lunes, 3 de mayo de 2010

La hora de Leviatán (segunda parte)

                                      






                                LA HORA DE LEVIATÁN-SEGUNDA PARTE 






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   Sin entretenerme, abandoné el palacio y me dirigí al centro de comunicaciones. Vuk me había precedido y se encontraba ya con los cascos puestos. Hola, ¿lo han liberado o todavía no? Están aún en el coche. Le di a la clavija que despierta la cafetera y con un gesto le pregunté si quería un café. Repuso, con otro, que sí lo tomaría. Preparé sendas tazas bien cargadas. La noche había sido intensa y tal vez no había concluido. Vuk se la tomó a pequeños sorbos concentrados. Cada uno de sus rizos de cobre parecía una acerada antena asimilando un fuego impregnado de datos. Pensé que un país incapaz de dar salida a hombres como él atravesaba realmente una crisis profunda. Han parado el motor, musitó como para sí. Al tiempo que hablaba, me alcanzaba unos auriculares e iniciaba la grabación. Oí cerrar las cuatro puertas del automóvil y enseguida una conversación serena en lengua eslava. Vuk me brindó una traducción libre, habida cuenta de su brevedad. Lo van a desatar y a quitarle la venda. Dejé caer la leve cortina de mis párpados para mejor concentrarme en cada uno de los propósitos que iban a llegar hasta mis oídos, pues evidentemente se le liberaba con su arsenal intacto de móviles. Un cerebro humano debe gastar mucha energía absorbiendo y procesando la enorme cantidad de información que le llega a través de los ojos. Algunas veces pensé que, lógicamente, ganaría en concentración si cortara, durante una porción significativa de tiempo, esa fuente. Más tarde, cuando tuve que hacer de mi cuerpo un caparazón donde enquistar mi alma, reducida al mínimo de sus funciones vitales, puse en práctica ese procedimiento. Imaginé que apagando mis ojos exteriores, se encenderían otros internos con los que vería a mis enemigos moverse en la oscuridad, peinar la urbe y los baldíos, acercarse a mi refugio pero sin sospechar que yo me hallaba en su interior, aletargado, reducido a una vida mineral. Y veía también a Leviatán, levantando los techos de las casas, escrutando en todos los rincones y rugiendo de furor al no encontrar el menor indicio de mi presencia en ese mundo que, a pesar de todo, compartíamos. Sabía que estabas en la ciudad, que no habías huido, sentía tu presencia, el rumor que surgía de tus destellos metálicos ocultos bajo un celemín. Sólo tenía que adivinarlo, entre miles de otros celemines iguales, y alzarlo. Y yo percibía el roce de tus dedos escarbando la tierra y el fragor de tu cólera retenida. Al fin se apaciguó esa cólera con tu presencia entre mis dos manos, tal y como debía suceder y siempre sucede. Luego escuché, en un castellano correcto esa vez pero cargado con un fuerte acento, sigue por esa senda, a unos cincuenta metros se encuentra la carretera, tómala hacia la izquierda, tendrás que caminar como dos kilómetros y llegarás a un pueblo. Allí te las arreglarás tú solo muy bien. Ten, esto es tuyo. Le ha dado el maletín, con su colección completa de móviles, aclaró Vuk. Pasos, roce del pantalón contra la maleza. Poco después restalló una cremallera sobre mi cabeza, unos dedos hurgaban dentro del cubil en el que me encontraba, lo levantaron todo, sentí el ligero mareo del navío que se encarama al lomo de una ola. Lola, estoy libre. Pero todavía no sé dónde. Y luego una voz más débil, aunque perfectamente audible, cortada de cuando en cuando por sollozos, ¡por fin, gracias a Dios! Habría esperado sólo hasta mañana a primera hora, como me dijiste, para llamar a la policía. Me han asegurado que cerca hay un pueblo. En cuanto llegue y sepa qué pueblo es, llamaré a un taxi. ¿Quiénes eran? Hablaban en ruso. ¿Otra vez ellos? No sé, hay algo raro, pero puede que traten de enredar…. Bueno, ya no te preocupes más, dentro de poco estoy en casa. Vale, hasta ahora. Hasta ahora mismo. ¿Paco? Sí, dime. Óyeme bien, mañana, a primera hora, reunión del gabinete de crisis. Tú, Carlos, Serafín, Mariano, Joaquín, a las ocho en punto todos como clavos en el Ayuntamiento. Pero hombre ¿qué te pasa, se te ha aparecido la Virgen del Rocío o qué diablos te pasa? No puedo hablar por teléfono de esas cosas, coño, ya lo sabes, por eso os convoco mañana en mi despacho, porque hay tomate y del bueno. Bien hombre, pues mañana nos vemos. Adiós. Ruano no tardó mucho, en efecto, en llegar a su domicilio y se puso, sin más dilaciones de las estrictamente necesarias, a recuperar todo el sueño que tenía pendiente, porque debió dormir poco y mal atado en la silla. También yo tomé con parsimonia el camino de mi casa, albergando el propósito de hacer lo propio, aunque sabía que no podía permitirme más de cuatro horas de apagón total, pues por nada del mundo quería perderme lo que iba a ocurrir el día siguiente y convenía seguirlo en directo, por si acaso. Así había vivido durante las últimas semanas, a salto de mata, y no me había ido tan mal. El problema era que no podía pararlo, el remolino que me estaba absorbiendo, un verdadero agujero verde oscuro formado por el espeluznante dinamismo del océano, un boquete sin fondo rugía no lejos de mí y me obligaba a recorrer las primeras circunvoluciones de una espiral movida por una fuerza telúrica. Sobre todo en esos momentos, me hallaba tan cansado que ni siquiera afloró en mi mente el menor intento de resistencia ante semejante poder. Pero el vértigo comenzaba a romper los primeros cristales en mi médula espinal. Tal como había supuesto, el móvil de Ruano, en fin, uno de ellos, comenzó a sonar temprano. Una voz con acento bronco, que nada tenía de ibérico, espetó a bocajarro, ¿qué demonios te ha pasado durante los últimos días? ¿Te fuiste a matar cabras a Afganistán? Lamentablemente no, me secuestraron. Hubo un silencio. Me lo suponía. Tenemos que vernos, para que me cuentes en detalle lo que ha ocurrido. ¿Dónde? Pues en el sitio de las reuniones discretas. ¿A qué hora? De inmediato. Bien, voy para allá. Casi enseguida, volvió a sonar. ¿Qué diantre te ha pasado, que no cogías el teléfono? Me tenías muy preocupado. He sido víctima de un secuestro, don Caetano. Es lo que me temía. Conviene que vengas a mi casa para que me lo cuentes todo con pelos y señales. ¿Cuándo tendría usted la bondad de recibirme? Ahora mismo. Verá, don Caetano, me han citado ellos primero, acabo de cortar la comunicación. ¿Ellos? ¿Quiénes? Los rusos. Encima pretenden hacernos comulgar con ruedas de molino ¿pero qué se creen, que nos sorbemos los mocos todavía? Veremos, don Caetano, cuál es el juego que se traen entre manos, porque la verdad es que, a primera vista, no parece evidente. Está bien, luego te pasas por mi casa y hablamos; espero que tu conversación con ellos me haga cambiar de opinión, porque si no, se van a enterar de lo que vale un peine, en Sicilia, no en Villarrobledo, sino en Sicilia. Entendido, don Caetano, así se hará. Ruano salió conduciendo su propio coche. Uno de mis hombres, al volante de una furgoneta cargada con material de construcción, lo siguió discretamente. Le había pedido que no tomara riesgos en exceso, pues lo esencial, que era la grabación, la teníamos asegurada. Primero se dirigió, como estaba previsto, al Ayuntamiento, donde tenía convocado su gabinete de crisis. La reunión, empero, fue breve. Seguidme a mi despacho. Ruido de pasos sobre baldosas. La llave que entra en el cerrojo y le da dos sonoras vueltas. Acomodaos donde podáis, o quedaos de pie, me importa un huevo. Bueno, ¿qué pasa, te ha dicho una gitana que los cuatro jinetes del Apocalipsis vienen por la autopista de Málaga? Pues pasa, ni más ni menos, que ayer me secuestraron, como lo oís; y, no contentos con eso, me restregaron por las narices documentos que venían directamente de aquí. ¡Pues sí que hemos hecho un pan como unas hostias! Como tú lo dices, Mariano. La suerte que tenemos es que no ha sido la policía, la que les ha echado mano, a los dichosos documentos. Pero ahora, quien quiera que sea, nos querrá hacer chantaje. Ya lo ha hecho, Carlos, a ver para qué diablos crees que me querían, ¿para invitarme a tomar chocolate con churros? Mis buenos cuartos me ha costado taparles la boca y ahora, por si fuera poco, hay que seguir abonando una mensualidad, como si de los pagos de una póliza de seguros se tratara. Y en cierto modo lo son. ¡Pero vosotros también pagaréis el pato, ya lo creo que pagaréis, a tanto por porrate saldremos! ¡De alguna manera tendréis que pagar esto, porque toda la culpa de lo que pasa es vuestra, con los cirios que montáis! ¡Pero esto se acabó! ¡Vaya que si se acabó! No te sulfures, Juanjo, todos estamos embarcados en este bote, pero no tenemos más culpa que tú de que alguien haya conseguido meter las narices en las entrañas del Ayuntamiento. ¡Si no hubierais armado tanto jolgorio, si es que España entera tiene los ojos puestos en el Ayuntamiento de esta puñetera ciudad! Y con tanto pasacalle, la consecuencia es que los periodistas nos espían hasta cuando vamos a mear. La culpa de eso la tuvo el Pajuel, ya lo sabes, con la tira de circos que montaba. Luego la prensa estaba ya cebada, acudían como las moscas al panal. Bueno, acudían aunque no hubiera panal, porque sabían que siempre se llevarían algo. Y por poco que hiciéramos, pues ya estábamos saliendo en los papeles. Os ha faltado discreción, Paco, no me digas que no. Y esa actitud indolente ahora comienza a pasarnos factura. Pero os digo una cosa, como no os enmendéis de golpe y porrazo, esto acabará como el rosario de la aurora, ya veréis, acordaos de lo que os digo. Si esto os sirve de escarmiento, todavía podremos levantar el dedo. En fin, no hablemos más por ahora, que el tiempo apremia. Os ponéis de inmediato a limpiar el Ayuntamiento de documentos comprometedores. Lo que quepa en una llave USB, lo ponéis en una llave USB y lo que haya que colocarlo en cajas, lo colocáis en cajas. Luego me lo daréis a mí para que yo lo ponga a buen recaudo. Y lo que se pueda destruir, al diablo con ello. De ahora en adelante haremos limpieza todos los días y ya sabéis, en boca cerrada no entran moscas. En mi despacho no toquéis nada, ya me encargo yo. Ahora disculpadme, tengo que irme. Rumor de sillas corriéndose. Portazo. Cerrojo. Salió como alma que lleva el diablo de la Casa Consistorial. El hombre apostado en la furgoneta arrancó el motor y prosiguió la persecución. Tomaron la carretera de circunvalación hacia el norte, dejando atrás la ciudad. A los tres o cuatro kilómetros, torcieron a la derecha, en dirección a la costa. Se trataba de una carretera estrecha, delimitada a ambos lados por empalizadas hechas con cañas, que desembocaba en una lujosa urbanización dispuesta como una cenefa blanca junto al mar. La furgoneta pasó de largo. Nada tan banal como una furgoneta cargada con material de construcción, adornada con los rótulos de una conocida empresa del ramo, cruzando una urbanización donde, al fondo, se hallaban aún varias casas en fase de obra. Nada tan banal como eso, me atrevería a decir, en todo el país de aquellos tiempos. Otra distinta, sin embargo, estacionó a unos cien metros del chalet por cuya puerta había penetrado Ruano. Cinco minutos más tarde llegaron dos coches cautelosos, potentes, provistos de cristales muy oscurecidos. Las cámaras fotográficas especiales que traían mis agentes comenzaron a crepitar. El que abría camino se detuvo ante la puerta de la casa, el que venía a la zaga aparcó unos cincuenta metros antes. Los ocupantes del primer vehículo, tras unos breves instantes de reconocimiento, siguieron el mismo camino que Ruano; los del segundo tomaron asiento en una terraza desde la que dominaban toda la calle. Mis hombres los fotografiaron a todos sin escatimar las instantáneas, según pude comprobar poco después. Pronto se les vio aparecer por los altos de la casa, ojo avizor. No resultó demasiado complicado averiguar cuál de ellos llevaba la voz cantante frente a Ruano. Fue este último quien saludó el primero. Hola Evgueni. Hola, Juanjo ¿qué tal estás? Se te ve bien, a pesar de todo. Parece que no te han hecho muchas miserias. Me han tratado bien, debo reconocerlo, aunque me han tenido continuamente atado a una silla. Se te debió hacer el culo cuadrado. Sí, fue un tanto incómodo como experiencia, pero podría haber sido peor. Cierto, ¿qué les dijiste? Me limité a confirmar lo que sabían. ¿Sabían mucho? Sí, mucho. Y lo peor es que lo sabían de muy buena tinta. No todo, por supuesto, pero sí lo suficiente como para ir tirando del hilo y, si son tan buenos como lo han demostrado hasta el momento, sacar fuera el ovillo, para nuestro mal. Actuar de otro modo, en mi caso, hubiera sido como entrar en un callejón sin salida y una pérdida de tiempo puesto que las informaciones que poseían eran precisas, avaladas por documentos auténticos. Ignoro cómo han logrado tener acceso a ellos. Tendré que hacer mis averiguaciones, sin reparar en medios. ¿Y qué partido han conseguido sacarles? Pues se han llevado, de momento, una suma considerable. ¿Considerable o excesiva? Sólo considerable. Y un tributo mensual para sufragar su silencio. Hasta que obtengan un mejor postor. Tal vez. Esto es forzosamente una situación provisional. Eso ya no entra dentro de mis competencias. Lo sé… ¿Cómo sucedió? Me cogieron en mi propia casa. Estaban escondidos dentro del garaje. Te apuntaron con una pistola y te intimaron a salir al volante de tu vehículo, con ellos en su interior. Así fue. Clásico. Seguidamente fueron indicándome el trayecto hasta que llegamos a un lugar apartado, donde me vendaron los ojos y me obligaron a meterme en el maletero. Me enteré por mi mujer que esa misma noche dejaron mi coche aparcado frente a mi puerta. ¿Duró mucho el viaje? Bastante, lo suficiente como para alcanzar cualquier otra de las ciudades vecinas. Pero eso no quiere decir nada. No. Sea como fuere, acabamos por entrar en una cochera y de ella me condujeron a un sótano. No me permitieron verlo en ningún momento, lo deduje por el frescor que reinaba en aquella estancia. En ella me dejaron macerar durante un tiempo considerable, hasta que juzgaron oportuno hacerme comparecer ante el tipo que debía conducir el interrogatorio. Eso ocurrió dos veces. En la primera ocasión no tuvieron más remedio que quitarme la venda para que pudiera leer las piezas a convicción y para que hiciera las transferencias. Imagino que tomaron precauciones para que no les vieras las caras. Por supuesto, llevaban máscaras y la figura que pudieran tener se hallaba disimulada bajo un hábito de monje. La segunda vez no hacía falta quitarme la venda. ¿Con qué objeto te convocaron una segunda vez? El tipo tenía ganas de conversar, o al menos eso es lo que dijo. Vaya por Dios. Un hábil conversador, por cierto. ¿Qué viste la primera vez? Una sala amplia, de techo alto, apoyado sobre vigas de madera. En un extremo se podía distinguir el hogar de una chimenea y sobre una tarima, unos candelabros y el sillón que ocupaba mi inquisidor, llevaba puesta una máscara de la risa, pero el propietario no se rió ni una sola vez, me dio la impresión. La situación tampoco lo requería. Cierto, mas el contraste era sobrecogedor. Imagínate, alguien que te está amenazando con la muerte, nada menos, que se ha vestido directamente de fraile para enterrarte lo más rápido posible aunque sin omitir los responsos de rigor, pero que no pierde la sonrisa en ningún momento, aunque sólo sea en apariencia. Al final se te ponen los pelos de punta. ¿Algún detalle más que haya llamado tu atención? El hombre con quien mantuve ambas conversaciones hablaba un perfecto castellano. Él, ¿los demás no? Los demás hablaban ruso. Profundo y prolongado silencio. Esa última piedra lanzada por Ruano tardó mucho en tocar fondo. ¿Estás seguro que era ruso? Sí. Un silencio tan dilatado, por lo menos, como el anterior. Bueno, de momento honra lo pactado. Si hay algún cambio de planes, te lo haré saber. Hasta pronto. Al salir fueron fotografiados y filmados. Había como una escondida chispa de precipitación en sus gestos y semblantes. Una tercera furgoneta los siguió. La segunda aguardó a que saliera Ruano y también lo siguió hasta la mansión de don Caetano. Ese día enriquecimos considerablemente nuestro carnet de direcciones. Pero tenían la orden de ser muy cautos y permanecer a la mayor distancia posible. El tiempo de prepararnos y consumir un café con una pizca de tranquilidad y el teléfono de nuestro solicitado asesor de urbanismo comenzó a transmitir de nuevo, como a quien se le escapa un don sin sentirlo. Buenos días, Mario, una estupenda mañana para salir a pescar la dorada. Me gusta ir más temprano, ahora ya es casi el momento de comerla. El jefe te aguarda en la terraza. Pasos. Suena un reloj de carillón. Picaporte. Resaca de mar. Mis respetos, don Caetano. Toma asiento, Juanjo. Don Abbondio y yo estábamos comiendo cualquier cosa para almorzar. Nos honraría que te unieras a nosotros. Se agradece, don Caetano. Así que te han hecho pasar un mal trago. No ha sido una partida de brisca, pero tampoco es la primera vez que me veo en el maletero de un coche, sin saber a dónde me llevan. Gajes del oficio, hijo, es una mala vida la que hemos escogido, siempre sujeta a los más variados avatares. ¿Te soplaron mucho? Me sacaron mis buenos cuartos; aun así, nada que no pueda recuperar tras unos cuantos meses de trabajo serio. El trabajo es la mejor lotería, muchacho. Más preocupado me tiene lo que alcanzaron a averiguar de ti. El dinero va y viene, pero la información hace ganar las guerras, o perderlas, según qué caso. Pues de mí, directamente, nada, don Caetano, pero por su cuenta es cierto que han llegado a saber bastante. No fue para interrogarme, para lo que reclamaron mi presencia. La situación es grave. Si hay contables entre ellos, obtendrán conclusiones certeras, aunque parciales. Lo que no ofrece la menor duda es que nos encontramos ante una organización dotada de una apabullante profesionalidad. No entiendo qué diantre pretenden, tronó don Caetano, sus tentáculos y los nuestros se hallan tan entrelazados que no es posible golpearnos sin sufrir ellos idéntico castigo. A no ser que estén apuntando a la cabeza con la pretensión de liquidar a la bestia de un solo tiro bien meditado, mas no pueden ignorar que se trata de una hidra con numerosas cabezas. Por el momento me encuentro un tanto perplejo, don Caetano. Pero nosotros, los sicilianos de pura cepa, tenemos una máxima que no tardaremos en aplicar como esto siga así, cuando estés perplejo, muchacho, aprieta el gatillo, de este modo no tardarás en salir de tu perplejidad. Eso es lo que he oído decir siempre a mis mayores. Y más aún tratándose del caso presente, en el cual la confusión afecta tan sólo a los objetivos, pero en modo alguno respecto a los sujetos que pretenden alcanzarlos. Porque, convendrás conmigo en que, reduciendo las cosas a su mayor simplicidad, operación que resulta factible, por no decir evidente en el preciso contexto que nos envuelve, bien podemos llegar a la conclusión de que, si no hemos sido nosotros, fueron ellos, ¿quién iba a ser si no? Y he de confesarte que esa maniobra no me gusta un pelo. Es casi una declaración de guerra. Sabes que llegamos a un acuerdo, nadie debía meter las narices en los asuntos del otro, Castilla es lo bastante ancha para ambos, o lo era... Admito que el asunto se ha puesto feo, don Caetano, aunque barrunto que es más complicado de lo que parece a primera vista. Vamos a ver, hijo, ¿dónde le encuentras tú la complicación? El tipo con el que hablé, o mejor dicho, que me interrogó, o quizá para ser más exactos diré que me interrogó la primera vez y me dio conversación la segunda, pero siempre de buenos modos, ése es tan de la tierra como puede serlo el gazpacho y no me dio la impresión de que se tratara de un simple peón; antes bien, se le notaba en la voz el peso de la responsabilidad y el hábito del mando. Y ya se sabe que la gente con la que nos jugamos las pesetas no suele delegar en terceras personas, sino que se complacen en gestionar, en la más estricta intimidad, los asuntos que les conciernen, sin recurrir a intermediarios locales. A pesar de todo, como es natural, también me bailaba por la cabeza esta mañana, en presencia de Evgueni, el prejuicio, inevitable, lo admito, de que me disponía a ser el espectador de una pantomima, razón por la cual me puse en guardia, atento al menor gesto que traicionara una sorpresa postiza, porque a ellos, las bromas, más vale reírselas. Pues bien, no creo que exista ningún actor capaz de fingir una palidez tan intensa como la que transformó el rostro de Evgueni cuando le revelé que los hombres de mano de fray sonrisas, los que me llevaban y traían de acá para allá, hablaban ruso entre ellos. Lo que me faltaba por oír, encima hablaban ruso, ni siquiera tuvieron la deferencia de cerrar la boca. Evgueni se turbó profundamente, no me cabe la menor duda. Tanto, que le costó bastante recomponerse. Y hasta que lo logró, pondría la mano en el fuego, don Caetano, para decir que era puro pánico. Y eso que Evgueni no es precisamente un monaguillo. A juzgar por la pausa que cayó como una losa marmórea sobre la conversación, don Caetano comprendió al fin que había más rusos en el mundo, aparte del grupo que mandaba Evgueni. Pasó un buen rato antes de que reapareciera el sonido argentino de los cubiertos. Y más aún hasta que se reanudó la plática. Don Abbondio, por su parte, no ayudaba nada. Al cabo se oyó la voz serena de don Caetano. Puñetería de Rusia, como si esos malditos bolcheviques no nos hubieran fastidiado bastante durante toda la guerra fría. Cuando Ruano arrancó el motor de su Ferrari Módena, devolví los auriculares a Vuk. Milos me imitó, pensativo. La piedra del molino había comenzado a rodar sobre un grano heterogéneo. Teníamos buenas y malas nuevas. Las primeras eran que se hallaban sobre la pista hacia la que les habíamos conducido, la pista rusa; las segundas, que muy probablemente aquello no iba a producir el efecto deseado. Y entre unas y otras se abría cierta incógnita de talla, ¿quiénes eran esos otros rusos que le ponían a Evgueni la carne de gallina? Si lográramos despejar dicha incógnita, reflexioné, sabríamos si ello era bueno o malo para nosotros. Vuk, que se empiece a rastrear metódicamente la presencia de la mafia rusa en España. El objetivo de tal investigación debe ser determinar si operan una o varias ramas. En el caso de que se confirme la segunda hipótesis, quiero saber cuál es la relación que rige entre ellas. Cuando hayas encauzado la búsqueda, ven a comer a la Atalaya. Nosotros salimos ya para allá, pero cada uno por su lado, como mandan los cánones. Fue entonces cuando me entregaron la sugestiva grabación obtenida mediante el procedimiento de colocar un micrófono en el apartamento que ocupaba el melenas bizcorneta, famoso comedor de caramelos y golosinas. Alargué los auriculares a Ouissene. Traduce. El gigante sonrió, orgulloso de que le encomendaran al fin una misión intelectual. “Decidle al príncipe que la gacela no tiene otro amante, sino él.” No me perdáis de vista a dentadura amarilla. Y tampoco a ella, es preciso darle el cambiazo de móvil lo antes posible. Tal vez la referencia principesca no sea más que un modo de hablar, como la de la gacela, por otra parte; pero aun así, que alguien eche un vistazo a las casas reales del mundo árabe para ir abriendo boca y para ver si puede procederse a una primera eliminación por razones de pura lógica. Éstas y otras pláticas y recomendaciones dieron tiempo a los fotógrafos para llegar a la agencia con todo el material obtenido, al cual le echamos una rápida ojeada para hacer una estimación lo más justa posible de con quién nos jugábamos, también nosotros, las pesetas. Y tuve que concluir para mis adentros que el resultado no era muy alentador. Mefiboshet nos había preparado una soberbia fideuá, flanqueada por unas botellas heladas de un excelente vino blanco. Desde la Atalaya, el día aparecía deslumbrante, pero relleno de una atmósfera abrasadora, toda ella como si fuera el aliento de un horno, bajo un sol cegador. Aun protegidos por el toldo, nos surcaban el apergaminado mapa del rostro ríos de sudor. Parecíamos unos beduinos en camiseta, refugiados en el plano más elevado de la ciudad, cercada por el desierto, disimulados por la lona de una tienda. Acaso semejante comparación viniera sugerida por la necesidad psicológica de aislarnos, de poner entre nosotros y nuestros perseguidores una barrera natural lo más espesa e impenetrable posible. Dicha Atalaya debía protegernos como uno de esos oasis secretos, situados lejos de las rutas de las caravanas y sólo conocidos por los bandidos. Bueno, en realidad todo el paisaje que acabo de describir no se encontraba muy lejos. Estaba ahí enfrente, en África, como quien dice a un tiro de piedra. La suerte está echada, colegas. Ahora mismo estamos siendo buscados ávidamente, por lo que debemos meditar con detenimiento cada uno de nuestros movimientos, antes de efectuarlos. Todavía poseemos, no obstante, la ventaja de no obedecer al patrón que ellos esperan encontrar. Sin embargo, si pasa el tiempo y no tienen otro bocado al que hincarle el diente, corremos peligro. En este punto, ya no basta con que Juan varíe de supermercado, debéis turnaros para efectuar las compras, ser comedidos y parcos en vuestras comunicaciones con el exterior y extremar las precauciones por cuanto se refiere a la operatividad de nuestra maquinaria. Procede utilizar el menor número posible de hombres en las operaciones imprescindibles. Los demás, que duerman en sus casas los que las tengan y los que no, en el monasterio. Hay que dar, igualmente, consignas bien precisas de discreción a los que trabajan en la agencia. Nicolai, ¿qué es lo que la opinión pública rusa conoce a propósito de la mafia surgida en tu país? El aludido caló maquinalmente sus gafas de sol, con las cuales su rostro parecía más pétreo e imprevisible que nunca. Hoy es de dominio público que la mafia no es sino el resultado de la evolución particular que ha sufrido el partido. Durante setenta años, la nomenclatura ha ido acumulando privilegios y beneficios, digamos, en especie, pero también una gran cantidad de dinero inservible, que se pudría en los sótanos enterrado en barricas. Cuando se han sentido suficientemente preparados, han hecho saltar todo por los aires. Ahora es cuestión de reunir y transformar tales fortunas, muchas de ellas inmensas, en divisas. Ignoro aún hoy qué filiación política tenían mis asociados, si es que realmente tenían alguna. Ello a pesar de que un nutrido grupo provenía de países del Este. Lo cierto es que las lapidarias afirmaciones de Nicolai soltaron un compacto bloque de silencio sobre la mesa. Jamás había oído una crítica tan contundente dirigida contra el sistema soviético, ni aún en boca de sus más acérrimos oponentes. Acaso Nicolai hablaba así por serlo, o bien justamente por no serlo, en cuyo caso sus palabras podrían ser dictadas por la amarga decepción que le habían producido unos personajes venales, corruptores de unos valores que consideraba justos en términos absolutos. Sea como fuere, consideré en aquel entonces, el tiempo dirá si los recursos de esa mafia, que Ruano había calificado de inagotables, pueden ser explicados o no únicamente por sus actividades actuales, que suponía estarían centradas en el tráfico de drogas y la prostitución, lo típico, cuyos fondos blanqueaban invirtiéndolos en la especulación inmobiliaria. Me hallaba al principio de mi investigación. Y esa mafia, ¿forma un bloque compacto o se ha escindido en varias ramas? Cada república tiene la suya. A veces se producen enfrentamientos. Se ha dado el caso de que dos grupos mafiosos, que tienen bajo su control sendas ciudades, entren en guerra por alcanzar el poder absoluto en alguna de ellas, tal como sucedió en Kazakhstan, entre las ciudades de Alma-Ata y Karaganda. De hecho, su influencia en los grupos independentistas surgidos durante los últimos años no es inocua. Sin embargo, pienso que en la mafia rusa propiamente dicha prevalece la unidad, al menos sobre las cuestiones de fondo. Con la Perestroika, los periódicos comenzaron a publicar numerosos artículos sobre este tema, pero el asunto alcanzó pronto tales proporciones que fue preciso encauzarlo dentro de ciertos límites. Todo ese material figura probablemente en Internet, puedo hacer una búsqueda, tomar notas, traducir lo esencial, hacer un informe. Comienza esta misma tarde, es urgente. El rostro de Nicolai presentaba el mismo bronceado claro de la piedra tratada con láser que lucen ciertas catedrales, el cual permanece inalterable ocurra lo que ocurra, así no pude apreciar bien el efecto que produjo en él la oportunidad que se le ofrecía de colaborar, con ese trabajo, a la causa común. Los demás también solían presentar semblantes más bien cerrados, pero aún así, creo que flotaba en el ambiente como un aura de satisfacción general. La postura del ruso en el seno del grupo no debía ser cómoda desde que aplacé su intervención en el caso de la bella y explosiva aristócrata. Veremos, por cierto, qué pasa con el pegajoso melenas, si abandona o no sus averiguaciones, ahora que ha llegado a una conclusión, medité. Aquella comida tenía todo el empaque y el destello de una celebración. Recordé que lo era, en efecto. Sin embargo, para mí, dejando a un lado los problemas existenciales, que siempre los tuve, aquello no acababa de alcanzar valor de verdad, constituía un juego, interveníamos en un paisaje virtual; el dinero recién adquirido, era ficticio, ni se me ocurrió aprovechar siquiera una parte; yo tenía el mío, con el que tampoco alcanzaba a establecer una relación objetiva, carnal, pues no me había comprado una casa con piscina, ni jardín inglés, con sus varias hectáreas de bosque, por lo que era una pura teoría, una mera potencialidad. Y el capital ganado con aquella operación lo destinaba íntegramente al artefacto que había levantado. El cual, por cierto, aunque era obra de mis manos, también me resultaba un tanto extraño, artificial, como si me hubiera venido en la letra de una canción que ni siquiera me gustaba; sí, una canción bárbara que no hay más remedio que escuchar porque proviene del coche de uno de esos energúmenos mal educados que no tienen inconveniente en poner música para todo un barrio sin que nadie se la haya pedido. Lo había creado de este modo, con la rapidez y precariedad con que un cuerpo dormido produce una pesadilla, o también como un ordenador descarga, en pocas horas, un programa complejo, voluminoso, a veces inmoral, en el fondo una pura ilusión que sólo puede vivir flotando en el fluido eléctrico. Claro que, en ese caso, el aparato había sido contaminado, además, con un virus que le impedía apagarse, incluso abandonar el juego. He ahí la diferencia con un juego corriente. ¿Y qué decir de los hombres que me rodeaban, haciendo funcionar el engranaje? No sabía de ellos sino algunas de sus manifestaciones más superficiales, verbigracia las dotes culinarias de Mefiboshet, la reconcentrada habilidad de Vuk y sus numerosos conocimientos técnicos, la pericia manual de Moussa, la inesperada curiosidad afable de Ouissene, a pesar de que el primer día me hubiera roto el cráneo de un puñetazo si no se lo llega a impedir Milos, el carisma de éste, su pericia innata para mandar, para conducir soldados, que lleva inscrita hasta en el propio nombre. Pero aparte de eso, nada. Hacía tan sólo un puñado de semanas que tenía noticia de que integraban la especie humana, igual habría podido irme a la tumba sin conocerlos, como desconozco a los hijos del Gran Khan, o a los sobrinos de Mahoma. Si Dios enviara el fuego o el hierro sobre la tierra y los hiciera desaparecer, al cabo de un mes dudaría de que jamás hubieran existido. Sin embargo, en ese preciso instante, me percaté de que sí emanaban algo real, una exhalación de alegría apenas perceptible pero sincera, dorada como si fuera una mantequilla que se podría cortar con un cuchillo en cualquier parte, alrededor de aquella mesa. Y curiosamente, en el momento en que todo cuanto alcanzaba mi vista se concretizaba, sentí que perdía yo mismo realidad por dentro, se difuminaba todo mi interior y me acordaba de mí como de un personaje que bien hubiera podido aparecer en una novela leída durante la infancia o primera juventud. Sentí la angustia de quien puede esfumarse en cualquier momento de la existencia, si el ser que lo está soñando se despierta. Pero claro, eso podía ser el efecto del alcohol. Hacía tanto calor, que todos abusamos un poco del vino. Mefiboshet tuvo que navegar en varias ocasiones hasta la cocina para traer una nueva botella, una en cada ocasión, que nos bebíamos antes de que se calentara. Se trataba de un caldo ambarino, de baja graduación y sabor fino. El cual, servido a una temperatura próxima a la congelación, hacía mucho bien al cuerpo. Luego, como postre, Mefiboshet regresó con una sandía entera, tan voluminosa como su vientre, lo cual no es poco decir, que había aguardado durante un buen rato, como en una antesala de la mesa, en el espacioso congelador con que estaba pertrechada la cocina. Le quitó el bonete con un cuchillo bueno para destazar cerdos, la partió por la mitad revelando el interior de un rojo intenso, fulgurante, y procedió enseguida a hacer rajas con una destreza admirable de experimentado agricultor con un rancio abolengo mediterráneo. Aseguraba, dirigiéndose a los dos moros que se hallaban presentes, que los árabes habían traído las sandías y melones para envenenar a todos los españoles y él aprovechaba la ocasión que se le ofrecía para devolverles el regalo. Ouissene replicó que aceptaría con gusto cuantas rajas de veneno, de esa naturaleza, le propusiese, añadiendo que la mala hierba nunca muere, o un proverbio de tema semejante, ya no recuerdo muy bien. Aquél recomendó que siguieran bebiendo vino, pues ese postre lo requería; después del melón, dijo, vino a porrón y después de la sandía, vino en demasía. Los comensales no necesitaron más para dejarse convencer y llenaron todos de nuevo sus vasos. Viendo la pulpa consistente, firme, de un granate encendido, pensé que nos comíamos pedazos de fuego frío, cuya tintura escarlata renovaba la sangre y daba a los ojos la necesaria reserva de color para plasmar en la cámara oscura del cerebro imágenes más rutilantes y más vivas. Café y coñac de la mejor reserva que se pudo encontrar coronaron el ágape. Ouissene trajo un estuche de madera y fue distribuyendo habanos con fuerte y vigoroso perfume, un olor de isla tropical, producto de la maduración de una infinidad de savias. Milos era el único que parecía rumiar severas cavilaciones, pero era evidente también su esfuerzo por disimularlo. Envuelto en pacas de humo blanco, ofrecía la imagen del jefe preocupado, del cabecilla a cuyo cargo se hallan los guerrilleros sitiados por el ejército enemigo y estudia en silencio el mejor modo de explotar la maleza y los accidentes del terreno. Si él estaba, probablemente, organizando la resistencia, yo, por el contrario, me hallaba conformando mi pensamiento en términos y estructuras de ataque; de una manera confusa, claro está, consciente de que me quedaban numerosos elementos por confirmar, incluso por identificar, pero francamente lanzado en esa dirección. Lo cierto es que intuía el modo de pasar a la ofensiva, o mejor dicho, de conservarla. Ambas operaciones no eran incompatibles teniendo en cuenta la peculiar guerra que nos envolvía, la cual estaba ya, por cierto, oficialmente declarada. También yo necesitaba comedir bien las cosas, pues la experiencia suele confirmar que la realidad se limita a concretar los pensamientos. A veces, observando éste y otros fenómenos que parecen probar la ilimitada plasticidad del mundo que nos rodea, me pregunto si no se le habrá asignado una realidad distinta a cada individuo, un universo entero cedido a todo sujeto provisto de una conciencia para que mantenga con él un diálogo particular y en el que los demás aparecen como sombras y como máscaras. “Todos los objetos visibles, gritó el capitán Ahab ante la tripulación entera del Pequod, no son sino máscaras de cartón. Pero en cada acontecimiento, en el acto vivo, en la acción resuelta, algo desconocido pero siempre razonable proyecta sus rasgos tras la máscara que no razona. ¡Y si el hombre quiere golpear, ha de golpear sobre la máscara! ¿Cómo puede salir el prisionero, si no atraviesa el muro? Para mí, la ballena blanca es ese muro que me aprisiona.” Por supuesto, señor Starbuck, todo sujeto provisto de conciencia tiene su particular e intransferible Leviatán. Y para eso nos hemos embarcado todos en el Pequod, para perseguir a esa ballena blanca a través del mundo entero, en cada lugar de la tierra, más allá del Cabo de Buena Esperanza y más allá del Cabo de Hornos. Es más, señor Starbuck, cuando hayamos descendido a la oscuridad del abismo sin fondo y nuestro bote se halle ante las fauces mismas del monstruo, quizá nuestra mirada penetre por algún resquicio de esa gran máscara de terror y alcance a entrever algún rasgo del rostro desconocido que se oculta tras ella. Sí, en la oscuridad más absoluta se halla la promesa de un descubrimiento decisivo. Los leviatanes hemos descendido más que nadie en las profundidades abisales y conocemos secretos capaces de provocar aullidos de terror en cualquier otro mortal. Alguna cosa sabemos pues de esa fuerza ciega y desconocida pero siempre razonable. Por eso nuestro rostro ha adquirido la impasibilidad de lo ineluctable y en él no hay fisuras. Ni la crueldad más atroz, ni el espectáculo de la ternura enamorada o la abnegación sublime, lograrán dilatar un milímetro nuestra minúscula pupila. No había tiempo que perder, de modo que me despedí y bajé a poner los pies en la calle; la cual seguía ardiendo disuasivamente durante las horas bravas de la tarde, los adoquines del pavimento y las barras de granito que forman el encintado de las aceras despedían fuego y continuarían exhalando el calor acumulado hasta más allá de la media noche. El sopor de la digestión y los vapores del vino vinieron a sumarse al bochorno que surgía de aquel inmenso horno de reverbero que era la ciudad misma. Sentí la necesidad de una dosis suplementaria de cafeína. Antes de entrar en cualquier sitio, preferí caminar un poco más hasta la plaza que llaman del Convento de los agustinos, donde supuse que la abundante vegetación que la cubre templaría un tanto la atmósfera. Fui y me senté solo bajo la lona de una terraza, rodeada por la sombra espesa de unos plátanos. Dentro del local, la televisión daba la noticia de que una ola de calor sofocaba Europa desde Madrid a Moscú y que París alcanzaba temperaturas más altas que La Meca. Tuve que dejar reposar la taza sobre su platillo porque quemaba los labios con sólo acercarla. Alguien apagó el televisor y tronó un silencio de montera boca arriba, como los de antes, como cuando casi no había coches particulares y eran muy pocos los que se permitían tener prisa. Los árboles certificaron de pronto que, no por carecer de palabra, su presencia era menos exacta y los bancos hundían cilindros de granito en la tierra muda para sondearla y nada. Calma chicha, patibularia quietud y unas escobinas de tensa espera en el paladar. La idea de que se había detenido el tiempo para siempre me hizo un poco de gracia, pero reparé en que no lograba recordar cuándo fue la última vez que había respirado en mi vida. Me apresuré a hacerlo, claro. Aspiré con cierta ansiedad y me convertí de pronto, sin saber por qué, en una bomba neumática. Fue justo entonces cuando entraron en la plaza, como si de dos naves espaciales se tratara, dos coches oscuros, con cristales intensamente tintados, que creí reconocer. De ellos descendieron ocho trajes de verano, unos de un blanco impoluto y cegador, otros de color pastel, con todas sus costuras tensadas y puestas a prueba por una imponente masa muscular, sobre ellos ocho gafas de sol decididamente negras. El grupo se concentró en un bloque compacto, de acantilado, antes de iniciar su avance hacia mí. Durante los escasos segundos que emplearon en cruzar la calle, un aluvión de pensamientos, acribillados por dudas e inquietudes, a cuál más alarmante, limpió el interior de mi cerebro dejándolo pulido y libre de aristas en todos sus recovecos. Todos ellos venían a desembocar en una única conclusión. Me han reconocido y vienen a ejecutarme mediante una ceremonia reducida al mínimo de sus formalidades. El momento para llevarla a cabo era idóneo. Fuera del camarero, del cual ni siquiera hubiera podido afirmar que seguía en el interior del local o si había puesto los pies en polvorosa a la vista de semejante bandada de tiburones, no existían testigos. Bastaba la facilidad con que se revelaba tal asesinato en mi mente para que considerara muy poco probable que no se produjera. Durante unos pocos segundos, asistí al silencio abrumador de mi entierro. Pero si por milagro se tratara sencillamente de una casualidad, una especie de broma de pésimo gusto por parte del destino, y echara a correr, me delataría y de todos modos no serviría de nada, pues ya entonces era un blanco seguro para las armas de fuego que no dejarían de llevar. Lo único que conseguiría con ello sería malgastar la exigua fracción de probabilidad de que se encontraran allí con el único objeto de tomarse un café, como yo, o quizá no un café sino un refresco, con la que estaba cayendo…. Di la orden irrevocable a todos mis músculos de no moverse ni un pelo de donde estaban y aguardé, en esa ocasión, el veredicto de los hados. Por si acaso fuera verdad que nos encontramos en un universo personal, me esforcé en forjar con mi pensamiento, en el tenso clamor de mi conciencia, una salida airosa, una salida, en esa masa plástica de realidad que sólo a mí concierne, que me permitiera seguir viviendo, por muy improbable que ello pudiera parecer. Ellos eligieron una mesa vecina a la mía, no los hados, sino los rusos. El rostro anguloso de Evgueni se hallaba orientado hacia el punto en que yo me encontraba, pero lo mismo podía estar sumido en la contemplación de la calle que arrancaba justo detrás y presentaba una atrayente perspectiva de fachadas decimonónicas, o simplemente había velado su mirada para mejor reflexionar. Imposible saberlo. Bajo aquellas condenadas gafas de sol con aspecto opaco, como si estuvieran hechas de baquelita, ofrecía una catadura indescifrable. Para mí, insoportable. No eran ellos, desde luego, con su blindado hermetismo, quienes corrían el riesgo de romper la calima de silencio que flotaba sobre la plaza, pues no intercambiaron ni una sola palabra durante toda la operación de sentar sus reales a una proximidad alucinante de mí. Tan sólo hablaron, habló Evgueni, una sola vez y fue con el camarero, para pedirle las consumiciones. Coca-cola con hielo para todos, sin previa consulta, no vayamos a andarnos con monsergas bajo este calor del diablo. Peligrosa banda que gozaba de tal uniformidad de criterio. Y con lo poco que a mí me gusta la Coca-cola, sólo faltaba esto. Reparé de nuevo en las chaquetas de verano, ligeras si se quiere, pero usarlas en un tiempo semejante debía equivaler a pasearse con un sarcófago puesto. Si las soportaban, sería sin duda por algo. Observé con mayor detenimiento y pronto encontré, como ya me temía, la razón, pues ni siquiera ellas lograban disimular convenientemente el bulto de la pistola. ¿Sería acaso veraz la legendaria frialdad de la sangre rusa hasta el punto de que preferían acordarse una pausa para los refrescos, antes de hacer tabletear las armas? Mi busto comenzó a derretirse como si hubiera sido fabricado con cera y ese descubrimiento me alarmó todavía más, pero enseguida me percaté de que también ellos sudaban la gota gorda. Tomé un sorbo de café, tal vez fuera aún posible pasar desapercibido. Tal vez fuera aún posible conservar por algún tiempo el apergaminado pellejo sobre este viejo montón de huesos. Evgueni bebía, impasible, su líquido marrón, haciendo cantar los hielos de cuando en cuando. Y lo mismo podía estar observándome, como el taxidermista a un ratón almizclero, del que va a ocuparse detenidamente durante las próximas horas, que soñando con las vastas estepas de su tierra. Acerqué de nuevo la taza a mis labios. El café se hallaba a la temperatura en que lo prefiero, es decir, todavía muy caliente pero ya sin fuego. Mi sistema nervioso, consideré, estaba siendo puesto a prueba, voluntaria o involuntariamente, y me dije que bien valía la pena intentar ganar la apuesta, recoger el guante que me arrojaba el destino. Alcé los ojos hacia la fachada del convento agustino y decidí ser una de esas figuras de piedra, eternizada en un gesto pío. Enseguida noté cómo mis músculos se entumecían, cobraban una consistencia mineral, aunque viva; tal vez en los minerales arda una suerte de vida, más serena en todo caso que la nuestra, como pude comprobar. Los regueros de sudor que habían cruzado un momento antes mi rostro se secaron, me olvidé del café y hasta del maldito calor y comencé a escrutar los impávidos rostros de carne con la misma ecuanimidad que los de roca, hasta borrar las diferencias perceptivas y conceptuales entre ellos. Nos anima un mismo fuego, oscuro y frío, oculto, que sólo aguarda la llama para hacerse llama y el agua para dormir su mismo sueño profundo que atraviesa eternidades. Somos todos, y todo, lo mismo, una luz oculta bajo el celemín de la materia. Así supe que Evgueni, más allá del cristal fosco de sus gafas, se había fijado en mí, cierto, pero me examinaba con la misma curiosidad, sosegada y neutra, con que escudriñaba los bajo relieves que ornamentaban el pórtico del convento. Idéntica, por lo demás, a la que ellos mismos nos devolvían desde lo alto. ¡Vaya por Dios! Tú, Evgueni, mafioso y gánster, aventurero y forajido, venido del frío a este infierno tradicional y resplandeciente, de la más pura veta judeo-cristiana, en el cual flotan aún unas pocas vaharadas franquistas que el viento no ha logrado todavía dispersar del todo, si supieras que es a mí a quien buscas con tanto ahínco, que soy yo, sin ir más lejos, ese tipo insignificante que tienes delante tratando de reducir sus constantes vitales al mínimo para combatir este calor que asola Europa y que ya ha causado numerosas víctimas, bueno y otra cosa, además del calor, yo, fíjate, lo que son las cosas ¿verdad? Yo, que para ti es casi como decir un bulto y más en la circunstancia presente, quien te fascina y aterroriza al mismo tiempo, quien desde hace unas horas ha surgido en tu horizonte como un espectro indeseable e inoportuno, pero si supieras que estoy aquí y que podrías liquidarme con la misma facilidad con que te bebes tu vaso de coca-cola helada, porque además es el momento ideal, mientras la ciudad entera duerme una siesta tan profunda como la muerte, ¿sabes? Soy yo, Evgueni, coño, ¿qué te crees? ¿Cómo es posible que estés ahí parado, a un par de metros y no te des cuenta? Pero Evgueni buscaba a alguien completamente distinto. Si él lo hubiera sabido. Yo no era interesante para él, lugarteniente de uno de los hombres más ricos y poderosos del mundo, tan poco interesante, o menos, como los santos y los apóstoles aureolados que nos observaban desde la fachada frontera. ¿A quién buscaba realmente Evgueni? Vamos a ver… Pues buscaba, para empezar, a un compatriota, de eso no hay duda, alguien capaz de inspirarle un miedo cerval, ese detalle también parece cierto, no hay más que verlo, todavía luciendo un bronceado saludable y despreocupado en las precisas fotos de la mañana, al entrar en el chalet, y a media tarde, severamente retrogradado a estadios anteriores, pre-hispánicos, de morbosa palidez. Acaso se hubieran conocido en su país, donde el individuo en cuestión, su perseguidor, poseía un poder desmesurado, pero aquí Evgueni debía juzgar que las fuerzas se hallaban más equilibradas, pues salía abiertamente a su encuentro, con una escolta similar a la que suponía debía llevar el otro en esta tierra extranjera y lejana para ambos. Un duelo bajo el sol, desenlace épico para este asunto peliagudo. Sí, todo eso parecía plausible. O tal vez Evgueni suponía que ese monstruo temible, fuera quien fuera, no había salido, personalmente, de Rusia, sino que había sacado un tentáculo por esta parte, como una sucursal de su solvente banco de fuerza. En tal caso debes conservar la calma, amigo Evgueni, no estamos todavía en el instante supremo en que hay que doblegar la cerviz ante la fría cuchilla, serénate y refresca tus ojos, pues eres un jefe mafioso y a quienes pertenecen a semejante linaje no les conviene manifestar a las claras que han perdido los papeles, porque su misma guardia pretoriana les segaría la cabeza como si fueran una mies en estío. ¿Qué? ¿Qué dices, que está en todas partes? Pero vamos, Evgueni, eso no es posible. Ni que fuera Dios, con su universalmente reconocido don de la ubicuidad. Mas Evgueni había dado por concluida la entrevista. Con un gesto seco indicó a uno de sus hombres que fuera a pagar la consumición. Al regreso de éste, se levantaron todos al unísono y se fueron tan sigilosamente como habían venido. Me sentí invulnerable. Había pasado entre un tropel de tigres y podía contar todos mis huesos. El café estaba ya frío. Bueno, frío es un decir, frío para ser un café que no había nacido con la vocación de ser un café del tiempo. Lo terminé sin verdadero placer, pagué y me fui a mi vez. Cuando llegué a casa, noté que se me había pasado todo el sopor, así que aproveché para sentarme a leer en el jardín y hacerles la pascua a los mirlos, acostumbrados a venir a picotear los higos en la más absoluta de las paces. En cuanto anocheció, me preparé una cena ligera y subí a mi habitación dispuesto a dormir a pierna suelta, objetivo que no me resultó difícil alcanzar. II Al día siguiente me despertó la jovial claridad que cada mañana invadía mi habitación. Permanecí un rato observando las paredes desconchadas, las vigas desvaídas y algo comidas de carcoma. Consideré que esa casa me gustaba tal como estaba. Si la reparaba, perdería todo el encanto que poseía a mis ojos. Y es que siempre he albergado la convicción que de nada sirve edificar un palacio digno de la reina de Saba en un lugar que está maldito. Sin embargo, hay otros, no siempre sublimes, ni siquiera particularmente bellos, pero que reciben, como los rostros de los anacoretas, una difusa, aunque innegable, gracia santificante. En estos enclaves es donde uno quisiera ser sepultado. He conocido varios, pero éste es sin duda el que menos pretensiones alberga, parece limpio, fresco, sereno y presenta esa otra cualidad, indefinible, de la que acabo de hablar. Sólo faltaría, si acaso, la buena y restringida compañía que deben ofrecer esos recoletos y pulcros cementerios de los pueblos españoles, siempre cuidados y generosamente enjalbegados, una pequeña mesnada de seres con quienes conversar a la caída de la tarde, bajo la sombra de una higuera, cuando no de un simple ciprés. El bueno de don Quijote solía decir con vos me entierren, Sancho, que sabéis de todo. Y es que las conversaciones con los muertos españoles deben ser tan castizas como las de los casinos que frecuentan los vivos, pero desinteresadas. Me pierdo. Sólo quería decir que podría vivir una eternidad en esa casa, sin que ella sea, por lo demás, nada del otro mundo. A lo sumo, ya que se encontraba casi vacía, podría poblarla de muebles y enseres antiguos, de poco precio, ese tipo de trastos que suelen encontrarse en la tienda de un anticuario de carretera. Viendo que no tenía llamadas ni mensajes, tras prepararme un somero desayuno, me puse el bañador, una camiseta, eché una toalla sobre mi hombro, escondí una llave en el jardín y fui andando hasta la playa. No dejaba de ser una actitud irresponsable, pero el caso es que cedí ante la insistencia de una voz interior que me urgía a aprovechar esos instantes inesperados de libertad como si fueran los últimos. A lo mejor, me dije, influenciado por el repentino recuerdo de lo que sucedió el día anterior, va y resulta que sí son los últimos, quién sabe…, pero todo esto lo meditaba con serenidad. El calor, que seguía intenso, implacable, demoledor, un calor propio de latitudes más bajas, también debió influir en esa súbita decisión de recubrirme de mar y de espuma. A esa hora temprana, la inmensa pradera de lavanda en flor se hallaba tranquila como una formidable balsa de aceite en la que se reflejaba el cielo de un azul afinado, perfecto, una amatista gigantesca, elegida por carecer de la más mínima impureza, en la que se había cavado la cúpula del día. Me puse a nadar paralelamente a la costa, observando el suelo arenoso, corrigiendo mi trayectoria en función de la mayor o menor profundidad, también de la distancia con relación a los edificios que se alineaban en el paseo marítimo y constituían el pastel inmenso que había atraído a unos insectos tan peligrosos y tan voraces como esos con quienes me había codeado durante los últimos días y del que también yo parecía que estaba reclamando mi parte, sí, la estaba reclamando, una porción consecuente, después de todo. La parte del león, ¡qué diablos! Todavía no habían visto con quién se jugaban las pesetas. No podía contentarme con menos, porque intuía que me era absolutamente necesaria para alcanzar algo que no podía precisar aún, pero cuya llamada se había revelado imperiosa e ineludible. Me imaginaba convertido en un navío griego o fenicio, poco importa el pabellón al fin y al cabo, surcando un mar mucho más nuevo, un mar prístino y todavía poco navegado, pero para el que éste, algo gastado y un tanto contaminado, claro, bien podía servir como fuente de inspiración, proveniente, me refiero al barco, que sería una galera, de la metrópoli, en la que, además de obtener el cargamento que llenaba mi bodega, se había saciado mi alma, que habita el centro oscuro de la madera densa, impregnada de agua salada y fragor marino, de las músicas y fuegos nocturnos que entretienen a su población cosmopolita, de las blancas y rectilíneas piedras de los templos y demás edificios públicos o privados que enrojecían durante la noche y comenzaban a palidecer a medida que llegaba el día. Acababa de avistar en ese momento la costa y navegaba junto a ella en busca de la colonia en que descargar el precioso contenido que me pesaba en la cala y el pañol. Mi frente era el mascarón de proa hendiendo la espuma de las olas como una magnesia blanquísima que crepitaba y salpicaba el maderamen, incrustándose en él por sus poros, impregnándolo para siempre de sal y del rumor de la resaca. El mundo era substancialmente el mismo, si acaso más puro en aquel entonces, tal vez más salvaje y cruento, próximo todavía al origen de las civilizaciones en las que el conglomerado moral no estaba sino al comienzo de una larga y laboriosa escisión que, por cierto, no ha avanzado lo que debía, más despejado, en todo caso, sin todos esos falsos acantilados de cemento cuya calidad era más que dudosa. Y los hombres, a decir verdad, prácticamente idénticos. Yo, por ejemplo, podía ser también el piloto que sostenía con mano firme el timón de aquella nave y escrutaba con atención el color del mar para no dejarme sorprender por un escollo o un banco de arena. Cosa curiosa, ese piloto, griego hasta la médula blanca como yo, griego de las colonias griegas, o fenicio de las colonias fenicias, ¡qué más da al fin y al cabo!, se hallaba al corriente de todas mis cuitas y anhelos, tal vez más al corriente que yo mismo, y mientras buscaba en las aguas un azul más seguro o daba vueltas al timón para sortear un arrecife, pasaba revista a los rostros que me obsesionaban, emitía hipótesis a propósito de la identidad del príncipe árabe que gozaba de ciertos privilegios con Verónica de la Mata, el cual parecía poco probable que viniera hasta la piel de toro sólo por ella, o de la pesadilla de Evgueni, o del resultado incierto de la guerra del Peloponeso, todo se mezclaba en mi mente, pero yo barajaba sin cesar posibilidades y establecía una estrategia provisional. Cuando quise levantar la cabeza, me encontraba cerca de la escollera del puerto. El viento había sido extremadamente favorable. Entonces desvié la trayectoria hasta ir a encallar en la playa y salí a la orilla para desandar de inmediato el camino, esta vez a pie. Nada más salir, voy y me encuentro de manos a boca con el mismísimo Evgueni. Con tantísima gente que posee chalets en la playa y tener que darme de bruces justamente con él. Aturdido como estaba, me quedé un momento parado sin comprender y sobre todo sin saber qué hacer. ¿Pero qué clase de bromista organiza los encuentros y desencuentros de la gente? El ruso, claro, por segunda vez no reparó en mí. En bañador somos todos muy distintos y ni siquiera estoy seguro de que la primera vez se hubiera fijado un solo segundo en mi humilde persona. También él poseía, en esa ocasión, menos empaque que enfundado en su traje cegador a fuerza de blanco, rodeado de sus gorilas, escudriñando todo o pasando de todo tras sus negrísimas gafas de sol. Estaba, a la sazón en bañador, como yo, por supuesto, jugando a hacer castillos de arena con tres niños de corta edad que debían ser sus hijos. Ni siquiera me hacía falta saber dónde vivía, pues mis hombres lo habían averiguado ya. ¡Qué derroche de emociones para nada! Mas yo no había prestado atención al emplazamiento preciso de la dirección que ellos me habían comunicado, me bastaba, por el momento, con saber que la teníamos. ¡Y lo que son las cosas, al día siguiente, con lo larga que es la playa, vengo a emerger justamente allí! No dejaba de ser curioso constatar que con Evgueni me había cruzado dos veces en dos días y con mi mujer, por ejemplo, ni una sola en dos meses. Me volví rumiando la impresión de que el pensamiento actúa como una poderosa fuerza magnética que une a las gentes, para bien o para mal, sin discriminación alguna, y también con la otra idea de que el mundo posee una lógica interna distinta a la superficial, esa que nosotros llamamos, justamente, si bien con toda probabilidad equivocadamente, la lógica de los acontecimientos. Observando ese espacio apabullante, a fuerza de azul, que poco antes había surcado, ese trozo de mar griego, testigo de los misterios de Eleusis, comprendí que, con tal meditación, acababa de rozar un secreto estremecedor. De regreso a casa, consulté el móvil y seguía sin presentar llamadas. Era pronto para todo, para los distintos informes, pronto para el micrófono destinado a Verónica de la Mata, pronto para comer…. Por primera vez, desde que me metí en ese Cafarnaúm del copón en que me hallaba hundido hasta el corvejón, me tocaba tener paciencia. Y no es fácil ser paciente cuando a uno le hierve la cabeza de proyectos. Sherlock Holmes necesitaba tomar droga o tocar el violín. Sin embargo, conviene aprender a serlo, pase lo que pase y caiga quien caiga, porque justamente en esos momentos de marasmo es cuando más errores se cometen. La paciencia es una virtud sumamente útil para el cazador, con su ayuda no deja un palmo de terreno por registrar; pero más provechosa le resulta a la presa para no pestañear siquiera y no romper el mimetismo cuando aquél le clava la vista encima y sólo Dios o el diablo saben si le ha visto o no. Puse mi mesa de trabajo debajo de la higuera y traté de concentrarme en la lectura. Si esa actividad no lograba reducir mi ansiedad, ninguna otra lo haría. Mas, ¿por qué diablos me encontraba en ese estado de desasosiego comparable al que propicia la inminencia de un oral de oposición, pero después de que le hayan embargado a uno el piso alquilado y se haya quedado con sólo lo puesto, si ya he dicho que aquello para mí no difería mucho de un juego? Cierto que había conseguido poner en pie de guerra a dos mafias internacionales y que ambas, con mayor o menor vaguedad, analizaban mi acto y, por lo tanto, pensaban en mí, lo cual temía como si estuvieran invocando mi sombra en la oscuridad y ella no pudiera evitar aparecérseles a pesar de mis vehementes exhortaciones en sentido contrario, aunque por suerte de momento fueran incapaces, al parecer, de reconocerme, pero vaya usted a saber. No obstante, mi sentimiento al pensar en ellas era más bien de orgullo, por haber sembrado tanta confusión, que de miedo. Se trataba pues de otra cosa. La intuición de que estaba a punto de tocar con los dedos algo grande, comparado con lo cual cuanto había logrado hasta el momento, que no era poco en términos absolutos, se me antojaba pacotilla, un asunto menor. Ignoraba dónde se hallaba escondido ese tesoro, cuyo valor no era únicamente material, pero me habitaba la certeza incomprensible de que se encontraba muy cerca de mí, haciéndome guiños que sólo yo podía entender. Admití que durante aquellos días delirantes podía considerarme, por primera vez en mi vida y bajo un cierto aspecto, un paniaguado de la providencia. Las decisiones que tomaba se revelaban certeras, las provisiones exactas, el camino elegido se abría en camino real, cada vez más ancho y cuidado. Yo estaba decidido a construir algo con mis manos y en ese momento supe qué iba a ser. Sería precisamente el trayecto que conduce a ese impreciso, múltiple, variado y valioso Vellocino de Oro, del cual también hay uno distinto para cada individuo. Siempre había sido un mandado, a quien lo ínfimo requería una voluntad y un esfuerzo hercúleos, obligado a presenciar cómo los mejores pedazos de realidad iban a parar invariablemente a otros, cual gracia gratis data, y a mí sólo me correspondía paciencia y resignación y órdenes y obligaciones por un tubo y alguna que otra migaja, de cuando en cuando, poca cosa. Pero entonces aspiraba a lo portentoso, a lo maravilloso, a las minas del Potosí y al escondido vericueto de la sabiduría. Y ése era el auténtico origen de toda mi ansiedad, porque tenía la impresión de que todo ello lo tenía al alcance de mi mano, o por lo menos escondido muy cerca. Cuando el sol comenzó a declinar, fui dando un paseo hasta la agencia inmobiliaria. Allí estaba mi alto estado mayor al completo, de pie, alrededor de una mesa sobre la que habían colocado cuatro ordenadores portátiles; uno de ellos, encendido, absorbía toda la atención del equipo. Felipe, ratón en mano, daba explicaciones. Al verme llegar, no tuvo más remedio que empezar desde el principio. Mira, he diseñado una página Web que permite acceder, tras introducir un código evidentemente, no solamente a las grabaciones almacenadas, sino también seguir, en directo, a cualquiera de nuestros personajes preferidos. Incluso he previsto la transmisión de imágenes por web cam. Fíjate. Abrió una página que parecía un catálogo de los más variados electrodomésticos, televisores, radio despertadores, lámparas, relojes de pared, cadenas hi-fi y hasta frigoríficos. Todos estos objetos llevan una cámara y un micrófono incorporados. Por supuesto que no es preciso comprarlos en este catálogo, hace ya mucho tiempo que me las arreglo solo para estos menesteres. Las imágenes siempre han tenido mayor valor probatorio que un simple discurso grabado, son útiles especialmente para las agniciones y, si no me equivoco, tenemos un interés especial en conocer la identidad de cierto príncipe… No parece probable que los encuentros con Verónica de la Mata se produzcan en la propia casa de ésta, objeté, basándome, quizá con demasiada rapidez, en mi desdichada experiencia personal. Felipe desvió la mirada. ¿Y por qué no? ¿Qué mejor y más discreto hotel que éste, durante las largas ausencias de su marido? Una mansión vastísima, bien vallada, bien arbolada, con numerosas entradas. Casa con dos puertas, mala es de guardar, dice el proverbio. Luego está Ruano, que sigue siendo la piedra angular de un edificio que todavía promete sorpresas en algunos rincones. Podemos ponerlas en cada sitio donde sabemos que ha concedido entrevistas, así como en sus dos despachos, el de casa y el del Excelentísimo Ayuntamiento. ¿Y qué me dices de Kloss? ¿Y Evgueni y don Caetano? Esos últimos ya son pájaros de más cuidado, sus casas están mejor vigiladas. De acuerdo, pero no son inexpugnables. Mi plan es comenzar instalando unos micrófonos orientables y ultrasensibles en los alrededores, tal vez en el jardín. Y en cuanto reclamen a un fontanero, a un albañil, o requieran cualquier otro servicio a domicilio, intervenimos nosotros, previa anulación de la demanda dirigida a la empresa en cuestión. De este modo y estando un poco alerta para no perder oportunidades, pronto dispondremos de una tupida red audio-visual. El mérito de poder consultarla cada uno en su propia casa consiste especialmente en que evitará las afluencias irregulares e intempestivas que se producen aquí durante las alertas. Por cierto, tienes dos grabaciones de Ruano que no carecen de interés. Vuk asintió con la cabeza. ¡Dichosos los ojos, Juanjo! Ya desesperábamos de que consiguieras acordarte de la época en que estamos y de que la gente, en verano, suele tomarse un respiro y visitar a los amigos. Tuve un pequeño contratiempo. ¡Vaya por Dios! Excusas de mal pagador. Cierto como he de morir. Anda, anda, pues tu Ramiro ahí lo tienes, detrás de la casa, en el jardín, aburrido ya como una semana con sopa. Gracias Carmen, voy. ¡Pero hombre, Juanjo! ¿De dónde demonios sales? Te he llamado varias veces. Digo este hombre ha ido a parar, por su mala cabeza, a un infierno en el que no hay cobertura y de tantos teléfonos móviles como tiene no le funciona ninguno. Muy gracioso. Pues si no es así, ¿qué diantres te ha pasado? Me han llamado a consultas. ¿Cómo? Me han llamado a consultas manu militari, como ellos suelen hacer las cosas. ¡Joder, eso se dice en castellano secuestrar! Cabalmente, Ramiro, aunque me han tratado bien, dentro de lo que cabe. Me han quitado mi buena pasta, eso por descontado, pero no es ello lo que más me preocupa. ¿La fuga de información? Justo. Lo sabían todo. Es decir, todo lo que hay en Galíndez-Lastarria, para ser precisos. Ah, y lo que hay en el Ayuntamiento. Es curioso, allí, en Madrid, no hay nadie que no tenga el teléfono pinchado y la vida y milagros averiguados desde el día en que hizo la primera comunión. ¿Quiénes han sido los autores del desaguisado, lo sabes? Los operarios hablaban ruso, aunque el sujeto que ha conducido el interrogatorio era más andaluz que Alfonso Guerra. Otra vez los rusos, ¡y qué diablos de pesados son estos rusos, nos ha caído el gordo con ellos! ¡A ver si todavía tenía Franco razón respecto a los rusos! Eso es que se han buscado un agente local, para expresarse mejor en la lengua de Cervantes. Pero los rusos no necesitan dinero, sino buenas espitas para vaciarlo en la alberca adecuada. Ahí hay algo que no cuadra. Evgueni asegura que no estaba al corriente y me pareció sincero. Tal vez se esté abriendo un cisma entre ellos. Pero el dinero, en todo caso, era una tapadera, una maniobra de diversión. A mi modo de ver, lo que buscaban era información. La información la tenían, ese es el problema, y de primera mano, exacta, se han descargado los documentos auténticos, ¡ahí es nada! ¿Y no han intentado ir más lejos por caminos tortuosos? No. No al menos empleando malos modos. ¿Quieres decir que te han ofrecido algo a cambio de un mayor conocimiento? Nada de eso, simplemente el tipo ha conversado conmigo, pero serenamente, como tú y yo lo estamos haciendo ahora. Ha hecho preguntas y yo le he dado mis respuestas, de modo que he ido lo lejos que he querido, ni más, ni menos. Esto es muy extraño. Tanto que ha desconcertado a todos excepto a uno. ¿A quién? A Evgueni. ¡Joder! ¿Y qué te hace pensar que Evgueni sabe más que los otros? A él este trajín le ha puesto en el cuerpo un canguelo de los que retiran el alma hasta la médula de los huesos. Y cuando uno tiene miedo, es que sabe. Se puso amarillo como la cera en cuanto conoció los detalles y zanjó la conversación de cualquier manera para poder irse enseguida. Curioso. Y tanto, quien siente un espanto semejante, sabe cosas que los demás ignoran. En todo caso, no nos vamos a quedar con los brazos cruzados. Si los documentos pillados provienen del despacho Galíndez-Lastarria, ésa es la fuente a la que hay que remontar. Insisto en que al personal del gabinete lo tengo atado con lazo corto. No obstante, echaré un vistazo al edificio. Si alguien ha entrado por efracción, lo sabré enseguida. ¿Cuándo vas? Mañana a primera hora saldré para Madrid. Utiliza mi helicóptero, así podrás ir y volver en el mismo día. La segunda conversación, previno Vuk, es con Alfredo Kloss. Asentí maquinalmente. Paso los preliminares en los que Ruano tuvo que relatar, de modo semejante a como lo hizo en sus citas anteriores, las vicisitudes que lo habían envuelto durante las últimas horas. También Kloss trató de comunicarse con él varias veces durante su ausencia. La cuestión, ahora, es determinar hasta dónde ha llegado la gangrena y en función de eso amputar. Debes reflexionar bien, Juanjo, entre todos los documentos que te mostraron, ¿no había ninguno que se saliera del dominio Galíndez-Lastarria? En el cuerpo del informe, ¿alguna alusión indirecta, equívoca o sospechosa, a algo más? Nada. ¿Y luego, en el interrogatorio? El interrogatorio giró en torno a la base documental. Sea como fuere, no podemos tener la seguridad absoluta de que, utilizando el procedimiento que les ha permitido volar en pedazos este cerrojo, no hayan logrado acceder a otras fuentes. Tendrían que conocer primero la existencia de esos otros manantiales y el eje sobre el que giran todos ellos lo constituye tan sólo un puñado de personas. Personalmente considero que es pronto para pensar en una alta traición. Lo sé, no conviene echar las campanas al vuelo. Aunque me sentiría más tranquilo si supiera, con toda exactitud, cómo han conseguido descubrir ese pastel, porque no ignoras que hay otras operaciones en curso, algunas de ellas delicadas por naturaleza, entonces la decisión que se impone es si paramos todo, por precaución, o al contrario, si lo aceleramos para ganarles unas décimas a quienes nos vienen pisando los talones. Porque ahora lo sabemos de cierto, alguien, quien quiera que sea, nos viene a la zaga y, a juzgar por los métodos que emplea, no parece que se trate de la policía, ante cuyo posible embate habíamos preparado nuestra estrategia defensiva, pero ¿de qué sirve haber aprendido de memoria discursos, ante una banda de gánsteres? Majano piensa que han conseguido entrar físicamente en el edificio donde se encuentra el despacho y sus anexos. Mañana sale para Madrid con mi helicóptero, así que, hacia la noche, sabremos probablemente a qué atenernos. Buena iniciativa, perfecto, bueno, durante los próximos días estaré solo en casa, por lo que os propongo que vengáis aquí para discutir de la situación en torno a una buena mesa, con pan y vino se anda el camino y las penas se adelgazan y se vuelven más ligeras. Cierto, siempre es mejor discutir en tales condiciones que a palo seco y más conociendo las virtudes de la tuya; los duelos, con pan son menos. Será un placer. Estupendo. Por cierto, habrá otros temas, algunos de ellos sensibles, como te acabo de insinuar, y sobre los cuales urge tomar una decisión en función de las noticias que nos traiga Ramiro. Justo en este momento el asunto del palacio del marqués de la Teja está que arde y ya conoces la importancia que puede tener para sentar precedente. Luego, esto es como el agua, una vez ha encontrado su camino, no hay quien la pare. Pues bien, ése que hemos convenido en llamar, por precaución, el Delfín blanco, está en este momento ya muy maduro, a punto de claudicar, y es que las fuerzas más antiguas y más portentosas que afectan a la humanidad tiran de él como maromas de barco. Muy pocos son los que resisten. Una vez más, Elena, aparte de ser una buena abogada, ha demostrado poseer otras cualidades apreciables. Bueno, esas otras cualidades de las que hablas, nunca le hizo falta demostrarlas, saltan a la vista. Cierto, se afirman solas con una rotundidad axiomática. Además, ahí parece haber también una historia antigua. Dejaremos, entonces, la causa pendiente hasta mañana por la noche. Puesto que no era una audición en directo, la grabación se detenía ahí. Tomé el ordenador portátil que me ofrecía Felipe y, con andar moroso, como si yendo no quisiera llegar, dirigí mis pasos hacia casa. La naturaleza a veces palpita al ritmo de nuestro corazón, pero otras tiene ritmos tan largos que nos estragamos, sumergidos en nuestra propia ansiedad. El calor excesivo me había quitado el apetito. También el de la lectura. Me acosté, pero fue un error pues no hice más que dar vueltas y vueltas sobre la cama, sudando la gota gorda, enredándome aún más en mis cálculos, en mis previsiones, en mis predicciones. Cuando resultó evidente que no iba a dormir aquella noche, a menos que no hiciera un ejercicio que me fatigara, mental o físicamente, me vestí y salí de casa en busca del mar. Durante aquellos días el mar me atrajo más que nunca y siempre me había cautivado confusamente. En cuanto me lo encontré de bruces, ese mar bronco y oscuro, con puntillas almidonadas en su majestuosa vestidura nocturna, me metí dentro sin pensarlo dos veces, ni tan siquiera una, pues lo cierto es que me sorprendí a mí mismo con el agua en la cintura y las sandalias en la mano, como si hubiera pretendido cruzarlo, como peregrino, en toda su inmensa extensión. La razón de la sinrazón que a mi razón mueve. Al darme cuenta de lo que había hecho, alcancé a comprender la miseria en que había caído y retrocedí como avergonzado, pero me puse a pasear por la orilla hasta el amanecer. Momento en que regresé a mi cama y me dormí al fin. Por poco que aprieten los acontecimientos, enseguida el exiguo espesor de vuestros cuerpos no puede soportar la presión y exhala el alma por arriba. Incluso los tipos que parecen bastante equilibrados, de puertas afuera, como tú. Pero creo que ésos son los peores, cuando de verdad pierden los papeles. Cuando quise despertarme, era demasiado tarde para desayunar, así que comí cualquier cosa, a pesar de que también era demasiado pronto para comer, y me acosté de nuevo. Hacia las cinco de la siesta desperté de un profundo sueño y caminando, es verdad, como si toda el alma se me quisiera salir por la boca, fui de nuevo a la playa dispuesto a atravesarla, a nado, de punta a punta. El mar, el sueño, idéntico viaje por la cara oculta de la razón. En ciertas circunstancias, el fin del uno solicita el comienzo del otro porque el espíritu todavía no ha acabado de caer en el fondo de su abismo. Noté que la nave en que me había convertido experimentaba regularmente dificultades en atravesar cierta zona, intensamente batida por unas olas que, tras embestir contra las cuadernas del barco, se paseaban por la cubierta de proa a popa, recorrida por corrientes contrarias que provocaban choques de masas de agua y removían el suelo arenoso. Por la tarde, el mediterráneo suele estar más agitado. Había allí un edificio alto, señero, el cual resultaba laborioso de doblar y ante él, la embarcación avanzaba milímetro a milímetro, sufriendo los embates incesantes de las olas, más encrespadas en ese lugar que en cualquier otro, las cuales, a veces, me arrastraban dando revolcones, envuelto en humo frío. Sin embargo, yo albergaba la certeza de que aquello tenía valor de símbolo. Si me derrotaba el mar, las olas y las corrientes de la vida me arrastrarían indefectiblemente hacia la sima insondable. Por el contrario, si ganaba yo, una merecida recompensa me aguardaría en aquel puerto resplandeciente y dorado como un cáliz bajo el sol. Las velas y los cordajes crujían oponiéndose a la furia del viento, los remeros estaban exhaustos, el casco volaba por los aires levantado por la desmesurada fuerza del mar vivo. Pero cuando al fin salía de esa zona de turbulencias, surcaba las aguas como una flecha que guarda, entero, el impulso conferido por la cuerda del arco y el bloque de cemento acribillado de ojos quedaba muy pronto atrás. No quería salir delante de Evgueni, así que nadé hasta la propia escollera. Aunque al volver me crucé de nuevo con él, eso ni qué decirlo. Pero no pareció prestarme atención, entretenido como estaba jugando con la chiquillería. Kloss recibió a sus asociados al anochecer. La mesa estaba servida en una terraza que aprovechaba un saliente del acantilado. Mantel blanco, casi fosforescente entre dos luces, velas y un sumiller a su cargo. Escondidos entre las peñas de lo alto, mis hombres fotografiaban y filmaban la escena. Otros, en la trastienda de la agencia la gravaban. Y yo, tranquilamente sentado en mi casa frente al ordenador, veía y oía todo en directo como Zeus desde el Olimpo. A pesar del lujo que los rodeaba, del paisaje agreste y francamente sublime que tenían a sus pies, con el mar rompiéndose en los escollos y revelando su pulpa blanquísima bajo una piel endrina como la de las ballenas, de la mesa suntuosa que se ofrecía para su regalo, de la brisa blanda y tibia que, de vez en cuando, hacía ondear los flecos del mantel, los rostros de los tres hombres aparecían tirantes, adustos, como si se hubieran tragado el hueso de un albaricoque. La luz de las velas daba a la reunión una estampa de sábado de hechiceros. Hubo, en efecto, efracción. Entraron por lo alto del edificio. Bien, pero ¿cómo diablos se las arreglaron para acceder a los archivos, protegidos como están por un código secreto que se cambia con cierta regularidad? A mi modo de ver penetraron dos veces. La primera para instalar su material espía, el cual se reduce, si mi hipótesis es correcta, a una pequeña llave USB que se coloca en la parte posterior del ordenador, donde puede permanecer disimulada durante un tiempo indefinido. Es raro que alguien se ponga a curiosear por la parte trasera de la columna central. En dicho artilugio quedan registradas todas las claves que se han introducido en el aparato durante el transcurso de un determinado intervalo. La segunda vez que estuvieron allí, presumiblemente al cabo de sólo unos pocos días, abrieron el contenido de las llaves, rompieron los sellos que protegían los documentos, los grabaron y se fueron por donde habían venido, con los bolsillos repletos de nuestros trapos sucios. Dicho esto, ahora veamos qué conclusiones se imponen. El personal del gabinete, tal y como había vaticinado, está libre de pecado. Los ordenadores, por el contrario, deben ser examinados de cerca, no vaya a ser que todavía les quede algo en las tripas, una sorpresa en forma de caballo de Troya, por ejemplo. Los empleados tienen instrucciones precisas para neutralizar este tipo de virus cuando viene del exterior, pero no hay sino el enemigo de dentro para empecer y ellos, nuestros misteriosos y hábiles espías, estuvieron dentro, de eso no cabe la menor duda. La estructura financiera, desde luego, hay que maquillarla de punta a punta. Lo cual quiere decir que se nos acabó el verano. Por descontado y que sea sólo eso, el verano, lo que se nos ha acabado. Ello por cuanto se refiere a las diligencias que deben tomarse puertas adentro. Volvamos ahora la mirada al enemigo que nos acosa. No se trata de una congregación de monaguillos con bozo de melocotón, sino de una peligrosa organización que ha probado disponer de una amplia gama de recursos. No es fácil tender un cable de un edificio a otro y deslizarse por él, eso es tarea de expertos. Neutralizar todo un sistema de seguridad, basado en una tecnología de punta, tampoco lo es y requiere otro tipo de habilidades muy diferente. Para terminar, volvamos a lo que hay que colocar antes del principio para obtener la figura de la pescadilla que se muerde la cola y que revela para mí la certeza absoluta del poder detentado por el grupo, me estoy refiriendo a la eficaz labor de investigación que les condujo hasta ese edificio concreto. Por no hablar de la reacción, espectacular e inmediata, que conocemos, me refiero a tu fulminante secuestro, la cual no puede ser sino el resultado de un plan premeditado y estudiado en sus más mínimos detalles. Detrás de eso hay un cerebro vigoroso que alberga una estrategia. ¿Piensas que no se van a contentar con el botín obtenido? Me sorprendería que lo hicieran, cada forma lleva aparejado un significado. Tiburón, por ejemplo, significa voracidad. En todo caso, he puesto a hombres de mi confianza tras su pista. Personalmente he visitado durante el día otros santuarios y no me da la impresión de que hayan sido profanados. He aumentado la vigilancia física en todos y tomado las prevenciones necesarias para que se consolide, lo antes posible, el dispositivo técnico de seguridad. Bien, entonces podemos considerar, mientras no se demuestre lo contrario, que la infección afecta tan sólo al gabinete Galíndez-Lastarria y que lo demás permanece sano en la actualidad. Todos los datos apuntan hacia esa hipótesis de trabajo. Sin embargo, hay otra conclusión que me parece evidente y es que estamos, seguimos estando con toda probabilidad, en su punto de mira, por lo cual es de suponer que continúen estudiando con lupa todos nuestros movimientos. De modo que es preciso tener mucho cuidado a la hora de hablar por teléfono. Bueno, cuidado en todo, pero especialmente en eso. En ese ámbito, he puesto trampas en las más altas esferas, veremos qué cae en ellas. La buena cuestión es que, justamente en estos momentos, hay razones, las conozcan ellos o no y espero que no, para seguir nuestros movimientos. Ya se sabe, a perro flaco, todo son pulgas, ¿y de qué se trata esta vez? De nuestro proyecto encaminado a habilitar antiguos palacios madrileños en hoteles de lujo. Ya os hablé de ello. Pues bien, la cosa sigue su curso viento en popa, porque habéis de saber, queridos hermanos en la caridad, que la sin par Elena de Troya ha sabido hacerse desear a fondo por el ínclito Paris, el cual, según parece, ha estado bebiéndose los vientos por ella, sin resultado alguno por el momento, desde los tiempos de la facultad, que no es moco de pavo, pero ahora que la soberbia belleza se digna al fin mirarle, se diría que lo han puesto a asar en la misma parrilla de San Antonio, peor que la de San Lorenzo, si se me permite. Ella sabía muy bien a dónde quería llevarle, anunciando con antelación los síntomas. Cuando se encuentre tan irritado como tierno, dijo la bella, y de los ojos desorbitados le salgan chiribitas, cuando no sepa ya a qué santo encomendarse y se le corrompan las oraciones, cuando esté tan soliviantado que le resulte imposible echar marcha atrás en cualquiera de sus acepciones, entonces estará a punto de caramelo para hacer negocios con él. Y se da la circunstancia de que en este preciso momento lo está, cabalmente como queda dicho, ni más ni menos. Ella le ha dado a conocer el precio, favor con favor se paga. Y él, renovado Paris, se halla dispuesto a desencadenar la guerra de Troya por obtener las embelesadoras caricias de esa Elena, aunque sólo sea durante una noche. Si se desenvuelve bien, serán varias, mientras duren las formalidades, y las cosas de palacio, ya se sabe, van despacio, pero eso es asunto suyo. Ella ha demostrado en numerosas ocasiones poseer un elevado espíritu de sacrificio y bien puede regalarle durante algún tiempo lo que tan poco le cuesta. Cierto. Pero tampoco cabe que las obras del Escorial duren más allá de lo razonable, pues cada una de las lides de cama será filmada desde todos los ángulos de la misma y si no se da prisa, nosotros sabremos acicatearle. Bueno, en eso estábamos cuando ayer le pedí a ella que aguardara unas horas a ver en qué paraba este asunto que nos ocupa. Y él, claro, parece que se sube por las paredes; la acusa de estar jugando con sus nervios. Es natural. Con los políticos de alto vuelo, es de dominio público, hay que andarse con los pies de plomo, pues todas las miradas están puestas en sus actos para devorarlos al menor indicio de debilidad o en cuanto den un paso en falso, razón por la cual siempre resulta arriesgado hacer tratos con ellos y más por lo que se refiere a los menesteres que han ganado nuestra amorosa afección. Sin embargo, llega un momento en que no hay más remedio que recurrir a ellos, así son las cosas. Pues adelante con los faroles, ella sabrá cómo llevar este asunto por los mejores derroteros, así que puedes darle la autorización, de la manera más discreta posible, para que prosiga, pero luego procura no comunicar con ella durante una buena temporada. De modo que el hombre, extraído del suelo, esperaba una recompensa, un tesoro escondido en las entrañas de la tierra; el hombre, que ha sido destinado al polvo, a ser polvo confundido entre más polvo, quería ser navío navegando en la mar océana, lanzado a la búsqueda de su Vellocino de oro. ¿Y dónde se hallarán las ejecutorias y los pergaminos de alcurnia que le autoricen a ceñir las ínfulas? En verdad, el hombre nacido de mujer no fue creado para la soberbia sino para la humildad. “Quien se ensalza, será humillado y quien se humilla, será ensalzado;” pero después, no en el reino de la carne y de la sangre, sino en el del espíritu. No serás príncipe en el reino de este mundo sino por procuración y cuando la ocasión se presente, cuando llegue el instante sublime de afrontar el portentoso soplo de la muerte, inclinarás tu cerviz ante la maravillosa majestad de Leviatán. De él se ha dicho “Tan sólo con estar ante su vista, seremos lanzados a tierra.” “¿Concluirá él un pacto contigo?” “Acuérdate del día de la batalla y no vuelvas a empezar.” Navegando por aguas turbulentas, soñé con las enjalbegadas residencias de la colonia que comenzaba a avistar desde la cubierta, designadas por macizos de esbeltas y cimbreantes palmeras, rodeadas por espesos vergeles de naranjos y limoneros, arropadas por tupidas higueras. Dormí el plácido sueño de la tarde bajo las parras de una pérgola, desbordante de hojas y pámpanos, donde maduraban racimos dorados, para cuyo transporte dos gañanes fornidos no hubieran sido suficientes. Mas antes del reposo conviene avezarse en la lucha que opone la vela a los vientos contrarios. De nada sirve negar los signos trazados en el cielo estrellado que relatan cómo la soberbia del hombre debe ser sujetada. Los grandes reyes de la tierra levantan ejércitos numerosos como las arenas del desierto, viene el huracán y los dispersa cual si fueran viruta. Las antiguas ciudades imperiales, donde se apilaban y dilapidaban las riquezas del mundo, hoy son solares en los que dormita el lagarto y acecha el escorpión, con las raíces de todas sus murallas al aire; espectáculo desolado que hoy sólo se ofrece, de cuando en cuando, como escarmiento para los ojos de las caravanas extraviadas. “Vanidad y anhelo de viento es aquello por lo que el hombre se arrastra bajo el sol.” Aún así, el hombre está hecho para las grandes empresas, los esfuerzos colosales, doblar el cabo de Buena Esperanza y el de Hornos, dar la vuelta al mundo cada vez más rápido, conquistar las Galias, crear un imperio, escribir la Summa Teológica, entrever la luz oscura de su Dios, construir catedrales, explorar la galaxia, dar caza al Leviatán en todos los mundos. El hombre es el único ser creado que luchó con el ángel y le venció. Sí, pero eso fue tan sólo en sueños. ¿Y para qué son los sueños, sino para la instrucción de los hombres? ¿Acaso sueña el Leviatán? El Leviatán sueña con el leve crujido de la espina dorsal de su presa cuando la tritura entre sus mandíbulas. El Leviatán es el mal. El Leviatán no es el mal ni el bien, sino el subconsciente de Dios. Cuando Dios sueña, lo hace con los leviatanes nadando libremente en el mar, dejando una estela brillante tras de sí; cuando Dios monta en cólera, envía a los leviatanes en orden de batalla. “Todo lo que atormenta y enloquece más la razón humana; todo lo que trastrueca las cosas, toda verdad contaminada de malicia; todo lo que enturbia la mente; todo el sutil demonismo de la vida y el pensamiento; todo el mal estaba encarnado en Moby Dick para el enloquecido Ahab y, por lo tanto, en ella le era posible atacarlo.” Así habló Jehová mismo, para que lo sepas: “Mi cólera ha llegado a ser ardiente contra ti y tus dos compañeros, porque no habéis dicho de mí lo que es verídico, como mi servidor Job.” III En el palacete del matrimonio de la Mata, no fue difícil instalar cámaras y micrófonos por todas partes. Felipe y sus expertos, secundados por mis hombres, hicieron un trabajo rápido y eficaz. Les bastaron dos visitas para dejarlo todo a punto. Durante la primera, cuaderno y bolígrafo en ristre, tomaron nota de los emplazamientos, para los cuales, unas veces se aprovecharían espacios o accidentes de la propia casa mediante alguna modificación, en otras ocasiones se trocaría algún mueble o algún objeto, un trifásico, por ejemplo, se convertiría asimismo en un micrófono autoalimentado permanentemente. El portal Web lo arregló de manera que se pudiera seguir con comodidad a los personajes de esa película a través de todas las habitaciones y dependencias de la casa. En esos momentos, la mansión se encontraba solitaria, adormilada por los susurros de sus viejos fantasmas, sumida en la oscuridad. El personal de servicio no dormía en ella y la pareja de propietarios cenaba con unos amigos en un restaurante de la ciudad. Bastaba una presión sobre el ratón de mi ordenador para averiguar de qué estaban hablando, pues el móvil de Verónica también había sido intervenido. Estamos asistiendo a la deriva de un sistema financiero mundial, exento de todo control, en medio de la euforia más irresponsable. Los financieros entran en un acceso de locura, con unos banqueros incompetentes cuya excesiva libertad de acción ha llevado al dislate de las subprimes, a la burbuja inmobiliaria, a la banalización y al desarrollo incontrolado de productos financieros sofisticados y peligrosos. Disculpen los señores, para el asado me permito recomendarles este Bordeaux añejo que acaba de adquirir la casa. Excelente idea, lo probaremos. Pero la responsabilidad incumbe también a los que supuestamente debían estar encargados de regularlo todo, como es el caso de la Reserva Federal estadounidense, que cerró un ojo ante esos préstamos hipotecarios de alto riesgo que son las subprimes. Con este dinero distribuido tan generosamente, los banqueros se dejan arrastrar por esa deriva financiera. Traiga también una botella de agua mineral, por favor. Habría que empezar por regular a los reguladores, pero la regulación del sistema financiero mundial no tiene sentido si no es global y coordinada entre los grandes países, algo difícil de imaginar dado que las finanzas se han convertido en una industria como tantas otras. Querido, acuérdate de que tienes que tomarte algo cinco minutos antes del plato principal. Gracias encanto, lo había olvidado por completo. En medio de semejante descontrol, el día que ocurra un accidente saltará todo por los aires. Especialmente en España, donde se ha construido en masa y sin cimientos, sobre la pura arena, junto al río, para acabarlo de arreglar. La primera avenida se lo llevará todo por delante. Hemos alzado una economía falsa, virtual, basada en la construcción y en la especulación inmobiliaria. Pero yo no le doy más de tres años de vida al boom inmobiliario español. ¿À point? Para mí, gracias. ¿Saingnant? Ése es el mío. No sé cómo puedes comerte la carne así. Siempre he sido un afrancesado, querida. Si te oyera mi padre, dejaría de hablarte. Tu padre es un absolutista que se conserva muy bien. Delicioso el asado, hay que felicitar al cocinero. Mi consejo es que vendáis ahora lo mucho que habéis comprado en casas y terrenos y no os carguéis con más, por el momento. Ahora estamos en el punto álgido, hay que aprovechar para desembarazarse de todo, es preciso echar todo el lastre por la borda y volar por encima de las nubes de tempestad que se acercan. Apagué el ordenador y cuando volví en mí y me encontré bañado en sudor, supe que, una vez más, no podría dormir hasta bien entrada la madrugada. Deseché la idea de ir a revolcarme sin tregua sobre las sábanas, a pesar del cansancio, y me dirigí al paseo marítimo con el único objeto de caminar, esperando también recoger alguna bocanada de brisa marina. Así que ésas tenemos, dos o tres años de vida al boom inmobiliario; razón de más para pisar el acelerador a fondo, para no demorarnos en consideraciones superfluas; se impone agachar la testuz y embestir contra lo que se ponga por delante. Hay circunstancias en que la precaución es un suicidio y el tiempo se convierte en un agua que se va espesando y solidificando como un cemento recién hecho. La gente, la muchedumbre más bien, que había tenido la misma brillante idea que yo de ir a buscar la brisa del mar, hablaba en voz alta a mi alrededor, impidiéndome pensar. Descarté la alternativa de caminar por la orilla y de asistir al último esfuerzo de las olas para llegar a tierra, cuando ya han conseguido atravesar el piélago de un extremo al otro y están tan delgadas como un papel de fumar, sólo por no afligirme más y también por no llenarme los pies de arena. Es así como llegan a la meta los hombres que han escuchado la llamada y han acatado la orden, manteniéndose firmes contra viento y marea, con el último aliento de su carne y de su sangre. Las fuerzas de la naturaleza parecen haberse conjurado todas contra ellos y cuando más cerca los ven de alcanzar sus objetivos, más menudean los ataques y los golpes de mano para hacerles ceder, para que claudiquen aunque sea en el último instante, como Moisés, igual, a todos les sucede lo mismo, como si fueran un solo hombre, cuando ya tienen a la vista esa tierra mítica que habían estado buscando durante cuarenta años de travesía del desierto, muchos la palman, otros abandonan y los pocos que llegan con vida, llegan de puro milagro. La mayoría de las conversaciones que escuchaba a mi alrededor las protagonizaban voces irritadas, tal vez a causa de la atmósfera pesada y sofocante que caía como un lienzo espeso aunque invisible, o bien a causa de la promiscuidad en que vivían dentro de los reducidos apartamentos alquilados, la mayor parte de ellos con vistas que no diferían en nada de las de las grandes ciudades en las que vivían todo el año, donde solían acoplarse como sardinas en lata los componentes de todo un árbol genealógico o de un grupo de amigos con sus respectivas familias. El caso es que cuando salían por parejas de esa olla a presión, las más de las veces se entregaban a una crítica acerba, estentórea, de los restantes inquilinos del mismo piso en que vivían, es un decir, quien quiera que fueran. Probablemente esa inquina no llegaría más allá del mes de septiembre y en Navidad todos juntos de nuevo partiendo un piñón. Pero el mes de agosto es largo de pasar con ese bochorno y esa calma chicha, cuando no sopla ni un solo retazo de brisa, en semejantes celdas de colmena. Esa cháchara estentórea y antipática que me envolvía allá donde fuera, tensaba todavía más la entera red de mis nervios. Aceleré el paso pero ello se reveló una provisión inútil, pues más adelante me encontraba con la continuación de la conversación que había dejado atrás, como cuando uno viaja por la autopista y el aparato de radio va pasando por las sucesivas zonas de influencia de los repetidores de ondas alineados que transmiten la misma emisora. Por el contrario, para los que están en primera fila de apartamentos, en el propio paseo marítimo, y contemplan el horizonte con los barcos mercantes y los cruceros, las vicisitudes de las vacaciones en la costa constituyen, evidentemente, otra historia, pero ellos son harina de otro costal, ellos suelen ser antiguos propietarios de fábricas o de almacenes, rentistas o especuladores, actualmente saboreando una generosa jubilación y disponen de una amplia y suntuosamente decorada vivienda para ellos solos, incluso con algunas habitaciones cerradas por falta de ocupantes. También ellos llegan finos y blancos como un papel de fumar al final de sus vidas, no como los pescadores que se ven en los muelles del puerto, por ejemplo, atezados y robustos hasta el mismo día de la extremaunción. En fin, así es el mundo. Como también es verdad que, hace veinticinco o treinta años, en el vasto espacio donde se alzan esos curiosos emparedados de vidas, no había sino huertos de clementinas que bajaban hasta casi lamer la espuma salada del mar. Hoy hay cemento y baldosas y sobre el cauce que forman, todos apiñados, se desliza un caudal tupido de humanidad componiendo un magma variopinto con todas sus cataduras y pelajes, murmurando o vociferando en todas las lenguas, dejándose seducir más por los neones multicolores que por el espectáculo inefable del mar, sobre el que riela una autopista pavimentada con lingotes de plata, ascendiendo hasta el ámbito donde refulge el templo rotundo de Diana. Únicamente se dignan torcer la vista hacia la playa cuando, cada doscientos metros, unos artistas de lo efímero han construido, empleando arena mojada, a cambio del puñado de monedas que les servirá al día siguiente para comprar su pan untado con tocino, paisajes con dragones y castillos encantados, provistos de sus almenas y torreones, fosos y murallas, vestiglos, doncellas desnudas y unicornios. En tales casos, se llegan a formar nutridos grupos de mirones que contemplan fascinados los misteriosos retablos de esa peculiar mitología, pecando a veces de incongruencia, bajo la temblorosa luz de las hogueras. El mundo entero se está convirtiendo en una gran Babilonia que venera ídolos cada vez más banales, por eso ya no será cuestión de destruir esta o aquella civilización, sino todas al mismo tiempo, aunque los ángeles tengan que trabajar a destajo. La hora de Leviatán ha sonado, es cierto, y ya no es tiempo de disimular, sino de cultivar la cólera. “Y en cuanto a mí, he aquí que traeré el diluvio de aguas sobre la tierra para exterminar de debajo de los cielos toda carne en la cual la fuerza de vida está en acción. Todo lo que se halla sobre la tierra, expirará.” Entonces el océano desenrollará sus olas por encima de los Andes y del Himalaya y las pocas criaturas terrestres que sobrevivan alimentarán la ira de los leviatanes, entrarán en sus fauces abiertas como las puertas de los templos y perecerán triturados por la doble hilera de dientes. Es posible que así sea. Regresé a casa bien entrada la madrugada, relajado pero no extenuado como era mi propósito. Ahora bien, durante esos días tan representativos del período cimero de la canícula, no basta con tener sueño para entrar dulcemente en el reino de Morfeo, uno sólo alcanza a dormirse cuando se halla en una fase bien precisa del cansancio, es decir, rendido pero no hasta el punto de ser despertado a cada momento por las agujetas y el dolor de huesos. Como quiera que no era ése mi caso, pues un saludable paseo nocturno no mata a nadie, me coloqué frente a mi improvisada mesa de trabajo, encendí el flexo y me puse a leer hasta que empezó a clarear. Si no hubiera hecho más que eso desde que el horrible espectro de la necesidad desapareció de mi vista, otro gallo cantaría, pero los dioses lo habían decidido de otra manera. Amanecí rayando el mediodía. Un desayuno ligero me devolvió el tono y cuando quise instalarme con mi ordenador debajo de la higuera, oí una suerte de berrido. Alcé la vista y vi que alguien, desde la cancela, trataba de llamar mi atención con el brazo levantado como si estuviera citando a un toro. Reconocí a mi vecina, atisbada con frecuencia en mis idas y venidas charlando incansablemente con otras mujeres y cuyos habituales alaridos domésticos pasaban con suma facilidad a través del espeso muro defensivo que separa las dos propiedades, hecho con voluminosos mampuestos. Se trata de una de esas serranillas que el bueno del Arcipreste de Hita encontró, muy a su pesar, en la zona de alta montaña. Está abierto, puede pasar, le dije, reforzando mi autorización con la adecuada gesticulación de manos. Pero maldita la gracia que me hacía tener que recibirla. Y así salí a su encuentro. Buenos días. Buenos días nos dé Dios, señora. Ah, esta mañana me dije pues este señor de aquí al lado, somos vecinos y todavía no hemos intercambiado ni media palabra. Ah, bueno, usted sabrá disculparme, es que he estado muy atareado desde que me mudé y… ¿Qué atareado ni qué ocho cuartos, si apenas sale de casa o si sale es a la hora del mochuelo? Verá…lo que pasa es que soy escritor y trabajo en mi domicilio. A veces salgo para hacer mis averiguaciones pero enseguida vuelvo y me pongo a escribir. Ya decía yo….una vida tan irregular… Pero a lo que íbamos… Usted dirá, señora. Pues mire, pero mire bien a su alrededor. ¿Qué? Pues que su jardín está que da pena, la maleza se está apoderando de él; como siga así, va a infestarse de ratas y nosotros vivimos al lado, ¿comprende? Sí, señora, me hago cargo, le prometo que hoy mismo comenzaré a ocuparme de él. ¡Usted qué va a ocuparse de él! Usted es un escritor, ¿o no es usted un escritor? Pues sí….lo soy, ¿y en qué me impide eso trabajar en mi jardín, cuando tenga un momento libre? Pues que usted es un escritor y los escritores tienen las manos hechas de pasta de cacahuete. Tampoco hay que exagerar…. Mire, mi Ginés tiene unas manazas que parecen pies y unos pies que parecen esquís. Puede contratarle y le dejará el jardín más limpio que una patena y más coqueto que los de Versalles. Además, él posee todo el arsenal de utensilios que hace falta para esos menesteres. Apuesto a que usted no tiene en casa ni un destornillador. Bien….pues que venga un día de estos. Hoy, que ya lo tiene bien de holgazanear, porque es un gandul, ¿sabe?, hasta las dos no comemos y todavía son las doce, tiene dos horas para ir adelantando la tarea. De acuerdo, pues dígale que puede venir cuando guste. No se arrepentirá, verá cómo cambia todo esto que, la verdad, está hecho una pocilga. Luego, por encima de la tapia oí gritar a voz en cuello, con tanta claridad como si el berrido hubiera estallado dentro mismo de mi caja craneana, Ginés, que te levantes ya de la hamaca, gandul. Coge los trastos de matar, que te está esperando. A los diez minutos apareció Ginés, un armatoste de huesos y músculos, algo encorvado como la lámina de una hoz, pero que aún así debía medir por lo menos un metro noventa, cuando la serranilla, su esposa, no pasaba sin duda del uno cincuenta. ¡A la buena hora, señor! ¿Por dónde empiezo? Haga como le plazca, en sus manos lo encomiendo. ¡Pues no se hable más, al tajo! Al momento puso en marcha sus instrumentos de infernal tortura sonora y tuve que recluirme en el interior de la casa para intentar concentrarme en algo. No consiguiéndolo, salí, fui a la farmacia, compré unos tapones de cera para los oídos y así pude seguir leyendo. Pero no efectué ni una sola audición porque, a pesar de los auriculares, no me hubiera sido posible prestar la atención debida. Como además las conversaciones importantes iban a ser grabadas por el personal de servicio, nada se perdería con ello. Hacia las dos, cesó la trapatiesta. Lo cual aproveché para comer también yo, en paz y sosiego, que buena falta me hacía. Se reanudó a las cuatro en punto y duró hasta las siete cabales. Enseguida sonaron tres aldabonazos. El espectro reclamaba su salario. Le pagué generosamente y, en vista de ello, supongo, o bien aleccionado por la tarasca, me propuso venir cada quince días en verano y cada mes en invierno. Entiendo también de carpintería y fontanería y puedo efectuar cualquier trabajo de los que se requieren en una casa. Trato hecho. He visto que tiene una chimenea en estado; en octubre, si quiere, le puedo traer una carga de leña, astillársela y apilársela para que pueda quemarla cómodamente. Me parece una excelente idea, veremos eso en octubre. Y si tiene algún problema, no dude en llamar, estaremos a su servicio. Gracias, no dejaré de hacerlo. Con este último cumplimiento, agarró al fin los cuernos de la carretilla y se marchó con la música a otra parte. Los vecinos son los agentes de la autoridad más bajos en el escalafón pero también los más inmediatos, una auténtica policía de proximidad organizada en milicia. Cuando, por una razón u otra, delictiva o no, uno debe ocultar la verdad, necesita tener a punto una coartada para lanzarla como carnaza en el momento oportuno ante esos grandes devoradores de explicaciones. Por el momento estaban saciados y si encima recibían una compensación regular, miel sobre hojuelas. En cualquier caso, mediante ese acto, fastidioso si se quiere, ya podía darme por integrado con normalidad en ese barrio. Subí a mi despacho y puse en funcionamiento el ordenador. La lista de los personajes cuya vida y milagros se podía seguir en directo había aumentado considerablemente. Ninguno de ellos araba recto, excepto quizá, Verónica de la Mata, pero no es seguro, tenía mis barruntos, lo cual disminuía la culpabilidad que, de todos modos, operaba sobre mi conciencia, pero esa cuestión estaba zanjada. Digamos que, en un momento dado, me encontré huyendo, como en esas brumosas películas de espionaje de los años cincuenta o sesenta, en las que el agente secreto infiltrado es perseguido por una nube de uniformes grises, llega a una tétrica estación y se ve obligado a tomar el primer tren que sale en el andén más cercano. Ante él se abren una serie de interrogantes ¿hacia dónde se dirige el tren? ¿en qué estación bajarse? Habrá de ser una que no esté tan cerca como para que lo atrapen a los pocos minutos de apearse, ni tal lejos como para que la policía haya tenido tiempo de organizarse. Desde luego la estación terminal hay que descartarla. Quizá la mejor solución sería, siempre que se presente la ocasión, bajarse del tren en marcha, en algún paso en que ésta haya sido lo suficientemente aminorada. Por lo que a mí respecta, cabía aún una nueva pregunta, ¿de qué estaba huyendo? No sabría decirlo. Lo que no ofrecía la menor duda es que estaba huyendo de algo. Acaso de mí mismo. Puede que con Verónica de la Mata, me dije, esté haciendo un uso abusivo de todos esos medios técnicos que utilizamos para desempeñar con pulcritud nuestro oficio de concusionarios, o mejor expresado, de concusionarios de concusionarios. Por el momento, el asunto presentaba tan sólo uno de esos carices humanos, muy humanos. Una esposa aparentemente ejemplar, tiene un desliz con un príncipe árabe, nada menos. Eso puede ocurrir hasta en las mejores familias. La suya lo es, por cierto, y de la más alta alcurnia. Pero en su caso concurrían una serie de circunstancias, digamos, irracionales. No debo ocultarme que su belleza perturbadora, bajo la que parecía agazaparse el germen de un ciclón, tuvo algo que ver en mi arbitrio. Luego, al aparecer este supuesto príncipe árabe, se añadieron otras connotaciones de signo muy distinto. La popular fascinación por los dólares del petróleo, los yates con los cagaderos de oro, los enjalbegados palacios llenos de costosos tapices y de aire seco, las piscinas como campos de fútbol en medio del desierto, la poca simpatía que el ciudadano medio occidental experimenta hacia esos gobernantes que flotan en un lujo ultrajante, mientras sus pueblos se arrastran en el polvo, devorados por la miseria, como una tabla vieja y olvidada es comida a dentelladas por la carcoma, todo eso influyó en mi elección, pues yo, no hay que olvidarlo, desde el punto de vista de mi configuración mental, no soy más que un tipo perteneciente a la pululante clase media occidental, ésa que da la vara en todos los ámbitos y no para de molestar en los periódicos y a la que, a pesar de todo, hay que hacerle un poco de caso porque, al fin y al cabo, constituye el cincuenta por ciento del electorado. Sea como fuere, el linajudo nombre de esa mujer brillaba en la pantalla con un atractivo irresistible. Puse el cursor encima de él y rocé dos veces la cabeza del ratón con ese índice al que el hombre de la era informática le ha encontrado una utilidad capital, nunca antes igualada, dentro del dominio en el que ya se hallaba especializado, el de mostrar. Accedí con un temblor a la página de la rotunda tentación trigueña. A partir de allí, no tuve dificultad en encontrarla. Al aparecer en pantalla, tuve la sensación de que una repentina y vigorosa ola me derribaba, sin que hubiera tenido el tiempo de verla venir. Se encontraba en la habitación de matrimonio con su marido, pero éste le daba la espalda, ocupado como estaba haciendo su menuda maleta de ejecutivo. Ella se desnudaba implacablemente ante el espejo del armario ropero. De espaldas era una poderosa potra alazana de grupas relucientes, torneadas y briosas. Se puso un bañador y sobre él un pareo. Adiviné enseguida lo que se disponía a hacer. Si me daba prisa y cogía pronto un autobús, todavía podría verla adentrarse y evolucionar en el mar. La primera vez, dije entre mí mientras recogía raudo las llaves y el móvil, me dio la impresión de que era una grácil corbeta, hoy, después de haberla visto con todas las velas desplegadas ante el espejo, me parece un suntuoso galeón. Llegado ante el parapeto del paseo marítimo, me detuve para escrutar la porción de arena y de agua que se extendía ante mí. La descubrí traspasando olas y tomando fondo. Los remos subían con un ritmo pausado pero uniforme, los pies se movían como la hélice que hace girar un motor y deja una estela tras de sí. Llevaba la velocidad suave de un crucero, lo que explicaba tal vez la constitución de su cuerpo, redondeado y sin aristas, no con las formas abruptas y angulosas de los músculos cuando se han desarrollado en exceso, que parecen cortadas en crudo con escoplo, sino bien cepilladas y bien bruñidas. Antes de ponerme a avanzar a la par que ella, miré bien alrededor por ver si acaso se encontraba de nuevo por allí el Melenas de las piruletas, u otro personaje sospechoso. Así que el príncipe árabe quería saber si la gacela no tiene otro amante. ¿Celoso, entonces? Resulta sorprendente comprobar lo intrincados que suelen ser los vericuetos del espíritu, por donde pasan las pasiones. El amor, dice Salomón en su Cantar de los Cantares, es fuerte como la muerte, el deseo de ser el objeto de una afección única es tan inflexible como el Abismo. No obstante, el marido puede constituir legítimamente una excepción entre todos los hombres que pululan sobre la faz de la tierra. El marido estaba antes y eso lo justifica todo. ¿O tendrá acaso otros motivos para establecer esa pertinaz vigilancia para con su amante? Nadando en un fondo todavía turbio, comencé a entrever la idea de que ese príncipe de marras tenía sus reales razones para sospechar que alguien, quizá en contacto con la ligera gacela, podía estar examinando de cerca todos sus actos y pretendía salirle al paso. Sin embargo, tales pesquisas no podían tener gran cosa que ver con la amenaza que suponían sus relaciones, digamos, extramaritales. No resulta fácil imaginar a sus veinte esposas celosas porque el marido se ha acostado con una cristiana. Respecto a ese punto, también yo debía deslastrar mi globo de ilusiones. No sería así como iba a lograr poner en un aprieto a ese elemento. Mas a pesar de todo zumbaba alrededor de mi cabeza el presentimiento de que me hallaba en los aledaños de un Sésamo portentoso. Ya encontraría un hilo del que tirar, pues toda fortaleza tiene su punto débil por el que hacerse una brecha. Por cuanto se refiere a ese cebo color miel que oscilaba en la punta del anzuelo, noté que ejercía una fascinación excesiva, intolerable, peligrosa incluso para mí, que era el pescador. Di media vuelta e inicié el camino de regreso a casa. Debía proveerme, en breve, de un antídoto contra esa fiebre malsana, capaz de apoderarse de todo un cuerpo mediante un único y definitivo soplo. Los buenos soldados tienen la obligación de acudir bien pertrechados al combate. Al empujar la cancela del jardín, anochecía; en el cielo, de un azul profundo pronto a desvanecerse para mostrar maravillas ocultas, brillaban sólo los planetas, y tuve la impresión de que me encontraba ante una morada desconocida, tanto había cambiado su entorno con el paso de las cuchillas del vestiglo. Flotaba un característico olor a sandía que emanaba de la hierba recién cortada, mezclado con otras fragancias a las que antes no había prestado atención. Esa armonía recién descubierta despertó una apetencia de aire libre, por lo que decidí encender la barbacoa y asarme en ella unas buenas chuletas de cordero que había puesto a descongelar. Ya tenía colocado el ordenador sobre la mesa de plástico ante la que me disponía a cenar, cuando me le quedé mirando y decidí no encenderlo. Era preciso que aprendiera a controlar mi ansiedad frente a la inminencia de mis objetivos. El hombre necesita alcanzar el dominio del tiempo al igual que, hace muchos miles de años, alcanzó el dominio del fuego. Un poco de paja seca, una chispa, unos rastrojos y la cantidad justa de leña, pues no hay mejor modo de agradecer al donante que aprovechando bien sus dones. En la naturaleza hay un equilibrio que debe ser respetado. Así, cuando las chuletas estén correctamente hechas, sólo quedarán en el lar unos rescoldos tibios que no tardarán en apagarse. El tiempo es como el fuego, cuece las cosas y las pone a punto, pero tiene su ritmo según la naturaleza de cada una de ellas. Para lograr los asuntos, reviste una capital importancia alcanzar un cabal conocimiento del mismo y una absoluta maestría en la correcta graduación de su intensidad en función del objeto al que se le aplica su acción ancestral. En la mayor parte de las ocasiones, se requiere un fuego lento y ello pone a prueba la paciencia del cocinero. Pero ese ejercicio es primordial para la consecución del arte. Tus palabras no hacen, una vez más, sino certificar el buen sentido de mis clientes. A alguien que hable así, no se le puede dejar que ande libremente por estos mundos de Dios. Así que cené arropado tan sólo por un concierto en el que se mezclaban los violines de los grillos con las voces de las ranas, provenientes de alguna charca oculta, contemplando las evoluciones de los murciélagos alrededor de las luces y la portentosa impavidez de los lagartos, con sus garras incrustadas en el basto muro, a la espera de la presa. Una impagable lección de dominio del tiempo y de las emociones, la que daban esos pequeños caimanes al conseguir ocultar, bajo el aspecto de la somnolencia, la máxima potenciación de todas sus facultades mentales. Y luego el murciélago, que ha sabido cultivar con tan maravillosa pasión su mayor defecto que lo ha convertido en su más preciosa virtud, la ceguera. Esa portentosa ceguera de los murciélagos que les permite dominar la noche. Con tales maestros y observando atentamente sus enseñanzas, no hay enemigo que dé la talla. Sí lo hay, cuando un ser desmesurado, que ha conseguido reunir en su vasto ser las fuerzas telúricas, las desata, todo lo demás tiene la obligación de saltar por los aires. La fuerza bruta es el modo visible en que se manifiesta el pensamiento divino. El razonamiento de Dios se confunde con una incesante serie de explosiones de energía que convulsionan el mundo y tiene que retenerse continuamente para no reventarlo en un descuido. Entonces abrí una de mis armas secretas, fastuosamente encuadernada. “El Tao está vacío; si se hace uso de él, parece inagotable. ¡Cuán profundo es! Parece el patriarca de todos los seres. Embota su sutileza, se desembaraza de todos los lazos, tempera su esplendor, se asimila al polvo. ¡Qué puro es! Parece subsistir eternamente. Ignoro de quién es hijo; parece haber precedido al dueño del cielo.” Durante unos días, únicamente frecuenté lecturas que me familiarizaran con la muerte, porque sólo cuando uno se familiariza con la muerte logra sobrellevar el mundo de los vivos con el ánimo adecuado. Ése es el más elemental de los principios que uno debe asumir antes de aspirar a lo más alto. Vivir intensamente es desafiar a la muerte, morir en vida es brillar en la nada. No existen más alternativas. Hacia cualquier horizonte que se mire, ella nos aguarda solícita. El tiempo que, por puro agotamiento, no dedicaba a los libros, lo consagraba a la oscuridad. Hacía todo con una tupida venda en los ojos. Lo negro constituye siempre el principio de toda obra. Así estuve hasta que sonó el móvil. Mediante un sms, Vuk me comunicaba que se me había remitido por correo electrónico el informe de Nicolai. Mientras la impresora hacía su trabajo, me preparé un café bien cargado, un café negro como dicen algunos, pues sabía perfectamente que el castellano de Nicolai, al menos en aquel entonces, debía ser enmendado. El resultado del trabajo de ambos todavía lo conservo. Está ahí, en la gaveta de ese mueble. ¡Un momento! No vamos a echar mano alegremente a los documentos privados de una casa ajena. Una delicadeza que te honra, Leviatán. Y una precaución un tanto peregrina, a mi juicio. En fin, éste es el informe de Nicolai. Leo los pasajes más significativos. Una vez puestos, puedes presentarlo integralmente, diez minutos de más o de menos no cambiarán gran cosa nuestro expediente. Como gustes. IV La lucha de los llamados conservadores contra la economía de mercado, no es sino el combate de una parte de la mafia para defender sus posiciones y sus riquezas, indebidamente adquiridas mediante la perversión progresiva y organizada de un determinado sistema político y económico. Ante ella se alza la otra mitad de su propio ser, su doble invertido. De hecho, el hundimiento del bloque soviético y la bancarrota de su economía han provocado la escisión de la familia mafiosa en dos grandes clanes, opuestos por ideología y temperamento. Los enemigos hermanos, Cástor y Pólux, una vieja historia. Uno de ellos, el que no cuenta sino con la situación adquirida, acaba enfrentándose contra el que está dispuesto a ponerse a trabajar en nuevas condiciones económicas para hacer fructificar un capital acumulado y hasta entonces improductivo. Con la llegada de la economía de mercado, esta última rama se esfuerza por convertirse en un actor económico “normal”, dentro de unas relaciones económicas normales. Asistimos pues a una redistribución de las cartas, a la integración de los dirigentes mafiosos en las nuevas estructuras económicas. Con tal fin, la mafia del partido se adapta rápidamente a las nuevas condiciones, sacrificando, evidentemente, la ideología comunista. Su mayor preocupación consiste ahora en salvaguardar sus riquezas situando en los puestos adecuados a las gentes susceptibles de ayudarla a realizar sus objetivos. Dado que la nomenclatura, durante el período de transición entre el socialismo y el capitalismo soviético, conservó las palancas de mando y el capital de inversión, orientado ya hacia el futuro mercado, poseía una ventaja real para ocupar las posiciones más favorables en la nueva economía que se estaba gestando a marchas forzadas, como también se gestó, en el pasado, a marchas forzadas el proceso contrario. El paso de un sistema económico al otro, es la nomenclatura quien lo gestiona, por supuesto, elaborando un mecanismo de transición ventajoso para ella. Los bienes nacionales fueron privatizados a toda prisa, incluso podría decirse que precipitadamente, como un entierro bajo la lluvia, que es lo que era, en realidad, al amparo de una espesa nube de misterio, con todo sigilo y sin esperar a la ley sobre la privatización, proporcionando así un capital de lanzamiento a toda suerte de bancos, de sociedades por acciones, de sociedades de responsabilidad limitada, de empresas mixtas, etc.… A la cabeza de las mismas se coloca a la gente de dentro, a los de casa, faltaría más. Antiguos responsables del partido se transforman para la ocasión en directivos y en presidentes de empresa. Se trata de una adaptación, de un aprendizaje a trabajar en condiciones distintas, una genuflexión ante el signo de los tiempos nuevos. Eso sí, la nomenclatura debe sufragar la costosa formación de sus delfines en escuelas de comercio extranjeras, porque lo que se prepara no es una reparación de circunstancias y lo que hay en juego no es precisamente una bagatela. En el seno de prestigiosas instituciones occidentales, como por ejemplo “L´École des Roches” de Verneuil-sur-Avre, cerca de París, la comunidad estudiantil de origen ruso pasó, durante la década de los noventa, de tener una presencia meramente simbólica a ocupar una posición dominante. No había tiempo que perder, era preciso actuar deprisa y bien, antes de que comenzaran a caer los velos y se desataran, en serio, las hostilidades. Lo cual debía producirse fatídicamente. El oro, el petróleo, las armas, pasaron sin dificultad las fronteras y fueron pagados con moneda fuerte, que está ahora a buen recaudo en cuentas bancarias secretas del extranjero. A través de las empresas mixtas existentes y mediante una participación en el capital, se entró en consorcios internacionales. Los rublos se iban transmutando rápidamente en dólares contantes y sonantes. Por esa misma época se desató una tenaz epidemia de suicidios. Muchas personas cayeron por las ventanas de grandes edificios propiedad del Comité Central, otras se ahorcaron o fueron arrolladas por una gran variedad de medios de locomoción. Todas ellas tenían un punto en común, saber demasiado, conocer los números de las cuentas secretas domiciliadas fuera del país, los códigos de los cofres, etc. El secreto esencial era, sin embargo, que el dinero del Partido, gracias al cual la mafia sobrevivirá y comenzará una nueva vida, ha sido preservado en lugar seguro. Las manos que tiran de los hilos desde la oscuridad, nadie las ve. Los rostros que contemplan en el fondo de un cajón la llave de plata que abre el cofre del tesoro, nadie los conoce, se hallan en la más absoluta oscuridad. Pues es muy probable que los personajes elevados del Partido no sean la real fuerza dirigente, no sean el estado mayor ni el centro de decisión de la mafia. Por ello, las acusaciones contra las cabezas visibles, sobre las que no cuesta nada dirigir la cólera de los expoliados, no solamente no representan una amenaza contra la verdadera mafia, sino que, antes al contrario, constituyen una maniobra de diversión que le permite escapar a los problemas de mayor calibre y permanecer agazapada en la sombra, aguardando el momento en que su posición sea tan firme que resulte de nuevo inatacable. Entonces, esa parte proteica y acomodaticia de la mafia que ha sabido invertir su capital inicial, se integrará en el sistema económico mundial y quedará tan imbricada en él que resultará imposible arrancarla ya de su cuerpo, como sucede, por cierto, con las demás mafias occidentales. La otra facción, la esclerotizada, la que se ha acostumbrado a vivir en un mundo congelado, tratará de mantener contra viento y marea el clima en el que se ha desenvuelto habitualmente y del que ha sabido sacar siempre provecho, para ello se aferrará a los resortes del poder, tratará de mantener sus posiciones en una administración todavía anquilosada que seguirá siendo utilizada como un formidable instrumento de extorsión en beneficio de una casta. Con ese objeto, aún renunciando a los antiguos dogmas comunistas en los que, por cierto, jamás creyeron, se esforzarán por conservar una estructura política, mutatis mutandis, similar a la anterior. Es decir, se trata, hablando claro, de adoptar el llamado sistema Singapur, el cual consiste en dar a las instituciones una fachada democrática que decore un edificio totalitario. Basta con ello para que el hipócrita mundo occidental lo respete y se halle dispuesto a hacer negocios con él. Resulta obvio que ambas mafias estaban destinadas a hacerse una guerra sorda, de veneno y puñales, de almohadas que ahogan y manos expertas que estrangulan. También de defenestraciones y atropellos. Una guerra de guante blanco, sin estruendo ni propaganda, pero no por ello menos cruenta y encarnizada. Como para muestra vale un botón, paso a exponer el caso de Víctor Iazov. Nuestro hombre se crió en el seno de una familia de clase media que consiguió organizarse dentro de un apartamento moscovita con sólo dos habitaciones, un baño, una cocina pequeña y un comedor. Pero él era ambicioso. Alcanzó excelentes calificaciones en sus estudios e inició una brillante carrera como comunista. Eligió una vía óptima, bien pavimentada, para orientarse hacia las filas del Partido, se alzó como cabecilla del Komsomol (juventudes comunistas) en el ámbito de su universidad, el Instituto Mendeleev de Tecnología Química. Tras el lanzamiento de la Perestroika, Iazov utilizó sus ya numerosas conexiones en el interior del Partido Comunista para ganarse un espacio en el libre mercado que a la sazón estaba en ciernes. Solicitó la ayuda de poderosos para iniciar sus negocios bajo la cobertura del Komsomol. Amigo de otro líder del citado organismo, Alexey Golubovich, éste le ayudó en sus éxitos financieros recurriendo a parientes y amigos que ocupaban posiciones elevadas en el Banco Estatal de la URSS. Su primer paso en el mundo de los negocios parece modesto si se le considera fuera del contexto de la época. He aquí que, con socios del Komsomol y operando técnicamente bajo la autoridad del mismo, abrió un café privado, empresa hecha posible por la Perestroika y la Glasnost. Ese mismo grupo fundó en 1987 el Centro de ciencia y tecnología Amenhotep (el futuro banco Amenhotep). Bajo este ceñudo epígrafe, el centro “científico” se consagró a un próspero negocio de importación y reventa de ordenadores en el que se imbricaba un comercio a gran escala de otros productos como coñac francés y vodka suiza. Se ha dicho que estos productos eran falsificaciones, la vodka suiza estaba hecha en Polonia y el coñac francés no era más francés que la vodka suiza. Al año siguiente, levantó ya una gran empresa de importación-exportación cuyos beneficios alcanzaban los 10 millones de dólares anuales. Armado con el capital de sus negocios y los de sus socios, usó sus conexiones internacionales para obtener una licencia que le permitió crear el banco Amenhotep en 1989, uno de los primeros bancos privados de la Rusia post-comunista. Enseguida comenzó a progresar gracias a las actividades de préstamo a la especulación sobre las monedas, hasta convertirse en el sexto banco del país. Se ha sugerido que hacia 1990, dicha banca desarrollaba una actividad frenética facilitando los robos a gran escala de los fondos del Tesoro Soviético, y su oportuna transferencia más allá de las fronteras, que precedieron al colapso de 1991. En los tiempos de Yeltsin, las reformas de mercado eran conducidas con tanta celeridad que en numerosas ocasiones constituían un mero saqueo de los bienes nacionales. Antiguas compañías públicas eran rápidamente puestas entre las manos de miembros de la nomenclatura o de conocidos padrinos de la mafia. Por regla general, el director de una factoría durante el régimen soviético, pasaba a ser el propietario de la misma. Durante ese mismo período, violentos grupos criminales tomaron a menudo las empresas estatales desbrozando el camino mediante asesinatos o extorsiones. Asimismo, bajo la cobertura del gobierno, ultrajantes manipulaciones financieras se llevaron a cabo con objeto de enriquecer al estrecho grupo de individuos que ocupaban puestos clave en los negocios y en la mafia del gobierno. Víctor Iazov se ejercitó en las agitadas aguas de ese río revuelto adquiriendo Azoth, una gigantesca empresa de fertilizantes. Para hacerse con ella no dejó nada al azar. Las cuatro empresas que litigaban en la subasta las controlaba él y las había creado unas semanas antes sólo para dicho efecto. Mientras tanto, el banco Amenhotep crecía a galope tendido con ayuda de la institución Rotchild and Sons, ganando progresivamente la confianza del Ministerio de Finanzas, del Servicio Estatal de los Impuestos, del gobierno municipal de Moscú y de la Agencia de Exportación de Armas de Rusia, todos ellos depositaron sus fondos en Amenhotep, los cuales Iazov utilizó para expandir su imperio comercial. Fue igualmente el banco Amenhotep la entidad que proporcionó los fondos para adquirir la compañía petrolera Sukros en 1995. En esta manipulación, un pequeño grupo de individuos bien conectados a las estructuras del gobierno recibieron valiosas piezas de la propiedad estatal a cambio de préstamos, muy a menudo fundados en cuentas pertenecientes al banco estatal. Iazov adquirió Sukros a precio de saldo, por sólo 350 millones de dólares. Él argumenta que un valor tan bajo se debió al hecho de que por aquel entonces se difundieron rumores según los cuales los comunistas ganarían las próximas elecciones legislativas y tomarían la compañía de nuevo. Sukros había sido creada en 1993 y llegó a ser, tras la adquisición por Iazov, una de las más grandes compañías no estatales del mundo, aportando el 20 por ciento de la producción petrolífera rusa y el 2 por ciento de la mundial. Ya desde su creación, constituía una de las más preciadas joyas de la economía estatal. Los prolegómenos de la “oligárquica privatización” se caracterizaron por la efusión de sangre a raudales y en ese aspecto Sukros tampoco fue una excepción. Alexei Vorotnikov, el antiguo jefe de seguridad de Sukros, resultó convicto, en numerosos casos, de asesinato. Se le acusa, junto a Evgueni Ismailovo, socio de la compañía, del asesinato del alcalde de Yugansk, notorio oponente a Sukros, en el propio día del cumpleaños de Iazov. Cuando en 1998 se produjo el colapso del rublo, muy pocos inversores extranjeros se mostraban interesados por efectuar negocios en Rusia. Iazov introdujo entonces una transparencia sin precedentes en Sukros, admitió su control sobre la compañía y sobre la banca Amenhotep, reveló la identidad de los accionistas de la primera, publicó balances y comenzó a pagar impuestos y dividendos. Contrató gran número de ejecutivos provenientes de importantes compañías petrolíferas occidentales, colocándolos en puestos clave. Fue uno de los primeros magnates de Rusia en comprender que la inversión extranjera era necesaria para construir una actividad económica sólida y global. Sus conexiones internacionales con las grandes familias del mundo de la banca y las finanzas internacionales le ayudaron enormemente. Su sueño era hacer de Amenhotep la punta de lanza de la reestructuración industrial rusa. En 2003 fue nombrado Persona del Año por Expert magazine, influyente y respetado semanario financiero ruso. Ha sido calificado como una de las 10 personas que controlan la economía de su país, es el hombre más rico de Rusia y ocupa el puesto número 16 a escala mundial. Se ha dicho que fundó varios partidos políticos: Yabloko, el Partido Comunista de la Federación Rusa y muy probablemente Rusia Unida. Muy próximo a los antiguos apparatchis (se le acusa de haber facilitado la transferencia al Oeste de los capitales del ex –Partido comunista), cultiva igualmente amistades en el nuevo régimen. Sus lazos con la mafia parecen probados. También despunta la evidencia de que ha traficado con mujeres, blanqueado dinero y defraudado a pequeños inversores. Se hallaba negociando un proyecto de confluencia con Sibneft y con Exxon Mobil y Chevron Texaco para que compraran participaciones en Sukros, el resultado hubiera sido la segunda compañía mundial en concepto de reservas de gas y petróleo y la cuarta en términos de producción, cuando la operación se abortó por el arresto de Iazov. Fue detenido en el aeropuerto de Novosibirsk con cargos de fraude, aprovechando la ocasión de que su avión personal se vio obligado a efectuar una escala para resolver ciertos problemas técnicos y reponer combustible, hombres armados y con uniforme de combate rodearon el aparato e irrumpieron a bordo. El gobierno congeló de inmediato las acciones de Sukros. En los medias occidentales y de la oposición rusa, se atribuye el arresto de Iazov a su participación en el proceso político ruso. La razón dada por el gobierno, además del aludido fraude fiscal por un montante de 7 billones de dólares, usando delictivamente paraísos fiscales interiores, fue evitar la venta por parte del grupo dirigido por Iazov de una larga porción de la compañía a la firma estadounidense Exxon. La verdadera causa quizá haya que buscarla en otra parte. Bajo la férula de Boris Yeltsin se vivió una suerte de far-west de las privatizaciones. En ese momento, Iazov adquirió Sukros. Sin embargo, la llegada de Vladimir Putin a la más alta magistratura, en 2000, marca el principio de la vuelta al control del Estado sobre los negocios suculentos de la industria nacional. Enfrentados al nuevo inquilino del Kremlin, ciertos oligarcas tomarán el camino del exilio, otros aceptarán las redefinidas reglas del juego. Iazov, por su parte, optará por desafiar al poder. Ahora dispone de ocho años, en la congelada soledad siberiana, para meditar sobre las consecuencias de su atrevimiento. El Kremlin, a su vez, se ha aplicado a echar mano sobre los activos más rentables de Sukros, que serán comprados por allegados al gobierno a través de una firma pantalla creada unos días antes de la venta, cuyo presidente del consejo de administración no es otro que Oleg Kalinichenco, número dos del equipo presidencial, considerado como el jefe de filas de los silaviki, el clan que reagrupa a los veteranos del antiguo KGB y a los militares de la vieja guardia. Pero antes de que ello sucediera, los directivos y accionistas de Sukros se aplicaron a aprovechar al máximo el exiguo plazo que les marcaba la ley. Evgueni Ismailovo, antiguo rector de la Universidad de Ciencias Humanitarias de Moscú y alto cargo de Sukros, Iazov le había dado asimismo un 60 por ciento de las acciones del holding que controla la firma, y responsable de seguridad en ese momento, tomó el control de la compañía. De inmediato procedió a efectuar varias inversiones en empresas extranjeras para sustraer capitales al derecho ruso, antes de ser declarada en quiebra por un tribunal americano y liquidada. Hoy en día, también Evgueni Ismailovo, que es objeto de un mandato internacional de arresto por organización de asesinato e infracciones financieras, ha tenido que abandonar el país, como tantos otros de su género, y vive alternativamente en Israel, donde ha obtenido la nacionalidad por derecho de sangre pues su padre es de ascendencia judía, país en el que ha efectuado igualmente colosales inversiones en la industria petrolífera, y en el sur de España, muy cerca del paraíso fiscal de Gibraltar. El Parquet General ruso parte de la tarea que le ha sido encomendada por el poder político, obtener la extradición de Ismailovo, enviarle a un campo en el fondo de Siberia y, por fin, echar mano, del modo que sea, a los últimos activos del grupo Sukros/Amenhotep, varios miles de millones de dólares reinvertidos en el sector petrolífero israelí (y quién sabe si en otras muchas partes), los cuales, con toda evidencia, turban el sueño de los habitantes del Kremlin. V Al leer esto llegué a varias conclusiones. La primera de ellas, evidentemente, que Evgueni tenía sus sobradas razones para palidecer. La segunda, si me permites la suputación, fue que procedía dar un golpe certero a la mafia rusa en España. Bueno, al menos comprendí que, con un poco de habilidad, tal vez fuera posible hacerlo. E instalarte en su lugar. Evidentemente. Claro que, al mismo tiempo, era consciente de la ardua tarea que se alzaba ante mí, así como del peligro que representaba; a pesar de que yo tenía ya una vaga idea respecto a cómo llevar a cabo esa jugada. Hasta ese momento todo había resultado muy fácil, en parte porque habíamos tenido suerte, puede que sea verdad, pero también porque nuestros adversarios iniciales no eran sino unos intrigantes en el ámbito de una economía y una política municipal, por mucho que se tratara de una localidad dotada con vastas posibilidades, mas no unos mercenarios del crimen organizado, que ya tenían en sus vitrinas un abultado historial según pude comprobar en el informe Nicolai, como iba a ser el caso a partir de entonces. Con el agravante de que Evgueni había declarado, de eso no cabe la menor duda, el estado de sitio en su organización. Tanto más férreo cuanto que se imaginaba un enemigo infinitamente más poderoso que el inexperto adversario que le acosaba en ese preciso momento. Pues bien, una vez alcanzada la redacción definitiva del mencionado informe Nicolai, reuní a mi estado mayor en la atalaya, incluido Felipe, a la hora de comer. Previamente había dispuesto que se le hiciera llegar a cada uno de ellos una copia del mismo, de modo que, al comenzar el sínodo, todos se hallaban instruidos con relación a la causa. Al pasar junto a la cocina, no pude sino percibir un sugestivo aroma de marisco. Cedí a la curiosidad y entré. Mefiboshet vigilaba la última fase de la cocción y ni siquiera se volvió para enterarse de quién había osado penetrar en su santuario. ¿Qué tal, Juan? ¿Qué nos has preparado hoy? Todavía sin volverse, sonrió. Arroz del señorito. Se dice del señorito porque no hay que tomarse la molestia de pelar las gambas. Una vez más has dado en el clavo, Juan, pues hoy no podemos permitirnos perder mucho tiempo, ni vagar en distracciones inútiles. Salí al enclave radiante y elevado de la terraza, donde me aguardaban ya todos los miembros conscriptos, sentados alrededor de la mesa. Reinaba, en ese círculo, un silencio expectante que dejaba pasar algunos detalles de la circulación, muchos metros más debajo de nuestros pies. Pienso que la única razón por la cual los rostros no se mostraban decididamente graves era la perspectiva de comerse el arroz del señorito del que sin duda habían tenido barruntos, o acaso confundía las apariencias en los demás con mis sensaciones íntimas. En todo caso, una moderada alharaca saludó mi presencia. Tomé asiento en el puesto preferencial que me había sido asignado y di por levantada la sesión. Bien, en este caso se trata de perforar el telón de acero. Nada menos. Felipe, ¿tienes alguna remota idea de cómo hacerlo? No solamente tengo varias sino que, además, ya hemos conseguido establecer una primera cabeza de puente en la residencia de los Ismailovo. ¡Cáspita! ¿Y de qué manera? Pues nos enteramos de que la esposa de Evgueni había efectuado la compra de un aparador en la tienda de un anticuario. No obstante, puesto que el mueble requería unas cuantas reparaciones, todavía se hallaba en el taller de dicho comerciante. Fuimos a visitarle y, tras llegar a un acuerdo mediante una módica suma, no sin darle igualmente una serie de garantías, éste transigió en dejarnos un rato a solas con el armatoste en cuestión. Abrumado por las preocupaciones recientes, imagino que Evgueni debió olvidar por completo la compra, y cuando su mujer le comunicó que la entrega era inminente, parece que no se atrevió a rechazarle ese capricho a su adorada consorte. Efectuarían, probablemente, sus inspecciones, pero el micrófono se hallaba tan oculto que hubiera sido necesario astillarlo minuciosamente para encontrarlo. Los detectores más sofisticados son inservibles pues esta maravilla de la tecnología tiene un dispositivo de activación a distancia por lo que cuando ellos llevaron a cabo el inevitable examen, el micrófono no emitía y se confundía su presencia con la de las restantes partes metálicas del cuerpo de este testigo solemne y silencioso. Ahora tenemos instalado permanentemente un oído poderosísimo en el comedor de Ismailovo que nos transmite hasta el fragor de la resaca proveniente de la cercana playa. Pero necesitamos permanentemente la colaboración de Nicolai para la traducción. Muy bien, la piedra que los constructores desecharon vino a ser, una vez más, la piedra angular, pues Nicolai, sin eso, ya había hecho un excelente informe, cuya eficacia como colirio no podía sino ser reconocida por todos los presentes. Hasta el momento no hemos asistido más que a conversaciones domésticas, prosiguió Felipe. Aunque sabemos que Evgueni suele convocar sus cónclaves secretos en ese exacto lugar, donde sus lugartenientes beben vodka servidos por la propia señora de Ismailovo. Mefiboshet hizo su aparición con una enorme marmita humeante e inició la tarea de servir generosamente los platos de los numerosos comensales. Destapó un cuenco de barro repleto de ajoaceite y sugirió que debía mezclarse bien con el arroz. Se fue para regresar de inmediato con varias botellas de un caldo ambarino fuertemente empañadas por el frío del congelador y una bandeja de pan cortado en rodajas. El trabajo literario del día anterior había despertado en mí un apetito voraz, así que le hice los correspondientes honores al arroz de Mefiboshet sin hablar demasiado durante el ágape. Los demás, sintiéndose dispensados por mi mutismo del candente orden del día, pues al fin y al cabo se trataba de un almuerzo de trabajo, lo que les había dejado un poco confusos al principio, se dejaron arrastrar enseguida hacia conversaciones intrascendentes, postergando la patata caliente del tema central del mismo para el momento de los licores y el café. Mientras daba buena cuenta del plato cocinado por el genio popular de Mefiboshet, gustaba el excelente blanco de estirpe local seleccionado por el enólogo en potencia que era igualmente el propio Mefiboshet, cada vez estaba más convencido de que su fichaje había sido uno de mis mejores aciertos, y atendía con un retazo de conciencia la ágil palabrería que revoloteaba en el entorno, consideré una vez más cuán rápido avanzaban las aguas turbulentas en que flotábamos, por no decir que se precipitaban irremediablemente hacia un vacío que se hallaba, por el momento, más allá del alcance de nuestros ojos. Esos corrimientos del destino siempre intimidan, aunque sea para bien, o lo parezca, porque uno siente que pierde el control de los acontecimientos. Uno abandona la patria para hacer la guerra a una ciudad vecina y cuando vuelve a tomar conciencia de sí, se encuentra batallando en la India, sin que se hayan agotado los horizontes que conquistar. En tales casos, uno es un héroe, un gran general, un estratega, un visionario, pero ¿conserva el dominio de su propia persona? El menor resquicio de su alma se convertirá en una brecha por donde se vaciará por completo. Estos grandes alisios de los hados nos llevan, como si fuéramos restos de un naufragio, hacia la dorada playa o el abismo; y donde quiera que sea, sólo lo sabremos en el último momento, en el tramo final. Sí, hay hombres que estáis destinados a viajar como paquetes en la cala de un barco. Y otros son los timoneles que usan el sextante y bregan con los vientos. Con la llegada de la sobremesa, Felipe consideró oportuno reanudar la conversación. Exhaló pues una gran bocanada de humo denso de puro y continuó el asunto allí donde lo había dejado. Nicolai, pues, hace horas suplementarias con los auriculares en las orejas y por el momento no hay nada digno de mención. En cuanto aparezca algo con cierta relevancia, Nicolai apretará el botón rojo de la grabación. Luego transcribirá con toda exactitud la escucha y la pondrá en nuestra página privada, que todos deberemos consultar con cierta frecuencia. Si acaso se tratara de algo urgente, te enviaríamos un sms de tenor neutro, de esos que circulan a millares, como por ejemplo echa un vistazo al blog o algo así. Incluso si la urgencia es máxima, Nicolai podría grabar de viva voz la conversación interceptada y colgarla en nuestra página privada. Bien, pero por supuesto no debemos contentarnos con haber puesto un micrófono en el comedor de Evgueni, aún admitiendo que ha sido un paso formidable. No, claro, estamos al acecho y en cuanto se presente una buena oportunidad para instalar otros micrófonos e incluso cámaras en las restantes piezas de la casa, la tomamos de inmediato. Correcto, sin embargo, además de ello, hay que seguir, con toda discreción desde luego, cada uno de los pasos no sólo de Evgueni sino también de sus hombres, y tomar buena nota de todos sus contactos. Los cuales, a su vez, serán objeto de una selección y de una posterior investigación. Milos, da consignas estrictas a tus alfiles para que se anden con pies de plomo. Ahora nos vamos a ver las caras, por primera vez, con un ejército de veteranos bien entrenados y sé de buena tinta que no suelen andarse con chiquitas. Para nosotros será un bautismo de fuego, para ellos una guerra más. Otro factor que cambia es que ya no podemos contar con el efecto sorpresa, el adversario se halla en estado de alerta roja. Una vez más puede confundirnos con su enemigo mortal y si eso ocurre, el coletazo podría ser tanto más temible cuanto que se siente acosado y herido, con su principal jefe entre barrotes, haciendo los cien pasos en una inconfortable celda de Siberia. Así que ¡ojo al Cristo, que es de plata! A medida que le iban dando el último sorbo al café, se iban despidiendo y eclipsando, cada cual a su tajo. Se acabaron los tiempos en que sólo había una punta de lanza activa aquí y allá, unos ordenadores rodando y otros con las ruedas en el aire; en ese momento, hombres y máquinas, todos tenían grano que moler. Y el trabajo febril de muchos operarios, orientados hacia un mismo objetivo, siempre tiene algo de sobrecogedor, una sensación que culebrea como un rayo y que acaba en escalofrío. Cuando el mecanismo está lanzado de tal manera que surge calor de todos sus engranajes, uno no tiene que esperar mucho para que aparezca ante sus ojos el bastimento de una fábrica con sus numerosas naves alrededor, los primeros tomos de una monumental enciclopedia, compendio del saber humano, o la catedral que pretende simbolizarlo para la eternidad. Sí, pero no olvides que tú lo único que pretendías era crear una fabulosa máquina de fabricar dinero; en fin, dinero y poder, como ya admitiste en más de una ocasión. Es cierto que eso está grabado con letra indeleble en el ADN de todo hombre, mas conviene no perder de vista ese grano de modestia que consiste en reconocerlo. Porque no me digas que tenías pensado utilizar ese dinero y ese poder para hacer el bien al género humano. Tú, en esos momentos no tenías ni la más puñetera idea de para qué querías semejante dinero y semejante poder, únicamente alcanzabas perfecto conocimiento de que te hallabas lanzado en una desenfrenada carrera por obtenerlos y que más valía que no surgieran obstáculos que plantearan severos problemas de conciencia, porque estabas dispuesto a todo. A mucho sí, a todo no, Leviatán. Y ésa es posiblemente la diferencia que nos separa; Leviatán tiene unos ojitos muy reducidos en comparación con su abultado cuerpo, adecuados para ver tan sólo la potencialidad de practicar el mal que contienen las cosas. Te equivocas, esos ojitos son tan pequeños para que no pueda ver ni el bien ni el mal en las cosas. Leviatán sigue su instinto y para él los objetos se ven reducidos a sus meras cualidades físicas de volumen, dureza y color. Te hallas ante el perfecto brazo ejecutor. Nadie me ha amenazado con el castigo eterno, pero si lo hubiera hecho, no albergaría ningún temor, puesto que no tengo alma. Soy una criatura inocente, anterior al concilio del pecado original. La fuerza con la que se me ha dotado es una fuerza telúrica. Dime. ¿Quién está detrás de ti, Leviatán? ¿A quién obedeces? ¿Qué entidad oculta te envía? Leviatán es insensible a las preguntas, aunque provengan de él mismo. Sigue contando tu historia, si todavía tienes ganas de hacerlo. Mefiboshet quitó la mesa y me dejó solo en la terraza. Tenía al alcance de mi mano los periódicos del día, pero no me apetecía leerlos. También me dije que cuando el pensamiento se convierte en obsesión improductiva, hay que aplacarlo. Había sabido lanzar a mis hombres, había conseguido acordarlos en un frenesí único, tenía una idea detrás de la cabeza, bailando en el occipucio de mi cráneo, tan sólo me restaba refrescarme los ojos y aguardar a que me presentaran datos, cifras, detalles concretos. Si seguíamos avanzando al ritmo con que lo habíamos hecho hasta ese momento, no tardaría en tenerlos. Entonces no haría falta reflexionar, todo estaba decidido, bajar la visera y lanzarse al ataque, golpear de una vez por todas en la testa del dragón. Me levanté para dar campo a mi vista. Desde la atalaya se contemplan todos los puntos de la ciudad, el mar, tras la barrera de edificios que jalonan el paseo marítimo, la escollera donde arrancaba mejillones con mi padre y donde atravesé por primera vez el río, a los seis años. Se han borrado muchas cosas de la memoria, pero otras permanecen indelebles, como un daguerrotipo sobre la conciencia, este chico ya nada, venga, pasemos a la otra parte y flanqueado por mi padre y un amigo suyo crucé aquellas aguas entreveradas de mar y de río, con un sabor único que no volverá, bajo un cielo infinitamente más azul y resplandeciente que los de ahora. Sentado en una roca, recibí los encomios entusiastas de ambos y gusté del mayor triunfo de mi vida. Luego, un poco más mayor, solía ir más allá, aguas arriba, a nadar bajo un puente cuyo arco también se divisaba desde la atalaya. Allí se reunió una vez toda una tribu de gitanos para ver cómo me lanzaba desde lo más alto, pero lo que no se me borrará nunca es la especial frescura del aire al iniciar la caída, debió ser hacia finales del verano, quizás ya en septiembre, cuando la atmósfera recupera el resplandor puro de los días soleados de invierno. Detrás se hallan las montañas donde, también en septiembre, solíamos ir de acampada, explorábamos sus recovecos solitarios, sus grutas, espiábamos sus animales, escalábamos sus cumbres; por la noche, al fulgor de la hoguera, escuchábamos la música de entonces. Regresábamos al pueblo para la feria, aureolados de aventura, nos poníamos de manga larga y en la escuela, con el olor de los libros nuevos, éramos un año más mayores. Lo mejor está vivido ya, Leviatán. Ahora, por lo que resta, podemos chalanear, si te apetece, pero sin demasiado entusiasmo. Veremos cuando suenen los clarines del último lance si hablas con ese mismo aplomo; con los afortunados, con los que han tenido el viento en popa en todos sus viajes, cuando llega el instante supremo, siempre ocurre lo mismo, el metal del que están hechos no ha sido templado en la fragua de la desesperación y se desmenuzan como si fueran hojaldre; por otra parte, ¿quién ha hablado de chalanear?, yo no. Poco vivirá el que no asista a ese último lance, Leviatán, los corazones han de ser copelados, cierto, para ver qué coño tienen dentro. El de Leviatán es de acero cromado, no se funde. Aunque fuera de diamante, siempre hay un fuego que lo derrite y un agua que lo disuelve, este mundo es un abismo donde no hay criatura viviente que no penda de un hilo. Si quieres prolongar tu existencia todavía un poco, cuenta más bien tu historia, ya que tus bravuconadas me aburren. Sigo con el relato, pero sólo porque no me complace dejar las cosas a medias. Habla pues, llena este hueco amable con palabras, ¿qué actividad, me pregunto, podría suplantar con éxito una grata conversación antes de ir a dormir? Permanecí en la atalaya hasta que el sol se hundió por completo en sus ardientes cobijas de oro. Luego, dando un lento paseo, regresé directamente a casa. Llegué cuando ya era noche cerrada. Bajé mi ordenador portátil a la mesa del jardín y me dispuse a escrutar vidas ajenas como un dios que se ha aburrido de todo excepto de castigar. Elegí el epígrafe de Verónica de la Mata, entré en su página y comprobé que no había documentos audiovisuales disponibles para la descarga. No obstante, opté por colarme de rondón en su residencia. En el comedor encontré a una pareja extraña por varios modos. En un extremo de la mesa, de espaldas a la cámara, un hombre rechoncho, luciendo una coronilla con un diámetro considerable, vistiendo un traje blanco de lino que hacía todo lo que podía para dar un mínimo de elegancia a aquel cuerpo de tapón de garrafa. En el otro extremo una paloma torcaz a punto de alzar el vuelo, una jineta furiosa, una gacela veloz y esbelta, una mujer revestida de sol, es decir, Verónica de la Mata ataviada con una mínima y sugerente combinación de lencería. Cuando vi a unos ensabanados y enturbantados sirviendo el condumio en bandejas de plata, se disiparon todas las dudas y supe que se trataba del príncipe de marras que contrató al melenudo chupador de caramelos para sus labores de espionaje. En todo caso, no parecía ser un gran conversador, el moro de la morería, pues con Verónica apenas intercambió palabra y a los criados les hablaba por señas, mediante signos convenidos, para la confección de los cuales a veces empleaba los dedos. Tampoco ella, que debía estar al corriente del carácter taciturno de su insigne huésped, hacía nada para animar la conversación, se limitaba a dejarse contemplar. Sin pérdida de tiempo llamé al móvil de Milos. El león rampante se halla en la guarida de la gacela, quiero que apañes con la mayor celeridad posible un dispositivo de seguimiento que contemple la máxima discreción. Milos sabía perfectamente a qué me refería. Terminado el ágape y la infinita procesión de mamelucos con postres y brebajes humeantes, sin decir esta boca es mía, el prócer fue a sentarse en el canapé. Verónica avanzó majestuosa e imponente hacia él, se arrodilló entre sus dos piernas abiertas, inclinó su cuerpo hacia delante. La oreja de uno de los sillones le ocultaba la cara, pero el cabeceo armónico al que se veía sometida su melena no dejaba el menor espacio para la duda respecto a la operación que estaba realizando. A los cinco minutos de consagración metódica e ininterrumpida a su labor, sonó el móvil principesco. Antes de abrir la comunicación ordenó con despotismo: ¡sigue! Verónica obedeció en silencio. Por su parte, el tan agasajado como ilustre varón escuchaba con seriedad gallinácea el contenido de la información que vertía en su oído el invisible interlocutor. Al final concedió. Muy bien, allí estaré. Cortó la conversación y guardó de nuevo el móvil en el bolsillo. Pasó largo tiempo antes de que se dignara mirar a Verónica. Mientras tanto, yo me repetía, con las más variadas estructuras sintácticas, que ese móvil debía ser intervenido lo antes posible de la manera que fuese. La mencionada operación, que el principal interesado observaba con un ojo distraído, duró un rato considerable. Al cabo, debió hacerle un gesto a Verónica que no pude contemplar, pues ésta se puso en pie y se dirigió hacia la mesa donde se quedó apoyada. El príncipe fondón no tardó en seguirla. Entonces hicieron de nuevo su aparición los ensabanados. Uno de ellos tomó a su cargo el pantalón y los calzoncillos que su señor le había confiado, pero no desapareció con ellos sino que se limitó a hacerse a un lado, otro parecía estar allí a la espera de una orden cualquiera y un tercero acudió con un escabel que colocó detrás de Verónica, una vez que ésta se hubo puesto en posición. No hacía falta menos que eso para que su serenísima pudiera montar la yegua pura sangre que tenía delante, la cual, en el momento de ofrecerse, le obsequió con una sonrisa retrechera increíble por cuanto que se sabía era venal, a menos que esa naturalidad y gracejo no le vinieran del sano regocijo por lo cómico de la situación. El único rasgo viril lo tuvo cuando bramó como un toro en el momento del clímax. Después, con la prosopopeya de un urogallo, bajó del escabel, alcanzó los calzoncillos y los pantalones que el familiar le tendía y sin despedirse tomó las de Villadiego. Gracias a la languidez de Verónica, los hombres de Milos pudieron tomar posiciones, identificar a la guardia del príncipe y seguirlos a todos, por tramos, no hasta el rimbombante hotel que había imaginado, sino hasta la fastuosa mansión en que moraba cuando residía en la ciudad, naturalmente vigilada como un cuartel en territorio ocupado. Utilizando la dirección y las imágenes obtenidas, la agencia se puso de inmediato a averiguar la identidad del aristócrata de la morisma. Mientras todo eso tenía lugar, yo, siguiendo el consejo de Milos, leía en nuestra Web privada la primera transcripción hecha por Nicolai de una conversación interceptada en casa de Evgueni. El traductor precisaba que en ella intervenían ocho personas, a saber, el propio padrino, esporádicamente su esposa Lizaveta que efectuaba frecuentes entradas y salidas en el área, y sus seis lugartenientes, Igor, Loukian, Kostia, Iván, Gavrila, Iouri. Todos estos nombres aparecían en la conversación, así como sus funciones dentro de la estructura mafiosa aclaradas por el contexto. También la tengo aquí, a mano, en este mismo legajo. Hoy la vodka de las reflexiones serenas, Lizaveta, las autoridades aquí presentes necesitarán apelar a toda su ecuanimidad para zanjar con suficiencia el orden del día. La mejor vodka de las reflexiones serenas que conozco es el agua bien fría, la que bajan de la sierra de Granada; pero en fin, ésa es una razón de mujer, que una asamblea de machos sabe despreciar como se debe, aquí y en Siberia. No es eso, querida, es que para actuar, e incluso para pensar, a veces es mejor mezclar un poco de agua con un poco de fuego. Pero ya conoces nuestra legendaria frugalidad, raramente vamos más allá de un solo vaso de cualquiera de nuestras vodkas, que sientan todas bien. Además, ahora lo sé de cierto, en general, bebemos la misma vodka que los miembros del gobierno, sólo que cuando ellos toman una vodka de ataque, nosotros tomamos otra de reflexión y viceversa. También, cuando nosotros tomamos la vodka de los triunfos, ellos toman la de las amarguras y al contrario. Pero no nos alejemos del objeto de la presente reunión. En mi entrevista de esta mañana con el señor Lemos Torquemada, hemos llegado a un acuerdo sobre el precio del complejo urbanístico “Las torcaces”, si bien nada se ha firmado por el momento, de modo que todavía podemos echarnos atrás si lo consideramos oportuno. Éste será pues el eje de nuestro debate, la conveniencia de firmar o de renunciar a dicho contrato de compra. Para facilitar el examen de la cuestión, expongo brevemente las circunstancias que lo rodean. La llamada loma de las torcaces se encuentra en una zona no urbanizable, dado su interés ecológico y paisajístico. Muy probablemente, cuando empiecen a talar los olivos, a entrar las excavadoras y demás maquinaria pesada en estos terrenos, algunas asociaciones bienpensantes o grupos políticos sin representación en el consistorio, o muy marginal, pondrán el grito en el cielo y obtendrán un eco en ciertos sectores de la sociedad. Tal vez la prensa se ocupe de ello y la noticia salte los lindes del término municipal. Lemos me ha mostrado la documentación aferente y todo está en orden desde el punto de vista legal, pues el municipio ha acordado las oportunas licencias; si falta hubiere, ésta sería considerada como interior al consistorio. De lo cual ya tenía conocimiento a través de Ruano, quien, una vez más, ha efectuado un excelente trabajo. Tanto uno como otro, me han dado garantías de que, dentro del Ayuntamiento, ninguna voz se alzará contra el proyecto. El problema surgiría si, según el modo que acabo de sugerir, el asunto se les fuera de las manos. Tal y como están las cosas, la inmobiliaria Lemos saldría perdiendo. Si firmamos, obviamente perderíamos nosotros, jamás recuperaríamos el capital íntegro invertido. Dada la situación en que se encuentra el señor Lemos Torquemada, presumo que no admitirá un aplazamiento, antes al contrario, buscará un comprador más osado y sabemos por experiencia que no escasean por estos lares. Aparte de estas consideraciones internas a este particular negocio, nos enfrentamos a la dificultad suplementaria de que, si nuestros temores se confirman, el gobierno vigila ahora nuestros pasos desde muy cerca, su largo brazo ha alcanzado la ciudad y este hecho, prácticamente probado, constituye una grave amenaza para nosotros. Ésta es, en líneas generales, la situación a la que debemos enfrentarnos. Mi opinión es que debemos dejar de lado los complejos y admitir, de una vez por todas, que somos un grupo mafioso y que debemos actuar como tal, utilizando los medios de presión que están a nuestro alcance. Eso es lo que, según creo, esperan de nosotros tanto los miembros del ilustrísimo Ayuntamiento como el señor Torquemada y sus consejeros. Si alguna voz casquivana se alzara, te aseguro que conozco una buena docena de métodos, y me quedo corto, para hacerla callar. Esas asociaciones de las que nos hablas, son fácilmente previsibles. Basta con vigilar a sus cabecillas y al menor desliz o veleidad de desliz, dejar caer algunas palabras en el cáliz de sus oídos. Estoy seguro que entenderán. ¿Es ése el parecer de todos? Absolutamente. Fantástico. El apartado siguiente debe contemplar las modalidades de canalización de ese dinero. Amenhotep transferirá, por supuesto, el aporte principal, pero no carecería de interés y de oportunidad recoger las colas de las remesas pendientes que corresponden a las diversas actividades. Eso evitaría el correspondiente viaje de ida y vuelta a Gibraltar de los fondos que puedan ser asimilados por las sociedades pantalla de que disponemos y rápidamente invertidos en dicha operación. Ni qué decir tiene que ello no incumbe a las partidas desmesuradas del tráfico de armas, o de droga, que no conviene fraccionar ni retrasar; por el contrario, los sectores de Iván o de Kostia, pueden aprovechar la ocasión para vaciar cajas y subsuelos demasiado henchidos. Ello no es óbice para que tanto Igor como Loukian, si disponen de algún remanente disperso, algún pago no efectuado o una inversión no realizada, puedan incluirlos en este expediente. A tales efectos, os propongo la siguiente agenda, mañana a primera hora cada uno hace sus cuentas, por la tarde os reunís con Gavrilia y hacéis balance. Por la noche, Gavrilia me comunica el resultado. Mientras tanto, Iouri y yo mismo nos encargaremos de diseñar un plan minucioso por cuanto atañe a las medidas de seguridad indispensables. Pasado mañana, con una carpeta bien ordenada y unas cuentas claras, nos plantamos en el gabinete de Virgilio Piñera, con quien voy a tomar cita ahora mismo. Gavrilia me acompañará. Iouri, tú te encargarás de cubrir nuestra retaguardia y de abrir bien los ojos para ver si alguien nos sigue. Reconozco que es una excelente oportunidad para colocar un buen paquete de dinero, pero por otra parte los últimos acontecimientos me han alarmado seriamente y ello porque ese movimiento por parte del gobierno era de prever. La verdad es que los estaba aguardando; mas, como sucede siempre, llegan en el peor momento, o por lo menos en el de más compromiso. No te preocupes, por ahora les toca beber a ellos la vodka de la ansiedad y de la espera. Yo me encargaré de que sigan bebiéndola durante mucho tiempo. Nosotros, en cambio, si todo sale bien, podremos permitirnos abrir unas cuantas botellas de la vodka del triunfo que tienes preparada para las grandes ocasiones. Ésa la beberemos en “el ánfora”, con mis sirenas, donde nos correremos una parranda memorable. No hables tan alto de tu ánfora, Iván, que si te oye mi mujer, en vez de vodka beberemos un día de estos matarratas. Resultaba obvio que para el día siguiente debía convocar, a mi vez, una cumbre extraordinaria en la atalaya. Nos reunimos pues a las nueve en punto de la mañana, esta vez en el despacho, alrededor de la gran mesa que había mandado poner en el centro. Dejé el que creía plato fuerte de los rusos para el final y comencé por nuestro príncipe de la Arabia Feliz. ¿Conocemos ya su identidad, Vuk? La conocemos, en efecto. Se trata del príncipe Moshin, hijo del príncipe Seifu-l-Muluk, ministro de la defensa, y de Bedietu-Ch-Chemal, una concubina del padre. Se educó en los mejores colegios y universidades británicos, completó su formación en la Royal Air Force College de Cranwell. Al principio tuvo que hacerse con dificultad un hueco entre la regia parentela que pululaba en su contorno, hasta que logró ganarse definitivamente la confianza de su ínclito progenitor gracias a su despierta inteligencia y a un innegable don de gentes. Durante los años ochenta fue embajador en los Estados Unidos y en tanto que tal desempeñó el papel de lazo de unión entre su familia y la administración norteamericana, gozando de un acceso directo, sin precedentes, hacia los presidentes y altos oficiales de la misma. Después regresó a su país, donde ocupa un puesto clave en el ministerio de defensa. Es inmensamente rico, como lo son todos los integrantes de su estirpe. Fue él quien negoció con el gobierno británico, en 1985, el acuerdo llamado al-Yamamah, o la paloma; el cual, a pesar del nombre que lleva, constituía en realidad un colosal convenio de entrega y mantenimiento de material militar. No era pues una paloma blanca de la paz y sí una paloma mensajera que se infiltra entre las líneas enemigas. Tal era la envergadura de la operación, que se considera como el mayor contrato de exportación jamás realizado por los británicos. Las malas lenguas aseguran que dicha transacción contribuyó notablemente a acrecentar su ya portentosa fortuna, mediante el cobro de comisiones ocultas. Es una lástima que esa paloma haya levantado el vuelo hace ya tanto tiempo. No ha muerto, sin embargo, intervino Felipe. ¿Qué quieres decir con ello? Pues que el exorbitante contrato contemplaba tres fases, de las cuales únicamente se han cumplido dos. Un asunto de esa envergadura constituye una obra a largo plazo, sólo el acuerdo referente al mantenimiento supone contactos casi permanentes cuya duración resulta imprevisible. De modo que otra vez, sin buscarlo, hemos puesto el dedo en la llaga. Esto es más que una llaga, se trata de una auténtica infección a gran escala en un cuerpo inmenso. Hay dos estados implicados, el equilibrio de una zona sensible comprometido, posiblemente altas personalidades en la cuerda floja y sobre todo montañas de dinero solvente en juego. Si no te faltó pues, como veo, el consejo sensato y la palabra justa, hay que concluir que te faltó discernimiento. Es posible, los abismos tienen su particular fascinación. A la que sólo los locos sucumben. Pero en fin, toda la culpa no fue vuestra. Gran parte de la responsabilidad incumbe a la cáfila de chapuceros de buena familia que suelen realizar ese tipo de operaciones. Sólo cuando el asunto entra en una incontrolable espiral hacia abajo entonces, como último recurso, acceden a solicitar la intervención de un verdadero profesional, el cual ya no tiene otro remedio que comportarse como el cirujano de hierro. Estos mampolones, por descuido o por inepcia, que en el fondo viene a ser lo mismo, dejaron que unos niños, adoleciendo todavía de las rozaduras producidas por los pañales, penetraran con antorchas en la santabárbara del barco. No, si cuanto más lo pienso, más convencido estoy de que la cosa tiene huevos, pero de verdad. Felipe explicó con sus particulares dotes de pedagogo que las grandes firmas suelen contratar agentes locales, en países cercanos a paraísos fiscales, a fin de negociar, con total libertad para practicar ciertas inducciones tan sugestivas como poco ortodoxas, voluminosos contratos. No era la primera vez que intervenía en asuntos de esa índole, empleado por empresas rivales. Bien podría darse el caso de que nuestro príncipe hubiera elegido residencia fija en estos parajes, que no carecen de valor estratégico por las razones anteriormente indicadas, para tratar con mayor comodidad el fabuloso negocio que se trae entre manos. Los árabes, en todo caso, tienen para estas cosas una especial predilección por Al-Andalus, pues la consideran como una patria perdida únicamente por avatares de la historia pero secretamente reivindicada y si no puede ser reconquistada por las armas, como en 711, tal vez lo sea por el dinero; la puerta por la que pretenden penetrar es, en todo caso, la misma, me refiero a Gibraltar. Aquí se bañan en sus calas privadas con su nutrido harén, pescan doradas desde sus nacarados yates con bañeras de oro y se entrevistan a menudo con los agentes del terreno mandatados oficiosamente por colosos de la industria occidental. De modo y manera que la caverna de Alí-Baba bien podría encontrarse en los sillares de nuestro vecino peñón de Gibraltar, controlado, para colmo de males, por la pérfida Albión. Así lo pienso yo también ¡yé monarca, el afortunado! Bueno, Vuk ¿y qué pasa con nuestros amigos bebedores de vodka? También ellos parecen gravitar en torno al peñón. En efecto, los satélites que giran alrededor de la roca forman un verdadero cinturón de asteroides y de lunas. Gibraltar, como otros muchos centros financieros extraterritoriales creados para responder a las acuciantes necesidades de la globalización neoliberal, se beneficia de la permisividad internacional en materia de fiscalidad, su territorio se halla eximido de la legislación y de la política económica comunitaria en lo que se refiere, por poner un ejemplo, a la aplicación del IVA. Como centro de actividad financiera, se ha especializado en el registro de sociedades exentas del pago de impuestos mediante el abono de una moderada tasa anual que oscila entre 300 y 550 libras, las cuales no manifiestan ninguna actividad mercantil local y cuyo número supera con creces al de los habitantes del reducido enclave británico, pisoteando de este modo las normas comunitarias de la competencia. Tales paraísos fiscales han sido utilizados rápidamente, no sólo para evadir los impuestos de las grandes fortunas y de gigantescas entidades, sino también por las redes internacionales del blanqueo de capitales. Se trata de sociedades tapadera que ocultan complejos entramados de empresas dedicadas especialmente a las inversiones inmobiliarias, tanto en la costa mediterránea como en la atlántica. De este modo, transforman en activos declarables los fondos del narcotráfico y de la economía criminal. Hacienda no ignora que el sector inmobiliario es refugio del dinero negro y que algunas entidades ofrecen productos opacos para colectar ese capital, una de cuyas características es la no desdeñable de esconder la verdadera identidad del cliente a través de sociedades en las que figuran como accionistas y consejeros personas interpuestas. Los bancos mismos abren filiales off Shore para poder aceptar fondos sobre los que más vale cerrar los ojos o bien provenientes de otros paraísos fiscales, para poder prestarse a la construcción de fideicomisos o Trust, utilizados enseguida por el dinero sucio para transitar hacia ellos por medio de sociedades ficticias. Todo parece indicar que el holding Amenhotep ha echado sus potentes raíces en la roca para desde allí operar según el método descrito. Pero ello bajo la atenta mirada del dragón ruso, que se considera legítimo custodio del fabuloso tesoro robado por unos modernos argonautas sin escrúpulos, aguardando el menor error, el más leve paso en falso, para saltar sobre ellos y arrancarles con sus garras aceradas el pérfido corazón. Esa noche soñé que los murciélagos se lanzaban como pilotos suicidas contra mi carne y se quedaban incrustados dentro como las piedras que echan los niños contra el barro de una ciénaga. Luego quedaba una llaga purulenta en el lugar del impacto. Me desperté no muy inquieto, pero chorreando de sudor. Entonces recordé que había tenido otro sueño, la casa estaba derruida, bajo el sol, apenas quedaba en su sitio una porción del techo. Yo me hallaba colgado por los pies de una viga, con las manos atadas a la espalda, y boca abajo veía al esqueleto amarillento de las danzas macabras segar con su guadaña, pausadamente, la maleza que había crecido en su interior. Consulté mi reloj y eran apenas las cuatro de la madrugada. Atravesé la ciudad adormecida, donde aquí y allá cantaban aún los borrachos, parques mudos donde jóvenes desarrapados dormían el sueño frío de las drogas duras junto a sus propios vómitos, hasta llegar a la multitudinaria arena de la playa a la que la luna sigue instruyendo sobre los secretos del tiempo. Me eché de cabeza en su cauce de plata y nadé con rabia hasta el amanecer. Tras una ducha y un desayuno, rápidos ambos, encaminé mis pasos de nuevo hacia la atalaya. Mefiboshet me trajo un café para acompañar a los otros en la terraza, durante su primera colación del día. Los hombres de Milos se iban a limitar a observar de lejos la entrada de Evgueni en el edificio donde se hallaban las dependencias que integraban el gabinete del abogado Virgilio Piñera, letrado con cierto renombre en la región. Milos supervisaría la acción y Vuk le acompañaría para familiarizarse con el lugar. Estaba claro que ese despacho desempeñaba para Amenhotep la misma función que el gabinete jurídico Galíndez-Lastarria para Ruano y sus secuaces, crear y gestionar empresas pantalla. Sólo que aquél parecía orientado más bien hacia el repetidor local del peñón. Entonces era lógico pensar que la medicina aplicada a uno sería igualmente efectiva para el otro, pero había que aguardar el parecer técnico de Milos y de Vuk. De repente todo el mundo se eclipsó para atender a sus respectivas ocupaciones. Mefiboshet vino para anunciarme que bajaba a comprar los periódicos. Me quedé solo en ese puente de mando y decidí afrontar las decisiones que debían tomarse durante los próximos días. Respecto al príncipe Mohsin, resultaba palmario que no iba a ser fácil introducir en él ese gusanillo que nos cuchichea todos los secretos, dado el numeroso séquito que lo rodea y protege permanentemente. También era obvio que nuestro primer intento debía pasar por Verónica de la Mata. Teníamos, cierto, unas imágenes suficientemente comprometedoras para hacerla entrar en razón. Sin embargo, la pavorosa fulguración que destellaron sus ojos bajo las candilejas del teatro, me hacía dudar. La sospecha de que nos las estuviéramos jugando, las pesetas, con una diabolique de Barbey d´Aurevilli, comenzó a ganar terreno en mi mente. Pero, por la misma razón, me conforté en la idea de que había hecho bien en mostrarle mi alfil. Decidí que el carácter de la moza, así como el peso de cuanto estaba en juego, bien merecía un doble plan, una doble red, para que todo lo que escapara a la primera fuera recogido por la segunda. Realmente Nicolai se hallaba en vías de encontrar su posición como pieza esencial en el conjunto del mecanismo, aunque en esa ocasión lo enviaba con la conciencia absolutamente tranquila, dando por seguro que lo encaminaba hacia la más soberbia parranda que se hubiera podido correr en su vida, con la añadidura de que sería, paradójicamente, una parranda útil. Respecto a Evgueni, el caso no apelaba al mismo procedimiento. Si lográbamos tener acceso a los archivos de Piñera, habría que hacer uso de ellos sin pérdida de tiempo y matar así dos pájaros de un tiro. Por un lado, venderlos a un precio razonable a quien bebía los vientos por ellos y sabría pagar con gusto el diezmo que le pidiéramos. Por otro, crear un vacío a la medida de nuestro cuerpo, pues es su vacío lo que le da la utilidad al vaso y, en este puñetero mundo en que vivimos, no son nada despreciables las artes del alfarero. Se cuenta que Dios mismo, antes de crearlo, tuvo que fabricar un hueco oscuro para hacer en él la luz y ocuparlo con ella. Aparte de que, a partir del momento en que dichos archivos obraran en nuestro poder, no sería sólo Evgueni quien removería cielo y tierra para dar con nosotros, sino que a Evgueni se sumaría el terror de Evgueni y ése ya es, desde luego, harina de otro costal. Era evidente que se imponía una negociación. Sin embargo, habrá que encaminarse con el pedazo de queso hasta la boca del lobo y semejante expedición, aunque no se llevaría a cabo sin las debidas precauciones, nunca carece de peligro. Por eso, a partir de ese mismo instante, comencé a comedir bien el plan y no tuve que darle muchas vueltas puesto que se me apareció enseguida, de una pieza, ante los ojos de la imaginación, punto por punto, como si lo esencial ya lo hubiera vivido. Hice una lista con lo que íbamos a necesitar, en caso de que mis previsiones resultaran acertadas, para nuestro viaje a Rusia, y dado que algunas gestiones debían iniciarse con tiempo, determiné tratarlas con Milos en la primera ocasión que se presentara. VI Debo admitir que vivimos unos tiempos agitados. No nos hallamos en pleno invierno del mundo ni en pleno verano, sino en una juntura entre ambos, durante la cual no son infrecuentes los encuentros de masas de aire con temperaturas muy distantes, que producen choques térmicos con consecuencias nefastas. Sin embargo, esa nube de furia que se desarrolló en unas cuantas horas y luego descargó en un solo punto una tercera parte de un mar del cielo, preludio de lo que iba a ocurrir en el mundo físico un par de meses más tarde, eso es un hecho ciertamente extraordinario y que no deja de ser sintomático de los tiempos que nos han tocado en suerte, una época en que el hombre pretende, en su irreversible, al tiempo que ilusorio, proceso de endiosamiento, ponerse al abrigo de la contingencia al precio que sea. Para ello, en política ha conseguido al fin matar de raíz las revoluciones, en finanzas elaborar numerosas fórmulas para obtener la riqueza fácil a la vez que se le abren al dinero sucio, al dinero inmoral, unas puertas secretas para que entre en la economía legítima y, por si fuera poco, en climatología crear una zona estable que garantice una actividad laboral continuada para los países desarrollados. La naturaleza, sin embargo, jamás dejará de sorprender al hombre, en especial durante esos momentos de soberbia insensata y culpable en los que éste albergue el convencimiento ilusorio de que la domina con su ciencia y su tecnología, le pone diques y barreras al frío y a las borrascas de nieve para que no impidan a los trabajadores acceder a las fábricas y que no se pierda ni un solo día hábil, pero esa energía terrible es desplazada a otra parte del mundo, donde se forman olas gigantes que sepultan comarcas o tifones que arrancan los cimientos de las fortalezas antiguas. Y de allí vuelven a su lugar de origen para levantar por los aires copas de árboles como si fueran plumas. Nos hallamos en un período, que tal vez no haya sido el único en la historia, en que la humanidad, por una cuestión mezcla de egocentrismo, comodidad y engreimiento, quiere ponerle un cabestro a la naturaleza y ésta aguarda tan sólo, fingiéndose dormida, profiriendo únicamente algún que otro ronquido falso, a sentirse a los más audaces trepando por su cuello, para entonces sacudírselos a todos como pulgas. Dios ha puesto los leviatanes sobre la tierra para que el hombre comprenda, pero éste tiene una dura cerviz, una cabeza de pedernal con una masa de fango en su núcleo. Es capaz de ingenio, pero no de inteligencia, porque la verdadera inteligencia, está bien claro en el libro de Job, es el temor de Dios. Hablas como si fueras algo más que un asesino a sueldo. Leviatán recibe con gusto las treinta monedas, pero si anda suelto es porque se han abierto ya las compuertas del terror y de la destrucción y porque han llegado los días malditos del llanto y el crujir de dientes. Ese día, en cambio, visto desde lo alto de la atalaya, parecía destinado a la eternidad. A esa hora todavía temprana de la mañana, de la compacta masa del sempiterno azul celeste parecía emanar un suave frescor, los gorriones revoloteaban con brío entre las cornisas y los cables de la luz, en esos riscos blanqueados y soleados del paisaje urbano donde se sentían inalcanzables, las zigzagueantes golondrinas eran unos cursores negros dibujando en las alturas los jeroglíficos de la libertad. Se respiraba una serenidad resplandeciente que extraía del cuerpo los instantes más plenos de los veranos más remotos y la piel parecía recubrirse del refrescante bálsamo de la resurrección. Mi memoria operó la devolución de todo mi cuerpo al sol de los años sesenta, al aire de entonces, a aquellos cielos pasados, cúpula y crisol vivo de la luminosa infancia, con su jaula de jilgueros en la sombra, con las primeras lecciones aprendidas en los olvidados libros de texto y las primeras lecturas, con su brisa de mar y su brisa de río, con sus ensoñaciones febriles envueltas en el aliento denso de los naranjales, que se cree perdida pero que, de repente, con la excusa de la más insignificante reminiscencia, nos llena la cara con su soplo vivificador. Sin saber lo que hacía, me levanté con un impulso tan irrefrenable como inconsciente y me dirigí al extremo de la terraza para contemplar el mar, para avizorar el horizonte de oriente, como si mis ojos quisieran, por sí solos, abrirse un camino, mostrarme una dirección, urgirme y arrastrarme a la lucha. De repente me vi en el puente de un barco, las velas henchidas, el tajamar hendiendo las olas y haciendo saltar por los aires una espuma blanca como la leche y en mis venas la sangre bullía y se agitaba con un estruendo de abordaje. Alcé los ojos, ante mí se hallaba Faros de Alejandría. Hacia mediodía regresaron los expedicionarios. Los ojos de Milos refulgían con un brillo acerado que reflejaba júbilo contenido. A pesar de eso, cuando le pregunté si consideraba hacedero lanzar el asalto esa misma noche al edificio de Virgilio Piñera, se quedó parado como si lo hubiera convertido en su propia fotografía. Sin salir de su estupor consultó los ojos de Vuk, pero éste respondió con un gesto afirmativo perfectamente aplomado. Así sea, repuso Milos, un tanto excedido, comamos ahora. Mefiboshet estaba allí para oírlo, por lo que dio media vuelta y se dirigió a la cocina, regresando a poco con una gran olla humeante. Arroz caldoso con sepia, declaró. Y lo fue sirviendo en vastos platos llanos para que se enfriara mejor. Para Mefiboshet, a mediodía se comía caliente, poco importaba que el ardor del aire quemara las pestañas, ése parecía ser uno de sus más firmes principios en materia culinaria. Y nadie levantó jamás la menor protesta, ni siquiera la más leve insinuación irónica. Los platos que aterrizaban en la mesa de la atalaya eran siempre esperados y recibidos con reverencia. Con los cafés y el consabido puro, se vio bien a las claras que el plan estaba, en el fondo, bien meditado. Los dos hombres habían discutido previamente todos los pormenores del mismo; incluso, a la partida de Evgueni y sus secuaces, habían efectuado algunas averiguaciones tan discretas como útiles. Lo único que no debía entender Milos era esa precipitación. Y yo no podía explicársela porque, a decir verdad, tampoco la entendía. Tú no sabías que habías iniciado una atropellada carrera hacia un fin inmediato, pero algo o alguien dentro de ti percibía bien el vértigo de la caída, la oscuridad y el silencio del abismo. La fosa, cuando se abre para recibirnos, hace sonar siempre un cuerno, una llamada terrible que no se oye con los oídos del cuerpo, pero no escapa a la percepción de nuestro espíritu. El tuyo la había oído y quería acabar pronto las últimas diligencias en las que se había visto envuelto, eso es todo. Admito que no resulta descabellada tu idea, ya Freud nos advirtió en su momento que no somos los dueños de nosotros mismos. Tal vez el verdadero amo que se oculta tras los velos de sombra, en las estancias y los parajes de los sueños, hubiera percibido el fin de este cuerpo que se ha de comer la tierra y decidiera adoptar la vía rápida como única solución abordable. Pero la vía rápida es siempre peligrosa. Y bien, ¿acaso debe el hombre rehuir el peligro cuando todos los demás caminos están cerrados? Una puerta envuelta en fuego abrasador es siempre preferible a una puerta cerrada. No obstante, los plazos y las etapas estipulados por la naturaleza deben ser respetados; de lo contrario, lo que se consigue es uno de esos frutos de pretemporada madurado en cámaras, cuyo color es parecido al que se obtiene si se le ha dejado el tiempo cabal en la rama, pero cuando se le come, amarga. Al poner los pies en Andalucía, lo primero que hice no fue precipitarme en tu búsqueda, sino que me detuve en el Hospital de la Santa Caridad de Sevilla, donde se conserva un cuadro que goza de gran reputación en ciertos ambientes. Se trata de una pintura algo macabra titulada “Finis Gloriae Mundi”, cuyo autor se llama Juan Valdés Leal. La conozco, esa pintura. La mayor parte de los exégetas interpreta la obra con arreglo al tópico del desprecio del mundo y sus falsos oropeles, consecuencia lógica del “vanitas vanitatum” tal y como se nos explica en el Eclesiastés. Existe, sin embargo, otra lectura del cuadro que no invalida la ya mencionada, sino que corre paralela a la misma. El autor de ese panorama siniestro nos invita a efectuar un recorrido que parte del resplandor de la luz del día, que se derrama desde la puerta de la cripta, hasta otra luz, sobrenatural esta vez, proveniente de una mano en cuyo dorso se observa el estigma de la crucifixión, pasando por las diferentes fases de la descomposición de la materia hasta alcanzar la final, representada por el montón de huesos, ya sin la estructura de la figura humana. Esa mano que irradia un tenue resplandor divino sostiene una balanza en un equilibrio casi perfecto. El platillo de la izquierda lleva la leyenda “ni más” y contiene los símbolos de los pecados capitales según unos, los de la caballería según otros, mientras que el platillo de la derecha lleva la leyenda “ni menos” y sostiene los símbolos de las virtudes según los primeros, los símbolos litúrgicos según los otros. Si detenemos nuestra observación ahí, obtenemos una enseñanza perfectamente salomónica pero poco cristiana, pues la buena nueva que nos transmite el Nuevo Testamento es precisamente la resurrección de la carne. No obstante, notemos que es la luz nueva de la regeneración la que ilumina el esqueleto, así como el osario. La transmutación podrá realizarse, siempre que se respete el equilibrio manifestado por la balanza, el cual regula también ese recorrido oculto y oscuro de la naturaleza, tan natural como el que se desarrolla a la luz del día. En los primeros peldaños de la escalera que inicia ese descenso a los infiernos se encuentra la lechuza de Minerva, la cual nos mira a nosotros, testigos de la escena, para decirnos que la inteligencia y el conocimiento deben acompañarnos desde el principio en ese proceso de metamorfosis total. Mas si se quiere tomar un atajo, si se le da más fuego del debido a la olla, ésta explota y la obra se malogra. Entonces aparece, como sucede en ese cuadro, la prostituta escarlata, signo de mal agüero. He ahí la moraleja que debes aplicarte, aunque sea tan tarde, por si acaso resucitas. Ya he dicho que vi enseguida en los ojos de Milos que el plan estaba madurado; además, hay momentos en que la naturaleza entera parece precipitarse toda por una catarata, mientras que en otros se halla como estancada, inmovilizada, en un apacible lago. Más tarde vendría mi otoño de involución, cuando unas hojas palidecen y otras se vuelven moradas como las filacterias de las coronas mortuorias, luego van dejándose caer perezosamente y pudriéndose muy despacio bajo la lluvia hasta confundirse con la tierra. También llegaría mi invierno, el de las ramas peladas y ateridas, fragmentando un cielo invariablemente gris, el del café amargo junto al cristal empañado de la ventana. Te equivocas al sugerir que los plazos no han sido cumplidos. Considera también que el primer asalto a la fortaleza de Virgilio Piñera constituyó todo un éxito. El segundo, en cambio, cuando se ha de volver para recolectar la información, casi fracasa debido a una circunstancia imprevisible. Pero no adelantemos acontecimientos. Tal como hicimos con la torre madrileña, decidimos aguardar tres días a que las nasas se llenaran de anguilas. Por mi parte me propuse consagrar ese tiempo al caso del príncipe Moshin, antes de que todas mis energías fueran aspiradas por el otro torbellino. Sin embargo, Felipe me había sugerido, cuando todavía me hallaba en la atalaya, que echara un vistazo en cuanto pudiera a la página de Alfredo Kloss. Al hacerlo, comprobé que habíamos conseguido introducir varias cámaras en la residencia de este conspicuo hombre de negocios. Lo encontré de nuevo tomando el desayuno en la misma mesa de la terraza, junto a los acantilados, en que había cenado con sus dos asociados, aunque esta vez se le veía de mucho más cerca, desde otra perspectiva mucho más cómoda y pude oír con una impecable calidad de sonido la conversación que mantuvo con su mayordomo. Eché un vistazo al depósito de las grabaciones y, en efecto, había una. La pinché. Mi pantalla se llenó con la imagen de Alfredo Kloss, de espaldas, mirando a su vez hacia otra pantalla de tamaño considerable, casi una pantalla de cine. En ella apareció la efigie de un conocido político a nivel nacional, con un poder tangible sobre el aparato autonómico, no el de aquí sino el de la Comunidad de Madrid, y con eternas aspiraciones a las más altas magistraturas del Estado. Todavía joven, sólo parecía esperar la ocasión propicia para dar el gran salto. Estaba acompañado de una mujer, joven también y atractiva, respecto a cuya personalidad deduje fácilmente que se trataba de Elena Castañeda Espejo, abogada y testaferro de Ruano, enviada plenipotenciaria de los tres secuaces reunidos durante la plástica cena en casa de Kloss, con poder de hacer y deshacer en nombre del trío. Ambos sostenían una copa de champán cuyo casco se hallaba en una mesilla baja, dentro de una corchera repleta de cubitos de hielo. En el interior del armario de la habitación contigua encontrarás una colección de lencería con la cual quiero verte desfilar ante mí, pero primero quiero averiguar cómo te has equipado tú misma para este lance. ¿No te parece un poco brusco y conminatorio como procedimiento? La verdad, no me esperaba esto de ti. ¿Ah, no? Vienes como una puta, mi deber es tratarte como tal. ¿O acaso tu presencia aquí no obedece al acuerdo establecido entre nosotros, según el cual tú te acuestas conmigo y yo firmo las licencias oportunas que os permitirán transformar antiguos palacios madrileños, verdaderas joyas arquitectónicas de la ciudad, en hoteles y restaurantes de lujo? Pasando con ello, como muy bien sabes, por encima de la legalidad vigente. Cierto; a pesar de eso, habida cuenta de los sentimientos que siempre has manifestado hacia mí, nunca había imaginado que tuvieras pensado tratarme de esta guisa. Sentimientos que, metódica e invariablemente, te has complacido en aplastar con la suela de tus zapatos de tafilete como si fueran una colilla. No se ama por decreto. Estoy de acuerdo, por decreto no se ama, se folla. Y eso es lo que vas a hacer esta noche. Te vas a dejar follar viva, si quieres que estampe esas dichosas firmas en los documentos correspondientes. Te vas a comportar conmigo como la real puta de lujo que eres, o de lo dicho no hay na. Bueno, no es que no haya sentido jamás nada por ti, incluso dudé al cerciorarme de la honestidad de los propósitos que albergabas; no quiero ocultarte que, junto a tus indudables calidades personales, pesaron también las prerrogativas que te venían de cuna, tanto por lo que comportaban de fortuna familiar como de influencia política en el centro neurálgico del poder, a nivel de las más altas esferas del Estado. Pero yo no me veía a la vuelta de unos años como una honorable matrona de la nación. Al menos no antes de gustar a una vida trepidante e independiente, en legítimo uso de mis prerrogativas de mujer moderna, dotada de una carrera universitaria y pertrechada con una fortuna propia y una innegable carga de atractivo personal, que no suele figurar muy a menudo entre los triunfos de las mujeres inteligentes, cultas y ricas. En virtud de lo cual, consideraste oportuno bañarte hasta las cejas en el lodazal más abyecto de la villa y corte. Has hecho bien, pues, en vestirte de púrpura y escarlata, ataviada con oro y piedras preciosas y perlas, así, tu copa está llena, no de champán, sino de cosas inmundas y de las impurezas de la fornicación. Elena no lo pudo sufrir eso y le lanzó a la cara el contenido de su copa. Pero el prócer la agarró de la muñeca, la atrajo hacia sí y la besó largamente. Ella entró en razón y se dejó hacer, pensando tal vez que también él había entrado en razón. No obstante, si acaso se había arrepentido de la extrema dureza de sus palabras, pronto se advirtió que se había arrepentido de arrepentirse y con la misma mano con que la había agarrado la empujó hacia atrás. ¡Chupa! Y diciendo esto se dejó caer en el sofá. ¿Qué? ¡Que mames, te digo! Elena no protestó ya más. Alzándose un poco su ya exigua y estrecha falda para poder arrodillarse ante el inflexible hombre público, le desabrochó, no sin cierta habilidad, el cinturón, bajó la cremallera del pantalón y agarró con decisión la vara que cabeceaba como el mascarón de proa de un buque. Tan sólo se demoró el tiempo necesario para apartarse a un lado el mechón que le había caído sobre la cara. Lo que sigue terminó como debía terminar. Verónica de la Mata se estaba desperezando cuando me conecté con la cámara de su habitación, en la que el sol entraba a raudales. No tardó en levantarse y vestida con una leve saya se dirigió a la cocina, donde alguien le había preparado un desayuno completo. Una vez hubo dado buena cuenta de él, se puso un vestido muy corto y muy ceñido al cuerpo y salió de casa. Yo sabía que alguien estaba apostado no lejos de la puerta de la misma y que iba a seguirla a todas partes, como nos sigue la luna aunque cambiemos de país. Llevé mi ordenador hasta la cocina para seguir pasando revista al repertorio de mis personajes de película mientras me preparaba mi propio desayuno. Pinché a continuación el nombre del príncipe de las mil y una noches. No había aún ninguna grabación, pero sí un informe con fotos tomadas mediante una cámara provista de lentes de gran potencia. Se le adivinaba a través de los cristales tintados de un potente modelo de Mercedes saliendo de su fantástica mansión, vestido a la moda occidental y disimulado el rostro por unas oscuras gafas de sol, acompañado de su habitual séquito. Junto a la fotografía, el texto daba las oportunas precisiones de tiempo y lugar. Luego venían unas cuantas fotos que mostraban el susodicho Mercedes tomado desde atrás, alejándose de la ciudad, con las montañas a proa. Otra nos lo presentaba entrando a una propiedad privada, al tiempo que, tras él, unos campesinos cerraban una alta barrera. No necesité leer la explicación pues reconocí la posición de aquella finca. Se hallaba situada a una altura en que las tierras de labranza comienzan a acusar, todavía con suavidad, las primeras pendientes de la falda de la montaña. Por fin, era evidente que los hombres de Milos habían tomado posiciones entre los naranjos, lo más cerca posible de una casa rústica bajo cuya parra aparecía el príncipe Mohsin, sentado en una silla de enea con el respaldo apoyado indolentemente contra la encalada pared, junto a otro hombre dotado de una apariencia en verdad curiosa, frente ampliamente despejada, si bien tras ella arrancaba una cabellera leonina que le llegaba hasta los hombros, barba poblada y luenga, tan negra como la melena y una mirada oscura y profunda, para cuya proyección necesitaba agacharse ligeramente, como un toro cuando se dispone a embestir. Parecía un fauno o un antiguo dramaturgo griego, en fin, cualquier cosa excepto lo que era. Despaché mi sumario desayuno, me puse encima lo primero que encontré a mano y encaminé mis pasos hacia la atalaya donde esperaba obtener rápidas noticias a propósito de las actividades de Verónica de la Mata, así como del príncipe Mohsin o de su estrafalario, al tiempo que bucólico, contertulio de la casa campestre. Sin embargo, no encontré en ella más que a Mefiboshet, quien me dijo que todos habían alzado el vuelo de buena mañana, excepto Nicolai que trabajaba frente a su ordenador, encerrado en su habitación. Esa vez sí me puse a leer los periódicos del día y no paré hasta que las aves comenzaron a regresar al nido para la comida de mediodía. Mientras abordábamos con precaución el guiso de anguilas que nos había presentado nuestro cocinero, cautela que obedecía a varias razones, primera porque ardía, segunda por lo picante y tercera por la anguila que, de entrada, no parecía convencer a todos, aunque lo cierto es que, a medida que se iba enfriando, el contenido de los platos fue desapareciendo cada vez con mayor rapidez, recibí la información que ansiaba. Verónica había ido a parar a una especie de gimnasio mezclado con escuela de danza y centro de belleza como los hay por doquier hoy en día, sólo que ése ofrecía un aspecto de un lujo sospechoso, se trataba de un edificio bastante moderno, de dos plantas, rodeado por un frondoso jardín y éste por una elevada tapia. En el cristal de la puerta podía leerse el sugerente nombre de “El ánfora”. Había pasado allí dos buenas horas, tras las cuales salió acompañada de otras dos sirenas, como ella, y se dirigieron a una terraza del paseo marítimo donde tomaron unos aperitivos antes de dispersarse. Seguidamente, Verónica regresó a su casa. Ahora bien, mientras unos la seguían, otros averiguaban ya los datos catastrales del local. Resulta que pertenece a un ciudadano ruso cuya gracia es Dimitri Tchourbanov. Nicolai advirtió enseguida que el nombre del local había sido citado por uno de los esbirros de Evgueni, durante la primera grabación efectuada en su casa. Nos trajo la hoja de la transcripción y comprobamos que era cierto. No obstante di la orden de que Dimitri Tchourbanov fuera vigilado de cerca y que se realizara una investigación con objeto de averiguar cuáles eran exactamente las actividades a que se dedicaba el centro. El príncipe Mohsin no había salido de casa. Uno de nuestros hombres lo había fotografiado, desde un ala Delta, luciendo su tersa y oronda panza tendido sobre una hamaca, junto a su vasta piscina, rodeado de mujeres y niños de toda edad y pelaje, y tomando zumos con pajita. De paso, fotografió la entera mansión, así como todos sus accesos y dependencias. Por lo que se refiere al hirsuto y barbudo hombre de las cavernas con quien había compartido la pastoril tarde en Arcadia, respondía al nombre de Gedeón Pacheco y, según llegaron a saber nuestros investigadores, tenía por oficio escritor. Había publicado, corriendo él mismo con los gastos, una novela sobre el papa Silvestre II, una biografía de Luciano de Samosata y un tratado sobre el aoristo griego. Mandé que lo vigilaran igualmente. Cuando, a eso de las cuatro de la tarde y a pesar del bochorno que marchitaba hasta el cemento de la ciudad entera, ahuecaron los comensales el ala puesto que, el que más y el que menos, todos tenían algo de pan en el horno, pedí a Mefiboshet que llamara a Nicolai, quien ya se había retirado de nuevo a su cuarto. Entonces le comuniqué mis planes respecto a Verónica de la Mata. Él debía convertirse en su amante y eso lo más rápidamente posible, pues cabía la posibilidad de que ambos tuviéramos que levar el ancla en breve para Moscú. Convenía pues que, al menos los primeros pasos, los diéramos antes de iniciar nuestro viaje. De modo y manera que él no tenía más que hallarse preparado para tal eventualidad, mientras yo seguía atentamente los pasos de Verónica, acechando el momento más oportuno para tenderle una emboscada. Cuando terminé de hablar, se retiró sin que su rostro diera la menor muestra de emoción, cualquiera que ésta fuera. Entre el calor y el mal recuerdo de mi encuentro con Evgueni, no me atreví a salir a la calle a esas horas intempestivas. Pedí a Mefiboshet un segundo café y permanecí en el balancín con los ojos cerrados pero sin dormir. Luego, pasada la cuesta bravía de la siesta, volví a hojear mi interrumpida lectura de los periódicos. Finalmente, a eso de las siete, justo cuando ya me disponía a salir, regresó Milos. Hemos convencido a alguien de confianza, un antiguo inmigrante nacionalizado ya, de que nos preste a su hija para que averigüemos qué es lo que contiene esa misteriosa ánfora. Le he pagado bien, claro, y le he prometido que no corre ningún peligro, pues estará continuamente vigilada y asistida, al menos desde fuera, asegurándole que su misión es puramente informativa y su cometido no la arrastra a cometer ningún acto deshonesto, pues tiene nuestra autorización para plegar velas ante la más mínima insinuación dudosa, la cual sería ya concluyente para nosotros. La chica habla un castellano perfecto con acento madrileño. La haremos pasar por la hija de un industrial de la capital, disfrutando de unas vacaciones en la costa que le permitirán quedarse lo que resta de verano. La niña tiene diecinueve años y una belleza que espanta. Bien, toma las precauciones necesarias para que no le ocurra nada malo. Si en algún momento se halla realmente en peligro, no dudes en lanzar a tus hombres al asalto pistola en mano. Bueno, pistola o fusil, lo que sea y te parezca más adecuado. Por cierto, hay una grabación que deberías escuchar lo antes posible. Pues vamos a escucharla ahora mismo. Sí, le he pedido a Felipe que se reúna con nosotros para darnos su opinión de experto, no tardará en llegar. Mientras lo hace, vamos a ir preparándola. Entramos en el despacho que nos servía de sala de reunión también. El sol había iniciado su última cuerda de arco y daba de lleno en esa habitación, recubriéndola de una pátina de oro, transformando la sólida mesa de trabajo en un lingote macizo y descomunal. Milos eligió un extremo de ella recortado por un retazo de sombra y allí puso el ordenador para que el resplandor no anulara la luz de la pantalla. Se conectó a nuestra página secreta y, en tanto que aguardábamos la llegada de Felipe, me puso en antecedentes. Días atrás, él mismo había penetrado junto con otros dos hombres en aquella mansión en que Ruano recibió a uno de sus testaferros, el que negociaba con la inmobiliaria Lemos. Lo hizo guiado por la acertada presunción de que el interfecto solía utilizar a menudo esa casa para sus entrevistas más delicadas, o que al menos era uno de sus lugares predilectos para ello. Instaló pues cámaras y micrófonos por todas partes, según el método explicado por Felipe, es decir, incrustados o formando parte de los más variados objetos. Sólo un par de días más tarde, cazó al trío maravillas, verbigracia a don Ramiro Majano, ex¬-comisario de policía en uso de buen retiro, Alfredo Kloss, vividor, abogado y trabucante de alto voltaje, y al propio anfitrión, en pleno debate confidencial, del cual, algunos fragmentos resultan interesantes, por no decir inquietantes. En eso, sonaron unos golpecitos quedos en la puerta. Se trataba, en efecto, de Felipe al que hicimos pasar. Milos lanzó la grabación. Se les veía sentados en un tresillo, sosteniendo cada uno un vaso alto lleno de cubitos y un líquido amarillento; ante ellos, sobre una mesa baja, una botella de whisky. El antiguo policía tomó la palabra. Lo sé de buena tinta, vuestros teléfonos están intervenidos. Al oír eso, me dio un vuelco el corazón. ¿Desde cuándo lo están? Eso no puedo precisarlo. De modo que no resulta fácil saber hasta dónde llegan sus conocimientos sobre nuestros negocios. Por mi parte, jamás he hecho uso del teléfono, ya sea el fijo o el móvil, los móviles, para tratar de un asunto delicado y si alguna vez hubo alusiones, éstas revistieron un carácter tan críptico que nadie, creo, excepto la persona a quien iban dirigidas, podría descifrarlas. Yo no estoy tan seguro de ello, pero en todo caso, tenemos que rendirnos a la evidencia de un hecho que ahora resulta insoslayable, la policía se interesa por nosotros y ello, evidentemente, porque, como mínimo, ha venteado algo. Osemos esperar que se trate sólo de eso y que no tengan todavía pruebas determinantes. Si bien no podemos descartar la hipótesis contraria de que sí las tengan, por la sencilla razón de que quienes organizaron el asalto a los despachos de Galíndez-Lastarria, así como tu propio secuestro e interrogatorio, tal vez no fueran rusos ni checoeslovacos, sino los propios agentes de la Guardia Civil. Entonces sí que habríamos hecho de la torta un pan. Pero eso es ilegal, la policía no puede servirse de una información obtenida por un método tan poco ortodoxo. No puede utilizarla, desde luego, así, en bruto, pero pueden emplearla para ver sus fines en lontananza y encauzar sus investigaciones por otros caminos. Joder, entonces tenemos las horas contadas. Sobre todo, no debe apoderarse de nosotros el pánico. Lo más urgente es repasar minuciosamente la totalidad de nuestros asuntos y comprobar que no hemos dejado ni un cabo suelto. Si lo hemos hecho, borrar de inmediato las huellas. Seguidamente poner las ganancias a buen recaudo y aplicar toda la panoplia de medias habituales en caso de acoso. Y desde luego, muchísima atención al teléfono, no sólo por lo que podamos decir nosotros, sino también por lo que puedan decirnos los demás. Por otra parte, considerad que nos hemos entrenado a fondo para afrontar con éxito un interrogatorio policial, hemos aprendido jugadas y estrategias de memoria. Hay que revisar con frecuencia todo eso y comprobar que no nos pisaremos los hilos con los últimos toques que tal vez nos veamos obligados a efectuar. ¿Y qué hacemos con respecto al asunto del palacio del marqués de las Tejas? ¿Habrá que pararlo también, ahora que poseemos todos los ases en la manga? Sostengo que no, tenemos a Pigmalión atado con una cadena y una argolla al cuello. No se atreverán con él. En cuanto se den cuenta de que es nuestro rehén, no moverán ni un párpado. Todavía hay ciertas familias que conservan la sartén por el mango. ¿Qué opinas de todo esto, Felipe? A todas luces, no es nuestra manipulación sobre sus teléfonos móviles lo que han descubierto, sino una verdadera escucha policial, con o sin autorización por parte del juez. A ese respecto, nosotros debemos, por precaución, y de hecho ya lo estamos haciendo pues últimamente disponemos en muchos casos de otros procedimientos de escucha, limitar la utilización de dicho canal, aunque nosotros pasamos por un número que nada tiene que ver con los implicados, pero en fin, nunca se sabe. Por otra parte sabemos que sus sospechas respecto a los verdaderos autores del saqueo del despacho Galíndez-Lastarria son infundadas, lo cual les otorga un respiro más largo de lo que suponen. ¿Consideras ineluctable su caída y que sólo es una cuestión de tiempo? Depende de lo que entiendas por “su caída”. Es obvio que tarde o temprano su historial quedará mancillado y que la justicia acabará poniendo a secar, a la vista de todos, sus trapos sucios. Sufrirán una persecución más o menos larga y enconada y luego se les dejará en paz, caerán en el olvido. Entonces sacarán de sus escondrijos todo lo que ahora están ocultando y, o bien se dedicarán al aprovechamiento del éxito, o bien reanudarán sus negocios como si nada hubiera pasado, amparados en un renovado anonimato y, lo que constituye su mejor baza, en una crecida experiencia. Pues que no se les dé cuartel, nada de aflojarles las ligaduras, debemos supervisar cada uno de sus movimientos y tratar de controlar todas sus transacciones. En eso estamos, recuerda que no hay ni un solo ordenador de Ruano que no posea su caballo de Troya y, por si fuera poco, con la anuencia de su antivirus, por obra y gracia de nuestros técnicos funámbulos. Perfecto. La consigna es sacar partido de ellos mientras se pueda, localizar sus gavetas secretas y, si es posible prever de algún modo el momento de su caída, venderles unos días antes al mejor postor. Imagino que ciertos medios de comunicación, dada la rentabilidad mediática de algunas caras, directa o indirectamente implicadas en la trama, pagarían suculentas cantidades por tener la exclusiva de su divulgación. Ah, y que tus economistas vayan tomando buena nota de todo cuanto vean, pues dentro de nada no cabe la menor duda de que comenzaremos a sentir las mismas necesidades acuciantes que ellos sienten ahora. Llegué a mi casa a la hora en que los mirlos comienzan a refugiarse en el interior de la tupida higuera, como dentro de un vasto y fresco templo, lleno de pasillos interminables y amplias salas. Durante unos minutos, me abandoné a esa atmósfera que comenzaba a mostrarse algo más clemente, a impregnarse también del perfume de los jazmines y galanes de noche. La embriaguez en que quedé sumido no pudo sino recordarme a Verónica de la Mata y me vino, a pesar mío, la certeza de que también ella, como la tierra, cambiaría de fragancia en las horas mágicas del día, al amanecer y a la entrada de la noche. El hombre tiene poca jurisdicción ante los sortilegios de poder que rigen el mundo desde su inicio. Bajé el ordenador y fui a verla a su casa. Estaba ya lista para salir. Justamente se hallaba ante el espejo de su habitación, vaporizando sobre su cuello un perfume que no debía diferir mucho del que yo mismo estaba percibiendo en esos momentos. Noté que, desde que no estaba su marido, Verónica había adoptado en el vestir un estilo sensiblemente más osado. Luego salió de casa. La seguí por las diferentes dependencias hasta el garaje y desde allí pasé a la cámara exterior para verla acelerar con su magnífico descapotable, seguida por el coche gris y vulgar del encargado de espiarla. Telefoneé a Milos para encomendarle que, en cuanto supiera dónde paraba Verónica, me llamara para comunicármelo. Diez minutos más tarde, me reveló el nombre de un lujoso restaurante de la playa donde la singular aristócrata se disponía a cenar con unas amigas. A mi vez, llamé a Nicolai para que acudiera allí de inmediato. Otra vez marqué el número de Milos. Que se le dé un navajazo a uno cualquiera de los neumáticos del deportivo. VII El segundo asalto al cuartel general de nuestro amigo Piñera, como ya dije, estuvo a punto de culminar en un desastre. Y ello por una casualidad ciertamente inoportuna, uno de esos imprevistos que sobrevienen con harta frecuencia para complacerse en estropear los planes más meditados, pero que suelen ignorar con desprecio los actos irreflexivos. Sucedió que un comando de encapuchados, probablemente pertenecientes a la policía, logró entrar en el edificio sin que, los que vigilábamos desde el exterior el desarrollo de la operación, alcanzáramos a detectar su presencia. Todo parece indicar que penetraron a través de alguna abertura disimulada que comunicaba los garajes colindantes de dos edificios, lo cual sugiere una operación bien preparada por una organización con recursos. Vuk y Moussa tan sólo percibieron un leve crujido todavía lejano y apenas tuvieron tiempo de atrapar la bolsa con el material, que afortunadamente ya habían recogido, y meterse en tromba por un tubo de aeración a través del cual habían descendido, cuya rejilla sujetaban casi con las uñas pues a causa de la precipitación no pudieron afirmarla y si se les caía delataría su presencia. Los desconocidos no dejaron un rincón de la pieza sin registrar. Evidentemente barruntaban la presencia de alguien en el edificio. Cuando concluyeron la inspección se supo la causa de dicha sospecha. Uno de ellos, con su chaqueta, el único que la llevaba, los demás vestían una combinación de asalto, casi rozando la rejilla que sostenían nuestros atribulados agentes, habló de esta manera. Es posible que algún operario de seguridad haya manipulado el sistema y después haya olvidado reactivarlo. En tal caso, ¿lo dejamos como estaba? Sí, dejadlo como estaba. Ahora poned las ratoneras. Y Moussa, a través de los resquicios, les vio efectuar la misma operación que ellos recién habían concluido. Antes de ponerse manos a la obra, dejaron, aquí y allá, sus fusiles de asalto. Sobre la mesa de despacho, situada delante mismo del escondite en que se encontraban nuestros observadores, aterrizó un Heckler and Koch, arma que suelen utilizar algunos cuerpos de seguridad españoles. Mientras unos ponían patas arriba los ordenadores y les insertaban sendas llaves USB, otros consultaban archivos y carpetas. Dado que el aire acondicionado debía ponerse en marcha automáticamente una hora antes de la apertura de las oficinas, comenzaba a apretar el calor dentro del agujero en que Moussa y Vuk se hallaban embutidos, las manos les sudaban y cada vez les era más difícil mantener la rejilla en su sitio. La sostenían entre los dos, de manera que cuando se le escapaba a uno, la tenía el otro. Los encapuchados, por su parte, no parecían acuciados por la prisa, iban de un lado para otro alumbrándose con sus linternas, se sentaban ante las diferentes mesas y leían plácidamente. A menudo contrastaban entre ellos sus lecturas o se consultaban por cualquier cosa, a veces sin que tuviera la menor relación con el caso. El que parecía el jefe se sentó justo delante de los dos sostenedores de rejilla, a sólo unos centímetros de distancia. Consultaba con un inconfundible rasgo de autoridad los documentos que iba extrayendo de las diferentes carpetas y luego los devolvía a su lugar sin miramientos. Bueno, dijo al cabo, vámonos ya para casa. Todavía podremos echar una cabezadita antes de que acabe la noche. Hubo aún una cierta confusión para dejar todo en el estado en que lo encontraron y con las mismas se fueron. Apenas hacía un par de segundos que habían cerrado la puerta tras ellos cuando la rejilla se les escapó al fin de entre las manos. Al estrellarse contra el suelo produjo el mismo efecto que un plato vacío caído boca abajo en las losas de un mausoleo. Aún no habría acabado de rebotar del piso, cuando ya la había agarrado Moussa y puesto de nuevo en su lugar justo antes de que se abriera la puerta y un haz de luz azulada comenzara a barrer nerviosamente el espacio de la sala. ¿Qué ocurre? He oído un ruido aquí. No hombre, no; sería en otra parte. Aquí no puede haber nadie, hemos estado ciento y la madre en este despacho durante un buen rato. Te digo que he oído un ruido fuerte aquí. Será algún trozo de plástico que se habrá desprendido de una fotocopiadora, o alguna carpeta caída, vete tú a saber…. Venga, vamos. Nos están aguardando todos. Si hacemos esperar al jefe y retrasamos la operación salida por una tontería, nos levanta un consejo de guerra. La puerta se cerró al fin. Vuk y Moussa, tomando todas las precauciones, salieron de su escondite, efectuaron una somera inspección de los corredores y despachos contiguos. Al cerciorarse de que ya no quedaba nadie, conectaron el sistema de alarma y salieron del edificio. Nosotros, que estábamos fuera y teníamos la finca rodeada, no percibimos el menor signo anormal. Y no nos enteramos de nada hasta que nos lo contaron. Tan sólo nos extrañó, por supuesto, que tardaran tanto y no contestaran a nuestras llamadas por radio. Al llegar a casa, Mefiboshet tuvo que prepararles una tila para que se les fuera la palidez del cuerpo. Tales acontecimientos avalaron, por supuesto, mi tesis de la celeridad. Milos pasó de un extremo al otro. Tras averiguar que la policía española le andaba pisando los talones a Virgilio Piñera y no tardaría en saber lo mismo que nosotros íbamos a saber durante las próximas horas, sea lo que fuere el contenido que obraba ya, por cierto, en nuestras manos, llegó a pensar que todo estaba perdido y lo mejor era abandonar la operación. Le dije que todavía teníamos posibilidades, que las cosas de palacio van despacio y que los engranajes de un Estado son enormes y tardan más en dar las vueltas necesarias. Si no se han dado cuenta de que nosotros les hemos precedido en las investigaciones, se tomarán el tiempo necesario para montar un proceso judicial en buena y debida forma. Nosotros, por el contrario, debemos actuar de inmediato. Felipe estuvo de acuerdo conmigo. Afortunadamente, todos los hombres que cabían en la trastienda de la agencia inmobiliaria aguardaban con los ordenadores encendidos que Ouissene llegara aportando las gotas del concentrado de información, para repartírselas, agrandarlas, estudiarlas a fondo y finalmente confeccionar un informe contundente y preciso. Luego de eso, sin más pláticas, les mandé a todos a dormir, pues los próximos días prometían ser densos. Por mi parte fui, como siempre, andando muy despacio hacia mi casa y afinando mi plan, estableciendo sus jalones y sus itinerarios. Nicolai me había contado cómo al entrar en el comedor del restaurante notó que Verónica lo había reconocido al instante. Luego, en el transcurso de la cena, tanto ella como sus amigas le lanzaron miradas totalmente desprovistas de disimulo. La cosa, sin embargo, no pasó de ahí. Mas antes de partir, Verónica apoyó en él una mirada más profunda y más prolongada, una mirada negra de pozo que consiguió turbarle y sólo cuando hubo terminado con la mirada, le obsequió con una sonrisa invitadora. Nicolai, haciendo uso de una precaución elemental, había abonado ya su consumición, así que se limitó a seguirla. La despedida con las amigas fue breve, ellas comprendían. Verónica se dirigió a su coche con un movimiento de caderas que Nicolai calificó de insufrible, con prácticamente la totalidad de las piernas y de la espalda al aire, encaramada en unos zapatos de un tacón fino como un hilo fuerte y erguido que no necesitaba en absoluto para rozar con su negra cabellera las estrellas de la noche, que se le quedaban prendidas al pelo. Sólo faltaba una leve excusa para poder abordarla y el cerebro de Nicolai bullía y se retorcía tratando de encontrarla. Cuando, de repente, ella se quedó parada, con la mano delante de la boca para reprimir una exclamación que, sin embargo, prometía ser de felicidad. Se volvió hacia Nicolai con la absoluta certeza de encontrarlo allí, tan sólo a unos pocos pasos de distancia. La rueda, le dijo sencillamente, señalando el neumático totalmente deshinchado y la llanta tocando el suelo. Nicolai debió sonreír con la misma sonrisa con la que se mea cuando uno ya no puede aguantar ni un segundo más. Pues habrá que cambiarla ahora mismo. Sí, dijo ella con una risa de cascabeles. Es decir, si es usted tan amable…. Para mí constituirá un placer inconmensurable, aseguró Nicolai que le respondió. Ciertamente la literatura selecta con la que había mandado llenar los anaqueles del despacho había surtido su efecto. Ambos se pusieron a buscar en el maletero las herramientas necesarias y, en palabras de nuestro improvisado mecánico, aquél cuerpo inclinado, tanteando en el fondo del deportivo, poseía una fuerza de atracción tan intensa, tan inmensa, que se vio en la necesidad de apelar a toda su fuerza de voluntad para no dejarse arrastrar allí mismo por semejante llamada, pues no sólo tiraba de él mediante el sentido de la vista, sino que tiranizaba también todos y cada uno de los sentidos que restaban. Los roces accidentales con aquella piel tersa y bronceada repercutían en su cuerpo como verdaderas descargas eléctricas. Apenas diez minutos después, el deportivo estaba de nuevo en estado de marcha. Para recompensarle del trabajo que se había tomado, lo invitaba, cómo no, a tomar una copa en su casa. Parece que pronunció el verbo recompensar con un tono tan especial que no dejaba la menor duda sobre el modo en que ella pensaba otorgar dicha gratificación, ni le importaba en lo más mínimo que él hiciera, desde ese mismo momento, la interpretación correcta. Lo que sucedió después quedó, por supuesto, grabado por las distintas cámaras de la casa. Jamás copa alguna salió de la alacena, al menos no durante aquella noche. Apenas si alcanzaron a llegar con dignidad al salón, pero allí se echaron el uno al otro, alternativamente, contra las distintas paredes, rodaron sobre los muebles, derribaron candelabros y veladores. Verónica buscaba desesperadamente apoyos sólidos para tratar de parar al fin, con eficacia, el empuje arrollador del ariete masculino. Y fue agarrada a la maciza mesa de comedor, de la misma manera y en el mismo lugar en que se había entregado al príncipe Mohsin unos días antes, donde recibió el primer descomunal puyazo. Pero el efecto que éste le produjo no fue en nada comparable al de la ocasión anterior. Verónica ya no lucía esa sonrisa condescendiente y divertida, sino que su rostro manifestaba una verdadera lucha por soportar, sin el desahogo de los gritos, una oleada de dolor insufrible, tal era la conmoción interna que le estaba causando la pétrea vara de Nicolai. De repente éste desenvainó de nuevo la espada y la derribó boca arriba sobre la misma mesa. Luego, mediante un golpe seco, con una brusquedad que debió alcanzarle hasta la matriz, la volvió a penetrar, reanudando así el tormento que la hacía retorcerse como una anguila atrapada por la cola. A poco, con la misma rapidez y eficacia, la devolvió a la posición inicial. Para entonces Verónica se vaciaba ya con unos gritos desgarradores y se empinaba por detrás y por delante con objeto de parar la ofensiva del enemigo para mejor acogerlo después, acomodándose al golpe de su murueco, estremeciéndose toda ella como si aspirara oleadas ardientes de una energía difícil de definir, pero que la alcanzaba de lleno en la quimérica divisoria que separa el dolor extremo del placer extremo. Por siete veces Nicolai vertió en ella la lava incandescente que surgía de sus huesos y Verónica, al recibirla, rugía como si se le fueran a derretir las entrañas. Al cabo de las cuales, más sosegada ya, y con más curiosidad que deseo, atrapó aquel cetro de poder y se lo introdujo en la boca para propiciarle un último y sentido homenaje. Durante los días que siguieron, la nueva pareja se entregó, sin salir para nada de la casa, a unos amores desaforados, con una frecuencia inverosímil. Mientras tanto, en la recámara de la inmobiliaria se trabajaba día y noche, por turnos. Milos y Vuk también tuvieron que dividirse el trabajo. El primero se encargó de mantener vigilados a los rusos, averiguar las actividades a las que se dedicaba la banda en sus distintas ramificaciones y canalizar todos los datos y documentos hacia el centro de operaciones. El segundo hizo lo propio con la banda de los tres, siguiendo minuciosamente todos sus movimientos y sobre todo tratando de interceptar sus comunicaciones a través de Internet, interviniendo cuanto ordenador se hallaba a su alcance. Por mi parte, encerrado en mi frágil refugio, establecí un orden de prioridades. Y suponiendo que todos los hilos trajeran el ovillo que tenían en su extremo, confeccioné una hoja de ruta lo más detallada posible, anotando los medios de que me iba a valer en cada etapa. Cuando llegué a un estado en que, por mucho que reflexionaba, no conseguía añadir un solo detalle a mi plan, entonces dejé de pensar y me puse a leer. No es fácil parar un tren cuando está lanzado a toda máquina, pero un buen maquinista debe poder hacerlo. “El ser que se encuentra entre el cielo y la tierra, se parece a un fuelle de forja, que está vacío y no se agota nunca.” Por aquellos días, la canícula dio unas vueltas de tuerca suplementarias. No se podía dormir ni por la noche, con todas las ventanas abiertas de par en par, ni durante el día, con las ventanas cerradas a cal y canto, tapadas con colchas. Cuando el cuerpo parecía querer deslizarse, montado en el esquife del sueño, el calor lo recuperaba para la consciencia. Así hasta alcanzar altas horas de la madrugada, momento en que al fin se quedaba traspuesto, aunque por poco tiempo, pues el sol no tardaba en levantarse de nuevo y achicharrar el mundo con su mirada de fuego. Entonces era preciso abandonar el lecho de brasas, constatando que el sudor había impregnado el colchón, después de haber atravesado la sábana. Con frecuencia recurrí al expediente de la travesía a nado, para refrescarme y pasar el rato. Luego, desplazando la mesa de plástico en busca de la sombra de la casa, conseguía concentrarme en la lectura a lo largo de las horas más tenues, pero la inevitable siesta era interminable en medio de aquel marasmo demoledor en el que sólo se oía el ronroneo sordo y monótono de las hormigoneras. Hasta la serranilla del otro lado de la tapia había renunciado a regañar al vestiglo de su marido, lanzándole a voz en cuello sonoros improperios. Al cabo, llamó Milos. Los informes estaban listos. Le pedí que convocara de inmediato a la plana mayor. Llegué un poco antes que los demás y aproveché para leer atentamente una de las copias que se hallaban sobre la mesa de reunión. Cuando concluí la lectura, dudé si acaso mi boca sería capaz de emitir algún sonido. En esos papeles se hacía mención de una cantidad desmesurada, sin sentido propio para un particular, incluso para una organización no gubernamental; era una cifra no de hombre, sino de Estado. Y allí figuraban también las claves que la ponían al alcance de cualquiera que tuviera conocimiento de ellas. Tentado estuve de realizar el mayor golpe financiero de la historia. El corazón golpeaba con fuerza contra la caja que lo aprisionaba. No, realmente ese número no era un número de hombre. Ahí, ¿ves?, conseguí mostrarme razonable. Nosotros no disponíamos ni del respaldo ni del refugio con que contaba Evgueni. Si lo hubiéramos hecho, el gran oso hubiera montado en una cólera irrefrenable y nosotros apenas le cabíamos en una muela. En el mismo caso os encontrabais ante el león rampante y sin embargo seguisteis adelante haciendo uso de una temeridad que no admite adjetivos. No, se trataba de un caso distinto. En aquél podíamos negociar, en éste no. El gobierno en cuestión defendía con uñas y dientes, en cualquier instancia, la tesis de la ausencia total de su participación en el asunto; según él, fue una transacción entre una empresa privada y un gobierno extranjero. Nada os impedía intentar una negociación secreta, pero os pareció una entidad demasiado cercana y temisteis sus servicios secretos, además, estoy seguro de que creísteis, sin razón, que un gobierno democrático no es capaz de ciertas cosas cuando se trata de defender sus intereses, como una república bananera cualquiera. Admite que la cantidad de dinero no era comparable, en este último caso se trataba sencillamente de una extorsión, aunque estuviera dirigida a las más altas esferas. Aquélla daba realmente miedo, pues constituía, ahí es nada, el patrimonio robado, durante casi un siglo, a uno de los más grandes Estados del planeta. Cuando la mesa se hubo poblado del todo, defendí, pues, dicha opción. Todos se mostraron conformes. Únicamente se discutió sobre la porción del pastel que debíamos reservarnos y con qué cantidad convenía abrir las negociaciones. Aclarado este punto, pasé a exponerles mi plan. Partiría de inmediato a Moscú, pero no directamente, ni siquiera desde Madrid, puede que alguien se halle al acecho, controlando los movimientos de pasajeros, tanto de ida como de vuelta, entre nuestro país y esta capital, sino que haremos escala en París, desde donde compraremos los billetes para la siguiente etapa. Nicolai y Moussa me acompañarán. Milos objetó que tal vez fuera mejor que yo me quedara aquí, para tomar las decisiones que se impusieran en cada momento. Le repuse que no, que los asuntos locales no tenían más que seguir su curso, que ellos tenían instrucciones precisas a propósito de los objetivos y que albergaba una confianza plena en ellos. Además, una vez en Rusia e iniciados los contactos, la comunicación entre nosotros era desaconsejable, de modo que, quien fuera, debía tomar las decisiones solo. Vuk, ¿se han cambiado ya las claves de las cuentas? Sí, todas a la vez, como nos aconsejaste. ¿Hubo algún problema? Ninguno, la totalidad de los cambios fue aceptada. De modo que ya somos depositarios de una cantidad suficiente como para hacer temblar las bolsas del mundo entero. Así es. ¿Cuándo se hizo? Esta mañana. Encárgate de comprar tres billetes con destino a París para esta misma tarde y controlad de cerca las reacciones de los rusos. ¿Hemos recuperado alguna conversación al respecto? Todavía no. Puede que tarden unos días en darse cuenta. Milos se ofreció a acompañarnos al aeropuerto. De ninguna manera, tomaremos el tren y después el metro. Hasta salir del país, cualquier precaución es poca. Una vez confundidos en el tumulto de París, me sentí más libre para echar mano de la cartera y durante tres días llevamos la vida de tres turistas haberados, pero anónimos. No nos ocupamos de otra cosa más que de visitar los lugares emblemáticos, los monumentos ineludibles, los museos más reputados y los restaurantes más insignes. En París, el calor no había disminuido un ápice con respecto al que habíamos dejado dos mil kilómetros más abajo. También asistimos a dos espectáculos, el primero en la Ópera y el otro en el Crazy Horse, uno de los más selectos cabarets de la ciudad. Al mismo tiempo quise volver a visitar el cementerio del Père Lachaise, porque ese lugar sugiere y representa tantas cosas de París como la torre Eiffel o la colina de Montparnasse o el Sacré Coeur, pero además sugiere y representa mucho de nuestro mundo occidental, de nuestra visión de las cosas, de nuestro esquema para pensar el universo y de nuestra escatología. En el semblante de Moussa y Nicolai se podía leer bien a las claras que consideraban esa visita como absolutamente prescindible. ¿Por qué nos has traído aquí?-dijo al fin Nicolai. Para acostumbraros a la idea de la muerte. Muy amable de tu parte. Cierto, porque el que no medita sobre la muerte, no merece el título de hombre. Y somos tres hombres y no tres fantasmas los que nos hemos embarcado en una de las más difíciles aventuras que concebirse pueda. Transcurridos los tres días, nos plantamos en el aeropuerto Charles de Gaulle, ante la ventanilla de Aeroflot y compramos tres pasajes para el próximo vuelo a Moscú. Llegados a esta ciudad, Nicolai se convirtió en mi boca. Ello requirió al principio un adiestramiento y una gimnasia. Tuve que pensar en él no solamente como un utensilio de traducir palabras, sino como una máquina que debía avanzar o retroceder con objeto de situarse en la posición adecuada para hablar por mí. Pronto me convencí de que utilizando ese instrumento con la debida calma, no solamente no era un engorro, sino que constituía una ventaja, pues imponía un hábito de reflexión sistemática mientras se aguardaban las respuestas de los distintos interlocutores. Incluso en Moscú hacía un calor de mil diablos. Fue un verano de fin del mundo. En el aeropuerto recogimos un catálogo con los principales hoteles de la ciudad. Elegí el que me pareció más lujoso. Nicolai me aseguró que pertenecía a la mafia. Bueno, tampoco vayamos a meternos, de entrada, entre las fauces del lobo. Aunque no hubiera estado mal como rasgo de humor el venir a darle un golpe mortal a la mafia y conseguir que fueran ellos mismos quienes nos alojaran. Elegí otro entre los más suntuosos. Éste también. ¡Joder, pues empieza tú por decirme uno que no pertenezca a la mafia! No puedo sugerirte ninguno que no pertenezca a la mafia, sino alguno de los que no tengo ni idea si pertenecen o no. Bien, nómbrame uno, el mejor de los que ofrezcan dudas. Al bajar del metro, tomamos un taxi y nos dirigimos a él. Nos apeamos ante una inmensa torre semejante a las que aparecen en “El Señor de los anillos”. Dejé que se adelantara Nicolai para efectuar las formalidades. Una vez cumplimentadas, se acercó un botones luciendo un soberbio uniforme rojo y nos propuso acompañarnos a nuestras habitaciones. La mía poseía dos amplias ventanas desde las que se divisaba una buena parte de la ciudad, a una altura de vértigo, dos camas blanquísimas e inmensas, un sillón relax junto a la primera de las ventanas y una mesa de despacho, sobre la cual lucía un jarrón conteniendo flores naturales, con dos buenas sillas, una de ellas provista de ruedecillas, junto a la segunda. Los muros parecían hechos de azúcar en ciertas partes, mientras que en otras se hallaban revestidos de madera. Conté dos veladores, dos lamparillas sobre las mesillas de noche y las luces incrustadas en el techo. El suelo era de parqué. Serían aproximadamente las ocho de la tarde. Les había sugerido a mis compañeros que dentro de una hora bajáramos a cenar. Aproveché para tomar una buena ducha en un espléndido cuarto de baño forrado de mármol. Luego descendimos diez pisos hasta uno de los restaurantes. A través de amplios ventanales, que daban la impresión que entre el observador y la ciudad no había sino cristal y que los distintos pisos flotaban en el aire, comprobamos que todavía nos encontrábamos a una altura considerable. Aconsejé a mis acompañantes que pidieran una cena opípara, que la regaran regiamente, que se olvidaran de todo y que procuraran dormir a pierna suelta. “Carpe diem” es la consigna, mañana será otro día. Ellos parecieron entender el espíritu de la idea. Comenzamos por seguir los consejos del barman para los aperitivos. Para el resto, Nicolai nos fue de alguna utilidad. Y con los cafés y los licores alcanzamos fácilmente la media noche. Todavía nos tomamos un par de copas en el club, mirando hacia la ciudad aún activa. Por fin tuvimos que dar por concluida la velada, escalando de nuevo hasta nuestras altas moradas, tras un largo viaje en ascensor. Una vez en mi habitación, comprendí que no podría acostarme enseguida. Preferí sentarme un rato en el sillón relax a contemplar el paisaje y sus luces. Al venir del aeropuerto, había entrevisto una ciudad maciza, de cemento gris y líneas rectas. Los resplandores de la noche me ayudaron sólo un poco a imaginar la antigua capital de los zares, hecha de madera en llamas, que Napoleón recorrió a caballo, en una desesperada galopada hacia el vacío. Una vez más pude sentir, como quien siente un objeto que sostiene entre las manos, mi antigua fascinación por la historia, la literatura y el paisaje de la vieja Rusia, sobre todo y a pesar de todo, de la vieja, cuya alma austera parecía avezada en la contemplación asidua de la ceniza. Los personajes de Dostoievsky son todos como ascuas que palidecen en la cernada y los de Tolstoi la luz que todavía perdura debajo de toda consunción. Príncipe Mychkine, torpe e idiota, príncipe de raza extinta fui una vez entre la altiva estirpe de príncipes y condesas en el exilio, a la que me vi mezclado, sin saber cómo, al entrar en la dorada iglesia ortodoxa de París con mi ropaje de calle, sin otra pretensión que la visita casual. Pero quedé sacudido como si yo mismo fuera el joven sacerdote a quien otro más viejo zarandeaba como si de una rama de almendro se tratara, junto al altar. Luego se acercaron unas monjas vestidas de blanco de los pies a la cabeza y me dieron la comunión sin preguntarse quién era ni qué hacía allí. Ese pan de eucaristía me dejó tan atónito, tan embriagado, tan flotando en el aire, como lo estaba en ese momento. Entonces vi a aquellos seres majestuosos y serenos, tan absolutamente fuera de lugar, con una añoranza de su país tan intensa, tan callada pero al propio tiempo tan patente que parecía que una voz la estaba salmodiando más allá de los pilares, con la misma gravedad con que surgían sus cantos, y sin que nadie me dijera una sola palabra y aunque no hubiera leído jamás una sola línea ni hubiera sabido nada de ese pueblo, sentí que el alma rusa me hablaba desde dentro como se habla a un huésped extranjero. Aquella noche, mientras recordaba en mi habitación del hotel las vicisitudes de aquella ceremonia lejana, descubrí que mi rostro se hallaba bañado en lágrimas y que gotas de ese agua luminosa resbalaban por mi mejilla y me empapaban la camisa, porque tuve la sensación de que en poco tiempo lo había estropeado todo, había mancillado un tejido níveo, y ello era para siempre. En otras palabras, que cogiste una melopea de no te menees. No tanto, pero tuve que dejar transcurrir, sentado en el sillón relax, por lo menos hora y media antes de atreverme a entrar en la cama. Sin embargo, en cuanto lo hice, dormí hasta bien entrada la mañana, a pesar de que el sol había inundado, como una tromba furiosa, aquella habitación situada tan cerca de su propia morada que no le debió costar mucho trabajo bajar. A pesar de las pocas horas de sueño que había recorrido, me encontraba totalmente despejado y restablecido. Una buena ducha contribuyó a reforzar esa impresión. Durante el desayuno decidimos pasar a la acción de inmediato. La etapa inicial de nuestro plan, que ya habíamos trazado en su totalidad durante conversaciones anteriores, consistía antes que nada en comprar un coche; Nicolai había recibido el encargo, le recomendé uno de ésos que los concesionarios tienen para dejárselos probar a los clientes y que uno se puede llevar enseguida a casa, si así lo desea; luego, el segundo, en concertar una entrevista, a ser posible durante el día, con un periodista que, según Nicolai, había empleado treinta años de su vida siguiendo el rastro de la mafia y aprendiendo a esquivar sus coletazos. Se llamaba Guéorgui Lebedev y seguía escribiendo en un periódico moscovita de gran tirada. No íbamos a decirle toda la verdad, claro está, pero sí una porción suficiente como para darle una razonable certeza de que la colaboración que se le demandaba podía inscribirse en el memorial de su inveterada lucha contra la mafia rusa. Revisamos una última vez el papel y los argumentos de cada uno, así como las explicaciones que sólo había que dar si se nos acuciaba con preguntas. Yo era un periodista español, el cual, junto con otros colegas de su diario, había descubierto por casualidad, investigando otro caso de corrupción local, la caverna de Alí Baba donde se guardaban los tesoros, o una buena parte de ellos, acumulados por la mafia de su país. Pretendía devolverlos, mediante una razonable recompensa, a su legítimo propietario, el gobierno de Rusia. Con ello, además de la modesta recompensa para mí y para mis colegas que arriesgaron la vida en ello y la siguen arriesgando, obtengo la altruista ventaja de erradicar de mi país una mafia que estaba alcanzando un poder inmenso, insano e indeseable, cuyo incremento se hacía visible de un día para otro. Ellos eran mis ayudantes en esta misión, un guardaespaldas y un guía local. ¿Qué pretendíamos de él? Que nos orientara hacia el personaje más indicado para iniciar con él la gestión preliminar, es decir, el eslabón más alto de la administración que teníamos posibilidades de alcanzar en un primer contacto y, si fuera posible, se le pedía asimismo que nos sugiriera el camino para llegar hasta él. Todo estaba claro, así que, tras aguardar un rato a que Nicolai regresara con el coche y lo dejara aparcado en el subsuelo del hotel, nos encaminamos hacia la sede del periódico en cuestión. Durante el trayecto, que hicimos a pie, en un momento en que cacé al vuelo la mirada nostálgica que lanzaba Nicolai hacia las aguas oscuras y los malecones del Moscova, recordé que él era moscovita y que muy probablemente su familia vivía por allí cerca. Lo detuve en seco. Acaso quieras hacerles una visita, aunque sea breve, a los tuyos…. Porque si es el caso, convendría que la efectuaras antes de iniciar las hostilidades. Puedes tomarte la mañana para ello, aplazaremos la visita al periódico hasta la tarde. No. La negativa la largó con un tono tan cortante y decisivo que comprendí enseguida. No deseaba correr el menor riesgo, aunque fuera remoto, de comprometerles. Era lo más prudente, desde luego, así que no insistí en ello. Mientras caminábamos a lo largo de las macizas murallas rojas que rodeaban el inmenso rascayú de merengue del Kremlin, para entretenerles, le comenté a Nicolai ¿sabes que uno de los inquilinos de esta casa, según cuenta una leyenda, tuvo la peregrina idea de abandonarla para irse a hacer vida de anacoreta en Siberia, muriendo en la pobreza, en una pequeña cabaña prestada? Jamás he oído una cosa así. Bueno, no forma parte de la historia oficial, tan sólo es una hipótesis que manejan algunos miembros del círculo zarista y que ha trascendido e incluso se han publicado algunos libros. ¿Y quién sería ese personaje? Se trataría del zar Alejandro I, nada menos; el soberano que entró como vencedor en París tras haber derrotado al mismísimo Napoleón, quien poco antes pretendía haberle dado jaque mate tomándole esta ciudad en que estamos. Alejandro I murió en Taganrog, una pequeña ciudad situada en el mar de Azov, y está enterrado en San Petersburgo, en la Fortaleza de San Pedro y San Pablo, junto a la mayor parte de los zares. Ésa es, como te digo, la historia oficial. Sin embargo, los defensores de la mencionada teoría aseguran que en Taganrog falsificó su muerte y puso dentro del féretro, que no se abrió sino en contadas ocasiones, el cadáver de un oficial muerto accidentalmente. ¿Y por qué haría una cosa así? Parece ser que su participación, aunque indirecta, en la deposición y asesinato de su padre, el zar Pablo I, generó en él unos remordimientos que no hicieron sino aumentar a lo largo de su vida, hasta que se convirtieron en un dolor moral insostenible. El único remedio que encontró para aplacarlo fue la expiación en el rigor y la pobreza, con el auxilio de la religión, llegando a ser un santo varón. Para ello necesitó, evidentemente, la colaboración de varios funcionarios y, probablemente, de su hermano Nicolás, el futuro zar. Entiendo que es una historia peregrina, pero, ya sea falsa o verdadera, no está mal como historia, ¿no? Cierto, si es que realmente ha sido vivida, es indiscutible que lo habrá sido con fuerza, repuso Nicolai. Llegamos al fin a un enorme paralelepípedo ceniciento que exhibía las insignias del diario en cuestión. Preguntamos en recepción por el señor Guéorgui Lebedev. La respuesta debió ser la prevista pues creí comprender la palabra rusa que significa “español” y yo le había dicho a Nicolai que si inquirían por el motivo de nuestra visita, respondiera que un colega español deseaba entrevistarse con el señor Lebedev. Eso debía bastar para excitar su curiosidad. Si no fuera así, que diera el nombre del periódico para el que trabajaba. Si acaso no era suficiente, ya veríamos… El recepcionista descolgó el teléfono y pronunció tres o cuatro frases. Luego apuntó algo en un papel y se lo dio a Nicolai, añadiendo muy probablemente instrucciones suplementarias para encontrar el despacho del señor Guéorgui Lebedev en aquel edificio que debía ser un auténtico laberinto de celdas. Tomamos el ascensor y aparecimos en un larguísimo y concurrido corredor, con oficinas acristaladas a ambos lados. Por todas partes la gente se interpelaba a voz en cuello, se daba fuertes palmadas, lanzaba estentóreas risotadas. Todas las puertas estaban abiertas. De modo que Nicolai se plantó, indeciso, en el umbral de una de ellas. Dentro había un hombre alto, cuya delgadez dejaba aparente una prominente estructura ósea, pelo negro aunque con numerosas canas, piel clorótica tachonada de manchas marrones, vestía una chaqueta marrón francamente descolorida en los codos. Debía frisar los sesenta. Al cabo alzó los ojos de la hoja que estaba leyendo, nos vio e hizo gestos apremiantes para que pasáramos. Nos estrechó la mano a los tres y habló. Nicolai le respondía y en su discurso volví a oír la palabra que significa “español.” Me miró con ojos asombrados y me sonrió. Luego acercó unas sillas y nos las ofreció con ademán de franca campechanía. Por su parte, se sentó en la suya, al otro lado del despacho. Le dijo algo a Nicolai antes de dirigir otra vez la mirada hacia mí. Nicolai tradujo. ¿A qué debe el honor de nuestra visita? Ya me disponía a hablar cuando entró un sujeto por la puerta de daba a la oficina anterior, pasó por detrás de nosotros murmurando unas palabras, tal vez de disculpa, y se puso a revolver papeles en la mesa contigua a la de Lebedev. Tras él entró otro por la misma puerta que nosotros, pero viendo que nuestro anfitrión se hallaba ocupado, saludó y se fue. También el primero abandonó la oficina con unas cuantas hojas garabateadas a mano. Lebedev debió comprender ya que el tema que deseaba someterle era confidencial. Sin embargo, esperó pacientemente a que me decidiera a exponerlo. Se trata de la mafia rusa, alcancé a decir al fin. Sin aguardar traducción, hizo teatralmente el signo internacional que pone un sello sobre los labios. Seguidamente, a través de Nicolai, me llegó la proposición de que fuéramos a comer juntos a cualquier parte. Acepté encantado. A partir de entonces inició una conversación de índole gastronómica que Nicolai, bien adiestrado en una gimnasia inversa a la mía, traducía puntualmente y transmitía mis respuestas. Sólo cuando estuvimos en la calle admitió que no podía garantizar que su despacho fuera un lugar seguro y discreto para hablar de la mafia, habían sido demasiados años luchando contra la misma como para no colegir que ésta se hallaba interesada “de cerca” por él. Únicamente en la calle o en los lugares muy concurridos y ruidosos alcanzaba a sentirse relativamente cómodo abordando ese tema. Entonces le referí lo que había pensado decirle, que era una verdad a medias. Nunca creí que aquel hombre pudiera llegar a palidecer, dado el color amarillento, casi glauco, que poseía naturalmente su tez, sin embargo juraría que lo hizo. Permaneció en silencio incluso un buen rato después de que Nicolai le hiciera la última entrega de mis palabras. Usted va a desnudar a Pedro para vestir a Pablo, dijo al fin. Entendí el sentido de sus palabras y se lo hice saber. Aún así, considero que para su país resulta más ventajoso tener ese dinero dentro de las fronteras que en un paraíso fiscal a las puertas de África. Agachó su barbilla sobre el pecho y cayó de nuevo en una meditación profunda. Acabó por reconocer lo bien fundado de mi argumento. Por otra parte, no sé si son ustedes conscientes del peligro que corren, del engranaje mortífero en el que se disponen a entrar, o en el que tal vez ya hayan entrado y de manera irreversible además, con sólo tomar contacto conmigo. Me pregunto si han considerado, lejos como están de la realidad social rusa, una circunstancia elemental, si bien determinante; me refiero al hecho, incontestable hoy en día, de que la mafia ha estado dirigiendo este país inmenso desde hace casi un siglo y que conserva aún hoy una mano invisible en todas las esferas del poder, así como en todos los eslabones de la administración, en todos los sectores de la economía y hasta en los medios de información. Está al corriente de todas las investigaciones policiales porque está dentro de la policía, pone bastones en las ruedas del aparato judicial porque está dentro de él y mucho me temo que conozca en todo momento las intenciones del gobierno porque forma parte igualmente de él, o al menos tiene oídos situados muy cerca. A la mafia le sobra el dinero y las influencias para manipular el entero aparato del Estado. Si toman en consideración estos parámetros, tal vez nuevos para ustedes, comprenderán que en el momento mismo de establecer una conexión con una pieza cualquiera del eslabón administrativo, puesto que no se puede llamar, como ustedes comprenderán, a las puertas del Kremlin y decir quiero hablar con el Presidente, y aunque dicha pieza sea una persona perfectamente honesta pero que se verá obligada, como es natural, a propulsar la demanda hacia los estratos superiores, entonces tienen ustedes muchas posibilidades de establecer al mismo tiempo un contacto, muy probablemente letal, con la mafia. VIII Guéorgui Lebedev nos condujo a un tugurio largo y estrecho, sin ventanas, iluminado con barras de neón, donde se servía comida popular para la tropa de oficinistas y menestrales. Se disculpó por haber preferido un lugar tan cutre, alegando razones de seguridad. El periodista eligió una mesa situada hacia la mitad de esa especie de cañón. Era todavía algo pronto; no obstante, los comensales más adelantados comenzaban a instalarse alrededor. Lebedev no volvió a entrar en materia hasta que no se hubo llenado el local y la atmósfera se convirtió en una nube densa de humo y de conversaciones ininteligibles; se trataba, de hecho, de un único rumor profundo con miles de patas. Entretanto, los dos moscovitas se pusieron de acuerdo a propósito de un menú que nos diera una idea aproximada de lo que puede ofrecer la cocina tradicional rusa. Para empezar pidieron un plato que se llamaba stúden, el cual resultó ser carne de vaca desmenuzada con gelatina, luego seguimos con una sopa denominada solianka, de la que eligieron la variedad de pescado, para cambiar de la carne que contenía el plato anterior, como plato fuerte escogieron el pití, un estofado de carne de cordero con picantes y especias. Todo lo cual fue cumplidamente regado con un vino georgiano. Lebedev prosiguió. El hombre hacia el que les voy a encaminar es un antiguo detective del desaparecido KGB, lo cual no constituye una garantía, por sí misma, de hallarse limpio de polvo y paja, quiero decir de que no mantenga lazos con la mafia, pero sí lo es el hecho de que ha conducido una larga lucha de casi veinte años contra la misma, lo cual le ha procurado altos y bajos, junto con numerosos sinsabores, sobre todo estos últimos son el lote de quien osa oponerse, en este país, al omnipotente poder de la penumbra. Su nombre es Semion Kouliev y hoy en día es un alto funcionario del ministerio del interior. Dado que compartimos desde hace mucho los mismos intereses, nos une una vieja y sólida amistad. Le llamaré esta tarde para concertarles una entrevista con él. No obstante, mi consejo es, a pesar de todo, que olviden cuanto antes este asunto y tomen el primer avión que salga para Madrid. Y que una vez allí pongan toda la información de que disponen en manos del gobierno español, para que éste se entienda con su homólogo ruso. Cuando todo se haya resuelto, publiquen sus peripecias, hagan incluso un libro, tal vez puedan negociar con su gobierno la exclusiva de lo que pueda ser publicado, ésa será bastante recompensa, a mi modo de ver; en cualquier caso, una recompensa honesta y mucho más segura en todas las acepciones de la palabra. Les puedo prometer que se venderá como rosquillas y no le quiero decir nada si se traduce al ruso y se logran atravesar las barreras administrativas, lo cual me parece difícil, pero en fin…. Hemos pensado en ello, desde luego. Sin embargo, por lo que se refiere a esa pequeña alcabala que le vamos a pedir al Estado ruso, he sido mandatado por mis compañeros para negociarla. No hacerlo, constituiría, en cierto modo, una traición. Digámoslo de otra manera, sería la constatación sobre el terreno de la práctica imposibilidad de alcanzar el objetivo fijado. También se puede traicionar por cobardía. Cierto, pero tampoco se alcanza el heroísmo con la temeridad. No pretendo alcanzar el heroísmo, sino ofrecer a mis colegas y a mí mismo la merecida retribución de nuestros actos, los cuales ya han conllevado en varias ocasiones riesgo de nuestras vidas. Por otra parte, si fracaso en este intento, pienso que mis colegas no tendrán otra opción que la que usted acaba de apuntar. ¿Sabe cuál será el precio a pagar por su fracaso? Mire, la vuelta atrás es imposible. A estas alturas, el grupo mafioso establecido en España nos estará ya buscando. Se trata de un árbol que ha desarrollado poderosas y prolongadas raíces, bien alimentado como está por el flujo incesante que le viene de Gibraltar, así como por los múltiples negocios y especulaciones que mantiene sobre el terreno. Si es preciso, habrá solicitado refuerzos. Le aseguro que es tan peligroso allá como aquí, pero sólo aquí podemos hincarle la espada en la mismísima cabeza. Será realmente la lucha del caballero contra el dragón que echa fuego por sus fauces. ¿Y ha leído usted alguna historia en la que no haya salido vencedor el caballero? Esa es una respuesta de irresponsable. ¿Y qué sería de la virginidad de las princesas si todo caballero no fuera, en el fondo de su alma, un desahuciado irresponsable? Lebedev estalló en una risa estentórea y goliardesca, que tampoco hubiera imaginado jamás saliendo de su pecho sutil como el de un tuberculoso. Muy bien, admitió al fin, cruzaremos este Rubicón. Esta noche, a eso de las ocho, nos volvemos a ver aquí. Entonces les diré cuándo se producirá la entrevista con Kouliev y si les recibe en su despacho del ministerio o en otro sitio. Apuró el último sorbo de vodka que habíamos pedido con objeto de prestarle un auxilio a nuestro aparato digestivo, quiso pagar la cuenta pero no se lo permitimos, le dije que éramos nosotros quienes teníamos que agradecerle el inmenso favor que nos hacía, así como el tiempo que nos consagraba, entonces se despidió hasta la noche. Una vez fuera del bullicioso tabuco, determinamos que nos convenía sobre todo caminar para que toda la máquina del organismo ayudara al estómago a machacar la cantidad de comida, buena a pesar de todo, pero ciertamente excesiva, con que lo habíamos cargado. Por bromear, le dije a Moussa ¡quién te ha visto y quién te ve, matita de hinojo! Ayer comiendo un bocadillo con una cerveza de pie, a pleno sol, y hoy banqueteándote por todo lo alto a derecha e izquierda en París y en Moscú. A ello me respondió con un razonamiento que bien podría equipararse a nuestro proverbio “más vale un poco de pan con sosiego que muchos manjares con rencilla”. Cierto, según lo que acabo de oír, puede que todas estas gollerías se nos conviertan en “carne de buitrera, que suelen pagar bien el escote los que a comerla vienen,” como dicen en mi tierra. Nicolai confesó que tenía conocimiento de que la mafia gozaba de un poder elevado, pero no sabía aún que ello fuera hasta ese punto. Aquí estamos indefensos –terció Moussa-, no tenemos ni una mala pistola para hacer frente a la menor emboscada y lo más peliagudo, desde mi punto de vista, es que, en caso de enfrentamiento, no seríamos tratados con igualdad por parte de un aparato judicial que se adivina, como mínimo, no muy sano. A lo peor, totalmente parcial, remató Nicolai. Traté de apaciguar un poco los ánimos. Como ya os dije, el gobierno nos protegerá; por lo menos hasta que le entreguemos las claves y no las tendrá mientras no estemos sanos y salvos tras las puertas de casa. En tanto le llega conocimiento de nuestra existencia, tendremos que abrir bien los ojos; pero ello es cuestión de horas, si todo sale bien. Además, es posible que elementos de la mafia hayan reparado en nuestra presencia junto a Lebedev, pero en ningún modo pueden ser conscientes todavía de la amenaza que representamos. A no ser que Evgueni haya descubierto ya la jugada y haya vislumbrado el ataque. Sabemos, sin embargo, que Evgueni teme a los servicios secretos de su país, no se imagina que cuatro gatos pelados hayan sido capaces de dejarle sin plumas y cacareando, a él, que es un águila real. Pero de todos modos debemos estar alerta. Pienso que, si corremos peligro, ello será, como os he dicho, durante unas cuantas horas, entre el momento en que Lebedev le comunique la información completa a Kouliev, a partir de ahí podemos considerar que la caja de Pandora está abierta, es decir, que todo es posible, y el momento en que nos entrevistemos con un alto responsable del gobierno. O sea, a partir de ahora, poco más o menos. Nos quedamos mirando a Moussa como si hubiéramos estado esperando sus palabras para darnos perfecta cuenta de la delicada situación en que nos encontrábamos, de que los plazos habían concluido de verdad y de la necesidad, también, de hacer algo de manera urgente, de preparar al menos una estrategia de defensa. Nuestro margen de maniobra era, no obstante, limitado. Reflexioné un instante. Durante el día, pienso que estamos relativamente seguros si integramos las tupidas hordas de turistas, lo cual, además de prestarnos protección, ensanchará nuestra cultura. Por la noche, en cambio, somos de todos modos más vulnerables, poco importa lo que hagamos. Mi propuesta es que finjamos instalarnos en nuestra habitación para dormir y, a poco, la abandonemos incógnito. Seguidamente, usando nuestra segunda documentación falsa, nos registremos en otro hotel de categoría más modesta, con objeto de dificultarles la búsqueda en cuanto descubran nuestro quite. Pero bueno, objetó Moussa, eso en el caso de que nos sigan; si no es así, más vale que vayamos directamente a ese nuevo hotel, porque desde luego el método más elemental para encontrar nuestro rastro, e incluso para acabar con nosotros allí mismo, es aguardarnos no lejos de la recepción o de nuestras habitaciones. Pienso, no obstante, que cuando nos entrevistemos esta noche con Lebedev, hay grandes posibilidades de que ya nos estén observando, aunque tal vez se curen muy bien de manifestar su presencia. Si hiciéramos lo que dices, perderíamos la ocasión de burlar su vigilancia y les conduciríamos nosotros mismos a nuestra nueva guarida. Por el contrario, si no acuden a presenciar la cita, tampoco es probable que nos aguarden tan pronto en el hotel y aunque lo hicieran, presumo que no lanzarían de inmediato un ataque, esperarían un mejor momento. Puede que me equivoque, pero pesando bien ambas posibilidades considero que mi propuesta es más segura. Claro, lo que se impone es entrar con mucha precaución en nuestras habitaciones. Y se me ocurre una idea totalmente descabellada que no funcionará, pero que si funcionara nos reiríamos un rato, aparte de que nos proporcionaría como respiro la noche entera. Cuando les desvelé ese detalle del plan, ambos hicieron mofa abiertamente ante tamaña puerilidad, incluso yo me reí francamente de ella. La vamos a poner en práctica, de todos modos, porque no nos cuesta nada, concluí. Hagamos pues unas compras antes de que la jauría comience a querer mordernos los jarretes. Ah, y si alguien desea hacer aguas menores o mayores, ahora es el momento; más tarde tal vez sea peligroso aislarse en cualquier lugar. Una vez hechas las compras, con una bolsa en la mano, como cualquiera de los incontables grupos de turistas que pululan por la ciudad en verano, nos fuimos a visitar la plaza roja, en cuya entrada se encuentra la recoleta y jaspeada catedral de San Basilio, de donde dicen que surgía un andrajoso y ayunador pope para proferir, al paso del zar, cuando éste salía de su palacio del Kremlin, los más graves improperios. Los hombres de su séquito murmuraban que sería preciso intervenir de un modo u otro para acallar a ese hombre, pero el zar replicaba que no tenían sino que dejarlo hacer, pues era la voz de Dios. He ahí una muestra significativa, les dije a mis acompañantes, de la grandeza de esta nación. El autócrata de todas las Rusias, resignándose a los airados vituperios de un desharrapado, se muestra más digno de su cargo que al frente de sus ejércitos de militares y de funcionarios. Lo cual prueba que la modestia y el autodominio caen bien en cualquier asiento. Cuando seáis inmensamente ricos, acordaos de esto, añadí para animarles. Tras ello, atravesamos el umbral de la iglesia y penetramos en una oscuridad fresca y acogedora, que nos cayó como un bálsamo sobre la piel después de haber soportado el sol ardiente y cegador de fuera. Por un momento creí que estábamos solos en las tinieblas de una caverna, atravesadas aquí y allá por fuegos y resplandores dorados. Pero poco a poco fueron apareciendo los púrpuras, el brillo mate de la plata y por fin los iconos y las gentes avanzando a su antojo en grupos nutridos. A un lado se veía una concentración mayor que las otras, agrupada en semicírculo alrededor de un sacerdote revestido de nata y oro. Nicolai nos proporcionó la exégesis de la escena. Se trata de la ceremonia de la veneración de las reliquias de San Basilio. Avanzamos hacia la congregación, pero antes de llegar concluyó el rito y el sacerdote nos daba ya la espalda, así como el resto del clero que lo acompañaba. Los curiosos, o los fieles, o una mezcla de ambos, se dispersaba, dejando ver una mesa que, en lugar de tablero, tenía un cristal, a través del cual podía verse un icono, lo que parecían libros de tapa dura con inscripciones y pinturas, pero que tal vez eran relicarios, y luego algunos objetos de plata, lámparas o incensarios. Todo ello rodeado de flores naturales. Desde las tripas de esa mesa hasta el artesonado y marquetería de techos y rincones, se observaba el predominio de estos dos colores, dorado y púrpura, con algunas pinceladas de plata. El conjunto daba la impresión de una suntuosidad y un lujo oriental, impregnado de la sangre de Cristo. De repente sentí el peso de una mirada como una losa que, sin darme cuenta, me hubiera puesto a sostener mediante un esfuerzo progresivo. Alcé los ojos y vi al autor de la misma. Uno de los sacerdotes, joven, vestido, él, de ocre y oro, no terminó de retirarse con los demás, sino que había regresado, fingiendo ordenar objetos aquí y allá; tenía un rostro muy blanco que parecía hecho con retazos de sábanas y unos ojos muy negros, con los cuales nos echó aún tres o cuatro vistas inquisitivas. Comprendí que se quedaría más tranquilo si nos alejábamos de las reliquias de san Basilio. Lo hicimos. Tanto Moussa como Nicolai escrutaban a través de la gelatinosa oscuridad, sin perder de vista la entrada. Me preguntaba cómo se las habría arreglado Lebedev para comunicar esa delicada información a Semión Kouliev. Esperaba que no lo hubiera hecho por teléfono, aunque fuera con un lenguaje críptico. Ambos eran, según parece, personajes provectos, con una larga experiencia en la lucha contra la mafia. Indudablemente habrá tomado precauciones, me dije. Sin embargo, a ese argumento se le podía dar la vuelta como a un guante. Precisamente a causa de esa oposición inveterada, pertinaz, hacia la mafia, ésta no habrá escatimado medios para acercar sus oídos lo más posible de sus bocas. Hoy en día, la técnica aporta instrumentos dotados de una eficacia temible y en ese aspecto yo mismo podía hablar con conocimiento de causa, ¿qué no sería para nuestros ricos y poderosos adversarios? A estas alturas, el toro habrá sentido ya el aguijón en el pescuezo, razoné, y estará furioso. Habrá iniciado las pesquisas en España, para borrar de la faz de la tierra a los nuevos detentores de las claves, después de haberlos torturado profusamente, por supuesto, para que les revelen los cambios introducidos en las mismas, pero también habrá activado todas sus células sensibles aquí en Moscú, donde sospecha que va a acabar llegando, tarde o temprano, el dinero escamoteado, pues de casa les parece que viene el golpe, aunque la verdad es que contra éstos poco parece que puedan hacer. En cuanto detecte nuestra presencia, sin embargo, comprenderá que hemos venido a entregar dichas claves y que no tiene más remedio que enviarnos a pudrir malvas, empleando para ello el procedimiento que haga falta, sin exclusión de los más extremos y truculentos, antes de que pongamos por obra nuestro designio. Tal vez ni siquiera estemos seguros en medio de las masas de turistas, dado el volumen del capital que está en juego. También yo me puse a escudriñar meticulosamente los rasgos de cuanto rostro caía en mi campo visual, con objeto de ver si descubría algún brillo sospechoso, particularmente intenso, por inquietud o exceso de atención. En especial de los que surgían desde rincones oscuros, de detrás de las columnas, o del interior de capillas, en cuyas pupilas quemaban todavía las candelas de los altares. El recinto, a pesar de su inquietante tenebrosidad, nos protegía, no solamente por su naturaleza sacra, sino también por el arte que contenía, surgiendo allí donde quisiera posarse la mirada. Razón por la cual traté de demorarme el mayor tiempo posible. Pero al fin tuvimos que abandonar la iglesia, pues las miradas negras del sacerdote pálido se hacían cada vez más frecuentes e inquietas. Al trasponer el umbral, la rutilante luminosidad exterior nos cegó en el mismo momento en que una nueva tromba de gente accedía al templo. Mientras nos abríamos paso entre la muchedumbre, conocimos instantes de incertidumbre, cada individuo que surgía de la marea humana podría ser el portador de una daga o de una pistola y desbrozarnos un camino hacia la muerte antes de que pudiéramos darnos cuenta de lo que había sucedido. Atravesamos, sin embargo, el tropel con más miedo que pena e iniciamos nuestro avance a través de la plaza roja. Ese teatro al aire libre de las glorias soviéticas me produjo un cierto malestar, una sensación parecida al remordimiento de un pecado que yo mismo hubiera cometido y era ciertamente una mezcla de nostalgia y desilusión. Pensé que eran muy pocos los fervores del desgraciado siglo veinte que merecieran ser salvados para la posteridad, el lector que consiga leer, en los tiempos venideros, hasta el final la historia de ese siglo aciago, cerrará con un horror y con un hastío cercano a la náusea las tapas de semejante libro. Se podrá discutir si en él se produjo o no el Apocalipsis anunciado por Juan, pero de lo que no hay duda es que generó el advenimiento de la prostituta escarlata, uno de sus símbolos más claros de desilusión, degeneración y muerte irrevocable e irremisible, con la cual hemos fornicado cuantos hemos vivido esos tiempos malogrados por el infortunio, excepto acaso un puñado de seres perfectos, si los hubiere, porque parece que siempre tiene que haberlos. En el otro extremo alcancé a ver un imponente edificio de ladrillo rojo y tejado blanco, con múltiples torreones coronados por conos de dicho color, como si hubiera acabado de nevar en el mes de agosto. Le pregunté por él a Nicolai. Es el museo histórico, repuso. Pues vamos a dejar pasar en su interior un buen rato, ahí sí podemos demorarnos porque justamente uno va para demorarse. Permanecimos en él hasta la hora del cierre, con los nervios cada vez más tensos a medida que se acercaba el momento fijado para la cita con Lebedev. Sin proponérmelo, como si de un movimiento peristáltico se tratara, mientras observaba los objetos expuestos en las vitrinas, los incunables de los anaqueles, los cuadros, los retazos de la capital que se podían percibir a través de las ventanas, no podía dejar de imaginar las escenas que se habrían sucedido durante esa larguísima tarde, bajo la corteza de pizarra y de cemento de la urbe, a partir del instante en que se había producido la fuga de información. Si es que realmente ésta había tenido lugar. Y no podía parar de temer que así había sido y consideraba como un hecho absolutamente portentoso, casi improbable, que pudiéramos estar disfrutando, a nuestro sabor, durante toda la extensión de aquella sobredorada tarde de un verano perfecto en su serena madurez, de semejante tranquilidad, tan resueltamente cuajada en todo aquello que podía alcanzar nuestra vista. Sin embargo, a medida que iban pasando los minutos, comenzaba a cundir la esperanza de que el milagro se estuviera gestando en toda su rotunda magnificencia, en medio de aquellas pinturas cubiertas de la pátina de los siglos y de aquellos papeles amarillentos, exhibiendo una caligrafía enigmática, incomprensible para mí, tal una profecía declarada en lenguaje críptico y simbólico. Sentados en un banco de la plaza situada a las espaldas del museo histórico, esperamos un rato más, desconfiando ya de cualquiera, hasta de los turistas japoneses que tomaban fotos en las que forzosamente habíamos de salir. Cambiamos, a poco, de banco pues nos habíamos situado en un punto en el que se cruzaban muchas líneas de mira para las instantáneas, las del Kremlin, las del Carrusel, las del propio museo histórico. Pero entonces nos inquietaban los automóviles que circulaban a nuestras espaldas, excesivamente cerca. La incertidumbre de la muerte es mil veces peor que la muerte misma. Fíjate, ahora sabes que vas a morir y pareces tranquilo. La has asimilado ya la muerte, te has resignado a ella. El hombre que sea capaz de efectuar esa operación sin que lo encañonen con una pistola, en verdad puede aspirar a todo. Pero con la pistola, es una actitud casi banal; los ojos de Leviatán la han contemplado hasta la saciedad. El temor a la muerte es sólo una cuestión de imaginación y también de experiencia del dolor, por supuesto. Mas en este último aspecto nada tienes que temer entre las manos expertas de Leviatán, verás tan sólo un punto de luz antes de entrar en la sombra espesa; si te portas bien, claro. Me pregunto qué demonios van a ganar con mi muerte los que te envían, si la información que poseo está a buen recaudo y la comparto con mi organización. Leviatán es un ejecutor, no se hace preguntas. Sin embargo, pienso que algo habrán previsto a este respecto…. Por el contrario, la acción es un buen remedio contra la angustia, aunque se trate de un mero paseo, incluso si somos perfectamente conscientes que dicho paseo nos conduce todo recto hacia el lugar en que nos aguarda el peligro. Cuando al fin nos encaminamos, con paso lento, hacia la taberna en que debíamos encontrarnos con Lebedev, sentí el corazón más ligero y determinado, a pesar de que toda una tarde de reflexiones intensas me habían llevado al convencimiento de que había muy pocas probabilidades de que saliéramos con vida de aquella empresa, la cual se hallaba, ciertamente, muy por encima de nuestras posibilidades. Pero ¿acaso podíamos parar desde el momento en que procedimos al secuestro de Ruano? Ese acto significó ya un atentado contra los intereses de grupos poderosísimos, a partir de ahí no tuvimos otra elección más que la huída hacia delante. Si exceptuamos, por supuesto, vuestra osada injerencia en los asuntos íntimos de la altiva paloma. Vosotros mismos le pusisteis el segundo brazo al torno que os había de aplastar. Si quieres mi punto de vista, aunque ya no te sirva de gran cosa, todo lo demás hubiera pasado, excepto esto, tus otras travesuras hubieran podido ser consentidas, en espera de ser asimiladas, pero no ésta, que fue la gota que hizo desbordar el vaso; si bien yo en realidad no sé nada, a decir verdad. Acudimos a nuestra cita diez minutos antes de las ocho. Lebedev todavía no estaba. No hubo más remedio que pedir unos aperitivos mientras lo aguardábamos. Personalmente no tenía todavía ni pizca de hambre. Le pedí a Nicolai que, cuando llegara el momento, eligiera algo ligero para mí. Pasaba un cuarto de las ocho y Lebedev no había asomado la nariz. Comencé a inquietarme. Eran cerca de las ocho y veinte cuando apareció al fin. Se disculpó por el retraso. Había contactado, en efecto, a Semion Kouliev. Los dos hombres hablaron a solas en un parque público, tratando de dibujar sobre un mapa imaginario el camino menos peligroso y más discreto para llegar hasta Timofei Bouriev, ministro del interior. Hicieron verdaderos equilibrismos lingüísticos para elegir la frase que debería ser depositada en cada instancia previa, la cual habría de ser, por una parte, lo suficientemente ambigua como para no revelar el objeto de la demanda, y por otra, lo suficientemente aleccionadora como para que los funcionarios no decidieran postergarla sine die o echar la solicitud directamente a la papelera. Kouliev regresó entonces al ministerio con el propósito de iniciar inmediatamente las gestiones, pero se habían dado cita de nuevo a las siete para que éste le comunicara el resultado de las mismas. Lebedev pasó el resto de la tarde en su despacho del periódico sin recibir la menor llamada inquietante o sospechosa. Llegada la hora, fue a encontrarse con su amigo en el lugar convenido. Timofei Bouriev se hallaba fuera de Moscú y estaba previsto que su ausencia durara dos días; fue su secretario personal, Iouri Savrassov, quien atendió a Kouliev. El cual secretario insistió en que debía conocer los pormenores del caso antes de decidir si alcanzaba el suficiente peso específico como para importunar al ministro o si éste podía y debía delegar en un nivel inferior. Kouliev no tuvo más remedio que exponer el asunto con todo detalle. A partir de ahí, razonó Lebedev, todo depende da la capacidad de la mafia para interceptar los diferentes mensajes emitidos y para descodificarlos o captar su posible interés, así como de la lealtad de Savrassov. Pero lo mismo podría decirse del propio Timofei Bouriev. Según una expresión de Kouliev, nos hallábamos caminando en una noche cerrada por terreno pantanoso. Cualquier asidero, cualquier punto de apoyo, puede ser en realidad una trampa. Savrassov estuvo de acuerdo en que el asunto era de la máxima importancia y merecía ser tratado directamente por el ministro en persona. A él le incumbe asimismo, añadió Savrassov, juzgar acerca de la fiabilidad de dichos periodistas. Por consiguiente, inscribió la cita en la agenda de Bouriev con el epígrafe “prioridad absoluta” y les convocó pues para dentro de dos días, a primera hora, en el despacho del ministro de interior. Hasta entonces, insistió Lebedev, si estuviera en su lugar, andaría con pies de plomo, ninguna precaución será superflua o exagerada. Realmente, han tomado sobre sus espaldas una empresa harto complicada y comportando un riesgo elevadísimo. Con este acto, acaban de colocar a una organización criminal poderosísima entre la espada y la pared, forzándola con ello a emplear recursos desesperados. Si acaso están al corriente de ello, peinarán Moscú en su busca y, si llegaran a encontrarles, les aseguro que no se andarían con chiquitas. Estas últimas frases de Lebedev no aportaban ningún dato nuevo para mí, pero contribuyeron a mitigar todavía más mi ya tambaleante apetito. No obstante, me esforcé por apurar el contenido de mi plato, a fin de demostrar serenidad a los demás. La empresa había sido acometida a instancias mías y debía dar la impresión de que no había perdido por completo el control de la misma. Concluido al fin el ágape, nos despedimos de Lebedev y echamos a andar. ¿Tomamos un taxi? -sugirió Nicolai. Todavía no, caminemos un rato. Cuando vi que habían pasado por lo menos diez taxis libres, entonces le dije a Nicolai que podía parar al siguiente. Antes de subir al mismo, encomendé a Moussa la tarea de vigilar discretamente si algún coche nos seguía durante el trayecto. Nicolai, siguiendo mis instrucciones, había indicado al conductor que parara ante la puerta misma del hotel. Subimos directamente a las habitaciones. Tomando la precaución de detener el ascensor un par de pisos antes y alcanzar el nuestro, con todo sigilo, por la escalera. Llegados ante nuestras respectivas puertas, procedimos igualmente con suma cautela. Las fuimos abriendo e inspeccionando una a una. Tras ello, cada cual permaneció apenas diez minutos en su pieza. Luego nos encontramos en el pasillo e iniciamos el descenso, pero en esa ocasión enteramente a través de las escaleras. Nicolai llevaba una camisa blanca demasiado estrecha, a duras penas debió conseguir abotonarla, Moussa y yo, por el contrario, lucíamos otra excesivamente ancha, con lo cual nuestros contornos habituales resultaban distorsionados. Habíamos pensado salir por la puerta del garaje, utilizando nuestra tarjeta de clientes; sin embargo, al llegar a los pisos más bajos, observamos que sólo nos cruzábamos con personal de servicio. Nicolai nos pidió que le siguiéramos. Nos mezclamos con la abundante población de empleados sin que nadie reparara en nosotros y, entre ellos, conseguimos abrirnos camino hasta una salida, en la planta baja. Allí había unos operarios sacando contenedores de basura. Pusimos manos a la obra y sacamos unos cuantos. Ellos nos lo agradecieron vivamente. Nicolai les devolvió unas cuantas frases igualmente entusiastas. Y de este modo echamos a andar por la acera. Nos cruzamos con varios coches repletos de sujetos que presentaban todos ellos una talla considerable, así como una catadura más bien aviesa. Pero podían ser empleados del hotel que concluían su turno de trabajo o se disponían a iniciarlo. Sea como fuere, nadie paró mientes en nosotros. Caminamos durante un buen trecho, siguiendo a Nicolai, mirando más hacia detrás que hacia delante. El tráfico comenzaba a bajar de presión y las amplias arterias de la ciudad se iban sosegando. Sin embargo, nuestro nerviosismo se incrementaba. Hasta entonces, la muchedumbre había sido un escudo para nosotros, pero a esas horas los transeúntes se iban haciendo cada vez más raros. Al cabo, Nicolai, con un gesto, nos indicó el nuevo hotel. Se trataba de un establecimiento sin demasiadas pretensiones. Justo lo que buscábamos. Hoteles como ése los había a miles en los barrios más modestos de Moscú. El recepcionista nos tomó los falsos nombres sin detenerse más tiempo del que hacía falta para descifrar la escritura distinta que figuraba en los documentos. Y sin manifestar el menor recelo, nos dio las llaves de las habitaciones. Contrariamente a lo que había supuesto, caí sobre la cama como una pesada rueda de molino, cansada de dar tantas vueltas, y entré enseguida en un sueño profundo del que no salí hasta oír la alarma de mi móvil. Aún así, resulta que se agotaron todos sus pitidos antes de que consiguiera hacer suficiente acopio de valor para detenerla. Llamé a la puerta de Nicolai y no obtuve la menor respuesta. En balde insistí tres o cuatro veces. Hice lo propio con la puerta de Moussa y el resultado fue el mismo. Regresé a mi habitación por miedo de despertar a los inquilinos de todo el corredor. Sentado en la cama, me puse a reflexionar acerca de tan extraños síntomas de somnolencia en los tres. No tardé en concluir, pues mirándolo bien no había otra explicación, que nos habían administrado un somnífero en la cena, el cual tardó un cierto tiempo en hacer su efecto. Dado que yo había comido en menor cantidad que mis compañeros, forzosamente la dosis que me fue administrada era menor. No se trataba de ningún veneno puesto que me encontraba ya en perfecto estado y no sentía la menor molestia. Querían solamente dormirnos bien, aunque, por supuesto, en otro lugar. Me pregunté si su propósito se limitaba a registrarnos con la mayor comodidad posible, o bien si con ello pretendían asesinarnos sin correr el menor riesgo. Dado el apremio en que se hallaba nuestro poderoso enemigo, no me hice ninguna ilusión a propósito del estado en que a esas alturas se encontraría el melón que habíamos colocado, en las tres habitaciones, sobre la almohada y debajo de una peluca, así como de la entereza de la otra almohada, la de la cama contigua, que habíamos ocultado debajo de la sábana. En fin, eso sería así si no hubieran detectado el vulgar subterfugio, cosa que parecía poco probable en unos profesionales del crimen organizado. Por otra parte, ya no nos hacía falta ir, tal como habíamos previsto, a nuestro primer hotel para verificar si el ataque nocturno se había producido, pues a ese respecto no albergaba la menor duda. Quedaba, en todo caso, averiguar si habían caído, por inverosímil que esto pudiera parecer, en la superchería o no y por lo tanto si tenían o no el convencimiento de que nos habían eliminado. Me pareció tan poco probable que hubieran mordido un anzuelo tan pueril que deseché la idea de disponer de al menos unas horas de tregua. No de que hubieran reventado a tiros los melones, sino de que, tras ello, no se hubieran dado cuenta del tipo de cabeza que había estallado y del tipo de cuerpo, exangüe, que habían perforado las balas. En cualquier caso, no cabía esperar más que unas cuantas horas de respiro, pues evidentemente la singular noticia, propagada por el personal de servicio, de unos melones que unas atónitas mujeres de limpieza encontraron acribillados a balazos en una habitación de hotel, se difundiría como la pólvora y no tardaría en llegar a oídos de una organización que tantos ha conseguido esparcir por todos los rincones de la ciudad, para que nada, de poca o mucha monta, se les escape. No, más valía no presentarse de nuevo en ese hotel, al menos no por el momento. Estudiando mejor el asunto, mientras aguardaba a que amanecieran los durmientes, considerando por otra parte que más valía no movernos todavía de donde estábamos, caí en la cuenta de que la mafia tenía, cierto, el mayor interés en eliminarnos, pero no sin antes registrarnos para encontrar las credenciales con las cuales íbamos a presentarnos ante el gobierno, o, de no encontrarlas, interrogarnos utilizando algún método particularmente eficaz para que se las entregáramos de viva voz, en caso de haberlas memorizado. Con todo, no cabía la menor posibilidad de que hubieran abandonado la habitación sin, al menos, un registro minucioso, descubriendo con ello la farsa. Mas si ello era así, ¿cuánto tiempo tardarían, utilizando tal vez la propia red policial, en averiguar nuestro paradero? Tal vez, me dije, lo mejor sería no demorarse en exceso, ni aquí ni en ningún otro sitio, por cierto. Había amanecido ya. Volví a insistir ante las puertas de mis dos compañeros con golpes un tanto más intensos, puesto que ya no se trataba de la misma hora, pero con idéntico resultado. Regresé a mi habitación algo contrariado por ese pequeño contratiempo. Sin embargo, observando el balcón abierto de par en par, concebí la esperanza de que ellos hubieran hecho otro tanto, era cierto que debíamos tomar precauciones, pero con el bochorno infernal que hacía, incluso de noche, resultaba imposible dormir sin tener, no una sino varias ventanas abiertas, para crear corriente de aire. Salí afuera y vi que los balcones estaban separados tan sólo por unos cincuenta centímetros. Me acerqué más para comprobar que, en efecto, Nicolai tampoco había cerrado el suyo. Entré de nuevo, cogí un taburete, subí en él, puse un pie en una barandilla, luego, sin mirar al vacío, el otro en la otra, cayendo sin percances en el balcón de mi vecino Nicolai. Durante un instante me impresionó su inmovilidad, sin embargo, al acercarme más, comprobé que respiraba. Lo sacudí levemente sin obtener reacción alguna. Tuve que sacudirlo más fuerte para que empezara a volver en sí. Al final abrió los ojos y me reconoció, pero aun así su aturdimiento duró varios minutos. Al fin habló. ¿Qué pasa? Le comuniqué mis sospechas. Sin replicar, se lavó la cara y se vistió, con gestos cada vez más rápidos a medida que iba tomando conciencia de lo que había sucedido. Cogí, por mi parte, otro taburete semejante al que había encontrado en mi habitación y, según idéntico procedimiento, pasé a la habitación de Moussa. Éste roncaba profusa y sonoramente. Lo sacudí bien desde el primer momento. Cuando al fin abrió los ojos le dije que se vistiera rápido y acudiera a la habitación de al lado. Mientras tanto, Nicolai y yo habíamos determinado que ya era tiempo de abandonar el hotel y desayunar en otra parte. Con tal propósito caminamos durante media hora o algo más, hasta que, habiendo considerado que nos habíamos alejado lo suficiente del lugar en el cual habíamos pasado la noche, nos detuvimos en la terraza de una cafetería, a orillas del Moscova. Formábamos un trío bastante particular, si uno se para a considerar la estampa; un tipo alto, con una camisa ceñidísima, como si quisiera poner de relieve su poderosa caja torácica, y otros dos que parecían nadar dentro de las suyas, ofreciendo, por esa razón, un aspecto rechoncho y poltrón. No era un trío, desde luego, que tuviera muchas posibilidades de pasar desapercibido, pero no estaba insatisfecho, en el fondo, con el cambio de imagen, pues el rastro visual que dejábamos podría desconcertar a nuestros perseguidores, al menos durante cierto tiempo. Lo ideal, razoné, sería cambiar, con esa misma radicalidad, con la mayor frecuencia posible. Decidí que conservaríamos ese aspecto hasta media mañana, luego nos compraríamos una ropa distinta. Mi imaginación divagó un poco tratando de encontrar un estilo que nos cambiara tanto, al menos, como lo había hecho el que lucíamos en ese momento. Entonces, sin saber por qué, me vino a la memoria la escena que habíamos contemplado la tarde anterior, durante nuestra visita a la catedral de San Basilio, y la idea estalló ante mi vista como un cohete de fuegos artificiales. Sin poderlo evitar, sonreí. Tras un copioso desayuno, nos sentamos en un banco a ver pasar los barcos que transitaban por el caudaloso Moscova. Bien comidos y bien dormidos, no nos encontrábamos mal, después de todo. Por otra parte, convenía ver el lado bueno de las cosas; habíamos logrado sobrevivir a la noche; lo cual, dadas las circunstancias, no estaba tampoco muy mal. Tan sólo nos quedaba pasar ese día y una noche más. Después, nuestra situación mejoraría ostensiblemente, siquiera por un tiempo. Venga, les dije al cabo, vayamos otra vez de compras. Ambos me lanzaron una mirada recelosa. Por el camino les expliqué mi plan. Esta vez, ambos se mostraron menos escépticos con mi sugerencia. Más aún, Nicolai repuso, no sin cierto entusiasmo, que conocía unos grandes almacenes instalados en un antiguo monasterio, ni más ni menos. Nunca imaginé una encrucijada tan sugerente entre la vieja y la moderna Rusia, el Zar Pedro I habría alucinado en colores. Allí encontraremos seguramente lo que buscamos, junto a todo tipo de ropa, así como los utensilios y complementos más variados. Perfecto, repliqué, porque también tenemos que comprarnos algo decente para asistir a la recepción de mañana en el ministerio y no he querido decir con ello que el hábito religioso sea una vestidura indecente, ya conocéis mi predilección por tales indumentos, pero tendréis que convenir conmigo en que el contraste con el asunto que nos conduce hasta el despacho del ministro sería tan drástico que no resultaría fácil tomarnos en serio. Nicolai nos condujo, en efecto, ante la imponente fachada de un fastuoso monasterio ortodoxo. Pasado el umbral, sin embargo, nos hallamos en el interior de unos grandes almacenes como los demás, sólo que el techo lucía unos magníficos artesonados y en las paredes se podían contemplar frescos de indudable valor artístico, algún que otro cuadro, crucifijos, taraceas espléndidamente labradas, en fin, un pastiche flagrante y un oxímoro absoluto. No pude sino pensar en la escena bíblica de Jesús expulsando, látigo en mano, a los mercaderes del templo de su Padre, acaso ellos mismos clérigos. Pero la impresión no duró mucho, antes bien, me pregunté si venderían en efecto hábitos de pope, o si ello había sido una deducción fácil y precipitada de Nicolai. Seguí los pasos del mismo y sí, allí estaban, en efecto, negros y venerables, aguardando a quien quisiera comprarlos y hacer con ellos el uso que le viniera en gana. Cierto, yo compré hábitos benedictinos en Madrid, pero tuve que mentir ¡Dios me perdone! Un dependiente nos atendió con suma amabilidad, sin hacer preguntas, muy profesional. Nos midió el cuello para calcular la talla y nos trajo la que nos convenía a cada uno. Dijimos que, antes de probárnoslos, deseábamos adquirir otros efectos. Nos repuso que no había problema, podíamos seguir comprando y pasar después. Así lo hicimos, elegimos un traje conveniente para el próximo día, camisa, zapatos, corbata, todo de lo mejor, faltaría más, y antes de salir, recogimos los hábitos, pasamos por los probadores, nos los endosamos, pagamos todo y salimos con ellos puestos a la calle, sin que ello pareciera sorprender a nadie. Nos miramos los tres y no pudimos sino concluir que el cambio operado en nosotros era milagroso. Inmediatamente me sentí como más ligero, igual que si de un momento a otro fuera a flotar por los aires. Es el comienzo del don de levitación, un principio alentador para mi recién iniciada experiencia mística, me dije, regocijándome de mi renovado buen humor. Nicolai nos propuso que nos dirigiéramos a un sector de la ciudad que se hallaba a proximidad de varios monasterios e iglesias, así nuestra presencia se encontraría mayormente justificada. Objeté que si nos abordaba un verdadero pope nos veríamos en una situación embarazosa. No porque haya algunos monasterios en los alrededores el barrio va a estar negro de popes, repuso Nicolai. Además, los popes no suelen hablarse cuando se cruzan por la calle, a no ser que se conozcan. Bueno, admití que no era una mala idea, vamos allá. IX Dado que no teníamos ninguna prisa, antes al contrario, fuimos dando un plácido paseo, procurando imitar la cachaza y la prosopopeya de los eclesiásticos de cualquier parte del mundo. Fue un agradable deambular buscando la sombra por las calles de una ciudad luminosa y ardiente que, salvo por la arquitectura antigua, a trechos, no se correspondía en absoluto al estereotipo que suele tenerse de Moscú, o por lo menos al que yo tenía. Tomamos asiento en un parque, bajo unos copudos cedros, y platicamos con un buen humor que, posiblemente, ninguno de nosotros reconocía en los demás. Después de tantas horas de tensión, en el momento en que ésta comenzaba a relajarse, debía ser que emergía sencillamente la pura alegría de sentirse vivo. Fue preciso, incluso, recomendarle a Moussa que no dejara vagar tanto su mirada tras las muchachas de falda cortísima que pasaban contoneándose delante de nosotros, luciendo unas larguísimas y bien moldeadas piernas, pues tal actitud no acababa de corresponder con el estatuto eclesiástico ni con los votos que se suponía había efectuado. Moussa pareció confuso al principio, pero los tres acabamos riendo de buena gana. Sonó la hora de comer y nos encaminamos a un restaurante situado al borde mismo del parque. Decidimos, con objeto de ajustarnos a nuestro nuevo estatuto eclesiástico, mostrarnos parcos y comedidos en la elección de nuestros platos. Acudió a atendernos un hombre moreno, calvo, de patillas excesivamente largas acabadas en punta de arpón, cuya apariencia era oriental, quizá de alguna de las provincias asiáticas de este vasto país, o más bien de alguna lejana república de la antigua URRS. Parecía ser el patrón, vista la manera con que mandaba sobre los restantes camareros. Que nos sirviera el propio dueño nos pareció una atención particular, privilegio debido al estamento eclesiástico que ostentábamos. Sin embargo, a medida que transcurría la comida, fui notando cómo un velo de recelo se iba espesando en sus ojos y afectaba a la naturalidad de sus gestos. Se lo dije a Nicolai y éste repuso que tal vez no nos hubiera hallado demasiado convincentes en tanto que popes. Cuando vino a tomar nota de los postres, no se dirigió a Nicolai como solía, puesto que fue él quien primero le habló, sino que se encaró conmigo. Mi intérprete respondió en mi lugar pero, según contó Nicolai más tarde, aquél repuso con cierta insolencia que era a mí a quien le correspondía decidir qué postre iba a tomar. Nicolai le explicó, serenamente y con buenos modales, que sus dos acompañantes eran dos hermanos griegos, de visita en Rusia. La respuesta pareció dejarlo un poco cortado, de repente. Aun así, se alejó murmurando algo entre dientes. Si se hubiera mostrado un poco más discreto, ése habría sido el hombre que nos hubiese enterrado. No fue él quien se encargó de traer el pedido, sino que le pasó la hoja a uno de sus empleados, quedándose enseguida atrincherado tras la barra. Desde allí no nos perdía de vista, sus ojos oscilaban hacia arriba y hacia abajo, su mirada iba claramente de nosotros a algo que parecía sostener entre las manos, oculto bajo el mostrador. De pronto desapareció. Nicolai, exclamé, este tío ha ido a telefonear. Nos levantamos los tres al mismo tiempo y precedidos de Nicolai avanzamos hacia el camarero que se hallaba en ese momento sustituyendo al patrón, tras la barra. El empleado notó algo extraño en nuestra actitud, seguramente una precipitación rara, un paso demasiado vigoroso para poner en movimiento las sotanas de unos religiosos. Nicolai lanzó con ostentación sobre el níquel muchos más billetes de los que hacían falta para pagar cualquier comida. No podían argüir que nos marchábamos sin pagar. En eso emergió el patrón de un pasillo oscuro. Al vernos tan cerca, sus ojos semejaron dos bolas de billar con un agujero negro en medio. Se hallaba tan próximo a nosotros que pudimos ver con toda claridad nuestras fotografías, que traía olvidadas entre las manos. Cuando consiguió salir de ese pasmo, con el que seguramente no contaba, se puso a gritar como un poseído. Sus hombres se abalanzaron hacia nosotros, pero los primeros en llegar salieron propulsados por los puños de Moussa y de Nicolai. Yo agarré por el cuello una botella vacía de una mesa vecina, la rompí estrepitosamente y me coloqué por delante de mis amigos, amenazando a la segunda oleada de esbirros con delantal. Vámonos, dije. Y salimos pitando. Los que todavía podían correr se lanzaron tras de nosotros, pero la confusión y las dudas y probablemente la botella rota que todavía conservaba en la mano les hicieron perder un tiempo precioso. Nos dirigimos al parque en el que habíamos estado anteriormente y allí les dimos el esquinazo gracias a la espesa vegetación que exultaba por todas partes. Tenemos que cambiarnos, les dije. Detrás de aquellos matorrales. Lo hicimos a trompicones y trastabillando, pero bien escondidos. En ese mismo lugar abandonamos las venerables vestiduras y surgimos equipados cual dinámicos ejecutivos surgidos de un almuerzo de negocios. Avanzamos con paso rápido hacia una de las salidas sin percibir ni el menor rastro de nuestros perseguidores. Sin embargo, cuando ya estábamos a punto de alcanzarla, entró un tropel de gorilas con manga corta y una furia tal que nos derribó por el suelo. Pensé que ahí concluía nuestra aventura. Sin embargo no se detuvieron ni a mirarnos. Tenían, entre ceja y ceja, un pliegue que rezaba “tres popes, tres popes…” No prestando atención a nada más, de este mundo o del que ha de venir. Casualmente, en ese momento se detenía un autobús a unos pocos pasos de donde estábamos. Lo tomamos sin dudar un instante. A la tercera parada pusimos el pie a tierra. El vehículo se puso a dar la vuelta a una plaza en cuyo centro lanzaba sus chorros largos una fuente. Cruzamos la calle y desde la otra acera paramos un taxi. Apenas nos habíamos instalado en él, vimos llegar a toda velocidad tres coches cargados de gorilas con manga corta y armados con fusiles de asalto. Pasaron de largo, entraron en la plaza y, a la salida de ella, interceptaron el autobús que, tras recoger a sus pasajeros, se disponía a iniciar la marcha. Mientras el taxi tomaba velocidad, pudimos vislumbrar cómo unos hombres armados subían a bordo, como si estuvieran participando en una cacería privada y el zorro se hubiera metido en un herbazal, pero ello en plena ciudad. El taxista no parecía haber notado nada de particular, excepto los aullidos de los neumáticos y la velocidad, y si lo hizo, no emitió el menor comentario. Nicolai le dio una dirección situada en las antípodas de la ciudad. Una vez apeados, echamos a andar en fila india, separados por una distancia de unos quince o veinte metros. Las aceras se hallaban concurridas a esas horas. Un coche, con todos los asientos ocupados por hombres, avanzaba lentamente hacia nosotros, por la parte opuesta de la calzada. No se detuvo porque probablemente se hallaban todavía buscando a “tres popes, tres popes…” Pero aquella visión probaba que la mafia contaba con suficientes efectivos como para patrullar todas las calles de la capital. Seguimos adelante por esa misma avenida, pero cinco minutos después Moussa se dio cuenta de que el mismo vehículo había dado la vuelta y se había puesto a avanzar, con la misma lentitud, aunque en esta ocasión, obviamente, venía por el lado nuestro de la calzada. Nicolai se coló de rondón en el primer local abierto que le vino a la mano. Moussa y yo le imitamos. Mientras nos instalábamos en una de las mesas del fondo, vimos a través de las sucesivas ventanas cómo el coche en cuestión se alejaba muy despacio. Ya sabíamos que los bares y las cafeterías y los restaurantes no carecían de peligro. Pero ya que estábamos dentro, debíamos tomar una consumición. Lo contrario no hubiera sido discreto. Justo en la última mesa, descubrimos a un sujeto retaco y adiposo que, en cuanto le echamos la vista encima, apartó la suya con un gesto de postiza indiferencia. Le encomendé a Moussa, situado de cara a él, que no lo perdiera de vista. Dejando aparte al cebón de marras, que ya no cumpliría los cincuenta y cinco, el resto de la clientela estaba compuesta por jóvenes de uno y otro sexo. Se veía que se trataba de un bar especializado en el particular estrato que va de los veinte a los veinticinco años, es decir, en esa capa medianera entre las últimas instancias de la juventud y las primeras de la edad madura. El camarero se acercó con total naturalidad a tomar nota del pedido. Ni en ese momento, ni a su regreso con las bebidas solicitadas, observé nada anormal en su comportamiento. Moussa, ¿qué hace el individuo del fondo? Escarba en su teléfono. Malo…. No me gusta nada ese tipo. Apurad y vámonos de aquí. En lugar de eso, Nicolai escondió su cara entre las manos y bajó la cabeza. Un segundo antes de que completara el gesto, vi que había palidecido intensamente. Me sorprendió su actitud. Alcé los ojos y lo único que me llamó la atención fue una pareja que acababa de entrar en el establecimiento y avanzaba hacia nosotros. Nada anormal, desde luego, en el lugar en que nos encontrábamos, al menos nada que pudiera justificar la extraña reacción de Nicolai. La muchacha poseía, es cierto, la esbeltez de una llama, pero en fin… Me fijé más en ella. Su rostro reflejaba, a decir verdad, tal belleza sobrecogedora que, en la situación en que me encontraba, no dudé en compararla a esos ángeles de hermosura insufrible que algunos guerreros aseguran haber visto, durante unos pocos instantes, tomar la dirección de una carga y desaparecer después, tanto es así que yo mismo quedé, al reparar bien en la visión, como fulminado y conturbado a la par. Sólo entonces creí entender, en fin, algo, el comportamiento de Nicolai. No obstante, a medida que se acercaba, el inasequible fulgor azul de sus ojos se hacía más intenso y noté que se hallaba orientado hacia Nicolai. Cuando ya sólo estaba a unos pocos pasos de la mesa que ocupábamos, hizo un gesto con la mano a su acompañante para que se detuviera. Al mismo tiempo, un mechón de su larguísima cabellera rubia le cayó sobre los ojos y ella lo apartó con suavidad pero con una concentración extrema. Dio unos cuantos pasos más y entonces pude ver que esos dos topacios diáfanos se llenaban de un agua transluciente hasta desbordarse y derramar dos gotas de rocío que destellaron en su mejilla arrebolada como las facetas de un diamante. ¡Nicolai! –exclamó involuntariamente, con toda probabilidad, en un sollozo sordo y casi inaudible.- Éste alzó el rostro, mas sus ojos se hallaban todavía cerrados. Seguidamente se puso en pie y ambos se abrazaron. El joven que la acompañaba se quedó tan anonadado como nosotros mismos. La escena había atraído igualmente miradas curiosas provenientes de todo el local. Fue Nicolai el primero en hablar. Y lo hizo, para gran sorpresa mía, en castellano. Aunque mi asombro estaba destinado a subir todavía tres tonos cuando la oí a ella responder en la misma lengua, con un acento impecable. Sin embargo, lo que se decían no era nada tranquilizador. Dile que se vaya, dijo él. ¿Te has vuelto loco? – replicó ella.- Dile que se vaya, o lo hago yo. Como la muchacha no reaccionaba, Nicolai inició un movimiento hacia el acompañante. Pero ella, con otro gesto semejante al anterior, se lo impidió. Y dirigiéndose hacia el incrédulo joven, le dedicó unas palabras suaves, si bien firmes, en ruso. Éste palideció de rabia, apretó los dientes, mas dio la vuelta y se fue. ¡Caballeros –dijo Nicolai en voz baja-, les presento a mi hermana Dunia! Pero ella no le escuchaba. ¿Cómo te has atrevido a hacer una cosa así? Tenía cara de chulo de putas. ¿Me estás llamando puta? Sus ojos lanzaban ahora cortantes láminas de acero. Recordé la situación en que estábamos y decidí intervenir. Cálmese señorita, tengo la certeza absoluta de que no es eso lo que su hermano quería decir, ni siquiera hacer. Si lo dijo fue, por extraño que le parezca, para reemplazar lo que no podía en absoluto decir en las circunstancias actuales. Sin embargo, le prometo que, en cuanto salgamos de aquí, le daremos las explicaciones debidas; se las daré yo, en cualquier caso. En eso miré de nuevo hacia la puerta y vi que unos hombres armados con fusiles de asalto corrían hacia ella. Nicolai tomó de la mano a Dunia y nos ordenó que le siguiéramos. Pero al darse la vuelta se encontró con el tipo rechoncho apuntándole con una pistola. Yo ya me hallaba vuelto hacia él, comprobando en ese momento que sólo miraba a Nicolai. Mi mano tropezó sola con una botella de coca-cola vacía, la cual estrellé contra el cráneo seboso del desgraciado pistolero, produciendo dentro de él un ruido sordo pero eficaz. Se desplomó y saltamos por encima de su cuerpo. Si bien Moussa tuvo la serenidad de recoger su arma. Los esbirros de la mafia, por su parte, ya habían penetrado en el local dando gritos espantosos, seguramente instando a los presentes a echarse por el suelo, lo cual algunos hicieron de inmediato. Apenas había terminado de meterse Moussa por el pasillo, cuando oímos los impactos de las balas contra la pared del fondo. Corrimos a través de un pasadizo oscuro. A mano derecha vi que se hallaban los servicios, con las puertas que se abrían hacia fuera. Mientras pasaba, casi sin detenerme, dejé abiertas las puertas de los aseos, tanto de damas como de caballeros. Llegando al cabo del corredor, lancé una fugaz mirada a nuestros perseguidores, al tiempo que éstos apartaban de un manotazo las mencionadas puertas. Luego eché un vistazo hacia delante para comprobar que nunca podríamos salvar a tiempo la distancia que nos separaba de la pared tras la cual se hallaba la calle. Nos iban a cazar como si de un ejercicio de tiro al pichón se tratara. No podía consentirlo. Yo les había metido en esto, yo les sacaría. Aunque tuviera que dejar la piel en el intento. Me dije lo que me digo siempre, haz lo que nadie espera que hagas. Inicié lo que debía parecer una huída desesperada pero sólo fue para alcanzar a Moussa y pedirle la pistola. Éste me la cedió, no sin emitir un gruñido de protesta. Con el arma en la mano, di un salto hacia atrás para colocarme pegado a la pared, junto a la entrada del pasillo. Alcé la pistola por encima de mi cabeza y aspiré una bocanada de aire. El estrépito de las botas resonaba ya muy cerca. Entonces me lancé por el túnel de la muerte hacia delante precedido por una boca de cañón que escupió fuego por dos veces. Tal como había supuesto, los gorilas corrían con la cabeza gacha y el fusil descuidado. Los dos primeros fueron alcanzados en el pecho, pero tan cerca de mí que apenas tuve tiempo de echarme al suelo antes de que se desplomaran. Debido a la inercia, no tocaron el piso sino unos metros más allá, tras haber tropezado con mi cuerpo. El tercero de ellos no había visto nada, y se levantaba sin haber comprendido ni jota de lo que acababa de ocurrir. Simplemente sus compañeros se habían caído por una razón aún desconocida y él había sido incapaz de evitarlos. Sin levantarme, le disparé a tan sólo unos metros de distancia, justo en medio de la espalda, partiéndole sin duda en dos la columna vertebral. Se puso a mugir como un toro malherido y a retorcerse. Pasando por encima de su compacta masa corporal le dí el tiro de gracia en la nuca, pero sólo para que se callara, pues sus gritos me habían helado la sangre. Los otros dos se movían todavía como dos serpientes con la cabeza cortada, pero los dejé así porque no gritaban. Eché allí mismo el arma y salí de nuevo al aire libre. Moussa cabalgaba la pared, aguardándome. Me ayudó a saltar del otro lado pues me encontraba exhausto. Tras cruzar la calle, corrimos hacia la esquina, donde nos detuvimos. Al doblarla vi que Nicolai había parado un taxi y nos aguardaba con la puerta abierta. Su hermana Dunia se hallaba ya instalada en el asiento trasero. Moussa y yo procuramos retener la respiración y serenarnos en seco. Apenas habíamos cerrado las puertas cuando un coche giró en el cruce, delante mismo de donde nos encontrábamos, haciendo derrapar las ruedas, obligando a frenar estrepitosamente a los que venían en uno y otro sentido. Luego el motor rugió en una aceleración furiosa e interminable. El taxista profirió una maldición antes de arrancar. Recliné la cabeza y cerré los ojos para velar la despavorida expresión que debía ofrecer, pues dentro de mi cráneo resonaban aún los espantosos mugidos de muerte que lanzaba el esbirro. No pude percibir bien el paso del tiempo pero calculo que el taxi estaría circulando como media hora. Al bajar, fue Nicolai quien tomó la palabra. Las calles están patrulladas, los establecimientos públicos vigilados, sólo quedan, en mi opinión, los parques. Afortunadamente Moscú los tiene inmensos, tanto que parecen selvas. He hecho detener el taxi aquí porque hay uno cerca. Vamos, no hay tiempo que perder. Durante el trayecto he reflexionado bastante y tengo algunas ideas bailándome en la cabeza. Para empezar, tendremos que separarnos. El cliché de tres hombres vestidos de cualquier manera y obedeciendo a esta y esta descripción ha sido ya ampliamente difundido. Ahora somos dos los guías conocedores del terreno y de la lengua, podemos escindirnos en dos grupos. Moussa y yo elegiremos un parque para dormir a la intemperie, no éste, sino otro, para variar. Vosotros podéis asumir el papel de la pareja irregular que busca un hotel de precio moderado para pasar la noche. Así, rompemos sus esquemas y tenemos más probabilidades de pasar inadvertidos. Por otra parte, resulta evidente que mañana no nos dejarán aproximarnos al ministerio, pero tengo un plan. Ahora soy yo el que quiere ir a hacer unas compras antes de que cierren. Dunia, vosotros vais a casa de nuestra tía Anastasia y le pides el vestido más viejo y harapiento que le quede en los baúles. Y de paso le puedes decir que comunique a nuestra madre tu viaje a España, conmigo. Dunia abrió unos ojos como platos. Tráelo oculto en una bolsa de plástico. Entrad por esta puerta del parque y sentaos en uno de estos bancos. Procurad estar aquí alrededor de las ocho. Y sin más, nos despedimos. Cuando uno acaba de matar por primera vez a tres hombres, uno de ellos casi a sangre fría, y no ha tenido tiempo todavía de asimilar bien ciertas consideraciones, se asemeja a un árbol seco que un huracán trae de acá para allá. Por supuesto que me había planteado una y mil veces la reflexión de que, si no lo hubiera hecho, ellos no habrían mostrado la menor piedad en enviarnos a todos a pudrir malvas y lo habrían hecho, además, como si practicaran un deporte, pero tales razones, perfectamente válidas y comprensibles, en conformidad con el código moral más estricto, que nos obliga siempre a velar ante todo por nuestra propia vida como un objeto precioso, a no ser que la queramos sacrificar en tanto que acto heroico de abnegación en aras de un principio o bien superior, no conseguían, sin embargo, borrar de mi mente los mugidos de agonía que profirió aquel desgraciado, ni insuflar en mi cuerpo el calor suficiente como para que volviera a circular por él mi sangre garrapiñada. En medio de la acción trepidante, de esa concentración del tiempo y dilatación del espacio, fue esa dimensión sonora, de una elasticidad inconcebible, la que supo dar tanta relevancia a la presencia de la muerte como si fuera el más solemne oficio de difuntos. A Dunia le bastó una mirada para comprender el tropel de sentimientos y reflexiones que atravesaban mi mente. Venga, me dijo con una voz cuya ternura era un milagro justamente por ser una voz desconocida, concédame más bien las explicaciones prometidas. Que no hiciera preguntas sobre lo que ocurrió en ese pasillo, implicaba una confianza en mí que ya desde entonces empecé a agradecerle. Hice un esfuerzo por volver a la realidad. Empecé por preguntarme si debía decirle toda la verdad, como de hecho estaba tentado de hacer para corresponder a la generosidad con que ella me estaba tratando, pero Nicolai no había tenido tiempo de darme instrucciones y era su hermana. Yo no tenía derecho a decidir en ese aspecto, aunque era obvio que si venía con nosotros a España no podía tardar en darse cuenta de la verdadera situación. Con todo, le correspondía a Nicolai darle esas explicaciones delicadas. Así que opté por presentarle la misma visión que ofrecimos a Lebedev. Su hermano no deseaba implicar a su familia, razón por la cual no fue a rendirle la obligatoria visita. Sin embargo, en cuanto usted lo reconoció en público y conociendo la gran probabilidad de que estuviéramos siendo vigilados, como así era de hecho, ya lo ha visto, no podía dejarla marchar con aquel muchacho. La mafia está decidida a cualquier cosa y no hubiera dudado un instante en utilizarla a usted, o a cualquier otro miembro de la familia, como medio de presión para obtener que abandonáramos nuestras pretensiones. Ésa es igualmente la razón por la cual usted debe ahora acompañarnos a España y ello sin que le sea posible tomar el riesgo desatinado, probablemente fatal, de despedirse directamente de los suyos. Dunia caminó en silencio durante un buen trecho. No importa, tía Anastasia le dará las oportunas explicaciones y mamá comprenderá. Hay que tener cuidado, no obstante, al aproximarnos a la casa de su tía, aunque el parentesco no sea tan cercano, nunca se sabe… Antes de entrar, observaremos bien los alrededores, por si acaso hay moros en la costa… Dígame, ¿cómo es que habla usted tan bien el castellano? Lo estudiamos Nicolai y yo juntos en la facultad. Nos lo tomamos tan en serio que, cuando no queríamos que los demás nos comprendieran, utilizábamos esa lengua. Cuando mi hermano me comunicó que se iba a España a buscarse la vida, le respondí enseguida que yo me iba con él, pero se negó en redondo. Hasta tal punto estaba empeñado en no llevarme que no se despidió de mí. Me quedé muy decepcionada, porque Nicolai y yo siempre hemos estado muy unidos y también porque tal aventura, desde que él la mencionó, me hizo enseguida mucha ilusión. Hasta el final conservé la esperanza de que él se arrepintiera y me llevara consigo. Pero un día desapareció y estuvo mucho tiempo sin dar noticias. Durante las primeras semanas, todos estaban al corriente de dónde se había ido, menos yo. Bueno, ya ve. Esta vez ha cambiado de opinión. Rió de buena gana. Así es mi hermano, imprevisible. Venga, haremos una parte del trayecto en autobús. Cualquier hombre solo o acompañado de otros me resultaba sospechoso. Es verdad que las parejas me inquietaban menos. Sobre todo las parejas que se veían claramente unidas por un aura especial. Desde la ventanilla divisé numerosos coches repletos de hombres solos, la mayor parte de ellos circulaban o bien excesivamente despacio o bien a velocidades de vértigo, tratándose de vías urbanas. Pensé que debía cambiarme de nuevo de ropa y se lo dije a Dunia. La cual aprobó y aún añadió que un corte de pelo no me iría tampoco mal. Pero aplazamos eso hasta después de la visita a la casa de la tía Anastasia. Tras bajar del autobús, todavía caminamos durante un buen cuarto de hora. Al fin me declaró que habíamos llegado, pero me propuso que nos sentáramos antes un poco en un banco con objeto de escrutar bien los alrededores. Nos encontrábamos en una espaciosa avenida por la que fluía un tráfico intenso. Las aceras se hallaban igualmente concurridas, pero nadie se detenía en ninguna parte. Miré hacia arriba. A pesar del calor que no cejaba, las ventanas solían estar cerradas, por el tráfico, supuse, pero también ondeaban en muchas de ellas espesas cortinas, señal de que se encontraban abiertas. En todo caso, me dio la impresión de que los habitantes de esos apartamentos no se interesaban por lo que ocurría en la calle. Dejamos pasar unos cinco minutos, durante los cuales no observamos nada anormal, y luego nos decidimos a avanzar hasta el portal y llamar al timbre. A través del interfono resonó una voz de mujer. Dunia respondió brevemente. El batiente de hierro forjado se abrió. Junto a la escalera, en la oscuridad, vislumbré la puerta del ascensor. Dunia apretó el botón de llamada y tuvimos que aguardar durante un lapso considerable. Cuando llegó el cajón ante nosotros, se detuvo con cierto estrépito. Se veía el interior iluminado con una luz verdosa. Pasamos adentro y mi compañera apretó el botón número diez. Todavía había muchos otros por encima. El ascensor era viejo, ascendía muy lentamente. Dunia me confesó con un asomo de sonrisa no solamente en los labios sino también en sus espléndidos ojos azules, que Nicolai, durante las fiestas familiares, solía imitar a su tía Anastasia, disfrazándose con sus ropas que previamente le había escamoteado. Todos, incluida la tía, se reían mucho con la farsa. De repente me di cuenta de que esa sonrisa, a pesar de que era sincera, tenía también algo de dramático. Estaba claro que Nicolai pretendía entrar solo en el ministerio, disfrazado de su tía Anastasia, y después enviar a un lugar determinado una escolta policial en nuestra búsqueda. Espero que todos esos ensayos le hayan conferido un arte depurado. Descuide, la imitación es impecable. Afortunadamente, Dunia tenía una conversación fácil, porque su belleza era tan obvia y tan vistosa, que resultaba extremadamente complicado hacer abstracción de ella y ello acaba siempre por crear una cierta turbación, pues siendo tan evidente la causa, sólo queda esperar a ver cuáles son los efectos y cómo los gestiona cada uno. Ella no podía ignorar la reacción que producía en los seres cargados eléctricamente con el signo opuesto, a no ser que fuera una de esas ingenuas o benditas como a veces las hay, porque hace falta serlo para no interpretar correctamente la razón de ciertas reacciones primarias, en las que, por error de la naturaleza, la sazón corporal no viene acompañada por la madurez sensual. En fin, dada la diferencia de edad que existía entre los dos, pensé que había ahí como un hueco o intersección que podía ser llenado por una relación que fuera aceptable para ambos, es decir, de amistad o de camaradería, dejando de lado todo lo demás y catalogándolo como, digamos, interferencias. Porque algo tenía que haber entre ella y yo, sea lo que fuere. Y ello iba a ser, muy probablemente, si es que lográbamos salir del atolladero en que nos encontrábamos y regresar a España, una relación más bien paternal, pues habrá que ayudar a estos dos chicos, me dije, a establecerse y a abrirse camino en el nuevo medio que les espera. Sí, ése iba a ser mi comportamiento, el eje de mis posibilidades, al menos mientras pudiera mantenerlo. Ella también lo entendería así, dadas las circunstancias que acabo de mencionar, sin que sea verosímil que espere otra cosa. Y ello no carece de importancia, porque, entre dos personas que se acaban de conocer, siempre se crea una especie de terreno virtual, con una serie de características y propiedades, con un clima particular y una naturaleza distinta para cada caso. Y en la creación de dicho espacio, las primeras palabras, gestos o miradas, las primeras impresiones, en suma, son determinantes. Esa reflexión me tranquilizó porque ya sabía cómo conducirme ante ella y qué debía hacer para encauzar ciertas sensaciones colaterales. Salimos a un rellano oscuro. Dunia dio la luz de la escalera y pulsó un timbre. Nos abrió una anciana huesuda y con una altura portentosa. Al abrirse la puerta me sorprendió encontrar en el vano un rostro a ese nivel. Sonrió antes de besar a Dunia en ambas mejillas. Las dos mujeres intercambiaron brevemente unas palabras. El esparvel nos miraba alternativamente a uno y a otra. Al cabo pronunció unas palabras que parecían dirigidas a ambos. Dunia tradujo. Mi tía Anastasia se complace en recibirle en su modesta casa. Con tales propósitos, la espingarda dio unos pasos atrás, permitiéndonos entrar. Recibidor y pasillo se hallaban empapelados con motivos y colores semejantes a los que vimos en la catedral de San Basilio. A mano derecha se veían unas puertas cristaleras lacadas en blanco, por donde penetraba un poco de luz, las cuales abrió nuestra anfitriona, invitándonos a pasar al salón. Éste se hallaba pintado igualmente de blanco y en él se hallaban diseminados muebles un tanto toscos aunque sólidos. Más allá había otras puertas cristaleras gemelas de las primeras y entre ellas un sofá tapizado en rojo con volutas bordadas, sobre el cual nos incitó a sentarnos acompañando sus palabras con los gestos oportunos. Dunia transmitió la propuesta. ¿Le apetecería un té? Respondí afirmativamente. Entonces salieron ambas a prepararlo. Cuando regresaron con el samovar, la anciana venía con un rostro realmente preocupado. Su sobrina parecía querer tranquilizarla, pero en sus ojos se leía, a pesar de todo, el espanto. Luego dio la impresión de insistir en que Dunia me tradujera algo. Al final lo hizo. Mi tía Anastasia pregunta si puede hacer algo por nosotros, pero ya le he dicho que no debemos quedarnos mucho tiempo por temor a causarle problemas. Repuse que no pensaba que nos hubieran seguido, por eso entramos, aunque lo más razonable era que nos fuéramos pronto y que pasáramos la mayor parte de nuestro tiempo en sitios impersonales, que no comprometieran a nadie. Por esa razón, en cuanto apuramos el té, nos dispusimos a salir, rogándole que nos disculpara por una visita tan intempestiva y apresurada. En una silla del recibidor había una bolsa de plástico que la tía le entregó a la sobrina. Abrió la puerta y, bajo el umbral, la tomó de las manos para darle, con toda probabilidad, algunas recomendaciones. Finalmente se besaron en signo de despedida. A mí me ofreció los recios huesos de su mano para estrechar. Apenas habíamos andado cien metros cuando nos topamos con una patrulla de la mafia. Cuatro hombres dentro de un coche, entorpeciendo la circulación, avanzando a paso de yunta. Ocho ojos clavados en nosotros. Cuando todavía estaban algo lejos, se lo advertí a Dunia, al tiempo que reflexionaba en voz alta a propósito de lo tarde que era ya para huir, aunque fuera disimuladamente. Ella me pasó el brazo por detrás de la espalda y dejó su mano posada en mi flanco. La imité. Entonces su cuerpo se pegó completamente al mío. Así abrazados pasamos ante las cuatro miradas escrutadoras. Cuando estuvimos a sólo unos pocos metros, noté, no sin cierto alivio, que todas ellas estaban dirigidas hacia la arrebatadora figura de mi acompañante. Hicieron un reconocimiento duro, tenso, que surgía, no de una curiosidad policial, sino de un apremio tan tiránico como íntimo. Cuando cabía esperar que ya estuvieran lo suficientemente lejos, Dunia se volvió y se echó a reír con una música tan pegadiza que, a poco, y a pesar de la gravedad de la situación y también de la incertidumbre a propósito del origen de esa risa, pues no estaba claro si provenía del simple alivio por haber sorteado con tanta facilidad el peligro, o si se burlaba de la urgencia del deseo de los matones, o si su jovial hilaridad provenía de la intuición certera que le había permitido captar una profunda turbación mía cuyo origen era similar al que operaba en los otros, así estaba todo de confuso en mi mente, me encontré yo mismo contagiado por un cosquilleo divertido al que di rienda suelta, resolviéndose la tensión acumulada en un torrente de carcajadas que nos hicieron llorar. Como todo el mundo nos miraba, nos calmamos pronto. Y sólo cuando Dunia hizo un gesto rápido con la mano libre para indicarme la peluquería a la que tenía pensado conducirme, me di cuenta de que habíamos llegado hasta allí sin habernos separado lo más mínimo. Afortunadamente, a esa hora ya no había casi clientes. Dunia se dirigió a una mujer de mediana edad que parecía la propietaria del establecimiento. Luego ésta llamó a una de las muchachas libres, la cual recibió cumplidas instrucciones sobre lo que debía hacer conmigo, de modo que, al cabo de un rato, cuando alcé los ojos para mirarme al espejo, me vi confrontado a un hombre nuevo, pues no solamente me habían cortado bien el pelo sino que, además, lo habían tintado de rubio. Bueno, no era yo, pero justamente de eso se trataba. Claro, cuando salimos de nuevo a la calle, echamos a andar comedidamente uno al lado del otro sin tocarnos. Aunque no por eso se esfumó nuestro buen humor. Bromeamos sobre todo a propósito de mi nuevo aspecto y, en ese sentido, confesé que no me había imaginado nunca rubio antes de los setenta años y, aun así, rubio platino. Ella aseguró que no me sentaba mal el pelo rubio, si bien ella me prefería moreno. Tuve que respirar profundamente primero y reanudar con cierta precipitación la conversación después para evitar ruborizarme. Deliberamos a propósito de si era mejor comprarme mis nuevos vestidos en una tienda pequeña o en unos grandes almacenes. Argumenté que los grandes almacenes tenían la ventaja de que podrían permitirme ocultar con mayor facilidad mi ignorancia del ruso, pero el inconveniente de que estarían más vigilados pues era previsible que tratara de cambiar de aspecto con la mayor frecuencia posible. Dunia optó entonces por las tiendas pequeñas, me enseñó a pronunciar correctamente sí y no, según me guiñara el ojo derecho o el izquierdo, dando instrucciones para que me comportara como el auténtico hombre objeto. El resto déjalo de mi cuenta, dijo. La primera tienda de ropa que nos vino a mano llevaba un rótulo escrito en inglés. Dunia liberó una auténtica catarata de palabras ante el rostro impasible de un dependiente, vestido como un refinado gentleman. Yo no perdía de vista un solo instante sus ojos y me felicitaba por tener tan buena excusa para ello. De vez en cuando debía soltar un sí o un no en ruso, eso era todo lo que tenía que hacer, y enseguida volver a hundirme placenteramente en aquellas aguas lacustres de la estepa. Al poco rato, nos hallábamos frente a los probadores, momentáneamente solos, y con varios trajes de verano esperando su turno para ser enfilados. Me dejé guiar por el gusto de Dunia, la cual eligió un traje gris perla y una camisa de seda blanca. Tan sólo quedaba recortar los bajos del pantalón, pero ella arguyó que se trataba de una urgencia y únicamente tuvimos que esperar un cuarto de hora como mucho. La bolsa con mis antiguos vestidos, que eran nuevos por cierto, la depositamos en el interior de un contenedor, con la esperanza de que alguien pudiera utilizarlos. Y ya nos dirigimos, sin más, hacia el parque donde nos íbamos a encontrar con Nicolai y Moussa, haciendo lo restante del recorrido a pie, por precaución. Tomamos asiento y apenas tuvimos que aguardar un par de minutos para verles surgir de la espesura. Menos mal que llegaste con mi hermana, porque de lo contrario cualquiera te reconoce ahora. Sonreí, satisfecho. Dunia le entregó el paquete con los vestidos de tía Anastasia y él nos dio cita para el día siguiente a las nueve en punto de la mañana en un sitio bien preciso, recomendándonos que no nos retrasáramos por nada del mundo. Respondí que allí estaríamos con escrupulosa puntualidad. Luego le dio las últimas recomendaciones a Dunia, que no permaneciéramos mucho tiempo en el mismo lugar, que eligiéramos lugares discretos, frecuentados por parejas, como por ejemplo un cine, y que durmiéramos en uno de esos hoteles de fama dudosa a donde las prostitutas suelen llevar a sus clientes de una noche. Dunia le dio un cariñoso bofetón a su hermano. ¡Qué manía hoy de asimilarme a una puta! ¡Ya hablaremos tú y yo cuando tengamos más calma! Nicolai correspondió con una divertida sonrisa. Pero aprovechad la noche para dormir, pues ignoro cuándo podremos volver a hacerlo en una cama. Luego recuperó bruscamente la seriedad. Ahora tenemos que separarnos, juntos corremos realmente mucho peligro. X Solos de nuevo, atravesamos el parque, con objeto de salir de él por el extremo opuesto. Los niños jugaban todavía en tropel, las madres charlaban en corros, algunas parejas ocupaban discretamente los bancos más disimulados por la vegetación. Le pregunté a Dunia si tenía hambre y me respondió que no, que en verano era todavía pronto para cenar. Lo mejor sería seguir el consejo de Nicolai y entrar en un cine. Claro que yo me iba a aburrir durante toda la película a causa de mis escasos conocimientos de ruso, sólo sabía decir sí o no. Repuse que no tenía la menor importancia, se trataba únicamente de una medida de precaución. Para ir a buscar un cine concurrido bajamos hasta los aledaños del puro centro de Moscú. Nos decidimos por uno colosal, con muchísimas salas y un repertorio abundante. Dunia tomó dos entradas para la primera película que empezara. Nos instalamos en una zona marginal y bastante elevada del patio de butacas. Las luces no tardaron en apagarse y me sentí mucho más distendido. Instintivamente cerré los ojos unos instantes y traté de acordarme de lo que había sucedido el día anterior. El esfuerzo resultó tan grande como si tratara de extirpar recuerdos del fondo de mi infancia. Las primeras imágenes proyectadas en la pantalla comenzaron a desfilar ante mis ojos sin que mi retina consiguiera registrarlas, o por lo menos comunicarlas a la zona del cerebro que podría tratarlas. Tan sólo me sacó de mi sopor la constatación de que, por momentos, la sala se estaba llenando. Miré de reojo a Dunia y la encontré un tanto intranquila. Pasa el brazo por encima de mi hombro, dijo. Cuando lo hube hecho, ella dejó reposar su cabeza sobre la mía. Entonces descubrí que la película relataba una historia de la segunda guerra mundial, las vicisitudes de unos soldados que participaban en la batalla de Moscú. Vi que mi morada estaba siendo devastada por un incendio y opté por mirar hacia otra parte, hacia la pantalla, ¿por qué no? Las bombas no alcanzaban ya ningún edificio entero, sino que asolaban ruinas, las balas mataban soldados muertos, el fuego caía sobre fuego no extinto. Y los hombres seguían enfrentándose sobre el hielo, cubiertos de nieve, en la noche, cubiertos de odio. Algunos de ellos pasaron, casi sin transición, de la guerra de España a esta otra, después de todo similar en técnicas y armamento. Se enfrentaban de nuevo, en otra parte, poco importa. Eran enemigos por razones mucho más profundas, más vastas, formadas por un complicadísimo entramado de nociones, postulados y reacciones epidérmicas, que las que enfrentaron, por ejemplo, a los ingleses y los franceses durante la guerra de los cien años. El genio del siglo veinte ha dado la guerra ideológica, caliente o fría. Ha destruido y al final no ha construido nada. Ha dejado intacto el capitalismo existente, el cual, en apariencia, parece más humano que el capitalismo decimonónico, pero esa mejora es sólo coyuntural, no intrínseca, pues la riqueza ya está creada después de un siglo de haber hecho trabajar a hombres, mujeres y niños en condiciones infrahumanas. Ahora se trabaja en condiciones más benignas, cierto, pero igualmente de sol a sol y sin apenas un segundo para que el hombre pueda manifestarse como un ser humano, asimilar valores hondos y transmitirlos a las generaciones siguientes. Es más, nunca el capitalismo ha ido tan lejos como en estos momentos en la aplicación de su máxima esencial, al tiempo que inmoral, la cual se resume en ganar dinero a toda costa. En ese sentido, hoy no conoce trabas, ni lazos, ni fronteras y lo mismo se puede decir por lo que se refiere a la facilidad que se le brinda para evadir sus responsabilidades sociales, a las cuales tienen que subvenir únicamente los otros sectores, quienes se hallan finalmente exangües. Para llegar a esto, el desgraciado siglo veinte, ha liberado tanto fuego, derramado tanta sangre y expandido tanto dolor como en todos los siglos y milenios anteriores reunidos. Sin duda ha sido una centuria fracasada. Fracasada en todo, en política, en pensamiento, en ciencia y hasta en literatura. En política porque sólo ha dado lugar a guerras estériles, en las que los tres titanes enfrentados llevaban una máscara tras la cual se pudría el auténtico rostro de un cadáver; en pensamiento se ha llegado a la construcción de un muro circular de cemento para proteger el vacío y la ciencia tan sólo ha logrado constituirse en amenaza para la propia supervivencia de la humanidad; en literatura porque se ha interpretado de la forma más grosera, estúpida y abusiva la función poética del lenguaje, matando con ello la poesía, traicionando y profanando, después de muerta, sus valores más dignos y eficaces, y entregándola al pensamiento negativo como simple instrumento para la construcción de su muro de la vergüenza. Esos soldados soviéticos, como los alemanes, por cierto, derrocharon valor y abnegación a manos llenas, hicieron viudas a sus mujeres y huérfanos a sus hijos, se comportaron como auténticos héroes, dignos del panteón de los héroes de los tiempos pasados, para derrocar, es verdad, al más puro producto de la desolación que supo producir el siglo, pero igualmente para confortar en su poder, desmesurado y tiránico, a un mafioso en técnica y comportamiento, surgido de las filas de la mafia y definitivo instaurador en la Unión Soviética, no del comunismo, sino de la mafia de la cual provenía. ¿Te has aburrido?- susurró Dunia en castellano pero muy cerca de mi oído. No, en absoluto, repuse con mucho convencimiento. Estaba tan lejos del aburrimiento que tenía la sensación de haber asistido a un cortometraje, de cuya dureza me rescataba y me redimía un embriagante y turbador perfume de mujer que me había dejado definitivamente como flotando en una nube, en un reducto inalcanzable, a muchos kilómetros por encima de una ciudad que parecía, toda ella, perseguirme sin darse la menor tregua. En fin, ahora sí llegó el momento de buscar un restaurante. Dunia asintió. Le expliqué que dichos establecimientos no estaban, ni mucho menos, exentos de peligro, pues muchos de ellos pertenecen a la mafia o guardan algún tipo de relación con ella, de modo que, según parece, algunos de ellos, o la mayoría, o todos, ¿quién sabe?, poseen fotografías nuestras y ejercen una vigilancia activa. Dunia recuperó las palabras de su hermano. Ellos buscaban a un trío, y nosotros integrábamos una pareja. Aparte de que yo había cambiado mucho. No es de esperar que tengan ya fotografías mías ¿no? Le recordé la presencia en el bar del tipo fondón que había llamado a los matones y a quien Moussa sorprendió hurgando en su teléfono móvil. Sin embargo, recapacité, no creo que hiciera fotos; Moussa, a quien encargué desde el principio que no lo perdiera de vista ni un segundo, lo hubiera mencionado. Utilizaría el teléfono simplemente para llamar a los esbirros y luego no le dio tiempo a más. Tan sólo podrá declarar, en el supuesto de que esté todavía vivo, cosa que dudo pues la impresión que causó en mí la vista de los fusiles mucho me temo que cargara en exceso mi mano, que una rubia de una belleza portentosa huyó con nosotros. Dunia enrojeció hasta las orejas. Para mí, lo que había dicho era tan evidente que ni siquiera lo había pensado como un cumplido, había salido de mis labios con la misma naturalidad que un comentario acerca del tiempo. Comprendí que me había mostrado un poco brusco y ya iba a disculparme cuando ella estalló en una carcajada, que, como ya había sucedido antes, se me contagió enseguida. Atención, me dijo, todavía debatiéndose con los últimos retazos de la risa, si tan guapa te parece la rubia, pues el papel que vas a desempeñar esta noche te obligará a estar muy cerca de ella. Admito, repuse, sin haber aplacado del todo la hilaridad, que va a ser una tarea ardua. Somos ambos adultos, prosiguió, sabemos cuáles son los efectos que se producen entre dos polos opuestos; a pesar de ello, no tenemos otra elección, más que comportarnos como una verdadera pareja pues nuestra vida va en ello. Cierto, admití. Pero, para mis adentros, reflexioné que, en la guerra o en la paz, si se arrima el fuego a la paja, el resultado es el mismo. No obstante, debía comportarme seriamente, ya que, después de todos los desarreglos que había introducido en esa familia, lo menos que podía hacer era respetarla y mostrarme leal y digno de confianza hacia ella. Bien, entonces hay que buscar un lugar para cenar y otro para dormir; los cuales, a ser posible, deben estar lo más alejados que hacerse pueda el uno del otro. El segundo ya me lo había sugerido la idea de Nicolai, un sitio frecuentado por parejas irregulares, adonde también acuden las prostitutas de ciertas ínfulas con sus clientes, que piensen lo que quieran… Entonces imagina, sugerí, un restaurante al que esas mismas parejas podrían ir justo antes, pero en el extremo opuesto de la ciudad. Muy bien, pues vamos allá. Tomaremos el metro esta vez. Subimos en la estación de Dobrininsksaya, como una iluminada cripta románica, y bajamos en Mayakovkskaya, algo parecido a lo que podría ser el hall de un fastuoso teatro de la ópera, en París o Londres. Salí con la convicción de que el metro de Moscú era el más bello y suntuoso que jamás había visto, si es que hay realmente otro metro, en cualquier parte del mundo, que pudiera calificarse como bello. Si ya habíamos visto un monasterio transformado en grandes almacenes, no resultó excesiva mi sorpresa cuando Dunia me mostró el pórtico, con sus capiteles y sus arcos, que daba acceso a un restaurante establecido en un viejo cenobio, pero para cenar. De hecho, el comedor no era sino el antiguo refectorio de los monjes. Nos hicieron pasar, pues, a una nave abovedada, con paredes blancas sobre las que se hallaban fijados hachones imitados con luz eléctrica, dotada de ventanas altas y, al fondo, un arco elíptico servía de marco a una pintura en la que figuraba una abadía amurallada, provista de sólidos torreones cuadrangulares y cúpulas aturbantadas. En el primer plano se veía a una familia distinguida, efectuando la correspondiente, probablemente periódica y consuetudinaria, visita protocolaria a los negros y barbudos religiosos. En el lado de nuestra realidad, un mantel color crema revestía las mesas flanqueadas por sillas de respaldo alto, hechas con una madera negrísima, como de confesionario, acaso iguales a las que se encontrarían en el interior del monasterio pintado. Del techo colgaban unas macizas lámparas de bronce. Aquello tenía algo de caverna, de cripta y de cilla. En cualquier caso, una estancia apropiada para paliar el fuerte calor que reinaba en Moscú. Al cillero, hombre de largas y bruñidas patillas que no me traían en absoluto buenos recuerdos, sólo le faltaba el hábito, pero no el vientre prominente ni la botarga. Tomó nota de nuestro pedido, al que únicamente contribuí con espartanas y toscas afirmaciones, esporádicamente con alguna negación, según Dunia guiñara o su espléndido ojo izquierdo o su espléndido ojo derecho. Poco importaba que fuera el uno o el otro, lo cierto es que yo comenzaba de nuevo a flotar en un cielo de aguamarina y sol. Sin embargo, comprendí que semejante ingravidez, aunque por una parte distendía mi cordaje de nervios, e incluso espaciaba el restallido periódico del bramido horrendo, de toro malherido, que seguía resonando en mi interior como en un garaje vacío, no dejaba de constituir un peligro evidente en unas circunstancias en las que convenía, a cualquier precio, conservar una cierta frialdad de pensamiento. Decidí, pues, aplazar, mediante un serio esfuerzo de voluntad, algunas cuestiones relativas a la ineludible seducción de Dunia, a la proporción de cálculo y de sazón natural que pudiera entrar en ella, o si había algo de malicia o simplemente savia jugosa y joven y zumo de fruta en su sonrisa que desvelaba una deslumbrante hilera de bloques de esmaltado carbonato cálcico. Sea como fuere, y viniera de donde viniere esa picardía de formas y de música que envuelve a las mujeres realmente bellas, la previsión de la naturaleza parece algo evidente. Si el hombre, por una especie de perversión intelectual, que tal vez podríamos denominar experiencia, llegara a la conclusión de que ese placer inefable, cuya duración es extremadamente limitada, no produce a la larga sino dolor, trabajos y sufrimiento, entonces la belleza extrema que sabe producir la gran Maga, la suprema Encantadora, manifestaría toda su utilidad, haciendo titubear y sucumbir a los recalcitrantes, o al menos a algunos de ellos, en número suficiente para que la especie no se extinguiera. De modo que esa vasta inteligencia que juega una partida de ajedrez consigo misma ha previsto hasta las situaciones de emergencia extrema y parece empecinada en llegar, contra viento y marea, hasta el final de su proyecto. Para ello, ni siquiera la disposición de una sola pieza ha sido dejada al azar y entre todas las piezas, Dunia es, hasta donde alcanza mi conocimiento, una de las mejores labradas, en previsión, probablemente, de la mencionada contingencia o del Apocalipsis o de lo que sea. Cada pieza tiene, cierto, su función, pero considera que la utilidad de algunas de ellas consiste, justamente, en la posibilidad de ser sacrificadas en el momento oportuno, de modo que puedan producir el máximo rendimiento. Pero, después de todo, sólo se trata de un juego. Un juego era, en efecto, en el que, por el momento, parecía que íbamos ganando y tal vez la racha dure indefinidamente. El tiempo era muy capaz de pasar y de ir avanzando, aunque lentamente, a nuestro favor. Sólo teníamos que dejarlo fluir, evitar erigirnos en obstáculo para él, más bien convenía sugerirle cauces, incitarle a recorrer parajes, entramparle, orientar hacia él el engañoso espejo de la belleza y la seducción, haciéndole soñar con la inmensidad del mar, más allá del horizonte de esta geografía tiránica, como recompensa a las cuitas sufridas a causa de su paso por este mundo y del extenuante trabajo empleado en humanizarlo. Dunia se sentó de espaldas a la pintura mural, de modo que su rostro, sublime, al que no se le podía pedir más, y su figura, majestuosa, quedaban insertados en la escena, tan cargada de evocaciones de la Rusia antigua, bucólica y mística, sobrecogedora en tantos aspectos, misteriosa, sugerente, tal vez recuperable para el espíritu tras el prolongado paréntesis de entrega como pasto a la materia. ¿Y por qué no dejarse llevar por el hechizo del momento? Ése podía ser el camino que sigue el agua por intuición, o acaso por sabiduría, la senda a través de la fronda espesa y lujuriante que nos llevará al día de mañana. El mesonero comenzó por traernos unos aperitivos con vino georgiano, de nuevo. Si bien mejor que el del figón al cual nos había conducido Lebedev. Y sin somnífero, esta vez. Tomé la copa y quise mostrarme discreto y parco en el brindis. A tu salud, dije, sencillamente. A la tuya y por España. Por la Rusia inmortal, añadí yo, callando todo lo demás, verbigracia, por el sortilegio irrevocable de tus dos ojos, por el encantamiento agrícola que madura la pulposa fruta de tu boca, por el conjuro que convoca las líneas de tu estampa. Y porque me sea dado poseer la fuerza necesaria como para no dejarme absorber por semejante campo magnético atroz, insalvable. Bien, ¿y cómo os conocisteis? Sabía que tenía que mentir, era mi sino en ese enredo, pero como forzosamente debería llegar una hora de la verdad, me dije que tal vez conviniera que esos embustes no tuvieran demasiado bulto, puesto que, cuanto más desaforados fueran, más embarazosa sería mi situación después. Opté por una solución que me dejara luego menos en evidencia. Me lo presentaron poco antes de iniciar mi misión como un guía perfecto para Moscú, dado que era natural de dicha ciudad y hablaba español con toda corrección y soltura. Además, era hombre de toda confianza. Moussa sirvió en las fuerzas especiales argelinas, nos fue muy útil durante la operación que nos permitió el acceso a la valiosa información que poseemos y ahora nos acompaña en tanto que guardaespaldas. Sí que debe ser valiosa cuando la mafia despliega tantos medios y energía para encontraros. Digamos que hay una insondable cantidad de dinero en juego, aparte de que su presencia en España se está decidiendo en el tablero durante la misma partida. Aquí se califica al capital poseído por la mafia como inagotable, resulta difícil creer que su rama española no pueda reaprovisionarse de la fuente madre y proseguir sus actividades. Podría hacerlo, pero el escudo que los protegía hasta ahora está a punto de desaparecer, por lo que Evgueni y su estado mayor tendrán que alzar el vuelo en busca de un refugio más seguro. ¿En qué lugar puede encontrarse seguro teniendo en cuenta la especie de depredador que lo acosa? En Israel, donde ha invertido la otra mitad aproximadamente del capital de Sukros evadido a través de Amenhotep. Entonces es poco menos que una acción filantrópica la que estáis llevando a cabo. Bueno, yo no diría tanto, solicitamos una compensación económica por nuestros desvelos. Cierto, pedís una recompensa, pero al mismo tiempo libráis a tu país de una perniciosa lacra. Y estáis arriesgando seriamente vuestras vidas en ello. Me llena de orgullo que Nicolai participe en esto. Por toda respuesta, noté que subió un poco de rubor a mis mejillas; donde las dan, las toman. Lo que ella interpretó muy mal, pues sonrió. Sentí la apremiante necesidad de salir por la tangente. En todo caso, lamento que todo esto haya provocado esa situación tan tensa como equívoca entre tú y tu novio, al que, por otra parte, no sería prudente prevenir y explicarle las circunstancias completas. No, claro. Entiendo que Nicolai ha obrado con mucho discernimiento. Además, digamos que llevábamos camino de convertirnos en novios pero no puede decirse que lo fuéramos todavía, puesto que, por cuanto a mí se refiere, tenía mis dudas. Únicamente me apena que se haya producido esa escena tan desvariada y humillante para él, pues ni siquiera tuve tiempo de decirle que se trataba de mi hermano. En fin, lo inevitable y más cuando ya está hecho, no hay sino aceptarlo. Siempre he admirado a las personas que saben plegarse sin aspavientos y aparentemente sin demasiados problemas de conciencia, ante la voluntad del destino, cuando éste ha dado, en verdad, su última palabra. Yo hubiera perdido, en circunstancias similares, mis energías interiores en conjeturas totalmente inútiles sobre qué es lo que va a pensar éste o aquél de mí, sobre el hecho innegable de que, aún a mi pesar, me he convertido en un instrumento de tortura para alguien con sólo alzarme con una imagen depravada ante dicha persona. Cuando lo más sensato y recto es decirse ¿quién me he creído que soy para pensar tanto en mi imagen, si apenas debería considerarme como una modesta y rudimentaria herramienta del destino? ¿Es que pretendo que todo el mundo me tenga en un pedestal? ¿Qué más da si unas veces algunos puedan pensar erróneamente que he actuado mal, si en otras lo he hecho de verdad sin que nadie lo sepa y no por ello mi espíritu ha padecido tanta inquietud? ¿Dónde está la verdadera sabiduría del hombre, dentro o fuera de él? Y si tan sólo no es una quimera, ¿le basta con la razón como único instrumento? Por otra parte, para ser sincera, me entristece que Nicolai no haya alcanzado el objetivo que perseguía al irse a occidente. Él pensaba que con la sólida formación musical que había recibido aquí, podría brillar allí, como ya estaba empezando a hacerlo por estos lares, pero ganando más, es decir, recibiendo la justa retribución por su esfuerzo y por sus méritos. En cuanto a mí, pensaba acompañarle con objeto de encontrar un empleo como profesora de ruso en alguna academia. Sin embargo, creo adivinar que no lo conoció en tanto que el eminente músico que él pretendía llegar a ser. Bueno, en cierta ocasión asistí a uno de sus conciertos y puedo decir que me impresionó mucho su interpretación del doctor Zivago. Y ya en ese momento le dije que, en occidente, el arte debe ser tocado más bien con la mano izquierda. Allá, es ésa una cuerda que sólo suena si la toca una mano en la que brilla el sello del oro o del poder. En las iglesias sólo bautizan a quienes traen buenos padrinos, los demás deben contentarse con el suave aroma del incienso. De lo contrario, llaman al arte divagar, en literatura, y en música pachanga. Claro que, cuando uno se ha convertido en pasto para las flores amarillas de un cementerio o vaya camino de serlo y ya no moleste a nadie, entonces saldrá un musicólogo que exhumará una empolvada partitura tuya con la que hará una magnífica tesis sobre los tiempos de antaño, le darán el título de catedrático y doctor, publicarán su tesis una y otra vez, entonces tu música se tocará en las catedrales, para las bodas y los bautizos de los excelentes, no con objeto de honrar tu genio sino su buen gusto. En vida únicamente se reconoce a los payasos, para que su consagración no sea más que una pantomima mediante la cual todo el mundo sale reconfortado. ¿Pero qué otra nobleza podría valorarse, fuera de la del poder y el dinero? En ese sentido sostengo que hay que aprender a ser rico primero y razonable después. Poderoso antes y justo más adelante. No conozco otra manera de hacer triunfar la razón y la justicia en el mundo en que vivimos. En ese ámbito, el trabajo sería arduo. Por supuesto, pero ya es bastante triunfo que uno trate de imponerse a sí mismo, y establecer, en sus relaciones con los demás, su propia razón y su propio sentido de la justicia que no su sinrazón y, malévolamente, un personal sentido de la injusticia. Es verdad, ello ya sería poseer la voluntad de practicar el mal. Mi opinión es que hay muy poca gente que posea realmente la voluntad de hacer el mal, si lo practican es justamente por carencia de voluntad para hacer el bien, por dejadez, por falta de fe en sí mismos. A ese argumento se le puede dar perfectamente la vuelta como a un guante, por esas mismas razones son pocos los que se empecinan en practicar el bien. Así es, la mayor parte de la gente no es ni fría ni caliente, sino tibia. Y Cristo, por poner un ejemplo de buen sentido, dijo: “porque sois tibios, os vomitaré de mi boca”. Entonces más vale ser malvado que tibio. Sí. Ésa parece ser una afirmación difícil de admitir. El malvado es honesto consigo mismo, sigue su carrera con determinación, actúa en consecuencia y compra una entrada de primera fila para contemplar sus actos. Grandes arrepentimientos se han producido cuando el sujeto toca fondo en las heces de su propia depravación; entonces suele intervenir la ley del péndulo. Pero estos personajes diabólicos son tan poco abundantes como los angelicales o santos. Sin embargo hay una cuarta vía de hombres, mucho más numerosa que las dos anteriores, aunque no tanto como la variedad humana vulgar. Se trata de aquellos que ponen una tela pintada entre sus ojos y el bien, acaso otros lo hagan entre sus ojos y el mal, de modo que cuando miran en esa dirección no ven el objeto en toda su pureza, sino una representación del mismo, una pantalla, una imagen pintada según el arbitrio de un artista más o menos falible. Los primeros mafiosos sicilianos creían realmente pertenecer a una organización que protegía al débil contra los abusos de la nobleza local y, digamos, por tradición, por esclerosis de ciertos ritos, los padrinos actuales conservan confusamente esa noción de reequilibrio social. Durante los siglos dieciséis y diecisiete, los inquisidores de mi país albergaban el convencimiento sincero de proteger la religión, al tiempo que purificaban y salvaban las almas de los condenados, por medio del fuego. La política de todos los tiempos ha servido de biombo para tales acciones. En todas ellas, la práctica del bien ha servido de pretexto, más o menos confuso, para disimular el ansia y la ostentación del poder, anestesiando al propio tiempo la conciencia. Dicho procedimiento contiene y manifiesta una facultad de sugestión y de autosugestión absolutamente inaudita. Es como la fábula que transmite una técnica, como la canción que conjura la fatiga de los trabajos penosos, el sueño de la vigilia. Y ello es peligroso, pues ningún hombre común, o incluso de algún mérito, está al abrigo de su hechizo. De todos modos acabas de decir que lo peor es el abandono y la pereza. Y lo mantengo. No obstante, es una lástima que uno no alcance a gobernarse, o por lo menos a plantarle cara al destino, según sus propios y genuinos principios. Uno tiene que permanecer siempre vigilante ante esos fascinantes espejismos que nos pueden arrastrar como vendavales por sendas equivocadas. Todavía tenía un ejemplo que no me atreví a mencionar por pudor, y es cuando hablamos de amor como eufemismo para referirnos al sexo. En eso acudió el mesonero con una especie de entremés a base de carne de ternera, rábano, pepinos y hojas de col. Todo ello salpimentado, bien condimentado con mostaza, y acompañado de hojas de perejil y de laurel. Jolodez, dijo, sin más. Pinché un poco con cierta precaución y le propuse a Dunia servirle algo más de vino. Aceptó y con las mismas llené igualmente mi propio vaso. Dos parejas entraron precedidas del cillero y, por indicación de éste, ocuparon una mesa contigua. Le hice un guiño a Dunia y cuya significación ella comprendió muy bien, así que se puso a hablarme en ruso y yo a responder sí o no en esa misma lengua, según fuera uno u otro ojo el que viera pestañear. Se trataba tan solo de un ejercicio de concentración. Comenzaron ellos su propia cháchara y nos olvidaron. Luego entró una familia, otra pareja y, en fin, la cripta comenzó a llenarse y un sordo murmullo ganó su atmósfera. Volvimos discretamente a nuestro castellano derecho. Dunia orientó la conversación hacia mi país, con toda probabilidad interesada por la nueva vida que le aguardaba allí. Me puse de nuevo alerta puesto que empezaba otra vez, sin duda, la ingrata tarea de mentir. Mentir es, a veces, un esfuerzo terrible que debemos realizar en aras de la verdad. Y lo que es peor, sabiendo que mis embustes iban a ser forzosamente descubiertos unos días después. Razón por la cual me esforcé en tratar de encontrar soluciones que, aun no siendo más que infundios, no dejaran a pesar de todo de proporcionarle información, mutatis mutandis, claro, sobre el contenido esencial del cuadro que se disponía a recibirla, a engullirla, y que no me dejaran tampoco demasiado en evidencia en el momento de la verdad. Quiso saber en qué ciudad se había instalado Nicolai. Se lo dije. Y tú supongo que vives en Madrid. Respondí afirmativamente, pues era lógico que así fuera, si trabajaba, tal y como había dicho, en ese importante periódico cuyo nombre había elegido al azar. No obstante, era natural de la mencionada ciudad mediterránea y disponía en ella de una modesta casita donde iba a veranear y en la que me había instalado desde el momento en que habíamos comenzado a trabajar en el asunto que nos ocupaba. Me alegro de que conozcas bien ese lugar, imagino que se trata de un lugar eminentemente turístico. Su nombre me suena. Me figuro unos rascacielos como colmenas al borde de una larguísima playa abarrotada de gente tostándose al sol, por la noche un paseo marítimo repleto de restaurantes y terrazas de cafés. Abarrotado de gentes de todos los orígenes y hablando todas las lenguas, en verano, y casi desierto en invierno. Más o menos es así, aunque una ciudad balnearia de ese calibre nunca llega a encontrarse completamente desierta. Incluso en invierno hay un ambiente considerable. Le expliqué que gozamos todo el año, hasta en los meses centrales del período invernal, de un clima suave y benigno. Le confesé que mis mejores recuerdos de infancia incluyen paseos por las playas solitarias del mes de diciembre, o entre los huertos de naranjos, bajo una atmósfera dotada de una nitidez refulgente y que por las tardes el sol parecía reflejarse en la arena y en el mar como en el fondo de un cáliz. Claro que, desde entonces, todo ha cambiado considerablemente. Las imágenes más antiguas que conserva mi memoria presentan poco más que un pueblecito blanco de pescadores, con los primeros bloques destinados a la acogida de visitantes. Ahora el cemento cubre la casi totalidad de lo que antes era naturaleza y la luz se refleja sobre todo en los cristales de los grandes edificios que se alzan frente al mar. Pero, en alguna parte, quizás flotando invisible en su atmósfera, sigue conservando una fracción de su antigua belleza y misterio. Dunia estableció una comparación con el contraste que pudo percibir entre los dos viajes que hizo a la zona del mar de Azov, uno en familia, durante su infancia, y el segundo más recientemente, con Nicolai y unos amigos. El litoral había sufrido una transformación similar durante los últimos años. Antiguamente, tan sólo la aristocracia, primero, y la nomenclatura del partido, después, gozaban del privilegio, apreciable cuando se conoce el rigor de los inviernos en Moscú, de poseer una segunda residencia, o bien los medios para permanecer durante un verano completo, en ese litoral bañado por las mismas azules y cálidas aguas del mediterráneo. Mas al fin llegaron los años de bonanza del período democrático y las franjas costeras se cubrieron, también allí, de una costra formada por ladrillos mal pegados. También con respecto a la belleza, cuando hay que dividirla entre muchos, se obtiene un cociente inferior. Dunia alzó sus acuosos ojos azules y con ello comprendí que llegaba el plato de resistencia. Parecía que estaba confeccionado a base de pato. Cuando de nuevo estuvimos solos, confirmó mi estimación, pato con nabos, dijo. Contenía cebollas, apio y diversas especias. Me disponía a probarlo, pero una extraña, desagradable, sensación me hizo devolver cuchillo y tenedor a su sitio. Era como si la sombra fría de un cuervo hubiera sobrevolado mi espalda. Con el rabillo del ojo percibí cuatro cuerpos sólidos y voluminosos que se disponían ya a sentarse ante la mesa situada justamente a mi derecha. Una segunda mirada más atenta me reveló la propia imagen, entrevista tan sólo unos instantes antes de que nos derribaran por tierra, de los gorilas que tan precipitadamente habían irrumpido en el parque sin reconocernos, dada la sorpresa y la rapidez del encontronazo, pero que, con toda probabilidad, no debieron tardar en comprender el grave error que acababan de cometer, a juzgar por la rapidez con la que deshicieron lo andado y se pusieron a perseguir el autobús que tan oportunamente se había detenido ante nuestras plantas. Guiñé de nuevo el ojo a Dunia para que reanudara su conversación en ruso y me permitiera negar o asentir obedeciendo al baile de sus pestañas como si fuera un cadáver manejado por una enfermera experta. Y cuando sus ojos me contemplaban cual manantial sereno y purísimo, yo la miraba con embeleso, sin decir esta boca es mía, pero, esta vez, con el alma en los pies. Al propio tiempo me puse a comer, claro está, mas que me asen si sé algo del sabor del pato con nabo. Tendré que volver a Moscú, con más calma, si quiero conocerlo. Mucho me temo que, como no haya restaurantes rusos en el infierno, te vas a quedar in albis en dicha materia, la del pato con nabo. Ello constituiría, a mi modo de ver, una negligencia imperdonable. Has cometido tantas, que por una más… Pero explica cómo fue que esos gatazos no olieran la carne de ratón. Primero que nada porque todas sus potencias cognoscitivas quedaron absorbidas de inmediato por el contenido semántico de la carta, seguidamente por los humeantes referentes mencionados en la misma y cuando sus estómagos comenzaron a sentir el peso de la comida y el calor de la bebida, sólo en ese momento percibieron las sublimes formas de Dunia, pero para entonces nosotros ya habíamos concluido nuestra tarta de crema de leche al tiempo que teníamos vaciada una buena parte del samovar, el cual habíamos solicitado previamente junto con el postre. Por esa razón no pareció en modo alguno un acto sospechoso ni precipitado que nos preparáramos para salir. Sin embargo, uno de ellos se levantó y se dirigió a nuestra mesa. Apoyándose en ella dijo algo con voz queda y más bien baja, como para que nadie más lo oyera. Evidentemente no comprendí nada, pero como Dunia guiñaba el ojo izquierdo, emití un no rotundo. El esbirro hizo una pausa para meditar y luego habló una segunda vez. Dunia insistió con el ojo izquierdo. Negué pues yo también con la misma determinación que antes. Esta vez mi interlocutor parecía contrariado. Pero una voz serena, aunque firme, proveniente de la otra mesa le desarrugó el entrecejo y lo obligó a regresar al puesto que ocupaba. Nos levantamos y nos dirigimos a la barra para pagar allí. Antes de abandonar el local, les eché un último vistazo; ellos nos miraban también distraídamente, pero tuve la seguridad de que era la concupiscencia la que atraía sus miradas. Ya en la calle, le pregunté a Dunia qué había dicho el energúmeno de marras. Ella enrojeció de nuevo hasta las orejas, quizá más aún de lo que lo hubiera hecho sin los efectos del vino, y respondió que nos había ofrecido el equivalente de cinco mil dólares. Dos mil quinientos para ti si te ibas de inmediato a dormir a tu casa y dos mil quinientos para mí si aceptaba pasar la noche con él. Ante tu negativa, dobló la puesta. Apretemos el paso, no vaya a querer obtener por la fuerza lo que no pudo pagar con dinero. Sólo cuando nos hallábamos instalados en los asientos del metro, le expliqué quiénes eran los individuos en cuestión. Me sorprendió con una sonrisa. Una cosa buena ha tenido el incidente, dijo, al menos sabemos que no buscan a una pareja que obedece a nuestras señas y no será este encuentro el que les induzca a hacerlo. ¿Cómo puedes estar tan segura? Dio rienda suelta a la hilaridad que parecía ahogarla desde que le había comunicado la noticia. Es que jamás sospecharán que ha sido un extranjero, desconocedor de nuestra lengua, quien acaba de sostener en ruso una conversación tan natural y tan verídica, al tiempo que cargada de tensión dramática. No quedaba sino dirigirse al hotel y procurar dormir bien para afrontar un día decisivo. Sin embargo no osaba decírselo a Dunia por temor a no aparecer tan natural como en mi conversación con el ruso. Practicamos varios cambios de línea en la red del metropolitano de Moscú. Dunia tenía una idea bien precisa del itinerario a seguir, de modo que no hice la menor alusión al respecto. Como no había nadie lo suficientemente cerca como para oír nuestra conversación, intercambiamos algunas suputaciones a propósito de las diversas eventualidades que podría reservarnos la aventura de nuestro asalto al ministerio. Tendrá que resultar, pues no tenemos ningún plan B, confesé. Y nos hallamos divididos, sin la posibilidad de llamarnos por el móvil. ¿Piensas que accederá el ministro a vuestra demanda? Accederá, sin duda, pero ordenará luego a sus servicios de seguridad que no nos pierdan de vista ni un instante. ¿Con qué objeto? Con el de averiguar nuestro paradero último y de ese modo nuestra verdadera identidad para, una vez obtenida la cantidad pactada, que es, por cierto, la inmensa mayoría del capital puesto en juego, ejercer una presión directa sobre nosotros y recuperar el resto, que constituye, después de todo, una coqueta suma de dinero. Pero vuestra identidad….los hoteles….las compañías aéreas….los controles en el aeropuerto….habéis dejado huellas…. Llevamos los tres varios juegos de documentaciones falsas. Veo que habéis previsto todo, entonces tendréis un plan. En efecto, lo tenemos, pero antes es preciso entrar en el ministerio. Ven, ahora llega nuestra parada. XI Emergimos en un barrio comercial. El hotel está ahí mismo, a la vuelta de la esquina. Se trataba de un establecimiento moderno, funcional, acogedor sin llegar a ser lujoso. El personal era en su mayor parte femenino y dotado de cierta belleza, incrementada por un atuendo que no alcanzaba el grado de escandaloso pero sí rozaba cierta sensualidad. Flotaba allí una atmósfera ligeramente teñida de rosa. Nos cruzamos en recepción con algunas parejas, el hombre solía ser provecto, entrecano, elegante, por el contrario su acompañante era, invariablemente, una mujer joven y sublime, ataviada con un modelo caro y atrevido. Dunia se ocupó de las formalidades, mientras yo permanecí sentado en un sofá. Ese papel reservado y distante del varón parecía totalmente apropiado en ese tipo de entorno. Desde allí la observé. Tan sólo llevaba una blusa y unos vaqueros muy ceñidos, ambas prendas le marcaban bien las formas. No obstante la simplicidad de su indumentaria, ninguna otra de las que había visto deambular por allí ofrecía una imagen tan apetecible como la de ella. Me hice esta reflexión, no por otra cosa, sino para convencerme de que nuestra presencia allí no desentonaba en absoluto. Y ésa era la verdad, a una mujer así no le hacían falta muchos trapitos para seducir al más pintado. Un inoportuno calor, esta vez interior, comenzó a propagarse por todo mi cuerpo y aunque había tomado la determinación de atajar con dureza cualquier motín de la carne y de la sangre, por primera vez adquirí conciencia y comencé a inquietarme por ciertos detalles prácticos. Dunia regresó sonriente con una llave en la mano. Noté que aún los sujetos mejor acompañados que observaban la escena me lanzaban miradas cargadas de una apremiante envidia. Nos dirigimos al ascensor. Una mano larga y estilizada pulsó el número cinco. Salimos a un corredor estrecho, color crema, con filas de puertas de madera clara, bien pulimentada, y el piso alfombrado en un rojo granate. Lámparas doradas, agarradas a los muros, lo iluminaban con una claridad tenue. Mi guía se orientó y luego echó a andar hacia la derecha. La seguí procurando no embriagarme mucho contemplándola. Se detuvo, la cerradura crujió con dos golpes secos, rotundos. Entramos en una habitación bastante bien parada, limpia, holgada, con luces indirectas que salían de los recovecos producidos por la talla, poseía igualmente varias lámparas de pantalla rojiza. Afortunadamente estaba provista de aire acondicionado y la temperatura era agradable. El baño parecía impecable. A través de un ventanal se ofrecía una buena vista de la calle. Había, claro, una única cama de matrimonio y ningún sofá. ¿Está bien, no? Ah, sí, perfecta. ¿Quién de los dos se ducha primero? Tú delante, por supuesto. Observé la calle. Por todo lo que alcanzaba mi vista se percibía una impresión de normalidad. Ningún merodeador o centinela, ningún vehículo avanzando al paso. Cerré los ojos y una avalancha de imágenes irrumpió en mi cerebro, la congestión fue tal que tuve que abrirlos de inmediato. Me sentí como en un barco. Durante unos segundos me pareció estar levitando, a pesar de no llevar ya sobre mí el hábito de pope. Sin embargo, la fluctuación pasó rápido. Con los ojos bien abiertos, todo recuperaba su solidez. El sonido familiar, hogareño, del chorro de la ducha me hizo mucho bien, logró serenarme. Tomé asiento y me puse a contemplar la luna, enorme, que cruzaba una porción de cielo que los edificios dejaban al descubierto. Cuando Dunia salió del baño, un agradable olor de gel de baño aromatizado se esparció por toda la pieza. Vía libre, dijo. Mi cuerpo agradeció aquella ducha como si la hubiera tomado con bálsamo de Fierabrás, sentí un frescor que me tonificaba hasta el tuétano de los huesos. Salí vestido, como lo había hecho ella y como no podía ser de otra manera. Pero entonces comprobé que toda su ropa, excepto, si acaso, la interior, se hallaba, a esas alturas, sobre un puf, junto a su mesilla de noche. Ella, que observaba mi reacción, captó perfectamente la dirección de mi mirada. Sonriendo, pero ligeramente ruborizada, argumentó que había considerado una exageración de mojigatos, al tiempo que una incomodidad inútil, acostarnos completamente vestidos, a no ser que pusiéramos el aire acondicionado a tope, pero qué derroche... Traté de sonreír a mi vez, mientras respondía que sólo nos faltaba resfriarnos en ese preciso momento. Aunque si quieres puedo dormir en un rincón, el piso está enmoquetado y, desde luego, seguro que dormiré mejor que mis compañeros de aventura; no puedo quejarme en absoluto. Soltó su musical carcajada, de ésas que distienden la atmósfera. Anda, apaga la luz y entra como yo. La cama es enorme. Y, según el día que habéis pasado, presumo que, en cuanto toques las sábanas, caerás en el sueño como una piedra en un pozo airón. ¿Y cómo puedes saber tú lo que es un pozo airón, si yo mismo no lo sé, siendo español? ¿Qué te crees, que no he leído libros en castellano para acabar la carrera? Hice como me decía y apagué la luz. Pero claro, enseguida se coló la claridad que venía de fuera. Me quedé paralizado. Tengo que correr las cortinas, dije con un hilo de voz, después de un momento de confusión. A lo que ella repuso con sorna, pero bueno, qué presumido eres. En la penumbra, enrojecí a mi vez profundamente. Decididamente, era un día de sonrojos y de emociones bien ajenas a nuestra empresa inicial, cuando no enrojecía ella, me tocaba hacerlo a mí. Bueno, no, en fin…no es eso. Vi que se tapaba la boca para no soltar la risa. Cerré las cortinas, pero éstas no eran todo lo espesas que yo había imaginado y todavía tamizaban un poco el generoso resplandor de la iluminación vial. Me desvestí de espaldas a la cama y, cuando ya me había quitado todo lo que tenía que quitarme, procuré entrar en ella lo más rápidamente que pude, a fin de no mostrar lo que no debía verse. Buenas noches, dije, en cuanto me hallé instalado. Dunia no respondió enseguida. Lo hizo tan sólo al cabo de un momento, cuando pudo efectuar una inhalación profunda. Con ello comprendí que se había estado aguantando la risa. Pero, ilustrado con tal descubrimiento, me dio de lleno en el pecho el rebote de la hilaridad y entonces me tocó a mí hacer un esfuerzo sobrehumano por retenerla. A duras penas conseguí sosegarme y recuperar el dominio de mí mismo. Una vez lo hube logrado, sin el espacio de la más breve tregua, comenzaron a oírse, provenientes de la habitación vecina, de la cual nos separaba tan sólo el tabique, a todas luces fino como un papel de fumar, situado un poco más allá de nuestras cabezas, los jadeos y los gemidos que suelen indicar la proximidad del orgasmo femenino, pero evidentemente exagerados por una cuestión de deontología profesional, acompañados por frases que no entendí, evidentemente, pero cuyo significado probable no dejaba mucho margen para la duda. Circunstancia que me devolvió, de un solo golpe, al propio punto de partida. El descubrir, a causa de unos hipos delatores, que Dunia se hallaba en la misma situación, no contribuyó en nada a arreglar las cosas. Al final, la presión de las aguas de la risa fue tanta, que rompió los diques. Por más que luchamos por ahogar la carcajada, ésta acabó por desbordarse con la fuerza imparable de una inundación violenta. Ambos tuvimos que incorporarnos y tratar de mitigar la inoportuna sonoridad hundiendo la boca entre nuestras rodillas. Cuando las aguas volvieron a su cauce, de la habitación contigua no provenía sino un silencio de mausoleo. Ambos nos descubrimos prácticamente desnudos de la cintura para arriba y ambos nos tapamos con el mismo movimiento reflejo. Venga, me dijo, ya serena, duerme, que mañana necesitas estar bien despierto. Como si me hubiera hipnotizado con esas palabras, caí, inerme, en un abismo oscuro y sin fondo. Tan sólo el resplandor de un día bien avanzado logró sacarme del torpor característico de uno de esos sueños sin matices que suele dar el agotamiento. Aún antes de abrir los ojos supe que ella ya no se encontraba en la cama. Debió notar que mi esquife se disponía a acostar en las orillas de este mundo y se dirigió al baño, con objeto de concederme la libertad de vestirme. Lo hice. Miré por la ventana. De nuevo el día era magnífico, pero ése, si cabe, más que los otros, por encima del parque destacaba un cielo azul intachable, pero quien lo hacía verdaderamente especial se hallaba, afortunadamente, al otro lado del tabique interior. Me volví porque había escuchado el leve chasquido del picaporte de la puerta del baño. Dunia se hallaba ante mí tan compuesta como el día anterior, tersa y fresca, dotada de una esbeltez felina y rotunda, atacadora de los nervios. Su espléndida cabellera refulgía al sol. De una manera que no sabía explicar, me dolía haber pasado la noche con ella y amanecer in albis de sus poderosísimos encantos, sin haber intentado siquiera beber de ese cáliz ni una sola gota de placer. Sonreía. Sentí un deseo irrefrenable de besarla, aunque sólo fuera en las mejillas. Pero me pareció inapropiado. Así que me limité a darle los buenos días. ¿Qué tal andamos de tiempo? No andamos del todo mal. ¿Podemos acordarnos un desayuno? Si no nos entretenemos mucho, sí. Paso un minuto por el baño y enseguida estoy listo, ¿vale? Muy bien. Mientras nos dirigíamos hacia la boca del metro, experimenté una extraña sensación, mezcla de ligereza y euforia; notaba que desde mi interior brotaba un esplendor dorado que se fundía con otro que venía del cielo esmaltado, de modo que el aire tibio y el sol me insuflaban una vitalidad colectiva, de la que tomaba mi parte, al igual que los restantes elementos de la naturaleza. Por los pasadizos y galerías del metro ya no circulaba la gente presurosa que se dirige a su puesto de trabajo, sino una concurrencia menos nutrida y más sosegada. Acababa de dormir tan bien, que la inquietud ante la difícil prueba que nos aguardaba apenas había tenido tiempo de aflorar. Sin embargo, al tomar asiento en el metro, mi conciencia, inevitablemente, quedó focalizada en ella. Consideré que, quizás en ese momento mismo, Nicolai estaría avanzando por una acera, tratando de no pensar en otra cosa más que en el remedo exacto de los movimientos de su tía Anastasia, pero sabiendo que se halla bajo la mirada de varias decenas de ojos mafiosos que lo observaban probablemente con suspicacia, tal vez a través ya de la mira telescópica de un fusil. Dunia se hallaba sin duda presa en la telaraña del mismo pensamiento; para ella, con toda evidencia, mucho más angustioso que para mí. Emergimos a la luz diurna muy cerca del lugar de la cita, cuando todavía faltaba un cuarto para la hora convenida. No conviene llegar antes de tiempo. Dunia, sin mirarme, me sugirió que camináramos un poco por la calle paralela. Lo hicimos en silencio. Por lo que a mí se refiere, tratando con toda la pertinacia de que era capaz de salirle al encuentro a cualquier movimiento sospechoso que se produjera dentro de mi campo visual, notando al mismo tiempo cómo mis nervios se iban tensando cual si compusieran, entrelazados, el cordaje de un navío que se va adentrando en la tempestad. Vamos ya. Torcimos a la izquierda y avanzamos hacia la calle en cuestión. Llegados a la esquina, viramos de nuevo hacia la izquierda. Todo parecía normal, incluso diría que envuelto en una serenidad excesiva, esa tranquilidad que precede al soplo de la explosión. Ganamos la esquina siguiente. Dunia se detuvo. Ya estamos. Volví a otear todos los horizontes. Nada. Sereno. Transeúntes de todos los pelajes ensimismados en su particular ritmo de andar. Los coches a una velocidad uniforme, ni demasiado alta ni demasiado baja como para llamar la atención. Cuando habían transcurrido un par de minutos de tensa espera, por la calle adyacente vi acercarse a Moussa. Desvié la mirada para no manifestar interés alguno por su llegada. Tampoco él dio muestras de habernos reconocido. Nada más doblar la esquina, se apoyó en el muro. Así permanecimos un par de minutos más, Moussa vigilando en una dirección y yo en la opuesta. Entonces, por la misma calle que había venido Moussa, vi que se acercaban dos coches a una velocidad superior a la media, adelantando a los que se les ponían delante. Al llegar a nuestra altura, sus ocupantes nos echaron una vista penetrante. O más bien diría que estaba dirigida a Moussa. En ese momento se dejaron oír unas sirenas. Al principio tan levemente que los ocupantes del coche no debieron percibirlas. Le hice un gesto a Moussa para que pusiéramos un poco de campo entre ellos y nosotros. Después de cruzar la calle me volví. Seis hombres habían bajado de los automóviles. Enseguida tres de ellos se dispusieron a seguirnos por nuestra acera, los otros tres por la de enfrente. De repente el sonido de las sirenas alcanzó una nitidez inconfundible y unos segundos más tarde aparecieron unas luces giratorias azules. Los bandidos parecieron dudar. También nosotros nos detuvimos. Ambos grupos parecíamos hipnotizados por el parpadeo azul que pintaba resabios de verbena en la suntuosa avenida moscovita. Pero los furgones blindados avanzaban a toda velocidad, así como los coches patrulla que los acompañaban. Sin que se oyera orden alguna, los seis hombres volaron hacia los automóviles y salieron de estampida, torcieron hacia la derecha cuando ya la policía se hallaba a menos de un centenar de metros. Mientras tanto, nosotros habíamos regresado al lugar exacto de la cita. La comitiva se detuvo y de las furgonetas blindadas bajó un pelotón de hombres vestidos con uniformes de combate, el rostro cubierto con antifaz y armados con fusiles de asalto. Nos rodearon y uno de ellos hizo signos para que avanzáramos hacia los vehículos. Salimos a toda velocidad, dejando a nuestro paso un reguero de decibelios azules. Cuando echamos el pie a tierra, nos hallábamos ya en el interior del ministerio. Un funcionario civil nos estaba aguardando. Nos pidió que le siguiéramos pues tenía órdenes de conducirnos al despacho del ministro. En la antesala del mismo nos encontramos con la mismísima tía Anastasia que, al vernos, se puso a avanzar renqueando hacia nosotros. Dunia sonrió y se precipitó a abrazar a su hermano, el cual, una vez realizado el último número de su farsa, se quitó el pañuelo y la peluca, ambos estaban muertos de risa. Hasta el funcionario civil sonreía. De haber adoptado la civilizada costumbre de llevar sombrero, me lo hubiera quitado con objeto de celebrar la habilidad y la astucia de ese Ulises eslavo, que justamente hacía gala de tales cualidades cuando a mí se me habían agotado los recursos. La alharaca armada por los hermanos absorbió el chasquido, si acaso lo hizo, de uno de los batientes de la solemne e historiada puerta del despacho ministerial al abrirse y cuando quise darme cuenta ya tenía a dos pasos la complicada sonrisa de Timofei Bouriev en persona. Sois unos sinvergüencillas de tomo y lomo, adiviné que comedía, pero mi papel es el de ministro de todas las Rusias y en virtud del cual gustaréis una escogida muestra de diplomacia a la antigua usanza, caballeros. Tengan la bondad de pasar, se limitó a decir en castellano. La estancia más parecía salón de baile que gabinete, suelo y paredes se hallaban tapizados de rojo, por los cuatro costados refulgía la pátina antigua de las pinturas y, tras la descomunal mesa del ministro, una estantería cargada de volúmenes lujosamente encuadernados cubría el muro en toda su extensión. A pesar de la perfección con que fue pronunciada la frase de bienvenida, pronto recabó los servicios de Nicolai como intérprete. El señor ministro no necesitaba garantías de la autenticidad de nuestras intenciones pues ésta venía certificada con un sello inapelable e inconfundible, a saber, el celo que había mostrado la mafia en impedir por todos los medios el encuentro que estábamos efectuando en ese preciso momento. Por cierto, nos felicitaba por la habilidad demostrada al conseguir despistar no solamente a una mafia colocada entre la espada y la pared, sino también a sus servicios secretos puestos en estado de alerta. Los cuales tenían, obviamente, la misión de conducirnos sanos y salvos a ese despacho. Le agradecí el esfuerzo demostrado por su ministerio en nuestro favor y me disculpé por no haber hallado el modo de atraer la atención de los unos, sin despertar las sospechas de los otros. El ministro alabó la prudencia de dicha actitud pues los tiempos que vive la nación han traído tal confusión que resulta sumamente difícil separar la harina del salvado. Sin ir más lejos, ese asunto había tenido, de entrada, una consecuencia positiva al demostrar, de modo incontrovertible, la pertenencia a la mafia de uno de sus secretarios más allegados. Se trataba de Iouri Savrassov, a quien el experimentado Kouliev había referido el asunto con una razonable confianza, e incluso el propio ministro le hubiera acordado la hostia consagrada sin confesión, pero la carne es débil y el brazo de la mafia largo. ¿Que cómo había caído el astuto Savrassov, tras haber desempeñado sin el menor desliz, durante probablemente más de veinte años pues debió ser la mafia la que lo introdujo en el ministerio y el taco de billar que lo fue empujando hacia las diversas posiciones que ocupó durante su carrera de funcionario, su complejo papel de agente infiltrado? Pues de la manera más tonta posible. Evidentemente, dada la importancia del asunto que le había caído entre las manos, tuvo que establecer contacto telefónico conmigo para comunicármelo y recibir instrucciones. Las cuales le fueron oportunamente asignadas. Durante el intercambio de llamadas que siguió, Iouri Savrassov cometió la imprudencia de adelantarse a los acontecimientos. Le ordené que fueran a buscarles al hotel y, en caso de encontrarles allí, les proporcionaran la protección adecuada, pero ante la eventualidad de que no les hallaran en su habitación, que la registraran minuciosamente. Iouri Savrassov, quien creía saber de buena tinta que los tres individuos en cuestión habían pasado a mejor vida con la cabeza reventada por una bala de grueso calibre, dejó pasar un tiempo prudencial y luego, deseoso tal vez de tumbarse al fin a dormir, me volvió a llamar para comunicarme la noticia y con ella el fin de la situación de emergencia. Momentos más tarde, cuando se enteró de que lo que había estallado en las tres habitaciones no eran cráneos sino melones de primera calidad, provenientes de nuestras costas más cálidas, entonces comprendió que su situación se había vuelto insostenible y debía evaporarse de inmediato. Ahora es él quien es buscado activamente por nuestra abnegada policía. Dirigí una mirada triunfal a Nicolai y a Moussa, ellos que tanta mofa habían hecho de mi pueril idea. Realmente, no somos nada, repuse con una pena absolutamente fingida. Sin embargo, además de la inequívoca garantía de la autenticidad de nuestras intenciones que su Excelencia acaba de mencionar, tengo el honor de ofrecerle otra igualmente esclarecedora. Pedí recado de escribir y anoté la clave que estábamos dispuestos a facilitar al gobierno ruso, por el momento. El ministro echó mano de inmediato al ordenador e introdujo la mencionada combinación en el lugar correspondiente. Los rasgos de su rostro se pusieron tensos, los globos oculares parecían haber ganado en tamaño. Perfecto, dijo al fin, tratando de deshacerse de la excitación. El resto imagino que nos lo comunicarán tras el regreso a su país. En efecto, tenemos orden de recabar una dirección electrónica segura, la cual debemos comunicar de viva voz a nuestros superiores. Cumplimentado dicho formalismo, procederán a enviar las claves. Exigimos, asimismo, como condición que los medios de comunicación rusos proclamen a bombo y platillo que el gobierno de la nación ha conseguido recuperar la práctica totalidad del capital evadido por la mafia y emplazado en Gibraltar. Timofei Bouriev juntó las manos entrelazando los dedos como si fuera a rezar e hizo un gesto afirmativo. La mafia, prosiguió, deducirá fácilmente que el capital no ha sido entregado en su totalidad, por lo que es de suponer no cejará en su pretensión de hacerles pasar a mejor vida, aunque sólo sea para ganar un poco de tiempo y vengarse. En consecuencia, es aconsejable que su regreso a casa sea preparado con sumo cuidado. El plan que hemos concebido consiste en conducirles, durante unos días, a un lugar secreto y de allí trasladarles al aeropuerto de otra ciudad, desde donde podrán abandonar el país con mayor discreción. Acepté, provisionalmente, pues no tenía otra elección. Sobre todo Nicolai y Moussa necesitaban descansar durante, al menos, un par de días. Del desleído anonimato de la espesa grey al empíreo despacho de un ministro y ello en cuestión de semanas. No está nada mal para alguien bastido con tan poco fuste. Noto que te contradices como un esquizofrénico, Leviatán. Bueno, es que tú eres uno de esos tipos irregulares que dan una de cal y otra de arena. Y respecto a los cuales no es fácil formarse un juicio de una sola pieza. Ciertamente el mundo es como un plasma único en el que circulan corrientes coordenadas de fuerza inteligente y los hombres son sólo pajitas para flotar en él. De nada sirve poseer el temple de un Alejandro, Publícola, Napoleón o César, si no se encuentra por azar la corriente adecuada. E inversamente, cuántos mediocres alcanzan las más altas magistraturas con sólo haberla hallado por casualidad, limitándose en lo sucesivo a conservarse a flote y dejarse arrastrar o, a lo sumo, a caminar sobre la inercia prestada por el destino como suelen hacer los agobiados, casi todos hoy en día, cuando toman las escaleras mecánicas. Pero si supieras las paletadas y paletadas de pacotilla de esa índole que he echado en la caldera para que marche el tren. Hasta he perdido la cuenta. ¿A dónde vas, cantamañanas? Ven aquí que te dé yo prisa de la buena, espera un poco y gustarás los sopletes con los que seccionan las almas los diablos. Cata ahí las llameantes puertas del infierno y no des más la vara, cabrón. ¿No ves que los Señores del Mundo necesitan serenidad para trabajar? Si el universo es tal como dices, ¿de qué sirve tener fuste o no? ¿Qué puede importar hallarse en posesión de una visión del mundo si el mundo tiene la suya propia? Para él, en ese caso, lo mismo vale un roto que un descosido. Aunque a veces pueda parecer como tú dices, en el fondo no es así. A largo plazo, el destino del hombre y el del mundo están unidos. Tras la combustión, hay alguien que consigna los taeles y sus asistentes trituran la escoria. Tras la combustión…. ¿y antes de ella? También hay coadjutores para dicha tarea, pero sólo actúan cuando es realmente necesario, cuando alguien se empeña en dar la murga más allá de lo razonable. Ya se sabe, lo poco gusta, o por lo menos distrae, pero lo mucho enfada. Existen límites, ¿entiendes? Más allá de los cuales, todo asunto privado se convierte en público. En el punto en que se encuentra tu narración, todavía te hallabas en zona segura. Tuviste la oportunidad de hacer saltar todas las señales de alarma, pero tomaste la decisión adecuada, haciendo gala de un encomiable buen sentido. Lástima que en la encrucijada siguiente perdieras por completo tan valiosa cualidad y con ella toda mesura y toda prudencia, osando pasar el Rubicón sin legiones. Bueno, con una exigua banda de harapientos. No tan andrajosos como para todo eso, pues para entonces ya había conseguido vestirlos y equiparlos de manera más bien digna. Sin hablar de las tropas de refresco que Milos mandaba entrenar en su país con profusión de medios e iba canalizando hacia nosotros progresivamente. No estará tampoco de más recordar que la mayor parte de ellos eran veteranos de guerra. Pequeñeces, una sola chispa en un mar de fuego. Y por cuanto se refiere al entrenamiento, el más gazmoño e inexperto de mis hombres posee más trucos que cien de los tuyos, así como infinitamente menos escrúpulos para utilizarlos. Cierto que, para tu mal, te has visto confrontado a la excelencia. Tal vez porque no hacía falta menos que eso para parar mi impulso. Paparruchas, la ignorancia siempre viene de la mano del atrevimiento. Por eso tardaste varios meses en dar conmigo, aún con el precioso auxilio de tus sofisticados secuaces. No me negarás que tuviste un poco de suerte. Muchos se engañan a sí mismos llamando suerte a la industria; lo que algunos llaman suerte o casualidad, no es sino una ley ignorada. Como el burro de la fábula, soplaste la flauta por casualidad. No andas del todo descaminado, sólo que en lugar de flauta fue cuerno de caza lo que soplé. Curiosa caza la que lanzaste con semejante cuerno, una batida en la que tú mismo te ves acorralado. Las apariencias suelen ser engañosas. Poco sé yo de estas cosas o bien tu situación es francamente desesperada, bastante es que te deje acabar de contar tu historia. Puede que seas tú el único interesado en que la cuente, yo mi historia me la sé de cabo a rabo, como ya he tenido la ocasión de aclararte. He de admitir que para el gato constituye un grato pasatiempo jugar con el ratón, antes de devorarlo. Sigue pues contándola, el hombre rico posee de todo, hasta tiempo. A la misma puerta del despacho ministerial, nos aguardaban unos militares, armados y con uniforme de camuflaje. Timofei Bouriev nos rogó que tuviéramos la bondad de dejarnos conducir por esos hombres hacia un lugar seguro, donde deberíamos pasar un par de días o tres a lo sumo. Luego, tras despedirse sobriamente, volvió sobre sus pasos hacia el interior del vasto gabinete, cerrando la puerta tras de sí. El oficial que parecía destinado a asumir el mando de ese pequeño grupo, tras una marcial inclinación de cabeza, profirió algunas palabras en su lengua, a las cuales respondió Nicolai. Enseguida iniciamos una larga marcha a través de interminables pasillos de bóveda alta, hasta emerger en un patio que servía de helipuerto. El aparato nos aguardaba en reposo, con las aspas lacias apuntando hacia el piso. Subimos a bordo e iniciamos un vuelo que debió durar unos veinte minutos aproximadamente. Cuando nos disponíamos a tomar tierra, pregunté con discreción a Nicolai si tenía alguna idea de dónde nos encontrábamos. Repuso que, aunque ignoraba la posición exacta, había identificado la zona. Nos hallábamos no muy lejos de Moscú, aunque en un paraje de difícil acceso. Descendimos del helicóptero en un claro del bosque. El oficial nos invitó a seguirle. A nuestras espaldas escuchamos una nueva aceleración de aspas y el aparado levantó de nuevo el vuelo. Tras caminar unos cien metros, comenzamos a vislumbrar una espléndida datcha, toda ella construida en madera. La planta era cruciforme, el bajo y el entresuelo ofrecían una tonalidad clara, como de caña, presentaban amplias ventanas rectangulares, tres por cada muro exterior. A partir de ahí, surgía una prominente cornisa, hecha esta vez con una madera color ocre. En cada uno de los extremos del sobrado sobresalía, por lo menos un metro más allá del límite de la cornisa, un balcón que sostenía, mediante dos formidables columnas labradas, del mismo material, un soberbio y pesado techo campaniforme primorosamente tallado, el cual ganaba por lo menos cincuenta centímetros con relación al extremo del balcón. Desde la parte central de la construcción se elevaba un pequeño torreón cuadrangular, cubierto por un tejadillo igualmente en forma de cruz y coronado con una aguja probablemente metálica. El conjunto conformaba un objeto extraordinariamente irregular y en ese momento me resultó bastante difícil forjarme una opinión definitiva de él. Si bien la parte baja, hasta la primera planta, me hizo pensar en un coqueto cofre, adornado con una delicada labor de taracea, todo el complicado caparazón que amenazaba con hundir el edificio entero o al menos con inclinarlo peligrosamente hacia delante, me recordó los barrocos coches mortuorios de principios del siglo pasado y nubló mi mente con vagas ideas fúnebres. Sentados en los peldaños de granito que daban acceso a la puerta principal, charlaban tres soldados equipados con uniformes de campaña. En cuanto se percataron de la presencia del oficial, se levantaron con la parsimonia característica de la tropa cuando se halla de maniobras fuera de los cuarteles y lo saludaron militarmente. Éstos no se hallaban armados, pero pronto descubrimos, entre la espesa vegetación que rodeaba la casa, otros que agarraban con las dos manos modernos fusiles de asalto, con mira telescópica muy probablemente equipada de visión nocturna, que pendían en bandolera de sus cuerpos, listos para hacer fuego. Únicamente cuando se disponía a franquear el umbral, el oficial se volvió hacia nosotros y se presentó. Capitán Tyjanov, dijo. Y Nicolai tradujo, no sólo eso sino todo lo demás. El Estado ruso tenía el placer de acogernos en esta mansión que databa de mediados del siglo XIX, acaso un poco descuidada, pero en perfecto estado de servicio. La mandó construir el doctor Tarasov, médico personal del zar Alejandro I, el cual asistió al monarca en su fulgurante y misteriosa enfermedad, escribiendo un informe detallado sobre cuanto ocurrió durante aquellos días. Luego añadió el intérprete, como para sí, ¿dónde he oído ya esa historia? Le recordé que había sido yo mismo quien se la había mencionado. Ah, es cierto, repuso, un tanto molesto sin duda porque un extranjero le revelara cosas acerca de la historia de su propio país. Pero Tyjanov continuó hablando y Nicolai se vio obligado a prestarle atención. Se nos había reservado las habitaciones del primer piso. Los soldados ocuparían, ocupaban ya, las de la planta baja, próximas a la cocina, donde antiguamente vivía la servidumbre. Él se había instalado en una pieza de arriba, pero no era la principal, sino que se encontraba justo enfrente de las nuestras, las cuales, es decir, las que nos había asignado, comunican también por el interior, lo que indica que debían estar destinadas a la familia de propietarios, siendo la suya, muy probablemente, una habitación de invitados. Ellos comerían en la vasta cocina, mientras que a nosotros se nos serviría en el comedor de la planta baja. Cortés, le rogué que tuviera la bondad de unirse a nosotros en tales ocasiones, lo cual aceptó gustosamente. El recibidor se hallaba sumido en la oscuridad total, apenas percibimos la figura de Tyjanov que comenzaba a subir unos escalones en cuyo interior resonaba el impacto de sus botas. Sin embargo, nada más entrar en la caja de la escalera, se percibía un rectángulo iluminado al fondo. El tiro era largo, recto, y la pendiente tan suave que apenas notamos el esfuerzo de la ascensión. En los últimos peldaños ya habíamos emergido a una vasta pieza de techo alto, en el que se podía apreciar un complejo artesonado de madera pintada, un tanto desleída, cierto, en el cual se podían apreciar diversas escenas, y delimitado por molduras con motivos geométricos. Las paredes se hallaban forradas de listones de madera color pastel, separados por franjas verdes. En la línea divisoria con el zócalo, aparecía un nuevo friso conteniendo los mismos motivos geométricos que en el superior y finalmente el espacio que alcanzaba hasta el gastado rodapié presentaba cuadriláteros en el mismo tono que la pared, delimitados por trazos verdes. La escalera culminaba en sendas columnas estriadas y huecas. Enfrente se alzaba una puerta cristalera en forma de tríptico que comunicaba con un aposento bien iluminado. El suelo conservaba sólo en las esquinas la primitiva capa de color verde y recordaba la vieja tarima de una antigua sala de Universidad. En cada ángulo rumiaba su tedio secular un caduco butacón polvoriento y descolorido. Los muros laterales presentaban cada uno una puerta como de cancillería, chapada con los mismos rectángulos que el zócalo. Al darme la vuelta, vi que a ambos lados de la escalera aparecían otras dos puertas, una de ellas abierta, enmarcadas a su vez por otros capiteles y frisos, que se abrían a sendos pasillos los cuales debían recorrer, paralelamente, la casa en toda su longitud. Todo parecía haber quedado en el estado en que lo dejó Tarasov, tras su huída precipitada a Inglaterra, hacía más de siglo y medio. XII Esta es la primera de las tres habitaciones que se les han atribuido, la mejor de la casa. En anexo tiene el despacho con su biblioteca –informó Tyjanov.- Nicolai insistió en que fuera yo quien la ocupara. Las otras dos se encontraban siguiendo el pasillo y las tres, insistió una vez más el oficial, eran contiguas y estaban comunicadas en su interior. Presenté pues mis excusas y me retiré a mis aposentos. La habitación estaba pintada de añil hasta las molduras doradas, pero tan descascarillada estaba la capa que parecía toda ella salpicada de cal. Lo mismo ocurría con los marcos blancos de las ventanas, que dejaban aparecer en numerosos puntos el moreno de la madera. Se hallaba completamente desnuda, excepto por cuanto se refiere al armatoste de cama y a sus dos mesillas. El despacho, en cambio, se veía más poblado. El centro lo ocupaba una robusta y maciza mesa con su correspondiente silla. Otras cuatro sillas distintas mantenían sus respaldos adosados al muro. Más allá de la mesa se alzaba una soberbia biblioteca con todos sus anaqueles repletos, excepto uno. Los libros de Tarasov parecía que habían sido respetados. El conjunto ofrecía un aspecto satisfactorio, con menos luz hubiera podido decirse impecable, el de un gabinete añejo, de casa solariega, que había servido a varias generaciones de adustos y tradicionalistas propietarios, tal vez con la salvedad de que la madera estaba demasiado sedienta de pulimento y su palidez manifestaba la falta de esperanza de que algún día se terminara ese ayuno inveterado. Si me toca vivir algunas horas tranquilas en este lugar, me dije, no estará mal pasarlas aquí, pues tomando un libro al azar constaté que no todos los libros estaban escritos en ruso. Pero en ese momento lo que más necesitaba era descansar. La ventanas se hallaban abiertas de par en par y en la habitación entraba un sol tamizado por miles de hojas, acompañado de una brisa algo más fresca. Parecía que el agobio de la canícula estaba cediendo ya. Entonces caí en la cuenta de que ya habíamos iniciado el mes de septiembre. Tras descalzarme, me eché sobre la cama. Con los ojos cerrados, distinguí casi una decena de gorjeos distintos. Qué diablo de casualidad había en el hecho de que hubiera llegado a caer justamente en la datcha de Tarasov, personaje real de una historia peregrina que también había leído por puro azar, casi diría que cayó el libro entre mis manos, reavivando esa inexplicable afición mía por cuanto concierne la Rusia antigua. Rememoré los pormenores de la tesis que defendía su autor respecto a lo que el mismo Tyjanov había calificado de misteriosa muerte del zar Alejandro I. Entonces fue cuando me vino a la memoria que en él se menciona un episodio ocurrido en esa misma datcha. Hice un esfuerzo para recordarlo. Sí, fue precisamente como consecuencia de ese suceso que Tarasov decidió abandonar Rusia. Lo menciona en sus memorias el doctor Wylie, el otro médico y amigo personal del zar que lo acompañó, junto con Tarasov, durante el malhadado viaje a Taganrog, quien acogió a su colega en su residencia de Londres en tanto que éste se instalaba definitivamente. Cuenta Wylie que Tarasov le relató durante aquellos días cómo un nutrido grupo de individuos armados entró en su datcha en mitad de la noche, con el propósito evidente de someterlo a un interrogatorio durante el cual, con toda seguridad, no habrían escatimado en medios para arrancarle “el secreto” y que él escapó por los pelos, con tanto miedo que decidió al punto y de manera irrevocable salir de país. Sin embargo, el doctor inglés no da detalles de cómo consiguió Tarasov escapar de sus numerosos asaltantes, debiendo darse por descontado que habrían cercado la casa antes de que aquél acertara a despertarse con el alboroto que armaron sus criados en el momento del asalto. Razón por la cual, una vez consumado el derrumbe del régimen soviético, el autor de mi libro, perteneciente a una familia rusa exiliada en Estados Unidos desde los propios días de la revolución, regresó al país de sus antepasados con objeto de efectuar las indagaciones que precisaba para culminar su trabajo y en una de sus gestiones exhumó el informe policial redactado como consecuencia de este incidente. Los hechos ocurrieron así, el mayordomo fue despertado por unos recios golpes que provenían de la puerta principal, los cuales habían provocado una gran agitación entre el personal de servicio. Acompañado del casero y de uno de los cocheros, se dirigió hacia la puerta. Preguntó quién era el muy bestia que osaba llamar de tal manera y qué quería. Por toda respuesta, los golpes arreciaron de nuevo con una violencia extrema. Tras dudar unos instantes, tomó la resolución de despertar al señor, pero en ese instante se produjo un gran estrépito de cristales. Confiando en que su presencia, secundada por la de sus robustos acompañantes, bastaría para sujetar a los intrusos, penetró en la habitación de donde procedía el ruido. Apenas había puesto los pies en ella, cuando se sintió atrapado por unos poderosos brazos que apretaban como tenazas y derribado al suelo. Cuando alguien encendió un candil, comprobó que quienes le acompañaban habían sufrido la misma suerte. Un frío cañón de pistola se posó sobre su sien. Abre ahora. Lo hizo. Acto seguido, una voz imperiosa le ordenó que les condujera a la habitación de su señor. Subió la escalera llevado en volandas por aquél tropel de demonios. Llamó a la puerta y no obtuvo respuesta. Ábrela tú, le ordenaron. Explicó que no llevaba encima la llave. Entonces de un zarpazo lo apartaron y echaron la puerta abajo. Irrumpieron como una tromba dentro, pero el doctor no estaba allí. Pasaron a su despacho y tampoco. Las puertas que comunicaban por el interior con las dos habitaciones contiguas se hallaban ambas abiertas, pero las que daban al exterior permanecían cerradas con pestillo. Las ventanas estaban igualmente cerradas, desde la única parte en que podían cerrarse, obviamente desde el interior. Los esbirros registraron con esmero las tres habitaciones y el despacho, no descuidando el menor resquicio, sin encontrar por ello el más mínimo rastro del doctor ni de su familia, excepto las camas deshechas, todavía calientes, y unos cuantos libros esparcidos sobre la mesa de trabajo. Seguidamente la emprendieron con el resto de la casa con idéntico resultado. Cuando ya no hubo ningún rincón por registrar, el mismo cañón de pistola volvió a encontrarse contra la sien del mayordomo. Anda, muéstranos el escondrijo. El infeliz juró por lo más sagrado que él no conocía escondrijo alguno. Cuando ya creía que le iban a descerrajar un tiro, surgió una voz repentinamente serena. ¡Déjalo! Éste no está mintiendo. Vámonos. Y se fueron como una exhalación. Al día siguiente, puesto que su señor seguía sin aparecer, el mayordomo consideró oportuno denunciar el hecho a la policía. Luego, en un documento anexo, consta que, dos días más tarde, llegó una carta procedente de Moscú, escrita del puño y letra de Tarasov, en la cual se le ordenaba al mayordomo que regresara a la capital, acompañado del resto de la servidumbre. El autor de mi libro concluye, aunque sin aportar pruebas, que el antiguo doctor del zar se hallaba tan temeroso como consecuencia del secreto que poseía que mandó construir su datcha con un pasadizo secreto, en previsión de un ataque por sorpresa. Me incorporé bruscamente. Si ese pasadizo secreto existiera, nos brindaría la ocasión ideal para escapar del cerco de aquellos soldados que, al tiempo que nos protegían, nos retenían prisioneros y que constituían el primer eslabón de la cadena de ojos que debía conducir al Gobierno hasta el descubrimiento del lugar en que se oculta nuestra madriguera. La decisión de escapar al control del mismo estaba tomada, sin embargo la cuestión de cómo hacerlo permanecía aún sin solución. Cierto que había determinado exigirlo, si fuera preciso, como una condición necesaria, que el Gobierno habría fingido aceptar y en modo alguno cumplir, pero el ardid, la maniobra que permitiera romper esa cadena invisible de ojos, proporcionándonos la oportunidad de ir a buscar sin testigos el coche que nos aguardaba en el hotel y volar con él hacia la frontera, eso no estaba determinado todavía con detalle. De verdad, me dije mientras apoyaba mi espalda sobre la cabecera de la cama, que lo del pasadizo secreto es una idea interesante y, dado que por el momento no tenía otra para ir desbastándola, no perdía nada en consagrarle algunas reflexiones y algo de ese tiempo muerto, precioso de todos modos, pero en fin, suficiente para observar el objeto de nuestro problema desde varios ángulos. De modo que un pasadizo secreto. Aquí, justamente en estas cuatro, quizá cinco, estancias. Difícil admitir que, después de tanto tiempo, no haya sido descubierto. Puede que la casa haya estado cerrada durante muchos años, pero al cabo el Estado se apoderó de ella, incluso puede que antes pasara por varias manos, por varias generaciones de propietarios. Si se supiera, resulta dudoso que nos hubieran atribuido justamente estas habitaciones, a menos que se hallen absolutamente convencidos que jamás lograremos encontrar el modo de acceder a él, más aún, que ni siquiera lleguemos a sospechar su existencia. Sin embargo, a pesar de todo, algo en mí se negaba a admitir que se hubieran atrevido a tentar al diablo, sabiendo cómo es el diablo, poniéndonos a dormir, a nosotros, huéspedes tan codiciados, en unas estancias desde las que se pudiera acceder a un pasadizo secreto comunicado con el exterior. A pesar de todo, como ya había observado precedentemente, nada perdía en investigar. Dejemos de lado, por el momento, las otras dos habitaciones y concentrémonos en las piezas que se nos han atribuido, donde, a fin de cuentas, se concentra el mayor número de posibilidades de que se encuentre, si alguna vez existió. Lo primero que examiné fue el interior de los armarios empotrados, seguidamente di un cuidadoso repaso a los muros, miré, por la forma, debajo de la cama. Luego pasé a donde realmente tenía ganas de pasar, al despacho, por supuesto. La literatura que existe con respecto a los mecanismos ocultos que abren accesos a pasadizos secretos desde los despachos podría venderse al peso. Estatuillas que son en realidad palancas o que contienen botones en alguna de sus partes, sus ojos las más de las veces, escritorios macizos como éste que se desplazan hasta que sus patas apoyan todo su peso en determinadas baldosas, volúmenes que, al presionarlos, desencadenan el engranaje que hace pivotar el panel de una estantería, o desplaza un mueble, o abre una trampilla situada en el zócalo de madera, o en el suelo, chimeneas o braseros que, al encenderlos, el vapor produce los mencionados efectos. Si bien, a juzgar por el informe policial desempolvado por mi autor, este último procedimiento no hubiera podido actuar con la suficiente celeridad. Deseché pues la chimenea y me concentré en las anteriores posibilidades. Observé de cerca las baldosas, desplacé la mesa en las cuatro direcciones, examiné el zócalo, las paredes, los paneles de la librería. Con respecto a las estatuillas u otros objetos semejantes, la cuestión quedó pronto zanjada, pues no había nada parecido que pudiera desempeñar una función similar. Y en cuanto a los libros, el problema que presentaban era el opuesto, había demasiados. En todo caso, si el mecanismo estuviera conectado a los libros, sería preciso encontrar algún criterio de selección. Retrocedí unos cuantos pasos de modo que mi mirada pudiera abarcar el conjunto. Los diversos colores de los lomos me indicaban las distintas colecciones, así que avanzaba y retrocedía para identificarlas; abría un volumen, le echaba un vistazo, lo devolvía a su sitio y regresaba a mi punto de observación, apoyado en la pared frontera. Me llamó la atención una enciclopedia médica en francés. Probé a ejercer una moderada presión sobre los volúmenes que presentaban las letras que componían el apellido de su propietario. Nada. Probé a extraerlos en lugar de pulsarlos, pero fue sin resultado. Así, ensartando suputaciones a cuál de ellas más peregrina, consumí el tiempo que restaba hasta mediodía. Unos golpes lejanos, dados sobre la puerta, me devolvieron a la dimensión temporal exacta. No habían llamado a la puerta exterior, sino a la interior. La abrí y del otro lado encontré a Moussa. ¿Qué? ¿Bajamos a comer? Son las doce. Salimos al pasillo, donde nos encontramos con Nicolai y Dunia. Un agradable olor de madera antigua y polvorienta, iluminada por el sol, nos envolvía. Al final de un pasillo, en la planta baja, vimos movimiento de soldados. Tyjanov daba órdenes con sosiego mientras leía un periódico. En cuanto se apercibió de nuestra presencia, dobló el diario y acudió a nuestro encuentro. Antes de alcanzar el umbral de la puerta, nos hizo un signo para que pasáramos adelante. Le habló a Nicolai para que tradujera. Ése era el comedor, necesitaba, obviamente, como el resto de la datcha, una mano de pintura, más bien varias, y otras tantas de pulimento, pero es cierto que únicamente se usa como lugar de paso para gentes, por lo general, dotadas de un capital de sensibilidad estética bastante exiguo. Eché un vistazo a mi alrededor. La habitación había sido, en algún momento de la historia rusa, pintada de blanco, desde el breve zócalo de madera que se alzaba tan sólo a unos cuantos centímetros del suelo hasta el techo incluido, pero hoy en día se hallaba tan rajada y descascarillada que semejaba haber vivido mil terremotos, amenazando con venirse abajo en cualquier momento. El color que mejor había resistido al paso del tiempo era el rojo de los marcos de las ventanas. Sin embargo, apenas quedaban rastros del mismo color que un día había recubierto la formidable mesa que ocupaba el centro de la pieza, los dos largos bancos que la flanqueaban y el piso, todo ello de madera. También había, aquí y allá, sillas de formas diversas y variadas. Entre dos ventanas había un búcaro enorme, rojizo también pero como de óxido, que contenía lo que podía calificarse a distancia de fósiles de ramas secas. Tyjanov prosiguió. No disponemos de manteles, pero los soldados han frotado la mesa como lo hacen con los cañones de sus fusiles. Permítanme que les muestre la cocina, mientras ellos ponen los cubiertos. La cocina ofrecía un aspecto aún más curioso, pues cada pared presentaba una etapa de ese regreso, común a las casas y a las personas, a la infancia. Unos fragmentos de paredes mostraban restos de arabescos pintados, otros la capa verde oscuro que los precedió y, en fin, otros habían vuelto al encalado primitivo de sus primeros fulgores y a las palideces de sus primeras nevadas. En el techo, un artesonado de yeso había sido recubierto por una brillante pátina verde como baba de sapo, pero en algunos lugares dicha capa se había desplomado dejando ver grandes regiones blancas. Una maciza alacena conservaba aceptablemente su color caoba, tal vez por hallarse poco expuesta a los rayos solares, pero las repisas y escurrideras que se hallaban junto a las ventanas presentaban dos colores bien diferenciados, claro en las superficies donde el sol, a lo largo de muchos años, se había ensañado, y oscuro donde se había mantenido mejor el pulimento, al abrigo de las agresiones de aquél. Y qué decir de las rústicas sillas y de los vastos y pesados bancos adosados a la pared que además habían sufrido el frote continuo de rústicas telas durante generaciones de campesinos, la madera que los conformaba aparecía de un gris desleído cubierto de verdín. También allí dormitaba una mesa semejante, en su solidez y proporciones, a la del comedor, junto con otra más pequeña en el otro extremo. Ambas parecían de época. Pero entre ellas, se alineaban otras tres no menos cumplidas, si bien de construcción reciente y de material más basto. La decrepitud, añadió Tyjanov, soñador, está sólo en la corteza, en la superficie, pero no en el armazón, en la parte, digamos, consistente del edificio. Esta casa está hecha para durar fácilmente otros doscientos años. Y con muy poco dinero se convertiría en una datcha realmente coqueta, sobre todo que lleva anexa una buena porción de bosque. ¿Cuánto? –pregunté, a pesar de que había notado que el capitán aguardaba pacientemente que concluyera la traducción para añadir algo.- Pues yo diría que unos veinte mil metros cuadrados. No está mal, en efecto. Cierto; bueno, si les apetece podemos sentarnos ya a la mesa, me parece que todo está listo. En efecto, los hombres que habían estado afanándose frente al fogón, preparaban ya su propia mesa. Regresamos pues al comedor y al punto nos sirvieron una ensalada de arenque. Este plato –siguió informando Tyjanov, pues se sentía obligado a adoptar la función de anfitrión- recibe el curioso nombre de “Arenque bajo el abrigo”. La bodega está repleta de botellas de vino y también de vodka. En cuanto al primer género sólo se trata de vino de Crimea. Aquí tienen un par de botellas. La vodka, en cambio, es excelente. Las emociones de la mañana nos habían abierto el apetito, así que comimos con gusto ese arenque bajo el abrigo sin efectuar demasiadas especulaciones a propósito del posible origen de tan singular nombre. También gustamos todos, incluso Dunia, el vino de Crimea que yo encontré ciertamente rústico y tal vez poco adecuado para el arenque, pero no del todo mal. También debió resultar del agrado de la tropa, pues pronto comenzaron a llegar grandes risotadas provenientes de la cocina. Tyjanov, acabó por levantarse de su asiento, tras secarse la boca con una servilleta de papel. Adiviné que iba a poner en cintura a sus hombres. Le rogué que no lo hiciera, pues un poco de alegría no le venía mal a esta casa. Puede, pero temo que se propasen con la bebida y después confundan a un ciervo con un enemigo. Eso ya es harina de otro costal, admití. Fue pues Tyjanov y les dijo con calma algunas palabras que Nicolai no se dignó traducir, en cualquier caso el efecto fue el silencio casi completo. Pisándole los talones a su capitán vino el soldado encargado del servicio de nuestra mesa con una gran fuente humeante repleta de carne de vaca y luego regresó con otra que contenía la guarnición. No curándome de ocultar el interés que había suscitado en mí la casa, antes al contrario, procurando que éste se hiciera patente en mi conversación, pues pensaba solicitar al final de la comida su autorización para visitar la casa en su totalidad y pretendía que tal petición resultara lo más natural posible, le pregunté si conocía la historia integral de la datcha y cómo había llegado al estado de incuria en que se encontraba en la actualidad. Tyjanov pareció complacido con la pregunta y limpiándose de nuevo cuidadosamente la boca con la servilleta de papel, se dispuso a satisfacer mi curiosidad. Tras la huida de Tarasov a Londres, la casa quedó en manos de los caseros de éste, una pareja de mujiks bendecidos con una numerosa prole. El exilio del doctor duró el resto de su vida. A su muerte, los hijos regresaron para hacerse cargo del patrimonio heredado en Rusia. Así, la familia volvió a habitar la casa durante varias generaciones hasta la víspera de la revolución, momento en que abandonaron definitivamente el país para implantarse en Inglaterra, donde también conservaban algunas propiedades. En 1917, el Estado se incautó, por supuesto, de la casa y ésta permaneció cerrada durante mucho tiempo. Cuando las cosas se estabilizaron un poco, alguien debió redescubrirla por casualidad, desempolvando viejos registros de propiedad, y de vez en cuando algún que otro alto funcionario solicitaba las llaves con objeto de venir a pasar el verano con su familia. Durante la era Brejnev se organizaron numerosas partidas de caza, a algunas de las cuales asistió el propio Secretario General. Cuando cayó el régimen soviético, el Gobierno la destinó a la labor que ustedes pueden ver, es decir, albergar provisionalmente a personajes que, por lo general en el contexto de la lucha contra la mafia, requieren una protección especial, así como desaparecer por algún tiempo de los ambientes en los que normalmente se desenvuelven y ello mientras se encuentra una solución más duradera y estable para su caso. Puesto que desempeña una función en el engranaje del Estado, personal del ejército se ocupa, de cuando en cuando, del mantenimiento, pero obviamente por lo que se refiere a lo esencial, electricidad, fontanería, etc.…, haciendo abstracción, como han podido ver, del aspecto estético. Habrán notado, sin embargo, que los baños están impecables y disponen de agua caliente, en invierno hay una calefacción que regula la temperatura de todas las piezas, incluidas las del desván. Efectivamente, habíamos notado todo eso. Y si de tanto usarla con tal propósito, abundé, la mafia acabara por conocer su existencia, ello supondría tal vez el abandono definitivo. Ése sería el caso, sin duda alguna; es decir, abandono por parte del Estado. Pero hoy en día hay gente en Rusia suficientemente rica y excéntrica como para gastarse sus buenos cuartos en una casa perdida en medio de un inmenso bosque. Y más caras que ésta, por supuesto. No obstante, ahora que los particulares pueden comprar cualquier cosa, el problema que se les presenta es de otra índole. Me refiero a la seguridad. Bajo la férula de los zares y la de Stalin, por cierto, e incluso la de los sucesores de este último, a menos que uno estuviera comprometido en la alta política o en negocios de envergadura, podía sentirse relativamente seguro, tomando desde luego las más elementales precauciones, en cualquier rincón del país. Hoy en día no es el caso. El paso a la nueva economía ha dejado grandes desigualdades. Durante los últimos años de la Unión Soviética, los antiguos cuadros del partido que ya dirigían los medios de producción, se apoderaron individualmente de ellos, ya fuera de facto, ya invirtiendo sumas ciertamente exiguas que iban desde la cantidad simbólica hasta, como mucho, el tercio de su valor real. La mafia tuvo mucho que ver en ello. De ese modo se crearon clanes que gozaban de un poder inmenso, así como de un tren de vida fastuoso. Y deseosos de propagar ese bienestar a las generaciones sucesivas, enviaban a sus vástagos a estudiar en las mejores escuelas occidentales. Por lo que se refiere a las grandes masas obreras, la economía desregulada sumió a una gran porción de ellas en el abismo del paro y de la miseria. Si a todo ello sumamos la multiplicación de las pantallas de televisión destellando en todo momento imágenes de la dolce vita en la que se regala hasta el más modesto de los ciudadanos europeos o americanos, el resultado que obtenemos es un orden público difícil de mantener. Por lo tanto, si el Estado perdiera interés por esta propiedad y otras como ella, su destino quedaría, es verdad, incierto, de nuevo. Claro que no es fácil que la mafia dé con estos escondrijos pues, por lo general, están consagrados a arrepentidos que no tienen el menor interés en hacer marcha atrás y a potentados o funcionarios de gran calibre que se hallan en el punto de mira de aquélla, entonces no se escatiman medios, el trayecto se hace en helicóptero y el personal que se asigna a tales operaciones es un personal probado, aunque el grado cero de impermeabilidad no existe, desde luego, pues la mafia tiene el brazo muy largo y el palo de la cuchara con la que escarba en todas partes lo es más aún. En todo caso, las medidas de seguridad que adoptamos son draconianas, ningún soldado, por ejemplo, tiene autorización para llevar consigo su móvil. Durante el tiempo de la operación están totalmente aislados de sus familias y se procura que las compañías intervengan cada vez en un lugar distinto, dentro de lo posible. ¿Se ha producido alguna vez una filtración? Si se ha producido, eso se sabrá en las altas instancias, nosotros no tenemos conocimiento de ello. En todo caso, durante los cinco años que llevo enrolado en este tipo de misión, jamás he tenido que hacer frente a una situación de emergencia. Ello no es óbice para que en cada ocasión tomemos, como ya le he dicho, el repertorio de precauciones establecido, sin saltarnos ninguna de ellas, por rutinaria que nos parezca la misión. Moussa quiso saber si tenía alguna consigna que darnos para el caso, aún improbable, de que se produjera una de esas situaciones de emergencia. El capitán repuso que sus hombres estaban lo suficientemente capacitados y equipados como para hacer frente a cualquier alerta. Lo único que nos pedía, en caso de producirse tal eventualidad, es que permaneciéramos encerrados en nuestras habitaciones con todas las luces apagadas. Ellos se encargarían del resto. Le repuse que sus palabras serenaban el espíritu y les agradecía de antemano tanta abnegación, tanto a él personalmente como a sus hombres. Tyjanov respondía a la civilidad cuando entró el soldado de servicio con el samovar y una bandeja de pasteles, seguido de un segundo con la botella de vodka y los vasos. Nicolai aclaró que se trataba de prianiki, dulce de jengibre y miel. Probé uno y, aunque lo encontré enteramente de mi gusto, consideré, tras lanzar una rápida e involuntaria mirada a Dunia, que no era oportuno insistir demasiado con el jengibre, si no quería sufrir duelos y quebrantos en soledad. También me contenté con un fondo de vaso de vodka; en cambió abusé del té, que tomé sin azúcar, lo que me permitió excederme. Sabía que, en cuanto me encontrara solo en mis aposentos, no podría evitar estrujarme los sesos con la hipótesis del pasadizo secreto. A través de la ventana pude observar cómo los suboficiales organizaban el relevo en los puestos de vigilancia y de nuevo se apoderó de mí la desagradable sensación de que todo aquel aparato poseía un doble filo, tanto proteger como aherrojar, y que hacía de nosotros una suerte de rehenes bien considerados e incluso agasajados, siempre y cuando no se produjera el menor conato de evasión porque, en tal caso, también debían poseer órdenes estrictas. Una leve angustia se propaló, con ese pensamiento, por todo mi cuerpo a la par que el amargor del té. Por supuesto que en nuestros planes habíamos previsto que la policía no nos iba a quitar el ojo de encima tras nuestra entrevista con los altos responsables, pero habíamos imaginado otro escenario, para empezar uno urbano, y contábamos con una vigilancia más discreta y menos estrecha, que nos diera un cierto margen de maniobra, algún resquicio que nos permitiera, en un descuido, tomar el coche que nos habíamos reservado y desaparecer de nuevo en la naturaleza. En lugar de ello, nos encontrábamos cercados, noche y día, por tropas especiales del ejército. A eso es a lo que vosotros llamabais hacer planes. Pero si hasta el más chapucero de los planificadores que trabaje para la más miserable banda de rateros o salteadores de caminos hubiera podido prever una cosa así. No solamente la hubiera pronosticado, sino que además habría elaborado un esbozo más o menos desgraciado de estrategia. En lugar de dejarlo todo a la buena de Dios, como en verdad hicisteis. Cada vez que me encuentro con un caso tan flagrante de incompetencia e intrusismo como el que ahora nos ocupa, contemplo cómo se abre ante mí la flor de mi oficio para exhalar su más pura y concentrada esencia. Es en tales casos cuando se me aparece con absoluta claridad la pertinencia irrefutable de segar un número desaforado de cabezas, sin contención ni mesura y sin el más leve remordimiento, como así se ha producido hasta la fecha. La agricultura presenta un elenco inagotable de ejemplos al buen gobierno de las naciones. No te quepa la menor duda de que aquellos en cuyos hombros reposa la ingente tarea de gobernar el mundo, suelen inspirarse muy a menudo en las técnicas de tan antiguo arte. Observemos el procedimiento ordinario seguido en el cultivo de rábanos o zanahorias. Nuestro agricultor no puede permitirse sembrar una semilla tras otra, respetando las distancias, pues corre el riesgo de no ver crecer nada, o demasiado poco. Lo que hará será dejar un reguero de ellas en el seno del surco abierto, taparlo y esperar a que crezcan. Muchas de ellas perecerán antes de ver la luz. Otras muchas, en cambio, demasiadas todavía, germinarán y romperán la corteza terrestre. Si el agricultor las dejara a todas desarrollarse, ninguna de esas jóvenes plantas llegaría a sazón, pues se asfixiarían entre sí, se robarían el alimento y perecerían. Lo que hará será aclararlas, es decir, sacrificar al mayor número en beneficio de unas cuantas, las que presenten un aspecto más sano, las que se hayan desarrollado antes y mejor. Las otras irán al pudridero. Y no tiene más remedio que actuar así si quiere comer zanahorias. Cuando efectúa la plantación de las patatas, respetando esta vez las distancias, notará que, con el paso de los días, surgirán plantas de patata que no respetan la simetría establecida, pues no son sino los brotes de patatas olvidadas durante la recolección anterior. Entonces tendrá que arrancarlas, si quiere que la colonia crezca sana y la cosecha sea abundante. En los negocios de los hombres sucede lo mismo, hay que eliminar la pacotilla y clarificar la situación para que ésta sea gobernable. El defecto que hace de tu argumento un sofisma y una espesa cortina de humo es que funciona bien mientras se aplique a la agricultura, pero presenta serios inconvenientes en cuanto se le implanta en la sociedad humana, pues el factor humano no resulta equiparable al factor vegetal y eso lo vería el más chapucero de los filósofos, perteneciente a la más deleznable escuela de embaucadores y falsificadores de la realidad. Un ser humano, contiene, en miniatura, todos los ingredientes del universo y, en consecuencia, su voluntad puede desencadenar una explosión de energía semejante a la de una supernova, su imaginación enturbiará la vista del labrador de tal manera que crecerá sin ser visto y cuando un buen día éste venga a apercibirse de lo ocurrido, sus flores amarillas flotarán como pendones por encima de las hojas de los demás y el fruto apuntará en sus yemas como segura promesa de dulces primicias. Y al diablo si se respeta o no se respeta la simetría. Desengáñate de eso, pobre loco, la simetría debe ser siempre respetada y lo será. El patetismo que se desprende de los tipos como tú viene del hecho de que tomáis vuestros deseos por realidades. Así, sois presa fácil del más descabellado de los esoterismos. El mundo no es sino un campo de lechugas, organizado según los preceptos de la razón, el dueño del campo es el rey y el instrumento de su poder, la azada. Y ya no hay tío pásame el río. El mundo se crea a cada minuto, según el estado de ánimo de cada persona y hasta lo que fue realidad se transforma. El mundo es una gran cacofonía de guacamayas y se para cuando Leviatán da dos puñetazos sobre el tablero y rompe la mesa. Cuando un hombre lo ha perdido todo, se le ha quitado también el miedo a todo, incluso a Leviatán. Presta atención a cómo hablas, pues te hallas en presencia del maestro forjador de toda suerte de sufrimiento. Hay situaciones que son infinitamente peores que la propia muerte, te lo aseguro. Sólo un vulgar carnicero tendría el mal gusto de interrumpir antes de hora una conversación tan civilizada como ésta. Cierto. La hora todavía no ha llegado; pero no me contraríes de ese modo, porque lo llevo muy mal. Únicamente se lo sufro a un contado número de personas y no resulta fácil admitirlo cuando proviene de la boca de una víctima inerme. Como había determinado, le pedí a Tyjanov permiso para visitar el resto de la casa, lo cual me acordó graciosamente. Por cuanto se refiere a la planta baja, no insistí, ya que en ella se había instalado la tropa. Subimos pues al entresuelo donde nos hallábamos alojados. Nos detuvimos un instante en el rellano para contemplar la decoración, mejor conservada en los altos. Los tonos que predominaban eran el verde pálido y el pastel. A ambos lados de la caja de la escalera se presentaban sendas puertas cancillerescas, sobre cuyo dintel se podía apreciar una cornucopia, con dos ramos floridos que partían de su base en direcciones opuestas. Elegimos la de la izquierda, se trataba de puertas con un solo batiente. Al empujar, descubrimos un breve pasillo con tres puertas. La primera era la de una habitación bastante holgada, en buen estado, lista para ser ocupada, aunque algo parca de muebles, como todas. Seguía lo que debió ser un boudoir. Y finalmente un vasto salón con una soberbia chimenea. Avanzamos haciendo crujir la madera a cada paso hasta las ventanas del fondo que daban sobre el techo de una solana, situada en la parte sur del edificio. Allí no había ni una sola silla, hasta las ventanas se hallaban desprovistas de cortinas, parecía una sala apropiada para espíritus que flotan en la atmósfera y no tienen necesidades. Ese vacío, de alguna manera, recordaba al vacío de la muerte y del olvido, el ámbito desleído y somero de un mausoleo precintado durante siglos. Lo recorrimos como se recorre un cementerio, pensando en los viejos fantasmas del pasado y en nuestro destino, insoslayable, que nos conduce a encontrarnos algún día con ellos. De repente, recordé que aquella visita no era pura curiosidad arqueológica sino que tenía vocación de inspección con un propósito bien preciso. Es decir, pretendía convencerme, de alguna manera, de que el doctor Tarasov y su familia no habían podido huir sino desde un punto situado dentro de las tres habitaciones comunicadas y el despacho. Cosa que, si nos atenemos al testimonio del mayordomo ante la policía local, está suficientemente probada, pues éste asegura que las mencionadas piezas se hallaban cerradas desde el interior y mi intuición me llevaba a creer en la veracidad de dicha deposición, pero por si acaso. Así que, sin manifestar abiertamente mi designio, examiné con minuciosa atención cada superficie que se presentaba ante mis ojos, buscando alguna rendija, algún objeto que pudiera servir de palanca, etc. Cuando hubimos recorrido toda la primera planta, pasamos al piso superior, que ofrecía una distribución similar. Las piezas eran prácticamente todas gemelas de las de abajo, sólo que presentaban la inclinación del tejado, incluso figuraba la réplica del vasto salón del fondo, consagrada a alojar una impresionante biblioteca, conectada a un gabinete de trabajo, más acogedor durante el invierno, donde el propietario se refugiaría con los volúmenes escogidos. También allí, la colección de libros parecía polvorienta pero intacta. Encontramos una dependencia curiosa. Su forma era rectangular, sensiblemente alargada, las paredes lucían la madera cruda, apenas desbastada, tan sólo del techo colgaban jirones de papel pintado que habían perdido ya todo color. El fondo era un solo cristal, pues se había dispuesto una ventana compuesta en cada lado, comportando cada una de ellas un marco central, de forma cuadrada y coronado con un arco de medio punto, secundado por otros dos cuya forma era rectangular. En el techo se abría igualmente una claraboya. Sobre el piso, en un punto en el que se concentraban todos los haces de luz, aparecía una mesa baja pintarrajeada. Se diría el estudio de un pintor. La familia de propietarios parecía pertenecer a la casta de ilustrados, contando entre sus miembros a científicos y artistas, que contempló, desde lo alto, la historia de la vieja Rusia como un entomólogo la morfología de sus insectos. XIII Mis compañeros comenzaban a desembarazarse del efecto paralizador producido por la patética rigidez del estado del edificio, consiguiendo trabar al fin algunos retazos de conversación. Abandoné el luminoso estudio y me dirigí solo hacia la biblioteca, luego al gabinete. Paseé lentamente mi mirada por todo, tratando de grabar cada detalle en mi mente, porque sabía que durante la noche iba a rebobinarlo todo, a visualizarlo de nuevo, buscando o imaginando el fulcro de todo aquello que pudiera actuar como palanca. Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo, cuanto menos una pared, un mueble, una estantería, un panel, una trampilla, qué sé yo. Estaba en el gabinete cuando escuché de nuevo la charla serena de mis amigos. Seguí, no obstante, la búsqueda, pasando las yemas de mis dedos por cualquier lugar sospechoso, tratando de hacer presión, de abrir con ayuda de las uñas. Así me sorprendió Nicolai. ¿Buscas algo? No, nada de particular. Siempre me han intrigado las antiguas construcciones. Habrá que reflexionar bien sobre el modo de deshacernos del cepo que nos ha puesto el gobierno; si nos ponen en un avión y nos envían a Madrid, luego va a ser poco menos que imposible despistarles. Moussa y Dunia entraron tras él. Lo sé. Os propongo que cada uno medite por su lado y que mañana, después de comer, subamos de nuevo aquí, donde podemos hablar con más libertad, y hagamos una puesta en común, si es que alguien ha encontrado un hilo del que tirar. Y si no, trataremos de discurrir juntos. Es verdad que nos urge encontrar un plan. Moussa se apoyó, pensativo, sobre la mesa del escritorio. No va a ser fácil, se resolvió a decir, pues desconocemos por completo los pormenores de su proyecto, no sabemos si volveremos a Moscú, si nos llevarán a otra ciudad, si han pensado ponernos en un avión perteneciente a cualquiera de las grandes líneas civiles o si, por el contrario, desean fletar un avión militar, o un aparato con cobertura diplomática, tan sólo para nosotros. Mi opinión es que cuanto antes nos volatilicemos, mejor. Comparto plenamente tu punto de vista. Lo ideal sería conseguir escapar aquí mismo de su ambigua tutela, pues no solamente disponemos de todos los elementos concretos que nos permitirían concebir de modo preciso un buen proyecto de fuga, sino que, además, pillaríamos a todos desprevenidos. Sólo que aquí, la vigilancia es, más que estricta, férrea, auxiliada, como ya hemos visto, con abundantes medios técnicos y humanos. Mediante la excusa de esa pretendida protección, nos han encerrado dentro de una prisión más segura que la de Alcatraz. De modo que, dadas las circunstancias, las posibilidades de fracaso son abrumadoras. Nada nos impide, sin embargo, imaginar dos planes, uno, con datos objetivos, para aquí, y otro, puramente ficticio, barajando hipótesis probables o generales, para más tarde. En todo caso, es prácticamente seguro que permaneceremos en este lugar al menos durante dos o tres días, como mínimo. Eso nos da un cierto margen. Como si nos hubiéramos tomado todos al pie de la letra esa obligación de ponernos a pensar de inmediato, bajamos en silencio al entresuelo. Llegados allí, Nicolai dijo que, por el momento, le convenía descansar un rato, pero que su hermana no le molestaba en absoluto para ello, podía hacer vida normal en la habitación con la seguridad de que no lograría despertarle ni impedir que se durmiera, pues la noche que acababa de pasar no había sido del todo buena. Moussa aseguró que la suya no había sido mejor, por lo que haría otro tanto. Dunia repuso, con toda inocencia, que ella sí había dormido estupendamente y prefería bajar a tomar el aire. Me preguntó si quería acompañarla. Acepté con gusto. Al encontrarme otra vez solo con ella, de nuevo entró como un soplo, ganando todo mi cuerpo de pies a cabeza, esa cálida embriaguez que lo hace flotar y luego pretende empujarlo hacia arriba como si perdiera los límites y se convirtiera en una corriente de aire tibio, pronta a fundirse con otras e integrarse en una gran nube de vapor. También mis pensamientos cambiaron de coloración y de naturaleza, adquiriendo una textura tan resbaladiza que se me escapaban de las manos. Desde luego que la obsesión recién adquirida por encontrar un quimérico pasadizo se hundió en los abismos de mi conciencia, aguardando días mejores o, cuanto menos, horas mejores. En ese momento era otro el pasadizo que me fascinaba, el que pudiera llevarme hasta dentro de ese cuerpo glorioso, si bien, al propio tiempo, intuitivamente lo temía y moralmente lo rechazaba. En cuanto cayó sobre su rostro el esplendor de aquella tarde radiante de finales del verano, su sonrisa, que me apetece calificar de enorme, se desplegó como podría desplegarse una aurora en el vasto cielo. Unos dientes tan grandes, tan blancos y bien tallados, que uno no podía sino pensar en la infinita densidad de lo blanco, en la realización corpórea de lo blanco, en la materialización de la noción de blancura, me hicieron apartar la vista con una fuerza mayor aún que la de sus formidables ojos garzos. Se ha quedado una tarde magnífica, dijo. Sí, repuse yo, distraído, tratando de descifrar el enigma de su sonrisa. La cual me interesaba saber si obedecía al puro placer estético de la visión del bosque en todo su esplendor, a la agradable sensación de haber recibido en su piel una tarde madura a la par que fresca, contrastando agradablemente con las abrasadoras tardes que la habían precedido, o a la satisfacción, tan femenina, de sentir, más que percibir, cómo su terrible belleza hace estragos en quienes la contemplan de improviso. Junto a los peldaños de granito que daban acceso a la entrada, había un banco de madera que hacía las funciones de lo que podríamos calificar como cuerpo de guardia improvisado. Ni qué decir tiene que sobre los pechos de cada uno de los soldados cayó una pesada bola de nieve, sumiéndoles en el inmarcesible silencio de las inacabables estepas del invierno. Más valía no pensar en lo que se estaba produciendo en la cámara oscura de aquellos ojos abiertos como platos. Yo mismo, que deseaba poner bocado a mi imaginación, no lograba parar la atropellada eclosión de visiones que me ofrecían en movimiento aquel cuerpo empinado y turgente en toda su soberbia magnificencia, desembarazado de la fina capa de tela que lo cubría, con un realismo deslumbrante y despiadado. Y sin embargo, tenía la sospecha de que aquella sonrisa no era sino la reacción de la entera sensibilidad de una ciudadana que, de repente, se encuentra en el corazón del campo, percibiendo la serenidad y el bienestar que exhala la naturaleza cuando no se halla perturbada por las estridencias ni la contaminación de la gran urbe. Los que la contemplábamos, mientras tanto, tal vez estábamos creando otro ser radicalmente distinto con nuestra imaginación exaltada o averiada. El cual existiría sólo dentro de nosotros, pero allí sería tan real como si fuera de carne y hueso y entre él y nuestra conciencia se produciría la misma interacción que entre dos personas vivas. Claro que, tarde o temprano, siempre acaba desencadenándose el conflicto entre la creación del mundo, de la realidad, y la de nuestra mente. Pero si dos personas se separaran ahí, en ese punto, una de ellas, o las dos, corre el riesgo de sentirse profundamente impresionada, durante mucho tiempo, tal vez durante toda la vida, por una quimera, por una ilusión de la que no cabría responsabilizar a la naturaleza y que albergaría, acaso, propiedades antinaturales, o sobre o infra naturales. Según esa perspectiva, podemos preguntarnos legítimamente hasta qué punto el universo no podría ser sino una creación nuestra. Vamos a sentarnos allí. Alcé la vista hacia donde me señalaba y vi que en la linde del bosque, a unos pasos tan sólo de los muros de la casa, había un tronco, enorme, caído. Estábamos suficientemente a la vista como para que nuestros guardianes no se inquietaran, pero al mismo tiempo ese lugar nos daba una cierta intimidad, la posibilidad, al menos, de hablar sin ser oídos. Aunque dudo que hubiera allí alguien que pudiera comprender el castellano, pero toda precaución, en tales casos, es poca. Llegados allí, ella se sentó y yo permanecí en pie. Disimuladamente, probaremos a escrutar el entorno, por ver si alcanzamos a descubrir alguno de sus puestos de vigilancia. Nos pusimos pues a otear metódicamente, cubriendo cada uno nuestro respectivo campo de visión. El bosque parecía no tener fin y, a partir de una cierta distancia, el follaje lo cubría todo, cerrándole el paso a la vista. Había sobre todo robles y alguna que otra haya y abedul. La soledad era perfecta, acariciada esporádicamente por los aleteos de los mirlos, perturbada, a veces, por la aparición furtiva de una ardilla, de una urraca o de un palomo. Por lo demás, ningún indicio que denotara presencia humana. Tan sólo unas pacas de algodón surcaban el azul inmóvil. Supuse que tardarían semanas en atravesar ese inmenso país. Y yo me sentía dentro de una de esas viejas películas en las que el tecnicolor todavía lograba impresionarnos. Parece que el terreno adscrito a la datcha es consecuente y ellos deben haberse disimulado hacia sus límites. Probemos, en cambio, a orientarnos. Debe haber un camino que muera en la casa, remontándolo forzosamente debe llegarse a una carretera. Pero si huimos y lo tomamos, nos darán alcance enseguida. Por supuesto, en caso de huir no lo tomaríamos, pero al menos nos daría una indicación vaga que nos permitiría orientar nuestros pasos más o menos en una cierta dirección. Avanzamos hacia la parte sur de la construcción, donde se hallaba la inmensa solana. Eché una mirada de soslayo hacia la guardia y vi que el sargento destacaba un par de hombres para que nos siguieran a distancia. Al doblar la solana, desembocamos en una explanada y de ella, en efecto, salía un camino umbrío que tomaba la dirección sur. Alcé la cabeza en dirección opuesta, hacia el tejado, y vi que terminaba en un pináculo en forma de pequeño torreón cuadrangular, provisto de troneras para otear el horizonte. Se lo señalé a Dunia discretamente, con un leve aunque expresivo movimiento de cabeza. ¿Quieres que subamos a ver si descubrimos algo desde allí? Personalmente no me hubiera atrevido a proponérselo, pero ya que la idea venía de ella, la acepté de inmediato. Dimos la vuelta completa a la casa y entramos por donde habíamos salido. Subimos de nuevo hasta el segundo piso y nos pusimos a buscar el acceso a dicha atalaya. No tardamos en encontrarlo, se hallaba en el propio rellano, una poterna de madera muy negra que culminaba en arco, dotada de un pestillo rudimentario consistente en una pestaña que caía sobre una abrazadera y por la otra parte una palanquita que alzaba la pestaña. Tras ella arrancaba una escalera de caracol, la cual culminaba en una pequeña habitación cuadrada, perfectamente iluminada pues por cada uno de sus costados entraba la luz. Nos asomamos enseguida a las aspilleras. Nuestra posición se hallaba ligeramente por encima del mar verde de vegetación, sin embargo sólo logramos atisbar, en dirección sur, una única construcción lejana. Parece un monasterio, se aventuró Dunia. En efecto, unas cúpulas acebolladas coronaban multitud de torres, pero había que hacer un gran esfuerzo para distinguirlas. ¿Tienes idea de qué monasterio pueda ser ése? No, ninguna. Creo recordar que Nicolai había conseguido orientarse de una manera aproximativa a lo largo del vuelo, tal vez él lo reconozca. Le pediremos que suba cuando termine su siesta. Noté que pasaba un ángel. Dunia también debió sentirlo, pues se inclinó de nuevo hacia la ventanita para otear el horizonte. Era realmente imposible desembarazarse de cierto tipo de embriaguez cuando uno estaba con ella y más cuando uno estaba solo con ella. También yo me puse a mirar en la dirección opuesta, por ver si la serenidad del paisaje quería entrar dentro de mi ser a través de mis ojos, pero éstos se hallaban llenos sobre todo de ella. Así, pasamos un buen rato en silencio, dándonos la espalda. De cuando en cuando, la madera crujía y entonces veía de reojo que cambiaba de ventana. Yo no cambié ni una sola vez y no solamente no me serenaba sino que noté que mi cuerpo se iba tensando más a cada momento. Cuando al fin acudió a la ventana en que me hallaba, mi cuerpo estaba arqueado como una catapulta que sólo aguarda que, de un instante a otro, alguien le corte la cuerda para abandonarse a un impulso indómito que la lanza hacia delante. Mientras se inclinaba para mirar, tuve que cerrar mis ojos. Los abrí pronto para que no me descubriera en tal estado, pero bien es verdad que fue preciso hacer mangas y capirotes para conservar el control sobre mí mismo. Una voz interna me produjo una suerte de terror al decirme que aquella era una mujer demasiado bella, como si la belleza también tuviera sus excesos no recomendables y semejante reflexión no dejó de causarme cierta pena. Un pasaje del Génesis cuenta cómo ciertos ángeles encontraron arrebatadoras a las hijas de los hombres y, en consecuencia, las tomaron como mujeres. Mi opinión es que la primera vez debieron violarlas porque ellas no alcanzarían a soportar una belleza sobrehumana y huirían de ellos, enloquecidas por el terror. ¿Bajamos? –dijo ella al fin, seria.- Bajemos, repuse yo, un tanto abatido, agobiado por la vaga impresión de que había desperdiciado una segunda oportunidad de beber un agua milagrosa, procedente de un manantial oculto y vedado al común de los mortales. Pareciéndonos pronto para despertar a Nicolai, encaminamos nuestros pasos hacia la biblioteca. Con tanta estantería cargada de libros, supongo que se impone la conclusión de que los propietarios pasaban largas temporadas en estas soledades, instruyéndose. A menos que hubieran comprado todos estos volúmenes para adornar la sala, estoy de acuerdo en que la conclusión es correcta. De no ser así, les hubiera salido más barato el papel pintado. Bastante más, sin duda, pues he visto algunas colecciones escritas en inglés o en francés y presumo que la importación de libros, en el siglo XIX, no estaría al alcance de todo el mundo. Además, si esto es así para una casa de campo, ¿qué no sería para una residencia principal? Tan sólo el presupuesto de libros equivaldría al total de lo que gastaría una familia de mujiks durante varias generaciones. Por otra parte, obliga a un mujik a leer uno solo de estos libros y le haces el hombre más desgraciado del mundo. Sobre todo que ninguno de ellos sabía leer. Ahora ya saben y no por ello han acertado a encontrar el camino hacia la lectura, menos aún hacia la lectura de cierta calidad como es la que figura en estos anaqueles. ¿Quiere esto decir que fatalmente la sociedad estará siempre escindida entre élites y bestias de carga? Mucho me temo que así será hasta el fin de los tiempos. Salvo que, hoy en día, gracias a una evolución social operada en el buen sentido, las élites intelectuales no sólo están integradas por elementos salidos de las clases más favorecidas económicamente. Antes tampoco, los músicos, médicos y escritores del antiguo régimen, no fueron sino los criados de grandes señores, conocidos son los ruegos de Góngora al conde-duque de Olivares y de Cervantes al duque de Lemos, la vida de Shakespeare y la de Moliere, son otros tantos ejemplos. Con ello no quiero decir que la nobleza del siglo XVII y menos aún la del XVIII fuera una clase de incultos, pero sí que utilizaba, como personal de servicio, los cráneos privilegiados de las clases inferiores, como hoy hace la burguesía, aunque en este último caso no con el afán de perseguir algún tipo de esclarecimiento, sino el beneficio pecuniario que es lo único que sabe perseguir un burgués, o su último sustituto, una sociedad anónima. Aquí, en Rusia concretamente, la revolución, con todas las objeciones que se le puedan hacer, trajo la cultura para todos. Puede ser, pero el régimen salido de la revolución ha pasado a mejor vida, para bien o para mal y ésta es una cuestión compleja donde las haya y en la que no quiero entrar, pero hoy en día lo cierto es que está pudriendo malvas, con ello, la realidad es que el ruso medio de ahora mismo se interesa más por el fútbol que por el teatro, con lo cual lo tenemos completamente equiparado al ciudadano medio occidental. Dunia se rió con ganas. Entonces tú niegas el progreso. Con vehemencia. Se rió más. De modo que eres un conservador. En absoluto, tan sólo sostengo que el hombre del siglo XX se revela como un insufrible pedante al afirmarse como un ser superior que asciende peldaños ontológicos; no sólo no los asciende, sino que, muchas veces, tras dar un traspiés, ha caído rodando escaleras abajo. Bueno, ya estamos en el siglo XXI. Pues yo digo que menos mal. ¿Y tú crees que será diferente este siglo XXI? Pienso que sí. ¿Para bien o para mal? Para bien. Estalló en una carcajada. Tú también me pareces un grandísimo pedante. Tengo ganas de ver cómo escribes. ¿Cómo escribo? ¿Eres periodista, no? Ah, sí, claro. Entonces escribes. Sí, sí. Me echó una larga vista desconfiada, pero pronto afloró de nuevo a sus labios una risa burlona aunque irresistible. La cual me pilló tan desprevenido que apunto estuve de agarrarla por los brazos y besarla frenéticamente, porque una situación de debilidad es como un apetitoso vacío para las pasiones que acechan. No lo hice, pero el pensamiento de hacerlo había adquirido tal intensidad que, a efectos personales, creo que fue tanto como haberlo hecho. Y la obsesión por Dunia siguió creciendo ya de manera imparable. A una hora prudencial bajamos a nuestros aposentos. Dunia entró sigilosamente en el cuarto en que supuestamente dormía Nicolai, mientras que yo di unos suaves golpecitos a la puerta de Moussa, la cual no tardó en abrirse. Le dije que había una especie de atalaya arriba desde la cual podíamos inspeccionar los alrededores. Salió enseguida, pues estaba listo. Tampoco Nicolai tardó en aparecer seguido de su hermana. Juntos reanudamos la ascensión. Nicolai miró atentamente en la dirección que le indicaba. En efecto, respondió, reconozco el monasterio, lo visité una vez. Cerca de él hay un pueblo. Perfecto, ya sabemos dónde estamos. Ya sólo nos queda salir de aquí, terció Moussa en tono irónico. Todavía no hemos visto cómo se organizan por la noche, a mi modo de ver establecerán varios círculos concéntricos, el más pequeño de los cuales circunscribirá perfectamente la casa. E incluso puede que los movimientos en el interior sean controlados también de una manera u otra. Puede… Esta primera noche trataremos de observar el mayor número posible de aspectos relativos a su estrategia. Mañana deliberaremos. Moussa, dale a Nicolai un cigarrillo y mechero. Ah, y procura hacerte con una linterna. Esta noche, Nicolai, con la excusa de que el humo molesta a Dunia, saldrás a fumar al rellano y extenderás tu inspección lo más lejos que puedas, eso sí, sin abandonar el entresuelo. Si te sorprende un vigilante, te será muy fácil decir que, una vez fuera de la habitación, te apetecía estirar las piernas. Por lo que se refiere al exterior de la casa, también soy de la opinión que pondrán una guardia en cada esquina. La planta baja estará igualmente sometida a vigilancia. Ya hemos visto que disponen de hombres suficientes como para establecer varios relevos durante la noche en todos esos puestos. Por esa misma razón, soy bastante pesimista. Pero en fin, no tenemos otra cosa mejor en qué pensar, ¿en qué otra cosa íbamos a pensar aquí? Yo sí que tenía otras cosas en qué pensar, más bien tenía cosas que me pensaban, que me trabajaban y me remordían por dentro. Sin embargo sentía la obligación de nadar a brazo partido por encima de ellas, necesitaba hacer un uso completo de toda mi lucidez y ello lo más rápidamente posible pues intuía que no podía permitirme el lujo de dejar pasar esa oportunidad. Era evidente que la solución de la datcha era una solución improvisada, provisional, con la cual el Gobierno ganaba tiempo, se organizaba, ponía a punto una estrategia y cuando ésta se hallara lista, sería tan irrevocable como un decreto. Una vez más nos hallábamos en la obligación de tomar a todo el mundo por sorpresa. Bueno, ¿qué os parece si los reclusos bajan a dar un paseo por el patio de la prisión? No nos vendría mal, después de la siesta. Unas inhalaciones profundas de buen aire fresco no pueden sino ayudar a pensar. Y a despertar el apetito también, pues la verdad es que no hemos comido mal y presumo que la cena no tendrá nada que envidiar a la comida. Los cuerpos especiales siempre han sido mejor alimentados que el ejército regular, lo cual no deja de tener sentido. Mi opinión es que aprovechemos la circunstancia de haber sido incluidos en un cuerpo especial. Cada cual trataba de correr una cortina de humo ante la boca oscura de ese embudo por el que no teníamos más remedio que pasar. Nos pusimos a dar vueltas alrededor de la casa como el pueblo elegido alrededor de las murallas de Jericó, hasta que los rayos del sol comenzaron a ser filtrados por las hojas de los árboles. Con la caída de la tarde, los soldados del primer turno de la cena comenzaron a colocarse en fila delante de la puerta de la cocina. Tyjanov salió a nuestro encuentro. Cuando ustedes gusten, pueden pasar a la mesa. Le repuse que lo haríamos cuando él tuviera costumbre. Yo suelo comenzar temprano porque me tomo mi tiempo, no sólo para esa operación, sino para todas; excepto leer, la vida de un oficial aquí no se encuentra agobiada por grandes ocupaciones. Perfecto, pues vamos allá. El comedor disponía de su propia puerta que daba al jardín. Dada su orientación este, la pieza se hallaba sumida ya en una semioscuridad, un tanto lúgubre en su desamparo. La austeridad de decoración y de moblaje hacía pensar en una cripta vacía o con muy pocos muertos, también en un manicomio en el que, por ahorrar adornos superfluos, se tutea al enfermo, despojándole del debido respeto. Sin embargo, cuando Tyjanov dio al interruptor y encendió la lámpara, la desolación fue aún mayor. Con la luz artificial, las grietas de los muros y del techo parecía que se veían mucho más que durante el día y sugerían la textura de una piel apergaminada como la de los campesinos casi centenarios que probablemente vivieron allí y en cuyas arrugas profundas podría acumularse la mugre de todo un invierno, pues la mente en reposo tiende a poblar las habitaciones con los fantasmas que le son más genuinos. A veces se me figura vislumbrar sus rostros de manera tal que no me sorprendería en absoluto verlos entrar por la puerta. Más aún, debo añadir que, durante el breve lapso de tiempo que empleamos en instalarnos ante la mesa y comenzar a aguardar en silencio la llegada del camarero, aprendí a conocer las varias generaciones de mujiks que vivieron en ese edificio como si fuera de su propiedad, desde que se fue precipitadamente Tarassov hasta que regresaron sus hijos, para continuar sirviendo a la familia hasta que ésta desapareció de nuevo y ellos siguieron poblando la casa hasta que se extinguió el último o se esfumó para siempre. Incluso tuve tiempo de decirle a Tyjanov, con ayuda de la boca de Nicolai, por supuesto, que, con aquella luz tan cruda, la sala me parecía atroz. El capitán soltó una estentórea carcajada. Nunca antes le había formulado nadie semejante queja, pero él tenía la solución. Salió de la estancia para regresar al poco tiempo seguido de un soldado portando dos pesados candelabros de siete brazos cada uno. Dispuso que los depositara en cada extremo de la casa y mientras otro soldado procedía a encender las velas, él apagó la luz eléctrica. La atmósfera cambió radicalmente y entonces ya pude ver a la familia de Tarassov sentada a la mesa. Al matrimonio con su semblante adusto y cabello ceniciento, a sus dos hijas rubias, espigadas y hermosas, al joven adolescente, rizado y serio. Seguidamente regresaron los tres hermanos, con el rostro más severo y el pelo más cano que sus padres, y de ello hacía tan sólo un instante, pero acompañados de una prole variopinta de hombres y mujeres maduros, jóvenes, adolescentes y niños, los cuales a su vez fueron creciendo, madurando, afirmándose, agriándose y desapareciendo hasta que de nuevo las llamas danzaron solas en los rincones y se extinguió, lentamente, el fuego. Mientras el camarero servía la sopa, contemplé las dos brasas del rostro de Dunia fulgurar a la luz de las candelas y la imaginé ataviada con la seda y la puntilla de los vestidos de las damas que acababa de vislumbrar, como iluminadas por la luz fosforescente de una atropellada sucesión de relámpagos. Traté de efectuar una estimación de lo que ese cuerpo, ya de por sí terso y erguido como una vela recibiendo el primer ímpetu del temporal, daría de sí tensado por todas aquellas ballenas y corsés que llevaban las damas de antaño. Una suerte de embriaguez semejante a la que provoca la calentura se apoderó, por mi mala cabeza, de mis miembros, la cual acentué inconscientemente al acercarme a los labios la copa que contenía un vino mezclado con gemas ardientes y lenguas de fuego. Sin pensarlo mucho justifiqué los decimonónicos duelos de sable y pistola sobre el papel virgen de un calvero cuajado de nieve y que se haya podido hacer una guerra por una mujer de tal empaque. Me asombré, no podía estar borracho con un par de sorbos de vino de Crimea. Tyjanov y Nicolai hablaban en ruso sin preocuparse de la traducción. Por lo que yo decidí que más valía concentrarse en la sopa que estaba absorbiendo, procurando adivinar los ingredientes con los que había sido confeccionada. Mas enseguida me sentí envuelto en una burbuja de calor suave y supe, sin necesidad de alzar la vista, que era el efecto de la mirada de Dunia sobre mí. Enrisqué, no obstante, los ojos procurando dar a mi gesto una espontaneidad que ciertamente no tenía y me encontré con los de ella y con una sonrisa de publicidad de dentífrico por añadidura, la cual hizo saltar unos cabos aquí y allá en toda mi nervadura. Detalle que no pasó inadvertido para Nicolai y Tyjanov, quienes lo interpretaron como un guiño de complicidad que hacía referencia a la falta de tacto consistente en entablar una prolongada conversación en una lengua que no era conocida por todos los comensales. Y sin duda no fue otra cosa más que eso. Tyjanov se disculpó inmediatamente y Nicolai tradujo su disculpa. El primero se puso a hablar de nuevo, pero esta vez dirigiéndose a mí con la marcada actitud de quien espera que el traductor desempeñe de inmediato sus buenos oficios, como así se aplico a hacer Nicolai a su debido momento. Estábamos comentando cómo la historia se complace, a veces, en presentar un lado paradójico y hasta sarcástico y poníamos como ejemplo el pasado reciente de nuestro país. Si hoy en día es posible que el capitalismo arraigue en Rusia sin ninguna preparación previa, ello no es debido a otra cosa más que a los esfuerzos realizados por los comunistas. Cuando éstos se hicieron cargo de la economía zarista, ésta no era sino una estructura feudal. Ellos fueron quienes idearon, en primer lugar, el llamado capitalismo de guerra y seguidamente desarrollaron los medios de producción, creando al propio tiempo un proletariado industrial, de modo que en poco más de cincuenta años el país recorrió un camino que a otros les llevó siglos, permitiéndole ahora integrar rápidamente la economía capitalista. Ciertamente, repuse, los ideólogos marxistas, de este país y del mundo entero, esperaban otro resultado de la experiencia soviética. Pero una cosa es crear un modelo teórico sobre el papel y otra muy distinta aplicarlo durante casi un siglo al gobierno de un país. El marxismo no es sino la conclusión lógica del positivismo, o mejor, la culminación del mismo. Sin embargo, la naturaleza, cuando no se la quiere tomar por éste o el otro cabo suelto, que para eso están, no ajusta su funcionamiento al de ningún artilugio y más tarde o más temprano lo hace saltar por los aires. El hombre mismo, ese microcosmos, también resulta mucho más complejo de lo que había previsto el marxismo, constituyendo, por cierto, ese aspecto su auténtico punto débil. Funcionó mucho mejor como prototipo para interpretar la historia, la historia ya transcurrida, y sus diferentes materializaciones económicas, que la naturaleza humana, apartando con mano de hierro otras visiones de la misma que, aun admitiendo la posibilidad de que no fueran perfectas, sí eran mucho más acendradas y profundas y meditadas durante más largo tiempo que las suyas, las cuales podemos calificar, sin correr mucho riesgo, de precipitadas, superficiales y escasas. Por lo tanto, pienso que más le hubiera valido dedicarse a la pura economía y a la política, evitando cuidadosamente penetrar en el núcleo del ser humano, que necesita otro tipo de dedicación. Concretamente una dedicación exclusiva. Y, sobre todo, no ponerle en ese terreno la menor traba. ¿Se refiere a la labor de la Iglesia? No solamente a la labor de las Iglesias, puesto que éstas representan y administran una religiosidad de superficie, sino también a otras corrientes espirituales más profundas. Claro que la responsabilidad de las Iglesias es grande también por su permanente y descarada simbiosis con las clases dominantes. Esto se ha visto de sobra en su país y en el mío y tanto en uno como en otro pagan ahora los platos rotos. Puede ser. Sin embargo, personalmente no estoy muy convencido de que el hundimiento del bloque socialista haya constituido una bendición para su homólogo capitalista. De haber perdurado el contexto de la guerra fría, ninguna mente que estuviera en su sano juicio hubiera podido imaginar que el enemigo de los Estados Unidos se decidiera a volar las torres gemelas y, más aún, alcanzara a destruir parcialmente el Pentágono, pues era obvio que arriesgaba, a su vez, el Kremlin, el Parlamento, y, por añadidura, el hotel Ucrania. Eso durante el primer día, pues era poco probable que las cosas se quedaran ahí. Actualmente, el proletariado occidental, sobre todo el europeo, se encuentra un tanto aturdido, pero quién sabe lo que podría ocurrir en caso de producirse una crisis económica global similar a la de 1929, en la que los recursos de las familias se fundían como mantequilla al sol y muchísimas cayeron en el abismo de la ruina y de la marginación. En todo caso, lo cierto es que las zonas superpobladas del ámbito islámico como Gaza, el Magreb u otras, no contemplan hoy en día otra esperanza más que el fanatismo y el integrismo religioso. Ello frustrará, durante algún siglo, el necesario encuentro entre oriente y occidente. ´ Tyjanov se quedó un momento pensativo antes de responder. No conozco a ningún ruso que haya muerto de mano occidental, pero sí a varios miembros de mi familia que han perecido por obra de alguna facción islamista. Debo admitir que cuanto acaba de decir no carece de fundamento. El mundo ha perdido su equilibrio. Se trataba de un equilibrio erizado de misiles con cabeza nuclear, pero equilibrio al fin y al cabo. Nuestro camarero interrumpió la plática pidiendo permiso para retirar los platos de la sopa. Otro soldado acudió con una gran bandeja de pescado y verduras hervidas. En la cocina comenzaron a oírse voces de mando y ruidos de sillas desplazadas y tintinear de cubiertos. El primer turno de comedor concluía y barrunté que pronto iba a organizarse el relevo de la primera guardia nocturna. Afuera comenzaba a oscurecer. Moussa observaba también todos estos movimientos de la tropa y presentaba un semblante preocupado, un tanto marcado por la resignación propia del determinismo musulmán. Tyjanov había lanzado la conversación por otros derroteros. Pontificaba ahora respecto a todos los cambios que había experimentado Moscú durante el último decenio, pesando los pros y los contras. Distraídamente oí que era ahora una ciudad infinitamente más divertida, si bien la vida en ella había encarecido en proporciones excesivas, insostenibles para muchos. Hoy en día se puede encontrar de todo, en productos nacionales o de importación, pero a unos precios exorbitantes. Era una capital pulcra y moderna, pero demasiado cara para el bolsillo ruso, incluso los turistas se quejan, a veces, de la cantidad excesiva que les cobran por un café. Mientras fingía que escuchaba con toda atención la traducción de Nicolai, me vino a la memoria una escena, que se reprodujo con cierta frecuencia durante mi año de servicio militar, la del brigada de mi compañía, calvo, retaco y paticorto, pero no por ello menos hético y flemático, entrando por la puerta trasera con su furgoneta y mandando a los reclutas que la cargaran con estas y aquellas provisiones. No sólo hacía las compras gratis, sino que además los empleados del supermercado se la llevaban al coche sin cobrarle un céntimo. Pero otros jefes y oficiales efectuaban reformas en sus casas particulares utilizando a los soldados que habían sido albañiles o carpinteros en la vida civil, sin pagarles otra cosa que no fuera un permiso extraordinario. Me pregunto si el capitán Tyjanov haría lo mismo con las no desdeñables sobras de la datcha y también si el ejército español habrá cambiado en este aspecto, pues el que yo conocí era, a fin de cuentas, el que la democracia acababa de heredar de la dictadura franquista. En efecto, a través de la ventana, abierta de par en par, pudimos observar cómo la tropa empezaba a formar con los fusiles al hombro. Se alinearon varias columnas y, precedidas por los suboficiales, comenzaron a avanzar, presumiblemente cada una de ellas hacia un punto cardinal. Enseguida se oyeron murmullos y ruidos familiares provenientes de la cocina. Moussa murmuró discretamente, hay tres turnos de cantina. Tras la repostería y los licores, sin olvidar el consabido té, pedí al capitán que saliéramos al exterior, con la excusa de aprovechar una parte de la magnífica noche que se nos ofrecía. En realidad pretendía asistir al regreso del relevo. Pero nada más poner los pies fuera, acudía éste. Las cuatro columnas a la vez. De todos modos, poco habría podido ver pues ya era noche cerrada. En fin, el bosque estaba ya oscuro, aunque en el cielo permanecía aún ese color pavonado todavía demasiado pálido para que pudieran figurar en él las estrellas, si bien los planetas Júpiter y Venus lucían en él con todo su fulgor. Los soldados recién llegados se desembarazaron de sus fusiles y macutos que debieron depositar en alguna habitación interior, luego se lavaron con agua de pozo que extrajeron con una rudimentaria bomba manual. Así, distendidos y joviales, pasaron a la cocina, donde sus voces se atenuaron un poco. La noche se anunciaba espléndida. Currucas y ruiseñores silbaban a lo lejos, en la negra espesura. Le pedí a Nicolai que tradujera el viejo proverbio castellano que reza “la comida reposada y la cena paseada.” ¿Debo entender que quieren ustedes dar un paseo? –repuso Tyjanov con el rostro repentinamente alerta. Tan sólo un par de vueltas a la casa, como antes. Perfecto, cuando ustedes gusten. Gustamos de inmediato. El capitán dio orden a un soldado de que encendiera las luces exteriores. Una parte de ellas, como luego veríamos. Nos pusimos a caminar en un ámbito en el que, fuera de los sonidos naturales y del murmullo de los soldados en la cocina, no se percibía el menor ruido, por lejano que fuese. Ninguna carretera emitía el más leve siseo, ninguna locomotora su remoto silbido. El aire en cambio, venía casi fresco. Tyjanov aprovechó para darnos algunas recomendaciones. Lo mejor sería dormir con las ventanas cerradas, aunque no necesariamente los postigos, procurar encender la luz de las habitaciones lo menos posible. No salir de ellas bajo ningún concepto. En caso de necesidad, llamar al soldado de guardia que se encuentra en el rellano. Intercambié una mirada significativa con Nicolai. Y si ocurre algo, que no ocurrirá, pero por si acaso, abran los armarios roperos y métanse dentro, para evitar interferirse en el camino de una bala perdida. Del resto nos encargamos nosotros. Entendido, así se hará. Cuando ya nos hallábamos subiendo los peldaños, dispuestos a entrar en la casa, el capitán dio orden a un soldado de encender los focos. Unos largos haces de luz se apoderaron de una buena porción de bosque, penetrando por debajo de los ramajes hasta muy lejos. Esto contribuye a evitarnos una desagradable sorpresa, se justificó Tyjanov. Y convierte la hipótesis de nuestra huída en una probabilidad muy vaga, añadí para mis adentros. XIV Los interruptores del interior daban paso a una luz glauca proveniente de unas bombillas de baja potencia. Llegados a la primera planta, el capitán se despidió ceremoniosamente, deseándonos una noche muy agradable y en nombre del grupo yo respondí a la civilidad como está prescrito, la cual recibió Tyjanov con una leve inclinación de cabeza y ya sin más se dirigió a su habitación. El resto del grupo se disgregó y se despidió, aunque con un protocolo más sucinto. Mientras cada uno empujaba su respectiva puerta vi, aunque sabía pertinentemente que no era verdad, pero de alguna manera puede decirse que vi, a una joven de los tiempos por lo menos de Napoleón III, ataviada como para una gala, con sortijas y collar que brillaban en la pálida claridad. Me miró con unos ojos no menos claros y refulgentes, luego se marchó también ella por la puerta del fondo. Dios quiera, me dije, que todos los fantasmas que tenga que ver en esta vida sean así. Entré en mi holgada habitación, seguí el consejo de Tyjanov y no encendí luces puesto que, de todos modos, el resplandor de los focos exteriores, que penetraba por las ventanas abiertas, a pesar de estar los postigos echados, iluminaba la estancia con suficiencia a través de los resquicios de estos últimos. Evidentemente, la cama, semejante a un gigantesco catafalco, no me interesó por el momento. Tiempo tendría para dormir, me dije, pues dada la reducida capacidad de maniobra que teníamos, poco se podía hacer en esa casa, excepto comer y dormir, soñar acaso. Tal vez leer enciclopedias médicas en francés o en inglés o marearme con los caracteres cirílicos de los otros libros. Pasé al gabinete porque en el fondo eso era lo que deseaba desde hacía un buen trote. Bueno, de nuevo me hallaba sumido en la contemplación de esta soberbia librería como ante una esfinge que sabemos contiene un misterio pero ¿cómo demonios arrancárselo? Diez minutos por lo menos debí permanecer examinándola a distancia, apoyada la espalda en el muro frontero. Mis ojos cayeron al fin en una calza de marfil que servía probablemente para poner, por comodidad, un cierto número de libros que debían consultarse, por ejemplo, durante la jornada, o a lo largo de un trabajo bien preciso, de ese modo se hallaban a la mano, uno no tenía más que volverse y alcanzar uno de ellos sin necesidad de levantarse de la silla. Avancé hacia ese curioso artefacto. Se hallaba incrustado en la madera. Bien podía funcionar como una palanca. Tiré en un sentido, en el otro, hacia delante, hacia atrás, empujé hacia abajo. Nada sucedía. Pasé las yemas de los dedos por toda su superficie. Traté de alzarlo. Sin resultado. Tuve que desechar la dichosa calza como hipótesis de trabajo. Sin embargo, mis ojos volvían una y otra vez a ella, pero mis manos no se movían porque sabían que ellas habían hecho ya cuanto se podía hacer. No son las manos, hombre, es tu cerebro, ¡diantre! Mas el cerebro estaba en estado de ebullición sin que ello le permitiera encontrar una idea. Cuando sentí que aquello no era ya una tarea puramente intelectual, sino que, enroscándose en la mera actividad pensante, una soberbia exasperación comenzaba a subir por mis venas y sus efectos empezaban a dejarse notar, del modo en que suelen hacerlo en mi organismo, mediante una migraña creciente, que de momento era sólo un puntito, pero que amenazaba con convertirse en una bola de acero que va aumentando de tamaño hasta que aplasta toda la materia blanda contra las paredes del cráneo; me dije tate, más vale dejarlo de momento, porque no dispones de los medicamentos adecuados para combatir una cefalalgia de caballo, que es en lo que suele acabar aquello. Así que me desnudé raudo y me metí en la cama, cerrando los ojos y procurando tranquilizarme. Lo cual hice tan bien que, a poco, ya estaba dormido. Y en sueños, parece, me levanté, me vestí de nuevo, y salí al rellano. Lo primero que llamó mi atención fue el esplendor del entorno. Ya no era cuestión de esos verdes y pasteles tan pálidos que parecían haber permanecido sumergidos bajo el agua, junto con el resto de la casa, durante cien años, sino que ante mí se afirmaban, con toda su personalidad y vigor, los colores primigenios, alumbrados profusamente por unas lámparas de aceite, probablemente de leviatán. El butacón desvencijado que había visto en un rincón, en ese momento se me aparecía flamante, acompañado de su gemelo, situado en el rincón de enfrente. Había otros muebles, espejos dorados, bargueños, ménsulas, rinconeras, e infinidad de objetos, jarrones, escriños, estatuillas de nácar. Y sobre los muros, multitud de óleos fastuosamente enmarcados. Torcí el vector de mi mirada hacia la puerta del fondo porque sabía, lo había sabido desde antes de salir de mi habitación, que allí la iba a encontrar, apoyada en la barandilla de la escalera, como al entrar, mirándome con mucha seriedad. Avancé hacia ella y esta vez ni se inmutó, aguardó mi llegada con una expresión escrutadora en sus ojos. Señorita. Caballero. Ante vuestra magia rendido, besar su mano quiero. Por ser lisonjero, no os cuidáis de ser atrevido, ¿es mi hermano quien a esta casa os ha traído? No, por ventura, que ha sido el hado traicionero. Labia no os falta, caballero. Es vuestra hermosura la que mi timidez ha vencido. Seguidme al salón, caballero, si os place. De grado, señorita. Me dio una mano de alabastro, que no era sin embargo la de un fantasma y la seguí más allá de la puerta, por el corredor en penumbra, hasta el salón, cuyo empaque suntuario logró impresionarme más aún, obviamente, que el del rellano. El espacio que se ofrecía a mis ojos, unas horas antes vacío, se hallaba entonces poblado de mesas, aparadores, butacones, divanes, sillas, librerías, repisas, banquetas, consolas, historiados relojes de pared, pesados cortinones. Todo iluminado con gran profusión de lámparas. Ella me había dejado maravillarme a mi gusto con la contemplación de ese espectáculo, para mí insólito, y me aguardaba frente a la chimenea, la blancura inmaculada de su vestido con miriñaque teñida con los rojos y amarillos de las llamas. Todavía no me ha dicho su gracia, señorita. Mi nombre es Elizavetta, hábleme de su viaje. Vengo de muy lejos, pero sobre todo, vengo de otro tiempo. No hay otro tiempo más que éste, sólo hay un tiempo, caballero. Alabado sea Dios, entonces, por la dicha que me concede al reunirme con usted. Un gentilhombre tan bien criado y yo todavía sin ofrecerle la hospitalidad de la casa, ¿café? ¿Té? ¿Coñac? ¿Vodka? Té, por favor. Le ruego tome asiento. Muy agradecido. Desapareció por la otra puerta. En ese mismo instante entró Tarasov. Entró Tarasov, tal como yo lo había imaginado. Miró en dirección a donde yo me encontraba pero, o bien no me vio, o bien no quiso verme. En todo caso no se detuvo y ya había pasado por delante de la chimenea y estaba a punto de salir por la misma puerta que había utilizado Elizavetta, cuando, levantándome y avanzando hacia él le dije, señor, tenga la bondad, señor. Tarasov dio media vuelta y me aguardó, erguido, su aspecto era ceñudo, su mirada severa. Señor Tarasov, necesito que me diga dónde se encuentra el pasadizo secreto y cómo se accede a él, es una cuestión de vida o muerte. Por toda respuesta, me dio la espalda y continuó su camino. No me atreví a seguir importunándole. Elizavetta regresó al fin, sonriente. Juntos ganamos el diván. No sé si los fantasmas pueden exhalar perfume, pero ella exhalaba uno como de nardos. Acabo de encontrarme con Tarasov, no ha querido revelarme el secreto del pasadizo. ¿Tarasov? ¿Mi padre? No ha llegado, lo hará mañana por la noche. ¿En qué año estamos? ¿Cómo? La fecha de hoy… ¿cuál es? Treinta y uno de enero….de mil novecientos doce. No puede ser…invierno. Fue todo lo que se me ocurrió decir. Descorrió una cortina para mostrarme un paisaje que yo conocía muy bien, pero completamente cubierto de nieve a la sazón. Y luego recapacité en el año. Entonces no es posible que se trate de su padre, claro, su abuelo tal vez…déjeme pensar… Venga. Me tomó la mano otra vez. Cogió, al pasar ante una arquimesa, un quinqué y lo encendió. Entramos en la sala de los retratos. Éste es mi padre. Me mostró el busto de un hombre que se parecía a Abraham Lincoln. No, el que yo he visto tenía las entradas más pronunciadas. Elizavetta avanzó sosteniendo el quinqué bien alto. Éste, éste es el hombre que acabo de ver. ¿Está loco? Es mi bisabuelo y murió cuando mi padre tenía dieciséis años. Fue él quien mandó construir esta casa antes de emigrar con toda su familia a Inglaterra, donde murió. Lo sé, eso lo sé. ¿Cómo lo sabe? Lo leí en un libro, tu bisabuelo fue médico personal del Zar Alejandro I. Es cierto, por cuya razón no puedes haberlo visto. Tú misma acabas de decir que sólo hay un tiempo, éste, en el que vivimos tu bisabuelo Tarasov, tú y yo. Venga, vamos a tomar el té, que se enfría. Alguien había dejado sobre la mesilla, ante el diván, una bandejita de porcelana con el samovar, dos tacitas y un platito de pastas. Todo estaba delicioso. Jamás había probado nada tan gustoso. El fuego crepitaba en el hogar y hablaba con su habitual voz serena y profunda de bajo. Un aullido de demonio rasgó, de repente, una paz tan intensa. Después siguieron otros. Son los lobos, están hambrientos, estamos teniendo un invierno tan rudo…. Todas las noches vienen a arañar las puertas de la planta baja. Acudimos de nuevo a la ventana y apartó un poco la cortina. Con la luz de la luna reflejándose en la nieve pude ver perfectamente sus siluetas negras y sus ojos fosforescentes que miraban hacia arriba, atraídos por el nuevo estímulo luminoso, recelando siempre los efectos del fuego al cual lo asocian, pero dispuestos a todo como consecuencia del furor de la hambruna. Elizavetta, ¿conoces tú el secreto del pasadizo? Jamás he oído hablar de un pasadizo en esta casa. Nos volvimos y Tarasov se encontraba de nuevo, rígido y desafiante, en el centro mismo de la pieza. Mi alma ha sido pesada en el tribunal de la verdad y ha sido hallada justa, dijo. Me desperté sobresaltado. Tuve la impresión de que acababa de oír un ruido extraño y tal había sido la causa de que saliera tan precipitadamente del sueño. Traté de recordar la clase de ruido que era. Hice un esfuerzo por separar en mi memoria lo que provenía de la vivencia onírica y lo que podía pertenecer a la realidad, o más que a la realidad, a ese caos informe de sensaciones mezcladas en el que la mente suele tomar tierra al despertar. Supe que, en un momento dado de la noche, no sé si antes o después del otro sueño, o tal vez a la par, se había vuelto a producir la pesadilla en la que el esbirro, mi primer muerto, moría una vez más arrastrándose sobre los cristales de las botellas rotas, emitiendo gritos animales. Y sólo entonces entendí que llamaba a su madre. Justamente de ese magma bullidor pesqué como un crujido prolongado de ramas maltratadas. Permanecí a la expectativa, sentado en la cama, con los canales auditivos abiertos de par en par. No pasó mucho tiempo antes de que pudiera oír de nuevo dicho sonido, mas esta vez plenamente instalado en el trono de mi conciencia. Además, esta segunda ocurrencia venía acompañada de un estrambote no menos característico. El silbido de una bala que, tras encontrar cierta oposición, alcanza al fin un espacio libre. Eché bruscamente la sábana a un lado y salté de la cama. Di dos golpes recios a la puerta de la habitación en que dormía Moussa. Agucé el oído para intentar percibir el efecto que se producía en la otra parte del tablero de madera. El interpelado asomó su rostro al tiempo que una cierta agitación comenzaba a manifestarse abajo. Despierta a Nicolai y a Dunia y acudid todos aquí. Enfilé mis ropas lo más rápidamente que pude. De repente comenzaron a sonar disparos lejanos. Pero el fuego no era muy nutrido y perdía intensidad por momentos. Comprendí que los fusiles con silenciador llevaban las de ganar contra los fusiles desprovistos de éste. Pasé al despacho de Tarasov. Había luz suficiente para que mis ojos lanzaran una enfebrecida mirada sobre aquellos cuernos de nácar, hasta el punto de que, al cabo de unos instantes, no veía nada más que su blancura. Ni siquiera reparé en la llegada de mis compañeros, cuando quise darme cuenta estaban los tres mirándome como si hubieran visto una aparición. Los disparos redoblaron. Esta vez provenían del interior de la datcha, la cual comenzó a recibir también los primeros impactos en su costillar. Moussa se asomó por la ventana, tomando las debidas precauciones. Apartó enseguida la cara de la luz. Hay un verdadero ejército ahí fuera. Le pedí que se hiciera a un lado para dejarme ver. En efecto, tan sólo por ese flanco se acercaba por lo menos un centenar de encapuchados saltando de tronco en tronco o reptando por el suelo. Eran como negras criaturas de pesadilla. ¿Qué hacemos? –interrogó Moussa.- Pero ni siquiera él debió prestar mucha atención a su pregunta. Volví ante aquellas calzas de libros. Estaba completamente seguro que el secreto estaba en aquellas malditas calzas de calar libros, que no pegaban ni con cola en esa dichosa librería. ¿Para qué diablos estaban ahí? ¿Acaso no había bastante superficie sobre aquella descomunal mesa de escritorio para poner los volúmenes necesarios para el trabajo de un mes? La ventana del gabinete reventó y los cristales saltaron por los aires. Me agarré a aquellas calzas como quien se agarra a los cuernos de un toro, antes de que se produzca la bestial embestida, y tiré de ellas con rabia, pero no se movieron ni un ápice. Los otros tres me miraban como hechizados y en sus ojos brillaba una incomprensión absoluta. Todos los postigos de abajo crujieron al mismo tiempo en un solo estruendo atroz. Fue la señal que desencadenó desde el interior un furioso y atronador tableteo de armas automáticas. Luego un silencio helador. Los soldados gubernamentales se habían replegado hacia la columna vertebral de la casa. Sentí como si un líquido negro y viscoso pasara a ocupar y llenar las habitaciones exteriores de uno y otro lado. Moussa, Nicolai y Dunia cuchicheaban simultáneamente, pero yo no lograba entender lo que decían. En mi mente resonaba tan sólo la frase de Tarasov, una y otra vez. Mi alma ha sido pesada en el tribunal de la verdad y ha sido hallada justa, mi alma ha sido pesada en el tribunal de la verdad y ha sido hallada justa, mi alma ha sido pesada en el tribunal de la verdad y ha sido hallada justa. La enciclopedia francesa, grité. Y fui a colocarme delante de ella. Busqué el volumen con la letra T y corrí a colocarlo sobre la calza. ¡Moussa, la letra A! ¡La R! Moussa obedecía. ¡La A! No hay más A. ¡Joder, no pasa nada, no hay más A! ¡Claro! ¡La S! ¡La O! ¡La V! La caja de la escalera resonó con un tropel de botas. Entonces se escuchó la voz de Tyjanov, imperativa. Hubo un altercado. Sonó un disparo apenas audible. Un cuerpo se desplomó sobre las tablas del suelo, justo al lado de donde nos encontrábamos, debió ser la cabeza lo que dio un golpe contundente contra el zócalo y toda la pared retumbó. Los cuatro nos quedamos mirando en esa dirección precisa. Fue entonces cuando, en el silencio atroz que siguió, pude percibir un leve chasquido a mi derecha. Me volví bruscamente hacia las calzas. Habían cedido hacia abajo. No eran unas calzas, sino una balanza de precisión, conectada a un mecanismo que sólo obedecía al peso exacto de esos seis libros y no de otros seis libros cualquiera, sino de los mismísimos libros de la enciclopedia francesa, los otros hubieran sido quizá más fáciles de encontrar para un nativo, habituado al alfabeto cirílico, que componían el apellido del propietario de la casa, del hombre que la mandó construir sabiendo que una organización poderosa le estaba buscando la camiseta. Aprisioné entre mis manos los volúmenes y los lancé sin miramientos sobre la mesa. Metí la mano en el hueco que habían dejado las calzas al bajar y encontré una palanca. Tiré de ella. Entonces se oyó un fuerte latigazo en el interior de un panel de la librería al tiempo que emitía un gruñido cansado y se entreabría. Sonaron tres grandes golpes en la puerta de la habitación y una frase imperiosa en ruso. Como respuesta a ese ultimátum evidente, abrí de par en par el panel y les mostré a mis incrédulos acompañantes el negro rectángulo que nos prometía la libertad, o al menos la vida, si nos dábamos prisa. Ellos se precipitaron dentro sin pensarlo dos veces. Primero Nicolai, para afrontar lo incógnito, luego Dunia, finalmente Moussa. Cuando me tocó entrar a mí, de espaldas como los otros, encontré una manivela en la parte baja del tablero. Todavía alcancé a ver, antes de cerrar, cómo estallaba un chorro de luz y de sonido y la primera sombra irrumpía en la habitación, rodando por el suelo. El instinto nos impelía a bajar los peldaños a pesar de la oscuridad en la que nos hallábamos envueltos. Una inquietud, sin embargo, me dejó un instante paralizado. Si la calza permanece bajada, no es imposible que se fijen en ella y encuentren la palanca. La algarabía procedente del despacho que acabábamos de abandonar, así como del resto de la casa, por otra parte, no me dejaba pensar. Moussa. ¿Qué? ¿Conseguiste una linterna? Sí. ¿La enciendo? Si lo hacíamos y el mueble tenía algún resquicio, ello nos delataría. No obstante, me hubiera gustado examinar la parte de arriba por si había otra palanca que accionara un posible mecanismo que tuviera por objeto remontar la calza. Pero, ¿qué mejor palanca que la manivela que cerraba el panel por dentro? Crujió de un modo peculiar al accionarla. O el propio mecanismo de cierre del panel, o tal vez un sistema hidráulico que la devolviera automáticamente a su posición inicial, o cualquier otra cosa. Lo que interesa en las huídas precipitadas es que un solo gesto posea varias aplicaciones. Esa era mi hipótesis y decidí asumirla. No, bajemos por el momento a oscuras. Sobre nuestras cabezas retumbó una manada de bisontes que dio una vuelta completa a la pieza, probablemente alrededor de la mesa. No encontrando lo que buscaban, tras dudar un instante, se precipitaron hacia las habitaciones. A nivel de la planta baja también se percibía mucha agitación, ruido de botas, culatas de fusil golpeando accidentalmente contra la madera, algún grito, aunque ya no se oía ningún disparo. Con todo, procurábamos bajar con todo sigilo. No fuera que alguno de esos diablos negros alcanzara a oír cualquier sonido extraño proveniente del interior de los pilares. La escalera oculta poseía un solo tiro, de modo que descendíamos directamente, sin dar una sola vuelta, hasta que una cierta frescura en el ambiente nos indicó que nos hallábamos por debajo de la superficie de la tierra, a una profundidad superior, digamos, a la de un posible subsuelo. La algarada nos llegaba ya como filtrada a través de una guata. Nicolai, con un leve susurro, anunció que había llegado al final de la escalera. Ahora ya puedes encender la linterna, Moussa. Con la luz pareció intensificarse el frescor mohoso que reinaba en los últimos peldaños. Cuando bajé el postrero, me di la vuelta para unirme a mis compañeros quienes ya observaban el túnel que arrancaba a nuestros pies. Tendría algo así como tres metros de alto y unos dos y medio de ancho, las paredes y el techo eran de ladrillo y este último ligeramente abovedado. El haz luminoso que enviaba Moussa a lo largo de esa oquedad inquietante se diluía en la tiniebla antes de alcanzar el extremo. Aunque la salida estuviera atrofiada después de tantos años, o bloqueada por una razón u otra, siempre podríamos aguardar aquí hasta que la situación se calme en el exterior, pues arriba hay un picaporte que permite salir por esta parte. Debemos, sin embargo, avanzar lo más rápidamente posible mientras no encontremos obstáculos para aprovechar el efecto sorpresa, argumentó con mucha razón Moussa. Diciendo esto, se lanzó con decisión hacia el túnel. De cuando en cuando daba manotazos en el aire para rasgar las telas de araña. Debimos caminar a lo largo de unos buenos doscientos metros, hasta que nuestro batidor nos mostró la pared del fondo con la que culminaba el pasadizo. Junto a ella, a mano derecha, se veían los primeros peldaños de piedra que componían una escalera similar a la anterior. Moussa inició el primero la ascensión. Los demás le seguíamos de cerca. Pronto se detuvo. Voy a apagar la linterna, susurró. Percibimos un leve chasquido, tras el cual se coló un rayo de luz plateada. A través del resquicio, Moussa observó largamente. Al final levantó la trampilla y salió. Nos encontrábamos en una antigua caballeriza, que la luna iluminaba a través de unos tragaluces sin cristales. La trampilla en cuestión no era sino un pesebre que, tras nuestro paso, aparecía levantado como la proa de un barco que se hunde. Cuando Nicolai y Dunia hubieron salido, la cerré. Moussa, por su parte, ya había entreabierto la puerta y oteaba los alrededores. Al fin se decidió a salir. Fue hasta un extremo del barracón, donde permaneció unos instantes. En cuanto se aseguró de que no había moros en la costa, excepto, tal vez, él, nos hizo una seña con la mano para que lo siguiéramos. Iniciamos la marcha en línea recta, sin ocuparnos por el momento de otra cosa más que de escrutar las escasas zonas que ofrecía a nuestra vista la incierta claridad de un exiguo cuarto creciente. La prioridad era alejarse de allí cuanto antes. De cuando en cuando nos llegaban voces apagadas y en un momento dado obtuvimos una visión fugaz de la datcha, a través de una celosía de ramas, con todas las luces encendidas, a las que se sumaban los potentes reflectores instalados en el exterior. Era tal el fulgor que la envolvía que, al primer golpe de vista, se hubiera dicho que la estaban incendiando. De pronto recordé un detalle imperdonable. Mientras hablaba con Elizavetta, antes de la interrupción de Tarasov, me disponía a revelarle que dentro de cinco años se iba a producir una revolución radical en Rusia y su familia correría peligro. Luego no tuve tiempo, porque me desperté. Sólo cuando nos hallamos a más de un kilómetro de la casa, empezamos a creer que teníamos razones suficientes para pensar que habíamos logrado escapar de aquella ratonera. Consulté mi reloj. Eran las tres de la madrugada. Afortunadamente nos habíamos acostado temprano, después de dar un saludable paseo. El sueño había sido corto pero reparador, por lo menos en lo que a mí me concernía, pues me da la impresión de que, cuanto más intensa es la actividad onírica, más beneficio saca el cuerpo y más fresco se levanta, aunque haya dormido menos horas que de costumbre. En fin, es mi teoría. Acordamos tomar la dirección sur, en busca del monasterio vislumbrado la tarde anterior. La noche era espléndida, las estrellas parecían brillantes gotas de lluvia que se hallaban ya muy cerca del ojo, lo cual nos permitió leer en el libro del cielo con toda comodidad. Encontramos, en el interior del formidable bosque, un eje orientado justamente en la dirección deseada, circunstancia que nos permitió avanzar a buen paso. Antes de lo previsto, vimos recortarse sobre el rosicler de la aurora el historiado perfil del cenobio, con sus numerosas cúpulas terminadas cada una en aguja, como un relicario de oro iluminado por candelas. Tomamos el camino que conducía al pueblo. Antes de entrar, lo inspeccionamos desde lo alto de una colina. Todavía se veían muy pocos transeúntes, pero había que actuar rápido. Moussa partió enseguida, Nicolai tenía que seguirle al cabo de cinco minutos, luego Dunia y yo tras otro intervalo semejante. De este modo, cuando llegamos, sólo tuvimos que instalarnos en el coche elegido por Moussa antes de que éste arrancara. La calle estaba orientada directamente hacia el centro de la población. No tardamos en ver la primera señal que indicaba la dirección de Moscú. Cerré los ojos y pensé en Elizavetta, y en Tarasov. También en Tyjanov y en nuestro camarero y en todos los rostros de los soldados que se me habían quedado pegados al rodillo de la memoria. Pensé una vez más en el joven esbirro que moría mentando a su madre a grito pelado y arrastrándose por el suelo sucio de cerveza agria. Pensé en Elizavetta, la rubia y angelical Elizavetta, y en el olvido imperdonable, o acaso no fue olvido y sí precipitación por salir del sueño. Pero creí recordar haber leído en mi oportuno libro que la familia Tarasov regresó a Inglaterra antes de la revolución de octubre. ¿Qué edad tendría ahora Elizavetta? Algo más de cien años…. Pensé, pensé, pensé, ¿de qué sirve pensar cuando se entra en el territorio de la muerte? Pensar sólo es útil en el campo de batalla. Y cuando se es un soldado de raza, sólo se piensa en atacar o en retirarse para mejor atacar. A los muertos que uno ha puesto a enfriar, ni siquiera se les sueña. Si esto ocurre, más vale que el sujeto en cuestión se dedique a otra cosa, pues es evidente que no vale para Leviatán, que es lo mismo que decir para soldado. El primer muerto es una víctima propiciatoria, sacrificada en un ritual de iniciación, cuya única relevancia consiste en ser primicia y promesa de una cosecha ilimitada, de la inacabable renovación de la naturaleza, del eterno retorno del fruto prohibido. El crujir de los huesos triturados por las mandíbulas de Leviatán jamás ha perturbado en lo más mínimo su beatífico sueño, ya que dicho ruido está inscrito en las leyes que regulan su organismo, así como los gritos de terror y de dolor de las víctimas, o aquellos que hacen referencia a la vida privada de las mismas. Todo ello queda pronunciado en una lengua muerta antes de nacer y no hay nadie que entienda ni gota de ella. Entonces Leviatán se nace, no se hace; y lejos de mí, pues, la pretensión de aspirar a una monstruosidad tan grande. La monstruosidad supera, sin duda, cuanto tú puedas imaginar, pero no me es dado perder tiempo refiriéndote todos esos detalles. En ese caso, no sé por qué perdería yo el mío refiriéndote los míos. ¡Pobre diablo! Pero ¿cómo es posible que no hayas entendido todavía que tú ya no dispones de tiempo? El poco que te queda de vida, soy yo quien graciosamente te lo acuerda, pudiendo revocarlo cuando me plazca. Me refería, sin embargo, al hecho de que en este encuentro sólo cabe una historia y es la tuya, pues ya has empezado a contarla. De modo que no sería razonable interrumpirla. La acabas y luego desciendes a la tierra con tus antepasados y aquí paz y allá gloria. ¿De acuerdo? Sólo en lo primero, en acabarla; y eso sólo si no me tocas mucho los huevos con tu insufrible complejo de superioridad. En lo demás ya veremos…. Bueno, bueno…. Sea como tú quieras. Cerré los ojos para no malgastar ni un gramo de energía en percepciones prescindibles y procuré relajarme. Sabía que las horas siguientes, una larga serie de ellas, iban a ser fatigosas y requerirían la colaboración de todos. Perdí la noción del tiempo. Aunque debía ser todavía temprano cuando llegamos a las afueras de Moscú. Sugerí a Nicolai que dirigiera a Moussa hacia la estación de metro más próxima. No quería dejar el vehículo robado cerca de nuestro hotel. Además, ello nos permitiría ganar tiempo pues notamos que el tráfico era en esos momentos bastante intenso. Lo mismo sucedía con los corredores subterráneos de la ciudad, pero todo funcionaba con mayor fluidez y eficacia bajo tierra, sobre todo acompasado con una escrupulosa puntualidad. Tampoco tuvimos el menor contratiempo para sacar el coche del parking del hotel. Nicolai entró con la tarjeta que todavía conservaba y salió con nuestra flamante adquisición. Afortunadamente, a nadie se le había ocurrido echar un vistazo en el aparcamiento correspondiente al número de nuestras respectivas habitaciones. ¿Quién iba a pensar que tendríamos un coche, nosotros que acabábamos de llegar en avión desde el sur de Europa? Nicolai condujo certeramente, de modo que pronto nos encontramos circulando a la velocidad máxima autorizada por una autopista orientada siempre al sur. Establecimos un turno de dos horas cada uno al volante, incluso Dunia colaboró en el relevo. Paramos únicamente al mediodía para comprar unos bocadillos, pero los comimos en el coche. A eso de las ocho de la tarde, nos encontrábamos ya en una pequeña población de la república de Bielorrusia denominada Hrodna, a muy pocos kilómetros de la frontera con Polonia. Nicolai tomó el volante. Se puso a conducir despacio, con el entrecejo fruncido, tratando de reconocer los nombres que figuraban en las señales. A veces se paraba, dudando, en una encrucijada. Finalmente llegamos a un lugar en el que la carretera pasaba cerca de la linde de un bosque. Aquí es, susurró Nicolai. En efecto, vimos a nuestra izquierda un camino forestal que se adentraba en la espesa masa boscosa. Continuamos aún un trecho, hasta que nuestro conductor decidió abandonar dicho camino y penetrar en el mismo bosque, sorteando los troncos. Finalmente se detuvo, cortó el contacto del motor, y anunció que ése era el fin del viaje para el coche. Nos bajamos y nos pusimos a seguirle. La frontera se encuentra a menos de un kilómetro. Esperaremos aquí hasta que caiga la noche. Luego nos iremos acercando poco a poco. A las once en punto debemos estar en posición, pues en ese momento preciso se produce un cambio de guardia, formalidad que propicia una momentánea caída de la vigilancia en esta zona precisa, la cual dura tan sólo un par de minutos que debemos aprovechar para cruzar un espacio al descubierto de unos cincuenta metros hasta el primer bosque polaco. Se trata de una especie de cortafuegos con un camino de tierra en medio. Normalmente los policías se hallan apostados entre la maleza, barriendo el corredor con artilugios de visión nocturna; pero a las once en punto, mientras unos se instalan y otros van pensando ya en el inminente confort de sus casas, se produce un momento de confusión en el que a nadie se le ocurre mirar por el objetivo infrarrojo y ese instante hay que aprovecharlo sin vacilar. Los últimos cincuenta metros los hicimos reptando con sumo cuidado. A las once menos cuarto nos hallábamos ya escondidos en los matorrales situados en el borde mismo del mencionado cortafuegos. No se percibía el menor movimiento. Faltarían un par de minutos para las once cuando empezaron a oírse algunas voces. Rugieron a lo lejos unos motores y se fueron acercando los vehículos todo terreno. A la desmayada luz de la luna comenzaron a distinguirse unas figuras que se acercaban al camino y se ponían a avanzar por él, dándonos la espalda. Eran las once en punto cuando esto último se produjo. Nicolai nos dio la señal para indicarnos que era el momento de cruzar. Corrimos, pero sin forzar demasiado, prestando sobre todo atención a hacer el menor ruido posible. Una vez internados en el bosque frontero, nos sentimos a salvo y aminoramos la marcha. Nicolai se puso sencillamente a caminar y le imitamos. Tuvimos que atravesar un par de kilómetros de bosque hasta dar con el campo raso y enseguida con una carretera asfaltada. La tomamos pero extremando las precauciones, dispuestos a saltar sobre la hierba de la cuneta al menor indicio de peligro. Atravesamos varias aldeas, en realidad meras agrupaciones de granjas. Nos parecía pronto para intentar robar un coche, demasiado cerca de la frontera. Los habitantes de esas zonas deben tomar sus precauciones y tal vez tengan la costumbre de establecer contacto con la policía de los puestos fronterizos a la primera de cambio. Preferimos, por consiguiente, caminar durante varias horas. Escondiéndonos, a veces, como dije, para dejar pasar algún que otro coche. Finalmente, ya en el corazón de la noche, llegamos a un pueblo donde a Moussa no le fue difícil abrir un coche y ponerlo en marcha. La dirección a seguir era esta vez Varsovia. Todavía resistía la noche cuando alcanzamos la capital. Tras abandonar el vehículo en una calle cualquiera del centro, nos encaminamos hacia el hotel donde nos aguardaba nuestro contacto, desde hacía por lo menos una semana, con nueva documentación tan falsa como la anterior, dinero fresco y un buen coche. Reservamos nuestras habitaciones, tomamos una merecida ducha y, mientras mis compañeros descansaban un rato, rogué, en inglés, al recepcionista que comunicara al señor Miranda la llegada de un tal Galindo, quien le aguardaba en el bar del hotel. El empleado consultó el libro de registros y repuso que le llamaría enseguida. Pedí un desayuno consecuente y unos diez minutos más tarde vi entrar en el comedor a un hombre de unos treinta años, bien vestido, sonriente. Reconocí enseguida a uno de los eméritos trabajadores de la trastienda de la oficina inmobiliaria. Era Miranda, por lo menos durante un puñado de semanas, a pesar de que hablaba con un fuerte acento extranjero. Me entregó lo convenido. Le comuniqué los números de las habitaciones de mis acompañantes para que les llevara los vestidos nuevos, adquiridos desde hacía varios días. Encomendándole, además, que se informara de la talla de la mujer que, de manera imprevista, nos acompañaba, y tuviera la bondad de comprarle de inmediato un equipo siguiendo las instrucciones que ella le diera. Luego terminé tranquilamente mi desayuno y fui a darme una buena ración de cama hasta la hora de comer. A eso de las doce, nos reunimos pues los cinco en el restaurante del hotel. Decidimos acordarnos un día de reposo en Varsovia. Tan sólo hacía unas treinta y cinco horas que, tanto la mafia como el Gobierno ruso, habían perdido nuestro rastro en una datcha, no muy lejos de Moscú. Lo mismo la primera que el segundo, habrán estado controlando los aeropuertos, las estaciones de tren y finalmente los puestos fronterizos. Pero no creo que se imaginen que nos encontramos ya en Varsovia. Saldremos mañana por la mañana, hasta entonces procuraremos reponernos lo mejor posible. Tras la comida, regresamos a nuestras respectivas habitaciones para una prolongada siesta que no constituía, a decir verdad, un detalle superfluo. Al anochecer, en cambio, salimos a visitar la ciudad. La tendencia a la baja de las temperaturas se estaba confirmando. Aunque había hecho un día soleado y el crepúsculo era un auténtico crisol de oros incandescentes, se notaba que el otoño se acercaba a grandes zancadas. No podía decirse que hiciera frío, pero sentimos la oportunidad de comprarnos unas cazadoras en unos grandes almacenes. Para ello nos orientamos, pues, hacia la parte moderna de la ciudad. Miranda, que hacía en realidad semana y media que se encontraba en Varsovia, ejercía de cicerone. Mientras paseábamos por esa ciudad despejada, ofreciendo una curiosa mezcla de edificios tradicionales y modernos, sentí que mi estado de ánimo se encontraba, en cierto modo, en sintonía con esa ciudad; al lado de miedos viejos, al menos de una semana o dos, se encontraban ideas elevadas, esbeltas, claras, rebosantes de optimismo. Me dije que, a pesar de las dudas subsistentes, la situación de peligro inminente había pasado ya. El trabajo estaba hecho. Y vista la evolución de las cosas así, a posteriori, me parecía casi un milagro que hubiéramos salido tan bien parados. Antes de salir para esa expedición, teníamos la impresión de que todo estaba, si no atado y bien atado, por lo menos serenamente meditado en todas sus partes. Una vez concluida, tuve la certeza de que fue una ingente dosis de suerte que nos inyectó el destino la que nos permitió salir, no solamente con vida, lo cual no era poco prodigio, sino igualmente con bien. Y si no fue suerte, entonces debió ser cuestión de la voluntad que algunos creen capaz de modelar, mediante la imaginación, la apariencia de la realidad como si ésta fuera una pella de plastilina. Quítatelo de la cabeza, fue suerte y no poca. Bien pensado, ya fuera la suerte o la voluntad, y dado que la suerte no es propiamente una cualidad adscrita a un individuo sino una circunstancia exterior a él, quizá sea la voluntad la cualidad que más le convenga al hombre ejercitar. No para ti, en tu caso es mejor que cultives la concisión, porque te advierto que si me resulta excesivamente gravoso tu discurso, mi humor puede resentirse por esa pena y mi mano mostrarse algo más pesada de lo previsto en el momento de la verdad. Sé, pues breve, muchacho, y no te andes con tanto dibujo. Siguiendo mi costumbre de tratar las cosas confidenciales al aire libre y reservar lo inocuo para la mesa, conferencié pues con Miranda durante nuestro paseo por el casco antiguo. Me explicó que me entregaría un itinerario de vuelta, el cual no ofrecía más que una particularidad. Ninguna frontera presenta el menor riesgo, excepto, paradójicamente, la de España, pues a causa del terrorismo vasco no resultan infrecuentes los controles en los puestos fronterizos principales. En previsión de uno de ellos, y también de un último y desesperado barrunto de la mafia, habían introducido una modificación que nos haría dar una pequeña vuelta. No era mucho y valía la pena evitar ese leve riesgo. No atravesaríamos la frontera en La Junquera sino que, un poco antes de llegar, tomaríamos la dirección de Toulouse. Desde allí atravesaríamos los Pirineos por el túnel de Puymorens y el Cadí. Por esa ruta no hay puesto fronterizo, se pasa, sin más, de una calle francesa a una calle española. Seguidamente seguiríamos en dirección a Barcelona y lo demás todo normal. Él aguardaría un par de días en Varsovia, para tratar de detectar si acaso alguien nos seguía la pista. No lo lamentaba, pues, en su opinión, era ésa una ciudad muy agradable, en la que valía la pena detenerse cierto tiempo. No pude sino darle la razón, contemplando las iluminadas fachadas color ciruela verdal, o pastel, o rosa pálido, los tejados ocre, los postigos verde hoja y las terrazas en cuyas celosías se enredaban los rosales plantados en macetas. Añadió que las mujeres eran también de una belleza extraordinaria, mejorando lo presente que habíamos traído con nosotros de Rusia. Los españoles dirán todos sin excepción una mujer de bandera y no pararán de silbar por las calles. Va a ser un escándalo. La hermana de Nicolai, le informé, porque creí comprender que con tal subterfugio lo que en realidad buscaba era una explicación, la encontramos por casualidad, ante los ojos de la mafia. A partir de ese momento, su vida corría peligro y no sólo la de ella, sino la de toda la familia de Nicolai, pues le hubieran seguido la pista, y en consecuencia podía haberles proporcionado los medios para ejercer el chantaje contra nosotros. Su adorable presencia, repuso, puede causarnos problemas hasta llegar a España, ya que viaja indocumentada, por eso hay que extremar las precauciones. En fin, cualquiera correría los riesgos más insensatos por una mujer así. Así es, en efecto, confirmé. Dunia caminaba del brazo de Nicolai. Se detenían en casi todos los escaparates, hacían comentarios, se señalaban objetos, reían, a veces. Sin embargo, su rostro presentaba, cuando el flujo de su pensamiento parecía regresar a su centro, un asomo de gravedad, mezclado con una pizca de severidad. Me pregunté si no sospecharía ya la verdad cruda del asunto que nos llevábamos entre manos, o si acaso ello se debía simplemente a la toma de conciencia, siempre un poco lenta y tardía en cualquiera, del grave peligro que habíamos corrido en numerosas ocasiones. Lo cierto es que en alguna ocasión la sorprendí dirigiéndome una mirada cargada de interrogantes. Y cuando se daba cuenta de que la había captado, la desviaba. Tarde o temprano lo tendrá que saber. No sé por qué me preocupo, al fin y al cabo no es nada mío. Pero se me figuraba que decepcionar a Dunia sería como faltar a la verdad más absoluta que ostenta el universo, la belleza. Particularmente, yo diría que es como la otra cara de un espejo ante el cual cada uno debe aportar su verdad personal y si lo que aparece a un lado y a otro casan a la perfección, entonces se produce la imagen; si no, la superficie del espejo queda vacía, como cuando se refleja un fantasma. ¡Ah, mais…. “Nous ne nous tenons jamais au temps présent….” Tendería a reprocharnos Pascal. Erramos en tiempos que no son en absoluto los nuestros y no consideramos nunca el único que realmente nos pertenece. En ese momento yo sólo era un periodista que reclamaba una justa compensación por un trabajo arriesgado, que redundaría en un indudable provecho para la sociedad, una suerte de filántropo pobre que reclamaba un salario honesto para sobrevivir. ¿Por qué no atenerme a esas circunstancias mientras duraran, ajustármelas como si fueran un guante y no jurar sino por ellas? Al menos, me dije, mientras durara el peligro. Nunca es bueno dispersar nuestras energías. Luego, ya veríamos… Elegimos un restaurante de la vieja Varsovia. Nos hicieron pasar a un comedor alargado, semejante al refectorio del antiguo monasterio de Moscú donde habíamos cenado Dunia y yo, como un cañón de paredes blancas por las que ascendía un zócalo de madera terminado en repisa y sobre ella, o bien colgados un poco más arriba, infinidad de cuadros, y luego una bóveda de crucería de cuyo centro pendía una lámpara de bronce. Al fondo brillaba una chimenea hecha con azúcar de lustre. Nos atendió una matrona hablando en perfecto inglés. Al acomodarme en la confortable silla de respaldo redondeado y sólidos brazos de madera negra, sentí un escalofrío de satisfacción, como cuando uno se encuentra en el interior de una casa bien fundamentada, de muros espesos, ambiente caldeado por dos buenos troncos que arden en el lar, mientras contempla a través del ventanal cómo en el exterior se produce el choque brutal de las fuerzas telúricas desatadas, pues me detuve a considerar que, en ese preciso instante, a muchos kilómetros de allí, miles de hombres, pertenecientes a dos ejércitos enfrentados, se hallarían encauzados en una tarea común, la de dar con nosotros. Pero claro, sin sospechar que nos encontrábamos a buen recaudo, más allá de las fronteras de su país. No totalmente fuera de su alcance, por supuesto, aunque sí en el exterior de las redes que, a esas alturas, ya habrían cerrado y se estarían aplicando con renovado afán a buscar en su interior. ¿Te ensalzarás de eso, acaso? Mejor te sentaría dejar de pavonearte. Tu historia sólo resulta interesante en un punto. Me refiero al enigma de cómo, a veces, basta con poner las miras en lo más alto para tener éxito en su propósito, aunque el proyecto no se acompañe de un plan particularmente bien meditado y bien trabado. El vuestro era una chapuza, no merece otro nombre, pero cuán osada. Sin embargo, hasta el fantasma de Tarasov vino en tu auxilio. El cual no quiso decirme las cosas bien a las claras, sino con enigmas, como los grandes oráculos. Es cierto, tuviste un momento de lucidez, tal vez te ayudara tu subconsciente. Pero considera que un plan que abandone los nudos clave del problema a la inspiración del momento, no es serio. Aún así, el mero hecho de que proyectos tan descuidados, al tiempo que ambiciosos, alcancen a ver su fin, constituye, en verdad, materia de reflexión. Quizá en ese aspecto no tenga más remedio que darte la razón y acabe por conceder que el mundo es más un enfrentamiento de voluntades que de inteligencias. Lo malo de la voluntad es que, sin la inteligencia, no sabe dónde va. ¿Lo sabías tú en ese momento? No. En mi modesta opinión, un hombre, antes de lanzarse a cualquier empresa que se salga fuera de lo común, debería plantearse un mínimo de cuestiones trascendentales, del tipo ¿qué pienso yo que es el universo? ¿De dónde viene? ¿Hacia dónde va? ¿Cuáles son sus ejes, los vectores de fuerza que lo recorren? ¿Tiene o no un sentido, un objetivo, una inteligencia que lo guía? Y en función de eso, tomar posición, adherirse a una fuerza u otra, o abandonarse al caos si juzga que es el único Dios Todopoderoso. Sin embargo, si encuentra que esas fuerzas existen y operan en una determinada dirección, entonces debería meditar bien y luego decidir a cuál de ellas aportará su energía. Actuando así, uno se inscribe en la obra de la Naturaleza, adquiere un sentido auténtico, jamás estará equivocado pues formará parte de esa gran verdad que llamamos Dios. ¿Hiciste tú, realmente, todas esas operaciones mentales, Leviatán? En cuanto sentí las primicias de la portentosa fuerza de mis mandíbulas y el primer prurito de la sangre, me dije que el hombre, cuando se instaló a sólo unos kilómetros de las Puertas del Paraíso Terrenal, si tenía sed, debía acercarse al borde del lago y tomar el agua con un cuenco, en ese instante, podía saltarle encima, como impulsado por un resorte, un cocodrilo de seis metros de envergadura, atraparlo con unas fauces en las que cabe holgadamente su cabeza y arrastrarlo al fondo del lago, o bien a la otra orilla, para devorarlo parsimoniosamente junto a sus crías. Entendí que esto le faltaba al hombre moderno, a pesar de que tal disposición se hallaba originalmente en la mente de su Creador. Hay una cierta selección natural que ha dejado de operar desde hace mucho y ello no traerá buenas consecuencias puesto que es antinatural. Aquello fue como una revelación, había encontrado mi camino, el sentido de mi existencia, la función para la cual había sido creado, mi verdadera vocación. A partir de ahí no tenía sino que dejarme llevar por la más salvaje de las voluntades, la que llamamos instinto. Pero sabiendo ya, a diferencia de las otras bestias, que ese instinto está inscrito en la Ley. Pensé que no iba a dormir aquella noche, pero me equivoqué. Al apagar el despertador, quedé sorprendido de que hubiera pasado tan sin sentirla, sin interrupciones ni sueños. Me hallaba totalmente repuesto y bien inclinado a hacer el largo trayecto que nos aguardaba. Después de todo iba a conducir uno de los modelos más holgados y confortables de la marca Jaguar. Al acabar el desayuno, nos despedimos de Miranda y montamos en el lujoso automóvil. Hice yo el primer tramo. Acordamos efectuar relevos de dos horas por cada conductor, tal y como habíamos hecho durante el trayecto ruso. Jamás había conducido un coche de esa gama. Me abandoné al placer de guiarlo, sin pensar en nada más. Mi tiempo pasó raudo. Cuando le cedí el volante a Moussa, aún hubiera hecho otro tanto sin aburrirme. Comimos sobriamente en un restaurante de carretera, todavía en territorio polaco. A poco de entrar en Alemania, ya me tocó de nuevo el turno. Este país lo atravesamos de una tirada, de punta a punta, sin detenernos más que para efectuar los relevos. De modo que, a la hora de cenar, habíamos cruzado ya la frontera francesa. Sugerí que pasáramos la noche en un hotel de Mulhouse, ello me parecía más prudente que utilizar cualquier hotel de la autopista, aunque fuera menos práctico. Cenamos en el propio establecimiento y nos fuimos temprano a la cama. Hacia la media tarde del día siguiente, nos acercábamos a Toulouse. Habíamos atravesado prácticamente toda Francia también de una tirada. Consulté el mapa que me había facilitado Miranda y comprobé que, a partir de dicha ciudad, o un poco más allá, la carretera presentaba tramos un poco más complicados y nos tocaría hacerlos a última hora, cuando nos encontraríamos, quizá, algo cansados. Pensé que nos convenía detenernos en Carcassonne, una pequeña ciudad interesante, según tenía entendido, en la que todo estaría más a mano que en Toulouse. Al día siguiente, frescos después de haber dormido en buena cama y yantado en buena mesa, atravesaríamos los Pirineos, con los ojos bien abiertos, en especial a nuestro paso por la frontera. Encontramos un hotel frente a la ciudadela medieval, pues desde el primer momento seguimos las indicaciones de la misma. Tuvimos suerte y pudimos ocupar unas habitaciones que daban justamente a la fortaleza. La vista era realmente impresionante. Contemplando semejante sistema defensivo, comprendí cómo los cátaros osaron desafiar a Roma. Me tumbé en la cama, desde donde seguía percibiendo dicho conjunto arquitectónico, el cual se hallaba elevado sobre lo que debió ser antiguamente un montículo, cuyas faldas se hallan ahora totalmente recubiertas de casas hasta las mismas contramurallas. Cerré los ojos. El tapiz de la carretera seguía desenrollándose sin cesar debajo de los párpados como en un mundo a la deriva, abismado en la inercia por la inercia. Al día siguiente entraríamos en España para afrontar el resultado de nuestra turbulenta gestión. Coronada, ciertamente, por el éxito, aunque la suerte hubiera desempeñado un papel primordial en ello, poco importaba. La incógnita era la reacción de Evgueni, ¿abandonaría la partida al verla perdida o se empecinaría en una guerra sin cuartel, echando mano de los recursos que todavía poseía en el extranjero? La mitad del capital evadido se hallaba, intacto, en Israel, donde muy probablemente fructificaba. Evgueni conoce perfectamente el lugar en que se le ha dado el golpe maestro. Puede que haga de esa ciudad mediterránea el mayor campo de batalla que jamás se ha visto en una guerra entre clanes mafiosos. Aunque para ello tiene que identificar primero al adversario. Habrá que andarse con pies de plomo, ahora más que nunca. Sobre todo los que hemos estado en Rusia deberemos extremar las precauciones. ¿Qué clase de brebaje se cocía en la marmita cátara? No debía ser moco de pavo en cuanto a herejía se refiere, pues Roma inventó la Santa Inquisición sólo para corregirles a ellos…. Ah, sí, ya recuerdo, se trataba de una variedad sumamente perversa de maniqueísmo. Algo así como que Dios y Satán se habían repartido el trabajo de la creación del universo; el primero se había hecho cargo de la puesta a punto del mundo espiritual, mientras que al segundo se le atribuye la confección del mundo material. Creencia esta última que les llevaba a la condenación del matrimonio y la procreación. El mundo material, las guerras, el mal en general y la Iglesia católica en particular no son sino manifestaciones de la corrupción. Más aún, ese Satán, no es otro que el Demiurgo de Platón y el Iahvé del Antiguo Testamento. Por otra parte, Jesucristo, si hubiera sido un verdadero Dios, jamás hubiera consentido en encarnarse. Dicho de otro modo, si los inquisidores castellanos del nuevo Santo Oficio hubieran tenido la oportunidad de hincarle el diente a ese bocado, habrían disfrutado como enanos. Habrían tenido, sin duda, materia de regocijo para varios siglos, dando, con sus actos, enteramente razón a sus víctimas, pero sin dejar, por supuesto, de quemarlas vivas. Pero otros se encargaron de ocuparles. Bueno, esa víbora de la intransigencia castellana que anida entre los resecos pedregales de sus áridos paisajes, junto con otras virtudes, indudablemente, quedó, en este caso, dignamente representada por San Domingo de Guzmán. Otro Leviatán, con otros modales, ¿qué duda cabe?, con una mirada beatífica, claro, y cara de pedir perdón a Dios constantemente por los yerros de la humanidad. A Dios rogando y con el mazo dando y la mecha prendiendo. No, eso último no, tampoco hay que caer en la exageración, para eso estaba el brazo secular. Acaso también él había meditado convenientemente sobre los vectores de fuerza que recorren el universo y había tomado posición en función de éstos. A su manera, debió pensar que el hombre se hallaba necesitado de una selección natural, aunque él no lo expresara así. Y al favorecerla con su, digamos, fervor, consideraría igualmente que su nombre se inscribía en el libro de la Ley. Pues ¿y qué tiene esto de particular? Tú que conoces algo la historia, ¿te extrañas de esto? Los leviatanes hablan distinto según la época a la que pertenezcan, pero cada una tiene los suyos. Son criaturas de Dios. O del Diablo. No, de Dios; las criaturas predilectas de Dios. Léete despacio el Libro de Job. Razón de más para darles la razón a los cátaros, al menos en su equiparación del Iahvé mosaico al Satanás medieval. De ninguna manera, ni los cátaros, ni los paulicianos, ni los gnósticos, ni los maniqueístas sabían de la misa la mitad. Dios es el Todo-poderoso. Y tanto peor para vosotros si esta idea os pone los pelos de punta y vuestras tripas a bailar al son del rock de la cárcel. Pero, ¿qué creíais, que estábamos aquí para jugar a las canicas? Convengo en que nos hallamos ante una idea ciertamente amedrentadora y que no resulta fácil encontrarle otra exégesis posible al Libro de Job; por otra parte, sin embargo, presenta la ventaja de dar una explicación satisfactoria a la Creación. Dios la habría lanzado para curarse del mal, habría producido la materia para inocular en ella su espíritu infectado de corrupción, sin que ni una gota de éste quedara fuera de la redoma, ése sería pues el famoso pecado original del que no sólo la humanidad, sino la materia en su conjunto, que está toda ella viva al decir de algunos, tiene que redimirse durante un proceso de depuración y lucha y sufrimiento, que debe durar un cierto Tiempo establecido desde el principio y en el cual estamos implicados todos sin excepción, desde la piedra que rueda en la falda de una montaña hasta los teólogos de la Universidad Pontificia; más aún, si queremos abundar en tal hipótesis, habría que convenir que, si sigue interesándose por nosotros, ello no será por lo que nosotros tenemos de divino, sino por lo que todavía le queda de humano. He aquí la Obra del Gran Alquimista. Una lucha, Leviatán, una lucha a muerte es lo que se produce en su atanor y en ella parece ser que todas las armas son válidas, la fuerza bruta, por supuesto, pero también la inteligencia y el dominio de los elementos. Nada está decidido, ¿entiendes eso, Leviatán? Nada. Leviatán es la fuerza que hace estallar los volcanes, la que desencadena terremotos, la que sepulta bajo las aguas las costas de Asia, revienta islas cuyo polvo se esparce por todo el mundo, es la tozudez que hace crecer la vegetación en las carreteras del Brasil en cuanto el hombre ha estado dos días sin pasar por ella. Leviatán es el Anticristo, la Bestia de los diez cuernos y las siete cabezas. Leviatán es todo lo que está destinado a humillar la cerviz del rebelde, que quiso ser como Dios. Y tiene todavía largos días por delante pues “el Dragón le ha dado su potencia y su trono y una gran autoridad.” Eso no es cierto, lo sabes muy bien, porque también esto otro está escrito, el Dragón, que es “el Diablo, ha descendido hacia vosotros, alimentando una gran cólera, sabiendo que le queda un corto período de tiempo.” Pero eso será para cuando llegue la guerra del gran día, la batalla de Armagedón; hasta entonces, me sobra tiempo para escuchar tu peregrina historia y mandarte luego a pudrir malvas, si me permites expresarme de ese modo, y después cenar como es debido pues no había previsto que esta comisión me tomara tanto tiempo. Desde luego no tienes una escasa opinión de ti mismo, pero descuida, Leviatán, lo que queda no será largo; no obstante, si tu apetito puede más que tu curiosidad, no dudes en interrumpirme y acabamos de una vez. Después de todo, este último segmento debes conocerlo ya en sus detalles esenciales. Cierto, pero una vez puestos, mejor termino de escuchar tu versión, siempre resulta un espectáculo curioso ver llegar las historias, que uno ha vivido previamente, desde el otro lado del espejo. No me importa cenar de madrugada, nunca es tarde si la dicha es buena, además, en el silencio de la noche la concentración es mayor y uno aprecia más el sabor de los alimentos. Puede, pero las digestiones son más trabajosas. Deja eso de mi cuenta, muchacho, y no te demores, anda. Subimos pronto al comedor, que se hallaba en el último piso, pues teníamos la intención de salir después de cenar a tomar una copa y no acostarnos, a pesar de todo, demasiado tarde. Desde allí se gozaba de una vista panorámica de la ciudadela, ya iluminada. Advertí a mis compañeros que ellos podían hacer lo que quisieran, pero que yo no estaba dispuesto a dejar pasar la ocasión de probar el cassoulet, plato típico de la región. No hizo falta más para convencerles. Hubo unanimidad en nuestro pedido. Era preciso aguardar media hora, aunque valió la pena. Mientras tanto, tomamos algunos aperitivos. Los entrepaños y contrafuertes, parecidos a inmensos farallones de oro, que contemplábamos a través de los amplios ventanales nos tenían, en verdad, subyugados. Dunia intervino diciendo que si sabía cuál era el plato regional típico de esta zona, tal vez conociera igualmente algo de su historia. Les referí lo que había leído al respecto. El maniqueísmo radical de los cátaros sorprendió a todos. Una doctrina con semejante fundamento, admití, constituye realmente un grave peligro, de ahí a la apología del suicidio sólo media un paso. Eso sin considerar el riesgo de extinción de la especie; aunque, concluí enigmáticamente, mi opinión es que la propia naturaleza ha tomado sus disposiciones al respecto. Resulta curioso, terció Nicolai, en cuanto el hombre desacredita demasiado la materia o la exalta en exceso, el efecto es el mismo, a saber, un descenso inquietante en la tasa de natalidad; mientras que si lo que se ensalza es el espíritu, las consecuencias se sitúan en el polo opuesto. Lo miramos los tres sin acertar a determinarnos respecto a si debíamos reír o no ante semejante observación. La llegada del cassoulet nos dispensó de tan ardua alternativa. Cuando el camarero nos dejó de nuevo solos, levanté mi copa, conteniendo un vino del país que sabía excelente, y brindé por nuestro regreso como vencedores. En el instante en que los cuatro cristales se encontraron, mis ojos fueron a buscar, sin saber muy bien por qué, es decir sin saber si era orgullo o temor el sentimiento que me embargaba ante ella, y sin hacerlo, además, a propósito, los ojos zarcos de Dunia. Una hora y media más tarde, mientras cruzábamos el puente ojival que nos encaminaba hacia el reducto cátaro, refulgiendo ante nosotros como una formidable diadema bajo la noche estrellada, todavía me duraba la confusión de ese momento. Estábamos ya casi haciendo lo que podría llamarse vida normal, más que huir, visitábamos, hacíamos turismo. Lo peor que hay es empezar a imaginar cosas. Y en mi cabeza comenzaron a ondear girones de imágenes donde me veía llevando una vida así, descuidada, fácil, yendo de aquí para allá, con arreglo a la fortuna que obraba en mi poder, visitando parajes, lugares exóticos, con Dunia. Con una mujer como Dunia, agarrada así de mi brazo como entonces iba apoyada en el de Nicolai. Mientras uno vive en el presente, los acontecimientos todavía se pueden controlar, aunque quizá el verbo controlar no sea la palabra exacta, digamos que los objetos que desfilan por esos acontecimientos impactan menos debido a esa cualidad transitoria característica del presente, pero cuando uno imagina así su futuro, tiempo que surge en nuestra mente con una movilidad limitada, próxima a la fijeza, entonces ya no puede conformarse con menos. Presentí, no sin una punzada de algo que se parecía mucho al dolor, que cuando llegáramos a casa y no viera a Dunia todos los días, la iba a echar de menos. La imaginación nos hace reyes y esclavos. Tan sólo puede conservar la serenidad aquel que haya aprendido el valor infinito de la palabra nada. Nada con la determinación de un artículo. La Nada. Y con mayúsculas. Pero los demás, el común de los mortales, la tenemos cruda. La fortaleza presentaba varios niveles defensivos. Moussa, observando las barbacanas, troneras y saeteras que aparecían por todas partes, en todos los recodos, comentó que, en verdad, la gente que había levantado esas construcciones era perfectamente consciente de que había herido susceptibilidades. En efecto, cuando uno menos se lo esperaba, se dejaba sorprender por los ojos oblicuos de las aspilleras, a todas las alturas, a la del estómago, del pecho, del cuello, de la cabeza, de arriba abajo, de abajo arriba. Eso sin contar que, desde lo alto de la crestería, echarían aceite y pez hirviendo. A pesar de todo, repliqué a Moussa, aunque en realidad hablaba para mi propio coleto, esta fortaleza que parece inexpugnable fue tomada, al menos una vez, que yo sepa. Y lo fue porque tiene un punto débil. Me refiero a su cualidad de cosa sólida y visible, que se ofrece al ojo humano a varias decenas de kilómetros a la redonda. Allí donde hay una muralla, hay sangre humana para derruirla. Yo construiré un reducto absolutamente invulnerable pues el ojo desnudo no podrá verlo, el enemigo tendrá que vérselas con rumores y pacas de bruma. Todo aquel que pretenda conquistarlo asistirá a la disgregación de su mente por los laberintos de la locura. De repente me di cuenta de que había reflexionado en voz alta y ello en presencia de Dunia, quien me miraba como si me hubiera visto por primera vez. Nicolai, por su parte, espiaba la reacción de su hermana y luego sus ojos se volvieron contra mí, manifestando una cierta inquietud. Enrojecí ligeramente y torcí la vista. El interior del recinto se reveló un verdadero pueblo, con casas habitadas, locales comerciales, especialmente bares y tiendas que ofrecían al turista toda clase de baratijas, imitaciones de puñales y espadas medievales, arcos, flechas, escudos, lienzos, postales, etc. Las habitaciones parecían originales, con escudos heráldicos esculpidos en relieve sobre la piedra, con arcos ojivales enmarcando zaguanes silenciosos y oscuros. Entramos en uno de esos bares, parcamente iluminados con un fulgor exiguo que imita la luz de las antiguas antorchas. Las vigas y jácenas de madera carcomida testimoniaban de la existencia de un pasado que podría ser evaluado calculando las distancias temporales que separan cada uno de los accidentes legibles en su superficie y de cuya substancia se hallan impregnadas. Tomamos una copa, charlamos, pero ya sea por las expectativas que se abrían ante cada uno de nosotros a nuestra llegada, ya sea por la inquietud y la incertidumbre ante las eventuales propiedades del pensamiento para consolidarse y materializarse en objetos o acontecimientos, la conversación no acababa de cuajar, no iba más allá del esbozo, del desmañado intento de trabar los hilos dispersos de una percepción común del cañamazo, sensitivo e intelectual, susceptible de ilustrar esa noche sin tiempo que debía preceder nuestro regreso. A pesar de la cena paseada, el dichoso cassoulet, regado por el excelente vino de la tierra, manifestó a lo largo de la noche su naturaleza de plato excesivamente pesado y consistente para tener que meterse uno con él en la cama. La sed me obligó varias veces a levantarme, hasta que vacié el agua mineral que había en el frigorífico. Un clamor infinito me atrajo hacia la ventana. Compañías de soldados avanzaban en dirección a la fortaleza, donde se combatía. Por todas partes el fuego relucía en el acero de las picas y las espadas. Las voces de mando de los capitanes se mezclaban con los relinchos y el olor de la pólvora con el de la bosta fresca. La atmósfera aparecía demasiado límpida y tersa, como cuando flota sobre la sangre derramada en abundancia. Regresé a la cama. Me había costado algún trabajo comprender que estaba soñando. Los clamores de la batalla no cesaron hasta el amanecer. Sin embargo, en cuanto el sol entró por la ventana cuyas cortinas había olvidado correr, me sentí completamente repuesto. Subí al comedor para desayunar. Moussa ya se encontraba allí. El río discurría pausadamente bajo el arco ojival del puente, olvidado ya de que la noche anterior había llevado sangre en lugar de agua, pero así son de insensibles las cosas. Al fondo, la ciudadela aparecía sorprendentemente tranquila, recuperándose de la agitación de las últimas horas, como si nada hubiera pasado. A poco, subieron Nicolai y Dunia. La intensidad de los días vividos no había empañado en nada su frescura, estaba radiante como el primer día, en el bar de Moscú, igual que si no hubiéramos hecho otra cosa sino dormir la siesta y dar saludables paseos por la orilla del mar. Pasamos por Toulouse sin detenernos. Comenzamos la ascensión de los Pirineos. Como previsto, entramos en un burgo francés y, sin comérnoslo ni bebérnoslo, nos encontramos en un burgo español. Luego, resbalando por pendientes entre montañas, llegamos a divisar el increíble perfil del rojo Montserrat. Enlazamos con la autopista que conduce hacia el sur, allí donde la arena de las ensenadas recoge el simún que llega de la vecina África. Teníamos el sol en plena cara. Pronto veríamos el mediterráneo de carbonato cálcico. Noté que la embriaguez de la euforia iba invadiendo todo mi cuerpo y que la vida desplegaba retazos luminosos que valía la pena recorrer. Después de todo, el resplandor apolíneo seguía derramando beneficios sobre aquellos parajes, para mí únicos pues fue en ellos donde abrí los ojos por primera vez ante las infinitas posibilidades del mundo, que quedaron, por cierto, inexplotadas durante demasiado tiempo, pero todo había cambiado y más que iba a cambiar. Sí, ese prodigio podía repetirse. Toda mi sangre sentía que se estaba renovando el misterio de la gozosa y flamante encarnación de un alma chorreante todavía con las aguas del Leteo. Iría a recibir la espuma de las olas en pleno rostro en las playas de la infancia, dejaría que mi cuerpo se empapara de sol y de yodo como en los días indeciblemente vívidos e intensos de antaño. Intuía que la naturaleza deseaba efectuar ese trabajo de alquimia profunda en mí y todo mi ser jubilaba dando su aprobación. Atardecía con un derroche de fuegos sobre la ciudad cuando regresamos a ella. Moussa se hallaba al volante. Nos dejó ante el portal de la atalaya y fue a meter el coche en el garaje. Dunia observaba el lujo del hall revestido de mármol, las luces tamizadas que se encendían solas, las lámparas doradas, los grandes espejos inmaculados. El trayecto vertical del ascensor transcurrió sin que ninguno de los tres desplegara los labios. Nos abrió Mefiboshet, con la sonrisa de quien no quiere sonreír pero a pesar de ello se le escapa. En el pasillo se hallaban los demás, Milos, Ouissene, Vuk. Nos recibieron como a héroes. Únicamente la presencia de la bellísima Dunia los cohibía un poco. Hice las presentaciones. Todos se admiraron de las circunstancias que rodearon la aparición de Dunia en aquel bar de Moscú y solicitaron detalles. Di algunas precisiones que no hicieron sino acicatear su curiosidad. Prometí que les haríamos una relación detallada de los acontecimientos durante la cena. Por cierto, Juan, ¿qué has hecho para cenar? Bacalao a la vizcaína. Perfecto. Dime Milos, ¿qué es de Evgueni últimamente? Desapareció de la noche a la mañana, junto con sus gerifaltes, sin dejar rastro. En eso supe que habíais ganado el pulso. No pude evitar que mis labios se desplegaran en una larga sonrisa de satisfacción. También sus matones se han dispersado. Los que quedan forman grupos aislados, ninguno de los cuales constituye la menor amenaza. En cambio, hemos “convencido” a los elementos civiles de su estructura para que integren nuestra causa, respetando las mismas condiciones concluidas con Ismailovo. Vuk, ¿tienes papel y bolígrafo a mano? Gracias. Anoté unos caracteres en el cuadernillo que me tendió. Toma, efectúa cuanto antes las transferencias de los códigos por el procedimiento más sibilino que conozcas. Nicolai, muéstrale a tu hermana vuestra habitación. En resumidas cuentas, ahora tienes un imperio a tus pies y otro frente a ti, con el cual compartes el mismo espacio vital. O quizás, digamos que, dentro de él, cada cual posee sus bastiones, entrelazados por una complicada red de pasadizos secretos. ¿Ha dado Don Caetano señales de vida? Nuestra reacción fue tan fulgurante, ocupamos con tal rapidez el vacío dejado por Evgueni, que, imagino, cuando quisieron darse cuenta de lo que había ocurrido, se encontraron ante ellos con una presencia sólida semejante a la suya en volumen, un nuevo equilibrio en el que cada pieza ocupaba la misma posición que en el anterior. Ahora parece que tantean el terreno. Tal vez traten de ponernos a prueba. Muy bien, pues lo dicho, si no hay hostilidades, hacemos gala de una discreción absoluta, insinuando sólo nuestra presencia a quienes tengan que pagar tributo y acatar órdenes, pero si intentan la más mínima prueba de fuerza, palo y tente tieso, de nuestra determinación durante los próximos meses dependerá la paz del futuro. Cuanto antes lleguen a la conclusión de que somos tan coriáceos y potentes como nuestros predecesores, mejor será para todos. Llama a Felipe y que venga a celebrar esto con nosotros. Juan, pon unas cuantas botellas de champagne a enfriar en el congelador. La cena de aquella noche fue la desorganizada ceremonia del júbilo. Rememoramos, todos, nuestras vivencias de las últimas semanas y, según pudimos comprobar, también allí se habían vivido días intensos, de una peligrosa incertidumbre. Ha llegado el momento, anuncié, de que comencemos a repartirnos algunos dividendos. Sin embargo, mi consejo es que seamos parcos y discretos en el empleo de dicho capital. Quiero que se convoque, en breve, una reunión con nuestros expertos contables para que cada hombre, desde el primero hasta el último, obtenga la parte que le corresponda. Acto seguido, otra distinta con nuestros economistas y abogados para estudiar con ellos el capítulo de inversiones, respecto al cual tengo ya algunas ideas. Durante el champagne, cuando los comensales se esparcieron en varios grupos a lo largo de la terraza para tomar el fresco, que ya empezaba a recibir con dignidad dicho apelativo, y para remirar ese paisaje nocturno para algunos casi olvidado, sentí tras de mí la presencia de Dunia, justo un instante antes de oír su voz. Ya llevo algún tiempo sospechando que había gato encerrado en vuestros asuntos, pero nunca creí que vendría a parar a la caverna misma de Alí-Babá. ¿Estás decepcionada? ¿Y tú, no te sorprendes de que emplee expresiones del tenor de “aquí hay gato encerrado”? Sin aguardar respuesta fue a integrarse en la conversación de otro corro. Bueno, su español tenía una loable fluidez, ciertamente, pero ¿qué habrá querido decir con ello? En fin, lo que sea sonará, me dije, atreviéndome, con la borrachera incipiente, a recrearme en la contemplación de sus portentosas grupas de pura sangre. Ya era de madrugada, cuando regresé caminando a casa. La ciudad se mostraba más tranquila que cuando la dejé. Los vociferantes turistas jóvenes habían sido reemplazados por otros de edad mucho más provecta, los cuales, o bien se hallaban durmiendo desde hacía varias horas, o bien paseaban beatamente agarrados del brazo. El cemento de las aceras había perdido el ardor de los días de agosto y una leve brisa, casi fresca, se levantó de repente, acariciando el rostro. Decidí, a pesar del cansancio, ir primero a ver el mar, para ventilar mi mente de los efluvios del alcohol y otros.



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