupo bien soldado, al fin y al cabo podían considerarse ya viejos amigos, embarcados en una aventura prometedora. Paré mientes, así, de pasada, en que, si bien mi nueva situación económica me permitiría viajar frecuentemente y degustar la más exquisita gastronomía en los más selectos restaurantes de todo el mundo, ello sería, sin lugar a dudas, en soledad, sin esa atmósfera ciertamente cordial que flotaba alrededor y sobre aquella mesa, la cual tanto contribuye a realzar el sabor de los manjares y tan buena conductora resulta de esa alacridad que no tarda en surgir de los espíritus que han gustado al vino. Ouissene, mientras se zampaba una brandada de bacalao con vinagreta de pulpo, declaró, con sus propias palabras, claro, y con su peculiar acento, por supuesto, que, dejando a un lado el innegable refinamiento de esos platos, los de Mefiboshet no tenían nada que envidiarles. A lo cual no tuvimos más remedio que asentir todos. Tenía entendido que Milos llegó a alcanzar un grado bastante elevado dentro del ejército serbio. Presumo que aquellos banquetes entre compañeros de armas no le eran del todo extraños. Nunca quise preguntarle. Consideré que era mejor así. Además, ¿acaso no quería yo mismo echar un tupido velo sobre mi pasado? ¿Es posible zanjar una vida para comenzar otra? Observé que el vino estaba a punto de agotarse. Hice un gesto dirigido hacia uno de los camareros que nos observaban a una distancia de respeto. Pedí una botella cara, aunque sin excederme tanto que corriera el riesgo de llamar la atención. Quien dice crear realidad, dice ejercitar la magia y ése era indudablemente mi trabajo. Siempre falta vino en las bodas de Canaán y es responsabilidad del taumaturgo convertir el agua fresca en vino añejo, superior al de las mejores cosechas, de las más reputadas bodegas. Así ha sido siempre y así debe ser. Sin ilusión no hay mito y sin mito no hay gesta que valga ni obra que merezca apostar por ella toda la vida. Haced esto en conmemoración mía. Comprendí que era eso precisamente lo que buscaba en el fondo. Debía crear una gran obra, una obra que permaneciera por lo menos dos mil años, que no fuera ni buena, porque no podía serlo, ¿qué institución por venerable que aparezca su estampa ha logrado mantener a través de los años y de los siglos su integridad incólume, intactos su vigor y entusiasmo primigenios?, ni tampoco malvada, sino una aleación de oro y hierro, una cosa nostra que no se mostrara totalmente ajena a una ancha concepción de la justicia y persiguiera un cierto reajuste social, sin pretender tocar a las leyes establecidas. Nada de ese calibre puede lograrse sin sugestión, sin ese delirio que mantiene atadas las conciencias. Y en ese aspecto no me hallaba sino al pie de un largo camino. Esta sí que es buena, ¿pretendes decirme que partiste de la nada, que no hubo un iniciador previo? Mi iniciación procede del estudio de libros raros, cuya recopilación puede decirse que comenzó ese mismo día. O bien esa misma noche, en el hotel. Utilicé el ordenador que había en la habitación, a disposición del cliente, para lanzar las primeras búsquedas en la red que me pusieron en las roderas de una bibliografía cuyas directrices se fueron consolidando con los años. No tardé en averiguar que prácticamente todas las asociaciones de ese cariz han procedido, en mayor o menor medida, por vía de ilusión. Algunas, lo que me horrorizó y sigue horrorizándome, y para luchar contra las cuales jamás escatimaré medios, con efusión de sangre inocente en ceremonias que perpetúan los abominables ritos de Moloc. Otras, en cambio, como sucede con la más poderosa de todas ellas, siguiendo escrupulosamente la más pura ortodoxia del catolicismo. Jamás escatimaré medios, resulta extraordinario comprobar lo que te cuesta volver a poner los pies en el suelo….como si los tuvieras todavía a tu disposición, esos medios. ¿Tendré que matarte antes de lo debido para que comprendas al fin tu derrota? En verdad que posees una dura cerviz. Es una manera de hablar, además, uno no se hace tan fácilmente a la idea del propio vacío, de la no existencia hacia dentro. Venga, sigue más bien contando tu historia, sin complicarla más con paradojas y sutilezas; pero no vayas a tomarme por el rey de las mil y una noches, pues has de saber que mi curiosidad no excederá el plazo de una corta velada. Concluida la mencionada comida, coronada, por cierto, con café, copa y, para quienes lo desearon, puro, nos dividimos en dos grupos y, aprovechando el marasmo de la tarde, fuimos a observar sobre el terreno la fortaleza adversa. Seguidamente, nos dimos cita en un bar de tapas de la Plaza Mayor para comentar discretamente, amparados en el bullicio del local, nuestras respectivas impresiones. Nadie halló impedimento alguno que pudiera propiciar el fracaso del plan, así que fue mantenido para la noche del día siguiente. Ello nos dejaba libres el resto de la tarde y la entera velada. Después, Vuk y Moussa debían encerrarse en sus habitaciones y procurar dormir el mayor tiempo posible. Milos y Ouissene declararon que lo harían igualmente por solidaridad. Nicolai, como era habitual en él, se abstuvo de decir esta boca es mía. Yo no prometí nada, aunque bien es verdad que nadie me preguntó nada tampoco. Así pues, nos pusimos a recorrer el resto de los bares de tapas que encontramos por la zona, de modo que ninguno vio la necesidad de buscar restaurante para cenar. En cambio, en un momento dado, hizo falta, con objeto de airear un poco las mentes, dar un buen paseo por el barrio de los Austrias. Milos buscó la ocasión para hablarme a solas. Predislav me ha llamado para avisarme de que Ruano tal vez tenga relaciones con la mafia rusa, las cuales no parecen ser del todo cordiales, pero son relaciones al fin y al cabo. Estamos metiendo las narices en un avispero. Supongo que eso ya lo sabías. Pero ese detalle, de confirmarse, nos daría la medida del riesgo en el que incurrimos. Tardé en responder. El asunto estaba tomando un cariz mucho más serio de lo previsto. Considera, sin embargo, Milos, que por el momento nadie nos ve, puesto que no existimos. Imagínate la libertad de que gozan los fantasmas dado que, como todo el mundo sabe, no existen. Pues nosotros es lo mismo. Mejor aún, de los fantasmas se habla bastante, de nosotros, nada. Una vez dado el golpe, si borramos bien las huellas, no entraremos en ninguno de los cálculos ni alimentaremos hipótesis alguna. Eso nos concederá un tiempo precioso. Nos retiraremos para hacernos fuertes y cuanto mayor sea el enemigo abatido, más grande será nuestra fortaleza. Milos apretó las mandíbulas. Reflexionó antes de hablar. Esto no es una batalla, sino un golpe de mano. Hay que preparar pues minuciosamente una retirada. Y seguidamente un plan de expansión. En eso ya había pensado, si bien no creí que debía llevarlo a cabo tan pronto. Mi red está confeccionada, tan sólo hay que importarla y en poco tiempo se hallará operativa. Creo saber a lo que te refieres. Aun así, necesitamos tiempo y se me está ocurriendo una idea para obtenerlo. La mafia rusa se opone a la mafia italiana ¿no? En efecto. Pues hagamos recaer sobre aquélla la responsabilidad del acto, sembremos algunos indicios. De todos modos, ¿quién iba a ser si no? Tal vez consigamos desencadenar un enfrentamiento armado entre ambas organizaciones criminales. Hagámosles creer que lo que está en juego es el entramado de blanqueo de dinero creado por Ruano. Luego, quitémonos de en medio con toda discreción. VII Esa noche me acosté tarde, navegando por la Red. Amanecí igualmente tarde y sin haber dormido bastante. Desayuné ligero en el hotel y salí a dar una vuelta por Madrid. Pensé en echar un vistazo al museo del Prado, mas sentí que la visita no sería del todo provechosa pues tenía la mente un poco anquilosada. Fui al Retiro, tomé asiento en la terraza del quiosco que hay frente al estanque, pedí una cerveza y pasé una mañana tranquila, viendo las evoluciones de las barcas; pero, en el fondo de mi conciencia, creando un vasto imperio que sería mi obra. Cuando uno imagina las cosas, ellas empiezan a existir. Y cuando uno las nombra, son ya irreversibles. El mundo se adapta a las voluntades tenaces. Madrid, la vieja y elegante capital de un mundo periclitado, quizás sea así, pero bastido con un granito incorruptible, donde resuenan todavía las voces de historias bien vividas y mejor contadas; hoy estoy de paso, pero algún día vendré a respirar a pleno pulmón ese aire claro que baja de la sierra y a beberme ese agua finísima que brota de tus peñas adustas. Quédate, si no, con mi cara y verás algún día de lo que soy capaz. Corazón soberbio, poderoso imán de desventuras. Luego me eché a caminar por las umbrosas y desiertas avenidas para seguir soñando a mis anchas. Se hará, todo ello se hará y mi mano será larga en la sombra y mi voz potente, seré como un papa negro para los réprobos, pero de ésos que emiten bulas terribles en un perfecto lenguaje de cancillería. Un papa negro querías ser, una casulla en penumbra que profiere designios ecuménicos empleando el plural mayestático. Gran ambición la tuya, preciso es reconocerlo. A los hombres hay que medirlos con el rasero de sus ambiciones secretas. Afortunadamente, ante todos ellos se alza la fuerza ciega y desatada de la Naturaleza, ¿quién podrá aguardar su embate a pie firme? Alcanzar el campo de batalla, empero, es honor suficiente; los ciegos y los tullidos, los deformes, los impedidos y los pusilánimes, han sido desechados. Ciertamente, para la lid, leones. Eso mismo. Cuando el calor comenzó a apretar con fuerza, decidí regresar al hotel. Pensé que los encontraría a todos en el comedor, mas no fue así. Concluí distraídamente mi refacción y subí para entregarme a una prolongada siesta. Al despertarme tuve la impresión de que emergía desde el reino mineral. Alargué la mano hacia la mesilla de noche para alcanzar el móvil. Ninguna llamada, ningún mensaje. Eran casi las siete de la tarde. Dejé caer de nuevo mi cabeza sobre la almohada. A las ocho tomé una ducha y luego salí al balcón, a la fresca. En fin, es una manera de hablar también, pues el agobio apenas si había aflojado un nudo o dos el pañuelo que obstruía el aire ante la boca. Únicamente hacia las nueve recibí un mensaje de Milos. Se disponían a bajar al comedor para cenar. Yo estaba listo, así que llegué el primero y me apropié de una gran mesa. Ellos bajaron de dos en dos, siendo Nicolai el último. Eligieron una colación ligera y no probaron el alcohol. Se contentaron con agua mineral y un café. Yo hice lo propio. A donde fueres, haz lo que vieres. Se les veía rozagantes, frescos, distendidos, aunque poco inclinados a la conversación, bien bañados, bien peinados y vestidos deportivamente, aunque no exentos de una pizca de elegancia. Cualquiera hubiera dicho que nos íbamos a las fiestas de un pueblo vecino. Vuk y Moussa se fueron los primeros. El grupo restante, salió tres cuartos de hora después. Decidí no hacer preguntas. Caminamos en silencio. Unas cuantas bocacalles más adelante, nos estaban esperando con sendos coches, ambos de lujo. Eso les había costado robarlos. Sin embargo, fueron Milos y Ouissene quienes se sentaron al volante. Regresamos al hotel y este último fue a recoger dos grandes bolsas de viaje. Llegados ante el objetivo, aparcamos sin dificultad en la acera de enfrente. Moussa y Vuk se apearon. Tomaron una bolsa cada uno, pero no las grandes que había bajado Ouissene, sino otras más pequeñas, y se dirigieron hacia el edificio vecino, mucho menos protegido. Vuk abrió enseguida la puerta, como si llevara una llave. Tal vez la llevaba. Milos se reclinó en el asiento del Mercedes. Ouissene y Nicolai estaban justo delante, ambos corpachones rebasaban los límites del respaldo, en el interior de un soberbio BMW. ¿Qué contienen las dos grandes bolsas? Explosivos. Si todo sale mal, tenemos que ir a su encuentro, despejando los obstáculos sin contemplaciones. Luego, salir arreando antes de que llegue la policía. He aquí nuestra misión. Si eso último ocurre, he dado las órdenes oportunas para que se proceda al secuestro de Ruano. Tan sólo haría falta enviar un breve mensaje cifrado. Por otra parte, si hubieran armado todo ese pasacalle, no habríamos podido salir de Madrid. No enseguida. Ello resultaba evidente, o por lo menos cabía considerarlo como una probabilidad digna de ser tomada en consideración. De modo que aligeré un tanto la espera haciendo elucubraciones acerca de cómo podría esconder de manera discreta a cinco hombres y conmigo seis, dos de ellos de apariencia magrebí, en una ciudad que todavía no ha logrado borrar del todo el trauma de los atentados de la estación de Atocha. En el hotel, desde luego, no podríamos quedarnos. Es el primer lugar donde miran. Al cabo, la espera comenzó a hacerse larga. Milos daba la impresión de dormitar apaciblemente. Sin embargo, yo sabía que había cerrado los ojos tan sólo para mejor reflexionar. Bajo esa frente serena, despejada, su cerebro debía funcionar a veinte mil revoluciones por minuto. A menos que todo estuviera planeado hasta el más mínimo detalle. En todo caso, Milos meditaba, estaba seguro de ello. No era momento de dormir y esos ojos cerrados no podían significar otra cosa que ahora déjame pensar un rato en las consecuencias de nuestros actos y en el tratamiento que se les debe aplicar para que todo siga yendo sobre ruedas. Ambos habíamos previsto ya muchos movimientos de nuestras piezas. Afortunadamente, me dije, viéndole reflexionar con esa reconcentración, estamos los dos en el mismo campo. El campo adverso, es verdad, dormía plácidamente, o por lo menos con la guardia bastante baja. Pero vosotros ignorabais que el campo adverso era un mamut al cual iba a picarle un mosquito. Comenzaba a figurarme que el desequilibrio era inmenso. Y eso que aún no habíais tenido la osadía de inquietar al diplodoco. ¿Cómo se puede ser tan insensato? ¿Acaso no veíais que se trataba de un asunto de Estado? La inexistencia da un poder ilimitado, teníamos carta blanca y cuanto más hiciéramos entonces, menos tendríamos que hacer después. Era absolutamente temerario, en todo caso. El mundo es de los atrevidos. Los cementerios también. Los cementerios son patrimonio de la humanidad. Argucia impertinente, me refería a los que llegan a él antes de tiempo. Todos llegan a la hora justa. Pamplinas, algunos salen al encuentro por atolondrados e incluso, muchos, por gilipollas. Sea como fuere, aquella operación constituyó para nosotros un salto cualitativo de una envergadura incuestionable. Un golpe de suerte. Cierto, pero la ocasión la pintan calva. De cualquier modo, embarcarse en la segunda operación fue un acto de demencia. Por el momento nos encontramos en la primera. Continúa entonces. Lo hago por ti, ¿sabes?, yo la historia me la conozco al dedillo. Sigue, los prolegómenos me interesan más que el fin, pues el fin es mío; en sus aledaños podrás mostrarte más lacónico. No querrás ser tú, encima, quien decida el ritmo que ha de tener el relato; la narración es mía, faltaría más. Recuerda que no soy un receptor pasivo. Tú tienes el mismo derecho y la misma facultad que cualquier lector, cerrar el libro e irte a dormir, pero no lo harás. ¿De veras? ¿Y por qué no? Pues porque eres también un personaje y temes, no sin razón, que si se muere la rabia, se muere también el perro. Un poco más de respeto y más cuidado en la elección de los ejemplos, si no quieres que te ocurra algo peor que la muerte. Tampoco conviene dejarse llevar por los prejuicios, en otras culturas el perro es un animal mejor visto; mejora tú mismo los accidentes y guarda la sustancia. Rechazo tanto la una como los otros y sostengo una simple curiosidad, aunque no demasiado profunda; por lo cual mi consejo es que escojas de ahora en adelante tu léxico con mejor tino. Considero, por mi parte, razonable tu demanda, pues mi propio gusto me inclina hacia la moderación. Casi me sorprendí al ver a los dos expedicionarios, de regreso tras una misión que me parecía poco menos que irrealizable, subir al mercedes de Ouissene y salir majestuosamente como si, no solamente en esa ocasión sino en cualquier otra, jamás hubieran roto un plato. Habían pasado sólo dos horas, más o menos, desde que salieron para expugnar la fortaleza de hierro y metal. Pero en ese momento los coches bailaban un vals en las calles semidesiertas de un Madrid insomne, aunque en reposo. Apenas daba crédito a mis ojos. En un semáforo, Moussa hizo un signo con el pulgar para indicar que todo había salido a la perfección. El armadijo estaba tendido, sólo cabía esperar buenamente unos cuantos días y ver qué había caído en la red. Los conductores nos dejaron cerca del hotel y siguieron adelante. No tenía mucho sueño, sin embargo dormí profundamente hasta las diez de la mañana. En cuanto amanecí, bajé rápidamente a desayunar. El comedor estaba vacío por completo y el personal de servicio me miraba con cierta hostilidad, como advirtiéndome que no se me ocurriera en lo sucesivo presentarme a desayunar a tales horas. Tras el bollo y el café con leche, regresé raudo a mi habitación, sabiendo que, si me daba un poco de prisa, podía recuperar el diapasón del mundo ibérico, del que, después de todo, tampoco estaba muy lejos, tomé una ducha y salí a la calle. Me dirigí de nuevo al Retiro para pasear sin rumbo fijo, al azar de sus avenidas, emergiendo aquí y allá, como de la espesura de un bosque encantado, en un rincón cualquiera de Madrid, pero que yo hubiera querido fuese el Madrid colonial del siglo dieciocho o el Madrid conspirador del diecinueve, con objeto de inmiscuirme de inmediato y sin el menor escrúpulo en los asuntos más secretos y turbios de un Estado decadente ya, pero cuán novelesco todavía, alcanzar notoriedad en la sombra, poder en el Ejército, adquirir una fortuna de las de antes y pasear mi fiebre a través de las tinieblas de esos palacios construidos con bloques de granito y mármol, a través de los jardines umbríos que se extienden tras las verjas de hierro forjado. Convertirme en uno de esos privilegiados ante los cuales todas las puertas se abrían, en aquel entonces, por recias y macizas y elevadas que fueran, en un mundo dominado por la Iglesia y el Ejército y la Masonería, en el que había muchas puertas recias y macizas y elevadas, con una importancia capital, decisiva. Unas puertas acolchadas para silenciar conspiraciones políticas, ceremonias secretas, conciliábulos de jesuitas. Esa España todavía altiva, severa, sobria e intransigente, a cuyo hombro derecho se había encaramado la araña negra de Blasco Ibáñez y desde cuyo hombro izquierdo acechaba otra araña rosa con no menor capacidad tejedora. Si todo volviera atrás, me tomaría la revancha de esa España vieja y arrogante que tantas veces ha hecho restallar los dos batientes de una puerta maciza ante mis narices por no tener asido en mano, ni un cabo negro ni un cabo rosa; devolvería esas cartas conteniendo informes secretos abrumadores o recomendaciones incensadas con un mentís y una coda escritos con letras de sangre. Tal vez si la España de las cofradías hubiera sido sustituida por la España del mérito, otro gallo le cantara. Pero los tentáculos de la araña llegaban a todas partes, en todos los rincones tendía telas en la sombra, incluso en el extranjero. ¿Cómo comulgar con esa clerigalla hipócrita que predicaba en los púlpitos el dar de beber al sediento y de comer al hambriento y el partir su capa para cubrir al desnudo, al tiempo que mantenía una correspondencia secreta para perseguir al adversario hasta el último rincón del mundo? Sí, poco a poco iba descubriendo las razones ocultas por las que me había metido en ese lodazal. Sentía un turbio deseo de poner a sangre y fuego los más profundos baluartes de la opresión, los que injustamente te circunscriben con aros de acero al interior de ti mismo. Estaba dispuesto a encender una hoguera tan grande que las generaciones sucesivas, más allá de los nietos de mis nietos, todavía se harían lenguas de ella. Nada más perturbador y peligroso para el orden social establecido que un destello de luz en la mente de un paranoico. Tal vez ignores que, en nuestra historia, las mafias más antiguas llevan por nombre los más ilustres títulos que se leen en los rancios y amarillentos anales. ¿Cómo lo voy a ignorar, si mi convicción profunda es que el genio colectivo del hombre radica precisamente en su capacidad para crear mafias? Pero a mí siempre me han pagado por hacer estallar cabezas, no colectividades. Tú también has creado una mafia, ni mejor ni peor que las otras, pues poco importa la intención primigenia con la que han sido creadas las mafias sino la trabazón y la estructura que han alcanzado, y perecerás por la inefable osadía que implica semejante desaguisado. Pero en fin, ¿por quién te habías tomado? Tu obra, empero, te sobrevivirá, porque hay que reconocer que no es un mal instrumento. El paso siguiente será apropiarse de ella y encauzarla con mayor sabiduría. Pero eso no es asunto mío. Regresé al hotel a la hora de comer. Justo un poco antes para poder tomar una nueva ducha. La piel de mis zapatos se hallaba recubierta por un dedo de polvo y bajo la recalentada tapa de mis sesos comenzaba a bullir un atisbo de fiebre. El agua tibia me hizo mucho bien. Cambié de muda y bajé al restaurante. Todavía nadie, quiero decir de mi conocimiento. Reservé una mesa y le lancé una llamada a Milos. No tardarían en bajar. Pedí una cerveza y unas almendras saladas. La larga marcha por el Retiro me había abierto el apetito. Debí caminar mucho y a buen ritmo. Las piernas son dos mandíbulas que engullen pensamiento, lo trituran, lo muelen, lo mandan hacia dentro para que sea asimilado. Y yo tenía muchas ideas que incorporar y que ensamblar para restablecer el equilibrio y la coherencia interior. Cuando los acontecimientos se precipitan de ese modo, la mente, acostumbrada a ir por delante, a planear, a elegir, a tomar decisiones por anticipado, tiene entonces que apresurarse, con un afán que resulta cómico, para reconfigurar la imagen interna de un mundo que va demasiado deprisa. Al cabo aparecieron los cinco, resplandecientes y esta vez distendidos, con un humor más expansivo y pajarero. Con una renovada propensión al buen yantar, igualmente. Colegí que un buen vino, de una buena cepa y de un año propicio, no sería mal recibido. Realmente habían conseguido, habíamos conseguido con la aportación y suma de las habilidades de cada uno, lo que parecía imposible. Quedaba, cierto, una última incursión, mas el sistema de alarma que protegía al gigante tenía ahora, para nosotros, una brecha segura y practicable. Había motivos, pues, de celebración. Sonreí al recordar los esfuerzos inútiles de Moussa frente a aquella cerveza de litro, en un día tan caluroso como ése, todavía no muy lejano, en aquel entonces. Poco sospechaba él que, semanas más tarde, se encontraría en uno de los restaurantes más caros y de más lujo de Madrid, con una atmósfera cuidadosamente temperada por el aire acondicionado y un camarero impecablemente vestido de blanco inmaculado, luciendo una elegante pajarita, abriéndole una botella cuyo precio era equivalente a seis meses enteros de vendimia en su país. Pero Moussa parecía un chico humilde, diciéndose para sus adentros carpe diem mientras dure, al menos habremos gustado una vez a esta vida de película extranjera como un actor más, vistiendo camisas de seda, trajes frescos y ligeros, ingiriendo bebidas frías y comidas selectas en restaurantes con mucha luz y muchos cuadros, trabajados manteles y pesados cubiertos, loza fina y servicio esmerado. Jugándonos la vida, eso sí, pero todo tiene un precio. Esta tarde haremos una visita al museo del Prado. Los cinco se miraron. Milos se encogió de hombros. Tras una breve siesta, cogimos el autobús y nos plantamos ante la puerta de la venerable institución. Desde nuestra aparición en el hall, imantamos la mirada de los vigilantes y durante todo el transcurso de nuestra visita fuimos objeto de una atención distante, aunque concentrada. Los uniformes se relevaban de sala en sala, por lo que siempre hubo uno enteramente consagrado a la minuciosa tarea de observarnos. Dicha actitud me pareció natural y procuré olvidarlos. Entramos en la gran sala en forma de cañón. Los europeos la observaron con una actitud más bien fría, al menos en apariencia; por el contrario, los dos africanos abrieron unos ojos como platos ante la increíble profundidad de aquella perspectiva interior. Frente a nosotros se extendía un vasto y variopinto muestrario del genio occidental, a lo largo de una parte de su historia. Bien está que se impregnen sus ojos de ello, la simple percepción de la belleza y la armonía, aún sin comprenderla todavía, depura ya, exalta las potencias escondidas. Una fulguración global contiene más enseñanzas de las que cabría sospechar en un principio y, en todo caso, de las que el cerebro puede asimilar en un momento dado, mas no por ello deja de registrarlas y conservarlas para un trabajo posterior, paulatino. Sin embargo, acto seguido, una selección se impone. La cual puede establecerse, por ejemplo, en relación con un tema. Eché un vistazo a mi alrededor, avancé, buscando un punto de apoyo. Me detuve ante “El Cardenal” de Rafael, o fue él, acaso, quien me detuvo con esa mirada perentoria, inquisitiva, paralizante. La púrpura de muceta y capelo captaron poderosa e inmediatamente mi atención. Luego, su mirada, aguda y fría como un estilete, acabó por dejarme clavado al fin en el suelo. Observa bien este rostro, Milos. Es todavía el de un hombre joven, aunque su piel, por efecto de las largas veladas de estudio, posee ya el tinte desleído de una oblea; los trazos son angulosos, si bien finos, las mejillas enjutas, los pómulos salientes, la nuez de Adán bien marcada, rasgos todos que definen a quien da la preeminencia al espíritu. Fíjate en esa boca, en la profunda satisfacción que expresan ambas comisuras; sabe que constituye su principal instrumento de poder, es un príncipe de la palabra, ha leído en latín, acaso también en griego, toda la Biblia, el Antiguo y el Nuevo Testamento, el canónico tanto como el apócrifo, y cita versículos de memoria que se ajustan como un guante a la idea precisa que le retoza en la mente, en ese y en cualquier otro instante. Por eso es sentencioso también en lengua vulgar. Ha saciado su sed en las fuentes autorizadas de la ciencia, pero también ha gustado el licor de los veneros prohibidos. Mira cómo se pliegan los labios. Los términos más sublimes, los más terribles, aquellos que retumban a la vez en este mundo y en el otro, han sido modulados por ellos con toda precisión y parsimonia. Repara también en la serenidad de su brazo apoyado, en la sosegada majestad de esa manga blanca en la que se ordenan los pliegues de una tela costosa, como en la sintaxis indescifrable de un renglón de escritura mistagógica oriental. Sabe enseñar con autoridad a propósito del cielo y de la tierra, es doctor en teología, posee vastos conocimientos en física, astronomía y gramática, se le conoce como el mecenas de cualquier arte, a condición de que éste alcance las cotas más altas del mayor refinamiento posible para poder entrar en su fastuoso palacio, y con la misma voz impasible, pero cuán penetrante y cavernosa, con que recita el Oficio de difuntos, recrimina a sus familiares y regaña a los criados. Sus ojos son utensilios de precisión para escrutar almas, pero también los usa para captar las intenciones de los embajadores y, versado como lo es ya en astucias cual zorro viejo, les saldrá al encuentro, de improvisto y a salto de mata, con su inagotable arsenal de argucias. Estudia bien este semblante, Milos, trata de penetrar en él y, a través de él, proyectarte hacia el exterior, pues contiene los trazos exactos y el gesto adusto, severo sin haber renunciado por ello a la ironía, implacable a la par que inteligente y cultivado, orgulloso al tiempo que sabio, determinado y sereno, con que la Iglesia ha logrado mantener bajo su férula a la ciudad y al mundo. Considera que ni siquiera tiene la edad en que uno comienza a cansarse de tanto poder, pues todo él manifiesta la alegría y la satisfacción por ejercerlo. Me gustaría verlo con veinte años más a cuestas. Milos lo contempló, en efecto, detenidamente, hasta que, al cabo, se decidió a avanzar. Le seguí. No obstante, una intuición salvaje, casi un instinto de conservación, me obligó a volverme para encontrarme con Nicolai, absorto, erguido como un palo ante la tela, mirando de hito en hito al cardenal. Cuando sintió que me hallaba observándole, volteó hacia mí unas pupilas que habían adquirido el mismo dardo mortífero que acechaba, cargado de peligro, en los ojos del prelado, quien presenciaba la escena desde el cuadro. Mi cuerpo entero, de punta a punta, acusó el latigazo de un escalofrío. Acaso quiera hacerme pagar cara, algún día, una deuda antigua. Pero como lo apreciaba casi como a un hijo y yo mismo estaba sinceramente arrepentido de lo que hice, olvidé el incidente. Seguí caminando, eligiendo. “El sueño de Jacob”, José de Ribera. He aquí un tipo humano completamente distinto, recio, tosco, rechoncho; en suma, un pastor fetén. Rebaños auténticos no deben andar lejos de esa loma. Sus músculos rollizos están hechos de carne de oveja, leche y queso, con algún que otro rebujo de pan. La naturaleza no ha sido tierna con él, como suele hacer con sus allegados, y le fue alzando obstáculos. Primero se vio obligado a huir de la casa paterna, por miedo a su hermano Esaú. Luego tuvo que ponerse a trabajar duro, pastoreando los rebaños de su suegro Labán. Mirad su cuerpo denso, espeso, hecho a la intemperie, avezado a las temperaturas extremadas, al trabajo áspero y servil que fuerza a arrastrarse por el fango. Ahora se ha abandonado sobre su mano izquierda, su costado izquierdo, el lado oscuro, inconsciente, donde se encuentra esa caverna profunda y tétrica, que aterra en cuanto se han descendido unos pocos peldaños, y duerme a pierna suelta. Observad cómo su cuerpo constituye la juntura de dos trazos oblicuos que, sumados, forman una v, la letra vau, cuyo nombre es también la conjunción copulativa de la lengua hebrea, lo que vale por unión. Unión del cielo y la tierra, la materia y el espíritu. Por eso, el trazo de la izquierda es el tronco del árbol y el de la derecha el rayo de luz que desciende desde el cielo y cae justo sobre la cabeza del durmiente. Esa letra v simboliza al hombre, viviendo en un valle tenebroso con los ojos alzados siempre hacia la claridad, pero también representa al verbo, indisociable del pensamiento, su más pura esencia. Pronto la ladera derecha se transformará en escalera de luz, por la que comenzarán a bajar y subir ángeles del cielo, estableciéndose así la conexión entre los dos mundos, el de arriba y el de abajo. Mirad si no sois también vosotros pastores robustos como Jacob. Torcí a la izquierda. Según el plano que recogí a la entrada, lo que andaba buscando se encontraba por ahí. “El caballero de la mano en el pecho”, El Greco. Si antes hemos visto a un cardenal que bien podía pasar por caballero, ahora tenemos ante nosotros a un caballero que bien podía pasar por cura. Se ha comentado que pudiera tratarse de Cervantes, a causa de la deformación del hombro izquierdo, consecuencia de su participación en la batalla de Lepanto. Lo dudo. Esas ojeras moradas, esa mirada más mística que triste, indican una observancia religiosa estricta que cuesta atribuirla al maestro; así como el espléndido trabajo de orfebrería en la plata y oro repujado del pomo de la espada, o las puntillas blanquísimas y almidonadas de puño y gola que, contrastando con el negro terciopelo de la chaqueta, imponen su elegancia aristocrática. Él, que siempre anduvo envuelto en agrios trabacuentas con la administración y a quien su país nunca pagó, en vida, ni la más párvula chispa del inmenso genio que volcó en su lengua. Es mucho más probable que se trate de Don Juan de Silva, marqués de Montemayor, alcalde del alcázar de Toledo. También a él un arcabuzazo le desprendió el hombro. Poco importa, es el hidalgo castellano por excelencia. Conviene que notemos esa blanda severidad en la mirada, la cual admite tanto al caballero como al santo y reúne a ambos en una vida austera, si bien delicada. Todo el equilibrio del ricohombre español está ahí. No le miremos ya el rostro, por lo demás es impenetrable. Se halla prestando juramento ante Dios, dejemos que uno y otro se entiendan. Observemos acaso la delicadeza de esa mano, con los dedos anular y corazón juntos, lo que sugiere una hiperestesia extrema, casi enfermiza. Una mano extendida, un microcosmos, o, dicho de otro modo, un hombre. Decidme, ¿le acordaríais vuestra confianza? Juntad la imagen del cardenal y la del hidalgo o bien combinadlas, al albur de las circunstancias, pero no os desprendáis de ellas. Sed inocentes como la paloma y astutos como la serpiente. Ahora comienzo a comprender ciertas cosas. También yo empiezo a comprenderlas. “El Emperador Carlos V, a caballo, en Mühlberg. Al pasar ante los rojos y los oros de Tiziano, comenté sencillamente que éste, el retratado, también fue un extranjero en España, pues a su llegada tan sólo contaba diecinueve años y no hablaba español. Sin embargo, años más tarde, dijo aquello de que utilizaba el alemán para los negocios, el francés para los asuntos del amor, pero el español lo reservaba para hablar con Dios. “El triunfo de la muerte”, Brueghel “el Viejo”. Al pasar frente a ese cuadro, no dije nada, lo miramos todos en silencio. Consumimos unas dos horas dentro del museo, deambulando ya sin decir palabra, cada cual comidiendo en sus propias cuitas y proyectos y presagios. Estábamos en capilla. Los santos huyen al desierto para encontrarse con su Dios, antes de enfrentarse al mundo. Los ambiciosos van allí donde se halla el suyo, entre las insignias y los emblemas del poder, levantan la lanza de San Jorge. Salimos al cabo y, a pesar del calor, por cierto menos sofocante que el de los días anteriores, dimos una vuelta por los jardines anexos. Junto con el nervio óptico, se distendió también el espíritu. Sentí un cierto alivio al respirar el aire libre y al equilibrar con algo de naturaleza, aunque sólo fuera la de ese cartesiano jardín francés, la armonía del arte, que hacía trabajar el intelecto. Me hubiera gustado abandonarme a esa sensación de bienestar, pero Milos me abordó. ¿No te parece que nos quieres llevar un poco lejos? Yo había venido a hacerme rico, no a crear un imperio y una secta al mismo tiempo. Tú, me da la impresión de que quieres hacer de cada uno de nosotros una mezcla de apóstol y de general, como si quisieras fundar una nueva Compañía de Jesús. ¿Y te parece una mala idea, una Compañía de Jesús laica y con unos objetivos mundanos? Se me antoja algo excesivo, desmesurado. No me digas que te viene de nuevo, algo habíamos hablado, cuando te dije, por ejemplo, que, fuertes de este golpe de mano, debíamos ampliar nuestra red, fortalecer nuestra organización. Y tú replicaste que lo dejara de tu cuenta, que ya habías pensado en ello. Cierto, pero yo había imaginado una especie de puente entre las dos orillas del mediterráneo por el que se efectuara un trasvase discreto de gentes y capitales; el lado de allá proporcionaría sobre todo hombres bien entrenados y sin escrúpulos, en el de aquí, implantaríamos una organización relativamente modesta, encargada de negocios con una monta limitada, secundaria, en el ejercicio de los cuales no se hiciera sombra a las grandes mafias instaladas en la ciudad. Pero tú, con el primer movimiento, haces jaque al rey y nos dejas enfrentados a todo el mundo. ¿Y qué? Nadie conoce nuestra existencia, se van a volver locos buscando. Habrá que verlos, furiosos, dando palos de ciego a su alrededor. Mientras tanto, nosotros estaremos agazapados en nuestra madriguera. Perfecto, sobre el papel. Más tarde, a condición de que actuemos con una discreción ejemplar, nos iremos haciendo fuertes. Cuando quieran darse cuenta, habremos establecido una cabeza de puente. Visto y no visto. Una jugada maestra. Un golpe de suerte, también. Pero vale, tú no debes ignorar ese refrán de que quien mucho abarca, poco aprieta. ¿Y quién te ha dicho a ti que mis planes vayan más allá de lo que acabas de enunciar? Me da la espina de que tus ojos están puestos ahora en Madrid y que pretendes crear una milicia un tanto particular, digamos, una especie de templario, un monje guerrero o algo así. No está mal eso que dices, aunque por lo pronto deseo que esa milicia, sea cual fuere su naturaleza, se halle bien encuadrada, por hombres que se sientan comprometidos unos con otros, preparados y, sobre todo, hábiles. Tú mismo lo has dicho, cuando levanten la cabeza y vean lo que hemos hecho, estarán locos de furor. Habrá que verlos, cedazo en mano, cerniendo a toda la ciudad, separando el polvo de la paja y ésta del grano. Moliendo el grano después. Ahí os quiero ver. Ésa será la primera verdadera prueba del fuego. La suerte que tendremos es que ni siquiera se les ocurrirá pensar en tus hombres, pobres sisadores de la estación de autobuses. Lo que ellos andarán buscando no será descuideros, sino delincuentes de guante blanco, gente de otra calidad, con miras más altas, que practica la caza de altanería. El mejor refugio para tus hombres será la calle, a la vista de todos. Pero ¿y después? En esos pagos tan remotos, ¿qué hará un rebaño de tiernos corderos ante una manada de lobos hambrientos y encolerizados? Mis hombres no son precisamente corderos lechales. Me lo figuro, pero desconocen el terreno que pisan. Ese tipo de guerra, todavía no la han practicado, o poco. Porque lo que se avecina es una guerra y mi pretensión es que dispongamos de tropas de élite, adaptadas a la particular modalidad de combate en la que se verán involucradas, dirigidas por generales esclarecidos. Eso, o dividirnos los despojos de Ruano y sus secuaces, poniendo, a la menor ocasión, pies en polvorosa. El botín no será despreciable. No obstante, si no quieres que tus hombres te persigan hasta las mismas puertas de tu pueblo, tendrás que darles una parte proporcional y somos muchos para intervenir en el reparto. Eso sí, dará para una buena finca rústica por barba, allá en vuestro país. Si esa es vuestra idea de la riqueza, podéis darlo prácticamente por hecho. La elección está entre terminar vuestros días holgadamente y la auténtica abundancia, es decir, el lujo, el esplendor. Observé que los ojos les brillaban a todos, con distintos reflejos, unos más húmedos y otros más acerados. Ouissene soñó en voz alta. En mi pueblo no hay agua corriente, pero mandaré construir un palacio con piscina, rodeada de césped y de palmeras. Los demás no dijeron nada, pasó un ángel tras las palabras de Ouissene. Venga, vamos a comer, que me está entrando un hambre canina, mentí. Como don Quijote a Sancho, les transmitiste tu locura. No se me escapaba, y esa conversación vino a confirmarlo, que mi primera gran dificultad me iba a caer encima al propio tiempo que ese enorme y primer lote. A pesar de ello, albergaba una confianza ciega, hasta tal punto que no pude sino preguntarme por qué. Si uno no cree en nada en esta vida, tenderá a decirse que eso es la inercia, los acontecimientos que, encadenados por casualidad o por reflexión, crean un estado de ánimo. Sin embargo, si uno sospecha que todo persigue una finalidad y que no se desprende, ante nuestros ojos, ni una sola hoja de un árbol sin que ello se encamine a un objetivo preciso y no deje de tener sus consecuencias después, que nada es gratuito y que todo tiene su porqué. ¿Quién no ha sospechado esto alguna vez? Pues bien, cuando uno entra por los derroteros de ese pensamiento, entonces es cuando se siente aplastado por un inmenso drama, en el que desempeña, al fin y al cabo, un papel modesto, por espectacular que parezca a primera vista. ¿Y ese entusiasmo, entonces? Entusiasmo no, confianza ciega, he dicho. La cual me venía de considerar que el destino no había desplegado en mí, bueno, en los acontecimientos que se desarrollaban ante mí, tantos medios y lo había hecho con tal celeridad y tan perfecta trabazón para nada, para que luego quede en agua de borrajas. Ello me parecía poco probable. En cualquier caso, había lanzado la máquina del tren a todo trapo y si a alguien le venía la ocurrencia de cruzarse en mi camino no podría rehuir el encontronazo. El cual, por cierto, como parecía pronosticar mi particular talante de aquellos días, no se produjo de inmediato a causa, sin duda, de la trabazón de una serie de acontecimientos que seguramente calificarás de nuevo golpe de suerte. En este caso te equivocas, no solamente no lo considero un golpe de suerte, sino que mantengo mi convicción de que dichos acontecimientos marcaron para ti el inicio de la debacle. Jamás debiste entrar por esa senda, o por lo menos tendrías que haber sabido retirarte de ella a tiempo, nada más comprender a dónde conducía, borrando cuidadosamente tus huellas. Fata obstant. Yo más bien diría abyssus abyssum invocat. Es una manera de ver las cosas. Pues ¿no estabais de acuerdo en que, tras el secuestro de Ruano, lo que procedía era retirarse a crecer en la sombra? Cierto, pero la curiosidad pudo más; en todos. Siempre hay un momento en que la curiosidad se convierte en pecado. ¿Quién teme pecar, ante el rostro de una mujer con tantos atractivos? Entonces fue la lujuria, no la curiosidad, la que te empujó por tan abrupto camino. Sería difícil decidir si fue la una o la otra, pero debes saber que, antes de partir para Madrid, había encomendado a alguien la tarea de seguir en mi ausencia al tipo del pirulí, al melenas que, con cuánta delectación, espiaba a Verónica de la Mata. Justo en las horas que siguieron a la liberación de Ruano, nos vino este agente, al que casi había olvidado, con la grabación de una conversación telefónica en árabe, cuya traducción encomendamos a Ouissene, quien, en ese preciso instante, a mano me venía. Pero no adelantemos acontecimientos. Aquel día, todos parecíamos comer sin verdadera hambre y en silencio, excepto el coloso Ouissene que manducaba y hablaba, al mismo tiempo, con grandes movimientos de su poderoso bigote. Me preguntó que cuál era el plato típico de Madrid. Le repuse que tal vez los callos a la madrileña y allá se lanzó con la callada, rebañando después el plato con ayuda de pedazos enormes de pan. Los demás se abismaban demasiado para mi gusto. El objetivo inicial era hacerles reflexionar, cierto, pero tras la conversación con Milos no albergaba la seguridad de que lo estuvieran haciendo en la dirección deseada. Tomé la decisión de atenuar, o suavizar, por precaución, el efecto de dichas cavilaciones, cualquiera que fuera su contenido o su orientación. Tras una primera botella que había desaparecido en un santiamén con los primeros bocados, sobre todo tras los generosos tragos retirados por Ouissene para regar sus pantagruélicas mascadas, pedí una segunda, esta vez ostensiblemente cara. Dejé caer, en presencia del camarero, la insinuación de que se trataba de una celebración importante. El vino aligeró un poco la pesadez de los espíritus y la conversación, vacilante en un primer momento, prendió de nuevo. Concluido el ágape, les propuse regresar al hotel para una siesta reparadora. Hacia el atardecer, salimos de nuevo a patrullar por el Madrid de los Austrias como si fuéramos cuadrilleros de la Santa Hermandad. Decidí que, al día siguiente, saldríamos de la capital. Alquilé un par de coches de lujo y les llevé al Escorial por la mañana y a Segovia por la tarde. En ambos lugares, la densidad de turistas por metro cuadrado era mayor y nuestra variopinta tropilla de extranjeros pasaba mejor. En el Real Monasterio, contraté los servicios de un guía, en parte por no hablar más yo mismo, creí que ya había dicho lo suficiente, de momento, en parte por la extrema susceptibilidad del mencionado gremio de los guías, de todo Madrid, en general, pero en especial de esa plaza, a causa de la cual las visitas particulares suelen acabar, sobre todo si uno también tiene su pizquita de amor propio, como el rosario de la aurora, porque, si uno se calla, le reprochan que pretende aprovecharse de las explicaciones dirigidas a un grupo de pago y los grupos de pago avanzan casi tocándose; por el contrario, si uno conversa con sus compañeros de visita, fingiendo no prestarles atención a sus doctorales glosas, argumentan que se sienten lesionados en sus derechos laborales y le acusan de usurpación, de ejercicio ilegal de la sacrosanta profesión de guía. ¿Se habrá visto alguna vez un grado mayor de censura? La de los regímenes dictatoriales más cerrados prohíbe hablar, ésta, además, prohíbe escuchar, aunque sea involuntariamente. Sobran los modos de poner en evidencia lo irrisorio de su actitud, pero nosotros no estábamos allí para divertirnos y menos aún para llamar la atención. Hice bien en adoptar esa actitud conciliadora pues así nos tocó en suerte una morenaza de ojos verdes, bien guapa, seria pero guapa, y a ratos hasta simpática. En fin, todo lo simpática que puede llegar a ser una guía de Madrid o sus alrededores. En Segovia, donde ya pude hablar con toda libertad, les expliqué la leyenda del acueducto y algunas cosas más. Les encantó esa ciudad, que Vuk calificó de cuento de hadas. Cenamos allí y regresamos tarde a Madrid. El día siguiente, de nuevo lo pasamos en capilla, velando armas. Únicamente nos vimos para las comidas. Yo fui a comprar un libro y me pasé el tiempo leyendo junto a la ventana o navegando por la red. Examiné también detenidamente las palabras de Milos como si entre todas compusieran un diamante finamente tallado que se deja contemplar en sus múltiples facetas. Has puesto las miras en Madrid. Ruano también las había puesto, era evidente, y nosotros veníamos en su seguimiento. Por el momento no pensaba en apoderarme del entramado de Ruano, pero sí consideré que el informe que estábamos a punto de confeccionar no dejaría de ser aleccionador. Habiendo fundado una asociación crapulosa y fraudulenta, nuestro problema iba a plantearse muy pronto en los mismos términos que el de Ruano, es decir, cómo blanquear el dinero obtenido con nuestros manejos ilícitos. Intuí que el magisterio de Ruano, muy a su pesar, sería decisivo. Determiné que primero se hiciera un informe urgente, aunque sin dejar ningún cabo suelto, con objeto de sentenciar sin apelación la suerte del director de la orquesta, pero que más tarde se elaborara otro exhaustivo, un verdadero estudio de mercado que yo mismo me encargaría de redactar y, al hacerlo, de meditar concienzudamente. Cuando alguien tiene un mérito así de palmario, locura es evitar reconocérselo. Es indudable que poseía cualidades apreciables, pero también tenía algún que otro gusanillo que se lo iba comiendo por dentro. Ruano pertenecía a esa familia de hombres brillantes, capaces de multiplicar el dinero como los panes y los peces del milagro de Galilea, de elevarse hasta lo más alto, de coger a todo el mundo por sus secretos, de manejar todos los hilos y ocultarse. Parece ser que era chalán como un gitano y paciente como un monje budista. Frío y distante, de hecho, hasta el final. Impertérrito hasta en los registros, según leí más tarde en los periódicos. Sabía que la policía no lograría intervenirlo todo, pues durante quince años se ocupó pacientemente en no dejar, o borrar, el menor rastro documental. También era trabajador y constante, hombre de mundo, por añadidura, a quien la pobreza le había enseñado el valor del dinero y hasta qué punto pueden escocer en el bolsillo esas pocas monedas imprescindibles que no se tienen. Poseía igualmente una cualidad que no resulta jamás inocua, lengua. Desarrolló un lenguaje altamente connotativo. No obstante, junto con eso, albergaba pasiones que no conseguía dominar y que llamaban la atención innecesariamente. Estorbaba el centenar largo de caballos zainos, los toros bravos, el tentadero, el tablao particular donde desfilaban figuras flamencas de primer orden, los trofeos de caza abatidos en los más apartados rincones del mundo. ¿Y qué decir del Dalí que se conservaba mal en un cuarto de baño o de las partidas de póker durante las cuales se ponían sobre el tapete cortijos? Le faltaba esa discreción, esa austeridad, que suele caracterizar a ciertos padrinos sicilianos, los cuales dirigen imperios al tiempo que malviven en granjas abandonadas; todo lo sacrifican al poder. Ésa fue la verdadera causa de su caída. Pero hay que reconocer que ambas cualidades reunidas no se hallan con mucha frecuencia. Ruano conoció únicamente el poder del dinero, propiamente dicho, y ese otro poder que el dinero da sobre ciertas gentes, a ratos. No el poder absoluto, ese poder que envía hombres a matar y a morir por una decisión nuestra; ese poder que mantiene fronteras, la cohesión interna de un Estado, oficial u oficioso, o la resquebraja o la desborda; ese poder regulado por un ceremonial solemne, estricto, y en el fondo hasta mágico. Ese poder que mantiene cancillerías y embajadas, que promulga edictos, bulas, sanciones. Ése es el poder que obliga a algunos padrinos sicilianos o napolitanos a vivir en la oscuridad de una casa desvencijada, comida por el cáncer, amenazando con un derribo, tal vez porque creen que ese poder les viene de Dios. Por eso acaso rezan y dictan sentencias de muerte con la misma voz serena y grave, al tiempo que modesta. Te dejo, pues, relatar la caída de Ruano, que es a la par la historia de tu propia ascensión. Ruano y yo no nos hallábamos en el mismo eje, su caída y mi ascensión no eran hechos concatenados. Él era el rey del chanchullo, yo el jefe de un ejército. Ruano ocupaba, mediante un sistema de explotación distinto, un terreno al que tú, tras el famoso informe detallado, le echaste el ojo malamente. No fui yo quien le denunció a la policía, si es eso lo que pretendes insinuar. Cuando se produce un crimen, el primer trabajo de un investigador es averiguar a quién puede beneficiar. Había comenzado a crear mi propia red. Cuando de repente te cayó entre las manos, como llovida del cielo, buena parte de la de Ruano. A él ya no le iba a servir, ni siquiera podía utilizar una tarjeta de crédito. ¿Y quién le llevó a ese estado? Pues tú lo acabas de decir, el tablao, el tentadero, la ganadería de toros bravos, los caballos zainos, el helicóptero, los ocho mil euros en concepto de champán y vinos franceses. Tal vez eso último principalmente….pero a mí, la verdad, ¿qué más me da? Antes bien, me intriga tu caso, pues tú sí supiste sepultarte vivo, hasta el punto de que tuvimos que levantar incluso los escombros de la ciudad sin resultado. Y lo peor es que el prestigio de Leviatán estaba en juego. Como sabrás, la operación de la torre negra resultó un éxito. Vuk y Moussa encontraron, en el fondo de cada una de las redecillas que habían tendido, las contraseñas para acceder a la información reservada que contenían los ordenadores. Grabaron todo en unas potentes llaves USB y salieron sin dejar la menor huella de su paso. Al día siguiente regresamos con nuestro precioso botín a casa. Durante nuestra ausencia, los hombres de la trastienda y los detectives que teníamos en misión, habían trabajado. Nos aguardaba un nuevo informe en el cual figuraban las inmobiliarias que solían trabajar con Ruano, así como la lista de sus probables testaferros. Con relación a las primeras, cabe citar, entre otras, además de la ya mencionada Lemos, a la Sociedad inmobiliaria Requejo Toro, que entregó a Ruano cinco millones de euros a cambio de licencias de primera ocupación y convenios urbanísticos; con ella, nuestro héroe había terminado levantando cinco promociones, por las que recibió diecisiete millones de euros y un puñado de pisos. También figuraba otra gran empresa andaluza, Construcciones Astorga, así como Silfos. Como testaferros aparecían, además del ya citado Alberto Collado Sancho, los nombres de Elena Castañeda Espejo, abogada madrileña, Severiano Muñoz González y Esteban Espúñiga Navarro. El asunto comenzaba a adquirir ante nuestros ojos un perfil preciso. Todavía necesitamos una semana para ultimar preparativos. Incluso Milos daba muestras ya de impacientarse. Pero yo corregía concienzudamente el borrador del informe sumario que me habían entregado repleto de faltas de ortografía, lo cual no quiere decir que no constituyera una lectura altamente instructiva, antes al contrario. Sin embargo, por nada del mundo hubiera consentido que se presentara un documento tan poco cuidado ante los ojos de Ruano, habría pensado que éramos unos chapuceros. No lo pensaría, ni mucho menos. Antes bien, debía saberse entre las manos de auténticos profesionales, que no cometen faltas ni siquiera de ortografía y no dejan nada al azar. Además había otras gestiones que hacer, nuestro huésped no debía permanecer entre nosotros más tiempo que el estrictamente necesario y, por cierto, había que considerar la cuestión de procurarle un alojamiento conveniente. A decir verdad, ello estaba decidido desde hacía tiempo, pero quedaban todavía unas postreras gestiones, las cuales aceleré. Mefiboshet, el hijo del rey Saúl, renqueando, fue, ni corto ni perezoso, y así como quien no quiere la cosa, compró un palacio casi en ruinas, una vieja casa solariega de muros espesos, sótano profundo, vasto jardín bien poblado de árboles copudos donde anidan los gorriones y arman, sobre todo a ciertas horas del día, un alboroto de mil diablos, como en los jardines de las auténticas instituciones, Museo etnográfico, Palacio Arzobispal o Jardín Botánico. A los demás les dije que la había alquilado. Entonces llegó Milos, tenso, a la atalaya. Yo me hallaba contemplando el mar. Ruano se va mañana a Afganistán, a cazar cabras. Pues en ese caso… ¿a qué estás esperando para cazar al cazador? Sin responder, dio media vuelta y desapareció precipitadamente. Esa misma noche la pasó ya Ruano en el palacio oriental de Mefiboshet. Lo estaban aguardando en el garaje de su propia casa, con el rostro cubierto por pasamontañas. Se le obligó a salir de nuevo a punta de pistola. El acento eslavo de los secuestradores no venía mal, en ese caso. Ambos eran pequeños, así que pudieron esconderse bien dentro del amplio coche de Ruano, uno delante y otro detrás, sin dejar de orientar hacia él el cañón de sus armas. Le indicaron un lugar apartado, a las afueras de la ciudad. Allí les aguardaban otros. Cubrieron el rostro de Ruano, lo amordazaron, lo metieron en un maletero y, como convenido, antes de llevarlo a su nueva residencia por espacio de unos días, le dieron numerosas vueltas por la ciudad. Yo no fui a verlo hasta el día siguiente, al atardecer, cuando ya se hallaba más tranquilo y resignado a su suerte, tras una conveniente asimilación del nuevo estado en que se encontraba. Bueno, no solamente resignado a ella, sino también curioso por conocer los movimientos subsiguientes. Es natural, pasa la primera impresión y llegan las preguntas. Revisé primero el escenario en que debía tener lugar nuestra entrevista. Nada debía ser dejado al azar pues a la palabra bien dicha, si algo le faltara en la persuasión, ello sería el marco adecuado. Un amplio salón enmoquetado de azul oscuro, conteniendo como único mobiliario dos sillas de respaldo elevado tapizadas en rojo, enfrentadas, y en medio de ellas, una mesa más bien pequeña, cubierta por un tafetán negro que caía hasta el suelo semejando un catafalco; sobre ella, una carpeta de cuero repujado conteniendo el informe. Hacia la parte derecha, cuatro grandes ventanas daban al jardín frondoso. A mi espalda, dos candelabros de plata maciza con varios brazos. Todo se hallaba conforme con mi demanda. Pasé a la habitación contigua con objeto de vestirme para la ocasión. Durante mi estancia en Madrid, me había pasado por una tienda de hábitos que se sitúa no lejos de la Plaza Mayor donde hice un pedido consecuente, del mejor tejido. Expliqué que quería hacer una donación a un monasterio benedictino de mi región y di las señas de la oficina inmobiliaria. Ahora tenía en el palacio a una docena de serbios deambulando con hábito y casulla. También yo me revestí con tales ropajes, a los que añadí una máscara griega de la risa, de porcelana blanquísima y brillante, sobre la cual me coloqué el capuchón. Mis hombres iban todos encapirotados. Regresé a la mencionada sala y tomé asiento ante el catafalco. La luz debía disminuir aún unos cuantos grados para que la atmósfera alcanzara el tono perfecto, ese momento mágico en que ya no se distingue un hilo blanco de uno negro, como reza el Corán, pero se les puede ver todavía a ambos. La máscara de caolín le proporcionaba un frescor agradable a mi rostro. No hacía un calor excesivo allí dentro, tan espesos eran los muros que uno tenía la sensación de encontrarse en la capilla de una catedral, efecto que la visión de las velas encendidas, situadas a mi espalda, incrementaría sin duda. No se me escapaba en absoluto la transcendencia del acto que me disponía a cometer. A partir de él, toda retirada sería impensable, los puentes estarían cortados, las naves quemadas. Por otra parte tampoco podía decirle a Milos que lo paraba todo, que de lo dicho no había nada. ¿Y por qué? Por miedo. Por un escrúpulo de no caer clara y definitivamente en el lado de la ilegalidad, como consecuencia de esa sed de poder que me había abrasado siempre sin darme siquiera cuenta. Lo cierto es que ese miedo lo sentía verdaderamente en el estómago, como si me lo hubieran descosido y me hubieran puesto una gran piedra en él. Podía incluso oler el tufo del musgo que recubría esa pesada laja de miedo. Consideré que tal vez me estaba precipitando, que estaba tomando innecesariamente el mal camino, cuando, con mi dinero, con esa inesperada fortuna que había venido sola a mi encuentro, y también con un poco de buen sentido, acaso pudiera obtener mis fines sin necesidad de transgredir la ley. Todavía estaba a tiempo de quitarme la máscara, de despojarme de ese hábito benedictino y salir corriendo por la puerta trasera. O tratar de convencer a Milos de que, juntos, podríamos emprender un negocio legal de gran envergadura. No, demasiado peligroso. Imposible, además, les he abierto el estuche, les he mostrado una auténtica varita mágica ¿y ahora qué voy a hacer? ¿Guardarla sin más dentro de un petate lleno de borra, en un rincón del desván? ¿Ahora que tenemos ya a Ruano amordazado a una silla, como en casa de un dentista de los antiguos, esperando a que le leamos la cartilla? Sólo queda escaparme, me dije una vez más. Y eso hubiera sido posible, de haberlo querido realmente, claro. Nadie se lo esperaba. El corazón latía con fuerza. Me levanté y me dirigí hacia la ventana. En el patio divisé a dos monjes negros, con el rostro encubierto ya, esperando tan sólo una señal mía para entrar por aquella puerta que conducía al sótano y traer al prisionero a mi presencia. Habría sido posible, sin embargo, ir desde el interior de la casa hasta el garaje, quitarme ese pesado disfraz y salir por allí al aire libre. Mas fue justamente la visión de esos dos misteriosos monjes la que me disuadió. Ellos están a tus órdenes, me dijo una voz, la mía, que surgía desde las catacumbas de mi ser; dirigiéndolos en la sombra, crearás una comunidad temible, dotada de un poder inmenso y no habrá puertas capaces de cerrarle el paso. En eso alzaron sus rostros y desde el fondo cavernoso y oscuro de la cogulla me vieron. Les hice la señal convenida y ellos, en el acto, obedecieron. Únicamente quedaba huir hacia delante. Apareció Ruano con los ojos vendados, las manos atadas a la espalda, flanqueado por dos monjes enormes. Dejé que lo desligaran y le devolvieran la facultad de ver. Únicamente se oía el piar violento, encarnizado, de los gorriones que envolvían el palacio con un rumor sordo de catarata. Noté en su expresión que realmente no se esperaba esa puesta en escena. Tanto mejor. Palideció intensamente. Hay que ponerse en su lugar, horas y horas sumido en la más profunda oscuridad, de repente cae la venda y los cirios le parecen luminarias, astros de un cielo desconocido que han bajado expresamente a verle. Luego los cenobitas revestidos con ese paño más negro que el asfalto cuando hierve en la caldera y la careta, blanca como una cuajada. Le di un poco de tiempo para que sus ojos absorbieran todas esas novedades. Lejos estaría él de imaginar que también yo me hallaba aprovechando esos minutos para serenarme, para acallar mi conciencia tratando de explicarle que, a veces, cuando uno quiere ir hacia la derecha, debe decantarse primero un tanto hacia la izquierda, para que se aplique la ley del péndulo. Le hice una seña con objeto de invitarle a que tomara asiento. Te doy la bienvenida al palacio del hijo del rey Saúl. Pero no debes inquietarte por tu vida, pues ella está enteramente en tus manos. Tú sabes muy bien a lo que me refiero. Me pongo en tu lugar y no puedo sino decirme que el mundo es puro cambio ¿verdad que sí? Ayer apurándose uno por el curso de las acciones y hoy tener que verse angustiado por lo esencial, lo primario, lo estrictamente vital. Sin embargo, un hombre inteligente conoce que el mal tampoco permanece, también él está sujeto a la implacable ley de la mudanza, y a ese respecto, quiero ser para ti mensajero de albricias. Levantemos entonces francamente nuestros corazones, Ruano, porque debes reconocer que esa certeza que te ofrezco es un triunfo ¿o no lo crees así? Tú sabes, por experiencia, que no en todas las circunstancias que nos reserva el albur de la existencia, especialmente cuando uno pertenece a lo que suele llamarse la mala vida, uno consigue albergar semejante certeza, que es también una facultad. Pues yo te la brindo con absoluto desprendimiento. Mi consejo es que hagas un uso apropiado de ella. Sé pertinentemente que lo harás, porque me consta que eres un hombre cabal. Bueno, tu cabeza tiene ciertas estrías muy finas, poco numerosas por lo demás, casi imperceptibles, por las que se deslizan al exterior algunas pasiones nefastas, pero, aparte de eso, eres un notable calculador. Es esa inteligencia, la del cálculo, la del ajedrecista consumado que nunca se siente satisfecho a menos de llevar siete movimientos de avance, la que emplazo y pongo por testigo entre tú y yo. Me detuve ahí para dejarle que molturara bien mis palabras. Debía llegar a la conclusión de que aquello no era, a pesar de todo, sino una transacción más, a las que tan avezado estaba, sólo que, en ese caso, además de grandes sumas de dinero, se hallaba su vida en juego. Pero el que es chalán, sabe negociar hasta con su alma. Manifiesta formalmente tus pretensiones y yo te diré cuál es mi margen de maniobra. Era una apertura discreta. Que el juego comience. Vivimos, amigo Ruano, en la era, no tanto del conocimiento, sino de la información. Ésta se ha convertido en oro contante y sonante. Lo que sabemos unos de otros, es hoy moneda de cambio a causa de la creciente curiosidad de la gente y también de la multitud de canales que existen para satisfacerla. Para muestra, bien vale un botón. Piensa en lo lejos que me hallo yo de ti, en una posición casi inalcanzable, de hecho. ¿Por qué? Principalmente porque no sabes nada acerca de mí. ¿Quién está detrás de esa máscara blanca y brillante que tienes delante? Tal vez alguien que tú conoces, no de primera mano pues habrías identificado mi voz, aunque también es cierto que sale deformada por el obstáculo artificial con que tropieza, pero acaso sí alguien con quien te hayas cruzado varias veces, o todos los días, o en ciertas ocasiones precisas, si bien espaciadas. No tienes ni la menor idea, Ruano, debes confesar que ignoras todo de mí. Por eso no puedes agarrarte a nada que te permita operar. Te encuentras paralizado. Peor aún es lo que te imaginas, que lo que sabes ¿o me equivoco? Mas no pienses en ello, no ahora. Observa, más bien, el abismo que nos separa. Yo sé todo sobre ti. En fin, mucho. No tardarás en advertir que mis palabras no son vanas ni capciosas. Mis ojos han penetrado hasta el fondo en materias que tú creías celosamente escondidas, secretas, y que te conciernen personalmente. Lo cual me concede, como vas a comprobar, un vasto poder sobre tus decisiones, sobre tu sino, en suma. Pronto vas a estar en condiciones de sondarlo. Abre, te lo ruego, la carpeta que tienes delante. Obedeció. Nada más hacerlo, palideció aún más intensamente. Su rostro adquirió la tonalidad de una especie de cera verdosa, que me revelaba hasta qué punto habíamos penetrado en el interior de sus líneas. Aquel informe contenía, con pelos y señales, lo que él sin duda calificaba como sus secretos mejor guardados. Todo, o casi, figuraba allí. Sus operaciones más recónditas e incluso, entre ellas, las más recientes. Aquello no podía ser sino el fruto de una traición. Ese razonamiento lo pude leer con toda claridad en el brillo acerado que, repentinamente, destellaron sus ojos. Y tras una traición de esa envergadura suele acechar una fuerza descomunal. Eso no podía ignorarlo Ruano, a quien nadie hasta entonces había traicionado, según parece. Al menos nadie había osado dar el paso definitivo, pues todo hombre tiene su precio y él se jactaba de conocerlo, en cada caso, con una exactitud que podía expresarse hasta en la calderilla de más y de menos. Ése había constituido el principal objeto de su estudio. Excepto en la palidez extrema de su semblante y su turbación, intensa pero fugaz, en nada más manifestó sus impresiones. Siguió leyendo hasta el final sin decir palabra. Cuando llegó a la última página, arrugó el entrecejo de manera significativa, señal manifiesta de que, por primera vez, no comprendía el significado de ciertas cifras. Sin embargo, no hizo comentario alguno, alzó la mirada hacia mí y aguardó. Imagínate el efecto que ese documento produciría en manos de la policía, o de la prensa. O entre las manos de ambas. En primer lugar pongamos que llega a los oídos de la policía, la cual inicia sus investigaciones, seguidamente se va enterando poco a poco la prensa. Al menos por cuanto se refiere a la segunda, es prácticamente seguro que pagaría bien tales informaciones, las cuales, sabiamente dosificadas, darían para largo. Considera con detenimiento este detalle porque, en el fondo, no estás aquí para ser rogado sino para rogar. Ten en cuenta que, en algunas de esas operaciones, se hallan implicadas cabezas muy visibles, de ésas que la fábula califica de hermosas, pero sin seso, idóneas para ocupar la portada de una revista y que, de hecho, suelen ocuparla, no las de más prestigio, por el momento, pero sí las más leídas. No se te oculta hasta qué punto la prensa, especialmente cierta categoría de prensa, es ávida de cualquier tipo de detalle, incluso el más insignificante, que les concierne y de ciertos personajes parece que les concierne todo, en bruto, sin cerner. Calcula lo que sería si empezaran a sentir el viento de todo esto. Ruano escuchaba aquello hundiéndose cada vez más en el fondo de su conciencia y en el de su silla, como progresivamente tragado por ella. Presentí, sin embargo, que preparaba la contraofensiva, sabiendo que para subir primero hay que bajar y para mejor saltar conviene volver atrás y tomar impulso. ¿Y tú, has considerado que, entre esas cabezas de las que me hablas, se encuentran otras con un cariz distinto, a las que no siempre se las puede calificar de propiamente hermosas, pero que poseen la no despreciable cualidad de disponer de una mano muy larga, a cuyo extremo siempre hay un dedo colocado ya sobre un gatillo, el cual suelen apretar a menudo y sin reflexionar demasiado? Medita, asimismo, sobre el hecho cierto, no lo dudes, de que sus intereses se hallan tan mezclados con los míos que son inextricables. Hasta ese extremo estamos hermanados y formamos una sola familia. Ocupémonos más bien de tu caso, amigo Ruano, que es el objeto de nuestra reunión de hoy. Como quieras, pero si tu decisión es irrevocable, mi consejo es que vayas, sin pérdida de tiempo, a tomarte las medidas, no a la tienda del sastre al que probablemente has acudido para estos hábitos, a menos que no tengas nada decente para tu mortaja, sino a la funeraria, para elegirte un buen cascarón que te vaya bien, porque el viaje es largo y es cuestión de acomodarse bien en su interior. Exageraciones. Concentra tu atención, te lo ruego, en las últimas cifras que aparecen en el informe. ¿Adivinaste su significado? No. Se trata de las cantidades que debes retirar de cada una de las partidas. La última cifra corresponde a la suma total que tendrás que ingresar en la cuenta que te vamos a presentar enseguida. ¿Estás dispuesto a hacerlo? Ruano asintió con la cabeza. Sabía que nuestra entrevista era una pura formalidad. Un buen jugador conoce, a veces antes que su adversario, las razones por las cuales tiene la partida perdida. Hice un gesto convenido a uno de los monjes y éste se ausentó un instante de la pieza. Al abrir la puerta, el escándalo insensato y furioso de los gorriones, que semejaba una inundación transparente contenida precariamente por los cristales, invadió durante unos instantes la sala. El prisionero alzaba hacia mí una mirada desafiante, pero observé que su tez se hallaba ligeramente perlada por el sudor. Aguardamos en silencio el regreso del monje negro, que no se hizo esperar. Depositó sobre el catafalco un ordenador portátil, conectado a Internet por sistema wifi, así como una nueva carpeta idéntica a la anterior. Ruano observaba los preparativos con la misma concentrada atención que si le hubieran traído cicuta. Cuando éstos concluyeron, no movió ni un solo músculo. Pero me abstuve de hablar. Yo lo estaba mirando a él, pero él únicamente tenía ante sí el rictus imperturbable de la máscara griega de la risa. ¿Quién me garantiza, dijo al fin, que, tras el pago de dicha cantidad, no me vendas, por treinta monedas de plata, o peor, de cobre, al mejor postor? La respuesta a tu pregunta es la simplicidad misma, ¿no la adivinas? Pagar yo mismo, periódicamente, las treinta monedas de plata. Considéralo como una póliza de seguros. Sonrió. Y mucho tendría que haberme equivocado si no hubo en sus ojos un cierto brillo de alivio sincero. Abre la segunda carpeta, en ella encontrarás los datos de la cuenta en que deberás ingresar la cantidad inicial, así como la mensualidad que también se menciona. Miró todas esas cifras con desprecio, como si se tratara del recibo de un restaurante, ciertamente caro pero no inabordable para su abultado bolsillo, tras una de sus opíparas cenas en la que le tocaba invitar a sus numerosos compañeros de parranda. Pidió que le acercaran el ordenador y, levantando las manos como si se dispusiera a interpretar una sonata al piano, se puso a teclear y a entrar una suculenta cantidad en una cuenta bancaria que había mandado abrir en el principado de Lichtenstein. ¿Ves como fuiste tú quien lo denunció a la policía? En ese ordenador habíais instalado el caballo de Troya del que hablabas al principio. La clave secreta que escribió Ruano en él fue transmitida inmediatamente a un banco de datos que presta ese tipo de servicios y de ahí a una dirección electrónica cuyo código de acceso se os había dado previamente, mediante el pago de una módica suma. Eso que dices es cierto. Sin embargo, con lo que no contábamos era con que la clave secreta que permitía ese tipo de transferencias se autodestruía tras cada utilización y era preciso redefinirla, de modo que, unos segundos más tarde, Vuk estaba tratando de acceder sin éxito. VIII He aquí que la potencia se convierte en acto, la voluntad acaba de cristalizarse en hechos. Pues, ¿acaso no era tu opinión que todo este proceso no había sido sino una contingencia, una sucesión de golpes de suerte? Cuando un hombre quiere algo con todas sus fuerzas, el universo entero conspira para que alcance sus fines. De modo que tú colocas la voluntad por encima de cualquier otra cualidad humana. La voluntad no es una cualidad humana, es un mandato inscrito dentro de cada hombre con caracteres indelebles. Entonces eres de los que piensan que estamos todos programados. Por supuesto, ¿cómo crees si no que la humanidad iba a encontrar el camino del Apocalipsis? Este camino es largo, pero no infinito. Las cualidades humanas, si ayudan a este proceso, son puestas a contribución; en caso contrario, se las relega o se las suprime. Una cualidad humana como, por ejemplo, la bondad, sacrificada en aras de una voluntad que, según entreveo en el cañamazo de tu teoría, sólo puede ser divina…. Naturalmente. ¿En qué crees que consiste el punto sobre el cual los tres sabios olvidaron, quizá por pudor, instruir a Job? No así Leviatán, como habrás podido comprobar. La mera presencia de Leviatán constituye una prueba evidente de lo que te refiero. ¿A qué te refieres en concreto? Cierra tus ojos y observa su triple hilera de dientes como piedras blanquísimas, cada una de ellas del tamaño de un hombre, entre las cuales refluye la espuma del mar cuando abre las fauces. Si consigues ver eso, habrás visto la ley suprema por la que se rige la naturaleza. En efecto, yo también sentí que comenzamos a existir a partir de ese momento en que la potencia se convierte en acto, aunque nadie tuviera aún noticia de nuestra presencia. La obtención de ese dinero constituyó un hecho concreto, que tuvo la virtud de probar de manera objetiva la utilidad de mi presencia en lo alto de esa pirámide de poder, la jerarquía que se hallaba a mis pies y la solidez de la base, así como nuestra solvencia para operar. En fin, que ya tenías a tu cofradía de pescadores, Pedro, Felipe, Andrés, Judas…. Era el momento de aprovechar ese recalmón que se avecinaba para hacer de ellos verdaderos apóstoles. Tal era mi plan, de un modo o de otro. Empezando, claro está, la transformación por mí mismo. Era evidente que el hombre cuyo continente iba a situarse al frente de esa masonería armada, de la cual, por cierto, urgía crear el aparato simbólico completo mediante una, eso sí, acendrada reflexión, no podía ser el oficinista de antaño. Paralelamente al gran avatar exterior, convenía otro interno. A ese propósito, me hallaba considerando la posibilidad de una cuarentena en el desierto, o algo por el estilo, depuración por el hambre y la soledad. Antes, empero, era preciso tomar algunas disposiciones. En primer lugar, era prudente que los hombres volvieran a la calle, al menos durante un tiempo. El vacío que habían dejado debía ser colmatado, ocupado, pues un dragón alado, provisto de una mirada agudísima, iba a sobrevolar muy pronto la zona y no debía percibir la menor señal sospechosa en su superficie, la menor carencia, la menor zanja o terraplén que pudiera delatar la presencia de una mano desconocida operando. No obstante, podrían alojarse en el palacio. A condición de tomar las necesarias precauciones para introducirse y salir de él con la mayor discreción posible. Luego, los vastos sillares de los muros disimularían convenientemente su presencia. De hecho, el edificio comenzaba a adquirir el aspecto de un monasterio templario, con cierto tráfago ya en los jardines, pasillos, salas habilitadas en taller, cocina provista de amplio hogar abierto y pantagruélica mesa de madera maciza, rústica pero de empaque conventual por sus dimensiones, dotada de dos largos bancos a ambos flancos. Habíamos convenido asimismo en que Milos regresaría momentáneamente a su país con objeto de reclutar y entrenar, sin escatimar medios, a un grupo de hombres escogidos. Ésas teníamos ¿no es así? cuando vino el mensajero portador de la conversación grabada a expensas del melenudo chupador de pirulís, quien debía tener los dientes podridos de tanto comer golosinas. No parecían cariados, en todo caso, sino tan sólo con un esmalte amarillento tirando a verdoso, se les veía glaucos, como de fumador y bebedor de café, empedernido de ambas cosas, pero además lubrificados con una especie de savia verdeante. Sea como fuere, dicha grabación cambió vuestros planes. En efecto. ¿Y qué hicisteis con Ruano? Lo conservamos un día más, por precaución. Lástima que esa precaución no la observarais también en otras circunstancias, verbigracia las que se ensartaron a continuación. La suerte siempre sonríe al osado. Cierto, pero ¿por cuánto tiempo? Poco importa, hay sonrisas cuyo bálsamo no dejará nunca de operar. Otra vez Elena de Troya haciendo de las suyas, todas las historias no son sino la misma historia; acabaré acordándole la palma a Freud. Tras éste vino Jung. Cierto, pero casi todo lo que escribió Jung es aplicable tan sólo a los que han cumplido los cuarenta. Eso es una simplificación abusiva. ¿Volviste a hablar con Ruano? Hacia el anochecer del día siguiente regresé al palacio de Mefiboshet. Pensé que le vendría bien salir del sótano un rato y conversar a propósito de cualquier cosa, aunque sólo fuera por no callar. Al fin y al cabo, esa segunda entrevista no requería tanto preparativo como la primera; el hábito y la máscara resultaban superfluos pues Ruano no necesitaba en esa ocasión servirse de sus ojos. Un riesgo inútil, dicho sea de paso. Convengo. No obstante, considera que tú estás obrando de manera similar conmigo, cuando lo más, digamos, profesional, habría sido disponer que uno de tus hombres me hubiera saltado la tapa de los sesos a la primera de cambio, mediante la pistola con silenciador de la que están todos pertrechados. Tengo que admitir que ni siquiera la carne de Leviatán se halla limpia del gusanillo de la curiosidad. Tú quieres saber lo que pasó y yo reconozco un impulso que me surge de lo más hondo reclamando palabra, verbo, como si quisiera encarnarse y al mismo tiempo quemarse confundido con el lenguaje. Eso parecen hacer Job y sus tres “consoladores”, o al menos así los imagino, sentados ante una pira de palabras; fórmulas recopiladas en prontuarios de teólogo y de notario colocadas por los últimos, expresiones amargas, extraídas con dolor de las llagadas y sanguinolentas entrañas, aplicadas por el primero. Todo ardiendo y consumiéndose al aire libre ante los ojos patriarcales de los cuatro. Leña seca, ya en aquel entonces, a fuerza de ser antigua, sus crepitaciones debían ser largas y profundas. Luego, cuando se abrió el corazón de la noche, descendió Jehová en medio de la asamblea soplando su Verbo sobre la hoguera, levantando llamas gigantescas, provocando una lengua de fuego en la que se sumían las constelaciones y las nebulosas. ¿Y cómo se comportó Ruano? Ruano ignoraba que iba a ser liberado dentro de pocas horas. No me precipité en anunciárselo. Le dejé más bien suponer que hablaba para ganar su libertad, tal vez su vida, pero sin que ello fuera otra cosa más que eso, una simple conjetura suya. Esa vez pedí que nos dejaran solos, Ruano bien atado a la silla para evitar la posibilidad de que aflorara siquiera a la mente de ambos la idea de un incidente por lo demás inútil, condenado de todos modos al fracaso, y con los ojos vendados, como ya dije. De semejante guisa, aguardaba estoicamente a que hablara yo primero, a que prolongara indefinidamente el silencio o a que hiciera lo que me diera la real gana. Levantaba la barbilla como si observara el artesonado del techo, o como si el escándalo de los gorriones constituyera una complicada sinfonía, merecedora de la reconcentrada atención del entendido. Tampoco yo tenía ninguna prisa, como tú ahora, parece. Ruano no podía ser liberado hasta las dos o las tres de la madrugada. Se estaba bien en esa sala, con su frescor de iglesia, con sus vastas dimensiones y su sosiego añejo también de iglesia, mientras toda la ciudad se ahogaba de calor. Mis pasos resonaban sobre el parqué. Caminé hasta el extremo, observando a través de las ventanas el patio con su jardín. El cielo perdía sus últimos ocres y la presencia de los planetas anunciaba la llegada masiva de las estrellas. Volví al entarimado para alumbrar las velas de los candelabros, pero deseché la idea. Ruano estaba sumido en la oscuridad más profunda y consideré que debía reinar una cierta equidad entre los dos, al menos hasta donde ello fuera posible. Al final se decidió él a hablar en primer lugar. Supongo que le empujó ese buen sentido característico de la gente cuyo origen es humilde, surgido a fuerza de hallarse avezada e incluso forzada a contemporizar con la realidad, que presenta a menudo, sobre todo en ciertos ambientes, un rostro torvo y hostil. También yo los tenía, los tengo, esos mismos comienzos, pero pasaba por un momento de crisis durante el cual era muy capaz de sumirme en profundas cavilaciones y perder de vista con ellas, como envuelto en un banco de niebla, hasta el propio suelo que me sustentaba y todo lo duro que se hallaba a mi alrededor. Pero la realidad conoce muy bien las mil maneras de reclamar la atención de sus ahijados y cuanto más parca y roñosa se muestra con ellos, más predicamento goza, más atención ponen al tratar de componer con su talante cotidiano. De este modo van adquiriendo la costumbre de dialogar largamente con ella sin prejuicios y sin perder la paciencia. Los pobres, y Ruano lo fue durante casi toda su vida, saben muy bien que no pueden permitirse perder la calma con las circunstancias, no por mucho tiempo en todo caso. Esa lección sencilla, primaria, parecía inscrita en el carácter de mi prisionero. Lo noté en el mismo momento en que sus palabras me sacaron de mi ensoñación y me obligaron a preguntarme cuánto tiempo había estado hundido en ella. Cierto, allí estaba Ruano, atado de pies y manos, vendados los ojos, pero con un talante conciliador, visiblemente inclinado a esa plática casi inmoral, puesto que solicitada mediante un procedimiento carente a todas luces de probidad. Mas no por ello había que hacerlo entrar en crisis, porque entonces uno lo manda todo al carajo y no quiere saber más de nada ni de nadie. ¿Qué quieres conocer todavía? Ya estás al corriente de todo. Me gustaría preguntarte cómo diablos has conseguido averiguarlo, pero sé que no me lo dirás. ¿Por qué ibas a decírmelo? Tenía una justa visión de la relación de fuerzas que se daba en ese momento. Dejé cundir una pausa con objeto de marcar la exactitud de su razonamiento. No lo sé todo. Siempre es una vana pretensión afirmar saberlo todo. Pero ahora únicamente deseo conversar, no insistir en mis indagaciones. He pasado todo el día bañándome en la playa y tumbado al sol sobre una toalla, dándole vueltas a nuestro asunto, y ahora me apetece conversar de cualquier cosa. Supuse que a ti también te agradaría, después de tantas horas sepultado en el sótano. Sonrió. Es verdad, convino, resulta más descansado. ¿En qué sentido? Pues cuando uno se ve obligado a reflexionar en soledad, debe desempeñar los dos papeles, el de uno mismo y el del adversario. A veces también el de las numerosas terceras partes. Teniendo al adversario enfrente, las cosas se simplifican mucho ¿o no es así? Ruano jugaba limpio, me recordaba que aquello era una partida de ajedrez en la cual, a pesar de su manifiesta posición de debilidad, el juego era todavía posible, sólo que, por esa misma razón, me tocaba a mí encauzarlo a la manera de un anfitrión sobre el cual recae, obviamente, la engorrosa tarea de organizar y dirigir la ceremonia, y a él, en cambio, le correspondía adoptar una estrategia defensiva; consciente, eso sí, de la necesidad de efectuar algunas concesiones a mi curiosidad, las cuales habría que elegir, pesar y dar con pinzas, como un buen farmacéutico. No obstante, ese cráneo cuadrado, sólidamente asentado en su base y la seguridad de su sonrisa, que no podía sino ocultar una malicia consciente de su capacidad para causar estragos ante el menor hueco en la defensa del contrario, probaban que se estaba diciendo para sus adentros en otras más gordas te has visto, saldrás adelante, Ruano. Había, sin embargo, una posibilidad, la cual, debo confesarlo, vislumbré demasiado tarde, de que topáramos con un escollo. Pero los escasos y dispersos conocimientos de su historial que obraban en mi poder me tranquilizaron, pues no hacían sino confirmar que era demasiado listo como para no ignorar que sorprenderme en algo grave, decisivo, podía ser fatal para él. Así, nuestro parlamento iba a tener por escenario ese terreno pantanoso, inseguro, fosco, de la intuición. Lo cual no carecía de peligro también para mí, puesto que para el buen entendedor una intuición puede revelarse tan esclarecedora como un postulado y más rápida. Con el agravante de que si bien las verdades no se transmiten sin una especie de acuse de recibo, la iluminación, por el contrario, estalla solamente en el interior del celemín de una caja craneana, sin que nada trascienda al exterior por ningún resquicio y más aún tratándose del cofre de Ruano, que parecía sellado con plomo. Lo que yo te dije, un riesgo inútil. Sólo los principiantes y los incapaces toman riesgos inútiles. Y, según veo, también los grandes maestros que se sienten absolutamente seguros de sí mismos. A los grandes maestros, la experiencia les concede bula en algunos asuntos. Uno siempre está obligado a desempeñar el papel del adversario, al tiempo que el propio, aunque lo tenga delante; sobre todo cuando lo tiene delante, argumenté, porque yo también pretendía jugar limpio. Al fin y al cabo, si alguien en tal situación podía permitírselo, era yo. Si ha de resultar forzoso que nos topemos con enemigos, Dios nos los conceda engreídos, deberíamos rezar. Dado que no estoy en condiciones de hacer preguntas, intervino Ruano, hazlas tú por mí, ¿de qué quieres que hablemos? Hablemos, por ejemplo, del Pajuel, si te parece bien. Imagino que tu encuentro con él fue providencial. Lo fue, de nada serviría negarlo, aparecieron fotografías en la prensa incluso de nuestras primeras entrevistas. Las he visto. Me expreso mal, él era, evidentemente, el blanco de los objetivos, pero yo figuraba en algunas de esas fotografías. Mi buen dinero me costó hacerlas desaparecer. Aunque lo que estaba publicado carecía de remedio, pero también es cierto que estaba olvidado. Importaba que no fueran puestas de nuevo en circulación. A pesar de todo, siempre se escapa alguna, por pequeñas que sean las mallas de la red. Un cuñado mío arregló el primer encuentro. Él buscaba un tipo oscuro, desconocido en la ciudad, listo y ambicioso pero sin excederse. ¿Qué mejor, le dijo mi cuñado, que un forastero provisto de un título de bachiller, ni más ni menos? El Pajuel entendió el argumento. Me puso al frente de Planeamiento urbano, la entidad municipal que gestionaba la explotación del suelo. Antes de entrar en contacto con él, mis aspiraciones eran modestas y en parte las conservé durante un cierto tiempo, muy poco, a decir verdad, se limitaban al proyecto de montar una empresa de construcción. Había aprendido los rudimentos del oficio, tenía ideas, pero me faltaba el capital. Obtenerlo desempeñando el oficio de albañil me pareció una tarea fastidiosa, larga y poco segura. Sin embargo, la mayor parte de los empresarios del sector que ha logrado establecerse, lo ha hecho por esa vía, con paciencia y privaciones, hasta que se realizan los primeros trabajos por cuenta propia y entonces se gana algún duro. Me refiero incluso a la situación anterior a la explosión del mercado inmobiliario. Colocar un ladrillo encima de otro, ir dando forma a un edificio, entretejer en sus entrañas esa red de venas y de nervios que le darán más tarde vida, constituía un trabajo que no me disgustaba en sí. En cambio, no soportaba los ambientes en los que me vi involucrado, las rencillas estúpidas, las bromas pesadas y groseras, los instintos que perforaban enseguida el tegumento de humanidad que los recubría y cuyas yemas eclosionaban con rapidez, desplegando unas flores ponzoñosas. Es verdad que sólo tenía el bachiller, pero con todo y con eso, aspiraba a más, o por lo menos a ver todas esas cosas desde lo alto, a través de un filtro de respeto. Los emolumentos que comportaba el cargo ofrecido por el Pajuel apenas alcanzaban el sueldo de un oficial de albañilería en aquellos tiempos, pero se trataba de un trabajo que me permitía pensar y me colocaba, sobre todo, en el ojo mismo de un vórtice gigantesco que giraba sobre la ciudad, aunque invisible para la mayoría. No así para el Pajuel. Éste se había empeñado en pasar públicamente por un gilipollas obcecado; más aún, pretendía, junto con los artistas que le reían las bromas, de pésimo gusto a mi parecer, elevar esa mezcla de gilipollez y cinismo a la categoría de arte. En mi opinión, por mucho que el arte comporte siempre una deformación con arreglo a determinados criterios, también es verdad que no les faltaban a todos ellos cualidades naturales para alcanzar el pretendido objetivo. Aparte de eso, había estudiado ciencias económicas y no se le escaparon en absoluto las posibilidades perversas que contenía la nueva ley del suelo. Claro que, en honor a la verdad, cabe señalar que no fue ni mucho menos un caso aislado. En general, las alcaldías de los pueblos y ciudades que tocan el mediterráneo se convirtieron en minas para tipos sin escrúpulos, a quienes la política les tenía sin el menor cuidado, pero constituía un paso necesario antes de llegar con sus barrenos y sus mechas, sus picos y sus palas y su flota de camiones delante del filón. Me bastaron unos días al frente de Planeamiento urbano para comprender cómo se las gastaba el Pajuel y también lo que pretendía de mí. Su plan consistía, era evidente, en hacer de mí una especie de brazo derecho mecánico, con un fusible incorporado, muy práctico para sus manejos nocturnos. Se había percatado de que para cenar con el diablo hace falta una larga cuchara. El tipo me producía una repugnancia visceral, pero al mismo tiempo me estaba dando la oportunidad de mi vida. París, me dije, bien vale el esfuerzo, a veces denodado, de superar con disimulo el asco y el fastidio que despertaban en mí sus maneras. Había en él como una dejadez que me desolaba. Mi opinión es que no se lanzaba a la conquista de los vicios como un pecador de raza, sino que se dejaba ir casi con desgana, se dejaba arrastrar por una fuerza de gravedad que operara con mayor virulencia con los cuerpos mantecosos y pesados como el suyo, a la que él no sabía ofrecer la menor resistencia, así hasta revolcarse en la ciénaga de su propia porquería. Comía y bebía como un cerdo en los reservados de los restaurantes de más lujo; al rato de encontrarse en ellos, su discurso estaba hecho de gruñidos y era preciso prestar mucha atención para identificar algunas palabras que permitieran mantener con él un remedo de conversación. No conocía límites, se hundía hasta ponerse ciego. Luego venían las putas de lujo que se pagaba y, por mucho que se esforzaran, nada lograban sacar de él en relación a lo que habían venido. De lo cual él se reía con una risa que se revelaba como la más perfecta expresión de la estulticia que jamás me ha sido dado observar. Era un flojo, como si algunas cuerdas internas se le hubieran roto y su cuerpo fofo se abatiera y quisiera desbordar por todas partes. A mi modo de ver, sin pretender entrar seriamente en el terreno del psicoanálisis, semejante dejadez no provenía únicamente de una tara enquistada en el carácter. Había algo más. Supe que hacia finales de los años sesenta, mandó construir un hotel en las cercanías de Madrid. Se trataba de una construcción bajo mínimos, un borujo de virutas pegadas con saliva. Ésa fue su aportación y tributo a la era del sucedáneo. Aquello no podía sino hundirse como un castillo de cartas y, efectivamente, no tardó en hacerlo. Había trescientos cincuenta comensales en su interior, murieron cuarenta. El Pajuel fue de cabeza a la cárcel. Episodios así no se producen sin dejar huella en la mollera. Unos se lanzan al ascetismo y la penitencia; otros, como el Pajuel, piensan que han tocado fondo y que, hagan lo que hagan, no conseguirán hundirse más en la degeneración de lo que ya lo están. Poco tiempo después, Franco lo perdonó. En realidad lo perdonaron los cuatrocientos millones de pesetas que había pagado por su libertad. Pienso que ese asunto lo dejó sonado, como un boxeador. Tanto más cuanto que su carácter debía ser frágil por naturaleza. Tras ello, o al menos cuando se le pasó el canguelo, debió decirse a Roma por todo. En lo tocante a esta ciudad, puede afirmarse que con él llegó el escándalo. Bien sé que no soy yo la persona más indicada para emitir juicios morales de ese tipo, pero nadie puede negar la veracidad de tal propósito. Los tiempos, es cierto, llaman a los hombres, los cuales encontrarán dificultades insalvables para perforar la corteza de una época que les es adversa y, por el contrario, florecerán a millares en la estación adecuada. Sin embargo, en este caso que nos ocupa, la rosa justa se encontró con la rama perfecta. Para mal, claro. Él era como mano de santo, pero al revés. Todo cuanto tocaba, lo corrompía. La ciudad parecía estar confeccionada con cera sólo para que él pusiera sus manazas, con sus pulpejos morcillones, sobre ella, erigiendo, como un niño gordo y mimado, las formas grotescas con que actualmente se halla dotada. La ley del suelo constituyó su principal instrumento. La ley del suelo es una estafa legal con fines políticamente correctos, como quien dice un pillaje a la mayor gloria de Dios, sólo que esta vez practicado por una Inquisición laica cuya divinidad se llama descentralización. En todo caso, en aquella época se oía mucho esa palabra sagrada. El Pajuel la transformó en rapiña simple, desprovista de todo paliativo, puesto que su dios no era otro que él mismo; su culto, con toda su iconografía, estaba contenido en los billetes de banco. La buena cuestión era que a mí me había erigido como su vicario. A partir de ahí, sólo tenía dos alternativas, o bien meter también yo las manos hasta los codos en el merengue, o bien presentar la dimisión e irme a trabajar de nuevo a la obra. Para ser franco, ni siquiera me lo planteé. Quien bien la conoce, sabe que la pobreza es una madrastra cuya férula deja laceraciones amargas. Por aquel entonces, mi piel se hallaba aún invadida por el escozor y los cardenales que ella me había infligido. No me lo pensé dos veces. En una primera fase, que podemos denominar de aprendizaje, trabajé para él; en una segunda, para los dos; finalmente, cuando, agobiado por el chorro de procesos judiciales que le salían al encuentro por todas partes, tuvo que dejar la alcaldía, trabajé sólo para mí. Por la velocidad de crucero con que avanzaba todo, comprendí enseguida que había tomado las riendas de un carro en marcha. Planeamiento urbano no se encontraba ya, ni mucho menos, en su fase de rodaje, sino que generaba más bien una actividad trepidante y el ojo desnudo podía percibir los cambios vertiginosos, atropellados, que se producían en la morfología de la ciudad, en la cual la sombra ganaba cada día una porción de terreno al sol. Bajo los auspicios del Pajuel, los decretos municipales ponían a mi disposición los escenarios de las batallas futuras. Los constructores venían directamente a mi oficina conociendo de antemano el procedimiento y no se andaban por cuatro caminos, eran perfectamente conscientes de que no corrían solos tras la liebre y por lo tanto debían pujar junto con quienes habían pasado antes y junto con quienes pasarían después. La adjudicación caería sobre el mejor postor, siempre y cuando careciera absolutamente de curiosidad respecto al paradero de su dinero. Claro que ninguno era lo suficientemente ingenuo, a esas alturas, como para pensar en esas cosas. Yo me limitaba a escucharles, tomar nota, pronunciar las palabras adecuadas y sobre todo conocerles, como uno tiene la obligación de conocer los utensilios con los que trabaja a diario. Finalmente se formaba un pequeño comité, encabezado por el alcalde, pero incluyendo asimismo al concejal de urbanismo, al secretario, al teniente de alcalde y a un par de concejales más de otros grupos, tanto de la mayoría como de la oposición, todos en el ajo, por supuesto, al que sometía un informe conteniendo las principales propuestas, así como mis conclusiones parciales. Se debatía, se sopesaban cuidadosamente varios aspectos, se tomaba una decisión y se repartían los beneficios a partes proporcionales. Incluso a mí me tocaba una parte, modesta al principio en relación con otras, del pastel. Claro que dicha desproporción se fue corrigiendo con el tiempo. Todo ello se hacía con la suficiencia de una consulta entre cirujanos, aquí y aquí hay que cortar, luego hay que empalmar esto con aquello y de esta y esta manera hay que coser. Tanta garrulería nos abría el apetito, por lo cual, una vez clausurada, nos dirigíamos invariablemente a un buen restaurante. Pagaba el Ayuntamiento, ni qué decir tiene. Comedor reservado, haga el favor. También ahí oficiaba el Pajuel de maestro de ceremonias. A veces fue lo bastante insensato como para dejar entrar a algún representante de la prensa, pero siempre al comienzo, durante los aperitivos. Tomaban un par de instantáneas, hacían algunas preguntas y luego se largaban a escribir todo lo contrario de lo que les habíamos dicho. Hacían bien, en este país jamás quedará desfasado el proverbio popular que reza piensa mal y acertarás. Ya me lo dije entonces, a éste su megalomanía lo perderá. Y vive Dios que no me equivoqué. Podía comenzar realmente el ágape. Esas cenas eran excesivas en varios conceptos. Los platos se seleccionaban siempre entre los más caros, los vinos hubieran resultado inabordables para la gran mayoría de los bolsillos privados, digamos que se trataba de vinos esencialmente orientados hacia la colección. La cantidad era desmesurada, a la medida de la gula pantagruélica del Pajuel, en ese aspecto nadie daba la talla a su lado y él solía burlarse con gracias goliardescas de quienes osaban desafiarlo, los postres variados, los licores abundantes, siempre hacía falta tomar varios cafés, champagne, los modales groseros y hasta grotescos. Al comienzo, se ensuciaban las servilletas, pero la mayoría de los comensales las dejaba pronto olvidadas sobre el mantel como telas surrealistas sobrecargadas de pintura. Los gordos dedos grasientos tomaban los cubiertos, el pan, pasaban de un plato a otro acumulando diversos untos, lubrificados por una gran profusión de salsas. Yo observaba esas manazas pringosas con apariencia de sobrasada y no podía sino compadecer a la ciudad que tenía que dejarse dirigir por ellas, la imaginaba sucia, manchada, llena de huellas sebosas y lamparones. Y eso que dichos reservados contaban con servicios privados, quiero decir servicios con agua corriente y jabón. Era excesivo también el lenguaje, adobado con abundante sal gorda, plagado de propósitos sicalípticos. Los obreros de la construcción también hablaban así, pero no se ensuciaban tanto los dedos con sus bocadillos. El Pajuel pinchaba una hoja de lechuga, bañada en aceite de oliva, y dos goterones brillantes, amarillentos, le resbalaban por el mentón, alcanzando a veces el cuello, sin que él llegara a darse cuenta. Jamás había visto una cosa así entre las partidas de vendimiadores en las cuales me enrolé cuando joven. Ellos echaban directamente los trozos de carne sobre las mismas brasas. Luego, con la punta del cuchillo, las alzaban y las ponían dentro del pan. Sus dedos se hallaban siempre pulcros y secos como un sarmiento de viña. A éstos, en cambio, dije para mí, cuando los tenga en el puño, les voy a dar palo y tente tieso, pero a base de bien, ya verán, de gordos como están, no les va a llegar la camisa al cuerpo. Yo introduciré un estilo nuevo, más sobrio sin quitarle el fasto, proclive a la abundancia, porque los tipos de esa calaña necesitan sentir peso en el estómago para estar agradecidos y ser funcionales, pero no al exceso. Y sobre todo más serio ¡joder! En mi presencia se hablará con más mesura y con más respeto. Dejaré bien claro que sólo las conversaciones con fuste serán de mi agrado. Los proyectos que albergaba no suelen casar bien con los gruñidos de una piara de cerdos. Mas había que dejar correr los días con un poco de paciencia, mientras la planta tomaba raíces me convenía que el Pajuel se mantuviera en su pedestal. Y ello constituía, realmente, una preocupación seria, porque al interfecto le gustaba caminar por la cuerda floja. Una buena definición por cierto, entre otras muchas, del Pajuel sería la de payaso equilibrista. Nada era demasiado arriesgado para él, al talonario ligado a los fondos del Ayuntamiento se le caían las hojas como a un robledal en otoño cada vez que agitaba sus mangas, al ritmo de sus momerías. Luego llegó a saberse que el monto total de facturas falsas que firmó en beneficio de empresas privadas ascendió a casi treinta millones de euros, una buena parte de los cuales paró en su bolsillo, obviamente. Cuando le tocaba comprar inmuebles o terrenos, bajaba los precios a niveles de una desvergonzada ganga; cuando le tocaba vender, los subía a las nubes y si no compraba nadie, se los hacía adquirir al Ayuntamiento. A la Seguridad Social le defraudó más de noventa millones de euros. Pero finibusterre de su temeraria desfachatez lo alcanzó con el asunto de la estatua sueca. Un caso para ser grabado en el blanco de un ojo. Le hizo pagar al Ayuntamiento ochocientos cincuenta mil euros y tres parcelas de una lujosa urbanización por una estatua graciosamente regalada a la ciudad por el alcalde de Estocolmo. El Consistorio sólo debía hacerse cargo de los gastos de transporte y aduanas. Era preciso cerrar los ojos para no ver esto, o tenerlos cegados por la sal y el sol de las largas playas que decoran la ciudad. A las gentes de aquí no les gusta la política, hablo de la verdadera política, la conciben en democracia como la ocasión que se le da al pobre para reivindicar sus derechos y por estos pagos, todo el mundo lo sabe, únicamente se encuentran urbanizaciones de lujo, así que circulen, no hay nada que ver. La mejor manera, la más elocuente, de desvirtuar la política y las instituciones democráticas era poner a un payaso como el Pajuel al frente del Municipio. Sin embargo, el precio que han tenido que pagar por semejante desplante ha sido enorme. Él, por su parte, estaba tan convencido de tener bula para todo, que apenas se ocupaba en disimular sus manejos. Las fuerzas vivas están de mi lado, las visibles y las invisibles, los demás pueden reírse cuanto quieran, que ande yo caliente y ríase la gente. Cuando hablaba de las fuerzas vivas invisibles, no hacía alusión a ninguna entidad metafísica, antes bien se refería a la mafia italiana y a la rusa, las cuales se alternaban en la financiación de sus campañas electorales. Dada la función central que ocupaba en el entramado de corrupción urbanística, también yo entré en contacto con los capos de ambas organizaciones. Gente seria, por cierto, caras largas y apergaminadas que parecían venir directamente de un entierro castellano. Ante ellos el Pajuel se reía menos, cuidaba más su léxico y sobre todo excomulgaba sus payasadas. Ellos daban esto y esto y querían esto y lo otro. Y el Pajuel estaba allí para decir muy bien, así se hará don Cayetano, no se preocupe usted, don Cayetano, esto lo arreglo yo de un manotazo, confíe en mí, don Cayetano, que ya sabe usted que yo cuido sus intereses como si fueran los míos. Y el otro que parecía estar imaginando un método más eficaz para desollar una lagartija, sin decir esta boca es mía, con las comisuras bien apretadas y derramando unos pliegues que circundaban el mentón. Con los nombres rusos tenía más dificultad y más de una vez asomó a aquellos ojos azules una cólera reprimida sólo en el último instante por una consonante de más o de menos, o por el mismo número de consonantes, si bien con el orden invertido. A saber qué cambios de significado introducían en la lengua rusa tales modificaciones. El Pajuel era como uno de esos niños maleducados que no conocen los límites, lo cual les permite ir muy lejos mientras dure la sorpresa de los adultos. Pero acabó por agotar la paciencia de tirios y de troyanos. Yo iba detrás de él a todo, porque esa dejadez engendrada por la relajación moral absoluta suele resolverse en pereza crónica con crestas de auténtica abulia, ése era al menos su caso. Cuando esto es así, sólo se busca la manera de delegar, delegar en todo excepto para el cante y baile, entonces sí le agradaba ponerse a la cabeza del cotarro para animarlo con sus pavadas. En mí encontró su bastón y no dudó en aplicar la doble utilidad que se suele sacar de ese objeto. Para empezar quería que aprendiera y aprendí. Vaya que si aprendí. Puse mis cinco sentidos en ello. Lo seguía, pues, a todas sus citas irregulares y, por encima de su hombro, pronto comencé a captar la exasperación en la parte contraria, con la cual me aventuré, como un primer paso, a intercambiar miradas de comprensión y de complicidad. Luego me dejé aceptar como una tercera vía, la del buen sentido. Finalmente, para satisfacción de unos y otros, tomé el timón en las negociaciones, a las que, poco a poco, el Pajuel dejó de asistir, se conformaba con el consecuente pedazo de carne sanguinolenta que le lanzaba regularmente a través de los barrotes y, saciado, se echaba a roncar en un rincón, sin tener la energía ni la curiosidad de averiguar qué uso hacía de mi independencia. Por supuesto que la utilizaba para barrer hacia dentro a placer, para incrementar mis beneficios, cierto, pero también mi parcela de poder, mi red de influencias y de clientes. Gracias a un trabajo metódico y escrupulosamente respetado, ninguna entrada de mi agenda llegó a vencimiento sin haber sido cumplimentada como era debido, pronto comencé a moverme en una dimensión que el Pajuel ni siquiera había sospechado. Allí donde me parecía, daba dos palazos en el suelo y el dinero surgía a borbotones, ante la mirada ávida y la boca reseca de unos cuantos iniciados. Los politicastros del Ayuntamiento eran todos como gorriones posados en el cable de la luz, espiando el menor de mis gestos para venir a comer en mi mano, con mucho mayor apetito que con el alcalde, puesto que mi discreción constituía para ellos una garantía no despreciable. Menuda cáfila de gandules estaban hechos. El espectáculo que esos títeres daban entre bastidores no tenía desperdicio. Era allí donde había que verlos, hablando un mismo lenguaje, trabado a base de agotar los términos del campo léxico de la avidez, organizado en torno a una sola persona gramatical, la primera, dándose pisotones, codazos, empujones, con el único fin de situarse a mi vera, haciéndose zancadillas, gestos obscenos, intercambiando amenazas. Dándose coscorrones hasta el segundo mismo que precedía su salida a escena, donde formaban un auténtico retablo de maese Pedro hablando al pueblo, fingiendo representar cada uno una opción política, un modelo social, un estilo particular en el desempeño de la gestión municipal, inspirado no solamente en cualidades personales sino también en un fondo ideológico preciso. Constituían un auténtico revulsivo ante el cual convenía solidificar previamente las tripas y era preciso considerarlos como un instrumento de trabajo para no pasarse tardes enteras abofeteándolos a causa de su insoportable hipocresía. Y en ese aspecto, ninguna lengua tan bífida como la de Pilar Cencillo, primera teniente de alcalde. De cara a la galería, había hecho de la defensa de la honestidad su gran baza mediática. Por el contrario, en la rebotica, ninguna jeta tan callosa como la suya para negociar prebendas ilegítimas, migajas de ración robada. Clase social ascendente, nutrida en este país, espesa como la hierba en mayo; negocio predilecto, la izquierda sin desviarse mucho, la izquierda compatible con el chalet provisto de piscina para el invierno; área de actividades, consejerías, juntas, diputaciones, ayuntamientos; principales instrumentos de trabajo, la ambigüedad, el disimulo, la mentira; mercado, las diferentes parcelas de lo política e ideológicamente aceptable. Me dieron tanto asco que, sin olvidar el inmenso partido que se podía sacar a su codicia, me prometí no darles cuartel, exprimirlos a fondo y al mismo tiempo ajustar sus ganancias calculando bien los taeles, buscando ese céntimo que podría inclinarles de un lado o de otro. Conmigo han ganado dinero, cierto, pero ni una escobina más de lo debido. Después de eso, Ruano guardó silencio. Había oscurecido por completo, el único indicio de su presencia lo constituía, hasta ese momento, su voz. Un resplandor débil, como de galaxia, nimbaba las ventanas, pero no penetraba más adentro. Afuera se producía un murmullo de voces que llegaba muy atenuado. Los hombres debían estar cenando en esa especie de refectorio monástico que habían habilitado, muy probablemente la antigua cocina y comedor de la servidumbre. Los grillos, así como las ranas del estanque situado en medio del patio, o de otros patios abandonados de las vetustas mansiones y palacios contiguos, habían tomado desde hacía mucho el relevo de los gorriones, en un afán compartido por amenizar la velada estival. Podría haberse desligado y estar avanzando hacia mí, e incluso hallarse ya a mis espaldas, disponiéndose a golpearme la cabeza con uno de los candelabros. Luego intentar la huida, reconocer el lugar en que había estado cautivo, echarlo todo a perder. Aunque había encomendado a Milos la presencia permanente de un custodio junto a la puerta, por si necesitábamos algo. Yo no soy más que un mafioso, claro. Y los métodos que he utilizado para medrar no son más honestos que los suyos, eso es evidente. Pero al menos yo siempre he llamado, desde el principio, al pan, pan y al vino, vino; mi juego venía con las cartas boca arriba y tan sólo necesitaba disimular, no mentir, no fingir defender los intereses de la colectividad, cuando sólo hay un interés que nos acucia y es el propio, no me presenté nunca como un varón ilustre, consagrado al cuidado de la cosa pública, al progreso de la nación. Yo no he pisoteado las ilusiones que los pobres han puesto en mí, tras habérselas reclamado en nombre de algo grande, de una sociedad venidera más justa para sus hijos, de una panacea para todos los males, poniendo por testigo a la historia. Yo no he crecido sobre el estiércol de las esperanzas defraudadas de los demás. La corrupción se ha dado en todas las civilizaciones, incluso en las más ilustres y venerables como la griega y la romana; sin embargo, también es cierto que nunca antes de ahora, de nuestros tiempos, había constituido un fenómeno de masas, una moda difundida en especial entre la banda más ancha de la población, la clase media, esa casta, con base real para unos o ficticia para otros, de la ansiedad, considerablemente ampliada por la profusión de títulos universitarios conferida durante los años setenta y ochenta, hasta el punto de que llega a manifestarse con un estilo predefinido de vida que incluye un uniforme, compuesto por unos vaqueros bien ajustados y de las mejores marcas, por arriba un suéter también ceñido y con alguna inscripción, chaqueta raída desde el primer día, a veces con las costuras por fuera, pero confeccionada con exquisitas telas, cuya calidad se nota enseguida a la vista y al tacto, y una visión del mundo fabricada igualmente en cadena y vendida en serie, gastada sin el menor destello o irisación personal, la cual consta de una actitud general abierta a toda clase de escabrosidades y enemiga de todo tabú y de una receta política cuyo ingrediente de base lo constituye el término progresismo, del que se han ido expurgando cuidadosamente todas las excrecencias con contenido revolucionario y dejando tan sólo lo que es compatible con la propiedad privada y el mantenimiento de los privilegios otorgados por la posesión del dinero. ¿Cómo iba a ser de otro modo si su ilusión más íntima e inconfesable es el chalet con jardín umbrío y piscina de invierno? Ambición totalmente legítima en sí misma. El problema está en los medios que suelen emplearse para satisfacerla, que no conocen discriminación alguna. Si se puede, con toda legalidad, si no, como se pueda, que para algo alcancé a descolgar un título universitario. Para mí, en cambio, el chalet con piscina de invierno no fue sino una etapa intermediaria, que duró poco, por cierto. Mi primera ambición fue la de ganarme el pan, la última convertir Andalucía en mi cortijo privado, cansarme de volar en helicóptero sin salir de mis posesiones. Para conseguirlo, preparaba cada uno de mis proyectos como si fuera una tesis doctoral, con la lupa agrandaba cada minucia hasta convertirla en una cuestión de vida o de muerte, construía planes con un encadenamiento largo y complejo de causas y efectos y no me saltaba ninguna etapa, jamás daba nada por perdido y cuando había que ceñirse los lomos y correr hacia el ojo del ciclón, me lanzaba de cabeza dentro y que fuera lo que Dios quisiera. Pero la gente de la calaña que acabo de mencionar lo quiere todo por su bella cara, esgrimiendo a diestro y siniestro el carnet de un partido político, como un sésamo infalible o una célula fotoeléctrica selectiva, improvisando, metiéndose en todos los despachos y culminando todas sus frases con el verbo joder. Pero a los que se han cruzado conmigo, me he hartado de darles caña. No se puede decir que les haya facilitado la existencia. Y si alguna vez me hundo, me los llevaré a todos al infierno. Como eso llegue a suceder algún día, los periodistas escribirán verdaderos poemas, inspirados por una musa rubia, algo tasajo ya, llamada Pilar Cencillo. Al principio, cuando estaba el Pajuel, confieso que llegó a exasperarnos más de una vez, en los Plenos y fuera de ellos, con su recurrente argumento a favor de la limpieza y la honestidad en el Consistorio, si bien nunca alcanzó a ponernos realmente en peligro. Siempre que podía, montaba en ese caballo de batalla y se paseaba delante de nosotros y de la opinión pública como un Cid muerto ante las tropas de sarracenos. Un hueso duro de roer, se decía cada cual. Incluso yo mismo me lo llegué a decir. Admito que, por aquella época de oposición encarnizada, la estimé en un precio mucho más elevado del que al final pagamos por ella. Habrá que desembolsar mucha plata, barbotaba para mi propio coleto, sin comprender bien sus motivaciones profundas, deslumbrado, como todo el mundo, por las apariencias. En eso estábamos cuando se llevaron al Pajuel a la cárcel, como era de esperar, lo sorprendente fue que eso no hubiera ocurrido antes, y le dieron la vara de alcalde a un señorito andaluz de su camarilla, Leopoldo Cañizares. Éste, en cuanto la tuvo, se vino a mi despacho y me dijo Juanjo, se acabó lo que se daba, prescindiremos de tus servicios, recoge pronto tus cachivaches, en fin, lo que por derecho te pertenece, y desaloja, necesito este cuarto. Me lo quedé mirando de hito en hito. No se desmontó, sino que desplegó su bigotito de cacique para conformar una sonrisa irónica que no se preocupaba ya por ocultar el desprecio. Y yo le repuse, mira Leopoldo, has tomado una determinación precipitada, aún no estás acostumbrado a tomar decisiones importantes e ignoras por completo el procedimiento, como veo que se trata sencillamente del aturdimiento del novato, te dejaré algún tiempo para que la madures. Juanjo, se te acabó la bicoca, tu sinecura toca a su fin y ahora aligera, porque van a venir enseguida a limpiar y a pintar todo esto con cal, antes de instalar otro servicio. La primera piedra que pones, la estás poniendo al revés, te lo digo yo, que soy albañil en la base. El edificio entero no tardará en derrumbarse. Eso lo veremos con el tiempo, Juanjo, yo no me llamo Javier Huertas. Cierto que era un estilo distinto al del Pajuel, más secreto, más meditado, más tenaz, sobre todo más serio. Hubiera resultado creíble si no me hubiera atraído yo con antelación la gracia de lo que el Pajuel llamaba, no sin cierta socarronería, las fuerzas vivas, si no hubiera tejido con ellos, ya a esas alturas, una red inextricable de negocios que les eran de una gran utilidad y que, encima, producían dinero. En esos ambientes predominan los temperamentos sulfurosos. Dejadle por ahora, recomendé en las instancias adecuadas, invocando la prudencia como la disposición que debe preceder en cualquier caso todas las demás. Dejadle por ahora, cuando se llene bien los bolsillos, cuando tenga bien pringados los dedos, entonces intervendremos de una manera más civilizada. Y Leopoldo Cañizares, creyéndose el amo absoluto de la situación, entró a saco en asuntos que me eran sobradamente conocidos y sobre los cuales, por esa misma razón, mantenía todavía un ojo vigilante. Dejadle, por el momento. No tardó en hincarle el diente a uno de los bocados más suculentos de cuantos contenía el término municipal y respecto al cual yo mismo tenía hechos algunos planes. Se trataba de una zona situada en el ala derecha de la playa que más tarde se conoció como Papaya Beach. ¡Qué le vamos a hacer! Más se perdió en la guerra de Cuba. Permití, en esa ocasión, que fuera él quien llenara de polvo, grúas y camiones, ese lugar, que sepultara las dunas con poliedros de cemento, generosamente cortado con arena de allí mismo. Entretanto, yo ultimaba negocios pendientes. Jamás conocí una aminoración en el ritmo de mi trabajo. Sólo que no estaba instalado en mi oficina de Planeamiento Urbano y era consciente de que, tarde o temprano, debía volver a ella, pero sin prisa alguna. Cuidadosamente, desde lo alto de la torre almenada de mi nueva mansión, donde muchas veces me sorprendió la caída de la noche casi sin enterarme, tan enredado como estaba en mis meditaciones, concebí la trama de mi confabulación, elegí mis peones, les asigné un papel, unos movimientos, les fijé un precio, busqué los apoyos necesarios, con un plumero imaginario borraba todas mis huellas, con una agenda real determiné las fechas idóneas, hice planes para el futuro y gocé con antelación de mi venganza. Tal recogimiento constituía la recompensa por mis apretadas jornadas de trabajo agotador. A lo largo de esos momentos de gracia, descubrí que los placeres intelectuales no me estaban vedados, a pesar de no tener en mi haber otro título que el del bachillerato. Y obtuve un gran bienestar, realmente, ensartando unas piezas con otras, obteniendo formas, artefactos mentales, mientras el cielo viraba, poco a poco, al azul y luego al negro. Como el fondo de mi jardín está orientado hacia una parte de la ciudad aún despoblada, parecía que las ramas de las palmeras se inclinaban hacia el suelo para recibir una lluvia formada con millones de gotas de plata. La percepción de esa imagen me sugirió la idea de que tal vez los altos estudios de la vida que me hallaba cursando estaban por suplir, de algún modo, los libros que no había leído. Albergaba una seguridad redonda, serena, de que todo iba a salir tal y como lo había programado. Y que ese agua cristalina que recibía del cielo constituía el más certero e inconfundible de los presagios. Tal vez eso quería sugerir que un destino especial me estaba reservado, ¿y por qué no? En todo caso, por cuanto se refiere a dicha maniobra, la planeé y la ejecuté con mano de relojero. Cuando decidí que el momento de efectuar las aproximaciones había llegado, todo estaba previsto hasta el menor detalle, desde los argumentos exactos hasta el lugar de los encuentros. No hubo el menor contratiempo, bastó con recorrer el itinerario trazado para que las piezas del rompecabezas se descolgaran solas y encajaran de un solo golpe seco en el hueco apropiado. Sin embargo, debo confesar que, a priori, uno de esos encuentros me producía una cierta aprensión. Tenía el convencimiento absoluto de que sabría venderse cara, pues la fogosidad y la intransigencia que había demostrado, si bien las más de las veces provienen de sentimientos y propósitos inconfesables, invariablemente traducen una vasta ambición. La llamé por teléfono y le dije que teníamos que hablar de palomos. Me respondió que cuando quisiera. Le concedí el privilegio de elegir el sitio y optó por su propio chalet situado en la falda de la montaña. Hacia allí me encaminé a la hora también fijada por ella. En cuanto me acerqué, la puerta se abrió mediante un dispositivo eléctrico y, siguiendo su recomendación, entré el coche en el garaje. No acudió a recibirme, me permitió subir solo por la escalera interior que daba acceso a la vivienda y, una vez en ella, que encontrara, por mis propios medios, el camino del salón donde me aguardaba confortablemente instalada en un sillón. En cuanto me vio aparecer ante ella, soltó a bocajarro desnúdate. Me fui quitando la chaqueta, los pantalones, la camisa, hasta quedarme en calzoncillos. ¿También esto? También, soy médico ¿recuerdas? Tengo la costumbre de ver esa clase de cosas. Lo hice. Entonces se puso a inspeccionar cuidadosamente todas las prendas, luego a mí, dio la vuelta a mi alrededor, pasó la mano varias veces por mi pelo, miró detrás de las orejas. Se dio por satisfecha con ese examen. Vístete. ¿Qué quieres beber? Agua, agua con hielo. Me la trajo. Tú dirás qué se te ofrece. Sabes que en esta ciudad, ningún partido que huela un poco a izquierda, aunque sólo se trate de un aroma artificial y remoto, obtendrá jamás los votos suficientes como para gobernar. No hace falta ser un genio matemático, porque de eso se trata, de matemáticas, para comprenderlo. Y no te voy a hacer la afrenta de suponer que ignoras eso. Está bien, sigue. Para una militante ambiciosa como eres tú, tan sólo queda una solución, escalar posiciones en el partido, intervenir en otros ámbitos, en esferas superiores. Sin embargo, han pasado los años y no lo has hecho. No has movido ni siquiera el dedo meñique para conseguirlo. Otros menos preparados han logrado sentar sus reales en el gobierno autónomo, como mínimo. Pero tú no. ¿Albergarás acaso un espíritu de campanario, enraizado en tus entrañas maternales? Lo dudo. Alcanzo a deducir que se trata de una duda razonable puesto que ni tú ni yo somos de aquí, así que algo me es dado ventear del asunto. ¿Qué puede retenerte entonces en esta ciudad? ¿Me lo puedes decir? Dímelo tú. Lo que te retiene aquí es justamente aquello que tanto has combatido, sabes que la urbe está fundada sobre una cantera, de la cual no se extrae piedra, sino lingotes de oro, y deseas mantener una mano puesta sobre ello, aunque por el momento la llave de oro esté encerrada en un estuche blindado. La mayor parte de las veces, los dichos populares resultan ciertos, dime de qué presumes y te diré de qué careces. No vayas a argumentarme lo contrario, porque ello supondría que cometí un grave error en mis planes y tendría que levantarme ahora mismo e irme. Aún no has terminado tu agua, quédate. Si me quedo, será mejor para los dos, porque tú, en el momento presente, no tienes más que lengua y lo que he venido a proponerte es una parcela de poder, aquí y ahora. Haz una estimación de lo que eso significa. Define tú antes esa parcela de poder para que yo pueda hacerla con mayor exactitud. Habrá una moción de censura contra Cañizares, seduce a dos o tres concejales de tu partido y concedednos vuestro voto. En contrapartida obtendréis para ti el cargo de primer teniente de alcalde y para ellos sendas concejalías. A partir de ahí, nosotros refrendaremos vuestros actos y vosotros los nuestros. De acuerdo si una de esas concejalías es la de urbanismo, de ese modo, tú controlarás el sector, como siempre, desde tu oficina de Planeamiento Urbano y nosotros desde la regidoría, cada parte entregada a sus asuntos, sin interferencias ni zancadillas, pues Castilla es suficientemente ancha para ambas. Lo considero un pacto equitativo. Pues entonces, manos a la obra, que el tiempo apremia. ¿Necesitas mucho todavía para atar tus cabos? No, ¿y tú? Tampoco. En ese caso, adelante con los faroles. Leopoldo Cañizares no sospechaba siquiera que esa moción de censura estaba destinada a prosperar, pensaba que era únicamente una especie de declaración de buenas intenciones por parte de un grupo de concejales aburridos y amargados, que no tiene nada mejor que hacer. Eso debió ser así al menos hasta que se cruzó conmigo en un pasillo del Ayuntamiento, cuando se dirigía ya al Salón de Plenos. Al verme, se le estiró su bigote de señorito andaluz y me recordó que aquella sección del edificio no estaba autorizada al público. Y quién no lo sabe, Leopoldo, pero yo me dirijo a mi oficina de Planeamiento Urbano. ¿Estás bebido o qué? Pocas veces me he encontrado tan sobrio. Yo venía acompañado de dos pintores y tres mozos de cuerda que debían sacar lo que hubiera en aquel cuarto e instalar de nuevo todo mi material. ¿Y todos éstos, quiénes son? Pintores, le repuse, que van a limpiar y a pintar todo de cal, antes de que ese cuarto vuelva a ser mi oficina de Planeamiento Urbano. En sus pupilas asomaba ya el pánico, sólo que el furor le enturbiaba la percepción de esa realidad. Tomó el móvil y llamó a Torcuato Severino, el Jefe de la Policía Local. Aguardé, no por respeto a ese alcalde tronado, sino por no perderme la escena que se iba a producir. Torcuato, hazme el favor de desalojar del edificio a estos individuos. Torcuato Severino le repuso, Leopoldo, mejor será que atiendas al Pleno, todo el mundo te está aguardando para que dé comienzo. Con esas palabras, Cañizares tuvo al fin la certeza de que había sido desposeído de sus funciones y, sin mirar a nadie, se fue hacia el Salón de Plenos como el capitán de un barco que se pone a achicar agua sabiendo que la situación ya no tiene remedio. En efecto, Torcuato Severino se hallaba al corriente de todo. IX Así empezó la era Marisol Herrera, lo que equivale a decir mi reinado en solitario, ya no como visir plenipotenciario, como lo fui en los últimos tiempos del Pajuel, sino como auténtico Comendador de los Creyentes; aunque en la sombra, quizá más en la sombra que nunca. Incluso Pilar Cencillo y su grupo de mamelucos ex-socialistas, una vez introducidos en esa otra esfera, abrieron los ojos y sólo entonces vieron cabalmente el inmenso poder que había alcanzado en su interior, de modo que no tuvieron más remedio que venir, con una resignación que poseía todo el sabor de la novedad, a comer de mi mano los despojos que tenía a bien concederles. Lo cual era, cierto, mucho mejor que nada. Hice una cuestión de honor en darles siempre una cantidad tan justa que les dejara siempre tambaleando y que les permitiera, en cada ocasión, inclinarse del lado correcto únicamente tras una meditación profunda respecto a los distintos factores que se hallaban en juego. Es obvio que dilapidé en tales quehaceres un tiempo y una energía que no merecían, pero ello constituía para mí una suerte de deporte y resulta de dominio público que carga sobrellevada a gusto no pesa. Con el tiempo lo dieron todo por bien empleado, pues al fin alguien les dejaba caer entre las manos un mendrugo que llevarse a la boca como compensación a las molestias engendradas por el necesario despliegue de su inagotable hipocresía. Ello no les impidió darse el susto de sus vidas cuando se enteraron de dónde se habían metido realmente. Creían que se las estaban viendo con la justicia del Estado y se las prometían muy felices, pero el llanto y el crujir de dientes vino cuando se dieron cuenta de que no era con el Estado, o no sólo con el Estado, con quien se estaban jugando las pesetas, sino con entidades cuyas leyes eran mucho más expeditivas y su justicia mucho más temible que la del Estado. Ah, ante el Estado, con una cara bien curtida, la cual no les hacía defecto a ninguno de ellos, y un buen abogado, no hay mal que cien años dure, pero eso que habían entrevisto entre bastidores era en verdad harina de otro costal. Una ligera indicación caída desde lo alto de dichas instancias hacía palidecer a cualquiera durante tres días como si hubiera enfermado de una hepatitis fulgurante. Pilar Cencillo nunca ha tenido un buen color de cara, a mí siempre me ha hecho pensar en una de esas prostitutas ajadas prematuramente por la mala vida, pero ocasiones hubo en que semejaba una jovencita clorótica por el puro miedo que albergaba en las entrañas. Ah, y para el régimen, esos canguelos iban de miedo. Si no hubiera sido por eso, para qué te voy a contar, hubiera querido la luna para siempre sobre la cancela de su jardín. Tanto los unos como los otros, me refiero a mis amigos de la mala vida, habían madurado con el tiempo, en sus propias tierras, métodos que les permitían ser extraordinariamente convincentes. Mi opinión es que esos mensajes que se suelen dejar grabados en las sondas destinadas a perderse en el inmenso espacio intergaláctico y que deben resumir sucintamente el papel del hombre en nuestro planeta, deberían ser confiados a algún capo mafioso. Con pocas palabras, el extraterrestre entre cuyas manos cayera, sabría a qué atenerse sin el menor resquicio para la más leve motita de duda. Lo que se dice concisos, lo son maravillosamente, pero al mismo tiempo, cuán claros en sus formulaciones y en sus ideas. En ese aspecto, juristas, políticos, filósofos y hasta buena parte de los literatos deberían tomar ejemplo. Si hoy en día hay que contar con ellos para todo, también en esto le incumbe la responsabilidad al Pajuel. Cierto que ya estaban presentes en nuestros pagos cuando llegó el insigne prócer, pero él se alió con ellos y construyó el invernadero idóneo, en el cual se produjo su vertiginoso desarrollo. Me refiero al crecimiento del injerto implantado en esta ciudad. Poseían unos diques inmensos de dinero negro y nosotros estábamos encargados de producir urbanismo por un tubo para que ellos pudieran abrir de vez en cuando las compuertas e inundar dicho sector, blanqueando así esas olas gigantescas, avasalladoras, de capitales provenientes del tráfico de drogas, la extorsión, la prostitución de mujeres y de niños, los secuestros, los robos de obras de arte, el tráfico de inmigrantes clandestinos, de coches de lujo, etc.…. Así, cada vez nos apretaban más las clavijas, nos medían el reposo, nos abrumaban con pretensiones de una envergadura creciente. Comprendí que habíamos creado una máquina infernal que no podía parar, que había generado unos demonios propios para azotarnos ante el primer indicio de flaqueza y obligarnos a echar sin respiro palazos de carbón en aquella caldera. En cuestión de pocos años, el paisaje cambió de tal manera que a cualquiera que no lo hubiera estado viendo de continuo le habría resultado imposible reconocerlo, aunque se hubiera criado allí. Otro que tal. Otro aprendiz de mago que invocó las potencias de la sombra antes de aprender a controlarlas. Afortunadamente, prosiguió Ruano, por aquellos tiempos, yo ya había meditado largo y tendido acerca de esa problemática, forzado por las circunstancias. Hacía un buen rato que me había cansado de crear pequeñas cuentas en todas las sucursales bancarias que operaban en la ciudad, de comprar todo con dinero líquido, incluso cacharros que jamás iba a emplear, que no iban a ser útiles a nadie. Mi casa se hallaba sobrecargada de objetos de arte, joyas, perfumes, antigüedades. Raras veces comíamos en ella, a pesar de tener empleados para toda clase de servicios. En fin, pronto tuve que pasar a la etapa siguiente, forzado por un cúmulo de circunstancias. Comencé por los restaurantes y pizzerías. Al principio adquirí varios de ellos a mi propio nombre. Se trataba de locales modestos, sin demasiadas pretensiones, al fin y al cabo no era esencial ganarse el afecto y la asiduidad de los clientes; sin embargo, constituían un negocio ideal para mezclar los billetes de dinero sucio al resto de la caja. ¿Cómo verificar que el número de clientes declarado por una pizzería es falso? No obstante, pronto me vi en la necesidad de utilizar testaferros, con ayuda de los cuales fui aumentando en número y variedad de locales, así como subiendo igualmente en la gama. Acto seguido pasé a los hoteles, panaderías, librerías, joyerías, etc. Todos ellos comercios en los que el cliente paga con dinero líquido, o así lo habría jurado yo o cualquiera de mis testaferros o empleados en caso de ser investigado sobre el origen de los fondos. Me asocié con apoderados de cantantes, de toreros y demás empresarios taurinos, con el fin de exagerar las entradas de los conciertos o de las corridas, organicé falsas subastas de obras de arte durante las cuales un cómplice compraba con mi dinero negro, el cual, mediante la transacción, era validado de inmediato por el certificado de venta, recorrí todas las sociedades que proponían seguros de vida cuya suscripción puede pagarse en líquido, al cabo de un mes impugnaba el contrato y la compañía me devolvía el importe mediante un cheque que contenía una nueva cantidad de dinero perfectamente lavado. Mas todo ello acabó por revelarse decididamente insuficiente para absorber todas las ganancias inconfesables que generaba mi puesto clave en el Ayuntamiento. Hacía falta pasar a otra dimensión, como dije. La primera idea que decidí explotar con técnicas, digamos, industriales fue la de la factura falsa. Para ello creé una empresa de construcción, la cual comenzó de inmediato a realizar trabajos virtuales, que no virtuosos, no solamente teniendo como clientes a los locales que formaban parte de las cadenas propias, sino también a los de otras sociedades cómplices necesitadas de dinero líquido. Dichos trabajos, que jamás se efectuaban, pero que generaban por supuesto facturas, eran pagados mediante un cheque por la empresa cómplice, la cual era reembolsada en secreto con dinero líquido. Sin embargo, el gran salto cualitativo lo di al conocer a Alfredo Kloss, quien me puso en contacto con Nicolás Galíndez y Jorge Lastarria, los gerentes del gabinete jurídico Galíndez-Lastarria. Encuentro decisivo en mi vida; en fin, uno más. No fui yo quien busqué a ese extraño cruce de alemán y español, alguien debió ponerle en la pista que le condujo hasta mí. Alguien, sin duda, cuyos intereses se mezclaban con los míos. Él, Alfredo, tenía ideas ciertamente sugestivas y yo la facultad de aportar la materia sobre la cual podían obrar. Estábamos destinados a encontrarnos o alguien lo entendió así, con muy buen criterio, por cierto. El apellido Kloss no era desconocido en la ciudad. El instituto alemán llevaba ese nombre en memoria del cónsul honorario de este país, recientemente fallecido. Circulan algunos rumores que lo presentan como un antiguo nazi, incluso se habla de su posible pertenencia a las SS, a quien Franco otorgó asilo político y un cargo de por vida en esta soleada y, por entonces, tranquila playa del mediterráneo. Sin embargo, aparte de ese alarde, imprudente si realmente el tenor de los rumores es fundado, el hombre no ha dado nunca mucho qué hablar. Cuando, unos días después de la visita de Alfredo, hice averiguaciones sobre su persona, resultó que éste era el hijo del antiguo cónsul y así supe que había puesto los pies en el zaguán de la flor y nata de la alta sociedad local. Ello no significa nada, me refiero a la posibilidad de que fuera en realidad el retoño de un antiguo nazi, dije entre mí, no vayamos a hacer pagar los pecados de los padres en los hijos hasta la séptima generación, pues ésa es una prerrogativa que pertenece tan sólo a Dios y únicamente la omnisciencia que se le atribuye le permite discernir si ello está bien o está mal. Mi cometido era juzgarlo según la naturaleza de sus proposiciones y nada más. Ahora bien, sus proposiciones irradiaban un alto poder evocativo y, si se revelaban tan efectivas y seguras como su autor afirmaba, podrían constituir una auténtica panacea para mí. Las cosas ocurrieron así. Ni corto ni perezoso, se presentó un buen día en el Ayuntamiento. Me anunciaron por el teléfono interior que un abogado llamado Alfredo Kloss deseaba verme. A los abogados más vale recibirlos enseguida y escucharlos en silencio. Repuse que lo hicieran subir. Guardé cuidadosamente todos los papeles que se demoraban sobre mi mesa y adopté, antes de tiempo, la actitud del oidor atento que comprende a la primera todas las sutilezas jurídicas. Un guardia municipal, tras dar unos golpecitos casi imperceptibles, abrió la puerta y se echó a un lado para dejar paso a un hombre todavía joven, impecablemente trajeado, luciendo uno de esos modelos de gafas con vocación de hacerse olvidar, dotados con una variedad de cristal purísimo, el cual debe limpiarse, sin duda, con productos especiales y que son la pulcritud misma. Se trata del tipo de gafas que suele utilizar un género particular de hombres que, siendo intelectuales, no renuncian a sus pretensiones de dandi. Poseía una crin negra acharolada, lo que me hizo pensar que era catalán, bueno, no sé exactamente qué fue lo que me llevó a pensar que era catalán, y me obligó, por un tiempo, a reescribir mentalmente su apellido con otra ortografía. Pero no tenía acento catalán, ni tampoco andaluz por cierto, y menos aún alemán, sino que hablaba con un castellano aséptico. Como más tarde descubrí que era aséptico su alemán. Conozco sus cuitas, dijo, y vengo a proponerle soluciones. Debió alarmarse al observar el modo en que se arquearon mis cejas y corrigió. O más bien recetas, si usted quiere. Es cierto que la palabra recetas tuvo la virtud de tranquilizarme un tanto, mas no del todo. Sin embargo, añadió, preferiría hablar en un lugar más confortable, ante una buena mesa, por ejemplo, pero no de trabajo. Obtemperé, pues yo mismo siempre he sido de esa opinión, los buenos negocios comienzan las más de las veces alrededor de un mantel. Cogí sin más mi maletín, en el que cabe un mundo, di dos vueltas a la cerradura y me dispuse a seguirle. Como todos los abogados, Kloss tenía una conversación fácil, claro, viven de eso, de la labia que Dios les dio; así, con toda amenidad, llegamos hasta una calle adyacente donde tenía aparcado su Ferrari Módena. Condujo, sin alarde, hasta lo que llamamos la colonia alemana, situada al sur de la ciudad, en unas colinas que alcanzan, en disminución, hasta los acantilados. La piscina del restaurante contenía algunos bañistas, pese al calendario, que nos situaba en una de las últimas fechas de febrero, aunque resplandeciente con esa atmósfera translúcida y repleta de un sol contundente, cegador, que caracteriza estos pagos. Fuimos dirigidos hasta un comedor privado, bien expuesto y dotado de una vista panorámica sobre un mediterráneo destellante, cuajado en zafirina. Al pronto, dio comienzo un ballet perfectamente orquestado de camareros impecablemente vestidos de blanco y oro, de platos y de vinos de un refinamiento casi mórbido. Se notaba el genio de un director de escena francamente excepcional. Nada que ver con la organización chapucera del Pajuel, si bien no siempre menos costosa. Como único fondo musical, las palabras envolventes de Kloss. Rusia, Austria, proponen cuentas bancarias anónimas….sin contar con los paraísos fiscales, en los cuales el sistema impositivo se ha reducido al mínimo, los derechos de sucesión son ventajosos, las autoridades rechazan toda cooperación con la justicia de otros países y ofrecen la inmunidad judicial plena y el secreto bancario casi absoluto. Las sanciones son severas cuando un empleado de banca transgrede esa regla esencial que constituye la piedra angular de sus economías. Los paraísos fiscales, cuyo número excede la cincuentena, proponen una multitud de montajes financieros y estructuras jurídicas que facilitan la evasión de capitales, el disimulo de beneficios irregulares, la optimización de la gestión del dinero. La utilización de estos canales requiere, obviamente, una organización sofisticada, compleja, pero una vez establecida y probada, tal como él había hecho, permite blanquear flujos financieros importantes. Se trata de mandarlos de paseo, a recorrer un poco de mundo, subidos en una especie de boomerang y recuperarlos después de manera perfectamente legal, como si uno no hubiera roto nunca un plato y depositarlos en una cuenta limpia, en un banco reputado. Pongamos un ejemplo, ingresemos una fuerte suma en un banco de la Isla Caimán, hay un organismo que se encarga de efectuar las transferencias bancarias internacionales con o sin mención de la identidad del portador de la orden, de allí pasará a un banco en Alemania poco escrupuloso, de éste a un banco de Mónaco, luego a uno de Austria y finalmente a cualquiera de los grandes bancos españoles. Cada uno de ellos se ampara en la respetabilidad creciente de los precedentes y será extremadamente difícil para un investigador establecer la relación entre el depositario final de la cuenta y el origen de los fondos, ya que estas sumas transitan por paraísos fiscales. Éste es un método simple, que sirve bien como botón de muestra, pero no es el único, se pueden utilizar las transacciones en los mercados financieros, las cámaras de compensación internacional que no están sometidas a ningún control financiero exterior y cuyas transferencias son instantáneas, los servicios por Internet, entre los cuales el más curioso y rentable es el de crear un casino virtual, seguidamente unos cómplices ingresan dinero en diferentes bancos situados en paraísos fiscales, para terminar se juegan ese dinero en dicho casino y lo pierden, evidentemente, con la ventaja adicional de que pueden hacerse beneficios suplementarios gracias a los clientes normales que juegan de buena fe en dicho casino electrónico; existen también los Holdings, trusts y fiduciarias. Finalmente uno no tiene más que introducir este dinero en la economía legal, creando empresas, invirtiendo en negocios fructíferos, operaciones financieras legítimas o en obras de arte. Estas son las grandes líneas de un programa que ofrece infinidad de posibilidades, ¿qué te parece? Me parecía, ni más ni menos, el anillo justo para mi dedo desnudo. Pero respondí enigmáticamente, empleando el adjetivo interesante, que no me comprometía a nada. Comamos un poco, dije entre mí, y bebamos más, a ver qué efecto tiene el vino en la lengua de éste. Sin embargo él no perdía el norte. Habló de una operación urbanística de envergadura que preparaba en Berlín, junto con otros empresarios españoles, y a la que deseaba asociarme. Concluida la comida, pretextando que últimamente había acumulado las multas de tráfico, me ofreció el volante. Acepté tomar el riesgo, pues yo no había bebido menos, a cambio de conducir esa máquina excepcional. Por lo que a mí se refiere, tampoco considero una obligación alcanzar velocidades excesivas para disfrutar de un soberbio deportivo como ése, me basta con sentir la potencia del motor llevándolo, como quien dice, a puntita de gas. Aun así, se percibía bien el empuje y la holgura que proporcionan los cuatro tubos de escape, liberando por detrás una fuerza aceleratriz silenciosa al tiempo que pujante, extraordinariamente sobrada. ¿Qué, te gusta el coche? Le eché una breve mirada tangencial y volví a prestarle atención a la carretera. Déjame en casa, ahí mismo, tuerce a la izquierda en ese cruce. El coche es tuyo. En la guantera encontrarás la documentación a tu nombre. Alguien le había informado acerca de mi pasión por los automóviles de lujo. Y ese alguien creo saber quién es. También yo puedo suputarlo, a la vista de los documentos leídos. Ruano marcó una leve pausa. Lo dejé en su residencia de la colonia alemana y consumí la tarde paseándome con el Ferrari Módena. Los vapores del vino y el sopor de la comida se evaporaron enseguida. A los tres días lo llamé para citarlo en mi casa. Sellamos el pacto. Entonces él dejó la teoría a un lado y comenzó a hablarme de proyectos concretos, me reveló todos los detalles de su entera estructura societaria, de sus fundaciones y contactos en diversos países, me puso al corriente de las operaciones ya efectuadas, de las operaciones en curso y de las que tenía pensado lanzar con mi colaboración. Un engranaje de relojería dotado de una precisión portentosa. Y lo tenía de inmediato a mi entera disposición, listo para drenar en un suspiro el montón inmenso de dinero B que ya comenzaba a pesar, a agobiar demasiado. Aquello liberaba el espíritu, le daba alas. Experimenté un entusiasmo y una fuerza interior hasta entonces desconocidos. Mi cabeza comenzó a hervir con ideas nuevas, con designios colosales, para los cuales habían caído todos los límites. Durante los días que siguieron me entregué a un trabajo febril, de modo que en un lapso brevísimo de tiempo todo estuvo despachado, luego vendí propiedades, parcelas, barcos, que hasta entonces estaban a nombres de terceros, y también eso pasó por el molinillo. Cuando esa tarea estuvo concluida, desvié de nuevo mi mirada a Planeamiento Urbano y, ya sin aprensión alguna, me lancé a una ofensiva generalizada. La corteza de la ciudad y sus alrededores se puso a cambiar perceptiblemente de un día para otro. Los inmensos beneficios que ello producía, eran inyectados de inmediato en el aparato circulatorio creado por Kloss para regresar al poco tiempo con un marchamo distinto, impecable, limpio. Claro que, semejante capital, pese a tener toda la apariencia de la legitimidad, avalada por facturas incontestables, podía levantar sospechas. Con objeto de paliar tales efectos, el propio Kloss me puso en contacto con el gabinete jurídico Galíndez-Lastarria. Se trataba de armar la tercera y última fase del blanqueo, creando una estructura societaria puesta a nombre del gabinete, aunque controlada por este cura gracias al volumen aplastante de las acciones al portador que poseía. Dichas participaciones, sin identificación, garantizan la más absoluta confidencialidad. Ruano guardó silencio y yo decidí no hacerle más preguntas. Había dicho cuanto tenía que decir. Mis ojos se habían abierto, paradójicamente en la oscuridad. Me acerqué a la ventana, también la noche abría los suyos. El monasterio se hallaba sumido en una profunda calma, tan sólo los grillos y las ranas continuaban velando bajo las estrellas y el cielo azulado. Orión, el arquero, había avanzado un buen trecho hacia occidente, apuntando con su flecha a la ballena, el gran monstruo marino. Lástima que no hayas tenido, ni tendrás, oportunidad de poner en práctica tales nobles enseñanzas, por tu mala cabeza. Debes saber que la obra pasa por sus fases de reposo, de consolidación. Que no siempre es bueno aplicar la técnica napoleónica de aprovechamiento del éxito, la cual tiene sus límites, lo que el propio Emperador tuvo la ocasión de constatar. Sin esa lamentable fogosidad, también tú habrías recorrido un largo camino y hubieras encontrado tu lugar al sol, allí donde no hubieses molestado a nadie e incluso podrías haber sido de alguna utilidad, ¿quién sabe? Pero tuviste que meter tus inexpertas narices en el único lugar en que no debías haberlas metido y abrir así la corriente que traería, para tu mal, la pesadilla de Leviatán por estos pagos, la bestia de las profundidades, aquella que llaman, muchas veces, el escalofrío o la desolación, la que sujeta con sus manos las cadenas del terror puro y luego muele a su víctima entre las piedras blanquísimas y afiladas de sus ciclópeas, colosales mandíbulas, que jamás han renunciado, te lo aseguro, a una presa ni han pronunciado una sola palabra de piedad. Ruano continuó, sin embargo. Se trata de un juego, pero un juego que requiere considerable atención y una entrega total. Yo no quería dejarlo todo en manos del gabinete Galíndez-Lastarria, ni mucho menos, y tumbarme al sol en la playa como cualquiera que tuviera dos dedos de frente habría hecho. Me lancé de lleno a ese abismo porque noté que dentro de mí había otro abismo idéntico y ambos se correspondían y se atraían. Verás, se trata de hacerte con muchos ovillos, cada uno de un color distinto, la lanzadera mezclará tu hilo con otros hilos ajenos, pero tú tienes que seguirle la pista a cada una de tus hebras, anticipar su recorrido y darle la orientación necesaria para acabar obteniendo la figura deseada. Cuando alcanzas a tener un número importante de ovillos, es un trabajo de romano controlar todas sus evoluciones. Sin embargo, dicen que carga sobrellevada a gusto no pesa, bueno, esto ya lo he mencionado antes, pero no por ello es menos cierto, y eso mismo es lo que me sucedió una vez más a mí, había encontrado mi vía personal y no estaba dispuesto a apearme sino en el término; mas la verdad es que no hay término, hoy en día, en la red ferroviaria, que es internacional, sus ramificaciones se hallan todas interconectadas, uno no acaba nunca de encontrar combinaciones sugestivas. Es como la serpiente Ouroboros, que se muerde la cola. Sí, más o menos, es eso. No es infrecuente, a fin de cuentas, que un hombre llegue a tener la copa de la abundancia al alcance de la mano y que no toque ni un solo fruto, obsesionado como se encuentra por la vía, por la obra, pero no fue tu caso y ahí estaba tu talón de Aquiles. Bueno, yo tengo mis caprichos, es cierto, encargué, por ejemplo, a Kloss la creación de una compañía aérea sólo para permitirme tener un jet privado sin ponerlo a mi nombre, no me contento con cazar la liebre en la serranía de Cazorla, lo que hago algunas veces con gusto, pero prefiero cazar la cabra montés en las cumbres nevadas de Afganistán. Sin embargo, excepto acaso esto último, no encuentro en esos lujos la intensidad esperada, la que hubiera sentido sin duda a los veinticinco años, pobre de solemnidad pero con la cabeza más despejada. Diríase que se ha perdido un poco, con los años, con los quehaceres, el sabor de la sal que tan bien sentíamos en los días de antaño. Tal vez sea ése el impulso oculto que me empuja, a veces, hacia las sensaciones fuertes, completamente disparatadas y desproporcionadas, para sentirme todavía vivo en la boca de este volcán que expulsa sin cesar un auténtico magma de oro, para aplacar un poco la comezón que se propaga en mi fuero interno cuando me digo a buenas horas mangas verdes, Dios me da pan cuando no tengo dientes. Claro que todo eso lo hago con dinero B, goma 2, como lo llamamos nosotros, un buen explosivo, y barato, con el que volarse la cavidad del paladar para ver si al fin siente algo del sabor de las cosas, coño. Al fin y al cabo, eso no acaba de ser dinero, es, digamos, una clase de materia bruta, que requiere todavía una laboriosa transformación para alcanzar su auténtico valor. Es como los billetes que, según tengo entendido, quemaban los soldados republicanos en Teruel para calentarse el café, pues era dinero del bando nacional. Cuando las circunstancias viran a la borrasca y cuando ésta se transforma en tifón, unos cuantos marineros calaveras, escondidos en la bodega, vacían una barrica de güisqui, mientras el resto de la tripulación se afana arriando velas y dirigiendo la nave en medio de olas como colinas. No contentos con ello, llegados a buen puerto gracias a la virtud ajena, se dirigen enseguida al casino y, encerrados en salas privadas, se juegan al póker cantidades indecentes, sabiendo a cómo está el jornal en el campo. Uno de esos marineros pervertidos es Francisco Portela, alias Marlon Brando por su gran parecido físico con el actor. Mientras hacemos barrabasadas juntos, me parece que estoy dentro de una película americana de acción. Enciendo un puro y juego a ser el más duro del oeste. Con el bolsillo repleto de dinero negro y un par de buenos armarios roperos como guardaespaldas al alcance de la mano, no resulta muy difícil. En cierta ocasión, ayudado por Marlon, enredamos a dos empresarios para que pusieran sobre el tapete verde la friolera de tres millones de euros. Como quiera que se encontraban ambos como si hubieran asistido a la parranda en que se emborrachó Noé, ello en parte gracias a nuestros buenos oficios, aceptaron el desafío. Sin hacer trampa, porque de ese modo no hay morbo, pero asegurándonos de que ellos tampoco la hacían, les ganamos. En cuanto asimilaron la pérdida y vieron que había sido un juego serio, se les disipó enseguida la melopea. Uno de ellos, sin poder contener la rabia, juró que, cuando pudiera, me mataría. Igual que en las películas. Le reímos la ocurrencia en la cara. Puede que él no jugara con dinero B, pero si hubiera ganado, los pies le habrían tocado el culo para endosar los beneficios; por eso estuvo bien lo que Paco le dijo, hombre para ganar, hombre para perder. Y, en medio de grandes risotadas, nos fuimos a cerrar la casa de putas con más boato de la ciudad. Los ricos de cuna, en cambio, tienen todavía ese privilegio, el de ser ricos sin más, naturalmente; toda la vida lo han sido y no conocen otra cosa. Ellos hacen el mismo tipo de trabajo que los nuevos ricos, incluso de manera más eficaz, a veces, pero sin esfuerzo aparente, ni alharacas, sin la obsesión que nos atenaza a los recién llegados a esta especie de crema de la leche en que nadamos. Los negocios son para ellos una especie de segunda naturaleza. Las operaciones financieras, con su léxico y procedimientos característicos, venían ya en los primeros biberones que se tomaron. Alfredo Kloss, sin ir muy lejos, es un hombre que vive realmente; es más, parece que todo él esté confeccionado adrede para gozar llevando trajes de mucho precio, deportivos, relojes que se alzan a la categoría de símbolos de la precisión con sólo mirarlos, bolígrafos de oro que te graban las conversaciones sin que te enteres. Ha tenido el tiempo y el interés suficiente como para divorciarse, empezar una nueva relación con otra mujer, que es como entrar en otro mundo, tener dos hijas como dos lunas, pero no solamente tenerlas, sino también entrar de lleno y recrearse en el estatuto de padre. Cuando uno va a verlo a su casa, se nota que lo ha sacado de veras, que lo ha extirpado, de la contemplación de un mar que se dejaba quemar por los rescoldos del crepúsculo, al tiempo que consumía, en la terraza de su jardín, que es como la palma de una mano gigantesca sosteniéndole entre los acantilados sobre el agua lejana, su vaso de zumo de naranja natural, enfriado con unos cubitos de hielo. Al menos me queda la ilusión y el consuelo de que es esa vida la que lego a mis hijos y a mis nietos cuando se presenten. Conmigo acabará de pudrirse, además, la bosta que ha servido de primer alimento a nuestra fortuna y ellos alzarán el vuelo como un cisne sin tacha. Tras esto, Ruano volvió a sumergirse en el silencio negro que nos rodeaba, soñando quizás en el luminoso porvenir que aguardaba a su progenitura. Le dejé madurar sus pensamientos por un tiempo, pues era un poco pronto para proceder a su liberación. Mientras tanto, yo hice lo propio. Las ideas y los proyectos se agolpaban en mi mente. Pero todo debía hacerse con una discreción inusitada, nunca vista. La organización que estaba vislumbrando ya en ese momento debía ser absolutamente invisible. Golpeará sólo cuando sea inevitable y en tal caso borrará con sumo cuidado las huellas de sus actos. Para hacer que una mafia sea invisible, hay que trabajar con una paciencia enorme y evitar, sobre todo, las acciones que comporten un excesivo relumbrón. Y en ese sentido, debes admitir que no comenzaste con buen pie. Al contrario, comencé con dos golpes de suerte consecutivos que me dieron la pasta que constituye la materia prima de toda obra consistente, el punto de partida ineludible. A partir de ahí es cuando uno debe proceder de inmediato a la labor de esfumarse. El primero de ellos hubiera bastado, cierto, mas el segundo, mucho más suculento, vino de mano, se presentó con tal oportunidad y, lo que resultó más decisivo aún, con tal contigüidad, que hubiera sido por completo improcedente dejar pasar la ocasión. Sin embargo, vino un tercero y con éste proporcionaste al arquero la pluma con la que empenachó su flecha y que la guió hasta tu cuello. Como el cisne del apólogo, puedes decir “muero por mis propias plumas”. Esa pluma, todavía tengo mis dudas sobre quién se la entregó al arquero. De nada sirve preocuparse por esas menudencias cuando se va a morir. Cierto, la muerte es un despojarse de lastre y no lo contrario. Puede que sea ésa la razón por la cual, en la descomposición, lleguemos a fundirnos todos y a conformar una misma cosa, Leviatán y el santo Job, una misma y única substancia cuando sólo queda lo esencial. Tal vez purificados por el fuego de la muerte, un fuego más intenso que el de los altos hornos, un fuego capaz de limpiarnos hasta no dejar de nosotros sino la luz íntima que nos habita. Bien, susurró al fin Ruano, creo que te he dado cuantas precisiones podías desear para ilustrar los documentos que obran en tu poder, has obtenido una cantidad que recompensa justamente tu destreza, doblada de un tributo periódico, esto es lo que se puede llamar la buena guerra, conozco sus reglas y acepto sus consecuencias. No puede ser de otro modo en este medio, tal vez en otra ocasión puede que sea yo quien te coma una torre. Sin embargo, ahora debes considerar que tu interés no consiste en retenerme durante mucho tiempo. Piensa que manejo sumas importantes en dinero líquido, que llevo entre manos numerosas operaciones, que soy portador de secretos que conciernen a unos y a otros. Cierta gente estará ya bastante nerviosa. Dos días sin dar señales de vida es excesivo para un tipo como yo. Supongo que no ignorarás que las inmensas posibilidades de blanqueo que tiene esta zona en el dominio de la inversión inmobiliaria y turística, han atraído a pájaros de muy mal agüero pero del más alto vuelo. En realidad hay dos grandes organizaciones entre las que se debe mantener un equilibrio difícil. Ambas estarán dudando sobre la oportunidad de lanzar o no una operación seria de búsqueda y captura, sin olvidar a la policía, a la cual mi mujer, tras respetar el plazo convenido, llamará. Si ello llegara a producirse, no sería bueno para nadie y, en el peor de los casos, podría tener consecuencias nefastas, pero para todos, incluyéndote a ti, por supuesto. Ya lo había pensado, le repuse, sin comprometerme a nada. Puesto que iba a convivir con tales pajarracos, a lo mejor me convenía obtener toda la información posible a propósito de ellos y de sus organizaciones, de su estructura y del tipo y nivel de su implantación, de su poder real, en suma, pero con cuidado para no aguar mis planes. ¿Cómo es don Caetano? A ver, que yo lo sepa, por si acaso…. ¿Físicamente? Sí, físicamente. Pues es un mono peludo, vestido de camarero y con gorra. ¿Y su capacidad intelectual? Su cualidad más relevante es una memoria infalible, de verdad extraordinaria. Te enreda, te lleva de paseo y cuando menos te lo esperas y por donde menos te lo esperas, te obliga a volver a ciertos detalles nimios de los que él, con su lógica personal, extrae sus verdades, en todo caso, sus conclusiones. Imagino que su estrategia viene coordinada desde más arriba. Sicilia, al fin y al cabo, no queda lejos. ¿Y los hombres que le rodean? Mario, su lugarteniente, tiene los ojos de una tintorera y don Abbondio no habla para nada y constituye un misterio impenetrable. ¿Cómo es don Abbondio? ¿Físicamente? Sí. Pues debe frisar los sesenta, pelo canoso, rostro enjuto, un poco cansado. Las más de las veces parece que haya perdido el hilo de la conversación que sostenemos los demás y su mirada vaga, como si aguardara la llegada de una embarcación allá por la línea del horizonte, pero cuando uno ya casi se ha olvidado de su presencia, nota que sus ojos le han estado escrutando con ahínco. Sospecho que la tarea de reflexionar recae sobre él. ¿Sus intereses? ¿Te refieres a los de la mafia italiana? Pues claro. Los mismos que los de los otros, ahí está el problema, y además son los propietarios de casi todas las pizzerías de la ciudad y sus alrededores, así como de buena parte de los restaurantes, bares, cafeterías, prostíbulos y discotecas. Trafican, por supuesto, con drogas y con armas. Pero el grueso del capital que inyectan en la economía local les debe venir del exterior. No hay que olvidar que es una asociación implantada en el mundo entero. El empuje que tienen resulta fabuloso y uno tiene que peinarse bien para encauzarlo. Hay diversos agentes, por cierto, que se encargan de hacerlo, pero aún así no resulta fácil. Sobre todo si se tiene en cuenta que los otros reclaman una atención similar. ¿Quiénes son los otros? Lo sabes de sobra. Sí, pero, ¿cómo se llaman, cómo son? Son gente joven, dinámica, bien vestida, cuadrada de cuerpo y de rostro, hacen gala de un escaso sentido del humor; a pesar de esa apariencia, piensan mucho mientras hablan, por lo que sus respuestas son breves y certeras. Evgueni Ismaïlovo, a quien se le considera como el padrino, no debe alcanzar los cuarenta. Manejan, eso sí, una colosal cantidad de dinero. No sé de dónde les viene, pero su flujo es cada vez más poderoso, imparable. Se interesan especialmente por las operaciones inmobiliarias de gran envergadura y por la adquisición de hoteles y centros comerciales. En cuanto al boato del que se rodean, lo menos que se puede decir es que no son muy discretos. Tienen debilidad por las mansiones de lujo y los deportivos de la mayor cilindrada, sin menospreciar los yates, veleros, avionetas y helicópteros. Suelen organizar fiestas muy privadas en suntuosas quintas, convenientemente aisladas y abundantemente protegidas contra la curiosidad de los eventuales merodeadores, en las que no se escatima el vodka, el caviar, ni las mujeres. Aunque dudo que sean las propias. Me abstuve de pedir más detalles, pensé que localizar a gente tan expansiva no debía constituir una tarea demasiado ardua para quien se halla al frente de un pequeño ejército de soldados-detectives. Los acontecimientos posteriores, sin embargo, me ahorrarían la gestión. La entrevista podía concluir. El momento de soltar al palomo se acercaba. Acaso regrese con una rama de olivo en el pico. Di al interruptor de la luz, Ruano seguía impasible, hierático, vendado, no había hecho el menor esfuerzo por desatarse. Mis ojos, en cambio, se cerraban, heridos por el resplandor. Demasiada luz en tan poco tiempo. Me sentía aturdido y mi pensamiento parecía cabalgar sobre corceles alados; los cuales, a veces, se estrellaban contra el suelo, pero todos parecían buscar una única dirección. Abrí la puerta, la claridad que se escapaba del interior me permitió distinguir el bulto del cancerbero que guardaba la entrada. Llévenselo y prosigan con el plan establecido.

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