domingo, 11 de octubre de 2009

Primeras páginas de "La hora de Leviatán."






Los días de las grandes transformaciones pueden reconocerse desde que uno salta de la cama, o antes. Son días de marasmo. Por su parte, los días sencillamente impertinentes se anuncian también de inmediato, aunque de otra manera, cada movimiento termina en un tropiezo, los instrumentos rehúsan su cometido, las llaves se ponen del revés a propósito y hacen cuanto se halla en su poder para no entrar en las cerraduras, luego les cuesta dar las vueltas o incluso se rompen y hasta se puede iniciar por esa vía una larga concatenación de dificultades que acaban por poner los nervios de punta, pero ahí termina todo, esos días suelen saldarse sin consecuencias graves. Eso existe. Hay días repelentes, así. Los primeros son harina de otro costal. Los días que traen cataclismos, individuales o colectivos, son días de una quietud insalubre, el aire aparece como más denso a causa de los presagios diluidos que mantiene, los colores se ven a través de él con una intensidad mayor y los cuerpos se hallan invadidos por la serenidad que hace falta para afrontar esos formidables trastornos en sus destinos. Fue pues con cierta ecuanimidad y con paso uniforme como me dirigía al banco, tras verificar, eso sí, una por una, cada cifra, al igual que la fecha. Curiosamente, la única inquietud que albergaba era la de haberme equivocado en alguna de ellas y hacer el ridículo ante los empleados de la sucursal. Mentiría si no admitiera que me puse a hacer planes pero ello es casi un acto reflejo. Me dejé llevar a la elección de un modelo de coche, del tipo de casa que mandaría construir, cosas así. No obstante, cuando me hallé ante el director del establecimiento bancario ya tenía tomada la decisión. Deseo permanecer en el más absoluto anonimato. El hombre comprobó las cifras meticulosamente una segunda vez. La expresión de su rostro era de incomprensión profunda. Resultaba evidente que para él mi actitud no cuadraba con el significado de aquella papeleta. Alzó los ojos y me miró como si acabara de salir de un coche que hubiera dado numerosas vueltas de campana antes de estrellarse contra un muro de hormigón y, por todo comentario, le pidiera un papel de fumar para enrollarme un pitillo, mientras aguardaba la llegada de los atestados. Luego se puso a hacer llamadas, a rellenar formularios para que yo los firmara. Al final, tras una hora completa de formalidades, me dio una tarjeta mágica, inagotable. Con ella en el bolsillo me bastaba. Por el momento, claro. Pasé de un banco a otro, es decir, entonces necesitaba un banco que sirviera para sentarse. Elegí uno a la sombra, en una plaza recoleta, con niños jugando a perseguir una bandada de colipavas, vigilados por abuelas haciendo calceta. El porvenir se veía, ciertamente, de otro modo, desde aquella soleada mañana de primavera. Era como cuando uno se quita una camiseta interior demasiado estrecha. Se acerca el verano, se utilizan prendas más ligeras, más anchas. De repente una sensación de desahogo, de frescor. Había desaparecido esa angustia leve, esa espina que muchas veces parece no estar ahí pero que únicamente había sido olvidada unas horas, tal vez días, de la aprensión a que algún fin de mes las cosas hayan ido tan mal que no queden fondos, ni crédito, para pagar los gastos fijos. Por fortuna aquello pertenecía a un pasado que percibía como anormalmente alejado. En cambio, debía parar mientes en esa intuición, todavía mal verbalizada, por la cual no me hallaba corriendo a toda prisa hacia mi mujer, luego hacia mis amigos y enemigos, para comunicarles la grata noticia, a saber, que haría falta una notable imaginación para conseguir gastar mediante una sola vida todo el dinero que me había caído encima, así, sin comérmelo ni bebérmelo. Acababa de firmar lo que puede denominarse el acta de nacimiento de un rico y había tomado la determinación de sellar ese documento y quitarlo de la vista de todo el mundo, renunciando con ello, de modo provisional por supuesto, a la comodidad de hacer uso abiertamente de la recién adquirida riqueza. Sin cuya precaución, la actitud de mi entorno hacia mí habría sufrido un reajuste que consideraba prematuro. Mientras tanto, bajo mi epidermis de no haber roto nunca un plato, alentaba una bomba de hidrógeno. Mi piel había sido siempre como un estuche, poroso por la cara exterior, liso e impermeable por la cara interna. Asimilaba las provocaciones del mundo, pero muy pocas veces reaccionaba, o si lo hacía, era de manera muy atenuada. Poseía una mezcla de timidez, ya sin complejo de inferioridad, y de misantropía inamovible, aunque poco patente. Todo el ejercicio físico que hacía para canalizar mi angustia, me daba músculos, no fuerza. Posiblemente mis relaciones interpretaban como apocamiento lo que era apatía. No obstante, que Dios les pille confesados porque aquel día todo iba a cambiar. Una fuerza descomunal e inexplicable que brotaba desde profundidades insospechadas tomó posesión de mí como una melodía endiablada Esta vez habrá para todos, me dije, cada cual tomará según sus merecimientos. Sentado en el banco, experimenté algo así como una entrada en trance. La plaza se había convertido en un barco cabeceando ligeramente de proa, navegando en mar gruesa. Comprendí que había llegado el momento de tomarle las riendas a ese caballo de la acción y conquistar medio mundo, poner el mundo entero, si es preciso, a fuego y a sangre, para bien o para mal. Me sentía capaz tanto de lo uno como de lo otro, lo que no dejó de asustarme, pero la perplejidad sólo duró un segundo. Me hallaba tan bien allí, sentado en ese banco de piedra, viendo las colipavas, blanquísimas, los niños y las abuelas al sol, el mundo rodando plácidamente junto a las demás esferas, que no podía albergar de manera duradera ningún temor. Me levanté al cabo. Las calles eran lo que no habían sido nunca, un laberinto infinito de posibilidades y yo iba mirando a derecha e izquierda para ver cuál era el primer hilo del que me placería tirar. Mi mujer, por ejemplo, consideré, si fuera a decirle que la fortuna nos acaba de abrumar con un peso enorme, se pondría de inmediato en guardia contra mí, tomaría precauciones, incluso puede que dejara de engañarme con ese botarate. Pero yo no quiero que deje de engañarme, yo únicamente quiero saber si me engaña o me ha engañado con él o con cualquier otro. Especialmente con él. En el momento presente, ella no espera de mí ninguna reacción espectacular, me cree todavía prisionero de mi horario de trabajo, sin ningún medio para averiguar, encerrado entre las cuatro paredes de mi oficina, lo que ocurre en el mundo durante un fragmento preciso, fijo, bien determinado públicamente, de tiempo. Las circunstancias, empero, habían cambiado y ella no debía saberlo. Me sorprendí al verme en mi barrio sin que la memoria hubiera registrado el menor detalle del trayecto. Lo que me devolvió a mí fue una voz que llegaba a tocar en mi interior un punto de máxima irritabilidad. Alcé los ojos. Un grupo de jóvenes se hallaba todavía a una distancia considerable. Sin embargo, de entre ellos, surgía un vozarrón perfectamente capacitado para transmitir la extrema penuria intelectual de su propietario a cualquier punto de la calle. Dejé de oír el zumbido de los coches, desapareció el murmullo de la ciudad, el sol se puso más amarillo y me invadió una serenidad y una ligereza de espíritu que sólo aportan ciertos puntos ubicados en los aledaños de la intoxicación alcohólica. Al mismo tiempo era como si llevara a mi lado una bolsa de plástico que se iba inflando y adquiriendo un peso enorme hasta caer en un barranco, queriendo arrastrarme a mí detrás, atrayéndome en dirección a la banda de cutres con una fuerza irresistible. Que me diga algo el alipáparo ese, algo personal, que me provoque, que lo haga. Lo hizo cuando ya casi parecía que me iba a dejar pasar de largo. Tú, cara de culo, dame un cigarro. Afortunadamente, porque si no, hubiera desarrollado una cirrosis. Me detuve en seco, mis ojos buscaron con incontrolable avidez los de ese desgraciado y mis pies me lo acercaron hasta que su jeta se encontró a una distancia ligeramente inferior a la envergadura de mi brazo. No tengo cigarros, pero tengo un puro que tú no te lo has fumado nunca. ¿Sí? Sí. Pues dámelo. Mis pies estaban bien afirmados en el suelo, me concentré en mi estómago, luego en mis riñones y finalmente dejé que todo mi cuerpo se lanzara detrás de mi puño, de modo que la inercia casi me hace caer hacia delante. Toma puro. Recuperé el equilibrio, di un paso atrás, junté mis puños por abajo, combé mis hombros acumulando fuerza y lo mandé todo a rodar hacia arriba llevándome por delante las mandíbulas de los dos figurantes que lo flanqueaban. Después de ello, les incrusté profusamente los pies en el hígado y en la cara a los tres y con las mismas me fui, sin que ninguno de los demás integrantes del rebaño borreguil dijera esta boca es mía. Al llegar a la esquina, me volví. Se había formado un corro de curiosos alrededor de los heridos, pero nadie miraba en mi dirección, ni en esa acera, ni en la opuesta. Durante la comida, sostuve una animada conversación con mi mujer. Me bailaba intra muros la idea de preguntarle bueno ¿y qué tal el gilipollas de tu amante? Yo, que soy tan comedido. Pero me retuve, claro. Ya salpicaremos con los remos a su debido momento. Después de la siesta, en el momento en que, tras el ejercicio del amor, se quedó frita, me puse delante del ordenador. Consulté unas cuantas páginas, escribí en un trozo de papel dos o tres direcciones y, rico de esa nueva información, tomé el montante y salí de casa. Al tipo que me atendió le expliqué en cuatro palabras y con toda franqueza el asunto que me traía entre manos. Hablamos de ello como si estuviéramos negociando el alquiler de un piso. Eso me gustó. En realidad de eso se trataba, del piso, por lo menos como una primera instancia. Me preguntó si podía facilitarles el acceso durante unas horas. Le repuse que me las arreglaría. De regreso a casa, le anuncié a mi mujer que, puesto que se avecinaba Pascua de Resurrección, nos iríamos unos días a Europa Central. Proposición que ella acogió favorablemente, si bien no sin cierta sorpresa por lo precipitado de la decisión. Por toda respuesta, le mostré los billetes. A la vuelta, tenía instalado en el apartamento un sofisticado sistema de escucha que se ponía en funcionamiento únicamente cuando se producía un ruido y cuyas grabaciones podía escuchar a través de un ordenador mediante una clave secreta, o bien llamando por teléfono a un número determinado. Durante una semana no hice más que escuchar el chasquido de la puerta al cerrarse, casi inmediatamente después de mi salida, y el crujido de la cerradura al abrirse, poco antes de mi llegada. Si algo se produce, no parece que vaya a ser en casa, concluyó mi guía espiritual. Con la palabra todavía en la boca, salió del despacho un momento y regresó con unas cuantas cajas de cartón que empezó a abrir. De una de ellas sacó un teléfono móvil. Parece un teléfono móvil cualquiera, claro que con muchas funciones, un regalo ideal. Cierto que lo parecía, en efecto. De hecho lo es, se comporta como un teléfono móvil normal. No obstante, tiene una función secreta. Llamando con otro aparato a un número convenido, el teléfono no reacciona visiblemente en modo alguno, pero transmite a los oídos interesados todo ruido que se produzca a su alrededor. Destapó otra caja y sacó lo que tenía el aspecto de un pequeño imán. Coloque esto en el coche de su mujer y con esta pantalla, mediante la técnica GPS, podrá ver a dónde se dirige. Esa vez dimos en el clavo. Abrí un cajón de mi escritorio y puse en el fondo la pantalla. Cuando vi que el coche se detenía, aguardé cinco minutos y compuse el número indicado. En efecto, reconocí las voces de ambos. Esperé un instante y comenzaron a hacer el amor. Era todo lo que quería saber. A mi regreso de la oficina, le diría que esa noche la dormiría todavía en casa, pero que al día siguiente me iría para siempre. Mi trayecto de vuelta me hacía pasar por una de las calles más comerciales de la ciudad. Ese día se había instalado en la acera un joven mendigo que tocaba el violín. Llamaban la atención sus ojos azules clarísimos y su larga cabellera rubia. En ese momento se hallaba interpretando el doctor Zivago. Pasé de largo casi sin mirarle, en aplicación de mis principios progresistas acerca de la mendicidad en la vía pública. La melodía, sin embargo, me condujo rápidamente a un estado de narcosis, sin pérdida de lucidez, más bien todo lo contrario, pam, pam, pa pam, pa, pa, pa, pa, pa, pa pam…. Esa misma fuerza que había invadido mi cuerpo el día en que me convertí, por la gracia de Dios, en un hombre inmensamente rico, crecía en progresión geométrica y me estaba dejando en un estado de embriaguez peligroso, en una posición que se hallaba por encima del bien y del mal, mis pies no tocaban el suelo, mis oídos no me devolvían el menor sonido, todo a mi alrededor iba quedando cada vez más velado por una cortina de sombra, mientras que las luces de las tiendas brillaban como estrellas. Quieto, aquí hay algo, no vayas a cerrar los ojos ante los signos, cuando se despliegan ante ti. Me detuve ante el escaparate de una librería fingiendo interesarme por los volúmenes expuestos, pero en realidad mi mente estaba ya tejiendo a sus anchas el complot. Hay que probarlo todo, dijo él una vez, adoptando ese aire del macho al que no le importa besar los labios de otro hombre, sabiendo que su virilidad está muy por encima de semejante pacotilla. Lo dijo mirándome a mí y yo le repuse que no lo creía necesario. Pero ahora soy yo el maestro de ceremonias, el que explora nuevos caminos, el tentador. Lo único que podía perder era el tiempo, puesto que la pérdida económica iba a ser insignificante para mi nuevo y vasto bolsillo. Volví pues sobre mis pasos. No debió transcurrir mucho tiempo entre mi ida y mi vuelta porque el joven seguía interpretando la misma pieza cuando me planté como una estatua delante de él, sólo nos separaba el sombrero donde se ponen las monedas. Imperturbable, interpretó la melodía hasta el final. Luego bajó el arco y el violín. Aguardó en silencio. Saqué un billete que resultó ser de cien euros y lo deposité en el sombrero. Ni siquiera me dio las gracias. Erguido, me contemplaba con severidad, como si en lugar de un billete de banco le hubiera entregado un billete de desafío, cuyo contenido no ignoraba. ¿Quieres más? ¿Cuánto? Tres mil. ¿Qué debo hacer? Tres mil sólo por escucharme. Luego veremos. Lentamente se puso a guardar el violín y el arco dentro del estuche, recogió el sombrero, retiró las monedas y el único billete. Quedó a la expectativa. Eché a andar. ¿Cómo te llamas? Nicolai. Muy bien, Nicolai, tú no has venido de la lejana Rusia para andarte con chiquitas, desde luego que no. Tocas bien el violín, pero el arte, por lo menos en occidente, hay que tocarlo con un poco de mano izquierda, de lo contrario uno no saca ni para pipas y tiene que enviar a hacer gárgaras el arte para consagrarse a otra actividad más clemente. En cuanto divisé el primer cajero automático, saqué tres mil euros y se los entregué sin mirarlos. Los recibió con una altivez desafiante que se resolvió en gesto de derrota y resignación al guardarlos en el bolsillo de su chaqueta. De regreso a casa, no pude evitar mostrarme un tanto deprimido. Traté, no obstante, de tomar las riendas de mis emociones. El atractivo de estas cosas radica sobre todo en el efecto de sorpresa. Al día siguiente vestí de punta en blanco a Nicolai en la tienda más cara de la ciudad, le compré un coche y le di las instrucciones para alcanzar los primeros objetivos. Y como quiera que dichos objetivos se iban cumpliendo puntualmente, para gran sorpresa mía, todo hay que decirlo, pero ahí estaba el viejo proverbio castellano para paliar ese tipo de pasmo, dime de qué presumes y te diré de qué careces, decidí alquilar un ático y encargué a los de la agencia que lo rellenaran con el material de grabación audiovisual más sofisticado que tuvieran en los almacenes. También les pedí que averiguaran a quién pertenecía el chalet de la montaña al que acudían mi mujer y su amante. No tuve que aguardar mucho, quién lo hubiera dicho. Una semana después del lanzamiento del plan, tenía en mi poder un CD bastante curioso. El modo en que iba a cursar dicho expediente lo había concebido desde el primer momento, desde que me quedé parado ante el escaparate de la librería. Grabé pues su contenido en el ordenador, utilicé una de esas direcciones electrónicas gratuitas que se crea uno mismo con nombre falso y, ni corto ni perezoso, lo mandé a todos los empleados de la fábrica, desde los ejecutivos del sancta sanctorum hasta los encargados de la carga y descarga de camiones en el patio, incluida la suya y la mía, por supuesto. Pero lo hice de modo que no pudiera leerlo antes de llegar a la oficina. La venganza es un placer del que ni siquiera los dioses han querido prescindir, provoca una satisfacción intensa y duradera. Cada cual considera como única justicia verdadera la suya propia y cuando consigue concatenar una serie de acciones que den como resultado último el cumplimiento de la misma, relacionada, por supuesto, con una sensación de poder, de dominio del entorno y de los infelices que han osado oponerse a ella, que han pretendido hacernos daño, entonces conoce una exultación inenarrable, que es preciso prohibir, por cierto, como cualquier otro placer desmesurado. Pero la maldad debe ser castigada, humillada, especialmente la que es dirigida contra nosotros. Lo único que me restaba por hacer era no perderme ni uno solo de los detalles que prometía aquel día resplandeciente, en un mundo que rebosaba sol y perfumes y cantos de pájaro. Atendiendo a los cuales, debo confesar que nunca he presenciado una metamorfosis comparable en un ser humano. Entró como un pavo real, cual solía hacerlo, y salió como una mariquita, silbada por la dotación en pleno de la descarga. La noticia había corrido como la pólvora. Antes de que él lo supiera, todo el mundo a su alrededor estaba al corriente. Yo adopté, de puertas afuera, como tantos otros, la actitud consistente en un mutismo cariacontecido. Sin embargo, en mi fuero interno, la gran preocupación era que no se desbordara una carcajada homérica que se iba inflando peligrosamente a medida que pasaban las horas. Hubo otros, menos discretos, que provocaron algunas fricciones por aquello de me has mirado de una manera rara, hoy no me gusta en absoluto tu sonrisa y ¿tendré yo monos en la cara o qué? Así hasta que el mismo que le prestara su chalet en la montaña para sus proezas de macho, le sugirió que consultara su correo electrónico. Cuando lo hizo, se le coló en el cuerpo la pestilencia de un mal aire que le adscribió la propia palidez de un cólico hepático. Noté que de repente le había crecido la barba y se le habían hundido las mejillas. Salió precipitadamente, sin mirar a nadie, tambaleándose y tropezando con todo, como un borracho, o peor, como alguien a quien han inoculado el veneno de la muerte, para ya no volver más. Tras su paso se arremolinaba el mismo tufo con sabor a musgo que esparcen los coches fúnebres. Mientras presenciaba esa retirada atroz, no pude evitar un breve escalofrío. Pero se lo merecía, me apresuré a musitar para el cuello de mi camisa. A los dos días nos enteramos de que, al llegar a casa, se había colgado de una lámpara. Entonces ya pude decirle a mi mujer que la dejaba para siempre. No protestó. En su mirada podía leerse con toda claridad la interrogación ¿has sido tú, verdad? Con la mía procuré responder ¿quién iba a ser si no? Pero nada de eso fue dicho con palabras. Di media vuelta y sin coger ni una sola prenda me fui.

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INTRODUCCIÓN A LEVIATÁN.

El objetivo de la obra es lanzar a unos personajes sobre una vasta superficie para que, a través de sus vivencias, quede urdido un tapiz representativo del mundo actual, ése que ha producido la crisis financiera y social que aún perdura. Para ello se inspira, cambiando cuanto haya que ser cambiado en materia de nombres propios, o simplemente elidiéndolos, en los casos llamados “Malaya” (que ahora se está juzgando) y “Ballena blanca”, posiblemente imbricados, y también en el caso “Al Yamamah”, que no lo está, pero al fin y al cabo no se trata más que de una ficción, lo cual no impide, por cierto, que este último caso sea presentado, como los otros, con rigurosa claridad, mutatis mutandi, por supuesto. El protagonista es un tipo banal, aunque no desprovisto de ciertas cualidades, uno de tantos que, durante los años 80, terminaron estudios universitarios y luego tuvieron que conformarse con un monótono empleo de oficinista en una empresa cualquiera. Y dando gracias. Tan banal, que no otra cosa sino los celos que le suscita su mujer, secundados por una cadena de casualidades, le propulsan en cuestión de unos meses, porque todo va muy deprisa en nuestros tiempos, a la cabeza de una potente mafia que detenta secretos que resultan bastante inconvenientes para varios gobiernos, lo cual suscita la irrupción de Leviatán en la historia. Tal argumento obliga a profundizar en el estudio de los orígenes de la mafia rusa, bien implantada ahora en nuestro país, y con ello surge una visión polémica, incluso dolorosa para algunos, tanto de la antigua Unión Soviética como de la Rusia de nuestros días, a cuál peor. Pasando, como no podía ser menos, con todo detenimiento, por la España actual, retratando las clases sociales ascendentes y la política en particular, realizando finalmente un inciso en las vicisitudes de la política británica, estadounidense y de ciertos países del oriente medio. La estructura mediante la cual queda encuadrada y encauzada la novela (536 páginas a doble espacio en formato word) tiene la forma de una conversación entre dos personajes, un asesino a sueldo, conocido como Leviatán, y el padrino de una mafia que ha surgido y se ha desarrollado de una manera fulgurante a expensas de otras; circunstancia que atrae, a pesar suyo, la atención del primero, quien incitará una y otra vez a su interlocutor a exponer los pormenores de su ascensión, antes de ejecutarlo. La posición pues de Leviatán en la historia está entre la de ese genio de “Las mil y una noches” que urge al pescador indefenso a elegir su muerte y la del gato que juega indefinidamente con el párvulo ratón, a quien parece tratar con toda delicadeza para no estropearlo demasiado con sus zarpas, antes de tiempo. El discurso comienza pues al final de la historia, lo que permite a ambos personajes comentarla y sacar conclusiones, a veces prematuras, después de todo. Lo esencial de la navegación lo haremos instalados en el punto de vista de ese gerifalte mafioso que defiende, obviamente, su hechura, aunque con un superávit de aplomo y de orgullo que sorprende por su absoluta inadecuación a la situación que está viviendo. Su discurso será pues, por lo general, fluido, aunque sobrio, y sereno, como si estuviera conversando en la terraza de un café. El contrapunto a esa voz lo dará la palabra bronca de Leviatán, un bajo profundo. El contenido de dicha conversación fue grabado por un mecanismo automático que lo almacenó en una página web. Al lector se supone que le llega a través de esta grabación. Por lo tanto, éste debe recibir un conglomerado gráfico, sin guiones ni elementos diferenciadores de discurso, correspondiente al conglomerado fónico que recibirían los oídos de quien escuchara. Ambas voces están lo suficientemente individualizadas como para que esto sea posible sin que el lector llegue a perder las hebras del tejido narrativo. Más aún, el procedimiento se puede extender, y de hecho se ha extendido, a los personajes que surgen del discurso. Por cuanto se refiere a la temática, la novela hunde sus raíces, como ya lo había hecho Melville en “Moby Dick,” en el feraz limo del “Libro de Job”, cuya interpretación por parte de Jung sembró, en su momento, notable desconcierto. O dicho de otro modo, el tema principal es la posición del hombre frente a la potencia arbitraria de la Naturaleza. Otro eje temático lo constituye la seducción que evoca en el alma humana el usufructo del poder. Los acontecimientos se precipitan con tal rapidez ante el desprevenido protagonista que éste no tuvo tiempo para tomar, como Ulises, precauciones para resistir ante semejantes cantos de sirena. De este modo, se verá arrastrado, no sin lucha, por esa repentina sed de dominio del entorno, que siempre es hostil. La acción transcurre principalmente en una ciudad mediterránea que no se nombra, cerca del paraíso fiscal de Gibraltar. Si bien una parte considerable de la misma se despliega en Moscú y, en menor medida, en otras ciudades europeas. A través de todas ellas se encadenan las peripecias de un nuevo tipo de pícaro, un pícaro del siglo XXI que trabaja con móviles y ordenadores trucados, inmiscuyéndose en las vidas de los demás y sacando partido a sus secretos. Así, pronto se encuentra con los hilos de una trama de corrupción político-financiera, conectada a terminales de naturaleza mafiosa, entre las manos, aspirado hacia arriba por un movimiento en espiral que acabará confrontándolo a dos razones de Estado. Y como consecuencia principalmente de la segunda de ellas, a Leviatán. El texto pone de manifiesto una fisura por la que hace aguas a menudo la democracia española, se trata concretamente de la utilización fraudulenta, por parte de políticos corruptos, de la llamada ley del suelo. Y muestra asimismo, en un orden de cosas con frecuencia muy próximo al anterior, cómo el capitalismo financiero, con sus pasadizos secretos por los que circula sin control el dinero y sus paraísos fiscales, constituye un inmejorable caldo de cultivo para el progreso de las mafias. La novela pretende contar una historia que ocurre en la España de los últimos días, notablemente distinta de la de hace tan sólo diez años, integrada por un tejido social en el que se entrecruzan hebras de los más variados y remotos orígenes. El censo de sus personajes incluye el aporte étnico proveniente de la Europa del este y del Magreb, con el cual habrá que contar, en adelante, para establecer una nueva aproximación a la identidad nacional. Lo que diferencia la novela de los restantes géneros narrativos, es que aquélla debe presentar al lector una visión del mundo. “La hora de Leviatán” no es sólo una historia bien trabada desde el principio hasta el fin, con unos resquicios en este último que permiten sacar los hilos de un final abierto, sino que, entre los dos antagonistas que pasarán la noche entera engarzando una conversación, por momentos extremadamente tensa pero que también encontrará la ocasión de remansarse en un diálogo sereno de raíz platónica, construirán, a pesar de su oposición, como dos columnas de color y forma distintas pero que entre ambas sujetan un mismo dintel, una visión del universo de factura mental que debe integrar el problema del mal y de la crueldad. Por su argumento y por su patente actualidad, y también por el hecho de que en ella se plantea una problemática aún no resuelta que afecta al entero cuerpo social, considero que la obra puede ir dirigida al gran público. Pues, si bien la dificultad de lectura que implica la ausencia de la correspondiente puntuación indicadora de cambio de interlocutor, así como toda la parafernalia de deícticos y verbos dicendi que tanto carga la narración con su redundancia inútil y que, por otra parte, hay que excluir, por razones obvias, de este texto, no debería arredrar al lector medio, una vez haya comprendido que se trata sencillamente de una grabación, cuyo estilo y forma constituyen un molde que se presta de modo particularmente adecuado a la escritura desatada. Sin embargo, más allá de un intento de reflejar una circunstancia, las dos entidades que dialogan como desde el interior de una cámara sometida a una gran presión dramática, pues si el uno posee la fuerza (en una proporción casi mítica, sobrehumana) y el dominio absoluto de la situación, el otro parece guardar un as en su manga, pasan revista indirectamente a una serie de temas de trascendencia universal, como pueden ser la muerte, en realidad el tercer personaje en presencia, mudo pero que acecha en la sombra, escuchando toda esa verborrea y aguardando su turno para actuar, la oposición entre deseo de poder y moral, el amor como una flor de invernadero amenazada por una atmósfera corrosiva, el poder de la palabra y el de la voluntad sobre un mundo que es pura conciencia, como enseñó el obispo Berkeley, y el tema del hombre como genuino objeto de una transformación alquímica que, a través del dolor, el esfuerzo, la experiencia y el discernimiento, acaba convirtiéndose en la verdadera piedra filosofal, siempre y cuando todas las etapas hayan sido correctamente consumadas. Ejes, pues, de reflexión que dan espesor y hacen que el texto vaya más allá de una simple novela de aventuras, que también lo es, o de un estudio con vocación científica de una etapa particular del capitalismo. La cita previa de Pascal marca la pauta de un ritmo acelerado, el mismo que experimentaría una sociedad desplazándose a bordo de una aeronave supersónica, guiada por un piloto ciego y dotada de instrumentos de navegación poco fiables. En otras palabras, el tipo de sociedad que, en este momento preciso, está señalando sus límites con la precisión de un puntero.

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miércoles, 4 de marzo de 2009

"CIEN AÑOS DE SOLEDAD," UNA SAGA ALQUÍMICA

“CIEN AÑOS DE SOLEDAD” UNA SAGA ALQUÍMICA. Se trata de la epopeya de una familia que pugna, durante cien años, por emerger de las tinieblas del caos primigenio a la luz del día; tal vez, juntamente con esto y por economía narrativa, desde la degradación de la culpa hasta le entelequia de la perfección, de cuando el hombre aún no había visto la conminatoria espada de fuego. Los nombres de sus miembros son tan transparentes que resulta imposible esquivar la alegoría. No en balde nos las estamos viendo con la estirpe de los BUENDÍA, de cuyas características y propiedades lumínicas participan de inmediato todos aquellos elementos que se incorporan, sea cual sea su procedencia y por muy envuelta en misterio que esté, sin excepción llegan a ser un BUENDÍA y por lo tanto están embarcados en la misma nave que los lleva hacia la claridad. Otro rasgo hereditario que comienza siendo propiedad de unos cuantos pero que acaba alcanzando a todos, incluso a Úrsula, es la soledad. La soledad del adepto que no puede separarse de su atanor y, mientras dure el trabajo, no se le permite distraerse ni un solo momento de él. La soledad de quienes dirigen una Obra secreta o de quienes tienen conocimiento de ella. La alquimia es un proceso que implica una transmutación. Parte de dos substancias misteriosas de signo opuesto, el agua mercurial, principio femenino cuya verdadera identidad los iniciados ocultan celosamente, pero que afirman se encuentra con gran profusión en la naturaleza, y el fuego frío o luz negra que está en todas las cosas y que recibe el nombre de espíritu universal o también León Verde, de signo masculino. El primero suele representarse como un triángulo con el vértice hacia abajo y es como una copa, un recipiente que forma un hueco negro, es el Santo Grial, es la Virgen que aplasta con su pie el dragón, la mujer revestida de sol “Y hemos visto un gran signo en el cielo, una mujer revestida de sol, y la luna estaba a sus pies, y sobre su cabeza había una corona con doce estrellas y ella estaba encinta…. Y el dragón se mantenía delante de la mujer, para devorar a su hijo cuando naciera.” (Apocalipsis 12, 1-4). El otro se representa como un triángulo con el vértice hacia arriba que penetra y atraviesa el anterior. Superpuestos, unidos fuego y agua, forman la estrella o sello de David, símbolo de la luz, como también lo es la cruz. Ambas contienen un núcleo del que salen diversos rayos. La tradición alquímica sostiene que la fase final de dicho proceso se termina con la obtención del oro. Pero algunos piensan que ese oro no es el oro vulgar, sino que simboliza la Gran Obra, la cual implica la transformación de quien la lleva a cabo. Ahora bien, antes de que se produzca la unión del principio masculino y del principio femenino, ha de matarse al dragón, el cual representa la falsedad, la imaginación a la deriva que desemboca en la perversidad y en la maldad. Ese dragón, unas veces lo mata el caballero, el León Verde, o incluso el León Rojo, ya se llame arcángel San Miguel, san Jorge, o cualquiera de los campeones medievales que luchan contra el dragón para casarse con la princesa. Ese dragón está dentro de ellos mismos, pero si no lo matan, no alcanzarán la pureza necesaria para unirse con la futura reina, la sublime. Otras veces lo aplastará la propia doncella con su pie. En Cien Años de Soledad aparecen ambas maneras de matar al dragón. La primera de ellas se lleva a cabo con el procedimiento clásico de la lanza y el San Jorge de Cien Años de Soledad es José Arcadio Buendía, así como el dragón se llama Prudencio Aguilar, a quien el campeón atraviesa la garganta con la mencionada arma. La segunda manera la ejecuta Remedios la Bella y el dragón que ella vence en innumerables ocasiones es el dragón del irremediable deseo sexual, no el amor, pues en eso es una genuina Buendía, que sin proponérselo, con la más impecable inocencia, suscita. Todos aquellos que se acercan a ella con intenciones turbias, mueren como moscas. Al final, tras una larga serie de estragos, como el agua ígnea que representa, como la Virgen que nunca dejó de ser, se evapora y asciende al cielo en cuerpo y alma. Así, el dragón de “Cien años de soledad”, como el dragón bíblico, se queda pasmado, con más de dos palmos de narices. Aurum (oro), es de la misma raíz que aurora y que aura (brisa, pero también luz del día) y que aureola. El sol de la mañana, cuando comienza a elevarse sobre el horizonte, está rojo como el oro y se parece mucho a la hostia refulgente que alza el sacerdote cuando celebra el sacramento de la eucaristía, que no consiste en otra cosa más que en comernos el cuerpo de Cristo irradiando luz. “Yo soy la luz de este mundo, el que me siga, no caminará en las tinieblas, sino que poseerá la luz de la vida” (Juan, cap. 8, v. 12). Los varones Buendía son seres luminosos que engendran en copas robustas y opacas otros seres luminosos. Mas no todos poseen la misma clase de luz. Los hay que son Leones Verdes y los hay que son Leones Rojos. Los Leones Verdes son los José Arcadios y los Leones Rojos son los Aurelianos. El León Verde es el primero en unirse con el agua mercurial, entonces se constituye un agua de naturaleza y propiedad doble, agua ígnea y fuego acuoso. Los alquimistas parecen coincidir en que el metal que más luz negra o espíritu universal contiene es el hierro, basta con golpearlo con una piedra para que salgan chispas, que son la manifestación de esa luz negra. El hierro es el metal más fuerte, el metal de Marte. Los José Arcadios son todos robustos y fuertes, prácticamente unos gigantes, dotados además de una potencia sexual prodigiosa. La estirpe de los Buendía se continúa con los José Arcadios. Sin embargo, el León Verde desaparece pronto para dar paso al León Rojo; de alguna manera, el León Verde anuncia al León Rojo, lo lleva sobre sus hombros como San Cristóbal, otro gigante, lleva al niño Jesús en la leyenda esotérica. León Verde es San Juan Bautista: “Yo os bautizo en agua, pero llegando está otro más fuerte que yo, a quien no soy digno de soltarle la correa de las sandalias. Él os bautizará en el Espíritu Santo y en fuego. En su mano tiene el bieldo para bieldar la era y almacenar el trigo en su granero, mientras la paja la quemará con fuego inextinguible.” “La sangre fija del León Rojo –dice Basilio Valentín- está hecha de la sangre volátil del León Verde (los José Arcadios desaparecen sin dejar rastro, nótese las sesenta y cinco vueltas al mundo de José Arcadio), porque ambos son de una misma naturaleza” (familia, la operación alquímica es absolutamente incestuosa y tiene, además, que repetirse por tres veces). León verde es también el rey Marc, en la fábula ocultista de Tristán e Isolda, quien debe hacerse a un lado para dejar paso al León Rojo, su sobrino, Tristán. Y no sería improbable que García Márquez hubiera tenido en cuenta esta leyenda artúrica para la confección del carácter de los Aurelianos, tristes y solitarios sin excepción. Los José Arcadios engendran tanto José Arcadios como Aurelianos. La Obra, no obstante, la Gran Obra, la realizan los Aurelianos, porque son la piedra filosofal, el oro de los filósofos. Los José Arcadios son seres más bien primarios que, pese a no estar en absoluto desprovistos de luz, no comprenden el procedimiento de la Obra y suelen cometer errores de bulto, víctimas de ese tipo de inteligencia preclara pero que peca un tanto de racionalista, distinta a la de los Aurelianos que es mística, intuitiva. Arcadia, en el Peloponeso, era percibida como una región feliz, pero con una felicidad que emanaba de una simplicidad rústica. “Arcades ambo”, la expresión virgiliana que originariamente era aplicada a dos hombres dotados de excepcional habilidad para la música y la poesía bucólica, hoy en día suele usarse en tono irónico y un tanto peyorativo. El primer José Arcadio intentará la mítica transmutación alquímica, pensando quizás que podría multiplicar la masa del oro obtenido con la fundición de los doblones de su mujer y lo único que consiguió, tras una larga serie de desastres, fue devolverle al fin la masa inicial de oro a la desesperada Úrsula. José Arcadio parece comprender todo al revés, o con una lógica personal que lo lleva directamente al siniestro. Y ello pese a tener a su disposición al más fabuloso de los iniciadores, a Melquíades, que no es otro que el bíblico Melquisedec, rey de Jerusalén, de quien el propio David dice: “Jehová lo ha jurado y no lo lamentará: Tú serás por siempre sacerdote, según el orden de Melquisedec,” (Salmo 110). Pero esto se considera una profecía mesiánica, es decir, destinada a los Aurelianos, no a los José Arcadios. Los Aurelianos, en cambio, son harina de otro costal, están dotados de poderes taumatúrgicos, exactamente igual que la piedra filosofal que representan. Los diecisiete Aurelianos quedarán marcados todos con el signo indeleble de la cruz, que es el signo de la luz. El coronel Aureliano Buendía, de niño, hacía rodar las sillas con sólo mirarlas y esa luz imperiosa de sus ojos no la perdió ni siquiera en la decrepitud que anunció su muerte. Los Aurelianos llevan a cabo las acciones decisivas, el primer Aureliano fue quien exterminó los tigres de la región. El coronel Aureliano Buendía realizó la Obra, la Gran Obra, durante veinte años dirigió una guerra civil y encarnó un ideal colectivo, aunque es dudoso que lo compartiera, Úrsula, vieja y ciega, pero con una perspicacia doblada por cierta clarividencia interior (¿luz negra?) lo pone en tela de juicio; sin embargo, el monstruoso atropello que lleva a cabo un esbirro de la compañía bananera provoca, en el alma ya senil del coronel, una fabulosa combustión de sentimientos profundamente humanos. En cualquier caso estaba provisto de un nimbo luminoso que le protegió toda su vida de los más arduos peligros y alcanzó una aureola histórica de santo laico. ¿Y cómo evitar la mención del simbolismo palmario de los pececitos de oro que fabricaba sin el menor afán de lucro? Hacer para deshacer, vender para reponer tan sólo la materia prima con que iniciar de nuevo la obra. La recompensa de la obra, en la propia ejecución de la obra. ¿Qué has querido decir con eso?

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